Jeffrey Archer, con su habitual maestría narrativa, presenta en su última novela una apasionante historia marcada por un insólito cruce de destinos: dos hermanos gemelos separados al nacer y que desconocían la existencia del otro, se reencuentran treinta años más tarda como rivales políticos. Ambos pertenecen a familias de distinta extracción social y credo ideológico, pero el azar propiciará que sea Fletcher quien defienda a su hermano Nat, acusaso del asesinato de su rival en las elecciones a gobernador. Cuando Fletcher sufra un accidente y sea necesario conseguir sangre de un grupo muy extraño se desvelará el parentesco. Una trama perfectamente urdida en torno a las sorpresas que puede deparar el destino, al podeer político, al juego sucio, a la pérdida y al reencuetro, que ha hecho las delicias de miles de lectores en Inglaterra y Estados Unidos.

Jeffrey Archer

Juego Del Destino

Sons of Fortune, 2002

Para Alison

Libro primero

Génesis

1

Susan aplastó firmemente el helado en la cabeza de Michael Cartwright. Era la primera vez que se veían, o eso al menos era lo que afirmaba el padrino de Michael cuando los dos se casaron veintiún años más tarde.

Ambos tenían tres años en aquel entonces y cuando Michael se echó a llorar, la madre de Susan se acercó a la carrera para averiguar cuál era el problema. Lo único que Susan se mostró dispuesta a decir sobre el tema, y lo repitió varias veces, fue: «Bueno, él se lo ha buscado, ¿no?». Susan acabó recibiendo una azotaina. No era el mejor comienzo para una relación sentimental.

El siguiente encuentro del que se tiene constancia, siempre según el padrino, se produjo cuando ambos fueron a la escuela de primaria. Susan declaró con aire de conocedora que Michael era un llorica, aún peor, un chivato. Michael dijo a los otros chicos que compartiría sus galletas con cualquiera que estuviese dispuesto a tirar de las trenzas de Susan Illingworth. Muy pocos lo intentaron una segunda vez.

Al final de su primer curso, Susan y Michael compartieron el premio de la clase. La maestra consideró que era la decisión más acertada si de ese modo conseguía evitar la repetición del episodio del helado. Susan dijo a sus amigas que la madre de Michael le hacía los deberes, a lo que Michael replicó que él al menos escribía los suyos.

La rivalidad continuó con fiereza curso tras curso, hasta que finalmente cada uno se marchó a su respectiva universidad: Michael a la Estatal de Connecticut y Susan a Georgetown. Durante los siguientes cuatro años, hicieron todo lo posible para evitarse mutuamente. De hecho, la siguiente ocasión en que se cruzaron sus caminos fue, irónicamente, en casa de Susan, cuando sus padres organizaron una fiesta sorpresa para celebrar la graduación de su hija. Lo sorprendente no fue que Michael aceptara la invitación, sino que se presentara.

Susan no reconoció a su antiguo rival inmediatamente, en parte porque él había aumentado diez centímetros de estatura y era, por primera vez, más alto que ella. Hasta que le ofreció una copa de vino y Michael comentó: «Al menos esta vez no me la has tirado encima», no se dio cuenta de quién era el joven alto y apuesto.

– Dios, creo que me comporté de una manera horrible -dijo Susan, con la ilusión de que él lo negara.

– Sí, lo hiciste, pero supongo que me lo merecía.

– Puedes estar seguro de ello -afirmó ella, y se mordió la lengua.

Hablaron como viejos amigos y Susan se sorprendió al percibir cierta decepción cuando una compañera de Georgetown se reunió con ellos y comenzó a coquetear con Michael. Aquella noche no volvieron a cruzar palabra.

Michael la llamó al día siguiente para invitarla a ir a ver La costilla de Adán, de Spencer Tracy y Katharine Hepburn. Susan ya la había visto, pero se oyó a sí misma decir que sí; después le costó creer que hubiese dedicado tanto tiempo a probarse vestidos antes de que Michael llegara para aquella primera cita.

Susan disfrutó con la película, aunque era la segunda vez que la veía, y se preguntó si Michael le pasaría el brazo sobre los hombros cuando Spencer Tracy le daba un beso a Katharine Hepburn. No lo hizo. Pero cuando salieron del cine, él la cogió de la mano en el momento de cruzar la calle y no la soltó hasta que llegaron a la cafetería. Allí fue donde tuvieron su primera pelea, bueno, digamos desacuerdo. Michael confesó que votaría a Thomas Dewey en noviembre, mientras que Susan dejó bien claro su deseo de que Harry Truman continuara en la Casa Blanca. El camarero dejó la copa de helado delante de Susan. Ella la miró.

– Ni se te ocurra -le advirtió Michael.

Susan no se sorprendió cuando él la llamó al día siguiente, aunque había permanecido sentada junto al teléfono durante más de una hora, con la excusa de que estaba leyendo.

Michael le había comentado a su madre aquella mañana mientras desayunaban que se trataba de un caso de amor a primera vista.

– Pero si conoces a Susan desde que era una niña -observó su madre.

– No, mamá, no es así -replicó él-. La conocí ayer.

Los padres de ambos se mostraron encantados, pero no sorprendidos, cuando se prometieron un año más tarde; después de todo, apenas habían pasado un día separados desde la fiesta de graduación de Susan. Los dos consiguieron un empleo a los pocos días de acabar los estudios, Michael como ayudante en la Hartford Life Insurance Company y Susan como profesora de historia en el instituto Jefferson, así que decidieron casarse durante las vacaciones de verano.

Algo con lo que no habían contado era que Susan se quedara embarazada mientras estaban de luna de miel. Michael no podía ocultar su alegría al pensar que sería padre y cuando el doctor Greenwood les informó a los seis meses de que tendrían mellizos su gozo fue doble.

– Bueno, al menos eso solucionará un problema -dijo Michael como primera reacción a la noticia.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Susan.

– Uno podrá ser republicano y el otro demócrata.

– No si yo lo puedo evitar -proclamó Susan y se acarició la barriga.

Susan continuó con las clases hasta el octavo mes de embarazo, que coincidió felizmente con las vacaciones de Pascua. Se presentó en el hospital al vigésimo octavo día del noveno mes con una pequeña maleta. Michael salió del trabajo más temprano y se reunió con ella unos minutos más tarde, con la noticia de que le habían ascendido a ejecutivo de cuentas.

– ¿Y eso qué significa? -quiso saber Susan.

– Es un nombre rimbombante para un vendedor de seguros -le informó Michael-. Pero incluye un pequeño aumento de sueldo, cosa que nos vendrá de perlas ahora que tendremos que alimentar a dos bocas más.

Después de que Susan se instalara en su habitación, el doctor Greenwood le pidió a Michael que esperara fuera durante el parto, dado que cuando se trataba de mellizos podía surgir alguna complicación.

Michael se entretuvo en caminar por el largo pasillo. Cada vez que llegaba al retrato de Josiah Preston colgado en la pared del fondo, se volvía y vuelta a empezar. En los primeros recorridos, Michael no se detuvo a leer la larga biografía impresa debajo del retrato del fundador del hospital. Para el momento en que el doctor apareció por las puertas batientes, Michael se sabía de pe a pa toda la historia del hombre.

La figura vestida de verde caminó lentamente hacia él antes de quitarse la mascarilla. Michael intentó adivinar la expresión en su rostro. En su trabajo era una ventaja ser capaz de descifrar las expresiones y adivinar los pensamientos, porque cuando se trataba de vender seguros de vida tenías que anticiparte a cualquier duda que pudiera tener el posible cliente. Sin embargo, en el caso de esta póliza de seguro de vida, el rostro del médico no daba información alguna. Cuando se encontraron cara a cara, el médico sonrió y le dijo:

– Mis felicitaciones, señor Cartwright. Es usted padre de dos hijos sanos.

Susan había dado a luz a dos varones, Nathaniel a las 16.37 y Peter a las 16.43. Durante la hora siguiente, los padres se turnaron para mimarlos, hasta que el doctor Greenwood indicó que la madre y los bebés sin duda necesitaban descansar.

– Amamantar a dos niños ya será bastante agotador. Ahora los enviaré a la nursería para que pasen la noche allí -añadió el médico-. No se trata de nada especial, porque es algo que siempre hacemos cuando son mellizos.

Michael acompañó a sus dos hijos hasta la nursería, donde una vez más le pidieron que esperara en el pasillo. El orgulloso padre apretó la nariz contra el cristal que separaba el pasillo de las hileras de cunas y miró a los bebés que dormían, mientras deseaba decirles a todos los que pasaban: «Los dos son míos». Le sonrió a la enfermera que se encontraba junto a las cunas, atenta a las nuevas llegadas. En ese momento, les estaba colocando las pulseras de identificación en sus diminutas muñecas.

Michael era incapaz de recordar el tiempo que había estado allí antes de volver junto al lecho de su esposa. Cuando abrió la puerta, le complació ver que Susan dormía profundamente. La besó con mucho cariño en la frente. «Amor mío, te veré mañana por la mañana, antes de ir al trabajo», le dijo, sin importarle el hecho de que ella no podía escucharle. Michael salió de la habitación y caminó por el pasillo hasta el ascensor, donde se encontró con el doctor Greenwood, que se había quitado la bata verde y vestía una americana y pantalón grises.

– No sabe lo mucho que desearía que todos los partos fueran tan sencillos -le comentó al orgulloso padre cuando el ascensor llegó a la planta baja-. En cualquier caso, señor Cartwright, vendré a última hora para ver cómo están su esposa y los mellizos. No es que espere ninguna complicación.

– Muchas gracias, doctor -contestó Michael-. Muchas gracias.

El doctor Greenwood sonrió, y ya se disponía a salir del hospital para regresar a su casa cuando vio entrar a una señora muy elegante. Se apresuró a cruzar el vestíbulo para ir al encuentro de Ruth Davenport.

Michael Cartwright miró atrás y vio al médico que mantenía abierta la puerta del ascensor para que entraran dos mujeres, una de ellas en un estado de gestación muy avanzado. Una expresión de ansiedad había reemplazado a la cordial sonrisa del doctor Greenwood. Michael rogó que la nueva paciente del médico tuviese un parto tan sencillo como el de Susan. Caminó hasta su coche con una sonrisa de oreja a oreja, mientras intentaba pensar en las cosas que debía hacer.

Lo primero era llamar a sus padres… los abuelos.

2

Ruth Davenport ya había aceptado que esa sería su última oportunidad. El doctor Greenwood, por razones profesionales, no lo hubiese dicho tan claramente, aunque después de dos abortos, no podía recomendarle a su paciente que corriera el riesgo de volver a quedarse embarazada.

Robert Davenport, en cambio, no estaba ligado por las mismas reglas profesionales y, cuando se enteró de que su esposa estaba embarazada por tercera vez, había actuado con su brusquedad habitual. Sencillamente le dio un ultimátum: «Esta vez te lo tomarás con mucha calma», un eufemismo que equivalía a «no hagas nada que pueda perjudicar el nacimiento de nuestro hijo». Robert Davenport daba por hecho que su primer hijo sería un varón. También tenía claro que sería difícil, si no imposible, que su esposa se lo tomara con calma. Al fin y al cabo, era la hija de Josiah Preston y a menudo se decía que de haber sido Ruth un chico, ella, y no su marido, hubiese acabado dirigiendo Farmacéutica Preston. Ruth había tenido que conformarse con el premio de consolación cuando sustituyó a su padre como presidenta de la Fundación del Hospital San Patricio, una causa a la que la familia Preston llevaba vinculada cuatro generaciones.

Si bien algunos de los miembros más antiguos de la fundación tuvieron que ser convencidos de que Ruth Davenport era de la misma pasta que su padre, apenas transcurrieron unas semanas para que aceptaran la evidencia de que ella no solo había heredado la energía y el empuje del viejo, sino que él le había transmitido todo su considerable conocimiento y sabiduría, que con harta frecuencia se vuelca en el hijo único.

Ruth no se había casado hasta cumplir los treinta y tres años. Desde luego no había sido por falta de pretendientes, muchos de los cuales habían hecho lo indecible para declarar su amor eterno a la heredera de los millones de Preston. Josiah Preston no había necesitado explicarle a su hija el significado de la palabra «cazadotes», porque la verdad era que ella sencillamente no se enamoró de ninguno de ellos. De hecho, Ruth había comenzado a creer que nunca se enamoraría. Hasta que conoció a Robert.

Robert Preston había llegado a Farmacéutica Preston de Roche tras pasar por la Johns Hopkins y la Harvard Business School, lo que el padre de Ruth describió como la «vía rápida». Que Ruth recordara, había sido lo más cerca que el viejo había estado de utilizar una expresión moderna. Robert había sido nombrado vicepresidente a los veintisiete años; a los treinta y tres se convirtió en el presidente delegado más joven en la historia de la empresa y batió el récord que había fijado el propio Josiah. Esta vez Ruth se enamoró de un hombre que no se sentía abrumado o intimidado por el apellido Preston y sus millones. Cuando Ruth insinuó que quizá debía adoptar el nombre de la señora Preston-Davenport, Robert se había limitado a preguntarle: «¿Cuándo conoceré al tal Preston-Davenport que pretende impedirme que me convierta en tu marido?».

Ruth anunció que estaba embarazada pocas semanas después de la boda y el aborto había sido la única mancha en una vida conyugal maravillosa. Sin embargo, el episodio no tardó en parecer una nube pasajera en un resplandeciente cielo azul, cuando volvió a quedar embarazada once meses más tarde.

Ruth había estado presidiendo una reunión de la junta en el hospital cuando comenzaron las contracciones, así que solo tuvo que subir dos pisos en el ascensor para presentarse en la consulta del doctor Greenwood. No obstante, ni toda su experiencia, ni la dedicación de su equipo o los aparatos más modernos pudieron salvar al bebé prematuro. Kenneth Greenwood recordó a su pesar que cuando era un médico muy joven se había enfrentado al mismo problema en el nacimiento de Ruth, y durante toda una semana nadie en el hospital creyó que la niña sobreviviría. Ahora, treinta y cinco años más tarde, la familia estaba pasando por el mismo calvario.

El doctor Greenwood decidió tener una conversación privada con el señor Davenport y le sugirió que quizá había llegado el momento de pensar en la adopción. Robert había aceptado de mala gana y dijo que le plantearía el tema a su esposa en cuanto considerara que se encontraba lo bastante fuerte.

Pasó otro año antes de que Ruth accediera a visitar una agencia de adopciones y por una de esas coincidencias del destino, y que a los novelistas no se les permite considerar, se quedó embarazada el mismo día que iba a visitar el orfanato de la ciudad. Esta vez Robert estaba decidido a evitar que un error humano fuese la razón para que su hijo no llegara al mundo.

Ruth aceptó el consejo de su marido y renunció a su cargo de presidenta de la fundación del hospital. Incluso estuvo de acuerdo en que debían contratar a una enfermera para que -en palabras de Robert- la vigilara todo el día. El señor Davenport entrevistó a varias aspirantes al puesto y tomó nota de aquellas que reunían los requisitos profesionales necesarios. Pero su decisión final estaría basada exclusivamente en si la aspirante tenía la fuerza de carácter suficiente para asegurarse de que Ruth mantendría su palabra de «tomárselo con calma» y vigilar que no recayera en los viejos hábitos de querer organizar todo lo que ocurría a su alrededor.

Después de una tercera ronda de entrevistas, Robert se decidió por la señorita Heather Nichol, que era una de las enfermeras mejor valoradas en la sala de maternidad del San Patricio. Le gustó su evidente sentido común y el hecho de que fuese soltera y careciera de los encantos físicos que pudieran hacer variar dicha condición en un futuro previsible. No obstante, lo que inclinó la balanza en favor de la señorita Nichol fue que hubiese ayudado a traer al mundo a más de mil bebés.

Robert se mostró encantado al ver lo rápido que la señorita Nichol se acomodó al ritmo de la familia, y, a medida que transcurrían los meses, incluso él comenzó a creer que no se enfrentarían al mismo problema por tercera vez. Cuando pasó el quinto, el sexto y el séptimo mes sin incidentes, Robert planteó por primera vez el tema de los nombres: Fletcher Andrew si era un niño, Victoria Grace si era una niña. Ruth solo expresó una preferencia: si era un niño le llamarían por el segundo nombre, pero en realidad solo deseaba que el bebé naciera sano.

Robert se encontraba en unas jornadas médicas en Nueva York cuando la señorita Nichol le hizo salir de una conferencia para informarle de que habían comenzado las contracciones. Él le aseguró que regresaría en tren inmediatamente y luego cogería un taxi en la estación para ir al hospital.

El doctor Greenwood salía del edificio después del feliz parto de los mellizos Cartwright cuando vio a Ruth Davenport que entraba por la puerta giratoria acompañada por la señorita Nichol. Dio media vuelta y alcanzó a las dos mujeres antes de que se cerraran las puertas del ascensor.

En cuanto instaló a su paciente en una habitación privada, el doctor Greenwood reunió rápidamente al mejor equipo de tocólogos que podía ofrecer el hospital. De haber sido la señora Davenport una paciente normal, él y la señorita Nichol podrían haberse encargado del parto sin la necesidad de buscar más ayuda. Sin embargo, después de la revisión, comprendió que a Ruth tendrían que hacerle una cesárea si no querían tener problemas con el parto. Alzó la mirada y rezó para sus adentros, muy consciente de que esa sería la última oportunidad para la mujer.

La intervención duró poco más de cuarenta minutos. En cuanto vio asomar la cabeza del bebé, la señorita Nichol exhaló un suspiro de alivio, pero hasta que el médico no cortó el cordón umbilical no añadió: «Aleluya». Ruth, que continuaba bajo los efectos de la anestesia general, no tuvo ocasión de ver la sonrisa de tranquilidad en el rostro del doctor Greenwood. El médico salió inmediatamente del quirófano para comunicarle al padre: «Es un niño».

Mientras Ruth dormía beatíficamente, fue la señorita Nichol quien llevó a Fletcher Andrew a la nursería, donde compartiría sus primeras horas de vida con los demás recién nacidos. En cuanto acabó de acomodar al bebé en la cuna, le encomendó a la enfermera que lo vigilara y regresó a la habitación de Ruth. La señorita Nichol se acomodó en una confortable butaca en una esquina de la habitación e intentó mantenerse despierta.

Faltaban un par de horas para el amanecer cuando la señorita Nichol se despertó sobresaltada. Oyó que le decían:

– ¿Puedo ver a mi hijo?

– Por supuesto que sí, señora Davenport -respondió la señorita Nichol al tiempo que se levantaba apresuradamente-. Ahora mismo iré a buscar al pequeño Andrew. -Mientras cerraba la puerta, añadió-: Solo tardaré un par de minutos.

Ruth se incorporó en la cama, acomodó la almohada, encendió la lámpara de la mesita de noche y esperó ansiosa la llegada de su hijo.

Mientras la señorita Nichol caminaba por el pasillo, miró la hora. Eran las 4.31 de la mañana. Bajó las escaleras hasta el quinto piso y se dirigió a la nursería. La señorita Nichol abrió la puerta sigilosamente para no despertar a ninguno de los bebés. Lo primero que hizo al entrar en la sala iluminada por un pequeño tubo fluorescente fue buscar a la enfermera de guardia. La vio dormida en un rincón. Decidió no despertarla porque probablemente esos serían los pocos minutos de descanso de los que podría disfrutar en su turno de ocho horas.

La señorita Nichol caminó de puntillas entre las dos hileras de cunas y solo se detuvo un momento para contemplar a los mellizos que se encontraban en una cuna doble instalada junto a la de Fletcher Andrew Davenport.

Miró al bebé al que nunca le faltaría de nada durante el resto de su vida. Cuando fue a inclinarse para coger a la criatura de la cuna, se detuvo bruscamente. Después de asistir a un millar de partos, se está perfectamente capacitado para distinguir la muerte. La palidez de la piel y la inmovilidad de los ojos hicieron innecesario que le buscara el pulso.

A menudo es una de esas decisiones que se toman sin más, algunas veces tomadas por otros, la que puede cambiar toda nuestra vida.

3

En el momento que al doctor Greenwood lo despertaron en plena madrugada para comunicarle que uno de sus nuevos pacientes había muerto, supo exactamente de qué niño se trataba. También comprendió que debía regresar al hospital inmediatamente.

Kenneth Greenwood siempre había querido ser médico. Después de unas semanas en la facultad, había tenido claro cuál sería su especialidad. Todos los días daba gracias a Dios por haberle permitido seguir su vocación. Pero también de vez en cuando, como si se tratara de algo que el Todopoderoso considerara necesario para equilibrar la balanza, se veía obligado a decirle a una madre que había perdido a su hijo. Nunca resultaba fácil, pero tener que decirle a Ruth Davenport por tercera vez…

Había muy pocos coches en la carretera a las cinco de la mañana cuando, veinte minutos más tarde, el doctor Greenwood aparcó el coche en su plaza delante del hospital. Entró en el vestíbulo, pasó por delante del mostrador de la recepción y se metió en el ascensor antes de que nadie del personal pudiera dirigirle la palabra.

– ¿Quién se lo dirá? -le preguntó la enfermera que le estaba esperando cuando las puertas del ascensor se abrieron en la quinta planta.

– Yo lo haré -respondió el doctor Greenwood-. Después de todo, soy amigo de la familia desde hace muchos años -añadió.

La enfermera lo miró un tanto sorprendida.

– Supongo que debemos agradecer que el otro niño esté vivo -dijo.

El comentario sacó al doctor Greenwood de su ensimismamiento; el médico se quedó paralizado.

– ¿El otro niño? -repitió.

– Sí, Nathaniel está perfectamente. El que ha muerto es Peter.

El doctor Greenwood permaneció en silencio durante unos momentos mientras intentaba asimilar esta información.

– ¿Cómo está el bebé de los Davenport? -preguntó.

– Bien que yo sepa -contestó la enfermera-. ¿Por qué lo pregunta?

– Fue el último parto que atendí antes de marcharme a casa -dijo; confió en que la enfermera no hubiese advertido la vacilación en su voz.

El doctor Greenwood caminó lentamente entre las hileras de cunas, donde muchos de los bebés dormían profundamente y otros berreaban como si quisieran demostrar la capacidad de sus pulmones. Se detuvo cuando llegó delante de la cuna doble donde había dejado a los mellizos pocas horas antes. Nathaniel dormía plácidamente mientras que su hermano permanecía inmóvil. Miró la cuna de al lado para comprobar el nombre que figuraba en la cabecera: Davenport, Fletcher Andrew. También este bebé dormía como un ángel y su respiración era absolutamente normal.

– Por supuesto no podía mover al bebé hasta que llegara el médico que atendió el parto… -comenzó a explicar la enfermera.

– No es necesario que me recuerde el procedimiento hospitalario -le interrumpió el doctor Greenwood, con una brusquedad muy poco habitual en él-. ¿A qué hora comenzó su turno?

– Unos minutos después de la medianoche.

– ¿Ha estado aquí desde entonces?

– Sí, doctor.

– ¿Entró alguien en la sala durante estas horas?

– No, doctor -contestó la enfermera.

La mujer decidió no mencionar que alrededor de una hora antes le había parecido escuchar que la puerta se cerraba, o al menos no hacerlo hasta que al médico se le hubiese pasado el enojo. El doctor Greenwood miró la cuna doble con los nombres de Nathaniel y Peter Cartwright. Sabía muy bien cuál era su obligación.

– Lleve al bebé al depósito -ordenó en voz baja-. Escribiré el informe inmediatamente, pero no se lo comunicaré a la madre hasta la mañana. No serviría de nada despertarla a estas horas.

– Sí, doctor -asintió la enfermera, con un tono sumiso.

El doctor Greenwood salió de la sala; caminó lentamente por el pasillo y se detuvo delante de la puerta de la habitación de la señora Cartwright. La abrió sin hacer ruido y se tranquilizó al ver que su paciente dormía como una bendita. Subió por las escaleras hasta la sexta planta, donde hizo lo mismo cuando llegó a la habitación privada de la señora Davenport. Ruth también dormía. Miró al otro extremo de la habitación donde se encontraba sentada la señorita Nichol en una postura nada cómoda. Hubiese jurado que ella había abierto los ojos, pero decidió no molestarla. Cerró la puerta y se escabulló por las escaleras de incendio que conducían directamente hasta el aparcamiento. No quería que el personal de servicio en la recepción le viera marcharse. Necesitaba un poco de tiempo para pensar.

El doctor Greenwood volvió a meterse en la cama al cabo de veinte minutos, pero no se durmió.

A las siete, cuando sonó el despertador, continuaba despierto. Sabía exactamente qué debía hacer, aunque temía que las repercusiones se mantendrían durante muchos años.

El doctor Greenwood tardó considerablemente más en volver al hospital por segunda vez aquella mañana y no solo porque el tráfico fuera más denso. Le espantaba la idea de tener que decirle a Ruth Davenport que su hijo había muerto durante la noche y solo podía rogar que no se produjera un escándalo cuando lo hiciera. Era consciente de que debía ir a la habitación de Ruth sin más demora y explicarle lo que había sucedido; de lo contrario, ya nunca sería capaz de hacerlo.

– Buenos días, doctor Greenwood -le saludó la enfermera de la recepción, sin obtener respuesta.

Cuando salió del ascensor en la sexta planta y comenzó a caminar hacia la habitación de la señora Davenport, vio que instintivamente sus pasos se hacían cada vez más lentos. Se detuvo al llegar a la puerta y deseó encontrar dormida a la mujer. Al abrirla vio a Robert Davenport sentado junto a su esposa. Ruth sostenía a un bebé en sus brazos. La señorita Nichol no estaba con ellos.

Robert se levantó de un salto.

– Kenneth -dijo, y le estrechó la mano-, le estaremos eternamente agradecidos.

– No me deben nada -manifestó el médico con voz queda.

– Por supuesto que sí -declaró Robert. Se volvió para mirar a su esposa-. ¿Le decimos la decisión que hemos tomado, Ruth?

– Por qué no, así todos tendremos algo que celebrar -respondió ella y besó la frente del bebé.

– Primero tengo que decirles… -comenzó el médico.

– Nada de peros -le interrumpió Robert-, porque quiero que sea el primero en saber que he decidido pedirle a la junta de Preston que financie la nueva ala de maternidad que usted siempre ha esperado acabar antes de su retiro.

– Pero… -repitió el doctor Greenwood.

– Creía que habíamos quedado de acuerdo en que nada de peros. Después de todo, los planos están preparados desde hace años -señaló Robert, con la mirada puesta en su hijo-, así que no se me ocurre ningún motivo para que no comencemos la construcción ahora mismo. -Miró al jefe de obstetricia del hospital-. A menos, por supuesto, que…

El doctor Greenwood permaneció en silencio.

Cuando la señorita Nichol vio salir de la habitación de la señora Davenport al doctor Greenwood, el corazón le dio un vuelco. El médico llevaba al bebé en brazos y caminaba hacia el ascensor que lo llevaría a la nursería. En el momento en que se cruzaron en el pasillo, sus miradas se encontraron y aunque él no dijo nada, la enfermera comprendió que Greenwood sabía lo que había hecho.

La señorita Nichol se dio cuenta de que si quería escapar, debía hacerlo sin dilación. Después de llevar al niño de vuelta a la nursería, había permanecido despierta en un rincón de la habitación de la señora Davenport durante toda la noche, sin dejar de preguntarse si la descubrirían. Había procurado no moverse cuando el doctor Greenwood había asomado la cabeza. No había sabido la hora que era porque no se atrevió a mirar su reloj. Había esperado que él la hiciera salir de la habitación para decirle que sabía la verdad, pero él se había marchado con el mismo sigilo con que había entrado, y por tanto seguía sin saberlo.

Heather Nichol continuó caminando hacia la habitación mientras su mirada seguía fija en la salida de emergencia al final del pasillo. En cuanto dejó atrás la puerta de la señora Davenport intentó no acelerar el paso. Solo le faltaban unos cinco pasos para llegar a la salida cuando escuchó una voz que decía: «Señorita Nichol…» y la reconoció inmediatamente. Se quedó de una pieza, siempre atenta a la salida de emergencia, mientras consideraba sus opciones. Se volvió para mirar al señor Davenport.

– Creo que usted y yo debemos mantener una conversación en privado -dijo él.

El señor Davenport entró en una salita al otro lado del pasillo, seguro de que ella le seguiría. La señorita Nichol creyó que las piernas le fallarían mucho antes de dejarse caer en una de las sillas. No podía saber por la expresión de su rostro si él también sabía que era la culpable, pero con el señor Davenport era imposible saberlo. Era de aquellas personas que nunca traslucían nada, algo que le resultaba difícil de cambiar, incluso en su vida privada. La enfermera se sentía incapaz de mirarle a la cara, así que fijó la vista por encima del hombro izquierdo de su patrón y observó cómo se cerraban las puertas del ascensor que había cogido el doctor Greenwood.

– Sospecho que ya sabrá lo que voy a preguntarle -dijo el ejecutivo.

– Sí, lo sé -admitió la señorita Nichol, al tiempo que se preguntaba si alguien volvería alguna vez a contratar sus servicios, o incluso si no acabaría en la cárcel.

La enfermera sabía exactamente lo que le sucedería y dónde acabaría cuando el doctor Greenwood reapareció diez minutos más tarde.

– Espero que lo medite con tranquilidad, señorita Nichol, y cuando haya tomado la decisión tenga la bondad de llamarme a mi despacho. Si su respuesta es afirmativa, entonces tendré que hablar con mis abogados.

– Ya lo he decidido -manifestó la señorita Nichol. Esta vez miró al señor Davenport sin vacilaciones-. La respuesta es que sí. Estaré encantada de continuar trabajando para su familia como niñera.

4

Susan retuvo a Nat en sus brazos incapaz de ocultar su angustia. Estaba cansada de que los amigos y parientes le dijeran que debía dar gracias a Dios de que uno de los mellizos hubiese sobrevivido. ¿Acaso no comprendían que Peter estaba muerto, que había perdido a un hijo? Michael había confiado en que su esposa comenzaría a recuperarse de la pérdida en cuanto saliera del hospital y regresara a casa, pero no había sido así. Susan no dejaba de hablar de su otro hijo y tenía una foto de los dos niños en la mesilla de noche junto a su cama.

La señorita Nichol observó la foto cuando fue publicada en el Hartford Courant. Se sintió más tranquila al ver que, si bien los dos chicos habían heredado la mandíbula cuadrada del padre, Andrew tenía los cabellos rubios rizados, mientras que los de Nathan eran lacios y comenzaban a oscurecerse. Pero fue Josiah Preston quien solucionó el problema, al comentar con harta frecuencia que su nieto había heredado su nariz y la despejada frente, rasgos tradicionales de todos los Preston. La niñera no se cansaba de repetir dichos comentarios a los aduladores parientes y serviles empleados, precedidos por las palabras: «El señor Preston a menudo señala…».

Dos semanas después de regresar a su hogar, Ruth había vuelto a asumir la presidencia de la fundación y sin pérdida de tiempo hizo honor a la promesa de su marido de financiar la construcción de la nueva sala de maternidad del San Patricio.

Mientras tanto la señorita Nichol se hacía cargo de cualquier tarea, por insignificante que fuera, para permitir que Ruth continuara con sus actividades fuera de la casa mientras ella se hacía cargo de Andrew. Se convirtió en niñera, mentora, guardiana y gobernanta del chico, pero no pasaba ni un solo día sin experimentar el miedo de que la verdad acabara por descubrirse.

La primera preocupación real de la señorita Nichol apareció cuando la señora Cartwright llamó por teléfono para decir que celebraría una fiesta de cumpleaños para su hijo y como Andrew había nacido el mismo día, había pensado en invitarlo.

– Es muy amable de su parte -contestó la señorita Nichol, sin alterarse en lo más mínimo-, pero Andrew también celebra su cumpleaños y la verdad es que lamento mucho que Nat no pueda reunirse con nosotros.

– Por favor, transmítale mis saludos a la señora Davenport y dígale que le agradecemos mucho que nos haya invitado a la inauguración de la nueva ala de maternidad el mes que viene.

Una invitación que la señorita Nichol no podía cancelar. Cuando Susan colgó el teléfono, su único pensamiento fue cómo era posible que la señorita Nichol supiera el nombre de su hijo.

Aquella tarde, en cuanto la señora Davenport regresó a casa, la señorita Nichol le propuso organizar una fiesta de cumpleaños para Andrew. A Ruth le pareció una idea excelente y no tuvo el menor reparo en dejar todos los preparativos, incluida la lista de invitados, en manos de la niñera. Organizar una fiesta de cumpleaños donde se podía controlar a quién invitar y a quién no es una cosa, pero asegurarse de que su patrona y la señora Cartwright no coincidieran en la inauguración del ala de maternidad Preston era otra muy distinta.

Fue precisamente el doctor Greenwood quien presentó a las dos mujeres mientras acompañaba a un grupo en la visita a las nuevas instalaciones. Al médico le parecía imposible que nadie se fijara en el extraordinario parecido de los niños. La señorita Nichol se volvió cuando él miró en su dirección. Se apresuró a cubrir la cabeza de Andrew con una gorra que le hizo parecer una niña y antes de que Ruth pudiera hacer cualquier comentario, le explicó:

– Comienza a refrescar y no quiero que Andrew se resfríe.

– ¿Se quedará en Hartford cuando se jubile, doctor Greenwood? -preguntó la señora Cartwright.

– No, mi esposa y yo hemos decidido que nos iremos a la casa de la familia en Ohio -contestó el médico-, pero estoy seguro de que vendremos de visita a Hartford de vez en cuando.

La señorita Nichol hubiera suspirado de satisfacción de no haber sido porque el médico la miró con toda intención. Sin embargo, con el doctor Greenwood fuera de la ciudad, resultaría más difícil que alguien descubriera su secreto.

Cada vez que Andrew era invitado a cualquier actividad, a convertirse en miembro de un grupo, a participar en algún deporte o sencillamente apuntarse para el desfile del verano, la primera prioridad de la señorita Nichol era asegurarse de que el niño no entrara en contacto con ningún miembro de la familia Cartwright. Esto lo consiguió con gran éxito durante los años de crianza del niño, sin despertar las sospechas del señor y la señora Davenport.

Las dos cartas que llegaron en el reparto de la mañana convencieron por fin a la señorita Nichol de que podía olvidarse de sus aprensiones. La primera iba dirigida al padre de Andrew y confirmaba que el chico había sido admitido en Hotchkiss, la escuela privada más antigua y reputada de Connecticut. La segunda, que llevaba el matasellos de Ohio, la abrió Ruth.

– Qué pena -comentó mientras leía la carta manuscrita-. Era una excelente persona.

– ¿Quién? -preguntó Robert, que interrumpió por un momento la lectura del New England Journal of Medicine.

– El doctor Greenwood. La carta es de su esposa. Dice que falleció el viernes pasado. Tenía setenta y cuatro años.

– Era un buen hombre -convino Robert-. Quizá tendrías que asistir a su funeral.

– Sí, por supuesto que iré -dijo Ruth-, y Heather quizá quiera acompañarme. Después de todo, trabajó varios años con él.

– Desde luego -afirmó la señorita Nichol y confió en que su expresión transmitiera la pena adecuada.

Susan releyó la carta, entristecida por la noticia. Siempre recordaría el interés personal demostrado por el doctor Greenwood cuando murió Peter, casi como si él hubiese sido el responsable. Quizá debería ir al funeral del médico. Se disponía a informar a Michael de la noticia de la muerte, cuando su marido dio un salto y gritó:

– ¡Bien hecho, Nat!

– ¿Qué pasa? -preguntó Susan, sorprendida por esa nada habitual euforia.

– Nat ha ganado la beca para ir a Taft -le respondió su marido mientras agitaba la carta en el aire.

Susan no compartía el entusiasmo de su marido en el asunto de enviar a Nat cuando apenas era un adolescente a un internado con chicos cuyos padres pertenecían a un mundo diferente. Cómo podría un chico de catorce años llegar a comprender que ellos no podían permitirse muchas de las cosas que para sus compañeros de colegio no tenían nada de particular. Siempre había sido partidaria de la idea de que Nathaniel debía seguir los pasos de Michael y estudiar en el instituto Jefferson. Si era lo bastante bueno como para que ella enseñara allí, ¿por qué no podía ser el sitio adecuado para educar a su hijo?

Nat se encontraba sentado en su cama, muy entretenido en releer su novela favorita cuando escuchó el estallido de su padre. Había llegado al capítulo donde la ballena estaba a punto de escaparse de nuevo. Se levantó de la cama sin muchos ánimos y asomó la cabeza para averiguar el motivo de la conmoción. Sus padres discutían con pasión -nunca se peleaban a pesar del muy cacareado incidente con el helado- sobre el colegio al que iría. Escuchó a su padre en mitad de una frase: «… la oportunidad de su vida», y después siguió:

– Nat podrá tratar con chicos que acabarán siendo líderes en todos los campos y por consiguiente serán una buena influencia para el resto de su vida.

– ¿Más que ir al instituto Jefferson y tratar con chicos a los que puede acabar dirigiendo e influyendo el resto de sus vidas?

– Ha ganado una beca, así que no tendremos que pagar ni un penique.

– Tampoco tendríamos que pagar ni un penique si fuese al Jefferson.

– Debemos pensar en el futuro de Nat. Si va a Taft, quizá después podría entrar en Harvard o Yale…

– En el instituto también hemos tenido a varios alumnos que han ido a Harvard y a Yale.

– Si tuviese que suscribir una póliza de seguro sobre cuál de las dos escuelas tiene más…

– Es un riesgo que estoy dispuesta a correr.

– Pues yo no -señaló Michael-, y dedico todos los días de mi vida al intento de eliminar esa clase de riesgos.

Nat escuchaba atentamente mientras sus padres continuaban la discusión, sin alzar la voz ni enfadarse ni una sola vez.

– Prefiero que mi hijo acabe la escuela como un igualitarista y no como un patricio -replicó Susan con pasión.

– ¿Por qué tienen que ser incompatibles? -preguntó Michael.

Nat se metió en su habitación sin esperar a oír la respuesta de su madre. Ella le había enseñado a buscar inmediatamente en el diccionario cualquier palabra que no hubiese escuchado antes; después de todo, había sido un hombre de Connecticut quien había reunido la mayor lexicografía del mundo. Después de buscar las tres palabras en su Webster’s, Nat decidió que su madre era más igualitarista que su padre, pero ninguno de los dos era un patricio. El no tenía muy claro si quería ser un patricio.

Cuando acabó de releer el capítulo de la novela, volvió a salir de su habitación. La situación parecía haberse calmado, así que bajó las escaleras para reunirse con sus padres.

– Quizá tendríamos que dejar que Nat decidiera -dijo su madre.

– Ya lo he hecho -respondió Nat. Se sentó entre los dos-. Después de todo, siempre me habéis enseñado a escuchar las dos partes de cualquier debate antes de llegar a una conclusión.

Ambos padres se quedaron mudos mientras Nat desplegaba el periódico de la tarde con total tranquilidad, conscientes de que seguramente había escuchado su conversación.

– ¿Cuál es la decisión que has tomado? -preguntó la madre en voz baja.

– Prefiero ir a Taft más que al Jefferson -respondió Nat sin vacilar.

– ¿Podemos saber qué te ha ayudado a llegar a esa conclusión? -preguntó el padre.

Nat, al ver que había captado toda la atención de su público, demoró la respuesta.

– Moby Dick -contestó, después de buscar las páginas de deportes. Luego esperó a ver cuál de sus padres sería el primero en repetir sus palabras.

– ¿Moby Dick? -repitieron al unísono.

– Así es. Después de todo, las buenas gentes de Connecticut consideraban a la gran ballena como la patricia del mar.

5

– Todo un hombre de Hotchkiss de pies a cabeza -afirmó la señorita Nichol mientras comprobaba el aspecto de Andrew en el espejo del vestíbulo. Camisa blanca, americana azul y pantalones de pana color avellana. La señorita Nichol le enderezó el nudo de la corbata a rayas blancas y azules y quitó una mota de polvo de la camisa-. Todo un hombre de Hotchkiss hasta el último centímetro -repitió.

«Solo mido uno cincuenta y siete», iba a decirle Andrew cuando su padre apareció en el vestíbulo. El muchacho miró su reloj, un regalo de su abuelo materno, un hombre que todavía despedía a los empleados por llegar tarde.

– He metido tus maletas en el coche -anunció su padre, con una mano en el hombro de su hijo. Andrew se quedó helado al oír aquello. El despreocupado comentario solo le recordaba que su marcha de la casa era una realidad-. Faltan menos de tres meses para el día de Acción de Gracias -añadió su padre.

Andrew quiso recordarle que tres meses eran la cuarta parte de un año, un porcentaje nada insignificante de tu vida cuando solo tienes catorce años.

Andrew salió por la puerta principal y cruzó el patio de grava, decidido a no mirar atrás a la casa que tanto quería y que no volvería a ver durante un cuarto de año. Cuando llegó al coche, mantuvo la puerta trasera abierta para que subiera su madre. Luego le dio la mano a la señorita Nichol como si fuese una vieja amiga y le dijo que esperaba volver a verla el día de Acción de Gracias. No estaba muy seguro, pero le pareció que la mujer había estado llorando. Miró hacia la entrada, agitó una mano para despedirse del ama de llaves y la cocinera y subió al coche.

Mientras recorrían las calles de Farmington, Andrew contempló los edificios del que hasta aquel momento había considerado como el centro del mundo entero.

– No te olvides de escribir a casa todas las semanas -le dijo su madre.

Él no hizo caso del consejo redundante, porque la señorita Nichol le había insistido en lo mismo al menos dos veces al día durante todo el último mes.

– Si necesitas dinero, no dudes en llamarme -añadió su padre.

Otro más que no había leído el reglamento. Andrew no le recordó a su padre que en Hotchkiss a los alumnos de primer curso solo les permitían disponer de diez dólares al trimestre. Lo ponía bien claro en la página siete y la señorita Nichol lo había subrayado en rojo.

Nadie habló durante el breve trayecto hasta la estación, cada uno absorto en sus propias preocupaciones. Su padre aparcó el coche delante de la estación y se apeó. Andrew permaneció sentado, poco dispuesto a abandonar la seguridad del coche, hasta que su madre abrió la puerta de su lado. Andrew se reunió con ella sin demora, dispuesto a que nadie se diera cuenta de lo nervioso que estaba. Ella intentó cogerle la mano, pero él corrió al maletero para ayudar a su padre a descargar el equipaje.

Un mozo de cordel llegó junto al coche con un carretón. En cuanto cargó las maletas, los guió hasta el andén y se detuvo ante el vagón número ocho. Andrew se volvió para despedirse de su padre mientras el mozo subía las maletas al vagón. Había insistido en que solo uno de sus progenitores le acompañara en el viaje hasta Lakeville, y como su padre era un hombre de Taft, su madre parecía la elección obvia. En esos momentos comenzaba a lamentar la decisión.

– Que tengas un buen viaje -le deseó su padre y acompañó la despedida con un fuerte apretón de manos. Qué cosas más ridículas decían los padres en las estaciones, pensó Andrew; sin duda era mucho más importante que se dedicara con ahínco a sus estudios cuando estuviera allí-. Y no te olvides de escribirnos.

Andrew subió al vagón con su madre y cuando el tren se puso en marcha no miró ni una vez a su padre en el andén, en la idea de que esto le haría parecer mayor.

– ¿Quieres desayunar? -le preguntó su madre mientras el revisor colocaba las maletas en el portaequipajes.

– Sí, por favor -respondió Andrew, que se animó por primera vez aquella mañana.

Un camarero les acompañó hasta una mesa en el vagón restaurante. Andrew leyó el menú y se preguntó si su madre le permitiría pedir el desayuno completo.

– Pide lo que quieras -le dijo ella, como si le hubiese leído el pensamiento.

Andrew sonrió cuando reapareció el camarero.

– Patatas, dos huevos fritos, beicon y tostadas. -No pidió champiñones porque no quería que el camarero creyera que su madre no le daba de comer.

– ¿Y usted, señora? -preguntó el camarero.

– Solo café y una tostada, gracias.

– ¿Es el primer día del chico? -añadió el camarero.

La señora Davenport asintió sonriente.

¿Cómo lo ha sabido?, se preguntó Andrew.

Andrew tomó su desayuno un tanto nervioso, porque no tenía muy claro si le volverían a dar de comer durante aquel día. En la guía de la escuela no había encontrado mención alguna a las comidas y el abuelo le había comentado que durante sus estudios en Hotchkiss, solo les daban de comer una vez al día. Su madre le repitió cien veces que dejara los cubiertos mientras masticaba.

– Los cuchillos y los tenedores no son aviones y no deben permanecer en el aire más tiempo del necesario -le recordó.

Andrew no sabía que ella estaba casi tan nerviosa como él.

Cada vez que otro chico, vestido con el mismo elegante uniforme, pasaba junto a su mesa, Andrew miraba a través de la ventanilla y rogaba que no se fijaran en él, porque ninguno de los uniformes que vestían se veía nuevo como el suyo. Su madre ya iba por la tercera taza de café cuando el tren entró en la estación.

– Ya hemos llegado -anunció ella sin que hiciera falta.

Andrew permaneció sentado con la mirada puesta en el cartel lakeville del andén mientras varios chicos saltaban del tren y se saludaban los unos a los otros con un «Eh, hola, ¿cómo estás? ¿Qué tal las vacaciones?» seguido de muchos apretones de manos. Por fin miró a su madre y deseó que desapareciera en una nube de humo. Las madres no eran más que otro anuncio de que se trataba de su primer día.

Dos muchachos altos vestidos con americanas cruzadas azules y pantalones grises comenzaron a conducir a los nuevos hacia el autocar que les esperaba. Andrew rezó para que a los padres no les permitieran subir al autocar; de lo contrario, todos se darían cuenta de que era uno de los nuevos.

– ¿Nombre? -le preguntó uno de los muchachos de la americana azul cuando Andrew bajó del tren.

– Davenport, señor -respondió Andrew, con la cabeza un poco echada hacia atrás para poder mirarlo a la cara. ¿Llegaría él alguna vez a ser tan alto?

El muchacho esbozó una sonrisa.

– No me llames señor. No soy maestro, sino solo un monitor del último curso. -Andrew agachó la cabeza. Las primeras palabras que había dicho y ya había quedado como un tonto-. ¿Han cargado tus maletas en el autocar, Fletcher?

¿Fletcher?, pensó Andrew. Por supuesto, Fletcher Andrew Davenport; no corrigió el error del muchacho alto por miedo a equivocarse de nuevo.

– Sí -contestó Andrew.

El dios volvió su atención hacia la madre de Andrew.

– Muchas gracias, señora Davenport -le dijo después de consultar la lista-. Le deseo que tenga un agradable viaje de regreso a Farmington. No se preocupe, Fletcher estará bien atendido -añadió bondadosamente.

Andrew tendió una mano, dispuesto a evitar que su madre le abrazara. Como si las madres pudieran leer el pensamiento. Se estremeció cuando ella lo rodeó con sus brazos. Claro que él no podía comprender lo que Ruth estaba pasando. Cuando su madre por fin lo soltó, Andrew se unió apresuradamente al grupo de chicos que subía al autocar. Vio a un chico, incluso más pequeño que él, sentado solo que miraba a través de la ventanilla. No tardó ni un segundo en sentarse a su lado.

– Soy Fletcher -se presentó con el nombre que le había impuesto el dios-. ¿Cómo te llamas?

– James -le contestó el otro-, pero mis amigos me llaman Jimmy.

– ¿Eres uno de los nuevos? -le preguntó Fletcher.

– Sí -respondió Jimmy en voz baja, sin mirarlo.

– Yo también -le informó Fletcher.

Jimmy sacó un pañuelo y simuló sonarse la nariz, antes de volverse finalmente para mirar a su nuevo compañero.

– ¿De dónde eres?

– De Farmington.

– ¿Dónde está?

– Bastante cerca de West Hartford.

– Mi padre trabaja en Hartford -dijo Jimmy-. Está en la administración municipal. ¿A qué se dedica el tuyo?

– Vende medicamentos -respondió Fletcher.

– ¿Te gusta el fútbol? -preguntó Jimmy.

– Sí -contestó Fletcher, pero solo porque sabía que Hotchkiss permanecía imbatido durante los últimos cuatro años, otra cosa que la señorita Nichol había subrayado en la guía.

El resto de la conversación consistió en una serie de preguntas deshilvanadas de las que ninguno de los dos conocía la respuesta correcta. Fue un extraño comienzo para una amistad que duraría toda la vida.

6

– Impecable -afirmó su padre mientras comprobaba el uniforme del chico en el espejo del vestíbulo. Michael Cartwright arregló el nudo de la corbata azul de su hijo y le quitó un cabello de la americana-. Impecable -repitió.

Nathaniel solo pensaba en los cinco dólares que había costado el pantalón de pana, a pesar de que su padre había dicho que valían cada centavo.

– Date prisa, Susan, o llegaremos tarde -gritó su padre, con la mirada puesta en el rellano.

Michael aún tuvo tiempo para guardar la maleta en el maletero y sacar el coche del garaje antes de que Susan hiciera su aparición para desearle suerte a su hijo en su primer día en el internado. Ella le abrazó y le besó y Nathaniel agradeció que no hubiera ningún otro hombre de Taft a la vista para presenciarlo. Esperaba que su madre superara la desilusión de que no hubiese escogido el instituto Jefferson, aunque él ya comenzaba a replanteárselo. Después de todo, de haber optado por el instituto podría haber vuelto a casa todas las noches.

Nathaniel se acomodó en el asiento del acompañante y miró la hora en el reloj del salpicadero. Eran casi las siete.

– Venga, papá, vamos -apremió, desesperado por no llegar tarde en su primer día y quedar marcado para siempre por haber cometido una falta.

En cuanto entraron en la autopista, su padre buscó el carril de la izquierda y aceleró hasta alcanzar una velocidad de cien kilómetros por hora, diez kilómetros por encima del límite, confiando en que las posibilidades de que lo pillaran a aquella hora de la mañana eran mínimas. Aunque Nathaniel ya había estado en Taft para la entrevista, no pudo evitar sentir pánico cuando su padre cruzó la impresionante verja de hierro con el viejo Studebaker y avanzó lentamente por el camino de casi dos kilómetros que llevaba hasta el edificio. Se tranquilizó un poco al ver que otros dos o tres coches los seguían, aunque dudaba de que fueran alumnos nuevos. Su padre siguió a una hilera de coches Cadillac y Buick que entraban en el aparcamiento, sin tener muy claro dónde debía aparcar; después de todo, él era un padre nuevo. Nathaniel salió del coche, incluso antes de que su padre pusiera el freno de mano. Pero luego vaciló. ¿Debía seguir a la riada de chicos que se dirigían al edificio principal o los nuevos debían ir a alguna otra parte?

Su padre no dudó en sumarse a la multitud y solo se detuvo cuando un joven alto y de aspecto decidido que llevaba una lista en la mano miró a Nathaniel y le preguntó:

– ¿Eres uno de los nuevos?

Nathaniel no respondió, así que su padre lo hizo por él.

– Sí.

La mirada del joven no se desvió.

– ¿Nombre?

– Cartwright, señor -contestó Nathaniel.

– Ah, sí. Te han asignado al señor Haskins, así que debes ser inteligente. Todas las lumbreras comienzan con el señor Haskins. -Nathaniel bajó la cabeza mientras su padre sonreía-. Cuando entres en el salón de actos -añadió el joven-, puedes sentarte donde quieras en las tres primeras filas del lado izquierdo. En el momento en que escuches las campanadas de las nueve, no hablarás y permanecerás en silencio hasta que el director y el resto de los profesores hayan dejado la sala.

– ¿Qué hago entonces? -preguntó Nathaniel, que procuró disimular que estaba temblando.

– Recibirás instrucciones del profesor de tu clase -le informó el joven que dirigió su atención al padre nuevo-. Nat estará perfectamente, señor Cartwright. Espero que tenga un feliz viaje de regreso a casa, señor.

Justo en ese momento Nathaniel decidió que en el futuro siempre se haría llamar Nat, si bien era consciente de que a su madre no le gustaría.

Cuando entró en el salón de actos, Nat agachó la cabeza y caminó rápidamente por el largo pasillo central, con la ilusión de que nadie repararía en él. Vio un sitio libre al final de la segunda fila y se sentó. Miró al chico a su izquierda, que se sujetaba la cabeza con las manos. ¿Estaría rezando o era posible que estuviese más aterrorizado que Nat?

– Me llamo Nat.

– Yo soy Tom -dijo el otro, sin levantar la cabeza.

– ¿Qué pasará ahora?

– No lo sé, pero desearía saberlo -respondió Tom.

El reloj dio las nueve y todos guardaron silencio.

En fila de uno, como una formación, los maestros avanzaron por el pasillo; Nat comprobó que no había maestras. Su madre no lo aprobaría. Subieron al estrado y ocuparon sus asientos; solo quedaron dos sillas vacías. El cuerpo docente comenzó a hablar en voz baja entre ellos mientras los alumnos permanecían en silencio.

– ¿A qué estamos esperando? -susurró Nat.

Al cabo de un momento su pregunta fue contestada cuando todos se levantaron, incluidos los profesores. Nat se atrevió a mirar cuando escuchó los pasos de dos hombres que caminaban por el pasillo. Unos segundos más tarde, el capellán de la escuela, seguido por el director, pasaron junto a él en su camino hacia las dos sillas vacías. Todos permanecieron de pie mientras el capellán se adelantaba para celebrar un breve oficio religioso, que incluyó el padrenuestro y acabó con todos los reunidos cantando el Himno de Batalla de la República.

El capellán tomó asiento y el director ocupó su lugar. Alexander Inglefield hizo una pausa muy corta antes de mirar al auditorio; luego levantó las manos, con las palmas hacia abajo, y todos se sentaron. Trescientos ochenta pares de ojos miraron al hombre de un metro ochenta y cinco de estatura con las cejas muy pobladas y la mandíbula cuadrada, que ofrecía una figura tan impresionante que Nat confió en que nunca se encontraran. El director cogió los bordes de la larga toga negra a la altura del pecho antes de dirigirse a los presentes durante un cuarto de hora. Comenzó por llevar a los alumnos en un largo paseo por la historia de la escuela y destacó los méritos académicos y los éxitos deportivos de Taft. Miró a los nuevos alumnos y les recordó el lema de la escuela: «Non ut sibi ministretur sed ut ministret».

– ¿Qué significa? -susurró Tom.

– Que no te sirvan, sino servir -le respondió Nat.

El director concluyó el largo discurso con el anuncio de que había dos cosas en las que un Bearcat nunca se podía permitir el fracaso: un examen o un partido contra Hotchkiss, y, como si quisiera dejar bien claras las prioridades, prometió medio día de fiesta si Taft derrotaba a Hotchkiss en el partido de fútbol anual. Esta noticia fue recibida inmediatamente con grandes aclamaciones por todos los allí reunidos, aunque los chicos sentados a partir de la tercera fila sabían que esto no se había conseguido en los últimos cuatro años.

En cuanto acabaron los aplausos, el director abandonó el estrado, seguido por el capellán y el resto del profesorado. Tras su marcha, resurgieron las conversaciones mientras los alumnos de los últimos cursos comenzaban a desfilar hacia la salida. Solo los chicos de las tres primeras filas permanecieron sentados, porque no sabían adónde tenían que ir.

Noventa y cinco chicos continuaron sentados, atentos a lo que sucedería después. No tuvieron que esperar mucho para saberlo, porque un maestro mayor (en realidad solo tenía cincuenta y un años, pero Nat consideró que parecía mucho más viejo que su padre) se plantó delante de los alumnos. Era un hombre bajo, fornido, con un semicírculo de cabellos grises en la cabeza calva. Mientras hablaba, se sujetaba las solapas de la americana, en una imitación de las maneras del director.

– Me llamo Haskins -anunció-. Soy el maestro del primer curso -añadió con una sonrisa desabrida-. Comenzaremos el día con una visita por las instalaciones de la escuela, que durará hasta el recreo de la mañana a las diez y media. A las once, asistiréis a clase. La primera será de historia de Estados Unidos. -Nat frunció el entrecejo, porque la historia no era una de sus materias preferidas-. Luego iréis a comer. No os hagáis muchas ilusiones. -El señor Haskins lo dijo con la misma sonrisa de antes. Algunos chicos se echaron a reír-. Claro que esa es otra de las tradiciones de Taft -les aseguró el señor Haskins- y seguramente cualquiera de vosotros que esté siguiendo los pasos de vuestros padres ya estará debidamente advertido.

Un par de chicos, entre ellos Tom, sonrieron.

Comenzaron el recorrido por las instalaciones y Nat no se separó de Tom ni un momento. Su condiscípulo parecía tener un conocimiento previo de todo lo que Haskins iba a decir. Nat no tardó en enterarse de que no solo el padre de Tom había sido un alumno, sino que también lo había sido su abuelo.

Para la hora en que acabó el recorrido lo había visto todo, desde el lago a la enfermería, y él y Tom eran íntimos amigos. Cuando volvieron al aula veinte minutos más tarde, automáticamente se sentaron juntos.

El señor Haskins entró puntualmente en el aula con las campanadas de las once. Un chico lo siguió en su estela. Tenía una forma de andar que transmitía tan profunda confianza en sí mismo que consiguió llamar la atención de los demás chicos. La mirada del maestro también siguió al nuevo alumno cuando se sentó en el único pupitre vacío.

– ¿Nombre?

– Ralph Elliot.

– Esta será la única y última vez que llegarás tarde a mis clases mientras estés en Taft -dijo Haskins. Hizo una pausa-. ¿Me he expresado con claridad, Elliot?

– Desde luego que sí. -El chico hizo una pausa, antes de añadir-: Señor.

El señor Haskins miró al resto de la clase.

– Nuestra primera clase, como ya os había avisado, será de historia de Estados Unidos, algo muy apropiado, si recordamos que esta escuela fue fundada por el hermano de un antiguo presidente. -Con el retrato de William H. Taft en el vestíbulo principal y una estatua de su hermano en el cuadrángulo, resultaría difícil que incluso el alumno menos espabilado no se hubiera dado cuenta.

»¿Quién fue el primer presidente de Estados Unidos? -preguntó el señor Haskins.

Se alzaron todas las manos. El maestro señaló a un chico de la primera fila.

– George Washington, señor.

– ¿El segundo? -preguntó Haskins.

Esta vez fueron menos las manos alzadas y el seleccionado fue Tom.

– John Adams, señor.

– Correcto. ¿El tercero?

Solo dos manos permanecieron levantadas. Una era la de Nat, la otra del chico que había llegado tarde. Haskins señaló a Nat.

– Thomas Jefferson, mil ochocientos a mil ochocientos ocho.

El señor Haskins asintió, atento a que el chico también sabía las fechas correctas.

– ¿El cuarto?

– James Madison, mil ochocientos nueve a mil ochocientos diecisiete -respondió Elliot.

– ¿El quinto, Cartwright?

– James Monroe, mil ochocientos diecisiete a mil ochocientos veinticinco.

– ¿El sexto, Elliot?

– John Quincy Adams, mil ochocientos veinticinco a mil ochocientos veintinueve.

– ¿El séptimo, Cartwright?

Nat se devanó los sesos.

– No lo recuerdo, señor.

– ¿No lo recuerdas, Cartwright, o sencillamente no lo sabes? -El profesor hizo una pausa-. Hay una considerable diferencia -señaló. Volvió su atención a Elliot.

– William Henry Harrison, creo, señor.

– No, él fue el noveno presidente, Elliot, en mil ochocientos cuarenta y uno, pero como murió de neumonía solo un mes después de jurar el cargo, no le dedicaremos mucho tiempo. Quiero que mañana por la mañana todos podáis decirme el nombre del séptimo presidente. Ahora volvamos a los padres fundadores. Podéis tomar apuntes porque os pediré que escribáis una redacción de tres páginas sobre el tema para la próxima clase.

Nat tomó tres páginas de notas antes de que acabara la lección, mientras que Tom a duras penas consiguió acabar una. Cuando salieron del aula al finalizar la clase, Elliot pasó junto a ellos a toda prisa.

– Tiene toda la pinta de ser un digno adversario -comentó Tom.

Nat se reservó la opinión.

Lo que no podía saber era que Ralph Elliot y él serían adversarios durante el resto de sus vidas.

7

El partido de fútbol anual entre Hotchkiss y Taft constituía el acontecimiento deportivo del semestre. A la vista de que ambos equipos continuaban invictos en la temporada, no se hablaba de otra cosa desde que acabó el trimestre, y para muchos incluso antes.

Fletcher se dejó llevar por la expectación general y en su carta semanal a su madre le citó por el nombre a todos los jugadores del equipo, aunque comprendió que ella no tenía idea de quiénes eran.

El partido se jugaría el último sábado de octubre y en cuanto se pitara el final del encuentro, todos los alumnos tendrían libre el fin de semana y un día más en el caso de que ganaran.

El lunes anterior al partido, la clase de Fletcher realizó sus exámenes parciales, precedidos por el discurso del director, que sentenció en la reunión de la mañana: «La vida consiste en una serie de pruebas y exámenes; por esa razón en Hotchkiss los hacemos al final de cada semestre».

El martes por la noche Fletcher llamó a su madre para decirle que creía que le había ido bien.

El miércoles le comentó a Jimmy que no estaba muy seguro.

El jueves comprobó todas las cosas que no había incluido y se preguntó si conseguiría un aprobado.

El viernes por la mañana se colocaron las listas con los resultados en el tablón de anuncios de la escuela y el nombre de Fletcher aparecía en primer lugar. Corrió sin demora al teléfono más cercano y llamó a su madre. Ruth no disimuló su alegría cuando escuchó las noticias de su hijo, pero no le dijo que no le sorprendían.

– Tienes que celebrarlo -afirmó.

Fletcher lo hubiese hecho, pero consideraba que no podía cuando vio quién estaba en el último lugar de la clase.

El sábado por la mañana, con todo el alumnado reunido, el capellán dirigió las oraciones «por nuestro invicto equipo de fútbol, que solo juega por la gloria de Nuestro Señor». Se le comunicó a Nuestro Señor el nombre de todos los jugadores y se le preguntó si el Espíritu Santo podría acompañar a todos y cada uno de ellos. Aparentemente el director no tenía ninguna duda sobre el equipo que tendría a Dios de su parte el sábado por la tarde.

En Hotchkiss, todo se decidía por la antigüedad, incluso los lugares de los alumnos en las tribunas. Durante el primer semestre, los nuevos quedaban relegados al extremo más lejano del campo, así que Fletcher y Jimmy se sentaban todos los sábados en la esquina derecha de la portería y observaban a sus héroes ganar un partido tras otro, un récord que, lo tenían muy claro, también compartía Taft.

Como el partido en el campo de Taft coincidía con un fin de semana en que los alumnos podían ir a sus casas, los padres de Jimmy invitaron a Fletcher a unirse a ellos para una comida a pie de coche antes de que comenzara el encuentro. Fletcher no se lo mencionó a ninguno de los otros compañeros, porque le pareció que provocaría sus celos. Ya era bastante malo ser el primero de la clase, para que encima le invitaran a presenciar el partido con un insigne antiguo alumno que tenía asientos en el centro de las gradas.

– ¿Qué tal es tu padre? -preguntó Jimmy, después de que apagaran las luces la noche anterior al partido.

– Es fantástico -dijo Fletcher-, pero debo advertirte que es un hombre de Taft y republicano. ¿Qué tal es el tuyo? Nunca he conocido antes a un senador.

– Es un político hasta la médula, o al menos así lo describen en los periódicos -comentó Jimmy-. No tengo muy claro qué significa.

La mañana del partido nadie fue capaz de concentrarse en la clase de química, a pesar del entusiasmo del señor Bailey por demostrar los efectos del ácido en el cinc, y también porque Jimmy había cerrado la llave principal del gas, así que el profesor ni siquiera había podido encender los mecheros Bunsen.

A las doce sonó la campana y trescientos cincuenta chicos que gritaban a voz en cuello salieron al patio. Parecían una tribu en pie de guerra mientras coreaban sin cesar: «Hotchkiss, Hotchkiss, Hotchkiss ganará, muerte a todos los Bearcats».

Fletcher corrió todo el camino hasta el punto de reunión para recibir a sus padres, mientras los coches y los taxis desfilaban junto al lago. Miró cada vehículo, atento a la aparición de sus padres.

– ¿Cómo estás, Andrew, cariño? -le preguntó su madre en cuanto salió del coche.

– Fletcher, en Hotchkiss soy Fletcher -susurró, al tiempo que rogaba que ninguno de sus compañeros hubiese escuchado la palabra «cariño». Estrechó la mano de su padre, antes de añadir-: Debemos ir al campo ahora mismo, porque estamos invitados por el senador y la señora Gates a una comida a pie de coche.

El padre de Fletcher enarcó una ceja.

– Si no recuerdo mal, el senador Gates es demócrata -comentó con un desdén burlón.

– Además de ser un antiguo capitán del equipo de fútbol de Hotchkiss -señaló Fletcher-. Su hijo Jimmy y yo estamos en la misma clase, es mi mejor amigo, así que, mamá, lo mejor será que tú te sientes junto al senador, y si tú crees, papá, que no podrás soportarlo, puedes ir a sentarte al otro lado del campo con los seguidores de Taft.

– No, creo que podré tolerar al senador. Será magnífico estar junto a él cuando Taft marque el tanto ganador.

Era un precioso día de otoño y los tres caminaron por el manto de hojas secas hasta el campo. Ruth intentó coger la mano de su hijo, pero Fletcher se mantuvo apartado lo necesario para impedírselo. Mucho antes de que llegaran al campo, escucharon los gritos que calentaban el ambiente previo al partido.

Fletcher vio a Jimmy junto a un Oldsmobile familiar. Habían bajado la puerta trasera para convertirla en una mesa donde se amontonaban las más exquisitas viandas que había visto en los últimos dos meses. Un hombre alto y elegante se adelantó.

– Hola, soy Harry Gates. -El senador tendió la mano con la dilatada práctica de un político para saludar a los padres de Fletcher.

El padre de Fletcher se la estrechó.

– Buenas tardes, senador. Soy Robert Davenport y esta es mi esposa Ruth.

– Llámeme Harry. Esta es Martha, mi primera esposa. -La señora Gates se acercó para saludarlos-. Digo que es mi primera esposa para que se mantenga alerta.

– ¿Les apetece una copa? -preguntó Martha, sin reírse de un chiste que seguramente había escuchado infinidad de veces antes.

– Tendrá que ser rápido -dijo el senador, con la mirada puesta en el reloj-, si pretendemos comer antes de que comience el partido. Permítame que le sirva, Ruth, y dejaremos que su marido se las apañe por su cuenta. Huelo a un republicano a cien pasos.

– Me temo que es mucho peor que eso -comentó Ruth.

– No me diga que es un viejo Bearcat porque estoy pensando en declararlo en este estado. -Ruth asintió-. Entonces, Fletcher, será mejor que vengas y hables conmigo, porque tengo la intención de no hacer ningún caso a tu padre.

Fletcher se sintió halagado por la invitación y muy pronto comenzó a acribillar al senador con sus preguntas sobre el funcionamiento del cuerpo legislativo de Connecticut.

– Andrew -dijo Ruth.

– Fletcher, mamá.

– Fletcher, ¿no crees que al senador quizá le agradaría hablar de otra cosa que no sea de política?

– No, a mí me parece bien, Ruth -la tranquilizó Harry-. Los votantes pocas veces hacen preguntas tan inteligentes y confío en que quizá se le pegue algo a Jimmy.

Después de comer el grupo caminó rápidamente hasta las gradas y ocuparon sus asientos solo unos momentos antes del comienzo del partido. Los asientos privilegiados superaban cualquier cosa soñada por cualquiera de los nuevos alumnos, pero el senador Gates no se había perdido ni uno solo de los encuentros contra Taft desde su graduación. Fletcher no podía contener la emoción cuando las manecillas del reloj en el tablero se acercaron a las dos. Miró al otro extremo del campo donde el enemigo coreaba: «Dame una T, dame una A, dame una…» y se enamoró.

La mirada de Nat permaneció fija en el rostro encima de la letra A.

– Nat es el chico más inteligente de nuestra clase -le comentó Tom al padre de su amigo.

Michael sonrió.

– Solo por muy poco -replicó Nat, un poco a la defensiva-. No te olvides de que solo superé a Ralph Elliot por un punto.

– ¿Es posible que sea el hijo de Max Elliot? -dijo el padre de Nat casi para él mismo.

– ¿Quién es Max Elliot?

– En mi ramo, él es lo que se conoce como un riesgo inaceptable.

– ¿Por qué? -le preguntó Nat.

Su padre no amplió su suave comentario y se tranquilizó cuando su hijo se distrajo con las animadoras, que llevaban grandes borlas azules y blancas atadas a las muñecas y estaban ejecutando la típica danza guerrera. La mirada de Nat no se apartaba de la segunda chica por la izquierda, que parecía estar sonriéndole, aunque comprendió que para ella no era más que una mota en el fondo de las gradas.

– Has crecido, si no me equivoco -manifestó el padre de Nat, al ver que al pantalón de su hijo le faltaban casi tres centímetros para tocar los zapatos. Se preguntó con qué frecuencia tendría que comprarle prendas nuevas.

– Pues está claro que la responsable no puede ser la comida de la escuela -apuntó Tom, que seguía siendo el más bajito de la clase.

Nat no respondió. Solo tenía ojos para el conjunto de animadoras.

Tom le golpeó en el brazo para llamarle la atención.

– ¿Cuál de ellas te ha flechado?

– ¿Qué?

– Me has oído perfectamente.

Nat se volvió para evitar que su padre escuchara la respuesta.

– La segunda por la izquierda, la que lleva la A en el jersey.

– Diane Coulter -dijo Tom, complacido al descubrir que sabía algo que su amigo ignoraba.

– ¿Cómo es que sabes su nombre?

– Porque es la hermana de Dan Coulter.

– Pero si es el jugador más feo de todo el equipo -protestó Nat-. Tiene la nariz rota y las orejas como una coliflor.

– También las tendría Diane si hubiese jugado en el equipo todas las semanas durante los últimos cinco años -replicó Tom con una carcajada.

– ¿Qué más sabes de ella? -le preguntó Nat a su amigo con aire de conspirador.

– Ah, así que es serio -exclamó Tom. Esta vez fue Nat quien golpeó a su amigo-. Tenemos que recurrir a la violencia física, ¿no? No creo que sea parte del código de Taft -añadió Tom-. Derrota a un hombre con la fuerza de tus argumentos, no con la fuerza de tu brazo; Oliver Wendell Holmes, si recuerdo correctamente.

– Oh, acaba con la cháchara y responde a la pregunta.

– No sé mucho más de ella, de verdad. Todo lo que recuerdo es que va a Westover y que juega de alero derecho en el equipo de hockey.

– ¿Qué estáis murmurando vosotros dos? -quiso saber el padre de Nat.

– Hablamos de Dan Coulter -contestó Tom, impávido-, uno de nuestros zagueros. Le estaba diciendo a Nat que se come ocho huevos en el desayuno todas las mañanas.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó la madre de Nat.

– Porque uno de los huevos siempre es el mío -respondió Tom, desconsolado.

Mientras sus padres se reían, Nat continuó mirando a la A de taft. Era la primera vez que se fijaba de verdad en una chica. Su concentración fue interrumpida por una tremenda ovación, cuando todos en su lado del estadio se pusieron de pie para saludar al equipo de Taft en su entrada al campo. Unos momentos más tarde, los jugadores de Hotchkiss aparecieron por el otro lado y sus seguidores se levantaron como un solo hombre para aclamarlos.

Fletcher también estaba de pie, pero sus ojos no se desviaban ni un instante de la animadora con la A en el jersey. Se sintió culpable al comprobar que la primera chica de la que se enamoraba era una seguidora de Taft.

– No pareces estar muy atento a nuestro equipo -le susurró el senador al oído.

– Oh, sí que lo estoy, señor -replicó Fletcher y de inmediato volvió su atención a los jugadores de Hotchkiss que realizaban los ejercicios de calentamiento.

Los capitanes de ambos equipos corrieron a través del campo para reunirse con el árbitro principal, que los esperaba en la línea de las cincuenta yardas. El árbitro lanzó al aire una moneda de plata que resplandeció a la luz del sol antes de caer en el césped. Los Bearcats se palmearon los unos a los otros cuando vieron el perfil de Washington.

– Tendría que haber pedido cara -dijo Fletcher.

Nat continuó mirándola mientras Diane subía a las gradas. Se preguntó cómo podría hacer para conocerla. No sería cosa fácil. Dan Coulter era un dios. ¿Cómo podía uno de los chicos nuevos escalar al Olimpo?

– ¡Buena carrera! -gritó Tom.

– ¿Quién ha sido? -preguntó Nat.

– Coulter, por supuesto. Acaba de hacer el primer down.

– ¿Coulter?

– ¡No me digas que todavía estabas mirando a su hermana cuando los Kissies perdieron la pelota!

– No, no lo estaba.

– Entonces podrás decirme cuántas yardas hemos ganado -dijo Tom, que miró a su amigo-. Ya me lo parecía, ni siquiera estabas mirando. -Exhaló un exagerado suspiro-. Creo que ha llegado el momento de aliviarte de tus sufrimientos.

– ¿A qué te refieres?

– Tendré que arreglar un encuentro.

– ¿Puedes hacerlo?

– Claro, su padre tiene un concesionario de coches y nosotros siempre le compramos los coches a él, así que solo tienes que venir y quedarte conmigo durante las vacaciones.

Tom no escuchó si su amigo había aceptado la invitación, porque su respuesta quedó ahogada por otra estruendosa ovación de los seguidores de Taft cuando los Bearcats consiguieron una intercepción.

Cuando sonó el silbato que marcaba el final del primer cuarto, Nat gritó entusiasmado, sin recordar que su equipo iba perdiendo. Permaneció de pie con la ilusión de que la chica de los cabellos rubios rizados y la más cautivadora de las sonrisas quizá se fijara en él. Pero cómo podía hacerlo si estaba saltando como una posesa para animar a los seguidores de Taft para que gritaran todavía más fuerte.

El silbato que indicó el inicio del segundo cuarto sonó demasiado pronto y cuando A desapareció entre la multitud de las gradas para ser reemplazada por treinta musculosos muchachos, Nat volvió a sentarse muy a su pesar y simuló concentrarse en el partido.

– ¿Me permite los prismáticos, señor? -le preguntó Fletcher al padre de Jimmy en el medio tiempo.

– Por supuesto, muchacho -respondió el senador y se los entregó-. Devuélvemelos cuando se reanude el partido.

Fletcher no percibió el tonillo en la voz de su anfitrión mientras enfocaba a la muchacha con la A en el jersey y deseó que se volviera para mirar a la parte contraria más a menudo.

– ¿Cuál es la que te interesa? -le susurró el senador.

– Solo miraba a los jugadores del Taft, señor.

– Si ni siquiera están en el campo -le advirtió el senador. A Fletcher se le subieron los colores-. ¿T, A, F o T? -preguntó el padre de Jimmy.

– La A, señor -admitió Fletcher.

El senador se hizo con los prismáticos, enfocó a la segunda chica por la izquierda y esperó a que se volviera.

– Apruebo tu elección, muchacho. ¿Qué pretendes hacer al respecto?

– No lo sé, señor -manifestó Fletcher, apenado-. A decir verdad, ni siquiera sé su nombre.

– Diane Coulter -le informó el senador.

– ¿Cómo lo sabe, señor? -preguntó Fletcher. Quizá, pensó, los senadores lo sabían todo.

– La investigación, muchacho. ¿Todavía no te lo han enseñado en Hotchkiss? -Fletcher lo miró, desconcertado-. Todo lo que necesitas saber está en la página once del programa -añadió el senador y le pasó el programa abierto.

La página once estaba dedicada a las animadoras de ambos equipos.

– Diane Coulter -repitió Fletcher, que miró embobado la foto.

Era un año más joven que Fletcher -las mujeres todavía están dispuestas a confesar su edad cuando tienen trece años- y tocaba el violín en la orquesta de su escuela. Cuánto lamentó no haber seguido el consejo de su madre y haber aprendido a tocar el piano.

Después de ganar con mucho esfuerzo y sufrimiento una yarda tras otra, Taft consiguió llegar a la línea, marcar el touchdown y situarse por delante. Como estaba mandado, Diane reapareció en el campo para hacer su número.

– Lo tuyo es grave -opinó Tom-. Supongo que tendré que presentártela.

– ¿Es verdad que la conoces? -le preguntó Nat, incrédulo.

– Claro que sí. Hemos estado yendo a las mismas fiestas desde que teníamos dos años.

– Me pregunto si tendrá novio.

– ¿Cómo puedo saberlo? ¿Por qué no pasas una semana con nosotros durante las vacaciones y me dejas a mí que me encargue del resto?

– ¿Puedes hacerlo?

– Te costará.

– ¿Qué tienes pensado?

– Asegúrate de acabar los deberes de las vacaciones antes de venir; así no tendré que preocuparme de repasarlo todo dos veces.

– Trato hecho -dijo Nat.

Sonó el silbato del tercer cuarto y después de una serie de pases brillantes, fue el turno de Hotchkiss de marcar un touchdown que les devolvió la delantera, a la que se aferraron hasta el final del cuarto.

– Hola, Taft, hola, Taft, estáis otra vez donde os merecéis -cantó el senador con voz desafinada, mientras los equipos marchaban al descanso.

– Todavía queda el último cuarto -le recordó Fletcher mientras el senador le pasaba los prismáticos.

– ¿Has decidido a cuál de los dos equipos apoyas, muchacho, o sigues hechizado por la Mata Hari de Taft? -Fletcher lo miró, intrigado. Tendría que averiguar quién era Mata Hari en cuanto volviera a su habitación-. Es probable que viva en la ciudad -añadió el senador-, en tal caso cualquiera de mi equipo tardará dos minutos en averiguar todo lo que necesitas saber de ella.

– ¿Incluso su dirección y el número de teléfono? -preguntó Fletcher.

– Incluso si tiene novio -replicó el senador.

– ¿No será un abuso de su posición? -quiso saber Fletcher.

– Por supuesto que sí -convino el senador Gates-, pero cualquier político haría lo mismo si con ello pudiera asegurarse otros dos votos más en futuras elecciones.

– En cualquier caso, eso no solucionaría el problema de encontrarme con ella mientras estoy encerrado en Farmington.

– Eso lo podrías resolver si vinieras a pasar algunos días con nosotros después de Navidad; luego me ocuparé de que a ella y a sus padres los inviten a algún acto en el Capitolio.

– ¿Puede hacer eso por mí?

– Claro que sí, pero en algún momento tendrás que aprenderte el tema de los pactos si tienes que tratar con un político.

– ¿Qué es un pacto? -preguntó Fletcher-. Haré lo que sea.

– Nunca digas eso, muchacho, porque te encontrarás inmediatamente en desventaja para negociar. Sin embargo, todo lo que quiero a cambio en esta ocasión es que tú te las apañes para que Jimmy consiga no ser el último de la clase. Esa será tu parte del pacto.

– Trato hecho, senador -dijo Fletcher y le estrechó la mano.

– Me alegra escucharte -manifestó el senador-, porque Jimmy parece muy dispuesto a seguir tu liderato.

Era la primera vez que alguien mencionaba que Fletcher pudiese ser un líder. Hasta aquel momento ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Pensó en las palabras del senador y no se dio cuenta de que Taft acababa de marcar el touchdown de la victoria hasta que Diane bajó de las gradas y comenzó a interpretar algo que lamentablemente se parecía mucho al festejo de la victoria. Ese año se había quedado sin un día de fiesta.

Al otro lado del estadio, Nat y Tom permanecieron fuera de los vestuarios, junto con una multitud de seguidores de Taft, quienes, con una única excepción, esperaban para vitorear a sus héroes. Nat le dio un codazo a su amigo cuando ella salió. Tom se adelantó rápidamente.

– Hola, Diane -dijo y, sin esperar la respuesta, añadió-: Quiero presentarte a mi amigo Nat. La verdad es que él quería conocerte. -Nat se sonrojó y no solo porque Diane le pareció incluso más bonita que en la foto-. Nat vive en Cromwell -añadió Tom con la mejor intención-, pero vendrá a pasar unos días con nosotros después de Navidad para que así puedas conocerlo mejor.

Nat solo tuvo clara una cosa después de esta presentación: Tom no había nacido para hacer carrera en el cuerpo diplomático.

8

Nat hizo todo lo posible por concentrarse en la Gran Depresión. Consiguió leer media página y luego se distrajo. Recordó el breve encuentro que había tenido con Diane, una y otra vez. No tardaba mucho porque ella apenas si había dicho una palabra antes de que apareciera su padre y le comentara que debían marcharse.

Había recortado su foto del programa del partido y la llevaba encima a todas partes. Comenzaba a lamentar no haber cogido por lo menos otros tres programas, porque el recorte estaba a punto de romperse de tanto manoseo. Había llamado a Tom a su casa a la mañana siguiente al partido con la excusa de hablar del crac de Wall Street y después preguntó sin darle mucha importancia:

– ¿Diane dijo algo de mí después de marcharme?

– Dijo que eras un encanto.

– ¿Nada más?

– ¿Qué más podía decir? Solo estuvisteis dos minutos juntos antes de que apareciera tu padre.

– ¿Le gusté?

– Dijo que eras un encanto y, si no recuerdo mal, mencionó algo de James Dean.

– No me lo creo. ¿Eso dijo?

– No, tienes razón, no lo dijo.

– Eres una rata.

– Muy cierto, pero una rata con un número de teléfono.

– ¿Tienes su número de teléfono? -preguntó Nat, incrédulo.

– Veo que te espabilas rápido.

– Dámelo.

– ¿Has acabado el trabajo sobre la Gran Depresión?

– Todavía no, pero lo tendré listo para el fin de semana. Espera mientras busco un lápiz. -Nat escribió el número en el dorso de la foto de Diane-. ¿Crees que se sorprenderá si la llamo?

– Creo que se sorprenderá si no lo haces.

– Hola, soy Nat Cartwright. Supongo que no te acuerdas de mí.

– No. ¿Quién eres?

– Soy el que conociste después del partido contra Hotchkiss y que se parece a James Dean.

Nat se miró al espejo. Nunca se había preocupado antes por su aspecto. ¿De verdad se parecía a James Dean?

Hicieron falta otros dos días y varios ensayos más antes de que Nat reuniera el coraje para marcar el número. En cuanto acabó el trabajo sobre la Gran Depresión, preparó una lista de frases que variaban de acuerdo con la persona que se pusiera al teléfono. Si se trataba del padre, diría: «Buenos días, señor, me llamo Nat Cartwright. Por favor, ¿puedo hablar con su hija?». Si era la madre, diría: «Buenos días, señora Coulter, me llamo Nat Cartwright. Por favor, ¿puedo hablar con su hija?». Si era la propia Diane la que atendía el teléfono, tenía preparadas diez frases, dispuestas en un orden lógico. Colocó las tres hojas de papel en la mesa junto al teléfono, inspiró a fondo y marcó el número con mucho cuidado. Daba la señal de comunicar. Quizá estaba hablando con algún otro chico. ¿Ya le había cogido de la mano, incluso lo había besado? ¿Salían juntos desde hacía tiempo? Un cuarto de hora más tarde llamó de nuevo. Continuaba comunicando. ¿Se había colado algún otro pretendiente? Esta vez solo esperó diez minutos antes de intentarlo de nuevo. En el momento en que escuchó la señal de llamada notó que el corazón se le desbocaba y a punto estuvo de colgar sin más demoras. Miró la lista de frases. Se interrumpió la señal. Alguien había cogido el teléfono.

– Hola -dijo una voz profunda. No necesitaba que le dijeran que era Dan Coulter.

Nat dejó caer el teléfono al suelo. Sin duda los dioses no atendían el teléfono, y en cualquier caso, no tenía preparada ninguna frase para el hermano de Diane. Se apresuró a recoger el aparato y colgó.

Nat releyó el trabajo escolar antes de marcar por cuarta vez. Por fin escuchó la voz de una chica.

– ¿Diane?

– No, soy su hermana Tricia -respondió una voz que sonaba mayor-. Diane no está en casa, pero supongo que volverá más o menos dentro de una hora. ¿Quién la llama?

– Nat. ¿Podrías decirle que la volveré a llamar dentro de una hora?

– Por supuesto -dijo la joven.

– Muchas gracias. -Nat colgó el teléfono. No tenía preparada ninguna pregunta o respuesta para una hermana mayor.

Nat debió de mirar su reloj unas sesenta veces durante la hora siguiente, pero así y todo dejó pasar un cuarto de hora de más antes de marcar el número. Era algo que había leído en la revista Teen: si te gusta una chica, no te muestres ansioso; las espanta. Por fin atendieron la llamada.

– Hola -dijo una voz juvenil.

Nat miró el guión.

– Hola, ¿puedo hablar con Diane?

– Hola, Nat, soy Diane. Tricia me dijo que habías llamado. ¿Cómo estás?

«Cómo estás» no figuraba en el guión. Tuvo que improvisar.

– Estoy bien -consiguió decir-. ¿Cómo estás tú?

– Bien -contestó ella.

Siguió otro largo silencio mientras Nat rumiaba la pregunta o frase adecuada.

– La semana que viene iré a Simsbury para pasar unos días con Tom -leyó al fin con voz monótona.

– Eso es fantástico -exclamó Diane-, entonces espero que nos topemos en algún momento.

Nat estaba seguro de que no había nada en el guión respecto a toparse en algún momento. Intentó leer todas las frases de un tirón.

– Nat, ¿estás ahí? -le preguntó Diane.

– Sí. ¿Hay alguna posibilidad de que nos veamos mientras estoy en Simsbury? -frase número nueve.

– Sí, por supuesto. Me encantaría.

– Adiós -dijo Nat con la mirada puesta en la frase número diez.

Durante el resto de la tarde, Nat intentó recordar toda la conversación en detalle, e incluso la transcribió línea por línea. Subrayó tres veces la frase: «Sí, por supuesto. Me encantaría». Como todavía faltaban cuatro días para ir a casa de Tom, se preguntó si debía llamar de nuevo a Diane, solo para confirmar. Buscó la revista Teen para recabar su consejo, a la vista de que parecían haberse anticipado a todos sus anteriores problemas. Teen no decía nada sobre una segunda llamada, pero sí recomendaba que en la primera cita se debía vestir de manera informal, mostrarse relajado y cada vez que surgiera la oportunidad mencionar a las otras chicas con las que se había salido. Él no había salido nunca con otras chicas y, todavía peor, no tenía prendas informales, aparte de una camisa a cuadros que había escondido en el último cajón de la cómoda media hora después de haberla comprado. Nat contó el dinero que había ahorrado de la paga por repartir periódicos -siete dólares con veinte centavos- y se preguntó si eso bastaría para comprar una camisa y unos pantalones informales. Lamentó no tener un hermano mayor.

Dio los últimos retoques a su trabajo escolar unas pocas horas antes de que se presentara su padre para llevarlo a Simsbury.

Mientras viajaban hacia el norte, Nat no dejó de preguntarse por qué no había llamado a Diane para acordar una hora y el lugar de la cita. Quizá se había marchado o decidido quedarse en casa de un amigo, un novio. ¿A los padres de Tom les molestaría que usara su teléfono en cuanto llegara?

– Oh, Dios mío -exclamó Nat cuando su padre entró con el coche por un camino particular y pasó por delante de una cuadra llena de caballos.

El padre de Nat le hubiese reprochado por blasfemar, pero él también estaba un tanto impresionado. Recorrieron casi dos kilómetros antes de llegar al patio de una magnífica casa colonial con columnas blancas y rodeada de árboles.

– Oh, Dios mío -repitió Nat. Esta vez no se libró de la reprimenda de su padre-. Lo siento, papá, pero Tom nunca mencionó que vivía en un palacio.

– ¿Por qué iba a hacerlo? -replicó su padre-. Cuando es algo por lo que le conocen. Por cierto, no es tu amigo íntimo por el tamaño de su casa, y si lo hubiese considerado necesario para impresionarte, lo hubiese mencionado hace tiempo. ¿Sabes a qué se dedica su padre? Porque una cosa está muy clara, no vende seguros de vida.

– Creo que es banquero.

– Tom Russell, por supuesto. El banco Russell -dijo su padre cuando aparcaron delante de la casa.

Tom les esperaba al pie de la escalinata de la galería.

– Buenas tardes, señor, ¿cómo está usted? -preguntó, mientras abría la puerta del conductor.

– Muy bien, gracias, Tom -respondió Michael, al tiempo que su hijo se apeaba del coche, con su vieja maleta con las iniciales M.C. grabadas junto a la cerradura.

– ¿Se reunirá con nosotros para tomar una copa, señor?

– Es muy amable de tu parte -dijo el padre de Nat-, pero mi esposa me espera para cenar, así que debo emprender el regreso inmediatamente.

Nat agitó una mano en el aire mientras su padre daba la vuelta en el patio y emprendía el viaje de vuelta a Cromwell.

Miró la casa y vio a un mayordomo que esperaba en lo alto de la escalinata. Se ofreció a llevarle la maleta, pero Nat se aferró a ella. El criado le condujo por una magnífica escalera circular hasta el segundo piso y le hizo pasar al dormitorio de los invitados. En casa de Nat solo tenían un dormitorio de invitados, que en esa casa hubiese sido un trastero. En cuanto salió el mayordomo, Tom le dijo:

– Acomódate a tu gusto y después baja, que conocerás a mi madre. Estaremos en la cocina.

Nat se sentó en una de las camas gemelas y con todo el dolor del alma se dijo que nunca podría invitar a Tom a que pasara unos días en su casa.

Tardó unos tres minutos en sacar de la maleta todo lo que había traído: dos camisas, un par de pantalones y una corbata. Dedicó un buen rato a inspeccionar el baño antes de dar algunos saltos en la cama. Era muy mullida. Aún esperó unos minutos antes de salir de la habitación y bajar las escaleras. Se preguntó si sería capaz de encontrar la cocina. El mayordomo le esperaba abajo y lo escoltó por el pasillo. Nat aprovechó para echar un rápido vistazo a cada habitación por la que pasaba.

– ¿Qué? -preguntó Tom-. ¿Está bien tu habitación?

– Sí, es fantástica -le respondió Nat, consciente de que su amigo no le estaba tomando el pelo.

– Mamá, este es Nat. Es el chico más inteligente de la clase, maldita sea.

– Por favor, Tom, habla bien -le amonestó la señora Russell-. Hola, Nat, encantada de conocerte.

– Buenas tardes, señora Russell, lo mismo digo. Tiene usted una casa muy bonita.

– Gracias, Nat. Estamos encantados de que puedas pasar unos días con nosotros. ¿Te apetece una Coca-Cola?

– Sí, por favor.

Una criada de uniforme fue a la nevera, sacó una botella de Coca-Cola y se la sirvió en un vaso con hielo.

– Gracias.

Nat observó a la criada, que volvió junto al fregadero para seguir pelando patatas. Pensó en su madre en Cromwell. También estaría pelando patatas, pero después de haber dado clases durante todo el día en la escuela.

– ¿Quieres que te enseñe la casa? -le preguntó Tom.

– Estupendo, pero ¿puedo hacer antes una llamada?

– No será necesario. Diane ya ha llamado.

– ¿Ya ha llamado?

– Sí, llamó esta mañana para preguntar a qué hora llegarías. Me rogó que no te lo dijera, así que podemos dar por sentado que está interesada.

– Entonces lo mejor será que la llame inmediatamente.

– No, eso es lo último que debes hacer -replicó Tom.

– Dije que lo haría.

– Sí, sé que lo dijiste, pero creo que antes debemos dar una vuelta por la casa.

Cuando la madre de Fletcher lo dejó en la casa del senador y la señora Gates en East Hartford, fue Jimmy quien abrió la puerta.

– Ahora no te olvides de que debes dirigirte al señor Gates como senador o señor.

– Sí, mamá.

– No le molestes con excesivas preguntas.

– No, mamá.

– Recuerda que una conversación entre dos personas debe ser cincuenta por ciento hablar y el otro cincuenta escuchar.

– Sí, mamá.

– Hola, señora Davenport, ¿cómo está usted? -preguntó Jimmy cuando abrió la puerta.

– Muy bien, gracias, Jimmy, ¿y tú?

– Estupendamente. Mamá y papá están en algún acto, pero ¿puedo ofrecerle una taza de té?

– No, muchas gracias. Tengo que llegar a tiempo para presidir una reunión de la junta de la fundación. Por favor, no olvides de darles mis saludos a tus padres.

Jimmy cargó con una de las maletas de Fletcher hasta el cuarto de invitados.

– Te he puesto en la habitación contigua a la mía, así que tendremos que compartir el baño.

Fletcher dejó su otra maleta sobre la cama, antes de observar los cuadros en las paredes: litografías de la guerra civil, por si acaso venía a alojarse algún sureño que no recordara quién había ganado. Los cuadros le recordaron a Jimmy que debía preguntarle a Fletcher si había acabado su redacción sobre Lincoln.

– Sí. ¿Tú has conseguido el número de teléfono de Diane?

– Tengo algo mucho mejor. He descubierto la cafetería donde va casi todas las tardes. Así que podríamos dejarnos caer por allí, a eso de las cinco, y si falla, mi padre ha invitado a los suyos a una recepción en el Capitolio mañana por la tarde.

– Quizá no vayan.

– Lo he mirado en la lista de invitados. Confirmaron su asistencia.

Fletcher recordó súbitamente el pacto que tenía con el senador.

– ¿Cómo llevas los deberes?

– Ni siquiera he empezado a hacerlos -confesó Jimmy.

– Jimmy, si no apruebas los parciales del próximo semestre, el señor Haskins te mandará a la clase de refuerzo y entonces no podré ayudarte.

– Lo sé; también estoy al corriente del pacto que has hecho con mi padre.

– Así pues, si quiero cumplirlo, tendremos que poner manos a la obra mañana mismo. Dedicaremos dos horas todas las mañanas.

– ¡Sí, señor! -gritó Jimmy y chocó los talones-. Pero antes de preocuparnos por el mañana, quizá quieras cambiarte.

Fletcher había traído media docena de camisas y dos pantalones, pero seguía sin tener idea de cómo vestirse en su primera cita. Estaba a punto de pedirle consejo a su amigo, cuando Jimmy le dijo:

– Después de que acabes con las maletas, baja y reúnete con nosotros en la sala. El baño está al final del pasillo.

Fletcher se puso una camisa y el pantalón que había comprado el día anterior en una sastrería que le había recomendado su padre. Se miró en el espejo de cuerpo entero. No sabía qué aspecto tenía, porque nunca se había interesado por la ropa. «Tranquilo y con buena pinta», le había oído decir a un pinchadiscos a sus radioyentes, pero eso ¿qué quería decir? Ya se preocuparía más tarde. Mientras bajaba las escaleras, escuchó unas voces en la sala, una de las cuales no conocía.

– Mamá, recuerdas a Fletcher, ¿no? -dijo Jimmy al ver entrar a su amigo.

– Sí, por supuesto. Mi marido no deja de comentarle a todo el mundo la fascinante conversación que mantuvisteis en el partido de Taft.

– Es muy amable de su parte recordarla -manifestó Fletcher, sin mirarla.

– Sé que tiene muchas ganas de volver a verte.

– Es muy amable de su parte -repitió Fletcher.

– Esta es mi hermanita, Annie.

Annie se sonrojó y no solo porque detestaba que Jimmy la mencionara siempre como su hermanita; su amigo no le había quitado la vista de encima desde el momento en que entró en la habitación.

9

– Buenas tardes, señora Coulter, es un placer conocerla a usted y a su marido, y esta debe de ser su hija, Diane, si no recuerdo mal. -El señor y la señora Coulter estaban impresionados porque nunca habían tenido ocasión de conocer al senador; no solo su hijo había marcado el touchdown de la victoria contra Hotchkiss, sino que además eran notorios republicanos-. Escucha, Diane -continuó el senador-, hay alguien que quiero presentarte. -La mirada de Harry Gates recorrió el salón en busca de Fletcher, que un momento antes había estado a su lado-. Qué curioso, pero no debes marcharte sin conocerlo. De lo contrario, no podré mantener mi parte del pacto -añadió sin dar más explicaciones.

»¿Dónde se ha metido Fletcher? -le preguntó Harry Gates a su hijo después de que los Coulter fueran a reunirse con los demás invitados.

– Si consigues ver a Annie, encontrarás a Fletcher que le pisa los talones. No se ha separado de ella desde que llegó a Hartford. La verdad es que estoy pensando en comprar una correa y llamarlo Fletch.

– ¿Es cierto eso? Espero que no crea que eso le libera de nuestro pacto.

– Puedes estar tranquilo -le informó Jimmy-. Esta mañana estudiamos Romeo y Julieta durante dos horas y adivina en quién se ve reflejado.

El senador sonrió.

– ¿En qué personaje te ves reflejado tú?

– Creo que soy Mercucio.

– No -le corrigió el padre-, solo podrías ser Mercucio si comienza a perseguir a Diane.

– No lo entiendo.

– Pregúntale a Fletcher. Él te lo explicará.

Tricia abrió la puerta. Iba vestida con un conjunto de tenis.

– ¿Está Diane en casa? -le preguntó Nat.

– No, ha ido con mis padres a una recepción en el Capitolio. Estará aquí dentro de una hora. Soy Tricia, tú y yo hablamos por teléfono. Iba a tomar una Coca-Cola. ¿Quieres una?

– ¿Tu hermano está en casa?

– No, hoy tiene entrenamiento.

– Sí, gracias.

Tricia llevó a Nat hasta la cocina y le señaló un taburete al otro lado de la mesa. Nat se sentó y no dijo nada mientras Tricia abría la puerta de la nevera. Cuando se agachó para coger las dos botellas, se le levantó la minúscula falda. Nat miró embelesado las bragas blancas.

– ¿A qué hora esperas que vuelvan tus padres? -le preguntó mientras ella le echaba unos cubitos de hielo en el vaso.

– No lo sé, así que por el momento, te toca aguantarme.

Nat bebió un trago, sin saber qué decir, porque creía que él y Diane habían quedado para ir a ver Matar a un ruiseñor.

– No sé qué ves en ella -le confesó Jimmy.

– Tiene todo lo que a ti te falta -replicó Fletcher, con una sonrisa-. Es brillante, inteligente, divertida y…

– ¿Estás seguro de que hablamos de mi hermana?

– Sí, no en vano eres tú quien tiene que llevar gafas.

– Por cierto, Diane Coulter acaba de llegar con sus padres. Papá quiere saber si todavía deseas conocerla.

– No tengo un interés especial. Ha bajado de la A a la Z, así que ahora es la chica ideal para ti.

– No, gracias. No necesito que me des tus sobras. A propósito, le hablé a papá de Romeo y Julieta; le comenté que me veía en el personaje de Mercucio.

– Solo si comienzo a salir con la hermana de Dan Coulter, pero ya no estoy interesado en la hija de dicha casa.

– Sigo sin comprenderlo.

– Te lo explicaré mañana por la mañana -le dijo Fletcher, cuando la hermana de Jimmy reapareció con dos botellas de Coca-Cola. Annie frunció el entrecejo al ver a su hermano y él se marchó inmediatamente.

Los dos permanecieron en silencio hasta que Annie preguntó:

– ¿Quieres que te enseñe la sala del Senado?

– Sí, me parece fenomenal -respondió Fletcher.

Ella se volvió para caminar hacia la puerta, con Fletcher un paso atrás.

– ¿Tú ves lo mismo que yo? -le dijo Harry Gates a su esposa mientras Fletcher y su hija abandonaban el salón.

– Por supuesto que sí -contestó Martha Gates-, pero no me preocuparía demasiado, porque dudo mucho que cualquiera de ellos sea capaz de seducir al otro.

– A mí no me impidió intentarlo a su edad, como estoy seguro que recordarás.

– Muy típico de los políticos. Es otra historia que has embellecido con el paso de los años. Porque si no recuerdo mal, fui yo quien te sedujo.

Nat bebía tranquilamente su Coca-Cola cuando sintió el contacto de una mano en el muslo. Se sonrojó, aunque no hizo nada por apartarla. Tricia le sonrió desde el otro lado de la mesa.

– Puedes poner tu mano sobre mi pierna si quieres.

Nat pensó que si no lo hacía ella podía interpretarlo como una descortesía, así que metió una mano debajo de la mesa y la apoyó en el muslo de la muchacha.

– Muy bien -dijo Tricia; bebió un trago-, es más amistoso. -Nat no hizo ningún comentario mientras la mano de la chica se movía más arriba por la pernera-. Tú sígueme -añadió ella.

Así que Nat también movió la mano pero se detuvo al llegar al borde de la falda. Tricia no se detuvo hasta llegar a la entrepierna.

– Tendrás que subir un poco más si quieres alcanzarme -afirmó Tricia y le desabrochó el botón de la cintura-. Por debajo de la falda, no por encima -añadió, sin el menor rubor.

Nat deslizó la mano por debajo de la falda y ella continuó desabrochándole los botones de la bragueta. Titubeó una vez más cuando llegó a las bragas. No recordaba que la revista Teen explicara cosa alguna sobre lo que debía hacer a continuación.

– Esta es la sala del Senado -le dijo Annie mientras miraban desde la galería el semicírculo de escaños azules.

– Es muy impresionante -opinó Fletcher.

– Papá dice que acabarás aquí algún día, o quizá incluso llegues más alto. -Fletcher no le contestó, porque no tenía idea de las pruebas que debía aprobar para convertirse en un político-. Le escuché decirle a mi madre que nunca había conocido a un chico más brillante.

– Bueno, ya sabes lo que dicen de los políticos -replicó Fletcher.

– Sí, lo sé, pero siempre sé cuándo papá no lo dice de verdad porque sonríe al mismo tiempo; esta vez no sonrió.

– ¿Dónde se sienta tu padre? -le preguntó Fletcher, en un intento por cambiar de tema.

– Como jefe de la mayoría se sienta en el tercer escaño por la izquierda en la primera fila. -Annie le señaló el asiento-. No te diré mucho más porque sé que él quiere enseñarte todo el Capitolio. -Le tocó la mano.

– Lo siento -se disculpó Fletcher, que apartó rápidamente la mano, convencido de que había sido un accidente.

– No seas tonto -dijo Annie. Le cogió la mano y esta vez no la soltó.

– ¿No crees que deberíamos volver a la fiesta? -preguntó Fletcher-. De lo contrario comenzarán a preguntarse dónde nos hemos metido.

– Supongo que sí -asintió Annie, pero no se movió-. Fletcher, ¿alguna vez has besado a una chica? -le preguntó en voz baja.

– No, nunca -confesó él, ruborizado hasta las cejas.

– ¿Quieres hacerlo?

– Sí, me gustaría.

– ¿Quieres besarme?

Fletcher asintió. Vio cómo Annie cerraba los ojos y le ofrecía los labios. Él comprobó que todas las puertas estuviesen cerradas, antes de inclinarse y besarla suavemente en la boca. Cuando él se apartó, Annie abrió los ojos.

– ¿Sabes qué es el beso francés? -preguntó.

– No, no lo sé -contestó Fletcher.

– Yo tampoco -reconoció Annie-. Si lo averiguas, ¿me lo dirás?

– Sí, lo haré.

Libro segundo

Éxodo

10

– ¿Te presentarás para representante de los estudiantes? -preguntó Jimmy.

– Aún no lo he decidido -le respondió Fletcher.

– Todos esperan que lo hagas.

– Ese es uno de los problemas.

– Mi padre quiere que te presentes.

– Pues mi madre no -dijo Fletcher.

– ¿Por qué no? -preguntó Jimmy.

– Cree que debo dedicar mi último curso a asegurarme de que conseguiré una plaza en Yale.

– Si te nombran representante de los estudiantes, será un punto más a tu favor en la solicitud de ingreso. Soy yo quien lo tendrá muy difícil.

– Estoy seguro de que tu padre tiene varios contactos a quienes llamar si es necesario -comentó Fletcher con una sonrisa.

– ¿Qué opina Annie al respecto? -quiso saber Jimmy, sin hacer caso del comentario.

– Está totalmente dispuesta a aceptar lo que yo decida.

– Entonces quizá me corresponde a mí ser quien incline la balanza.

– ¿Qué se te ha ocurrido?

– Si esperas ganar, tendrás que nombrarme director de tu campaña.

– Eso desde luego serviría para hundirme -manifestó Fletcher. Jimmy cogió uno de los cojines del sofá y se lo arrojó a su compañero-. La verdad es que si quieres garantizar mi victoria -continuó Fletcher, que atrapó el cojín al vuelo-, tendrías que ofrecer tus servicios como director de campaña a mi mayor rival.

Las pullas se interrumpieron cuando el padre de Jimmy entró en la habitación.

– Fletcher, ¿podrías concederme unos minutos?

– Por supuesto, señor.

– Quizá podríamos tener una charla en mi despacho.

Fletcher se levantó en el acto y siguió al senador. Antes de salir miró a Jimmy, pero su amigo se limitó a encogerse de hombros. Se preguntó si habría hecho algo mal.

– Siéntate -le dijo Harry Gates al tiempo que se sentaba al otro lado de la mesa. Guardó silencio durante unos segundos y luego añadió-: Fletcher, necesito un favor.

– Lo que usted quiera, señor. Nunca podré pagarle todo lo que ha hecho por mí.

– Has cumplido más que sobradamente con nuestro acuerdo -señaló el senador-. Durante los últimos tres años, Jimmy ha conseguido mantenerse por encima de la media; nunca lo hubiese hecho de no haber sido por tu apoyo.

– Es muy amable de su parte, pero…

– No es más que la verdad. Ahora lo único que quiero para el chico es asegurarme de que tenga posibilidades de que lo admitan en Yale.

– ¿Cómo puedo ayudarle si ni siquiera yo tengo una plaza segura?

El senador no hizo caso del comentario.

– Trapicheos políticos, muchacho.

– Creo que no le entiendo, señor.

– Si te nombran representante de los estudiantes, como estoy seguro que pasará, lo primero que deberás hacer es designar a un delegado. -Fletcher asintió-. Eso bastaría para inclinar la balanza a favor de Jimmy cuando la oficina de admisiones de Yale decida quiénes ocuparán las últimas plazas.

– Creo que también acaba de inclinar la balanza para mí, señor.

– Gracias, Fletcher, te lo agradezco, pero por favor no le digas nada a Jimmy de esta conversación.

Lo primero que hizo Fletcher al levantarse a la mañana siguiente fue ir a la habitación contigua y sentarse a los pies de la cama de Jimmy.

– Tendrás que tener un muy buen motivo para venir a despertarme -le amenazó Jimmy-, porque estaba soñando con Daisy Hollingsworth.

– Sigue soñando, chico. Medio equipo de fútbol está enamorado de ella.

– Si es así, ¿por qué me has despertado?

– He decidido presentarme para el cargo de representante estudiantil y no me conviene un director de campaña que se pase toda la mañana en la cama.

– ¿Es por algo que te dijo mi padre?

– Indirectamente. -Fletcher se calló un momento-. ¿Quién crees tú que será mi principal contrincante?

– Steve Rodgers -contestó Jimmy sin vacilar.

– ¿Por qué Steve?

– Porque está en el equipo y es un tipo divertido, así que intentarán presentarlo como el chico popular enfrentado al austero académico. Ya sabes, Kennedy contra Stevenson.

– No tenía idea de que conocieras el significado de la palabra austero.

– Basta de bromas, Fletcher -dijo Jimmy y se levantó de la cama-. Si quieres ganarle a Rodgers, tendrás que estar preparado para todo lo que te echen y más. Creo que debemos comenzar por tener un desayuno de trabajo con papá; siempre tiene desayunos de trabajo antes del comienzo de una campaña.

– ¿Hay alguien que pueda querer enfrentarse a ti? -preguntó Diane Coulter.

– Nadie a quien no pueda derrotar.

– ¿Qué me dices de Nat Cartwright?

– No podrá ganarme mientras se sepa que es el favorito del director y que si lo eligen no hará otra cosa que seguir sus órdenes; al menos, eso es lo que mis partidarios le están diciendo a todo el mundo.

– No nos olvidemos de la manera que trató a mi hermana.

– Creía que habías sido tú quien le dio puerta. Ni siquiera sabía que conocía a Tricia.

– No la conocía, pero eso no le impidió intentar propasarse con ella cuando fue a casa para verme.

– ¿Alguien más está enterado de esto?

– Sí, mi hermano Dan. Lo pilló en la cocina con la mano debajo de su falda. Mi hermana se quejó amargamente de que no había podido impedírselo.

– ¿Se quejó? -El joven guardó silencio unos instantes-. ¿Crees que tu hermano estaría dispuesto a respaldarme en las elecciones para representante estudiantil?

– Sí, aunque no creo que pueda hacer gran cosa mientras esté en Princeton.

– Oh, sí que puede -afirmó Elliot-. Para empezar…

– ¿Quién es mi principal contrincante? -preguntó Nat.

– Ralph Elliot, ¿quién si no? -respondió Tom-. Ha estado trabajando en su campaña desde que comenzó el último semestre.

– Eso va contra las reglas.

– No creo que Elliot se haya preocupado mucho nunca de las reglas. Además, y como sabe que tú eres mucho más popular que él, nos podemos esperar una campaña muy sucia.

– Pues yo no pienso seguir ese camino…

– Por tanto, seguiremos el camino Kennedy.

– ¿A qué te refieres?

– Tendrás que abrir tu campaña desafiando a Elliot a un debate.

– No lo aceptará.

– Entonces, ganarás pase lo que pase. Si acepta, lo dejarás como un felpudo. Si no lo hace, diremos que se ha acobardado.

– ¿Cómo plantearías tú el desafío?

– Envíale una carta, ya me encargaré yo de colgar una copia en el tablón de anuncios.

– No puedes poner nada en el tablón sin el permiso del director.

– Para cuando la quiten, la mayoría de la gente la habrá leído; aquellos que no lleguen a tiempo, querrán saber qué decía.

– Para entonces ya me habrán descalificado.

– No mientras el director crea que Elliot puede ganar.

– Perdí mi primera campaña -comentó el senador Gates después de escuchar las noticias de Fletcher-, así que nos aseguraremos de que no cometerás los mismos errores. Para empezar, ¿quién es tu director de campaña?

– Jimmy, por supuesto.

– Nunca «por supuesto»; solo elige a alguien que estés convencido de que es capaz de hacer el trabajo, aunque no seáis íntimos amigos.

– Estoy absolutamente convencido de que puede hacer el trabajo -afirmó Fletcher.

– Muy bien. Ahora, Jimmy, no le serás de ninguna utilidad al candidato -era la primera vez que Fletcher se veía a sí mismo de esa manera- a menos que siempre seas claro y sincero con Fletcher, por muy desagradable que pueda resultar. -Jimmy asintió-. ¿Cuál de tus rivales es el más importante?

– Steve Rodgers.

– ¿Qué sabemos del muchacho?

– Es un buen tipo, pero sin mucha cosa entre las orejas -le informó Jimmy.

– Excepto un rostro apuesto -intervino Fletcher.

– Y varios touchdowns en la última temporada, si la memoria no me falla -añadió el senador-. Ahora que ya sabemos quién es el enemigo, comenzaremos a trabajar con los amigos. Primero, debes escoger un círculo íntimo, digamos seis, ocho como mucho. Solo necesitan tener dos cualidades: energía y lealtad; si además tienen cerebro, mejor que mejor. ¿Cuánto dura la campaña?

– Poco más de una semana. La escuela abre a las nueve de la mañana del lunes y la votación tiene lugar la mañana del martes de la semana siguiente.

– No pienses en semanas -le indicó el senador-, piensa en horas. Dispones de ciento noventa y dos, y todas y cada una de ellas cuentan.

Jimmy comenzó a tomar notas.

– ¿Quiénes tienen derecho a voto? -fue la siguiente pregunta del senador.

– Todos los alumnos.

– Entonces asegúrate de pasar el mismo tiempo con los chicos de los primeros cursos que con los de los cursos superiores. Se sentirán halagados si ven que demuestras un gran interés por ellos. Jimmy, consigue una lista de votantes actualizada, así tendrás la certeza de que podrás ponerte en contacto con todos ellos antes del día de las elecciones. Hay una cosa que debes tener muy presente: los chicos nuevos votarán por la última persona que haya hablado con ellos.

– Hay un total de trescientos ochenta alumnos -dijo Jimmy. Desplegó una hoja de papel de gran tamaño en el suelo-. He marcado en rojo a todos los que ya conocemos, a todos los que creo que votarán a Fletcher en azul, a los chicos nuevos en amarillo y el resto está en blanco.

– Si tienes cualquier duda -le recomendó el senador-, déjalos en blanco, y no te olvides de los hermanos menores.

– ¿Los hermanos menores? -preguntó Fletcher.

– Están marcados en verde -respondió Jimmy-. Uno de los hermanos menores de nuestros partidarios que esté en los primeros cursos será designado como delegado. Su único trabajo consistirá en reunir las firmas de apoyo en su clase y después informar a sus hermanos.

Fletcher lo miró con franca admiración.

– No sé si no tendrías que presentarte tú como candidato a representante estudiantil -dijo-. Es algo que se te da muy bien.

– No, lo que se me da bien es ser director de campaña. Eres tú quien debe ser representante.

El senador, aunque estaba de acuerdo con la opinión de su hijo, se cuidó mucho de decir palabra.

Eran las seis y media de la mañana del primer día del semestre y Nat y Tom ya se encontraban en el aparcamiento desierto. El primer coche en aparecer fue el del director.

– Buenos días, Cartwright -tronó, mientras se bajaba del coche-. Por su exceso de entusiasmo a esta temprana hora, ¿debo deducir que se presentará para representante estudiantil?

– Sí, señor.

– Excelente; y ¿quién es su principal contrincante?

– Ralph Elliot.

El director frunció el entrecejo.

– Entonces será una competición muy dura, porque Elliot no es de los que se rinden fácilmente.

– Es verdad -admitió Tom, mientras el director se marchaba a su despacho y los dejaba para que recibieran al segundo coche.

El ocupante resultó ser un chico nuevo, que echó a correr aterrorizado cuando Nat se le acercó; peor todavía, el tercero lo ocupaban partidarios de Elliot, que rápidamente se dispersaron por todo el aparcamiento, en una maniobra que evidentemente habían planificado.

– Maldita sea -exclamó Tom-, nuestra primera reunión del equipo será durante el recreo de las diez. Es obvio que Elliot ha preparado a su equipo durante las vacaciones.

– No te preocupes -le dijo Nat-. Coge a los nuestros en cuanto bajen de los coches y ponlos a trabajar inmediatamente.

Para el momento en que el último coche descargó a sus ocupantes, Nat ya había respondido a casi un centenar de preguntas y estrechado las manos de más de trescientos chicos, pero solo un hecho estaba claro: Elliot no tenía el menor reparo en prometer cualquier cosa a cambio de su voto.

– ¿No tendríamos que informarles a todos de la clase de sabandija que es Elliot?

– ¿Qué se te ha ocurrido? -le preguntó Nat.

– Cómo amenaza a los chicos nuevos para quedarse con su dinero.

– Nunca se ha podido demostrar.

– Pero hay un millón de denuncias.

– Si hay tantas, entonces sabrán dónde tienen que poner la cruz en la papeleta, ¿no te parece? En cualquier caso, no quiero llevar la campaña por esos derroteros. Prefiero creer que los votantes son capaces de decidir por su cuenta cuál de nosotros merece su confianza.

– No deja de ser una idea original -opinó Tom.

– Al menos el director ha dejado claro que no quiere a Elliot como representante estudiantil -comentó Nat.

– No me parece conveniente que se lo digamos a nadie -replicó Tom-. Podría darle unos cuantos votos más a Elliot.

– ¿Cómo crees que va la campaña? -preguntó Fletcher mientras caminaban alrededor del lago.

– No está muy claro -le respondió Jimmy-. Hay muchos de los cursos superiores que les están diciendo a los dos bandos que apoyarán a su candidato, sencillamente porque quieren aparecer respaldando al vencedor. Tienes que dar gracias de que las elecciones no tengan lugar el sábado por la tarde -añadió.

– ¿Por qué?

– Porque el sábado por la tarde jugamos contra Kent. Si Steve Rodgers marca el touchdown ganador, ya podemos despedirnos de cualquier posibilidad de que llegues a representante estudiantil. Es una pena que el partido se juegue en casa. Si hubieses nacido un año antes o después, no hubiese importado y el efecto hubiese sido mínimo. Pero tal como están las cosas, todos los votantes estarán en el estadio para presenciar el encuentro, así que reza para que perdamos, o al menos para que Rodgers tenga un mal día.

A las dos de la tarde del sábado, Fletcher estaba sentado en las gradas, dispuesto a presenciar los cuatro cuartos que serían los más largos de su vida. Pero ni siquiera él podía haber adivinado las consecuencias.

– Maldita sea, ¿cómo lo ha conseguido? -se quejó Nat.

– Diría que con sobornos y amenazas -contestó Tom-. Elliot siempre ha sido un jugador mediocre, sin méritos para formar parte del equipo de la escuela.

– ¿Crees que se arriesgarán a que juegue?

– ¿Por qué no? St. George a menudo deja que los jugadores más flojos jueguen unos minutos si están seguros de que no afectará al resultado. Luego Elliot se pasará el resto del partido corriendo por las bandas, muy ocupado en saludar a los votantes, mientras que nosotros no podremos hacer otra cosa que mirarlo desde las gradas.

– Entonces tendremos que asegurarnos de que todos nuestros colaboradores estén en sus puestos fuera del estadio unos minutos antes de que acabe el partido, así como no permitir que nadie vea nuestras pancartas hasta el sábado por la tarde. De esa manera, Elliot no tendrá tiempo para preparar las suyas.

– Aprendes deprisa -se admiró Tom.

– Cuando Elliot es tu oponente, no puedes hacer otra cosa.

– No estoy muy seguro de cómo afectará a las votaciones -señaló Jimmy mientras ambos corrían hacia la salida para unirse al resto del equipo-. Al menos Steve Rodgers no podrá estrechar las manos de todos cuando salgan del estadio.

– Me pregunto cuánto tiempo tendrá que estar en el hospital.

– Tres días es todo lo que necesitamos -contestó Jimmy.

Su amigo se echó a reír.

Fletcher no disimuló su satisfacción al ver que su equipo ya estaba bien situado cuando se unió a ellos y varios chicos se acercaron para decirle que votarían por él, aunque así y todo las cosas estaban muy equilibradas. No se apartó de la salida principal, atento a estrechar las manos de todos los chicos de entre catorce y diecinueve años, incluidos, sospechó, algunos partidarios del equipo visitante. Fletcher y Jimmy no se marcharon hasta estar absolutamente seguros de que en el estadio no quedaba nadie más que el personal de mantenimiento.

Mientras caminaban de regreso a sus habitaciones, Jimmy reconoció que nadie podía haber previsto un empate, o que Rodgers estaría camino del hospital antes de que acabara el primer cuarto del partido.

– Si las elecciones se celebraran esta noche ganaría por solidaridad. Si nadie le vuelve a ver antes de las nueve de la mañana del martes, entonces serás el representante estudiantil.

– ¿La capacidad para hacer bien el trabajo no entra en la ecuación?

– Por supuesto que no, idiota. Esto es política.

Las pancartas se veían por todas partes cuando Nat llegó al estadio y los partidarios de Elliot no pudieron hacer otra cosa que acusarlos de juego sucio. Nat y Tom no disimularon las sonrisas mientras se sentaban en las gradas. Las sonrisas se hicieron más grandes cuando St. George marcó en los minutos iniciales del primer cuarto. Nat no quería que Taft perdiera, pero ningún entrenador podía arriesgarse a poner a Elliot en el campo mientras el equipo rival los aventajara; por tanto no hubo cambios hasta que se jugó el último cuarto.

Nat estrechó las manos de todos a la salida del estadio, pero tenía claro que la victoria de Taft sobre St. George en los últimos minutos no favorecía su causa, a pesar de que Elliot había tenido que conformarse con correr por las bandas hasta que los últimos espectadores abandonaron las gradas.

– No te quejes y da gracias de que no lo hicieran entrar en el campo -le recomendó Tom.

El domingo por la mañana, Fletcher fue el alumno encargado de leer el pasaje de la Biblia en la capilla, cosa que dejó sobradamente claro quién era el favorito del director. Al mediodía, él y Jimmy visitaron los alojamientos para preguntar a los estudiantes qué opinaban de la comida. «Es algo infalible para ganar votos -les había asegurado el senador-, incluso si no haces nada al respecto.» Aquella noche, cuando se metieron en la cama, estaban agotados. Jimmy puso el despertador a las cinco y media. Fletcher gimió lastimeramente.

– Una jugada maestra -afirmó Jimmy a la mañana siguiente mientras esperaban que los chicos salieran del salón para ir a las aulas.

– Brillante -admitió Fletcher.

– Eso parece. No es que me queje, porque te hubiese recomendado que hicieras lo mismo, dadas las circunstancias.

Los dos muchachos miraron a Steve Rodgers, que se apoyaba en las muletas, mientras los chicos firmaban sus autógrafos en la pierna enyesada.

– Una jugada maestra -repitió Jimmy-. Da un nuevo sentido al voto solidario. Quizá tendríamos que preguntar: ¿Queréis a un minusválido como representante?

– Uno de los más grandes presidentes en la historia de este país era un minusválido -le recordó Fletcher a su director de campaña.

– Entonces solo nos queda una cosa por hacer. Tendrás que pasar las próximas veinticuatro horas en una silla de ruedas.

Durante el fin de semana, los colaboradores de Nat intentaron transmitir una impresión de absoluta confianza, aunque eran conscientes de que las elecciones serían muy reñidas. Ninguno de los candidatos dejó de sonreír hasta el lunes por la tarde, cuando la campana de la escuela tocó las seis.

– Volvamos a mi habitación -propuso Tom-. Contaremos historias de la muerte de los reyes.

– Historias tristes -opinó Nat.

Todo el equipo se apretujó en la pequeña habitación de Tom; se entretuvieron con el relato de las anécdotas vividas durante la campaña y riéndose de chistes que no eran divertidos, mientras esperaban impacientes conocer los resultados. Una sonora llamada a la puerta interrumpió el bullicio.

– Adelante -dijo Tom.

Todos se pusieron de pie al ver quién era la persona que había llamado.

– Buenas tardes, señor Anderson -saludó Nat.

– Buenas tardes, Cartwright -respondió el jefe de estudios-. Como presidente de la junta electoral en las elecciones para elegir al representante de los estudiantes, debo informarte que debido a la igualdad en el resultado, dispondré un segundo recuento. Por consiguiente, el acto de proclamación de los resultados queda postergado hasta las ocho.

– Muchas gracias, señor Anderson -fue todo lo que Nat pudo decir.

El salón de actos estaba lleno cuando el reloj marcó las ocho. Todos los chicos se levantaron cuando el jefe de estudios entró en la sala. Nat intentó adivinar cuál sería el resultado por la expresión de su rostro, pero hasta los japoneses se hubieran mostrado complacidos con la inescrutabilidad del señor Anderson.

El jefe de estudios se situó en el centro del escenario y les indicó con un gesto que podían sentarse. Había un silencio poco habitual en el salón de actos.

– Debo deciros -comenzó el jefe de estudios- que estas han sido las elecciones más reñidas en los setenta y cinco años de historia de la escuela. -Nat advirtió que le sudaban las palmas de las manos, a pesar de sus esfuerzos por mantener la calma-. El resultado de las elecciones para representante del claustro de estudiantes es el siguiente: Nat Cartwright, ciento setenta y ocho votos. Ralph Elliot, ciento ochenta y uno.

La mitad de los reunidos se levantó como un solo hombre y comenzó a dar vítores, mientras que la otra mitad permanecía sentada y en silencio. Nat abandonó su asiento y se acercó a Elliot con la mano extendida.

El nuevo representante estudiantil no le hizo el menor caso.

Si bien todos sabían que el resultado no se daría a conocer hasta las nueve, el salón de actos se llenó mucho antes de que el director hiciera su entrada.

Fletcher estaba sentado en la última fila, con la cabeza gacha. Jimmy miraba al frente.

– Tendría que haber madrugado mucho más -se lamentó.

– Tendría que haberte roto una pierna -replicó Jimmy.

El director, acompañado por el capellán, apareció por el pasillo como si quisiera demostrar que Dios estaba de alguna manera implicado en la elección del representante de los estudiantes en Hotchkiss. Subió al estrado y se aclaró la garganta.

– El resultado de las elecciones a representante del claustro de estudiantes -anunció el señor Fleming- es el siguiente: Fletcher Davenport, doscientos siete votos; Steve Rodgers, ciento setenta y tres votos. Por tanto, proclamo a Fletcher Davenport representante estudiantil.

Fletcher no perdió ni un segundo en acercarse a Steve y estrecharle la mano. Su oponente le agradeció el gesto con una cálida sonrisa y una expresión casi de alivio. Fletcher vio a Harry Gates junto a la entrada del salón. El senador se inclinó respetuosamente ante el nuevo representante estudiantil.

– Nunca olvidarás tu primera victoria electoral -se limitó a decirle.

Ambos hicieron caso omiso de Jimmy, que no dejaba de dar brincos para celebrar la victoria.

– Creo que ya conoce usted a mi delegado, señor -respondió Fletcher.

11

La madre de Nat parecía ser una de las pocas personas que no lamentaba que a su hijo no le hubiesen elegido representante estudiantil. Creía que a partir de entonces dispondría de más tiempo para concentrarse en su trabajo. Si Susan Cartwright hubiese tenido la oportunidad de ver la cantidad de horas que Nathaniel dedicaba a sus estudios, sus preocupaciones se hubieran esfumado en el acto. Incluso a Tom le resultaba difícil apartar a Nat de los libros durante más de unos minutos, a menos que se tratara de su carrera diaria de ocho kilómetros. Ni siquiera cuando batió el récord de la escuela en la carrera a campo través se permitió más de un par de horas para celebrarlo.

La Nochebuena, la Navidad y el Año Nuevo pasaron sin apenas celebraciones. Nat permaneció encerrado en su habitación, con la cabeza metida en los libros. Su madre solo podía confiar en que cuando se marchara a pasar un fin de semana largo en Simsbury con Tom, se tomara un descanso de verdad. Así fue. Nat redujo las horas de estudio a dos por la mañana y otras dos por la tarde. Tom agradeció que su amigo le obligara a mantener la misma rutina, si bien declinó la invitación de acompañarle en el entrenamiento. A Nat le divertía el hecho de que podía correr los ocho kilómetros sin salir de la finca de Tom.

– ¿Alguna de tus muchas conquistas? -le preguntó Nat a su amigo durante el desayuno cuando le vio abrir una carta.

– Ojalá -respondió Tom-. No, es del señor Thompson. Pregunta si me interesaría interpretar uno de los personajes de Noche de Reyes.

– ¿Te interesa?

– No. Es más tu mundo que el mío. Soy un productor nato, no un intérprete.

– Yo no tendría ningún inconveniente en apuntarme para un papel si estuviese seguro de mi solicitud de ingreso en Yale, pero ni siquiera he acabado de redactar el trabajo obligatorio.

– Pues yo ni siquiera he empezado el mío -confesó Tom.

– ¿Cuál de los cinco temas has escogido?

– El control del bajo Mississippi durante la guerra civil -contestó Tom-. ¿Y tú?

– Clarence Darrow y su influencia en el movimiento sindicalista.

– Sí, tuve en cuenta al señor Darrow, pero no me vi capaz de escribir cinco mil palabras sobre el tema. Seguramente tú ya habrás escrito unas diez mil.

– No, pero ya casi tengo terminado el primer borrador y espero tener la redacción definitiva para cuando volvamos en enero.

– El plazo límite para Yale es en febrero; bien podrías considerar la posibilidad de intervenir en la obra. Al menos podrías ir a la prueba. Después de todo, no tiene por qué ser el papel principal.

Nat pensó en el consejo de su amigo mientras untaba una buena cantidad de mantequilla en una tostada. Tom tenía razón, por supuesto, pero Nat creía que aquello podría distraerlo de su principal objetivo: conseguir una beca para Yale. Contempló a través de la ventana la amplia extensión de terreno de la finca y se preguntó cómo sería tener a unos padres para quienes no fueran motivo de preocupación pagar las mensualidades de la escuela, darle dinero para sus gastos o si su hijo podría conseguir un empleo durante las vacaciones de verano.

– ¿Te interesa leer la parte de algún personaje en particular, Nat? -preguntó el señor Thompson mientras miraba al muchacho de un metro ochenta y cinco de estatura, abundante cabellera negra y cuyos pantalones siempre parecían quedarle cortos.

– Antonio, o posiblemente Orsino -contestó Nat.

– Orsino es perfecto para ti -opinó el señor Thompson-, pero había pensado en tu amigo, Tom Russell, para ese personaje.

– Difícilmente podría hacer de Malvolio -señaló Nat, y se echó a reír.

– No, Elliot sería mi candidato para Malvolio -afirmó el señor Thompson con una sonrisa desabrida. El señor Thompson, como muchos otros en Taft, había deseado que Nat fuera el representante de los estudiantes-. Lamentablemente no estaba disponible, mientras que a ti, en realidad, lo que mejor te va es el personaje de Sebastián.

Nat quiso protestar, aunque en su primera lectura de la obra había visto que la interpretación del personaje sería todo un desafío. Sin embargo, la longitud de los parlamentos le exigiría horas de estudio, por no mencionar el tiempo dedicado a los ensayos. El señor Thompson percibió la reticencia del alumno.

– Creo que es el momento de apelar al soborno, Nat.

– ¿Soborno, señor?

– Sí, muchacho. Verás, el director de admisiones en Yale es uno de mis más viejos amigos. Estudiamos juntos humanidades en Princeton y todos los años pasa un fin de semana conmigo. Creo que este año lo invitaré a que venga el fin de semana que representaremos la obra. -Hizo una pausa-. Eso, claro está, contando con que estés dispuesto a interpretar a Sebastián. -Nat no respondió-. Ah, veo que el soborno no es suficiente con alguien con unos muy elevados principios morales, así que me veré obligado a rebajarme a la corrupción.

– ¿La corrupción, señor?

– Sí, Nat, la corrupción. Habrás visto que hay tres personajes femeninos en la obra: la hermosa Olivia, su hermana gemela Viola y la gruñona María, aparte de las secundarias, y no olvidemos que todas se enamoran de Sebastián. -Nat se mantuvo en silencio-. Y mi colega en la escuela Miss Porter -añadió el señor Thompson, que enseñó su carta de triunfo- me ha propuesto que vaya allí el sábado con un chico para que lea las partes masculinas mientras nosotros decidimos quiénes participarán en la selección de los personajes femeninos. -Hizo otra pausa-. Ah, veo que finalmente he conseguido captar tu atención.

– ¿Crees que es posible amar a una misma persona durante toda tu vida? -preguntó Annie.

– Si eres lo bastante afortunado como para encontrar a la persona adecuada, ¿por qué no? -replicó Fletcher.

– Sospecho que cuando te marches a Yale en el otoño te verás rodeado de tantas mujeres inteligentes y hermosas, que te olvidarás de mí.

– Ni hablar -dijo Fletcher. Se sentó a su lado en el sofá y le rodeó los hombros con el brazo-. En cualquier caso, no tardarán mucho en descubrir que estoy enamorado de otra; cuando tú vayas a Vassar, sabrán el motivo.

– Pero para eso todavía falta un año -protestó Annie-, y para entonces…

– Calla. ¿No te has dado cuenta de que todos los hombres que te conocen inmediatamente tienen celos de mí?

– No, no me he dado cuenta -respondió ella sinceramente.

Fletcher miró a la chica de la que se había enamorado cuando ella tenía el pecho plano y un aparato en los dientes. Incluso entonces había sido incapaz de resistirse al encanto de su sonrisa, los cabellos negros, heredados de una abuela irlandesa, y los ojos azul acero de la rama sueca de la familia. En la actualidad, cuatro años más tarde, el tiempo había añadido una grácil silueta y unas piernas que hacían que Fletcher agradeciera la nueva moda de las minifaldas. Annie apoyó una mano en el muslo de Fletcher.

– ¿Estás enterado de que la mitad de las chicas de mi curso ya no son vírgenes?

– Eso me ha dicho Jimmy.

– Es el más indicado para saberlo. -Annie guardó silencio un momento-. Cumpliré los diecisiete el mes que viene y tú nunca has hablado…

– Lo he pensado infinidad de veces, claro que sí -afirmó Fletcher mientras ella movía el cuerpo de forma tal que su mano le tocara los pechos-, pero cuando ocurra, quiero que sea fantástico para los dos y no un motivo de arrepentimiento.

Annie apoyó la cabeza en su hombro.

– Para mí nunca será un motivo de arrepentimiento.

Ella subió un poco más la mano y Fletcher la abrazó.

– ¿A qué hora regresarán tus padres?

– Alrededor de la medianoche. Están en una de esas recepciones interminables que tanto les gustan a los políticos.

Fletcher no se movió mientras Annie comenzaba a desabrocharse la blusa. Cuando llegó al último botón, la deslizó por los hombros y dejó que cayera al suelo.

– Creo que es tu turno -le dijo Annie.

Fletcher se desabrochó rápidamente la camisa y se la quitó. Annie se puso de pie y lo miró, encantada al descubrir el súbito poder que parecía ejercer sobre él. Se bajó la cremallera sin prisas como había visto hacer a Julie Christie en Darling. Como la señorita Christie, no se había preocupado en ponerse una enagua.

– Creo que es tu turno -repitió Annie.

«Oh, Dios mío -pensó Fletcher-. No me atrevo a quitarme los pantalones.» Se quitó los zapatos y los calcetines.

– Eso es hacer trampas -exclamó Annie, que ya se había quitado los zapatos incluso antes de que Fletcher supiera lo que se traía entre manos.

Él se quitó los pantalones y la muchacha se echó a reír. Fletcher se ruborizó cuando miró hacia abajo.

– Es muy agradable saber que puedo hacer eso por ti -añadió Annie.

– ¿Sería posible que te concentraras en el diálogo, Nat? -preguntó el señor Thompson, sin preocuparse en disimular el sarcasmo-. Comienza por «Pero aquí llega la dama».

Rebecca, incluso vestida con el uniforme escolar, destacaba entre todas las chicas que el señor Thompson había reunido para la prueba. La alta y delgada joven con una larga cabellera rubia que le caía sobre los hombros mostraba una confianza en sí misma que cautivó a Nat y una sonrisa que provocó una respuesta instantánea. Cuando ella le devolvió la sonrisa, el muchacho desvió la mirada, avergonzado de haberse extralimitado. Todo lo que sabía de ella era su nombre.

– «¿Qué hay en un nombre?» -dijo.

– Te equivocas de obra, Nat. Inténtalo de nuevo.

Rebecca Armitage esperó mientras Nat se liaba con las palabras.

– «Pero aquí llega la dama…»

Rebecca estaba sorprendida porque cuando le había escuchado antes desde el fondo de la sala, él había parecido muy seguro de sí mismo. Miró su texto y leyó:

– «No me culpes por mis prisas. Si me quieres bien, ven ahora conmigo y este hombre santo a la capilla: allí, ante él y debajo del techo consagrado, júrame toda la seguridad de tu fe; que mi muy celosa y muy desconfiada alma podrá vivir en paz. Él la ocultará mientras tú estés dispuesto a que se vea, cuál será la hora de nuestra celebración de acuerdo con mi nacimiento. ¿Qué dices?».

Nat no dijo nada.

– Nat, ¿has pensado en intervenir? -preguntó el señor Thompson-. ¿No crees que deberías darle la oportunidad a Rebecca de por lo menos leer algunas líneas más? Admito que la mirada de adoración es perfecta y que algunos creerían que eso es actuar, pero en este caso lo nuestro no es una obra para mimos. Quizá haya una o dos personas entre el público que incluso asistan con la intención de escuchar las conocidas palabras del señor Shakespeare.

– Sí, señor, lo siento, señor -respondió Nat y volvió a mirar el texto-. «Seguiré a este hombre santo e iré contigo, y después de jurar la verdad, siempre será la verdad.»

– «Entonces enséñanos el camino, mi buen padre; y que el cielo resplandezca, para que ellos tomen buena nota de mis actos.»

– Muchas gracias, señorita Armitage, no creo que necesite escuchar nada más.

– Pero si ha estado maravillosa -protestó Nat.

– Ah, veo que puedes decir una frase entera sin pausas -dijo el señor Thompson-. Es muy satisfactorio descubrirlo a estas alturas; claro que no tenía idea de que quisieras ser el director además de interpretar al personaje central. Sin embargo, Nat, creo que ya he decidido quién interpretará a la hermosa Olivia.

Nat observó a Rebecca que abandonaba el escenario a toda prisa.

– ¿Qué le parece como Viola? -insistió el muchacho.

– No, si he comprendido la trama correctamente, Nat, Viola es tu hermana melliza y afortunada o desafortunadamente, Rebecca no se parece en nada a ti.

– Entonces María. Podría ser una María maravillosa.

– No lo dudo, pero Rebecca es demasiado alta para interpretar a María.

– ¿Ha pensado en representar a Festo como una mujer? -preguntó Nat.

– No, Nat, sinceramente no lo he pensado, en parte porque no tengo tiempo de reescribir todo el texto.

Nat no advirtió que Rebecca se había ocultado detrás de una columna, en un intento por disimular su vergüenza mientras él continuaba insistiendo.

– ¿Qué le parece como la doncella en la casa de Olivia?

– ¿Qué pasa con ella?

– Rebecca podría ser una doncella fantástica.

– Estoy seguro, pero no puede interpretar a Olivia y ser su doncella al mismo tiempo. Alguno de los espectadores podría darse cuenta. -Nat abrió la boca pero no dijo nada-. Ah, al fin un poco de silencio, aunque tengo plena confianza en que esta noche reescribirás toda la obra para asegurarte de que Olivia tenga varias escenas nuevas con Sebastián que el señor Shakespeare ni siquiera se planteó. -Nat oyó una risita detrás de la columna-. ¿Tienes alguna otra propuesta para la doncella, Nat, o puedo continuar con la selección de los actores?

– Lo siento, señor -dijo Nat-. Lo siento.

El señor Thompson subió al escenario, le sonrió a Nat y luego le susurró:

– Si pensabas hacerte el duro, Nat, debo decirte que la has fastidiado. Te has mostrado más dispuesto que una prostituta en un casino de Las Vegas. Te interesará saber que la obra escogida para el año que viene es La fierecilla domada, cuya historia me parece más adecuada para tu caso. Cuán diferente hubiese sido tu vida de haber nacido un año más tarde… Así y todo, buena suerte con la señorita Armitage.

– El chico debe ser expulsado -manifestó el señor Fleming-. No hay ningún otro castigo más apropiado.

– Señor, Pearson solo tiene quince años -alegó Fletcher- y se disculpó con la señora Appleyard inmediatamente.

– Era lo mínimo que podía hacer -señaló el capellán, quien hasta el momento no había dado su opinión.

– En cualquier caso -añadió el director, mientras se levantaba-, ¿te imaginas el efecto en la disciplina de la escuela si se llegara a saber que puedes insultar a la esposa de un maestro y salir bien librado?

– ¿Es posible que decir «condenada tía» condicione todo el futuro del chico?

– Esa es la consecuencia de los malos modales -replicó el director-; así al menos estaremos seguros de que aprenderá la lección.

– ¿Qué es lo que aprenderá? -preguntó Fletcher-. ¿Que en la vida se cometen errores o que nunca se debe insultar a nadie?

– ¿Por qué lo defiendes con tanta vehemencia?

– En la primera lección que le oí dar, señor, nos dijo que no levantarse y protestar cuando se cometía una injusticia era un acto de cobardía.

El señor Fleming miró al capellán, quien no hizo comentario alguno. Recordaba la clase muy bien. Después de todo, repetía invariablemente el mismo texto todos los años.

– ¿Puedo hacerle una pregunta impertinente? -le preguntó Fletcher al capellán.

– Sí -respondió el doctor Wade, un poco a la defensiva.

– ¿No ha sentido usted nunca el deseo de maldecir a la señora Appleyard? Porque yo sí, varias veces.

– Esa es la cuestión, Fletcher, tú has sabido contenerte. Pearson no lo hizo y por tanto debe ser castigado.

– Si el castigo tiene que ser la expulsión, señor, entonces me veo en la obligación de dimitir como representante de los estudiantes, porque la Biblia nos dice que el pensamiento es tan malo como el hecho.

Los dos hombres lo miraron, incrédulos.

– ¿Por qué, Fletcher? Sin duda eres consciente de que si dimites podrías poner en peligro tus posibilidades de ingreso en Yale.

– La clase de persona capaz de permitir que algo así le influya no se merece ocupar una plaza en Yale.

La afirmación los dejó tan pasmados que tardaron unos momentos en reaccionar.

– ¿No te parece una actitud un tanto radical? -quiso saber el capellán.

– No lo es para el chico en cuestión, doctor Wade, y no estoy dispuesto a quedarme de brazos cruzados mientras sacrifican a ese alumno en aras de una mujer a quien le divierte mortificar a los chicos más pequeños.

– ¿Estás dispuesto a dimitir de tu cargo de representante estudiantil solo para demostrar que tienes razón? -le preguntó el director.

– No hacerlo, señor, sería casi repetir lo que hizo su generación en los años de McCarthy.

Otro largo silencio siguió a estas palabras; de nuevo fue el capellán quien lo rompió.

– ¿El chico se disculpó personalmente con la señora Appleyard?

– Sí, señor, y después le envió una carta en el mismo sentido.

– Entonces quizá estar a prueba durante el resto del semestre podría ser más adecuado -dictaminó el director con una mirada al capellán.

– Junto con la pérdida de todos los privilegios, incluidos los permisos de fin de semana, hasta nuevo aviso -añadió el doctor Wade.

– ¿Consideras que es un acuerdo justo, Fletcher? -El director lo miró con las cejas enarcadas.

Esta vez le tocó a Fletcher permanecer en silencio.

– Tendrás que aprender a negociar en la vida, Fletcher -intervino el capellán-, si esperas ser un político de éxito.

Fletcher no respondió inmediatamente, sino que se tomó un momento de reflexión.

– Acepto su juicio, doctor Wade -manifestó. Después miró al director y añadió-: Muchas gracias por su indulgencia, señor.

– Gracias a ti, Fletcher -respondió el señor Fleming cuando el representante de los estudiantes se levantó para abandonar el despacho.

– Sabiduría, coraje y convicción son virtudes poco habituales en un adulto -comentó el director en voz baja cuando se cerró la puerta-, pero verlas todas en un muchacho…

– ¿Cuál es su explicación, señor Cartwright? -preguntó el decano de la junta de admisiones de Yale.

– No tengo ninguna, señor -admitió Nat-. Tiene que tratarse de una coincidencia.

– Es demasiada coincidencia -señaló el decano de temas académicos- que gran parte de su trabajo sobre Clarence Darrow sea idéntico palabra por palabra con el de otro alumno de su clase.

– ¿Cuál es su explicación?

– Dado que presentó su trabajo una semana antes que el suyo y que estaba manuscrito mientras que el suyo estaba mecanografiado, no hemos considerado necesario pedirle una explicación.

– ¿Por casualidad su nombre no será Ralph Elliot? -preguntó Nat.

Ninguno de los miembros de la junta respondió a la pregunta.

– ¿Cómo consiguió hacerlo? -le preguntó Tom cuando Nat regresó a Taft a última hora de la tarde.

– Tuvo que copiar mi trabajo mientras yo estaba en los ensayos de Noche de Reyes en Miss Porter.

– Así y todo, necesitaría sacar el trabajo de tu habitación.

– Algo que no debió de ser muy difícil -opinó Nat-. Si no lo cogió de la mesa, lo sacó del archivador. Estaba guardado en una carpeta con el nombre de Yale.

– Lo que tú quieras, pero se arriesgó mucho si entró en tu habitación mientras estabas ausente.

– No, si eres el representante de los estudiantes. No olvides que está a cargo del lugar, nadie le pregunta lo que hace. Tuvo tiempo más que sobrado para copiar el texto y devolver el original a mi habitación sin que nadie lo advirtiera.

– ¿Qué ha decidido la junta?

– Gracias a que el director me brindó todo su apoyo y más, Yale ha decidido aplazar mi solicitud para el año que viene.

– O sea, que Elliot se ha salido con la suya una vez más.

– No, te equivocas -replicó Nat, con voz firme-. El director dedujo lo que tuvo que ocurrir, porque Yale también le ha negado la plaza a Elliot.

– Eso solo posterga el problema para el año que viene -opinó Tom.

– Afortunadamente no es así -manifestó Nat, que sonrió por primera vez-. El señor Thompson también decidió tomar cartas en el asunto y llamó al jefe de admisiones, con el resultado de que Yale no le volverá a ofrecer a Elliot la oportunidad de inscribirse.

– El bueno de Thomo -exclamó Tom-. ¿Qué piensas hacer con el año que tienes por delante? ¿Te unirás al Cuerpo de Paz?

– No, tengo la intención de pasarlo en la Universidad de Connecticut.

– ¿Qué se te ha perdido allí? -preguntó Tom-. Podrías…

– Es la primera opción de Rebecca.

12

El rector de Yale miró al millar de nuevos alumnos. En el plazo de un año, algunos de ellos descubrirían que los estudios eran demasiado arduos y se trasladarían a otras universidades; otros sencillamente renunciarían a sus carreras. Fletcher Davenport y Jimmy Gates estaban en la sala y escuchaban con atención todas y cada una de las palabras que les dirigía el rector Waterman.

– No desperdiciéis ni un solo momento de vuestro tiempo mientras estéis en Yale, o lamentaréis durante el resto de vuestras vidas no haber aprovechado todas las ventajas que os ofrece esta universidad. Los tontos se marchan de Yale solo con un título debajo del brazo, el hombre sabio lo hará con los conocimientos necesarios para enfrentarse a cualquier obstáculo que le presente la vida. Aprovechad todas las oportunidades que se os ofrecen. No tengáis miedo a ningún desafío y si fracasáis, no hay ninguna razón para sentirse avergonzado. Aprenderéis mucho más de vuestros errores que de vuestros triunfos. No tengáis miedo de vuestro destino. No tengáis miedo a nada. Poned en cuestión cualquier autoridad y no dejéis que se diga de vosotros: «Caminé por un sendero pero nunca dejé ninguna huella».

El rector de Yale volvió a su asiento después de casi una hora de discurso y todos los alumnos se pusieron de pie para dedicarle una estruendosa ovación. Trent Waterman, que no era partidario de tales efusiones, abandonó el estrado inmediatamente.

– Creía que tú no te sumarías a la ovación -le comentó Fletcher a su amigo mientras salían de la sala-. Si no recuerdo mal tus palabras fueron: «Solo porque todo el mundo lo ha hecho durante los últimos diez años, eso no quiere decir que deba sumarme a la tropa».

– Lo admito. Estaba en un error -respondió Jimmy-. Fue incluso más impresionante de lo que mi padre dijo que sería.

– Estoy seguro de que tu respaldo le quitará un peso de encima al señor Waterman -le dijo Fletcher.

Jimmy apenas le escuchó, atento como estaba a la presencia de una joven cargada con un montón de libros que caminaba unos pocos pasos por delante de ellos.

– Aprovecha todas las oportunidades -le susurró Jimmy al oído.

Fletcher se preguntó si debía evitar que su amigo hiciera el ridículo más total, o dejarlo abandonado a su suerte.

– Hola, soy Jimmy Gates. ¿Me permites que te ayude con los libros?

– ¿Qué tiene pensado, señor Gates? ¿Llevarlos o leérmelos? -le contestó la mujer sin detenerse.

– Para empezar pensaba en llevarlos y después ¿por qué no dejamos que las cosas sigan su curso?

– Señor Gates, tengo dos normas que cumplo a rajatabla: no salir con un nuevo estudiante ni con un pelirrojo.

– ¿No crees que ha llegado el momento de saltarte las dos? Después de todo, el rector acaba de decirnos que nunca debemos tener miedo a un nuevo desafío.

– Jimmy -intervino Fletcher-, creo…

– Ah, sí, este es mi amigo Fletcher Davenport. Es un tipo muy listo, así que él podría ayudarte con la lectura.

– No lo creo, Jimmy.

– Como puedes ver, también es muy modesto.

– Un problema que a usted no le afecta, señor Gates.

– Desde luego que no. Por cierto, ¿cómo te llamas?

– Joanna Palmer.

– Es evidente que tú no eres una de las nuevas alumnas, Joanna.

– No, no lo soy.

– Entonces eres la persona ideal para ayudarme y socorrerme.

– ¿Qué tiene pensado? -preguntó la señorita Palmer, mientras subían las escalinatas de Sudler Hall.

– ¿Qué te parece invitarme a cenar esta noche? Así me pones al corriente de todo lo que debo saber de Yale -propuso Jimmy, cuando se detuvieron delante de la puerta del anfiteatro-. Eh. -Se volvió hacia Fletcher-. ¿No es aquí donde teníamos que venir?

– Así es. Intenté advertirte.

– ¿Advertirme? ¿De qué? -preguntó Jimmy, mientras abría la puerta para que entrara la señorita Palmer.

La siguió sin perder un segundo con la intención de sentarse a su lado. El súbito silencio de los alumnos que ya se encontraban en el recinto sorprendió a Jimmy.

– Le pido disculpas en nombre de mi amigo, señorita Palmer -susurró Fletcher-. Le aseguro que tiene un corazón de oro.

– Y por lo que se ve, empuje no le falta -replicó Joanna-. Por cierto, no se lo diga, pero me halagó muchísimo que me confundiera con una alumna.

Joanna Palmer dejó la pila de libros en la mesa y se volvió para mirar el abarrotado anfiteatro.

– La Revolución francesa marca el inicio de la historia moderna europea -comenzó mientras los alumnos la miraban embelesados-. Estados Unidos ya había destronado a un monarca -hizo una pausa-, sin tener que cortarle la cabeza… -Su mirada recorrió los bancos mientras los alumnos se reían, hasta que dio con Jimmy Gates. Él le guiñó un ojo.

Cruzaron el campus para asistir a su primera clase, cogidos de la mano. Se habían hecho amigos durante los ensayos de la obra, inseparables en la semana de representaciones y ambos perdieron juntos la virginidad en las vacaciones de primavera. Cuando Nat le dijo a su amante que no iría a Yale, sino que estaría con ella en la Universidad de Connecticut, Rebecca se sintió culpable por la felicidad que le produjo la noticia.

A Susan y Michael Cartwright les gustó Rebecca desde el momento que la vieron y su desilusión ante el hecho de que Nat tendría que esperar un año para ser admitido en Yale se aminoró al ver a su hijo tan tranquilo por primera vez en su vida.

La primera clase en Buckley Hall era de literatura norteamericana y la daba el profesor Hayman. Durante las vacaciones de verano, Nat y Rebecca habían leído a todos los autores citados en la lista: James, Faulkner, Hemingway, Fitzgerald y Bellow, y después hablaron ampliamente de Washington Square, Las uvas de la ira, Por quién doblan las campanas, El gran Gatsby y Herzog. Por tanto, el martes por la mañana, cuando ocuparon sus asientos en el aula, estaban seguros de estar bien preparados. En cuanto el profesor Hayman comenzó sus explicaciones, ambos comprendieron que solo habían leído los textos y poco más. No habían tenido en cuenta las diferentes influencias que el nacimiento, la crianza, la educación, la religión y las puras circunstancias habían ejercido en sus obras, ni tampoco habían pensado para nada en el hecho de que el don de la narración no era algo reservado a ninguna clase social, raza o credo particular.

– Tomemos, por ejemplo, a Scott Fitzgerald -continuó el profesor-, en el cuento «Bernice se corta los cabellos»…

Nat apartó un momento la mirada de sus apuntes y vio la nuca. Le entraron náuseas. Dejó de escuchar las opiniones del profesor Hayman referentes a Fitzgerald y continuó mirando durante algún tiempo antes de que el alumno se volviera para hablar con su vecino. Los peores temores de Nat se vieron confirmados. Ralph Elliot no solamente se encontraba en la misma universidad, sino que incluso asistía al mismo curso. Casi como si hubiese tenido el presentimiento de que le observaban, Elliot se volvió súbitamente. No hizo ningún caso de Nat, porque toda su atención parecía concentrada en Rebecca. Nat la miró, pero ella estaba demasiado atenta a las notas que tomaba referentes a los graves problemas con la bebida que había tenido Fitzgerald durante su estancia en Hollywood como para darse cuenta del muy claro interés de Elliot.

Nat esperó a que Elliot abandonara el aula antes de recoger sus libros y levantarse.

– ¿Quién era ese que no dejaba de volverse para mirarte? -le preguntó Rebecca cuando se dirigían al comedor.

– Se llama Ralph Elliot. Estábamos en el mismo curso en Taft y creo que te miraba a ti, no a mí.

– Es muy guapo -opinó Rebecca con una amplia sonrisa-. Me recuerda un poco a Jay Gatsby. ¿Es él el chico que según el señor Thompson hubiese sido un buen Malvolio?

– A su medida, creo que fueron las palabras exactas de Thomo.

Durante la comida, Rebecca insistió para que Nat le contara más cosas de Elliot, pero él le contestó que no había gran cosa que decir e intentó inútilmente cambiar de tema.

Si disfrutar de la compañía de Rebecca significaba estar en la misma universidad con Ralph Elliot, entonces tendría que aprender a soportarlo.

Elliot no asistió a la clase de la tarde sobre la influencia española en las colonias y cuando llegó la hora de acompañar a Rebecca hasta su habitación, Nat prácticamente se había olvidado de la desagradable presencia de su viejo rival.

Los dormitorios de las chicas estaban en el campus sur y el consejero de los estudiantes de primero le había advertido a Nat que iba contra las normas la presencia de los varones en los dormitorios después del anochecer.

– El tipo que redactó las normas -comentó Nat, mientras yacía junto a Rebecca en la cama individual- debía de creer que los estudiantes solo podían disfrutar del sexo en la oscuridad.

Rebecca soltó una carcajada y se puso el jersey.

– Eso significa que durante el semestre de primavera no tendrás que volver a tu habitación hasta las nueve -señaló la muchacha.

– Quizá las normas me permitirán quedarme contigo después del semestre de verano -dijo Nat, sin dar más explicaciones.

Durante el primer semestre, Nat apenas tuvo ningún contacto con Ralph Elliot. Resultó un alivio comprobar que su rival no tenía ningún interés por las carreras a campo través, el teatro o la música. Por tanto, se sorprendió cuando lo vio conversando con Rebecca delante de la capilla el último domingo del semestre. Elliot se alejó rápidamente en cuanto vio que Nat se aproximaba.

– ¿Qué quería? -preguntó Nat a la defensiva.

– Solo me hablaba de sus ideas para mejorar el claustro de estudiantes. Se presentará para delegado de los estudiantes de primero y quería saber si tú tenías la intención de presentarte.

– No, no pienso hacerlo -contestó Nat muy decidido-. Ya he tenido más que suficiente con una campaña.

– Creo que es una lástima -señaló Rebecca; apretó la mano de Nat-. Sé de muchos de nuestro curso que confían en que te presentarás.

– No mientras él concurra a las elecciones.

– ¿Por qué le odias tanto? -le preguntó Rebecca-. ¿Solo porque te derrotó en aquellas ridículas elecciones en la secundaria? -Nat miró a Elliot, que mantenía una conversación muy animada con un grupo de alumnos, con la misma sonrisa falsa de siempre y sin duda haciendo las mismas imposibles promesas-. ¿No crees posible que quizá haya cambiado?

Nat no se molestó en responderle.

– Muy bien -anunció Jimmy-, las primeras elecciones en las que te puedes presentar serán para elegir a los delegados estudiantiles, en el claustro de Yale.

– Esperaba no tener que participar en ninguna campaña durante mi primer curso -protestó Fletcher- y concentrarme en los estudios.

– Es algo que no te puedes permitir -declaró Jimmy.

– ¿Se puede saber por qué no?

– Porque las estadísticas demuestran que todo aquel que es elegido para formar parte del claustro en su primer curso tiene casi todas las probabilidades de convertirse en representante tres años más tarde.

– Quizá no quiera ser el representante del claustro -manifestó Fletcher, con una amplia sonrisa.

– Quizá Marilyn Monroe no quería ganar un Oscar -replicó Jimmy, y sacó un libro de su cartera.

– ¿Qué es eso?

– Las fotos de los alumnos de primero; los mil veintiuno que hay.

– Ya veo que una vez más has comenzado la campaña sin consultar con el candidato.

– Tenía que hacerlo, porque no me puedo permitir esperar cruzado de brazos a que tú acabes de decidirte. He estado haciendo algunas averiguaciones y he descubierto que casi no tienes ninguna posibilidad de ser considerado como candidato al claustro si no eres uno de los oradores en el debate de los alumnos de primero que tiene lugar en la sexta semana.

– ¿Cómo es eso?

– Porque es la única ocasión en que todos los alumnos de primero se reúnen en una misma sala y tienen la oportunidad de escuchar a los posibles candidatos.

– ¿Qué hay que hacer para que te seleccionen como orador en el debate?

– Depende del lado de la moción que quieras apoyar.

– Sí, muy bien. ¿Cuál es la moción?

– Me complace ver que por fin comienza a interesarte el desafío, porque ahí tenemos el segundo problema. -Jimmy sacó una octavilla de uno de los bolsillos interiores de la americana y leyó el tema del debate: Estados Unidos debería retirarse de la guerra de Vietnam.

– No veo cuál es el problema -opinó Fletcher-. Estoy más que dispuesto a oponerme a esa moción.

– Ese es el problema -exclamó Jimmy-. Cualquiera que se oponga es historia, incluso si tiene la pinta de Kennedy y la labia de Churchill.

– Si soy capaz de presentar un buen alegato, quizá consideren que soy la persona adecuada para representarlos en el consejo.

– Por muy persuasivo que seas, Fletcher, seguirá siendo un suicidio, porque casi todos los estudiantes están contra la guerra. ¿Por qué no dejar que lo haga algún loco que nunca quiso que lo eligieran?

– Eso me recuerda a mí mismo -replicó Fletcher- y en cualquier caso, quizá crea…

– No me importa lo que creas -le interrumpió Jimmy-. Mi único interés es que salgas elegido.

– Jimmy, ¿careces de escrúpulos morales?

– ¿Cómo podría tenerlos? -respondió Jimmy en el acto-. Mi padre es un político y mi madre agente de la propiedad inmobiliaria.

– A pesar de tu pragmatismo, no me veo capaz de hablar en favor de esa moción.

– Entonces estás condenado a una vida de incesantes estudios y tener a mi hermana de la manita.

– No me parece nada mal, sobre todo cuando tú pareces del todo incapaz de mantener una relación seria con una mujer durante más de veinticuatro horas.

– Esa no es la opinión de Joanna Palmer -afirmó Jimmy, para gran diversión de su compañero.

– ¿Qué hay de tu otra amiga, Audrey Hepburn? Hace tiempo que no la veo por el campus.

– Yo tampoco, pero solo es cuestión de tiempo que acabe conquistando el corazón de la señorita Palmer.

– Solo en tus sueños, Jimmy.

– A su debido momento vendrás a pedirme perdón de rodillas, hombre de poca fe, y te aviso que será antes de tu desastrosa aportación al debate de los alumnos de primero.

– No me harás cambiar de opinión, Jimmy, porque si tomo parte en el debate, me opondré a la moción.

– Te gusta ponerme las cosas difíciles, ¿no es así, Fletcher? Por lo menos, hay una cosa clara: los organizadores agradecerán tu participación.

– ¿Cómo es eso?

– Porque no han encontrado a nadie con aspiraciones a candidato dispuesto a hablar en contra de la retirada.

– ¿Estás segura? -preguntó Nat, en voz baja.

– Sí, del todo -contestó Rebecca.

– Entonces tendremos que casarnos lo antes posible.

– ¿Por qué? Estamos en los sesenta, la era de los Beatles, la marihuana y el amor libre. Por tanto, ¿por qué no puedo abortar?

– ¿Es eso lo que quieres? -replicó Nat, incrédulo.

– No sé lo que quiero -admitió Rebecca-. Acabo de enterarme esta mañana. Necesito un poco más de tiempo para pensarlo.

– Me casaré contigo hoy mismo si me aceptas. -Nat le cogió una mano.

– Sé que lo harías -dijo Rebecca, y le apretó la mano-, pero debemos enfrentarnos al hecho de que esta decisión afectará al resto de nuestras vidas. No es algo que debamos decidir a la ligera.

– Tengo una responsabilidad moral contigo y con el bebé.

– Pues yo tengo que pensar en mi futuro -replicó Rebecca.

– Quizá tendríamos que contárselo a nuestros padres y ver cómo reaccionan.

– Eso es lo último que se me ocurriría hacer. Tu madre querría que nos casáramos esta misma tarde y mi padre se presentaría en el campus con una escopeta debajo del brazo. No, quiero que me prometas que no le dirás a nadie que estoy embarazada y mucho menos a nuestros padres.

– ¿Por qué? -quiso saber Nat.

– Porque hay otro problema.

– ¿Qué tal va el discurso?

– Acabo de terminar el tercer borrador -respondió Fletcher alegremente- y te hará muy feliz saber que probablemente me convertirá en el estudiante más impopular del campus.

– Está visto que te gusta complicarme la faena.

– Imposible es mi objetivo final -admitió Fletcher-. Por cierto, ¿contra quién nos enfrentamos?

– Un tipo llamado Tom Russell.

– ¿Qué has averiguado de él?

– Fue a Taft.

– Eso significa que tenemos una ventaja -manifestó Fletcher, con una sonrisa.

– No, me temo que no. Lo conocí anoche en Mory’s y te puedo decir que es brillante y popular. Le cae bien a todo el mundo.

– ¿Tenemos algo que nos pueda ayudar?

– Sí, confesó que no le entusiasma el debate. Preferiría dar su apoyo a otro candidato, si aparece alguno adecuado. Se ve más a él mismo como director de campaña que como líder.

– Entonces quizá tendríamos que pedirle a Tom que se una a nuestro equipo -opinó Fletcher-. Todavía estoy buscando un director de campaña.

– Por divertido que te resulte, me ofrecía a mí el trabajo.

Fletcher miró a su amigo.

– ¿Hizo tal cosa?

– Sí.

– Por lo que se ve, tendré que tomármelo en serio, ¿no? -Fletcher guardó silencio unos instantes-. Quizá tendríamos que comenzar con un repaso de mi discurso esta misma noche y luego tú me dirás si…

– Esta noche, imposible -le interrumpió Jimmy-. Joanna me ha invitado a cenar en su casa.

– Ah, sí, eso me recuerda que yo tampoco puedo. Jackie Kennedy me ha pedido que la acompañe esta noche al Met. [1]

– Ahora que lo mencionas, Joanna quiere saber si tú y Annie querríais venir a tomar una copa con nosotros el próximo jueves. Le dije que mi hermana vendría desde New Haven para asistir al debate.

– ¿Hablas en serio?

– Si decides venir, por favor, dile a Annie que no se enrolle demasiado, porque a Joanna y a mí nos gusta estar en la cama a las diez.

Nat encontró la nota manuscrita que Rebecca había pasado por debajo de la puerta de su habitación y sin perder ni un segundo, cruzó el campus a la carrera, mientras se preguntaba cuál sería el motivo de la urgencia.

Cuando entró en su habitación, ella se apartó para impedir que la besara y sin dar ninguna explicación cerró la puerta con llave. Nat se sentó junto a la ventana y Rebecca en los pies de la cama.

– Nat, tengo que decirte algo que he estado evitando durante los últimos días. -Nat solo asintió, al ver lo mucho que le costaba hablar a Rebecca. Siguió un silencio que se le hizo interminable-. Nat, sé que me odiarás por esto…

– Soy incapaz de odiarte -afirmó Nat y la miró directamente a los ojos.

Ella le sostuvo la mirada, pero luego agachó la cabeza.

– No estoy segura de que tú seas el padre.

Nat se sujetó a los bordes de la silla con tanta fuerza que se le agarrotaron las manos.

– ¿Cómo es posible? -acabó por preguntar.

– Aquel fin de semana que fuiste a Pensilvania para participar en la carrera, acabé en una fiesta y creo que bebí demasiado. -La joven hizo otra pausa-. Ralph Elliot apareció en la fiesta y no recuerdo gran cosa después de aquello, excepto que me desperté por la mañana y me lo encontré durmiendo a mi lado.

Esta vez le tocó a Nat no hablar durante unos minutos.

– ¿Le has dicho que estás embarazada?

– No. ¿Para qué? Apenas me ha dirigido la palabra desde entonces.

– Mataré a ese cabrón -exclamó Nat y se levantó de la silla.

– No creo que eso sea de mucha ayuda -opinó Rebecca, en voz baja.

– En cualquier caso, lo sucedido no cambia nada -afirmó Nat, que se acercó para abrazarla-, porque todavía quiero casarme contigo. Piensa que es mucho más probable que sea hijo mío.

– Nunca estarás seguro.

– Eso no representa ningún problema para mí.

– Pero sí lo es para mí -replicó Rebecca-, porque hay algo más que no te he dicho.

Nada más entrar en Woolsy Hall, que estaba lleno hasta los topes, Fletcher lamentó no haber hecho caso del consejo de Jimmy. Ocupó su lugar en la silla opuesta a la de Tom, quien lo saludó con una afectuosa sonrisa, mientras un millar de estudiantes comenzaba a cantar: «Eh, eh, L.B.J., ¿a cuántos chicos has matado hoy?».

Fletcher miró a su oponente cuando Russell se levantó para abrir el debate. Tom fue saludado con una estruendosa ovación incluso antes de que abriera la boca. Para su gran sorpresa parecía estar tan nervioso como él; las gotas de sudor perlaban su frente.

La multitud guardó silencio en el momento que Tom comenzó su discurso, pero no había dicho más de dos palabras cuando estallaron los gritos de protesta.

– Lyndon Johnson… -esperó-. Lyndon Johnson nos ha dicho que es el deber de Estados Unidos derrotar a los norvietnamitas y salvar al mundo del avance comunista. Yo digo que es el deber del presidente no sacrificar la vida de ni un solo norteamericano en aras de una doctrina que, con el tiempo, acabará por derrotarse a sí misma.

Una vez más la multitud estalló, esta vez en una sonora ovación, y Tom tuvo que esperar casi un minuto antes de poder continuar. En realidad el resto de su discurso se vio interrumpido tantas veces por las ovaciones que no había llegado ni a la mitad cuando se le acabó el tiempo asignado.

Los aplausos dieron paso a la rechifla en el momento que Fletcher se levantó de la silla. Ya había decidido que ese sería el primer y último discurso en público. Esperó en vano a que se hiciera el silencio y cuando alguien le gritó: «Venga, comienza de una vez», pronunció las primeras palabras.

– Griegos, romanos e ingleses… todos asumieron, cuando fue su momento, la responsabilidad del liderazgo mundial.

– ¡Ese no es motivo para que lo hagamos nosotros! -gritó alguien desde el fondo de la sala.

– Después de la descomposición del Imperio británico al finalizar la Segunda Guerra Mundial -continuó Fletcher-, dicha responsabilidad pasó a Estados Unidos. La más grande de las naciones sobre la tierra. -Se escuchó una salva de aplausos-. Por supuesto, podemos echarnos atrás y reconocer que no somos dignos de tal responsabilidad, o podemos ser los líderes para millones de personas en todo el mundo que admiran nuestro ideal de libertad y desean emular nuestra manera de vida. También podríamos abandonar la lucha y dejar que esos mismos millones se vean sometidos al yugo del comunismo a medida que se engulle al mundo libre, o darles nuestro apoyo mientras ellos también intentan vivir en democracia. Solo quedará la historia para registrar la decisión que tomamos, y la historia no debe dejar constancia de que no estuvimos a la altura.

Jimmy se sorprendió al ver que los estudiantes habían escuchado hasta el momento casi sin ninguna interrupción; también le sorprendió el respetuoso aplauso que recibió Fletcher cuando volvió a sentarse veinte minutos más tarde. Al final del debate, todos admitieron que Fletcher había sido el verdadero ganador, aunque fue Tom quien ganó la moción con más de doscientos votos.

Jimmy consiguió mantener una expresión animada después de que anunciaran el resultado a una multitud delirante.

– Es casi un milagro -opinó.

– Vaya milagro -protestó Fletcher-. ¿No has visto que hemos perdido por doscientos veintiocho votos?

– Pues yo esperaba que nos barrieran del mapa y por tanto considero que doscientos veintiocho votos es todo un milagro. Nos quedan cinco días para cambiar la opinión de ciento catorce votantes, porque la mayoría de los chicos aceptan que tú eres el candidato ideal para representarlos en el consejo de estudiantes -comentó Jimmy mientras salían de Woolsey Hall.

Fueron varios los estudiantes que al pasar le susurraron a Fletcher: «¡Bien hecho!» y «Buena suerte».

– Creo que Tom Russell habló muy bien -declaró Fletcher-, y lo que es más importante, representa sus puntos de vista.

– Él no hará más que mantener la silla caliente para ti.

– No estés tan seguro. A Tom bien podría gustarle la idea de ser el representante de los estudiantes.

– No tendrá ninguna posibilidad con el plan que he puesto en práctica.

– ¿Puedo saber qué te traes entre manos?

– Tengo a alguien de nuestro equipo presente cada vez que da un discurso. Durante la campaña ha hecho cuarenta y tres promesas, la mayoría de las cuales no podrá mantener. Nuestro hombre se las recuerda veinte veces al día. No creo que su nombre aparezca en las papeletas de las elecciones para representante estudiantil.

– Jimmy, ¿has leído El príncipe de Maquiavelo?

– No. ¿Crees que debería leerlo?

– No, no te preocupes, no puede enseñarte nada. ¿Qué cenaremos esta noche? -le preguntó Fletcher, al ver que se acercaba Annie.

Los jóvenes se abrazaron.

– Tu discurso ha sido brillante. Has estado muy bien -afirmó Annie.

– Es una pena que doscientos chicos no hayan estado de acuerdo contigo.

– Lo estuvieron, pero la mayoría de ellos ya habían decidido el voto mucho antes de entrar en la sala.

– Eso es precisamente lo que he estado intentando decirle. -Jimmy se volvió hacia Fletcher-. Mi hermanita tiene razón y lo que es más…

– Jimmy, cumpliré los dieciocho en menos de un mes -le interrumpió Annie, enfadada-, por si acaso no te has dado cuenta.

– Me he dado cuenta; algunos de mis amigos incluso me dicen que no eres fea, algo que sigo sin ver.

Fletcher se echó a reír.

– ¿Vendréis con nosotros a Dino’s?

– No. Ya veo que has olvidado que Joanna y yo os invitamos a cenar en su casa.

– No lo había olvidado y me muero de impaciencia por conocer a la mujer que ha conseguido retener a mi hermano durante más de una semana.

– No he mirado a otra mujer desde el día que la conocí -afirmó Jimmy en voz baja.

– Así y todo, sigo queriendo casarme contigo -dijo Nat, sin soltarla.

– ¿Aunque no puedas estar seguro de quién es el padre?

– Esa es la razón más importante para que nos casemos, así no tendrás ninguna duda de mi compromiso.

– Nunca lo he puesto en duda -replicó Rebecca-; sé bien que eres un hombre bueno y sincero, pero ¿no has considerado la posibilidad de que no te ame hasta el punto de querer pasar el resto de mi vida contigo? -Nat apartó los brazos y la miró a los ojos-. Le pregunté a Ralph qué haría si resultaba ser su hijo y estuvo de acuerdo conmigo en que debería abortar. -Rebecca apoyó una mano en la mejilla de Nat-. No abundan las personas lo bastante dignas para vivir con Sebastián y desde luego yo no soy Olivia. -Apartó la mano y salió rápidamente de la habitación sin decir palabra.

Nat se tendió en la cama sin darse cuenta de que anochecía. Le resultaba imposible no pensar en su amor por Rebecca y el odio que le profesaba a Elliot. Se quedó dormido y solo se despertó cuando sonó el teléfono.

Nat escuchó la voz de su viejo amigo y lo felicitó cuando se enteró de la noticia.

13

Nat fue a la oficina del estudiante a recoger el correo; no ocultó su placer cuando se encontró con tres cartas: toda una cosecha. Una de ellas mostraba la inconfundible letra de su madre. La segunda llevaba matasellos de New Haven, así que supuso que sería de Tom. El tercero era un sobre de papel manila con el cheque mensual de la beca. Lo cobraría inmediatamente porque andaba escaso de fondos.

Entró en McConaughy y se sirvió un cuenco de copos de maíz y un par de tostadas; ese día no le apetecían los huevos revueltos. Se sentó en un extremo del local y abrió la carta de su madre. Se sentía un tanto culpable por no haberle escrito desde hacía dos semanas. Solo faltaban unos días para las vacaciones de Navidad y esperaba que ella le comprendiera si no le contestaba inmediatamente. Había mantenido una larga conversación telefónica con su madre el día que rompió con Rebecca. No le había mencionado el embarazo ni tampoco le dio ninguna razón de la ruptura.

«Mi querido Nathaniel»; ella nunca le llamaba Nat. Si alguien alguna vez leía una carta de su madre, estaba seguro de que no tardaría en saber todo lo necesario sobre ella. Pulcra, precisa, informativa, solícita, aunque de un modo u otro transmitía la impresión de que llegaría tarde a su próxima cita. Siempre acababa con las mismas palabras: «Tengo que dejarte, cariños, mamá». La única noticia que le ofrecía esta vez era el ascenso de su padre a director regional; esto significaba que ya no tendría que pasarse horas en la carretera, sino que en el futuro trabajaría en Hartford.

«Papá está encantado con el ascenso y el aumento de sueldo, cosa que nos permitirá comprar un segundo coche. Sin embargo, comienza a echar de menos el contacto personal con los clientes.»

Nat comió un par de cucharadas de copos antes de abrir la carta de New Haven. La misiva de Tom estaba mecanografiada y presentaba algunos errores de ortografía que probablemente se debían al entusiasmo a la hora de describir su victoria electoral. Con su habitual sinceridad, Tom informaba que había ganado solo porque su oponente había dado un apasionado discurso en defensa de la participación norteamericana en la guerra de Vietnam, cosa que no había ayudado a su causa cuando llegó la hora de ir a las urnas. A Nat le agradó la descripción que hacía de Fletcher Davenport y comprendió que quizá hubiese sido él su oponente de haber estado en Yale. Mordió la tostada mientras continuaba con la lectura: «Lamenté mucho enterarme de la ruptura con Rebecca. ¿Es definitiva?». Nat dejó la carta a un lado sin tener clara la respuesta a la pregunta, aunque se daba cuenta de que su amigo no se sentiría sorprendido en cuanto supiera que Ralph Elliot estaba implicado.

Untó de mantequilla la segunda tostada y, por un momento, consideró si todavía era posible una reconciliación, pero inmediatamente volvió al mundo real. Después de todo, mantenía el plan de ingresar en Yale el curso siguiente.

Finalmente Nat se ocupó de la tercera carta y decidió que pasaría por el banco para ingresar el cheque antes de la primera clase; a diferencia de algunos de sus compañeros, no podía permitirse el lujo de esperar hasta el último momento para cobrar su magra asignación. Abrió el sobre, y para su gran sorpresa descubrió que no se trataba del cheque sino que era una carta. Desplegó la hoja y cuando la leyó se quedó de piedra.

Nat dejó la carta sobre la mesa y pensó en las consecuencias. Aceptaba que el reclutamiento era una lotería y había salido su número. ¿Era moralmente correcto solicitar una exención solo porque estaba cursando estudios superiores, o, como había hecho su padre en 1942, debía alistarse y servir a su país? Su padre había pasado dos años en Europa con la octogésima división antes de regresar a casa con el Corazón Púrpura. Veinticinco años después era un firme partidario de que Estados Unidos debía intervenir con contundencia en Vietnam. ¿Dichos sentimientos solo eran válidos para los norteamericanos sin estudios a quienes no se le daba ninguna opción?

Llamó inmediatamente a su casa y no se sorprendió cuando sus padres mantuvieron una de sus muy poco frecuentes discusiones sobre el tema. Su madre tenía muy claro que debía acabar los estudios y luego reconsiderar su situación; para entonces quizá la guerra habría terminado. ¿No lo había prometido el presidente Johnson durante la campaña electoral? Su padre, por su parte, estaba convencido de que si bien se podía considerar como algo desafortunado, el deber de Nat era responder a la llamada. Si todos decidían quemar las tarjetas de reclutamiento, reinaría la anarquía, fue la opinión final de su padre.

Luego llamó a Tom a Yale para averiguar si él había recibido la notificación.

– Sí, la recibí -dijo Tom.

– ¿La quemaste?

– No llegué tan lejos, aunque sé de muchos estudiantes que lo han hecho.

– ¿Eso quiere decir que te alistarás?

– No, carezco de tu fuerza moral, Nat. Voy a seguir el camino legal. Mi padre ha establecido contacto con un abogado en Washington especializado en exenciones; está seguro de que podrá conseguirme una prórroga, por lo menos hasta que acabe la carrera.

– ¿Qué hay del tipo que fue tu rival en las elecciones y que defendió con tanta convicción la responsabilidad de nuestro país hacia aquellos «que desean vivir en democracia»? ¿Cuál ha sido su decisión?

– No lo sé, pero si lo han llamado, es probable que te lo encuentres en primera línea.

A medida que pasaban los meses y el sobre de papel manila seguía sin aparecer en su casilla, Fletcher comenzó a creer que estaba entre los afortunados cuyo número no había salido en el sorteo. Sin embargo, ya había decidido cuál sería la respuesta si finalmente recibía la carta.

Cuando llamaron a filas a Jimmy, su amigo consultó inmediatamente con su padre, quien le aconsejó que solicitara una exención mientras cursaba sus estudios, pero que debía dejar clara su voluntad de reconsiderar su situación al cabo de unos años. También le recordó a Jimmy que para entonces bien podía haber un nuevo presidente, un cambio en la legislación y la posibilidad muy verosímil de que los norteamericanos ya no estuviesen en Vietnam. Jimmy siguió el consejo de su padre y acabó derrotado cuando discutió el aspecto moral del caso con Fletcher.

– No tengo la menor intención de arriesgar mi vida contra el ejército del Vietcong, que, al final, sucumbirán al capitalismo, incluso si a corto plazo no se doblegan ante la superioridad militar.

Annie compartía el punto de vista de su hermano y se tranquilizó al ver que Fletcher no había recibido la tarjeta de reclutamiento. No tenía ninguna duda de cuál sería la respuesta.

El 5 de enero de 1967, Nat se presentó en la junta de reclutamiento local.

Después de un riguroso examen médico, fue entrevistado por el comandante Willis. El comandante estaba impresionado; después de pasar toda una mañana con jóvenes que pretextaban mil y una razones por las que debía declararlos ineptos para el servicio, aquí tenía uno con una calificación de 9,2 en el examen físico previo. Por la tarde, hizo la prueba de clasificación general y sacó una nota de 9,7.

A la noche siguiente, junto con otros cincuenta reclutas, Nat subió a un autocar con destino a New Jersey. Durante el lento e interminable viaje a través de los estados, Nat se entretuvo jugando con los pequeños recipientes de plástico en los que había comido, antes de sumirse en un sueño intranquilo.

El autocar llegó a Fort Dix de madrugada. Los reclutas se apearon del vehículo en medio de los gritos de los encargados de la tropa. Los llevaron rápidamente hasta unos alojamientos prefabricados y luego los dejaron dormir durante un par de horas.

Nat se levantó a la mañana siguiente -no le dieron otra opción- a las cinco, y después de que lo raparan, le entregaron la ropa de faena. A continuación ordenaron a los cincuenta nuevos reclutas que escribieran una carta a sus padres y devolvieran sus prendas civiles y todas las demás pertenencias a sus casas.

Después de esto, Nat fue entrevistado por el especialista de cuarta clase Jackson, quien, tras consultar la documentación, solo le formuló una pregunta.

– ¿Eres consciente, Cartwright, de que podrías haber solicitado la exención?

– Sí, señor.

El especialista Jackson enarcó una ceja.

– ¿Has tomado la decisión de no hacerlo después de ser asesorado?

– No necesité que nadie me asesorara, señor.

– De acuerdo, estoy seguro de que querrás presentar la solicitud de ingreso en la academia de oficiales en cuanto acabes con el entrenamiento básico, soldado Cartwright. -Guardó silencio un momento-. Lo consiguen dos de cada cincuenta, así que no te hagas muchas ilusiones. Por cierto, no me llames señor. Ya vale con especialista de cuarta clase.

Después de años de participar en las carreras de campo a través, Nat se consideraba en una excelente forma física, pero muy pronto descubrió que el ejército daba un significado muy diferente a la palabra entrenamiento, que no aparecía explicado en el Webster’s. En cuanto a la otra palabra -básico-, todo era básico: la comida, la ropa, la calefacción y sobre todo la cama donde se suponía que debía dormir. Nat llegó a la conclusión de que el ejército importaba los colchones directamente de Vietnam del Norte, para que pasaran por los mismos sufrimientos que el enemigo.

Durante las ocho semanas siguientes se levantó todas las mañanas a las cinco, se duchaba con agua fría -caliente era un vocablo desconocido en el léxico militar-, se vestía, desayunaba y tenía las prendas correctamente ordenadas a los pies de la cama antes de formar a las seis en el patio de armas con todos los demás integrantes del segundo pelotón de la compañía Alfa.

La primera persona que se dirigía a él por la mañana era el sargento mayor Al Quamo, siempre tan impecable que Nat no dudaba que se levantaba a las cuatro para plancharse el uniforme. Si Nat intentaba hablar con cualquiera durante las catorce horas siguientes, Quamo quería saber quién era y por qué. Aunque el sargento mayor tenía la misma estatura que Nat, ahí se acababa cualquier parecido. Nat nunca tenía tiempo para contar las medallas del sargento.

– Soy vuestra madre, vuestro padre y vuestro mejor amigo -vociferaba a todo pulmón-. ¿Está claro?

– Sí, señor -gritaban los treinta y seis novatos del segundo pelotón-. Es nuestra madre, nuestro padre y nuestro mejor amigo, señor.

La mayoría del pelotón había solicitado la exención sin conseguirla. Muchos de ellos consideraban que Nat estaba loco al presentarse voluntario y tardaron varias semanas en cambiar la opinión que tenían del muchacho de Cromwell. Mucho antes de que acabaran la etapa del entrenamiento básico, Nat se había convertido en el consejero del pelotón, el escriba y confidente. Incluso le enseñó a leer a un par de reclutas. Prefirió no contarle a su madre lo que ellos le habían enseñado a cambio.

Al final de los dos meses, Nat era el primero en todo lo relacionado con la escritura. También sorprendió a sus compañeros al derrotarlos a todos en la carrera a campo través y aunque nunca había disparado un arma antes del entrenamiento básico, superó incluso a los muchachos de Queens en el manejo de la ametralladora M60 y el lanzagranadas M70. Ellos tenían más práctica con las armas cortas.

Quamo no tardó ocho semanas en cambiar de opinión en lo referente al ingreso de Nat en la escuela de oficiales. A diferencia de la mayoría de los «zánganos» que enviaban a Vietnam, vio que Nat era un líder nato.

– Te lo advierto -le dijo a Nat-, un subteniente de pacotilla tiene las mismas probabilidades que un soldado raso de que le vuelen el culo, porque hay una cosa muy clara: el Vietcong no conoce la diferencia.

El sargento no se había equivocado. Solo dos reclutas fueron seleccionados para ir a Fort Benning. El otro era un estudiante universitario del tercer pelotón llamado Dick Tyler.

La principal actividad al aire libre durante las tres primeras semanas en Fort Benning la desarrolló junto a los cascos negros. Los instructores paracaidistas se ocuparon de enseñarles a los nuevos reclutas las técnicas de aterrizaje, primero desde lo alto de una pared de diez metros y luego desde la temida torre de cien metros de altura. De los doscientos soldados que habían comenzado el curso, menos de un centenar pasaron a la siguiente etapa. Nat estuvo entre los diez escogidos para llevar el casco blanco durante la semana de saltos. Quince saltos más tarde, fue su turno de recibir las alas de plata de los paracaidistas que llevaría prendidas en la camisa.

Cuando Nat regresó a casa para disfrutar de una semana de permiso, su madre apenas reconoció al chico que se había despedido de ella tres meses antes. Se había convertido en todo un hombre, tres centímetros más alto y cinco kilos menos, con un corte de pelo que le recordó a su padre los años pasados en Italia.

Acabado el permiso, Nat volvió a Fort Benning, se calzó una vez más las brillantes botas Corcoran, se echó el macuto al hombro y abandonó la escuela de paracaidismo para ir al otro lado de la carretera.

Allí comenzó su preparación como oficial de infantería. Si bien tenía que levantarse a la misma hora todas las mañanas, entonces pasaba mucho más tiempo en el aula para estudiar la historia militar, la interpretación de mapas y tácticas y estrategias de mando, junto con otros setenta futuros oficiales que se estaban preparando para ir a Vietnam. La única estadística que nadie citaba era que más de la mitad de ellos volvería metido en una bolsa para cadáveres.

– Joanna tendrá que enfrentarse a una comisión disciplinaria -le dijo Jimmy mientras se sentaba a los pies de la cama de Fletcher-. Cuando tendría que ser yo quien se enfrentara a la furia del comité de ética -añadió.

Fletcher intentó calmar a su amigo, porque nunca lo había visto enfadado hasta tales extremos.

– ¿Por qué no comprenden que no es un delito enamorarse? -gritó Jimmy.

– Creo que si lo pensaras un poco verías que les preocupan mucho más las consecuencias si ocurriera a la inversa -señaló Fletcher.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Jimmy, muy atento.

– Sencillamente a que a la administración le preocupa mucho que los profesores se aprovechen de su posición para ligar con las alumnas.

– ¿Es que no son capaces de entender que lo nuestro es sincero? -replicó Jimmy-. Cualquiera puede ver que adoro a Joanna y que ella corresponde a mis sentimientos.

– Quizá hubiesen hecho la vista gorda en tu caso si ambos hubieseis sido más discretos.

– Creía que tú más que cualquier otro respetaría a Joanna por su decisión de no andar con subterfugios.

– La respeto, pero no les ha dejado a las autoridades otra opción que responder a esa sinceridad, a la vista de las normas universitarias.

– Entonces es necesario que cambien las normas. Joanna cree que, como profesora, no tiene que ocultar sus verdaderos sentimientos. Quiere asegurarse de que la próxima generación nunca tenga que pasar por la misma situación.

– Jimmy, no estoy en desacuerdo contigo y conociendo a Joanna, no dudo que habrá analizado cuidadosamente las normas, y que debe de tener una opinión bien fundada de la importancia de la norma diecisiete b.

– Por supuesto que sí, pero Joanna no quiere que formalicemos nuestras relaciones, solo para que la junta se despreocupe del tema.

– Menuda mujer a la que se te ocurrió decirle que le llevarías los libros.

– No me lo recuerdes -replicó Jimmy-. Aunque no te lo creas, los alumnos la vitorean al principio y al final de cada una de sus clases.

– ¿Cuándo se reúne el comité de ética para tomar la decisión?

– El miércoles a las diez. Los periodistas se lo pasarán en grande. Solo lamento que mi padre tenga que presentarse a la reelección en otoño.

– Yo no me preocuparía por tu padre. Estoy seguro de que encontrará la manera de utilizar todo este asunto en su beneficio.

Nat nunca había imaginado que tendría la ocasión de hablar con su comandante en jefe, y no lo hubiese hecho de no haber sido porque su madre aparcó el coche en la plaza del coronel. En cuanto el padre de Nat vio el cartel con la palabra comandante le aconsejó que diera marcha atrás inmediatamente. Susan realizó la maniobra sin mirar por el espejo retrovisor y colisionó con el jeep del coronel Tremlett, que llegaba en ese momento.

– Oh, Dios -exclamó Nat, que se apeó del coche en el acto.

– Yo no llegaría tan alto -dijo Tremlett-. Me conformo con coronel.

Nat saludó mientras su padre aprovechaba para mirar subrepticiamente las condecoraciones del comandante.

– Tuvimos que servir juntos -comentó al ver una cinta roja y verde entre las medallas. El coronel, que inspeccionaba la abolladura en el parachoques lo miró-. Estuve en Italia con la octogésima -le explicó el padre de Nat.

– Pues espero que maniobrara los Sherman mucho mejor que como conduce un coche -manifestó el coronel. Los dos hombres se estrecharon las manos. Michael no mencionó que era su esposa quien conducía el coche. Tremlett miró a Nat-. Cartwright, ¿no es así?

– Sí, señor -contestó Nat, sorprendido de que el comandante supiera su nombre.

– Su hijo parece estar destinado a ser el primero de su curso cuando acaben la próxima semana -le comentó Tremlett al padre de Nat-. Quizá tenga un destino para él -añadió sin dar más explicaciones-. Preséntese en mi despacho mañana por la mañana a las ocho, Cartwright. -El coronel le sonrió a la madre de Nat y volvió a estrechar la mano de Michael, antes de mirar de nuevo a Nat-. Si cuando me marche esta noche, Cartwright, veo la más mínima marca en el parachoques, ya se puede olvidar de su próximo permiso. -El coronel le dedicó un guiño a la madre de Nat mientras el muchacho le saludaba.

Nat se pasó la tarde de rodillas con un martillo y un bote de pintura caqui.

A la mañana siguiente, Nat se presentó en el despacho del coronel a las ocho menos cuarto y se sorprendió cuando le hicieron pasar inmediatamente a su presencia. El comandante le señaló una silla delante de su mesa escritorio.

– Así que se presentó voluntario y le aceptaron, Nat -fueron las primeras palabras del coronel cuando echó una ojeada a su expediente-. ¿Qué ha pensado para el futuro?

Nat miró al coronel Tremlett, un hombre con cinco hileras de condecoraciones en la pechera. Había estado en Italia y Corea y hacía poco que había regresado de una temporada de servicio en Vietnam. Le habían puesto el apodo de Terrier, porque le gustaba tanto acercarse al enemigo que hubiese podido morderle los tobillos. El joven respondió a la pregunta en el acto.

– Espero estar entre aquellos destinados a Vietnam, señor.

– No es necesario que sirva en el sector asiático -dijo el comandante-. Ya ha demostrado su valía y hay otros destinos que le puedo recomendar, desde Berlín a Washington, de forma tal que cuando finalice los dos años de servicio pueda regresar a la universidad.

– Eso echaría por tierra el propósito, ¿no es así, señor?

– Algo que casi nunca se hace es enviar a un oficial que no sea de carrera a Vietnam -manifestó el coronel-, sobre todo a alguien con sus méritos.

– Entonces quizá haya llegado el momento de cambiar la costumbre. Después de todo, usted mismo no ha dejado de repetirnos que esa es la base del liderazgo.

– ¿Cuál sería su respuesta si le pidiera que completase su período de servicio como oficial de mi plana mayor? Así podría ayudarme en la academia con los nuevos alumnos.

– ¿Para que ellos sí vayan a Vietnam a que los maten? -Nat miró a su comandante en jefe y en el acto lamentó haberse pasado de la raya.

– ¿Sabe quién fue la última persona que se sentó en esa misma silla y me dijo que estaba absolutamente decidido a ir a Vietnam y que nada que yo pudiera decir le haría cambiar de opinión?

– No, señor.

– Mi hijo, Daniel -dijo Tremlett-, y en aquella ocasión no tuve otro remedio que aceptarlo. -El coronel guardó silencio y miró la foto que tenía en la mesa que Nat no podía ver-. Sobrevivió once días.

profesora seduce al hijo de un senador, proclamaba el titular de primera plana del New Haven Register.

– Eso es una condenada mentira -afirmó Jimmy.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Fletcher.

– Fui yo quien la sedujo a ella.

Fletcher se echó a reír y luego continuó con la lectura de la noticia:

Joanna Palmer, profesora de historia europea en Yale, ha visto rescindido su contrato por decisión del comité de ética de la universidad, después de que la profesora admitiera que mantenía una relación sentimental con James Gates, uno de sus alumnos del primer curso durante los últimos seis meses. El señor Gates es hijo del senador Gates. Anoche, desde su casa en East Hartford…

– ¿Cómo se lo ha tomado tu padre?

– Me dijo que ganará las elecciones de calle. Los grupos proderechos femeninos respaldan a Joanna y todos los hombres creen que soy el tío con más suerte desde Dustin Hoffman en El graduado. Papá también cree que al comité no le quedará otra opción que rectificar la decisión mucho antes de que acabe el curso.

– ¿Qué pasará si no lo hacen? -preguntó Fletcher-. ¿Qué posibilidades tiene Joanna de que le ofrezcan otro empleo?

– Ese es el menor de sus problemas, porque el teléfono no ha dejado de sonar desde que el comité anunció su decisión. Tanto Radcliffe, donde se licenció, como Columbia, donde hizo la tesis doctoral, le han ofrecido un empleo, y eso antes de que la encuesta de opinión realizada por Today Show mostrara que el ochenta y dos por ciento de los telespectadores creían que debían rectificar.

– ¿Qué se propone hacer ahora?

– Apelará y me juego lo que quieras a que el comité no podrá pasar por alto la opinión pública.

– ¿Cómo quedas tú en todo este baile?

– Yo insisto en casarme con Joanna, pero no quiere ni oír hablar del tema hasta que no se conozca el resultado de la apelación. Se niega a formalizar nuestra relación ante la posibilidad de que eso influya al comité a su favor. Está decidida a ganar el caso por sus propios méritos, no echando mano de la sensiblería.

– La verdad es que te has enamorado de una mujer notable.

– Estoy absolutamente de acuerdo y eso que tú no sabes ni la mitad.

14

En la puerta de su pequeño despacho en el cuartel general del MACV [2] habían puesto el rótulo teniente nat cartwright incluso antes de que llegara a Saigón. Nat no tardó mucho en darse cuenta de que estaría atado a su mesa durante todo el período de servicios y que ni siquiera le permitirían saber dónde estaba el frente. Cuando se presentó, no le enviaron con su regimiento que estaba en el frente, sino que lo destinaron al servicio de intendencia. Los despachos del coronel Tremlett habían llegado a Saigón mucho antes que él.

Nat aparecía en el boletín como intendente, cosa que permitía a los de arriba pasarle todo el papeleo y a los de abajo tomarse su tiempo para cumplir sus órdenes. Todos parecían estar compinchados en una conjura, con el resultado de que se pasaba las horas de servicio rellenando formularios para material diverso que iba desde los botes de alubias a helicópteros Chinook. Todas las semanas llegaban por vía aérea a la capital setecientas veintidós toneladas de suministros y la obligación de Nat era ocuparse de que llegaran al frente. En un mes podía enviar más de nueve mil artículos. Todos y cada uno de ellos conseguían llegar allí menos él. Incluso probó a acostarse con la secretaria del comandante, pero no tardó en descubrir que Mollie no tenía ninguna influencia sobre su jefe, aunque sí demostró ser una experta en el combate cuerpo a cuerpo.

Nat se marchaba del despacho cada día más tarde, e incluso comenzó a preguntarse si de verdad estaba en un país extranjero. Cuando comías un Big Mac y una Coca-Cola, cenabas Kentucky Fried Chiken con una Budweiser y volvías a la residencia de oficiales para ver el ABC News y reposiciones de 77 Sunset Strip, ¿qué pruebas tenías de que te habías marchado de casa?

Hizo algunos intentos subrepticios para unirse a su regimiento en el frente, pero acabó comprendiendo que la influencia del coronel Tremlett llegaba a todas partes; sus solicitudes reaparecían sobre su mesa al cabo de un mes, con un sello que decía: «Rechazada; puede presentarla de nuevo dentro de un mes».

Cada vez que Nat solicitaba una entrevista para discutir el tema con algún oficial de campo, nunca conseguía pasar más allá de este o aquel comandante. En cada ocasión, un oficial diferente dedicaba media hora a intentar convencerlo de que hacía un muy valioso y digno trabajo en la intendencia. Su hoja de servicios era la más delgada de todo Saigón.

Comenzó a comprender que su alistamiento por «cuestión de principios» no había servido de nada. Al cabo de un mes, Tom comenzaría su segundo curso en Yale y él no tenía nada para demostrar sus esfuerzos salvo la cabeza rapada y la información certera de la cantidad de clips mensuales que necesitaba el ejército en Vietnam.

Se encontraba en su oficina, ocupado en disponer los alojamientos para una compañía de reemplazos que llegaría el lunes siguiente, cuando todo aquello cambió.

Las diligencias de alojamiento, vestuarios y documentos de viaje lo habían tenido ocupado todo el día y hasta bien entrado el anochecer. Varios de los documentos llevaban el sello de urgente, porque el comandante en jefe siempre quería estar bien informado de los antecedentes de las compañías de reemplazo antes de que aterrizaran en Saigón. Nat no se había dado cuenta de lo tarde que era, así que cuando acabó con el último formulario, decidió dejarlos en el despacho del adjunto antes de ir a comer un bocado en el comedor de oficiales.

Al pasar por delante de la sala de operaciones, le dominó la furia; todo el entrenamiento que había recibido en Fort Dix y Fort Benning había sido una absoluta pérdida de tiempo y dinero. Aunque eran casi las ocho, aún quedaban una docena o más de operadores, algunos de los cuales conocía, que atendían los teléfonos y actualizaban el enorme mapa de Vietnam del Norte.

Al volver del despacho del adjunto, Nat entró en la sala de operaciones para ver si había alguien libre para acompañarle a cenar y se encontró escuchando los movimientos de tropas del segundo batallón del 503 regimiento de infantería paracaidista. De no haber sido porque se trataba de su regimiento, no habría vacilado en marcharse al comedor solo. El segundo batallón estaba soportando un duro ataque de morteros del Vietcong y se había atrincherado en el lado peligroso del río Dyng, para protegerse de una matanza. El teléfono rojo sobre la mesa delante de Nat comenzó a sonar con insistencia. Nat no movió ni un músculo.

– No se quede ahí sin hacer nada, teniente. Coja el teléfono y averigüe lo que quieren -le ordenó el jefe de operaciones.

Nat se apresuró a atender la llamada.

– Llamando a la base, situación crítica, soy el capitán Tyler, ¿me recibe?

– Sí, capitán, soy el teniente Cartwright. ¿Cómo puedo ayudarle, señor?

– Victor Charlie [3] ha tendido una emboscada a mi pelotón un poco más arriba del río Dyng, coordenadas SE42 NNE71. Necesito una formación de Hueys con equipo médico. Tengo noventa y seis hombres, once bajas, tres muertos y ocho heridos.

– ¿Cómo me pongo en contacto con el equipo de rescate de emergencia? -le preguntó Nat a un sargento que acababa de colgar el teléfono.

– Llame a la base Blackbird en el campamento Eisenhower. Coja el teléfono blanco y comuníquele las coordenadas al oficial de guardia.

Nat cogió el teléfono blanco y una voz somnolienta atendió la llamada.

– Soy el teniente Cartwright. Tenemos una emergencia. Dos pelotones atrapados en el lado norte del río Dyng, coordenadas SE42 NNE71: han caído en una emboscada y requieren asistencia inmediata.

– Dígales que estaremos en vuelo dentro de cinco minutos -le informó la voz ya absolutamente alerta.

– ¿Puedo ir con ustedes? -preguntó Nat que se tapó la boca con la mano mientras se preparaba para la inevitable negativa.

– ¿Está autorizado para volar en misiones de rescate con helicópteros?

– Lo estoy -mintió Nat.

– ¿Experiencia con paracaídas?

– Hice el curso de entrenamiento en Fort Benning. Dieciséis saltos desde doscientos metros en S-123; en cualquier caso, se trata de mi regimiento.

– Entonces si consigue llegar a tiempo, queda invitado.

Nat colgó el teléfono blanco y cogió de nuevo el rojo.

– Están de camino, capitán -le comunicó, y colgó.

Nat salió corriendo de la sala de operaciones y fue hasta el aparcamiento. Un cabo dormitaba sentado al volante de un jeep. Saltó al asiento del acompañante, hizo sonar la bocina y le ordenó:

– Lléveme a la base Blackbird en cinco minutos.

– Pero si está a ocho kilómetros de aquí, señor -replicó el conductor.

– Razón de más para que no pierda un segundo, cabo -le gritó Nat.

El cabo arrancó el motor y se puso en marcha, con los faros encendidos, con una mano en el volante y la otra en la bocina.

– Deprisa, deprisa -repitió Nat, mientras aquellos que todavía estaban en las calles de Saigón después del toque de queda se apartaban corriendo junto con varias gallinas espantadas.

Tres minutos más tarde, Nat vio a una docena de helicópteros Huey aparcados en la pista. Los rotores de uno de ellos ya estaban en marcha.

– Pise a fondo -insistió Nat.

– Ya toca el suelo, señor -replicó el cabo cuando apareció a la vista la entrada del campo.

Nat volvió a contar: en esos momentos eran siete los aparatos con los rotores en marcha.

– ¡Maldición! -gritó al ver que despegaba uno de los helicópteros.

El jeep frenó en seco delante de la garita de la guardia. Un policía militar les pidió las tarjetas de identificación.

– Me queda un minuto para subir a uno de esos helicópteros -vociferó Nat al tiempo que le daba su tarjeta-. ¿No puede darse prisa?

– Solo hago mi trabajo, señor -le respondió el policía militar.

En cuanto le devolvieron las tarjetas y levantaron la barrera, Nat señaló al único helicóptero que aún tenía los rotores parados y el cabo volvió a acelerar. Se detuvo con gran estrépito de los frenos a un paso de la cabina cuando los rotores comenzaron a girar. El piloto sonrió al ver a Nat.

– Justo por los pelos, teniente. Suba. -El aparato despegó antes incluso de que Nat pudiera abrocharse el arnés de seguridad-. ¿Quiere escuchar las malas noticias o las peores? -le preguntó el piloto.

– Lo que usted quiera.

– La regla en cualquier emergencia es siempre la misma. El último que despega es el primero que aterriza en territorio enemigo.

– ¿Cuál es la mala noticia?

– ¿Te casarás conmigo? -preguntó Jimmy.

Joanna se volvió para mirar al hombre que en el último año la había hecho más feliz de lo que hubiese podido imaginar.

– Si todavía quieres hacerme la misma pregunta cuando acabes los estudios, pipiolo, mi respuesta será que sí, pero hoy la respuesta sigue siendo que no.

– ¿Por qué? ¿Qué podría cambiar en un año o dos?

– Serás algo mayor y con un poco de suerte incluso una pizca más sabio -replicó Joanna, con una sonrisa-. Tengo veinticinco años y tú no has cumplido los veinte.

– ¿Qué importancia puede tener si queremos pasar el resto de nuestra vida juntos?

– Pues quizá que tú no creas lo mismo cuando yo tenga cincuenta y tú cuarenta y cinco.

– Estás en el más completo error -afirmó Jimmy-. A los cincuenta estarás en tu plenitud y yo seré un libertino en las últimas, así que más te valdrá que me pilles cuando todavía me quede algo de fuerza.

Joanna se echó a reír al escuchar el comentario.

– Procura no olvidar, jovencito, que todo lo que hemos pasado durante las últimas semanas puede estar afectando a tu razonamiento.

– No estoy de acuerdo. Creo que la experiencia solo puede haber fortalecido nuestra relación.

– Es posible -admitió Joanna-, pero siempre es mejor no tomar una decisión irreversible a caballo de una buena o mala noticia, porque es posible que uno de los dos pueda ver las cosas de otra manera cuando todo esto se acabe.

– ¿Tú lo ves de otra manera? -preguntó Jimmy en voz baja.

– No, yo no -respondió Joanna sin vacilar. Le acarició la mejilla-. Mis padres llevan casados casi treinta años y mis abuelos han celebrado sus bodas de oro, así que cuando me case quiero que sea para toda la vida.

– Razón de más para que nos casemos cuanto antes -afirmó Jimmy-. Después de todo, tendré que vivir hasta los setenta si esperamos celebrar nuestras bodas de oro.

Joanna se echó a reír.

– Estoy segura de que tu amigo Fletcher estará de acuerdo conmigo.

– No lo niego, pero no vas a casarte con Fletcher. De todas maneras, creo que él y mi hermana estarán juntos como mínimo durante cincuenta años.

– Jimmy, no podría amarte más aunque quisiera, pero recuerda que el otoño que viene estaré en Columbia y tú continuarás en Yale.

– Bien podrías cambiar de parecer respecto a lo de aceptar el empleo en Columbia.

– No, la junta revocó su decisión solo por la presión de la opinión pública. Si hubieses visto la expresión de sus rostros cuando dieron a conocer la resolución, te hubieses dado cuenta de que no veían la hora de que me largara. Ya hemos dejado bien sentados nuestros principios, así que a mi juicio lo mejor para todos será que me marche.

– No para todos -manifestó Jimmy en voz baja.

– Tienes que entenderlo. En cuanto no esté por aquí para tocarles las narices, les resultará mucho más sencillo cambiar las normas -dijo Joanna, sin hacer caso del comentario-. Dentro de veinte años, los estudiantes no se podrán creer que existiera alguna vez una norma así de ridícula.

– Pues entonces tendré que sacarme un abono de tren para Nueva York, porque no pienso perderte de vista.

– Estaré esperándote siempre en la estación, pipiolo, pero mientras esté lejos, espero que salgas con otras chicas. Entonces, si todavía sientes lo mismo cuando acabes la carrera, me sentiré muy feliz de casarme contigo -añadió Joanna cuando sonó el despertador.

– ¡Demonios! -exclamó Jimmy, y se levantó en el acto-. ¿Te importa si utilizo el baño primero? Tengo una clase a las nueve y ni siquiera sé cuál es el tema de hoy.

– Napoleón y su influencia en el desarrollo de las leyes estadounidenses -contestó Joanna.

– Pensaba que nos habías dicho que nuestras leyes habían estado influidas más por el derecho romano y el inglés que por cualquier otra nación.

– No está mal, pipiolo, pero así y todo tendrás que asistir a mi clase de las nueve si esperas saber la razón. Por cierto, ¿crees que podrías hacer dos cosas por mí?

– ¿Solo dos? -replicó Jimmy, camino de la ducha.

– ¿Podrías dejar de poner cara de cordero degollado cada vez que doy una clase?

Jimmy asomó la cabeza por la puerta del baño.

– No -contestó mientras miraba cómo Joanna se quitaba el camisón-. ¿Cuál es la segunda?

– La segunda es que por lo menos podrías mostrar algo de interés en lo que digo y tomar apuntes de vez en cuando.

– ¿Por qué voy a molestarme en tomar apuntes cuando tú eres quien pone las notas a mis trabajos?

– Porque no te gustará nada ver la nota que te he puesto en el último -replicó Joanna y se metió con él en la ducha.

– Vaya, y yo que esperaba haber sacado un sobresaliente con mi obra maestra. -Jimmy comenzó a enjabonarle los pechos.

– Solo por curiosidad, ¿recuerdas a quién mencionaste como la persona con más influencia sobre Napoleón?

– Josefina -afirmó Jimmy sin vacilar.

– Esa incluso podría haber sido la respuesta correcta, pero no fue lo que escribiste en el trabajo.

Jimmy salió de la ducha y cogió la toalla.

– ¿Qué escribí? -preguntó mientras la miraba embelesado.

– Joanna.

En cuestión de minutos, los doce helicópteros volaban en una formación en V. Nat miró a los dos artilleros a popa que observaban atentamente en la oscuridad de la noche sin una nube en el cielo. Se puso los auriculares y escuchó al teniente de vuelo.

– Blackbird Uno al grupo, saldremos del espacio aéreo aliado dentro de cuatro minutos. Espero un informe de la situación a las veintiuna horas.

Nat se sentó muy erguido en cuanto escuchó las palabras del joven piloto. Contempló a través de la ventanilla las estrellas que eran invisibles en el continente americano. Sentía los efectos de la adrenalina que le corría por las venas mientras volaban cada vez más cerca de las líneas enemigas. Por fin se sentía partícipe de esa condenada guerra. La única sorpresa era que no tenía miedo. Quizá aparecería después.

– Entramos en territorio enemigo -anunció el piloto como quien cruza una carretera con mucho tráfico-. ¿Me recibe, líder tierra?

Se oyó una descarga de estática antes de la respuesta.

– Le recibo, Blackbird Uno. ¿Cuál es su posición?

Nat reconoció el acento sureño del capitán Dick Tyler.

– Nos encontramos aproximadamente a unos ochenta kilómetros.

– Copiado. Les espero dentro de quince minutos.

– Roger. No nos verá hasta el último momento, porque volamos con todas las luces de posición apagadas.

– Copiado.

– ¿Han escogido la zona de aterrizaje?

– Hay un pequeño sector protegido en una cresta un poco más abajo de donde estoy -le informó Tyler-, pero solo hay sitio para un helicóptero a la vez y debido a la lluvia, por no hablar del fango, el aterrizaje será algo infernal.

– ¿Cuál es su actual posición?

– Continúo en las mismas coordenadas un poco al norte del río Dyng. -Tyler guardó silencio unos instantes-. Creo que el VC [4] ha comenzado a cruzar el río.

– ¿Cuántos hombres tiene?

– Setenta y ocho.

Nat sabía que el número total de dos pelotones era de noventa y seis.

– ¿Cuántos cadáveres? -preguntó el piloto, como si le preguntara al capitán cuántos huevos quería para desayunar.

– Dieciocho.

– Bien. Prepárese para cargar seis hombres y dos cadáveres en cada helicóptero; asegúrese de que podrá subir a bordo en cuanto me vea.

– Estaremos preparados -respondió el capitán-. ¿Qué hora tiene?

– Las veinte y treinta y tres -dijo el piloto.

– Entonces, a las veinte y cuarenta y ocho, encenderé una bengala roja.

– A las veinte y cuarenta y ocho, una bengala roja -repitió el piloto-. Roger.

Nat estaba impresionado por la aparente tranquilidad del piloto, cuando él, su copiloto y los dos artilleros de popa podían estar muertos al cabo de veinte minutos. No obstante, como el coronel Tremlett había repetido hasta el cansancio, los hombres tranquilos salvaban muchas más vidas que los impacientes. Nadie dijo ni una palabra durante el siguiente cuarto de hora. Nat tuvo tiempo para pensar en la decisión que había tomado; ¿él también estaría muerto al cabo de veinte minutos?

Vivió el cuarto de hora más largo de su vida, entretenido en observar la extensión de la selva alumbrada por la media luna mientras mantenían escrupulosamente el silencio radiofónico. Echó un vistazo a los artilleros de popa mientras el helicóptero volaba casi a ras de las copas de los árboles. Habían comprobado el funcionamiento de las armas y desde entonces permanecían concentrados con el dedo en el gatillo, alertas a cualquier peligro. Nat miraba por la ventanilla lateral cuando súbitamente vio que una bengala roja brillaba en el cielo. Pensó que en ese mismo momento hubiese estado tomando café en el comedor de oficiales.

– Blackbird Uno a formación -llamó el piloto-. No encendáis los focos de abajo hasta que estemos a treinta segundos del encuentro y recordad que yo voy primero.

Una ráfaga de balas trazadoras color verde pasó por delante del aparato y los artilleros contestaron al fuego inmediatamente.

– El VC nos acaba de identificar -informó el piloto, impávido.

Inclinó el aparato hacia la derecha y Nat vio al enemigo por primera vez. Los soldados avanzaban colina arriba, a pocos centenares de metros del terreno donde el helicóptero intentaría aterrizar.

Fletcher leyó el artículo en el Washington Post. Había sido un acto de heroísmo que había captado la atención del público norteamericano hacia una guerra de la que nadie quería saber nada. Un grupo de setenta y ocho soldados de infantería paracaidista, cercados en la selva de Vietnam del Norte, superados ampliamente en número por el Vietcong, había sido rescatado por una escuadrilla de helicópteros que había volado por una zona de grandes peligros, sin poder aterrizar en medio del fuego enemigo. Fletcher observó con atención el detallado esquema de la página opuesta. El teniente de vuelo Chuck Philips había sido el primero en descender para rescatar a media docena de los hombres atrapados. Se había mantenido a medio metro del suelo mientras se realizaba la operación. No se había dado cuenta de que otro oficial, el teniente Cartwright, había saltado del aparato en el preciso momento que se elevaba para dar paso al segundo helicóptero.

Entre los cadáveres cargados en el tercer helicóptero estaba el del oficial al mando, el capitán Dick Tyler. El teniente Cartwright había tomado el mando para dirigir el contraataque al tiempo que coordinaba el rescate de los soldados restantes. Había sido el último en abandonar el campo de batalla y en subir al último helicóptero de rescate. Los doce aparatos emprendieron el vuelo de regreso a Saigón, pero solo once aterrizaron en la base Eisenhower.

El general de brigada Hayward envió sin demora un equipo de rescate y los mismos once pilotos y sus tripulaciones se ofrecieron voluntarios para buscar el Huey desaparecido, pero a pesar de los repetidos vuelos por territorio enemigo, no encontraron ninguna señal del Blackbird Doce. En rueda de prensa, Hayward describió a Nat Cartwright -un recluta, que había dejado la Universidad de Connecticut donde cursaba el primer año para alistarse- como un ejemplo para todos sus compatriotas de alguien que, en palabras de Lincoln, había dado «el más completo testimonio de patriotismo». «Vivo o muerto, lo encontraremos», prometió Hayward.

Fletcher buscó en todos los periódicos los artículos que mencionaban a Nat Cartwright después de leer una nota biográfica donde se recogía que había nacido el mismo día, en la misma ciudad y el mismo hospital que él.

Nat saltó del primer helicóptero en cuanto el aparato llegó a un metro del suelo. Ayudó al capitán Tyler a enviar al primer grupo a bordo del Huey, sin preocuparse de las bombas de mortero y las ráfagas de las ametralladoras.

– Hágase cargo de esta parte de la operación -le ordenó Tyler-, mientras me ocupo de organizar a mis hombres. Se los enviaré de seis en seis.

– Adelante -gritó Nat en el momento en que el primer helicóptero se inclinaba hacia la izquierda hasta remontar el vuelo.

En cuanto apareció el segundo, a pesar del incesante fuego enemigo, Nat organizó con serenidad al segundo grupo para que subieran al aparato. Miró por un instante colina abajo donde Dick Tyler dirigía a sus hombres en la defensa de la retaguardia al tiempo que enviaba al siguiente grupo para que se reuniera con Nat. Cuando Nat se volvió, el tercer helicóptero ya estaba en posición sobre el pequeño cuadrado de suelo fangoso. Un cabo primero y cinco soldados se acercaron a la carrera dispuestos a subir.

– ¡Maldita sea! -gritó el cabo primero al mirar atrás-. Le han dado al capitán.

Nat vio a Tyler tumbado boca abajo en el fango y a los dos soldados que lo levantaban. Sin perder ni un segundo llevaron el cadáver hasta el helicóptero.

– Le cedo el mando, primero -dijo Nat.

Echó a correr hacia el risco. Cogió el M60 del capitán, buscó una posición y comenzó a disparar contra el enemigo. Sin saber cómo, se las arregló para enviar a otros seis hombres que corrieran colina arriba para montarse en el cuarto helicóptero. Solo estuvo en aquel risco durante unos veinte minutos, dedicado a repeler a las oleadas de vietcongs, mientras su propio grupo de apoyo se iba reduciendo cada vez más porque no dejaba de enviar a sus soldados en busca del refugio de los siguientes helicópteros.

Los últimos seis defensores no abandonaron sus puestos hasta no ver que aparecía el Blackbird Doce. Nat se volvió y echó a correr con todas sus fuerzas cuando una bala le alcanzó en una pierna. Era consciente de que debía de sentir dolor, pero no por eso dejó de correr como nunca lo había hecho antes. Cuando llegó a la escotilla abierta del helicóptero, sin dejar de disparar la ametralladora, escuchó al cabo primero que le gritaba:

– ¡Por Dios, señor, suba de una puñetera vez!

El cabo le ayudó a subir y el helicóptero se elevó bruscamente, escorado a estribor, lo que hizo que Nat rodara por el suelo.

– ¿Está bien? -le preguntó el piloto.

– Eso creo -jadeó Nat, tumbado sobre el cadáver de un soldado raso.

– Típico del ejército -comentó el piloto-, ni siquiera saben si están vivos. Con un poco de suerte y viento de popa -añadió-, estaremos de regreso a tiempo para el desayuno.

Nat miró el cuerpo del soldado, que unos minutos antes había estado a su lado. La familia podría asistir a su funeral, en lugar de tener que conformarse con la escueta información de que el enemigo se había encargado de enterrarlo sin ninguna ceremonia.

– Maldita sea -oyó que gritaba el piloto.

– ¿Algún problema?

– Ya lo puede decir. Estamos perdiendo combustible muy rápidamente; los muy cabrones le han dado al depósito.

– Creía que estos aparatos tenían dos depósitos.

– ¿Cuál cree que utilicé para venir hasta aquí, soldado?

El piloto dio unos golpecitos en el medidor de combustible y después comprobó el odómetro. El parpadeo de una luz roja le indicó que podría recorrer unos cincuenta kilómetros antes de verse forzado a aterrizar. Volvió la cabeza y miró a Nat, que continuaba tumbado sobre el soldado muerto.

– Tendré que buscar algún lugar donde aterrizar.

Nat miró a través de la escotilla abierta, pero lo único que se veía era la extensión de la selva.

El piloto encendió los reflectores, atento a la aparición de algún claro entre los árboles; entonces Nat sintió las sacudidas del aparato.

– Voy a bajar -anunció el piloto con la misma serenidad que había demostrado a lo largo de toda la operación-. Supongo que tendremos que postergar el desayuno.

– A la derecha -gritó Nat al ver un claro en la selva.

– Ya lo veo. -El piloto intentó que el helicóptero pusiera rumbo al claro, pero los mandos no le respondieron-. Bajamos, nos guste o no.

Los rotores giraron cada vez más lentamente hasta que se detuvieron del todo; Nat tuvo la sensación de que planeaban. Pensó en su madre y le dolió no haber respondido a su última carta y luego en su padre, quien sin duda se sentiría muy orgulloso, en Tom y su triunfo como delegado de los alumnos de primero en el consejo de Yale; ¿llegaría a ser el representante? Pensó también en Rebecca, a quien todavía amaba y seguramente continuaría amando. Mientras se aferraba a los enganches en el suelo, Nat se sintió de pronto muy joven; después de todo, solo tenía diecinueve años. Más tarde se enteraría de que el piloto, al que conocía como Blackbird Doce, solo era un año mayor que él.

En el momento en que los rotores dejaron de girar y el helicóptero planeó silenciosamente hacia los árboles, el cabo primero le dijo:

– Por si no volvemos a vernos, señor, mi nombre es Speck Foreman. Ha sido un placer conocerlo.

Se dieron las manos, como se hace al final de cualquier encuentro.

Fletcher miró la foto de Nat en la primera página del New York Times debajo del titular a toda plana: un héroe americano. Un hombre que en cuanto había recibido la carta de reclutamiento la había firmado, aunque podría haber alegado tres razones diferentes para solicitar una exención. Había ascendido a teniente y más tarde, como oficial de intendencia, había tomado el mando de una operación para rescatar a un pelotón cercado en el lado peligroso del río Dyng. Nadie parecía tener una explicación referente a qué podía estar haciendo un oficial de intendencia en un helicóptero durante una operación de combate.

Fletcher era consciente de que se pasaría el resto de su vida preguntándose cuál hubiese sido su decisión en el caso de haber recibido la carta de reclutamiento, una pregunta que solo podían responder correctamente aquellos que habían pasado por la prueba. Incluso Jimmy había reconocido que el teniente Cartwright debía de ser un hombre extraordinario.

– Si esto hubiese ocurrido una semana antes de las elecciones -le dijo a Fletcher-, quizá hubieses podido derrotar a Tom Russell; todo se reduce al momento oportuno.

– No hubiese ganado -afirmó Fletcher.

– ¿Por qué no?

– Eso es lo más extraño de todo -replicó Fletcher-. Resulta ser que es el mejor amigo de Tom.

Una formación de once helicópteros se había dedicado a buscar a los hombres desaparecidos, pero lo único que encontraron después de una semana fueron los restos de un aparato que seguramente había estallado en el momento de estrellarse contra los árboles. Habían identificado a tres cadáveres, uno de ellos el del teniente aviador Carl Mould, pero a pesar de la búsqueda en una amplia zona selvática, no encontraron ni un solo rastro del teniente Cartwright y del cabo primero Speck Foreman.

Henry Kissinger, el consejero de Seguridad Nacional, pidió a la nación que honrara la memoria de unos hombres que ejemplificaban el coraje de los soldados en el frente de batalla.

– No tendría que haber dicho que honraran la memoria -comentó Fletcher.

– ¿Por qué no? -quiso saber Jimmy.

– Porque Cartwright todavía está vivo.

– ¿Cómo puedes saberlo con tanta certeza?

– No me preguntes cómo lo sé -replicó Fletcher-, pero te aseguro que todavía está vivo.

Nat no recordaba el choque contra los árboles ni que saliera despedido del helicóptero. Cuando recuperó el conocimiento, el sol ardiente le abrasaba el rostro ensangrentado. Permaneció tumbado y se preguntó dónde estaba; luego, el recuerdo de lo ocurrido reapareció en toda su fiereza.

Durante unos momentos el hombre que ni siquiera estaba seguro de la existencia de Dios, rezó con todas sus fuerzas. Después levantó el brazo derecho. Se movió como debía moverse un brazo, así que abrió y cerró los dedos, los cinco. Bajó el brazo derecho y levantó el izquierdo. Este también obedeció la orden de su cerebro, así que movió los dedos y, una vez más, todos respondieron. Bajó el brazo y esperó. Levantó lentamente la pierna derecha y realizó el mismo ejercicio con los dedos del pie. Bajó la pierna antes de levantar la otra y entonces sintió el dolor.

Movió la cabeza a un lado y a otro y a continuación apoyó las palmas de las manos en el suelo. Rezó una vez más y luego hizo fuerza para incorporarse; se mareó en el acto. Esperó durante unos momentos hasta que los árboles dejaran de dar vueltas a su alrededor y después intentó levantarse. En cuanto lo consiguió, adelantó un pie con mucho cuidado, de la misma manera que haría un niño que comienza a caminar, y cuando no se desplomó, probó a mover el otro pie en la misma dirección. Sí, sí, sí, gracias a Dios, sí, y entonces de nuevo sintió el dolor, casi como si hasta aquel momento hubiese estado bajo los efectos de la anestesia.

Se dejó caer de rodillas y se miró la pantorrilla. El proyectil la había atravesado limpiamente. Las hormigas entraban y salían del orificio, sin preocuparse de que ese ser humano aún se consideraba vivo. Nat tardó unos minutos en quitarlas una a una, antes de vendarse la herida con la manga de la camisa. Vio que el sol comenzaba a desaparecer detrás de las colinas. Disponía de muy poco tiempo para averiguar si alguno de sus compañeros había sobrevivido.

Se levantó de nuevo y realizó una vuelta completa; solo se detuvo cuando vio una columna de humo que se elevaba entre los árboles. Caminó a la pata coja en aquella dirección y le fue imposible contener el vómito cuando se encontró con el cadáver carbonizado del joven piloto, cuyo nombre desconocía, con la casaca del uniforme colgada de una rama. Solo las barras de teniente en la solapa indicaban quién había sido. Nat se ocuparía más tarde de su sepultura, pero en esos momentos tenía que correr contra el sol. Entonces escuchó un gemido.

– ¿Dónde está? -gritó. El gemido se repitió un poco más fuerte. Nat se volvió. El corpachón del cabo primero Foreman estaba enganchado en unas ramas, a poco más de un metro por encima de los restos del helicóptero. Cuando tendió las manos para sujetar al herido, los gemidos subieron de volumen-. ¿Puede escucharme? -El hombre abrió y cerró los ojos mientras Nat lo bajaba hasta el suelo-. No se preocupe, lo llevaré de regreso a casa -se oyó decir a sí mismo como un héroe de tebeo.

Nat cogió la brújula del cinto del cabo Foreman, miró la posición del sol y fue entonces cuando vio un objeto en un árbol. Sería fantástico si encontraba la manera de recuperarlo. Caminó lentamente hasta el árbol. Comenzó a saltar con la pierna sana hasta que consiguió sujetar la rama y la sacudió con la intención de que se desprendiera de su carga. Ya estaba a punto de renunciar al esfuerzo cuando se movió unos centímetros. Sacudió la rama con renovados bríos; se movió un poco más y súbitamente, sin previo aviso, cayó sin más. Hubiese caído directamente sobre la cabeza de Nat de no haberse él apartado con presteza, a la vista de que no podía saltar.

Nat descansó unos momentos; luego, movió poco a poco al cabo Foreman y lo colocó en la camilla. Después se sentó en el suelo y contempló cómo el sol desaparecía detrás del árbol más alto, tras completar su tarea del día en aquella zona del planeta.

Había leído en alguna parte sobre una madre que consiguió mantener vivo a su hijo después de un accidente de tráfico, gracias a que estuvo hablándole toda la noche. Nat le habló al cabo Foreman durante toda la noche.

Fletcher leyó, dominado por la incredulidad más absoluta, cómo con la ayuda de los campesinos, el teniente Nat Cartwright había transportado la camilla de aldea en aldea en un recorrido de trescientos treinta y siete kilómetros y había visto salir y ponerse el sol diecisiete veces antes de llegar a las afueras de la ciudad de Saigón, donde los dos hombres fueron trasladados al hospital de campaña más cercano.

El cabo primero Speck Foreman murió tres días más tarde, sin llegar a saber el nombre del teniente que lo había rescatado y que entonces luchaba por salvar su propia vida.

Fletcher buscó todas las noticias que mencionaban al teniente Cartwright, con la más absoluta seguridad de que viviría.

Una semana más tarde trasladaron a Nat por vía aérea al campamento Zama en Japón, donde fue sometido a una intervención quirúrgica que le salvó la pierna. Al mes lo trasladaron al centro médico Walter Reed en la ciudad de Washington para completar la recuperación.

La siguiente vez que Fletcher vio a Nat Cartwright fue en la primera plana del New York Times. Aparecía estrechando la mano del presidente Johnson en la rosaleda de la Casa Blanca.

Le habían otorgado la medalla al honor.

15

Michael y Susan Cartwright se quedaron anonadados con su visita a la Casa Blanca para presenciar la ceremonia en la rosaleda durante la cual su único hijo recibió la medalla al honor. Después de la ceremonia, el presidente Johnson escuchó atentamente al padre de Nat, que le explicó los problemas a los que se enfrentarían los norteamericanos si todos vivían hasta los noventa sin contar con un seguro de vida. «Durante el siglo venidero, los norteamericanos vivirán jubilados el mismo tiempo que ahora dedican al trabajo», fueron las palabras que Lyndon B. Johnson repitió a los miembros de su gabinete a la mañana siguiente.

En el viaje de regreso a Cromwell, la madre de Nat le preguntó cuáles eran sus planes para el futuro.

– No estoy muy seguro, porque es algo que no depende de mí -le respondió él-. Tengo órdenes de presentarme el lunes en Fort Benning. Entonces sabré qué es lo que el coronel Tremlett me tiene preparado.

– Otro año desperdiciado -se lamentó su madre.

– Fortalecerá su carácter -manifestó el padre, rebosante de entusiasmo después de su larga charla con el presidente.

– No creo que a Nat le haga mucha falta -replicó la madre.

Nat sonrió mientras miraba a través de la ventanilla el paisaje de Connecticut. Durante los diecisiete días con sus correspondientes noches que había arrastrado la camilla casi sin comer ni dormir, se había preguntado si alguna vez vería de nuevo su tierra natal. Pensó en las palabras de su madre y estuvo de acuerdo con ella. Le enfurecía la idea de desperdiciar otro año sin hacer otra cosa que rellenar formularios y saludar a sus superiores mientras preparaba a su sustituto. Los jefes habían dejado claro que no le permitirían regresar a Vietnam y arriesgar así la vida de uno de los grandes héroes norteamericanos.

Aquella noche mientras cenaban su padre, después de repetir varias veces la conversación que había mantenido con el presidente, le pidió a Nat que les contara más cosas de Vietnam.

Nat dedicó más de una hora a describirles Saigón, el campo y sus pobladores, sin hacer casi ninguna referencia a su trabajo como oficial de intendencia.

– Los vietnamitas son personas amistosas y muy trabajadoras -les dijo a sus padres-. Parecen sinceros cuando dicen que les gusta tenernos allí, pero nadie, ni aquí ni allá, cree que podamos quedarnos para siempre. Mucho me temo que la historia considere todo el episodio como algo inútil y que en cuanto se acabe se borrará rápidamente de la memoria nacional. -Miró a su padre-. Al menos tu guerra tenía un sentido.

La madre asintió y Nat se sorprendió al ver que su padre no le respondía inmediatamente con una opinión contraria.

– ¿Hay alguna cosa que te llamara especialmente la atención y que guardas en tus recuerdos? -le preguntó su madre, en la ilusión de que su hijo le hablaría de su experiencia en el frente.

– Sí. La desigualdad entre los hombres.

– Estamos haciendo todo lo posible para ayudar a los vietnamitas.

– No me refiero al pueblo vietnamita, papá. Hablo de aquello que Kennedy describió como «mis compañeros norteamericanos».

– ¿Mis compañeros norteamericanos? -repitió la madre.

– Sí, porque lo que nunca olvidaré es el trato que damos a las minorías, sobre todo a los negros. La mayoría de los soldados en el campo de batalla son negros por la única y sencilla razón de que no pueden permitirse contratar a un buen abogado que les diga cómo librarse del reclutamiento.

– Tu mejor amigo…

– Lo sé -dijo Nat-, y me alegra que Tom pidiera una prórroga, porque bien podría haber corrido la misma suerte de Dick Tyler.

– O sea, que te arrepientes de tu decisión -afirmó su madre en voz baja.

Nat se tomó unos momentos antes de responder.

– No, pero muy a menudo pienso en Speck Foreman, en su esposa y sus tres hijos en Alabama; me pregunto para qué sirvió su muerte.

Nat se levantó temprano a la mañana siguiente para coger el primer tren con destino a Fort Benning. Miró la hora cuando el tren entró en la estación de Columbus. Todavía disponía de una hora antes de su cita con el coronel, así que decidió recorrer a pie los poco más de tres kilómetros que había hasta la academia. Mientras caminaba, el verse obligado a responder a los saludos de cualquiera por debajo del rango de capitán le recordó que se encontraba en una ciudad cuya vida se desarrollaba alrededor de la guarnición. Algunas personas le sonrieron al ver la medalla al honor, como si se hubiesen cruzado con una estrella deportiva.

Se presentó en la antesala del despacho del coronel Tremlett quince minutos antes de la hora convenida.

– Buenos días, capitán Cartwright -le saludó un ayudante de campo, todavía más joven que él-. El coronel me dijo que le hiciera pasar en cuanto llegara.

Nat entró en el despacho del coronel y se cuadró para saludarlo militarmente. Tremlett se levantó en el acto y se acercó para abrazarlo con grandes muestras de afecto. El ayudante de campo no disimuló su sorpresa porque hasta entonces había creído que solo los oficiales franceses se saludaban de esa guisa. El coronel le señaló una silla a Nat, y luego volvió a su asiento. Abrió un grueso expediente que estaba encima de la mesa y echó una ojeada a varias páginas.

– ¿Tiene alguna idea de lo que quiere hacer durante el año que viene, Nat?

– No, señor, pero a la vista de que no se me permite que vuelva a Vietnam, estoy más que dispuesto a aceptar su oferta anterior y permanecer en la academia para ayudarle con los nuevos alumnos.

– Ese trabajo ha sido asignado a otro -dijo Tremlett-; ya no tengo muy claro de que a largo plazo fuese lo más conveniente para usted.

– ¿Ha pensado en alguna otra cosa, señor?

– Ahora que lo menciona, así es -admitió el coronel-. En cuanto me confirmaron que regresaba a casa, llamé a los mejores abogados de la academia para que me aconsejaran. Por norma, desprecio a los abogados, unos tipejos que solo libran sus batallas en los juzgados, pero debo reconocer que en esta ocasión a uno de ellos se le ha ocurrido un plan verdaderamente genial. -Nat no hizo comentario alguno, porque quería saber cuanto antes qué se traía el coronel entre manos-. Las normas y los reglamentos se pueden interpretar de muchas maneras. ¿Cómo si no podrían los abogados conservar su trabajo? -comentó-. Hace un año, usted firmó el reclutamiento y después de recibir sus galones lo enviaron a Vietnam, donde, gracias a Dios, demostró que me había equivocado.

Nat quería decirle al coronel que dejara de andarse por las ramas, pero se contuvo.

– Por cierto, Nat, me he olvidado de preguntarle si le apetece un café.

– No, muchas gracias, señor -contestó Nat, que hizo todo lo posible por no mostrarse impaciente.

– Pues creo que yo me tomaré uno. -El coronel sonrió, mientras cogía el teléfono-. Prepáreme un café, Dan, y también un par de donuts. -Miró a Nat-. ¿Está seguro de que no cambiará de opinión?

– Se lo está pasando en grande, ¿no es así, coronel? -replicó Nat, con otra sonrisa.

– Para serle sincero, sí. Verá, me ha costado varias semanas conseguir que Washington aceptara mi propuesta y por tanto espero que me perdone si me divierto durante unos minutos más.

Nat mostró una expresión resignada y se acomodó en la silla.

– Por lo que se ve, hay muchas puertas abiertas a su disposición, aunque desde mi punto de vista casi todas ellas son una pérdida de tiempo. Podría, por ejemplo, solicitar la baja por las heridas en el campo de batalla. Si siguiésemos por ese camino, se le concedería una pequeña pensión y se podría marchar de aquí dentro de unos seis meses; después de sus servicios como oficial de intendencia no es necesario que le diga lo lento que es el papeleo. También podría, por supuesto, acabar su período de servicio aquí mismo, en la academia, pero la verdad sea dicha, ¿quiero a un lisiado a mi servicio? -preguntó el coronel, muy complacido consigo mismo, cuando el ayudante de campo entró en el despacho con una cafetera y dos tazas-. Por otro lado, podría aceptar un destino en un entorno mucho más agradable, pongamos Honolulú, aunque supongo que no necesita ir hasta allí para conseguirse a una bailarina. Sin embargo, por lo que se ve cualquier oferta solo serviría para que continúe dando taconazos durante otro año. Así que ahora me veo en la necesidad de formularle una pregunta, Nat. ¿Qué tiene planeado hacer, después de terminar los dos años de servicio?

– Volver a la universidad, señor, y continuar con mis estudios.

– Esa es exactamente la respuesta que esperaba -afirmó el coronel-, así que eso es justo lo que hará.

– El nuevo curso comienza la semana que viene -le recordó Nat-; usted mismo ha dicho que el papeleo tardará como…

– A menos que quiera firmar por otros seis años. Entonces verá cómo el papeleo se soluciona con una rapidez sorprendente.

– ¿Firmar por otros seis años? -repitió Nat, dominado por la incredulidad más absoluta-. Confiaba en abandonar el ejército, no en quedarme.

– Se marchará -replicó el coronel-, pero solo si firma por otros seis años. Verá, con sus calificaciones, Nat -añadió mientras se levantaba para pasearse por el despacho-, puede solicitar inmediatamente el ingreso en cualquier clase de estudios superiores; lo que es más, el ejército se los pagará.

– Ya tengo una beca -le recordó Nat a su comandante.

– Soy muy consciente de ello, está todo aquí -dijo el coronel y le señaló el expediente abierto-. Pero la universidad no le ofrece además la paga de capitán.

– ¿Me pagarán por ir a la universidad?

– Sí, recibirá la paga íntegra de capitán, además de una asignación por servicios en ultramar.

– ¿Servicios en ultramar? No pienso solicitar una plaza en la universidad de Vietnam. Quiero ir a Connecticut y después a Yale.

– Es lo que hará, porque la reglamentación estipula que si, y solo si, ha servido en el extranjero, en una zona de combate, y, cito textualmente -el coronel buscó la página en el expediente-, «entonces la solicitud para cursar estudios superiores recibirá el mismo trato que el de su último destino». He decidido que los abogados son merecedores de mi estimación -añadió-, porque aunque no se lo crea, han dado con algo todavía mejor. -Tremlett bebió un trago de café mientras Nat permanecía en silencio-. No solo recibirá la paga completa de capitán y la asignación por servicios en el extranjero, sino que debido a su herida, al final de los seis años, pasará automáticamente a la reserva y estará en condiciones de solicitar la pensión de capitán.

– ¿Cómo consiguieron colarle algo así al Congreso? -preguntó Nat.

– Supongo que nunca se les ocurrió pensar que alguien podría entrar en las cuatro categorías al mismo tiempo -contestó el coronel.

– En alguna parte tiene que estar la trampa.

– Sí, hay una -comentó el comandante con una expresión seria-, porque incluso el Congreso tiene que protegerse la retaguardia. -Nat esperó a que se la dijera-. En primer lugar, tendrá que presentarse en Fort Benning todos los años para dos semanas de entrenamiento intensivo.

– Eso es algo que me encanta -afirmó Nat.

– Luego, cuando pasen los seis años -continuó el coronel sin hacer caso de la interrupción-, permanecerá en la lista de servicio activo hasta que cumpla los cuarenta y cinco años, así que si hay alguna otra guerra, podrían llamarle a filas.

– ¿Eso es todo? -preguntó Nat, incrédulo.

– Eso es todo -le confirmó el coronel.

– ¿Qué tengo que hacer ahora?

– Firmar los seis documentos que han redactado los abogados; después le enviaremos de vuelta a la Universidad de Connecticut de aquí a una semana. Por cierto, ya he hablado con el secretario y me ha dicho que le esperan para las clases del lunes. Me pidió que le comunicara que la primera clase es a las nueve de la mañana. A mí me parece un poco tarde.

– Usted ya sabía cuál sería mi respuesta, ¿no es así, señor?

– Debo reconocer que me pareció que lo consideraría una alternativa mejor a la de tener que prepararme el café durante los próximos doce meses. ¿Está seguro de que no quiere acompañarme? -preguntó el coronel, mientras se servía una segunda taza.

– ¿Aceptas a esta mujer como tu legítima esposa? -preguntó el obispo de Connecticut.

– Sí -respondió Jimmy.

– ¿Aceptas a este hombre como tu legítimo esposo?

– Sí -contestó Joanna.

– ¿Aceptas a esta mujer como tu legítima esposa? -repitió el obispo.

– Sí -respondió Fletcher.

– ¿Aceptas a este hombre como tu legítimo esposo?

– Sí -contestó Annie.

Los casamientos dobles eran un acontecimiento muy poco frecuente en Hartford y el obispo declaró que eran los primeros que había oficiado.

El senador Gates ocupaba el primer lugar en la fila de la recepción y le dedicaba una sonrisa a cada uno de los invitados que llegaba. Los conocía a casi todos ellos. Después de todo, eran sus dos hijos quienes se casaban el mismo día.

– ¿Quién hubiese dicho que Jimmy acabaría casándose con la chica más brillante de su clase? -comentaba Harry, con orgullo.

– ¿Por qué no? -replicó Martha-. Tú lo hiciste y no te olvides de que, gracias a Joanna, consiguió acabar cum laude.

– Cortaremos la tarta en el momento en que todos estén sentados a la mesa -anunció el jefe del comedor-. Necesito que los recién casados se coloquen delante y los padres detrás de la tarta cuando se hagan las fotos.

– No tendrá que preocuparse de mi marido -le dijo Martha Gates-. En cuanto aparezca la primera cámara, Harry estará delante en menos que canta un gallo; es deformación profesional.

– Una verdad como un templo -admitió el senador. Se volvió hacia Ruth Davenport, quien miraba con expresión pensativa a su nuera.

– Hay momentos en los que me pregunto si ambos no son demasiado jóvenes.

– Tienen veinte años -afirmó el senador-. Martha y yo nos casamos cuando ella tenía la misma edad.

– Pero Annie aún no ha terminado la carrera.

– ¿Importa mucho eso? Han estado juntos durante los últimos seis años. -El senador se volvió para saludar a un nuevo invitado.

– Algunas veces desearía… -comenzó Ruth.

– ¿Qué es lo que algunas veces deseas? -le preguntó Robert, que se encontraba junto a su esposa.

Ruth se giró para que el senador no oyera su respuesta.

– Nadie quiere a Annie más que yo, pero algunas veces lamento que… -titubeó- no hubiesen salido más con otros chicos y chicas.

– Fletcher conoce a muchísimas chicas, pero sencillamente no ha querido salir con ninguna. -Robert se mantuvo callado mientras el camarero le llenaba de nuevo la copa de champán-. Por cierto, ¿cuántas veces he ido contigo de compras, para que después acabaras comprando el primer vestido que te habías probado?

– Eso es algo que no me impidió considerar a otros hombres antes de que me decidiera por ti -le recordó Ruth.

– Sí, pero aquello fue diferente, porque ninguno de ellos te quería.

– Robert Davenport, te diré que…

– Ruth, ¿has olvidado cuántas veces te pedí que te casaras conmigo antes de que me aceptaras? Incluso traté de dejarte embarazada.

– Nunca me lo dijiste -exclamó Ruth, con una mirada de sorpresa.

– Es evidente que has olvidado los años que pasaron antes de que naciera Fletcher.

Ruth volvió a mirar de nuevo a su nuera.

– Confiemos en que ella no tenga que enfrentarse al mismo problema.

– No hay ningún motivo para suponerlo. No es Fletcher quien dará a luz. Yo diría que Fletcher, como yo, nunca volverá a mirar a otra mujer durante el resto de su vida.

– ¿Nunca has vuelto a mirar a otra mujer desde que nos casamos? -le preguntó Ruth después de estrechar las manos de otros dos invitados.

– No -contestó Robert antes de beber otro trago de champán-. Me he acostado con varias, pero nunca las miré.

– Robert, ¿cuánto has bebido?

– No he contado las copas -admitió Robert, mientras Jimmy se apartaba de la fila.

– ¿De qué se ríen ustedes dos, señor Davenport?

– Le hablaba a Ruth de mis muchas conquistas, pero se niega a creerme. Dime una cosa, Jimmy, ¿a qué te dedicarás cuando te gradúes?

– Me uniré a Fletcher para estudiar derecho. Es probable que no me resulte algo sencillo, pero con su hijo para que me saque adelante durante el día y Joanna por la noche, quizá lo consiga. Seguramente están muy orgullosos de él.

– Magna cum laude y representante del claustro de estudiantes -manifestó Robert-. Claro que lo estamos. -Levantó la copa vacía para que el camarero la volviera a llenar.

– Estás borracho -le reprochó Ruth, divertida.

– Como siempre, querida, tienes toda la razón, pero eso no impedirá que me sienta tremendamente orgulloso de mi único hijo.

– Pues nunca hubiese llegado a representante estudiantil sin la colaboración de Jimmy -afirmó Ruth rotundamente.

– Es muy amable de su parte decirlo, señora Davenport, pero no olvide que Fletcher obtuvo una victoria aplastante.

– Así es, pero solo después de que tú convencieras a Tom… como se llame, que debía retirarse y respaldar a Fletcher.

– Quizá fue una ayuda. Así y todo, Fletcher fue quien propuso los cambios que afectarán a las futuras generaciones de estudiantes de Yale -dijo Jimmy. Annie se reunió con ellos-. Hola, hermanita.

– Cuando sea presidenta de la General Motors, ¿continuarás llamándome de esa manera tan absurda?

– Claro que sí, y lo que es más, nunca volveré a conducir un Cadillac.

Annie estaba a punto de golpearlo, cuando el jefe de comedor les anunció que había llegado el momento de cortar la tarta.

Ruth cogió a su nuera por el talle.

– No hagas el más mínimo caso de tu hermano -le dijo-, porque en cuanto acabes la carrera, le habrás puesto en su lugar.

– No tengo nada que demostrarle a mi hermano -replicó Annie-. Es su hijo quien siempre ha marcado el paso.

– Creo que también podrás ganarle a él -afirmó Ruth.

– No estoy muy segura de querer hacerlo -opinó Annie-. Dice que quiere dedicarse a la política en cuanto sea abogado.

– Eso no tendría que impedirte acabar tus estudios universitarios.

– No, pero tampoco soy tan orgullosa como para no hacer los sacrificios que sean si con ello le ayudo a realizar sus ambiciones.

– Tienes todo el derecho a tener tu propia profesión -proclamó Ruth.

– ¿Por qué? ¿Porque de pronto se ha puesto de moda? Quizá no soy como Joanna -señaló la joven mientras miraba a su cuñada-. Sé lo que quiero, Ruth, y haré todo lo que sea necesario para conseguirlo.

– ¿Qué es lo que deseas? -le preguntó Ruth en voz baja.

– Apoyar al hombre que amo durante el resto de mi vida, criar a sus hijos, disfrutar con sus éxitos, y a la vista de todas las presiones de los setenta, eso puede resultar mucho más duro que obtener un magna cum laude de Vassar -dijo Annie mientras cogía el cuchillo de plata con el mango de marfil-. Sospecho que celebraremos muchas menos bodas de oro en el siglo veintiuno que en este.

– Eres un hombre afortunado, Fletcher -le comentó su madre en el momento que Annie empezaba a cortar la tarta.

– Lo sé incluso desde antes de que le quitaran el aparato de ortodoncia -afirmó Fletcher.

Annie le pasó el cuchillo a Joanna.

– Pide un deseo -le susurró Jimmy.

– Ya lo he hecho, pipiolo -replicó ella-, y lo que es más: se me ha concedido.

– Ah, ¿te refieres al privilegio de casarte conmigo?

– Dios bendito, no, es muchísimo más importante que eso.

– ¿Qué puede haber que sea más importante?

– Vamos a tener un hijo.

Jimmy abrazó a su esposa.

– ¿Cuándo sucedió?

– No sé el momento exacto, pero dejé de tomar la píldora en cuanto me convencí de que te licenciarías.

– Eso es maravilloso. Venga, vamos a compartir la noticia con nuestros invitados.

– Si les dices una sola palabra, te clavaré el cuchillo a ti en lugar de cortar la tarta. Siempre he sabido que sería un error casarme con un pipiolo pelirrojo.

– Estoy seguro de que el bebé será pelirrojo.

– No estés tan seguro, jovenzuelo, porque si se lo dices a alguien, declararé no saber quién es el padre.

– Damas y caballeros -gritó Jimmy, mientras su esposa levantaba el cuchillo-, quiero comunicarles algo. -El silencio se impuso en la sala-. Joanna y yo vamos a tener un bebé.

El silencio se prolongó una fracción de segundo y luego los quinientos invitados comenzaron a aplaudir con entusiasmo.

– Estás muerto, pipiolo -afirmó Joanna y clavó el cuchillo en la tarta.

– Lo supe desde el momento en que te conocí, señora Gates, pero creo que debemos tener por lo menos tres hijos antes de que me mates.

– Bueno, senador, está usted camino de convertirse en abuelo -comentó Ruth-. Le felicito. No veo la hora de ser abuela, aunque sospecho que pasará algún tiempo antes de que Annie tenga su primer hijo.

– Estoy seguro de que ni siquiera pensará en el tema hasta que acabe los estudios -respondió Harry Gates-, sobre todo cuando se enteren de lo que tengo pensado para Fletcher.

– ¿No podría ocurrir que Fletcher no quiera seguir sus planes? -indicó Ruth.

– No mientras Jimmy y yo consigamos hacerle sentir desde el primer momento que ha sido idea suya.

– ¿No cree que en estos momentos quizá ya sepa qué se trae usted entre manos?

– Ha sido capaz de hacerlo desde el día que le conocí en el partido de Hotchkiss contra Taft hace casi diez años. En aquel momento tuve claro que él sería capaz de poner el listón mucho más alto que yo. -El senador rodeó la cintura de Ruth con el brazo-. Sin embargo, hay un problema y quizá pueda necesitar su ayuda.

– ¿De qué se trata?

– No creo que Fletcher haya decidido todavía si es demócrata o republicano, y sé la opinión de su marido…

– ¿No es una noticia maravillosa que Joanna esté embarazada? -le dijo Fletcher a su suegra.

– Desde luego que sí -admitió Martha-. Harry ya está contando la renta de votos que tendrá en cuanto se convierta en abuelo.

– ¿Por qué cree que ganará votos?

– Las personas de la tercera edad son el sector del electorado que más crece, así que puede representar un porcentaje de un punto el que vean a Harry pasear a su nieto en el cochecito.

– Si Annie y yo tenemos un hijo, ¿también representará un punto más?

– No, no, todo es cuestión del momento oportuno. Recuerda que Harry se presentará a la reelección dentro de dos años.

– ¿No cree que podríamos planear el nacimiento de nuestro hijo para que coincida con la fecha de las elecciones?

– Te sorprendería saber cuántos políticos lo hacen -replicó Martha.

– Enhorabuena, Joanna -dijo el senador y abrazó a su nuera.

– ¿Cree que su hijo será alguna vez capaz de guardar un secreto? -le susurró ella mientras sacaba el cuchillo de la tarta.

– No lo hará si así consigue hacer felices a sus amigos -admitió el senador-, pero si creyera que podría dañar a alguien que quiere, se llevaría el secreto a la tumba.

16

El profesor Karl Abrahams entró en el aula cuando el reloj marcaba las nueve en punto. El profesor daba ocho conferencias por semestre y se decía que nunca había faltado a ninguna en treinta y siete años. Muchos otros comentarios referentes a Karl Abrahams no tenían ningún fundamento, así que él los descartaba como rumores y, por tanto, inadmisibles.

Sin embargo, dichos comentarios habían persistido hasta convertirse en parte de la leyenda del personaje. No había ninguna duda de que poseía un ingenio sardónico, como bien podían testimoniar los alumnos que habían sido sus víctimas. Si era verdad que tres presidentes lo habían invitado a formar parte del Tribunal Supremo solo los tres dirigentes lo sabían. No obstante, había constancia de que al responder a una pregunta sobre este tema, Abrahams había manifestado que el mejor servicio que podía dar a la nación era formar a la siguiente generación de abogados y conseguir que fuesen honrados y sinceros, más que ocuparse de arreglar los desaguisados cometidos por tantos malos letrados.

El Washington Post, en una nota biográfica no autorizada, señalaba que Abrahams había sido profesor de dos jueces del actual Tribunal Supremo, veintidós jueces federales y varios de los decanos de las principales facultades de derecho.

Cuando Fletcher y Jimmy asistieron a la primera de las ocho conferencias de Abrahams, no se habían llevado a engaño respecto al duro trabajo que tenían por delante. Así y todo, Fletcher creía que durante su último año de estudios había dedicado horas más que suficientes, y en muchas ocasiones se había ido a dormir bien pasada la medianoche. Al profesor Abrahams le llevó alrededor de una semana habituarle a trabajar en las horas que antes dedicaba al sueño.

El profesor Abrahams recordaba constantemente a sus alumnos de primero que no todos asistirían a su última conferencia dirigida a los licenciados en derecho al final del curso. Jimmy agachó la cabeza. Fletcher comenzó a dedicar tantas horas al trabajo de documentación que Annie casi nunca lo veía antes de que las puertas de la biblioteca estuvieran cerradas a cal y canto. Jimmy a veces se marchaba un poco antes para estar con Joanna, pero casi nunca lo hacía sin cargar con varios libros. Fletcher le comentó a Annie que nunca había visto a su cuñado trabajar tanto.

– No lo tendrá nada fácil cuando nazca el bebé -le recordó Annie a su marido uno de los días en que fue a buscarlo a la biblioteca.

– Joanna lo ha organizado de manera que el bebé nazca durante las vacaciones y así volver al trabajo cuando comience el curso.

– No quiero que nuestro hijo crezca de esa manera -le comentó Annie-. Quiero criar a mis hijos en nuestra casa; que tengan una madre dedicada exclusivamente a ellos y un padre que regrese del trabajo lo bastante temprano como para leerles un cuento antes de que se vayan a la cama.

– Por mí de acuerdo -dijo Fletcher-. Pero si cambias de opinión y decides llegar a dirigir la General Motors, no tendré el menor inconveniente en cambiarles los pañales.

Lo primero que sorprendió a Nat cuando regresó a la universidad fue lo inmaduros que parecían sus antiguos compañeros. Tenía créditos suficientes para pasar a segundo curso, pero los estudiantes que había frecuentado antes de alistarse seguían interesados por los grupos musicales o las estrellas de cine que estaban de moda; él ni siquiera había escuchado a los Doors. Hasta que no asistió a la primera clase no comprendió del todo lo mucho que la experiencia de Vietnam había cambiado su vida.

También se dio cuenta de que sus compañeros no lo trataban como si fuese uno de ellos y que algunos de los profesores se mostraban un tanto impresionados. Nat disfrutaba del respeto que le otorgaban, pero descubrió muy pronto que no siempre lo miraban con buenos ojos. Discutió el tema con Tom durante las vacaciones de Navidad y su amigo le dijo que era hasta cierto punto lógico que algunos le vieran con cierto recelo: después de todo, creían que él había matado por lo menos a un centenar de soldados del Vietcong.

– ¿Por lo menos un centenar? -repitió Nat.

– Mientras que otros han leído artículos sobre el trato que las mujeres vietnamitas les dispensan a nuestros soldados.

– Pues no he sido yo uno de los afortunados; de no haber sido por Mollie, me hubiese mantenido célibe.

– Mi consejo es que no les saques del error -afirmó Tom-, porque no dudo que los hombres te envidian y las mujeres se sienten intrigadas. Lo que menos te interesa es que descubran que eres un ciudadano respetuoso de las leyes como cualquier otro.

– Algunas veces me gustaría que recordaran que yo también tengo diecinueve años -replicó Nat.

– El problema es que el capitán Cartwright, distinguido con la medalla al honor, no da la impresión de tener diecinueve años; además, mucho me temo que la cojera es un recuerdo permanente.

Nat siguió el consejo de su amigo y decidió consumir sus energías en el aula, el gimnasio y las carreras campo a través. Los médicos le habían advertido que tardaría por lo menos un año en estar en condiciones de correr, si es que llegaba a poder hacerlo. Después de tan pesimista pronóstico, nunca dedicó menos de una hora al día a ejercitarse en el gimnasio: trepaba por las cuerdas, hacía pesas y de cuando en cuando jugaba un partido de paddle. Para finales del primer semestre ya podía recorrer la pista a buen paso, aunque tardaba una hora y veinte minutos en cubrir los nueve kilómetros. Miró su viejo horario de entrenamiento y vio que su marca cuando estaba en primero aún se mantenía en treinta y cuatro minutos dieciocho segundos. Se prometió a sí mismo que la batiría antes de acabar el segundo curso.

Otro problema al que se enfrentó Nat fue la respuesta que escuchaba cada vez que quería salir con una chica. Algunas solo pretendían acostarse con él en el acto, mientras que otras lo rechazaban de mala manera. Tom le había advertido que llevárselo a la cama era algo así como un trofeo que se disputaban muchas estudiantes y Nat no tardó mucho en descubrir que había algunas que se jactaban falsamente de haberlo conseguido.

– La fama tiene sus desventajas -comentó Nat.

– Si quieres cambiamos -le replicó Tom.

La única excepción resultó ser Rebecca, quien dejó claro desde el día que Nat regresó al campus que deseaba una segunda oportunidad. Nat se mostró algo escéptico en el tema de reavivar la vieja llama y llegó a la conclusión de que si querían reanudar la relación, tendría que ser poco a poco. Rebecca, en cambio, tenía otros planes.

Después de la segunda cita, lo invitó a su habitación para tomar un café e intentó desnudarlo apenas cerró la puerta. Nat se apartó y lo único que se le ocurrió dar como excusa fue que al día siguiente tenía programada una carrera. Rebecca no se dio por vencida y cuando reapareció unos minutos más tarde con dos tazas de café, llevaba como única prenda un camisón casi transparente. Nat comprendió de pronto que no sentía nada por ella, así que se bebió el café de un trago y volvió a decirle que necesitaba irse a dormir temprano.

– En el pasado los entrenamientos no te preocupaban en lo más mínimo -se burló Rebecca.

– Entonces tenía un buen par de piernas -le replicó Nat.

– Quizá lo que ocurre es que ya no estoy a tu altura -señaló Rebecca-, ahora que todo el mundo te considera un héroe.

– No tiene nada que ver con eso. Solo…

– Solo es que Ralph acertó contigo desde el primer momento.

– ¿Qué quieres decir? -le preguntó Nat vivamente.

– Que sencillamente eres inferior a él. -Rebecca guardó silencio un momento-. Dentro o fuera de la cama.

Nat iba a responderle, pero decidió que no valía la pena. Se marchó sin decir palabra. Más tarde, mientras estaba en la cama, se dio cuenta de que Rebecca, como muchas otras cosas, formaba parte de su pasado.

Uno de los descubrimientos más sorprendentes que hizo Nat a su regreso a la universidad fue ver el número de condiscípulos que le presionaban para que fuese el rival de Elliot en las elecciones para representante del claustro de estudiantes. Pero Nat dejó bien claro que no tenía el menor interés en presentarse a unas elecciones cuando todavía necesitaba hacer grandes esfuerzos para recuperar el tiempo perdido.

Cuando regresó a casa al final de su segundo curso, Nat le comentó a su padre que estaba tan satisfecho con que su tiempo en la carrera de campo a través hubiera bajado de una hora como por haber terminado el curso entre los seis primeros de la clase.

Nat y Tom viajaron a Europa durante el verano. Nat descubrió que una de las muchas ventajas del sueldo de capitán era que le permitía acompañar a su amigo íntimo sin tener la sensación de que no podía permitirse ese lujo.

La primera escala fue Londres, donde presenciaron el desfile de la guardia por Whitehall. Nat se dijo a sí mismo que hubiesen sido una fuerza formidable en Vietnam. En París, pasearon por los Campos Elíseos y lamentaron tener que recurrir al diccionario cada vez que veían a una mujer hermosa. Luego viajaron a Roma, donde en los pequeños restaurantes de callejuelas perdidas descubrieron el verdadero sabor de la pasta; juraron que nunca más volverían a comer en un McDonald’s.

Pero hasta que no llegaron a Venecia Nat no cayó rendido del todo; en un santiamén se convirtió en un joven promiscuo y sus gustos iban desde los desnudos a las vírgenes. Todo comenzó con Da Vinci, seguido por Bellini y luego Luini. Tal era la intensidad de su emoción que Tom estuvo de acuerdo en que pasarían algunos días más en Italia y que añadirían Florencia a su itinerario. En cada esquina se encontraba con una nueva amante: Miguel Ángel, Caravaggio, Canaletto, Tintoretto. Prácticamente cualquiera con una o al final del apellido era digno de figurar en el harén de Nat.

El profesor Karl Abrahams llegó puntualmente para dar su quinta clase del semestre y miró a los alumnos que llenaban el aula.

Comenzó la clase sin un libro, una carpeta o siquiera una nota delante, mientras les explicaba el caso de Carter contra Amalgamated Steel, que hizo historia.

– El señor Carter -comenzó el profesor- perdió un brazo en un accidente laboral en mil novecientos veintitrés y fue despedido sin recibir ni un céntimo como indemnización. Estaba incapacitado para buscar un nuevo empleo en su ramo, dado que ninguna otra siderúrgica le hubiera dado trabajo a un hombre manco, y cuando no le aceptaron para trabajar como portero en un hotel local, comprendió que no volvería a trabajar nunca más. La ley de indemnizaciones laborales no se aprobó hasta mil novecientos veintisiete, así que el señor Carter decidió dar el paso nada habitual y casi desconocido en aquel entonces de demandar a sus patronos. No podía permitirse contratar a un abogado, eso es algo que no ha cambiado con los años, pero un joven estudiante de derecho, que consideraba que el señor Carter no había recibido la indemnización que se merecía, se ofreció voluntario para representarlo en el juzgado. Ganó el caso y Carter fue indemnizado con cien dólares, una cantidad que seguramente ustedes considerarán como mínimo exigua para la lesión sufrida. No obstante, la actuación de estos dos hombres fue la responsable de que se modificara la ley. Confiemos en que alguno de ustedes pueda hacer en algún momento futuro que se modifique una ley para reparar una injusticia. Un inciso: el joven abogado se llamaba Theo Rampleiri. Se libró por los pelos de que no le echaran de la facultad por dedicar tanto tiempo al caso Carter. Más tarde, años después, fue designado como miembro del Tribunal Supremo.

Abrahams se calló un momento y frunció el entrecejo.

– El año pasado la General Motors le pagó al señor Cameron cinco millones de dólares por la pérdida de una pierna. Esto a pesar de que la empresa demostró que la lesión se había debido a la negligencia del señor Cameron. -Abrahams les explicó paso a paso el juicio, antes de añadir-: La ley es muy a menudo, como el señor Charles Dickens deseaba hacernos creer, una bestia, y quizá todavía más importante, indiscriminadamente imperfecta. No tengo palabras para el abogado que solo busca la manera de saltarse las leyes, sobre todo cuando saben exactamente qué pretendían el Senado y el Congreso cuando las aprobaron. Habrá aquellos entre vosotros que olvidarán estas palabras en cuanto entren en alguna ilustre firma de abogados, cuyo único interés es ganar como sea. Pero habrá otros, quizá no muchos, que recordarán las palabras de Lincoln: «Que se haga justicia».

Fletcher dejó de tomar apuntes por un momento y miró a su profesor.

– Para la clase siguiente -dijo Abrahams-, espero que hayan buscado los cinco casos que siguieron al de Carter contra Amalgamated Steel, hasta Demetri contra Demetri, todos los cuales dieron pie a modificaciones en la ley. Podrán trabajar en parejas, pero las parejas no se podrán consultar entre ellas. Espero que haya quedado claro. -El reloj marcó las once-. Buenos días, damas y caballeros.

Fletcher y Jimmy compartieron el trabajo de buscar documentación de los casos y para el final de la semana, habían encontrado tres que eran relevantes. Joanna recordó por casualidad un cuarto que había oído mencionar en Ohio durante la infancia, aunque rehusó darles cualquier otra pista.

– ¿Qué hay de aquello de obedecerás, honrarás y respetarás? -le recriminó Jimmy.

– Nunca prometí obedecerte, jovenzuelo -se limitó a decir ella-. Por cierto, si Elizabeth se despierta durante la noche te toca a ti cambiarle el pañal.

– Sumner contra Sumner -exclamó Jimmy con tono triunfal cuando se acostó pasada la medianoche.

– No está mal, pipiolo, pero aún tienes que encontrar el quinto para las diez de la mañana del lunes si confías en arrancarle una sonrisa al profesor Abrahams.

– Creo que necesitaremos bastante más que eso para mover los labios de ese bloque de piedra -replicó Jimmy.

Nat la vio correr delante de él mientras subía la colina y calculó que la adelantaría en la pendiente de bajada. Controló el tiempo cuando llegó a la mitad del recorrido. Diecisiete minutos y nueve segundos. Estaba seguro de que superaría su mejor marca personal y que volvería a formar parte del equipo en los primeros juegos de la temporada.

Se sentía pletórico de energía cuando superó la cima de la colina y entonces maldijo en voz alta. Aquella estúpida mujer había tomado por el camino erróneo. Tenía que ser una estudiante de primero. Comenzó a gritarle, pero no le respondió. Volvió a maldecir, cambió de dirección y fue tras ella. En el momento que bajaba la pendiente, la muchacha se volvió súbitamente y pareció sorprenderse.

– Vas en la dirección equivocada -le gritó Nat, dispuesto a dar media vuelta para seguir con el recorrido cuanto antes, pero entonces decidió acercarse para verla mejor. Corrió hasta llegar junto a ella y se mantuvo en movimiento para no enfriarse.

– Muchas gracias. Es la segunda vez que recorro el circuito y no recordaba cuál era el camino correcto en la cima de la colina.

– Tienes que seguir el sendero más angosto. -Nat le sonrió-. El más ancho te lleva directamente al bosque.

– Muchas gracias -repitió ella, y echó a correr ladera arriba sin añadir nada más.

Nat la persiguió y en cuanto le dio alcance, corrió a su lado hasta que llegaron a la cima. Se despidió de ella después de asegurarse de que esta vez seguía el camino correcto.

– Nos veremos más tarde -le dijo, pero si ella respondió a la despedida, Nat no la escuchó.

Volvió a controlar el tiempo cuando cruzó la línea de meta. Cuarenta y tres minutos cincuenta y un segundos. Maldijo una vez más mientras calculaba cuánto tiempo había perdido en acompañar a la muchacha. No le importaba. Comenzó con los ejercicios de enfriamiento y les dedicó más tiempo del habitual, mientras esperaba la llegada de la muchacha.

La joven no tardó mucho en aparecer en la cima y bajó la ladera hacia la línea de meta, sin darse mucha prisa.

– Lo has conseguido -comentó Nat con una sonrisa mientras se acercaba sin dejar de correr. Ella no le devolvió la sonrisa-. Soy Nat Cartwright.

– Sé quién eres -replicó la muchacha secamente.

– ¿Nos conocemos?

– No. Solo te conozco por tu reputación.

Acto seguido, la joven se alejó corriendo hacia el vestuario de mujeres sin darle más explicaciones.

– De pie todos aquellos que han encontrado los cinco casos.

Fletcher y Jimmy se levantaron con sendas expresiones de triunfo, algo que les duró muy poco cuando vieron que por lo menos un setenta por ciento de la clase se había levantado también.

– ¿Cuatro? -preguntó el profesor que procuró no parecer demasiado desdeñoso. La mayoría de los que habían permanecido sentados se levantaron y solo quedó un diez por ciento sin moverse de sus asientos. Fletcher se preguntó cuántos de ellos acabarían el curso-. Pueden sentarse -dijo Abrahams-. Comenzaremos con el caso de Maxwell River Gas contra Pennstone. ¿Cuáles fueron los cambios que se introdujeron en la ley a partir de este caso en particular? -Señaló a un alumno de la tercera fila.

– En mil novecientos treinta y dos se convirtió en responsabilidad de las empresas asegurar que la maquinaria cumpliera con las normas de seguridad y que los empleados aprendieran los procedimientos de emergencia.

El profesor señaló a otro alumno.

– Se dispuso que se colocarían instrucciones escritas para que todos los trabajadores pudieran leerlas.

– ¿Cuándo se convirtió en redundante dicha disposición?

El dedo se movió y respondió otra voz.

– Reynolds contra McDermond Timber.

– Correcto. -Otro alumno-. ¿Por qué?

– Reynolds sufrió la amputación de tres dedos mientras aserraba un tronco. Su defensa demostró que no sabía leer y que no le habían dado ninguna instrucción oral referente al manejo de la máquina.

– ¿Cuál fue el fundamento de la nueva ley? -El dedo se movió de nuevo.

– La ley laboral de mil novecientos treinta y cuatro, cuando se convirtió en responsabilidad del patrono enseñar a todo el personal, oralmente y por escrito, cómo utilizar las máquinas.

– ¿Cuándo fue necesario introducir nuevas modificaciones? -El profesor señaló a otro alumno.

– Rush contra el gobierno.

– Correcto. Pero ¿por qué el gobierno ganó el caso a pesar de ser culpable? -Otra selección.

– No lo sé, señor.

El dedo se desvió despectivamente y buscó a algún otro que sí lo supiera.

– El gobierno defendió su posición cuando se demostró que Rush había firmado una declaración donde se decía… -El dedo se movió.

– … que había recibido todas las instrucciones estipuladas por la ley.

El dedo se movió otra vez.

– Además, había continuado en su trabajo una vez transcurrido el período de tres años.

El dedo siguió moviéndose.

– … pero el gobierno demostró que no era una empresa en el sentido literal de la palabra, dado que la ley había sido mal redactada por los políticos.

– No culpen a los políticos -les advirtió Abrahams-. Son los abogados quienes redactan las leyes, así que deben asumir la responsabilidad. Los políticos no fueron los culpables en esta ocasión y, por tanto, después de que el tribunal aceptara que el gobierno no estaba obligado a cumplir su propia legislación, ¿cuál fue la causa de que se volviera a modificar la ley? -Señaló a otro alumno aterrorizado.

– Demetri contra Demetri -respondió el alumno.

– ¿Cuál fue la diferencia con las leyes anteriores? -El dedo señaló a Fletcher.

– Fue la primera vez que un miembro de una familia demandó a otro por negligencia mientras aún estaban casados, además de ser propietarios al cincuenta por ciento de la empresa en cuestión.

– ¿Por qué no prosperó la demanda? -preguntó Abrahams, sin desviar la mirada.

– Porque la señora Demetri se negó a testificar contra su marido.

El dedo señaló a Jimmy.

– ¿Por qué se negó? -quiso saber Abrahams.

– Porque era estúpida.

– ¿Por qué era estúpida? -preguntó el profesor.

– Porque probablemente el marido se acostó con ella la noche anterior o le dio una paliza, o las dos cosas a la vez, y la mujer decidió cerrar el pico.

Se escucharon algunas risas.

– ¿Fue usted testigo del acto amoroso, señor Gates, o de la paliza? -preguntó Abrahams, y las risas sonaron más con más fuerza.

– No, señor, pero estoy seguro de que ocurrió algo parecido.

– Puede que tenga usted razón, señor Gates, pero no hubiese podido probar lo que tuvo lugar aquella noche en el dormitorio a menos de que dispusiera de un testigo ocular. De haber hecho una declaración de ese calibre en el juicio, el abogado de la otra parte habría protestado, el juez habría admitido la protesta y el jurado le habría tomado por un tonto, señor Gates. Pero todavía más importante es que le hubiese fallado a su cliente. Nunca confíe en lo que quizá pasó, por muy probable que parezca, a menos que pueda demostrarlo. Si no puede, guarde silencio.

– Pero… -comenzó Fletcher.

Varios alumnos se apresuraron a agachar la cabeza, otros contuvieron la respiración, mientras que los restantes miraban a Fletcher, estupefactos.

– ¿Nombre?

– Davenport, señor.

– ¿Por casualidad está usted en condiciones de explicarnos qué ha querido decir con ese «pero», señor Davenport?

– La señora Demetri fue informada por su abogado de que si ganaba el caso, dado que ninguno de los dos era el socio mayoritario, la empresa cesaría su actividad económica. La ley Kendall de mil novecientos cuarenta y uno. Entonces ella puso a la venta sus acciones, que fueron adquiridas por el principal competidor de su marido, un tal señor Canelli, por cien mil dólares. No puedo probar que el señor Canelli se estuviera, o no, acostando con la señora Demetri, pero sí sé que la empresa se declaró en quiebra un año más tarde; entonces ella recompró las acciones a diez centavos cada una, por un monto de siete mil trescientos dólares, y a continuación formó una nueva sociedad con su marido.

– ¿El señor Canelli pudo demostrar que los Demetri habían actuado en complicidad?

Fletcher pensó la respuesta a fondo. ¿Abrahams le estaba tendiendo una trampa?

– ¿Por qué vacila? -le preguntó Abrahams.

– No constituye una prueba, profesor.

– No importa. ¿Qué es lo que quiere decirnos?

– La señora Demetri tuvo su segundo hijo un año más tarde y en la partida de nacimiento consta como padre el señor Demetri.

– Tiene usted razón, no es una prueba. Entonces, ¿cuál fue la acusación?

– Ninguna. La verdad es que la nueva empresa fue todo un éxito.

– Si fue así, ¿cómo fue que contribuyeron a la modificación de la ley?

– El juez puso el caso en manos del fiscal general de aquel estado para que lo estudiara.

– ¿Qué estado?

– El estado de Ohio y la consecuencia fue que aprobaron la ley de sociedades matrimoniales.

– ¿En qué año?

– En mil novecientos cuarenta y nueve.

– ¿Cuáles fueron los cambios relevantes?

– Los cónyuges no pueden recomprar las acciones vendidas de una antigua sociedad de la que fueron socios, si eso les beneficia directamente como individuos.

– Muchas gracias, señor Davenport -dijo el profesor, en el momento en que el reloj marcaba las once-. Su «pero» ha estado bien explicado. -Se escucharon algunos aplausos-. Pero no hasta ese extremo -añadió Abrahams mientras abandonaba el aula.

Nat se sentó a la sombra delante del edificio del comedor y esperó pacientemente. Después de haber visto salir del comedor a unas quinientas chicas, llegó a la conclusión de que la delgadez extrema de la muchacha se debía pura y simplemente al hecho de que no comía. Entonces la vio salir a la carrera por la puerta giratoria. El joven había tenido tiempo más que suficiente para ensayar sus palabras, pero le dominaron los nervios cuando la alcanzó.

– Hola, soy Nat. -Ella lo miró sin sonreír-. Nos conocimos el otro día.

Ella siguió sin responder.

– En la cumbre de la colina.

– Sí, lo recuerdo.

– No me dijiste tu nombre.

– No, no te lo dije.

– ¿He hecho algo que te ha enfadado?

– No.

– Entonces, ¿puedo preguntarte qué querías decir con «tu reputación»?

– Cartwright, quizá te sorprenda saber que en esta universidad hay algunas mujeres a las que no les parece correcto que te creas con el derecho automático a reclamar su virginidad solo porque hayas ganado la medalla al honor.

– Nunca he creído tal cosa.

– Pues en ese caso deberías saber que la mitad de las mujeres del campus afirman haberse acostado contigo.

– Pueden decir lo que quieran -replicó Nat-. La verdad es que solo hay dos que pueden demostrarlo.

– Todo el mundo sabe la cantidad de chicas que te persiguen.

– Pues si lo hacen, no parecen capaces de alcanzarme, como estoy seguro de que recordarás. -Se echó a reír, pero ella no le secundó-. ¿Por qué no puede gustarme una chica como a todos los demás?

– Porque no eres como los demás -respondió ella en voz baja-. Eres un héroe de guerra que cobras la paga de capitán y como tal esperas que los demás te obedezcan.

– ¿Quién te ha dicho eso?

– Alguien que te conoce desde el instituto.

– ¿Me equivoco si digo que se trata de Ralph Elliot?

– No, no te equivocas. El mismo a quien intentaste robarle el cargo de representante del claustro de estudiantes en Taft…

– ¿Que yo hice qué? -exclamó Nat.

– … y después copiaste su trabajo para presentarlo en Yale -acabó ella, sin hacer caso de la interrupción.

– ¿Es eso lo que te dijo?

– Sí -contestó la muchacha tranquilamente.

– En ese caso, quizá tendrías que preguntarle cómo es que no está en Yale.

– Me explicó que tú le acusaste a él de lo mismo, así que rechazaron su solicitud. -Nat ya iba a estallar de nuevo, cuando ella añadió-: Ahora pretendes ser el representante del claustro de estudiantes y al parecer tu única estrategia consiste en conseguir los votos que necesitas en la cama.

Nat hizo lo imposible por dominarse.

– En primer lugar, no quiero presentarme como candidato a representante estudiantil, y segundo, solo me he acostado con tres mujeres en mi vida: una estudiante de aquí que conocí en el instituto, una secretaria en Vietnam y una cita de una noche que ahora lamento. Si te enteras de alguna más, por favor, preséntamela porque me gustaría conocerla. -La muchacha se detuvo y miró a Nat por primera vez-. La que sea -repitió él-. ¿Ahora puedo saber cuál es tu nombre?

– Su Ling -contestó ella con voz muy suave.

– Su Ling, si te prometo que no intentaré seducirte hasta después de haber pedido tu mano en matrimonio, conseguir el permiso de tus padres, comprar la alianza, reservar la iglesia y publicar los edictos, ¿aceptarás que te invite a cenar?

Su Ling se echó a reír.

– Me lo pensaré. Perdona que me marche, pero es que llego tarde a clase.

– ¿Cómo haré para dar contigo? -le preguntó Nat, desesperado.

– Si pudiste dar con el Vietcong, capitán Cartwright, ¿crees que te resultará muy difícil dar conmigo?

17

– Todos en pie. El estado contra la señora Anita Kirsten. Preside su señoría el juez Abernathy.

El juez ocupó su sitio y miró hacia la mesa de la defensa.

– ¿Cómo se declara, señora Kirsten?

Fletcher se levantó detrás de la mesa de la defensa.

– Mi cliente se declara inocente, su señoría.

– ¿Representa usted a la acusada? -preguntó el magistrado.

– Sí, su señoría.

El juez Abernathy echó una ojeada al pliego de cargos.

– No creo haberle visto antes, señor Davenport.

– No, su señoría, esta es mi primera intervención en su juzgado.

– ¿Quiere acercarse al estrado, señor Davenport?

– Sí, señor. -Fletcher abandonó su sitio y se acercó al estrado.

El fiscal se reunió con ellos.

– Buenos días, caballeros -dijo el juez Abernathy-. ¿Puedo saber si tiene la titulación necesaria para que sea reconocido en mi juzgado, señor Davenport?

– No, su señoría.

– Comprendo. ¿Su cliente lo sabe?

– Sí, señor, lo sabe.

– Así y todo, ¿está dispuesta a que la represente, a pesar de que se la acusa de un crimen capital?

– Sí, señor.

El juez miró al fiscal general de Connecticut.

– ¿Tiene usted alguna objeción a que el señor Davenport represente a la señora Kirsten?

– Ninguna en absoluto, su señoría; el estado lo agradece.

– No me cabe duda -manifestó el juez-. Aun así, debo preguntarle, señor Davenport, si tiene algún tipo de experiencia en leyes.

– Muy poca, su señoría -admitió Fletcher-. Estoy cursando el segundo curso de derecho en Yale y este será mi primer caso.

El juez y el fiscal sonrieron al escucharle.

– ¿Puedo preguntarle quién es su director de estudios? -dijo el juez.

– El profesor Karl Abrahams, su señoría.

– Entonces es para mí un orgullo presidir su primer caso, señor Davenport, porque eso es algo que usted y yo tenemos en común. ¿Qué dice usted, señor Stamp?

– Yo me licencié en Carolina del Sur.

– Aunque esto no deja de ser muy irregular, quien tiene la última palabra es el acusado, así que comencemos con el caso.

El fiscal y Fletcher volvieron a sus asientos. El juez miró a Fletcher.

– ¿Solicitará la libertad bajo fianza, señor Davenport?

Fletcher se levantó para responder.

– Sí, su señoría.

– ¿Qué alega?

– La señora Kirsten carece de antecedentes delictivos y no representa amenaza alguna para la comunidad. Es madre de dos hijos: Alan, de siete años, y Della, de cinco, quienes en estos momentos están al cuidado de su abuela en Hartford.

El juez miró al fiscal.

– ¿La fiscalía tiene alguna objeción a la libertad bajo fianza, señor Stamp?

– Por supuesto que sí, su señoría. Nos oponemos a la fianza no solo sobre la base de que este es un delito capital, sino porque el asesinato fue premeditado. Por tanto, consideramos que la señora Kirsten representa un peligro para la sociedad y que podría intentar huir de la jurisdicción del estado.

Fletcher se levantó en el acto.

– Debo protestar, su señoría.

– ¿Cuál es el motivo de la protesta, señor Davenport?

– Que siendo esta efectivamente una acusación capital, salir del estado es irrelevante, su señoría, y en cualquier caso, la casa de la señora Kirsten está en Hartford, donde se gana la vida como empleada de la limpieza en el hospital de Santa María, y que sus dos hijos asisten a clase en una escuela local.

– ¿Alguna cosa más, señor Davenport?

– No, su señoría.

– Se rechaza la fianza -anunció el juez. Golpeó con el mazo-. Se levanta la sesión hasta el lunes diecisiete. Todos en pie.

El juez Abernathy le guiñó un ojo a Fletcher mientras salía de la sala.

Treinta y cuatro minutos y diez segundos. Nat no podía disimular su satisfacción al ver que no solo había superado su mejor marca personal, sino que había acabado sexto en las pruebas de clasificación y por tanto era seguro que formaría parte del equipo en los juegos contra la Universidad de Boston.

Tom se le acercó mientras Nat hacía la habitual tanda de ejercicios de estiramiento para enfriarse.

– Enhorabuena. Estoy convencido de que antes del final de la temporada habrás bajado otro minuto de la marca.

Nat se miró la profunda cicatriz roja de la pantorrilla y acabó de ponerse el pantalón del chándal.

– ¿Qué te parece si esta noche salimos a cenar y lo celebramos? -añadió Tom-. Hay algo que quiero discutir contigo antes de regresar a Yale.

– Esta noche no puedo -respondió Nat. Los dos amigos caminaron en dirección a los vestuarios-. Tengo una cita.

– ¿Alguien que yo conozca?

– No, y es mi primera cita en varios meses. Debo admitir que estoy algo nervioso.

– ¿El capitán Cartwright nervioso? Venga ya -se burló Tom.

– Te lo juro. Ella cree que soy una mezcla de don Juan y Al Capone.

– Por lo que parece, es alguien que sabe juzgar a las personas -opinó Tom-. Cuéntamelo todo.

– No hay gran cosa que contar. Nos cruzamos en lo alto de la colina mientras corríamos. Es brillante, apasionada, muy hermosa, y cree que soy un malnacido. -Nat le relató la conversación que habían mantenido delante del comedor.

– Es evidente que Ralph Elliot tuvo la oportunidad de dar primero su versión.

– Al demonio con Elliot. ¿Crees que debo llevar americana y corbata?

– No me habías pedido esa clase de consejos desde que estábamos en Taft.

– En aquellos días tenía que pedirte prestada la americana y la corbata. ¿Qué me recomiendas?

– El uniforme de gala con todas las medallas.

– Hablo en serio.

– Creo que confirmaría totalmente la opinión que tiene de ti.

– Eso es precisamente lo que pretendo evitar.

– Pues, en ese caso, intenta mirarlo desde su punto de vista.

– Te escucho.

– ¿Cómo crees que se vestirá ella?

– No tengo ni idea. Solo la he visto dos veces en mi vida y en una de esas ocasiones llevaba pantalones cortos salpicados de barro.

– Dios, eso tuvo que ser muy sexy, pero supongo que no se presentará vestida con un chándal. ¿Qué llevaba en la otra ocasión?

– Iba elegante y discreta.

– Entonces sigue su estilo, cosa que no te será nada fácil, porque no tienes nada de elegante, y por lo que dices, tampoco cree que puedas ser discreto.

– Responde a la pregunta.

– Yo me inclinaría por lo informal -respondió Tom-. Camisa, no camiseta, pantalón y un jersey. Yo podría, por supuesto, acompañaros en la cena en calidad de tu asesor de imagen.

– No quiero verte a menos de un kilómetro del lugar, porque acabarías enamorándote de ella.

– Esa chica te interesa mucho, ¿no es así? -preguntó Tom en voz baja.

– Creo que es divina, pero eso no impide que tenga serias dudas respecto a mí.

– Lo importante es que ha aceptado cenar contigo, o sea, que no puede pensar que seas detestable del todo.

– Sí, pero para conseguirlo hemos tenido que llegar a un acuerdo con unas cláusulas no muy habituales -replicó Nat y le contó a Tom lo que le había propuesto antes de que ella aceptara la invitación.

– Es evidente que te ha dado muy fuerte, pero eso no cambia el hecho de que necesito hablar contigo. ¿Qué te parece si desayunamos juntos? ¿O es que también piensas compartir los huevos fritos y el beicon con la misteriosa dama oriental?

– Me sorprendería mucho que lo aceptara -manifestó Nat con tono de anhelo- y también me desilusionaría.

– ¿Cuánto crees tú que durará el juicio? -le preguntó Annie.

– Si rechazamos el cargo de asesinato, pero se declara culpable de homicidio sin premeditación, se podría acabar en una mañana y quizá haya que ir otro día para saber la sentencia.

– ¿Es eso posible? -quiso saber Jimmy.

– Sí, la fiscalía me ofrece un trato.

– ¿Qué clase de trato? -preguntó Annie.

– Si acepto la acusación de homicidio sin premeditación, Stamp solicitará una pena de tres años, no más, lo que significa que con la reducción por buena conducta y la libertad condicional, Anita Kirsten podría estar fuera en dieciocho meses. De lo contrario, el fiscal la acusará de asesinato en primer grado y pedirá la pena de muerte.

– En este estado jamás enviarían a una mujer a la silla eléctrica por matar a su marido.

– Estoy de acuerdo -manifestó Fletcher-, pero un jurado duro podría condenarla a noventa y nueve años y como la acusada solo tiene veinticinco, debo aceptar el hecho de que le convendría más aceptar los dieciocho meses; al menos de esa manera podría pasar el resto de su vida con la familia.

– Muy cierto -señaló Jimmy-. Sin embargo, ¿por qué el fiscal te ofrece tres años si cree que tiene un caso absolutamente sólido? No olvides que es una mujer negra, acusada de asesinar a un blanco, y que al menos dos miembros del jurado serán negros. Si juegas bien tus cartas, podrían ser tres, y entonces casi podrías garantizar un jurado dividido.

– Además del hecho de que mi cliente tiene buena reputación, es responsable en su trabajo y carece de antecedentes. Eso tendría que bastar para influir a cualquier jurado, con independencia del color de su piel.

– Yo no me fiaría mucho de eso -opinó Annie-. Tu cliente envenenó a su marido con una sobredosis de curare, que paraliza los músculos, y luego se sentó en la escalera a esperar que se muriera.

– Llevaba años dándole una paliza tras otra y también maltrataba a sus hijos -señaló Fletcher.

– ¿Tienes alguna prueba de eso, letrado? -le preguntó Jimmy.

– No muchas, pero el día que aceptó contratarme, saqué varias fotos de los golpes que tenía por todo el cuerpo y de la quemadura en la palma de la mano que conservará durante el resto de sus días.

– ¿Cómo se la hizo? -preguntó Annie.

– El malnacido del marido le aplastó la mano contra el fogón de la cocina y no la soltó hasta que ella perdió el conocimiento.

– Un tipo encantador -opinó Annie-. En ese caso, ¿qué te impide no aceptar el cargo de homicidio sin premeditación e insistir con las circunstancias atenuantes?

– Solo el miedo de perder el caso y que la señora Kirsten pase el resto de su vida en la cárcel.

– ¿Cómo es que te pidió a ti que fueses su abogado defensor? -intervino Jimmy.

– No había nadie más que quisiera el trabajo -le contestó Fletcher-. Además, mis honorarios le parecieron irresistibles.

– Te enfrentas al fiscal general del estado.

– Cosa que también resulta un misterio, porque no acabo de entender por qué se molesta a representar al estado en un caso como este.

– La respuesta es muy sencilla -dijo Jimmy-. Una mujer negra mata a un hombre blanco en un estado donde solo un veinte por ciento de la población es negra, más de la mitad de ellos no se molestan en votar y, sorpresa, sorpresa, hay elecciones en mayo.

– ¿Cuánto tiempo te ha dado Stamp para que le comuniques tu decisión? -le preguntó Annie.

– El juicio se reanuda el próximo lunes.

– ¿Puedes permitirte el tiempo que te requeriría un juicio largo? -le interrogó Annie.

– No, pero no puedo convertir eso en una excusa para aceptar el trato de buenas a primeras.

– Por tanto, pasaremos las vacaciones en el juzgado número tres, ¿no es así? -Annie sonrió.

– Bien podría ser que nos tocara el número cuatro -contestó Fletcher y cogió a su esposa por la cintura.

– ¿Se te ha ocurrido pedirle al profesor Abrahams que te aconseje sobre qué debería hacer tu cliente?

Jimmy y Fletcher la miraron, incrédulos.

– Él aconseja a presidentes y jefes de Estado -señaló Fletcher.

– Y quizá a algún gobernador -añadió Jimmy.

– Entonces quizá le ha llegado el momento de que comience a aconsejar a un alumno de segundo de derecho. Después de todo, para eso le pagan.

– No sabría ni por dónde empezar -protestó Fletcher.

– Podrías coger el teléfono y preguntarle si te puede recibir -dijo Annie-. Estoy segura de que se sentirá halagado.

Nat llegó a Mario’s quince minutos antes de la hora. Había escogido ese restaurante porque era sencillo: manteles a cuadros rojos y blancos, flores frescas en las mesas y fotos de Florencia en blanco y negro en las paredes. Tom le había dicho que la pasta era casera y que la cocinaba la esposa del dueño; esto le había recordado su viaje a Roma. Había seguido el consejo de Tom y se había vestido con una camisa azul, pantalones grises y un jersey azul marino. Nada de americana y corbata. Tom le había dado su aprobación.

Nat habló con Mario, quien le ofreció una mesa discreta al fondo del local. Leyó el menú varias veces y consultó su reloj otras tantas, cada vez más nervioso. Comprobó una docena de veces que llevaba dinero suficiente por si no aceptaban tarjetas de crédito. Quizá tendría que haber dado unas vueltas a la manzana antes de entrar.

En el momento que la vio, se dio cuenta de que había metido la pata. Su Ling vestía un impecable traje chaqueta azul, blusa de color crema y zapatos azules. Nat se levantó y la llamó con un gesto. Ella sonrió; una sonrisa que no había visto hasta entonces y que la hizo parecer todavía más seductora. Su Ling se acercó.

– Tengo que pedirte disculpas -dijo Nat, mientras le acercaba la silla.

– ¿Por qué? -replicó ella, intrigada.

– Mi ropa. Confieso que dediqué mucho tiempo a pensar cómo me vestiría y veo que me equivoqué por completo.

– Yo también -admitió Su Ling-. Supuse que te presentarías con el uniforme cubierto de medallas. -Se quitó la chaqueta y la dejó en el respaldo de la silla.

Nat se echó a reír y les resultó imposible dejar de hacerlo durante las dos horas siguientes, hasta que él le preguntó si quería café.

– Sí, solo, por favor.

– Te he hablado de mi familia, ahora háblame de la tuya -dijo Nat-. ¿Tú también eres hija única?

– Sí, mi padre era brigada en Corea cuando conoció a mi madre. Se casaron solo unos pocos meses antes de que lo mataran en la batalla de Yudam-ni.

Nat sintió el deseo de cogerle la mano.

– Lo siento.

– Muchas gracias -respondió ella sencillamente-. Mamá decidió venir a Estados Unidos para que nos reuniéramos con mis abuelos. Pero nunca dimos con su paradero. -Esta vez sí le cogió la mano-. Yo era muy pequeña para saber lo que pasaba, pero mi madre no es de las que se rinden fácilmente. Encontró un empleo en la lavandería Storrs, cerca de la librería, y el propietario nos dejó ocupar las habitaciones de encima del local.

– Conozco la lavandería -afirmó Nat-. Mi padre lleva allí las camisas. Lo hacen muy bien y…

– … y ha sido desde que mi madre se hizo cargo, pero tuvo que sacrificarlo todo para darme una buena educación.

– Tu madre se parece mucho a la mía -señaló Nat en el momento en que Mario se acercaba a la mesa.

– ¿Todo a su gusto, señor Cartwright?

– Una cena excelente, muchas gracias, Mario. Ya puede traer la cuenta.

– Desde luego, señor Cartwright, y permítame decirle que ha sido un honor para nosotros tenerle en nuestro restaurante.

– Muchas gracias -respondió Nat, que hizo todo lo posible por disimular la vergüenza.

– ¿Cuánto le has dado de propina para que dijera eso? -le preguntó Su Ling.

– Diez dólares; siempre lo dice a la perfección.

– ¿Sale a cuenta?

– Por supuesto. La mayoría de las chicas comienzan a desnudarse antes de que lleguemos al coche.

– O sea, ¿que siempre las traes aquí?

– No. Si creo que solo será cosa de una noche, las llevo al McDonald’s y luego a un motel; si es algo más serio, entonces vamos al hostal Altnaveigh.

– Así pues, ¿cuál es el grupo escogido para Mario’s? -preguntó Su Ling.

– Es una pregunta que no te puedo responder, porque nunca había traído a nadie a Mario’s hasta ahora.

– Me siento halagada -comentó Su Ling mientras él la ayudaba a ponerse la chaqueta. Cuando salieron del restaurante, la muchacha le cogió de la mano-. En realidad eres muy tímido, ¿no es así?

– Sí, supongo que sí -respondió Nat.

– A diferencia de tu enemigo número uno, Ralph Elliot. -Nat no dijo nada-. Me invitó a salir a los pocos minutos de conocernos.

– Si quieres saber la verdad, yo también lo hubiese hecho, pero te marchaste.

– Si no recuerdo mal, salí corriendo. -Nat sonrió-. Lo interesante de verdad es saber cuánto tiempo te llevó convertirte en un héroe nacional. -Nat se disponía a protestar cuando ella añadió-: Una media hora.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque te he estado investigando, capitán Cartwright, y para citar a Steinbeck, «estás navegando con falsos colores». Aprendí la cita hoy mismo -le aclaró-. No vayas a creer que soy muy leída. Cuando subiste al helicóptero, ni siquiera llevabas un arma. Eras un oficial de intendencia que nunca tendría que haber estado a bordo de aquel aparato. En realidad, ya fue bastante malo que subieras al helicóptero sin permiso, pero es que también te bajaste sin autorización. Por cierto, que si no lo hubieses hecho podrías haber acabado ante un consejo de guerra.

– Una verdad como un templo -afirmó Nat-. Por favor, no se lo digas a nadie más, o me quedaré sin mis habituales tres chicas por noche.

Su Ling se llevó la mano a la boca para disimular la risa.

– Pero seguí leyendo y vi que tu comportamiento después de que el helicóptero se estrellara en la selva fue el de un hombre de extraordinario coraje. Haber arrastrado a aquel pobre soldado en una camilla con una pierna casi destrozada tuvo que ser una auténtica proeza y luego saber que había muerto sin duda te ha dejado una cicatriz para toda la vida. -Nat permaneció callado-. Lo siento -añadió ella cuando ya entraban en el recinto universitario-. El último comentario ha estado fuera de lugar.

– Ha sido muy amable de tu parte buscar la verdad -manifestó Nat con la mirada puesta en sus hermosos ojos castaño oscuro-. Muy pocos se han tomado la molestia.

18

– Miembros del jurado, en la mayoría de los juicios por asesinato es responsabilidad del estado, y es correcto que así sea, demostrar que el acusado es culpable de homicidio. Esto no ha sido necesario en el caso que nos ocupa. ¿Por qué? Porque la señora Kirsten firmó una confesión cuando aún no había transcurrido ni una hora del brutal asesinato de su marido. Incluso ahora, ocho meses más tarde, habrán tomado debida nota de que su abogado no ha planteado ni una sola vez durante este juicio que su cliente no cometiera el crimen, o haya puesto en duda cómo lo hizo.

»Por consiguiente, consideremos los hechos de este caso, puesto que no se trata de lo que podríamos entender como un acto de protección de la propia vida donde una mujer busca defenderse con la primera arma que tiene a mano. No, a la señora Kirsten no le interesaba un arma cualquiera, ya que dedicó varias semanas a planear este asesinato a sangre fría, absolutamente consciente de que la víctima no tendría la más mínima oportunidad de defenderse.

»¿Qué hizo la señora Kirsten para ejecutar su plan? A lo largo de casi tres meses, se hizo con varias ampollas de curare que compró a los traficantes de drogas que se mueven en los bajos fondos de Hartford. La defensa intentó alegar que las declaraciones de los traficantes no son fiables, algo que podría haberles influido de no haber confirmado la propia señora Kirsten desde el banquillo que todos ellos decían la verdad.

»Después de reunir las ampollas durante varias semanas, ¿qué hizo después la señora Kirsten? Esperó hasta un sábado por la noche, cuando sabía que su marido saldría de copas con sus amigos, abrió media docena de botellas de cerveza, vertió el veneno en las seis y las volvió a tapar. Luego dejó las botellas en la mesa de la cocina y sin apagar la luz, se fue a la cama. Incluso dejó un abridor y un vaso junto a las botellas. Lo hizo todo excepto servirle la cerveza.

»Damas y caballeros del jurado, este fue un asesinato bien planeado e impecablemente ejecutado. Sin embargo, aunque les resulte increíble, lo que siguió fue mucho peor.

»Cuando su marido regresó a su casa aquella noche, cayó en la trampa. Primero fue a la cocina, probablemente para apagar la luz, y cuando vio las botellas encima de la mesa, Alex Kirsten se sintió tentado de beberse una cerveza antes de irse a la cama. Incluso antes de que pudiera acercar la segunda a los labios, el veneno ya había comenzado a hacer su efecto. Cuando pidió ayuda, su esposa salió del dormitorio y bajó tranquilamente hasta el vestíbulo, donde se escuchaban claramente los gritos de dolor de su marido. ¿Llamó para pedir una ambulancia? No, no lo hizo. ¿Se acercó para prestarle asistencia? No, no lo hizo. Se sentó en los escalones y esperó pacientemente hasta que se acallaron los gritos de agonía y estuvo segura de que había muerto. Entonces, y solo entonces, dio la voz de alarma.

»¿Cómo podemos estar seguros de que fue así como ocurrió? No solo porque los vecinos se despertaron al oír los desesperados gritos del marido que pedía ayuda, sino porque cuando uno de los vecinos se presentó para ver si podía ayudar, la señora Kirsten se dejó llevar por el pánico y olvidó vaciar el contenido de las otras cuatro botellas. -El fiscal hizo una larga pausa-. Cuando se analizó la bebida, se vio que había curare suficiente para matar a todo un equipo de fútbol.

»Miembros del jurado, el único argumento que el señor Davenport ha ofrecido para exculpar a su defendida es que el marido de esta le daba palizas con frecuencia. Si este es el caso, ¿por qué no lo denunció a la policía? Si es verdad, ¿por qué no se fue a vivir con su madre que reside al otro lado de la ciudad? Si hemos de creer en su historia, ¿por qué no le dejó? Les diré por qué. Porque cuando muriera su marido, se convertiría en propietaria de la casa donde vivían y cobraría la pensión de la empresa para la que el difunto había trabajado, cosa que le permitiría vivir con cierta holgura durante el resto de su vida.

»En circunstancias normales, el estado no vacilaría en solicitar la pena de muerte por un crimen realmente espantoso, pero consideramos que no es apropiado en esta ocasión. No obstante, tarea de ustedes es enviar un mensaje bien claro a cualquier persona que crea que puede cometer un asesinato y salir bien librada. En algunos otros estados un crimen de esta clase puede que sea tratado con ligereza, pero no queremos que se cometan en Connecticut. ¿Queremos que se nos conozca como el estado que no castiga el asesinato?

El fiscal general bajó la voz hasta convertirla en un susurro y miró directamente al jurado.

– Cuando sientan compasión por la señora Kirsten, y estoy seguro de que la sentirán, aunque solo sea porque son seres humanos piadosos, pónganla en uno de los platillos de la balanza llamada justicia. En el otro, coloquen los hechos: el asesinato a sangre fría de un hombre de cuarenta y dos años que hoy estaría vivo si no fuese por un crimen premeditado y astutamente ejecutado por una mujer malvada. -Se volvió para señalar a la acusada-. El estado no vacila a la hora de pedirles que declaren culpable a la señora Kirsten y le impongan una pena de acuerdo con la ley.

El señor Stamp volvió a su asiento, con la sombra de una sonrisa en su rostro.

– Señor Davenport -dijo el juez-. Dispondré un receso para comer. Cuando volvamos, podrá hacer su alegato.

– Pareces muy complacido contigo mismo -comentó Tom mientras se sentaban a desayunar en la cocina.

– Fue una velada inolvidable.

– ¿Debo entender que tuvo lugar la consumación?

– No, no puedes deducir nada de eso. Pero te diré que le cogí la mano.

– ¿Hiciste qué?

– Le cogí la mano -repitió Nat.

– Eso no es nada bueno para tu reputación.

– Confío en que la deje por los suelos de una vez para siempre -afirmó Nat. Echó leche en el cuenco de copos de cereales-. ¿Qué me dices de ti?

– Si te refieres a mi vida sexual, en la actualidad es inexistente, aunque no por falta de ofertas, una incluso pertinaz. Pero la verdad es que no me interesa. -Nat miró a su amigo y enarcó una ceja-. Rebecca Armitage ha dejado muy claro que está disponible.

– Creía que…

– ¿Que estaba otra vez con Elliot?

– Sí.

– Es posible, pero cada vez que la veo, prefiere hablar de ti, diría que en términos muy halagadores, aunque me han dicho que cuenta una historia diferente cuando está con Elliot.

– Si es así, ¿por qué crees que se toma la molestia de perseguirte?

Tom apartó el cuenco vacío y se concentró en los dos huevos pasados por agua que tenía delante. Quitó un trozo de cáscara y miró la yema antes de responder.

– Si se sabe que eres hijo único y tu padre tiene millones, la mayoría de las mujeres te miran de una manera muy distinta. Así que nunca puedo estar seguro de si les intereso yo o mi dinero. Da gracias de que no padezcas del mismo problema.

– Lo sabrás cuando des con la persona adecuada -dijo Nat.

– ¿Tú crees? No lo sé. Tú eres una de las pocas personas que nunca ha demostrado el más mínimo interés por mi fortuna y casi eres el único que siempre insistes en pagar tu parte. Te sorprendería saber cuántos creen que debo pagar la cuenta solo porque me lo puedo permitir. Desprecio a esas personas y eso hace que mi círculo de amigos acabe siendo muy pequeño.

– Pues mi última amiga es muy pequeña -comentó Nat, en un intento por sacar a Tom de su malhumor-; sé que te gustará.

– ¿La chica a quien le cogiste la mano?

– Sí, Su Ling. Calculo que mide un metro cincuenta y ocho y ahora que está de moda ser delgada, será la mujer más buscada de toda la universidad.

– ¿Su Ling? -dijo Tom.

– ¿La conoces? -le preguntó Nat.

– No, pero mi padre me ha dicho que ella se ha hecho cargo del nuevo centro informático que ha fundado su empresa y que los profesores prácticamente han desistido de enseñarle nada.

– Anoche no mencionó nada sobre ordenadores -replicó Nat.

– Pues más te vale que actúes deprisa, porque papá también mencionó que el MIT y Harvard intentan llevársela de aquí. Ya estás avisado, hay un gran cerebro en ese pequeño cuerpo.

– Una vez más me he comportado como un verdadero imbécil -comentó Nat-, porque incluso me burlé de ella por su inglés, cuando es capaz de dominar un nuevo lenguaje que todo el mundo desea conocer. Por cierto, ¿esta es la razón por la que querías verme?

– No, no tenía idea de que salieras con un genio.

– No salgo con ella -replicó Nat-. Es una mujer amable, inteligente y hermosa, que piensa que cogerse de la mano es el paso previo a la promiscuidad. -Se calló un momento-. Por tanto, si no ha sido para discutir mi vida sexual, ¿se puede saber a qué viene este desayuno casi de trabajo?

Tom renunció a los huevos y los apartó.

– Antes de regresar a Yale, quiero saber si te presentarás para representante estudiantil. -Esperó las frases habituales: «No cuentes conmigo», «No me interesa», «Te has equivocado de persona», pero Nat no dijo nada por el estilo.

– Anoche lo hablé con Su Ling -respondió finalmente-, y a su manera deliciosamente encantadora, me comentó que no era que yo les entusiasmara, sino que no querían a Elliot. «El menos malo», fueron sus palabras exactas, si no recuerdo mal.

– Estoy seguro de que tiene razón -manifestó Tom-, pero eso podría cambiar si les dieras una oportunidad para que te conocieran mejor. Has llevado una vida casi de recluso desde que has vuelto a la universidad.

– Tenía que ponerme al día -se defendió Nat.

– Pues ese ya no es el caso, como bien demuestran las notas que has sacado, así como que te hayan seleccionado para correr en el equipo de la universidad.

– Si tú estuvieses aquí, Tom, no vacilaría en presentarme como candidato a representante de los estudiantes, pero mientras estés en Yale…

Fletcher se levantó para enfrentarse al jurado y, en su imaginación, vio en los rostros de todos la sentencia: noventa y nueve años. Si en ese momento hubiese podido dar marcha atrás, hubiera aceptado la oferta de los tres años de condena sin vacilar. En cambio, ya solo le quedaba una tirada de dados para conseguirle la libertad a la señora Kirsten. Tocó por un segundo el hombro de su clienta y se volvió para buscar la sonrisa de Annie, que le apoyaba totalmente en la defensa de la mujer. La sonrisa desapareció en cuanto vio quién estaba sentado dos filas más atrás. El profesor Karl Abrahams le dedicó una inclinación de cabeza. Al menos Jimmy sabría por fin lo que hacía falta para conseguir un saludo del dios.

– Miembros del jurado -comenzó Fletcher con un leve temblor en la voz-. Han escuchado ustedes las persuasivas palabras del fiscal general mientras dirigía su ponzoña contra mi clienta, así que quizá este sea el momento de demostrar dónde tendría en realidad que volcar su inquina. Pero primero deseo dedicar unos momentos a hablar de ustedes. Los periódicos han mencionado hasta el cansancio que no he puesto objeción alguna en la selección de los miembros de raza blanca y, como se puede comprobar, son ustedes diez. La prensa, además, señaló que si hubiese conseguido un jurado con mayoría de mujeres negras, eso hubiese sido un gran paso para asegurarme de que la señora Kirsten fuera absuelta. Pero no quise que fuese así. Apoyé la elección de cada uno de ustedes por otra razón.

Los miembros del jurado lo miraron, intrigados.

– Tampoco el fiscal general ha conseguido averiguar por qué no he planteado ninguna objeción -añadió Fletcher, que se volvió por un instante para mirar al señor Stamp-. Crucé los dedos para que tampoco ninguno de los miembros de su considerable equipo adivinara por qué los había seleccionado. Por consiguiente, ¿qué es lo que todos ustedes tienen en común? -El fiscal general tenía en ese momento la misma expresión de desconcierto que los jurados. Fletcher señaló a la señora Kirsten-. Como la acusada, todos ustedes llevan casados más de nueve años. -El joven volvió a mirar al jurado-. No hay entre ustedes solteros ni solteras sin experiencia en la vida conyugal, o de lo que ocurre entre dos personas detrás de una puerta cerrada. -Fletcher vio a una mujer en la segunda fila del jurado que se estremeció. Recordó el comentario de Abrahams referente a que en un jurado de doce personas, es muy probable que haya por lo menos una que haya pasado por la misma experiencia del acusado. Acababa de identificarla-. ¿Quién entre ustedes se estremece al pensar que su pareja regresará pasada la medianoche, borracho perdido y dispuesto a descargar su violencia? Para la señora Kirsten, esto se convirtió en algo habitual seis noches de cada siete, durante nueve años. Miren a esta frágil mujer y pregúntense: ¿qué posibilidades tenía de enfrentarse a un hombretón de casi un metro noventa de estatura y ciento diez kilos de peso?

Fletcher hizo una pausa, sin apartar la mirada de la mujer que se había estremecido.

– ¿Quién de ustedes llega a su casa por la noche y teme que su marido coja un rodillo de amasar, un rallador o incluso un cuchillo, no con la intención de utilizarlo en la cocina en la preparación de la comida, sino en el dormitorio para desfigurar a su esposa? ¿De qué disponía la señora Kirsten para defenderse, esta mujer que mide un metro cincuenta y cinco de estatura y pesa cincuenta kilos? ¿Una almohada? ¿Una toalla? ¿Un matamoscas quizá? -Fletcher hizo otra pausa-. Es algo que ninguno de ustedes ha considerado, ¿no es así? -Miró a los demás jurados-. ¿Por qué? Porque sus esposas y maridos no son malvados. Damas y caballeros, ¿cómo pueden llegar siquiera a entender lo que ha soportado esta mujer un día sí y otro también?

»No satisfecho con semejantes agresiones, una noche ese matón regresó a su casa borracho, subió las escaleras, cogió a su esposa por los cabellos y la arrastró escaleras abajo hasta la cocina; ya estaba aburrido de golpearla. -Fletcher caminó hacia su clienta-. Necesitaba probar algo nuevo que lo excitara, y ¿qué vio Anita Kirsten en el momento en que su marido la arrastraba a la cocina? Uno de los fogones de la cocina está al rojo vivo y espera a su víctima. -Se volvió bruscamente para enfrentarse al jurado-. ¿Pueden ustedes imaginar cuál fue su pensamiento cuando vio aquel anillo de fuego? Él le sujetó la mano como si fuese un bistec y la aplastó contra el fogón durante quince segundos. -Fletcher cogió la mano de la señora Kirsten y se la levantó para que los jurados vieran la terrible huella de la cicatriz en la palma, miró su reloj y contó quince segundos, antes de añadir-: Entonces ella perdió el conocimiento.

»¿Quién entre ustedes puede imaginar este horror? ¿Quién entre ustedes sería capaz de soportarlo? Entonces, ¿por qué el fiscal general solicita una pena de noventa y nueve años? Porque, según dice, el asesinato fue premeditado. Nos asegura que no se trató de un crimen perpetrado en un momento de desesperación con el único propósito de acabar con la tortura. -Fletcher se encaró entonces con el fiscal-. Por supuesto que fue premeditado y por supuesto que ella sabía exactamente lo que hacía. Si usted midiese un metro cincuenta y cinco, y se viera atacado por un hombretón de casi un metro noventa, ¿confiaría en poder defenderse con un cuchillo, un revólver o algún instrumento romo que el matón podría arrebatarle sin problemas y utilizar contra usted? -Fletcher caminó lentamente hacia el jurado-. ¿Quién entre ustedes cometería semejante estupidez? ¿Quién entre ustedes, de haber pasado por lo mismo que ella, no lo planearía? Piensen en esta pobre mujer la próxima vez que tengan una pelea con su pareja. Después de algunas palabras agrias, ¿recurrirían a un fogón al rojo vivo para demostrar que tienen razón? -Miró uno a uno a los siete hombres del jurado-. ¿Un hombre así merece compasión alguna?

»Si esta mujer es culpable de asesinato, ¿quién de ustedes no hubiese hecho lo mismo en el caso de haber tenido la desgracia de casarse con Alex Kirsten? -les preguntó esta vez a las cinco mujeres-. Sé que me dirían: “Yo no lo hice. Me casé con un hombre honrado y trabajador”. Por tanto, ahora ya estamos de acuerdo en el delito de la señora Kirsten. Se casó con un hombre malvado.

Fletcher se apoyó en la barandilla que separaba los asientos del jurado.

– Solicito la indulgencia del jurado por mi pasión juvenil, porque no es otra cosa. Acepté este caso ante el temor de que no se hiciera justicia con la señora Kirsten y en mi entusiasmo juvenil me sentí con fuerzas para convencer a doce ciudadanos justos de que lo vieran a mi manera y que decidieran no condenar a esta mujer a pasar el resto de sus días en la cárcel.

»Como final de mi alegato, les repetiré las palabras que pronunció la señora Kirsten cuando nos entrevistamos esta mañana en su celda: “Señor Davenport, aunque solo tengo veinticinco años, prefiero mil veces pasar el resto de mi vida en la cárcel que aguantar una sola noche más bajo el mismo techo con ese monstruo”.

»Gracias a Dios, ya no tiene que regresar a su casa y encontrarse con él. Está en el poder de ustedes, como miembros del jurado, dejar que esta mujer vuelva esta noche a su casa para ocuparse de sus hijos, con la ilusión de que podrán reconstruir sus vidas, porque doce personas justas comprendieron la diferencia entre el bien y el mal. -Fletcher bajó la voz hasta que sonó como un susurro-. Cuando esta noche ustedes vuelvan a sus casas donde les esperan sus parejas, díganles lo que hicieron hoy en nombre de la justicia, porque estoy seguro de que si el veredicto es de inocencia, sus parejas no encenderán el fogón sencillamente porque no están de acuerdo. La señora Kirsten ya ha cumplido una pena de nueve años. ¿Creen que se merece otros noventa?

Fletcher volvió a su mesa, pero no se giró para mirar a Annie por miedo a que Karl Abrahams viera cómo luchaba por contener las lágrimas.

19

– Hola, me llamo Nat Cartwright.

– ¿No será usted el capitán Cartwright?

– Sí, el héroe que mató a todos aquellos guerrilleros del Vietcong a mano limpia porque se olvidó de llevar clips.

– No me lo puedo creer -exclamó Su Ling con burlona admiración-. ¿El mismo que voló solo en un helicóptero a través de una selva infestada de enemigos cuando no tenía licencia de piloto?

– El mismo que viste y calza. Mató a tantos enemigos que se cansaron de contarlos y al mismo tiempo rescató a todo un pelotón al que tenían rodeado.

– Y como premio a tanto bulo, no solo le condecoraron sino que también le entregaron una considerable recompensa y cien vestales.

– Solo me dan cuatrocientos dólares al mes y nunca he conocido a una vestal.

– Ahora ya conoces a una -replicó Su Ling con una sonrisa.

– En ese caso, dile que me han escogido para correr contra el equipo de la Universidad de Boston.

– Sin duda esperas que ella soporte la lluvia y aguarde tu llegada el último, como harán todas tus admiradoras, ¿no es así?

– No. La verdad es que necesito lavar el chándal y me han dicho que su madre es lavandera. -Su Ling se echó a reír-. Por supuesto que me encantará verte en Boston -añadió Nat y la cogió en brazos.

– Tengo reservado un asiento en el autocar de la comitiva.

– Tom y yo iremos en coche el día antes. ¿Por qué no vienes con nosotros?

– ¿Dónde me alojaría?

– Una de las muchas tías de Tom tiene una casa en Boston y nos ha invitado a alojarnos con ella. -Su Ling vaciló-. Me han dicho que tiene nueve dormitorios, e incluso un ala separada, pero si con eso no basta, siempre puedo dormir en el coche.

Su Ling no le respondió porque en aquel momento apareció Mario con el café.

– Este es mi amigo Mario -dijo la muchacha-. Ha sido muy amable al reservarme mi mesa habitual.

– ¿Siempre traes aquí a todas tus conquistas?

– No. Prefiero seleccionar un restaurante distinto cada vez, para que de esa manera nadie se entere de mi reputación de vestal.

– ¿Como tu reputación de genio de la informática?

Su Ling se sonrojó hasta las cejas.

– ¿Cómo te has enterado?

– ¿Qué quieres decir con cómo me he enterado? Al parecer, era el único tipo en toda la universidad que no lo sabía. Me lo dijo mi mejor amigo y él está en Yale.

– Estaba dispuesta a decírtelo, pero nunca hiciste la pregunta correcta.

– Su Ling, puedes decirme lo que sea sin necesidad de que te haga la pregunta correcta.

– Entonces debo preguntarte si también te has enterado de que Harvard y el MIT me han invitado a unirme a sus departamentos de informática.

– Sí, pero no sé cuál ha sido tu respuesta.

– Dime una cosa, capitán, ¿puedo preguntarte algo yo primero?

– Una vez más intentas cambiar de tema, Su Ling.

– Así es, Nat, porque necesito que respondas a mi pregunta antes de contestar a la tuya.

– Muy bien, ¿cuál es la pregunta?

Su Ling agachó la cabeza como hacía cada vez que se sentía avergonzada.

– ¿Cómo pueden dos personas absolutamente diferentes… -titubeó-… acabar apreciándose tanto?

– Creo que intentas decir enamorándose. Si supiera la respuesta a tu pregunta, Pequeña Flor, sería profesor de filosofía y no estaría sufriendo por los exámenes de final de curso.

– En mi país -replicó Su Ling-, el amor es algo de lo que no se habla hasta que no se conoce a la otra persona de muchos años.

– Entonces te prometo no volver a mencionar el tema durante muchos años, con una condición.

– ¿De qué se trata?

– Que aceptes venir con nosotros a Boston el viernes.

– Sí, siempre que me facilites el número de teléfono de la tía de Tom.

– Por supuesto, pero ¿por qué?

– Mi madre querrá hablar con ella. -Su Ling levantó el pie derecho debajo de la mesa y lo apoyó en el pie izquierdo de Nat.

– No sé por qué, pero estoy seguro de que eso que haces tiene algún significado en tu país.

– Así es. Significa que quiero caminar contigo por algún lugar donde no haya mucha gente.

Nat apoyó el pie derecho en el pie izquierdo de la muchacha.

– ¿Qué significa esto?

– Que aceptas mi petición. -Vaciló un momento-. No podía hacerlo primero, porque entonces sería considerada como una mujer casquivana. -Nat se apresuró a retirar el pie y luego lo apoyó de nuevo-. Salvado el honor -dijo Su Ling.

– Después de que demos nuestro paseo por algún lugar donde no haya mucha gente, ¿qué sigue?

– Tendrás que esperar la invitación para tomar el té con mi familia.

– ¿Cuánto tiempo se tarda?

– En circunstancias normales, un año sería lo apropiado.

– ¿No podríamos acelerar un poco el proceso? -preguntó Nat-. ¿Qué te parece la semana que viene?

– De acuerdo. Te invitaremos a tomar el té el domingo por la tarde, porque el domingo es el día señalado por la tradición para que el hombre comparta su primera comida con la mujer ante la atenta mirada de la familia.

– Ya hemos comido juntos varias veces.

– Lo sé y por tanto debes venir a tomar el té antes de que mi madre lo descubra. Si no lo haces, me desheredará y me echará de casa.

– En ese caso no aceptaré la invitación para tomar el té -manifestó Nat.

– ¿Por qué no?

– Me instalaré delante de la puerta de tu casa y te cogeré al vuelo cuando tu madre te eche; así no tendré que esperar otros dos años. -Nat apoyó los dos pies en los de ella y la muchacha se apartó en el acto-. ¿Qué he hecho de malo esta vez?

– Dos pies significan algo completamente diferente.

– ¿Qué? -preguntó Nat.

– No te lo diré, pero a la vista de que has sido capaz de averiguar la traducción correcta de Su Ling, estoy segura de que descubrirás el significado de los dos pies y que nunca más lo volverás a hacer, a menos…

El viernes por la tarde, Tom llevó a Nat y Su Ling en su coche a la casa de su tía, en uno de los arbolados barrios residenciales de Boston. Era evidente que la señorita Russell había hablado con la madre de Su Ling, porque la instaló en un dormitorio en la planta alta, contiguo al suyo, y a Nat y Tom los envió al ala este.

A la mañana siguiente, después del desayuno, Su Ling se marchó a la entrevista que tenía con el profesor de estadística de Harvard, mientras que Nat y Tom recorrían el circuito de la carrera, algo que Nat siempre hacía cuando tenía que correr en un terreno que no conocía. Comprobaba todos los senderos más trillados y cada vez que llegaba a un arroyo, un muro o un desnivel, practicaba cruzarlo varias veces.

En el camino de regreso a través del campo, Tom le preguntó qué haría si Su Ling aceptaba la oferta de Harvard.

– Pues yo también vendré. Me matricularé en empresariales.

– ¿Hasta ese punto estás enamorado?

– Sí, y no puedo correr el riesgo de que algún otro apoye los dos pies en los de ella.

– ¿De qué estás hablando?

– Te lo explicaré en alguna otra ocasión. -Nat se detuvo en la orilla de una corriente de agua-. ¿Cómo crees que lo cruzarán?

– No lo sé, pero parece demasiado ancho para saltarlo.

– Estoy de acuerdo, así que supongo que intentarán alcanzar el área de cantos rodados que aflora en el centro.

– ¿Qué harás si no estás seguro? -preguntó Tom.

– Me pegaré a los talones de uno de su equipo, porque harán lo correcto sin pensarlo.

– ¿En qué puesto crees que quedarás? Recuerda que es el inicio de la temporada.

– Me daré por satisfecho si estoy en el grupo de los que cuentan.

– No te entiendo. ¿Es que no cuentan todos?

– No. Hay ocho corredores en cada equipo, pero solo cuentan seis para el resultado final. Si entro entre los doce primeros, cuento.

– ¿Cómo se hace la cuenta?

– El primero en cruzar cuenta como uno, el segundo dos, y así los demás. Cuando acaba la carrera, se suman los puntos de los seis primeros de cada equipo, y el equipo que menos puntos suma se proclama ganador. De esta manera, el séptimo y el octavo solo pueden contribuir si se sitúan por delante de cualquiera de los seis primeros del otro equipo. ¿Lo entiendes ahora?

– Sí, me parece que sí. -Tom miró su reloj-. Me voy. Le prometí a la tía Abigail que comería con ella. ¿Vienes?

– No. Comeré con el resto del equipo: un plátano, una hoja de lechuga y un vaso de agua. ¿Podrías recoger a Su Ling y ocuparte de que llegue a tiempo para que vea la carrera?

– No será necesario que se lo recuerde.

Cuando llegó a la casa, Tom se encontró a Su Ling y a su tía enfrascadas en una conversación mientras compartían un cuenco de sopa de almejas. Tom se dio cuenta de que su tía había cambiado de tema en el instante en que él había entrado en la habitación.

– Será mejor que comas algo -le dijo la tía-, si quieres llegar a tiempo para presenciar la salida.

Después de un segundo cuenco de sopa de almejas, Tom acompañó a Su Ling a través del circuito. Le explicó que Nat les había buscado un lugar desde donde verían a todos los participantes durante al menos un par de kilómetros y que si después cogían un atajo, llegarían a tiempo para ver al vencedor cruzar la línea de meta.

– ¿Tú entiendes lo que es un «contador»? -le preguntó Tom.

– Sí, Nat me lo explicó; es un sistema muy ingenioso que consigue que el ábaco parezca absolutamente moderno -respondió la muchacha-. ¿Quieres que te lo explique?

– Me parece una excelente idea.

Llegaron al lugar que les había indicado Nat y no tuvieron que esperar mucho para ver al primer corredor en la cumbre de la colina. Observaron al capitán del equipo de Boston pasar como una exhalación; otros diez competidores pasaron y se perdieron en la distancia antes de que apareciera Nat. Les dedicó un saludo mientras pasaba.

– Es el último contador -dijo Su Ling mientras se encaminaban hacia el atajo que los llevaría a la línea de meta.

– Calculo que mejorará dos o tres puestos ahora que sabe que estás tú aquí para ver la llegada.

– ¡Qué halagador! -exclamó Su Ling.

– ¿Aceptarás la oferta de Harvard? -le preguntó Tom en voz baja.

– ¿Nat te pidió que lo averiguaras? -replicó ella.

– No, aunque casi es de lo único que habla.

– He dicho que sí, pero con una condición.

Tom permaneció en silencio. Su Ling no le dijo cuál era la condición, así que él no preguntó.

Casi tuvieron que correr los últimos doscientos metros para asegurarse de que llegarían a tiempo para ver cómo el capitán del equipo de Boston levantaba los brazos en señal de triunfo al cruzar la meta. Tom no se equivocó, porque Nat acabó noveno y fue el cuarto contador de su equipo. Ambos corrieron a felicitarlo como si hubiese sido el vencedor. Nat se tumbó en el suelo agotado y se llevó una desilusión al saber que Boston había ganado por 31 a 24.

Después de cenar con la tía Abigail, emprendieron el largo viaje de regreso a Storrs. Nat apoyó la cabeza en la falda de Su Ling y se quedó profundamente dormido.

– No quiero pensar en lo que diría mi madre sobre nuestra primera noche juntos -le susurró la joven a Tom, que permanecía atento a la conducción.

– ¿Por qué no le cuentas toda la verdad y le dices que fue un ménage à trois?

– Mamá opina que eres maravilloso -le dijo Su Ling mientras caminaban lentamente hacia el campus sur después de tomar el té.

– Qué mujer -exclamó Nat-. Sabe cocinar, lleva la casa y es una empresaria de éxito.

– No te olvides -señaló Su Ling- que fue rechazada en su propia tierra por dar a luz a la hija de un extranjero y que ni siquiera fue bien recibida en este país cuando llegó, que es la razón para que me criara de una manera tan estricta. Como muchos hijos de inmigrantes, no soy más inteligente que mi madre, pero al sacrificarlo todo para darme una educación de primera clase, me ha proporcionado unas oportunidades que ella nunca tuvo. Quizá ahora comprendas por qué siempre intento respetar sus deseos.

– Lo comprendo -dijo Nat-, y ahora que conozco a tu madre, quiero que tú conozcas a la mía, porque estoy muy orgulloso de ella.

Su Ling se echó a reír.

– ¿De qué te ríes, Pequeña Flor? -le preguntó Nat.

– En mi país, cuando el hombre conoce a la madre de una mujer es que admite la relación. Si el hombre después te pide que conozcas a su madre, eso significa casamiento. Si a continuación él no se casa con la chica, ella será una solterona durante el resto de su vida. Así y todo, asumiré el riesgo, porque ayer Tom me pidió que me casara con él mientras tú estabas corriendo.

Nat se inclinó para besarla en los labios y después apoyó los dos pies muy suavemente en los de ella. Su Ling sonrió.

– Yo también te quiero -dijo.

20

– ¿A ti qué te parece? -preguntó Jimmy.

– No tengo ni la menor idea -respondió Fletcher, que miró hacia la mesa del fiscal general, pero los representantes del estado no parecían preocupados ni complacidos.

– Siempre le podrías pedir su opinión al profesor Abrahams -dijo Annie.

– ¿Todavía está por aquí?

– Le vi rondando por los pasillos hace solo unos momentos.

Fletcher se levantó, abrió la portezuela de la barandilla que separaba a los asistentes y salió rápidamente de la sala. Miró a un lado y a otro del gran pasillo de mármol, pero no vio al profesor hasta que un nutrido grupo que aguardaba al pie de las escaleras comenzó a subirlas y dejó a la vista a un hombre de aspecto distinguido que estaba sentado en un banco, muy atareado en escribir en un cuaderno. Los funcionarios y la gente pasaban a toda prisa sin advertir su presencia. Fletcher se acercó un tanto intranquilo y aguardó mientras Abrahams continuaba escribiendo. Le pareció que no debía interrumpirle y esperó pacientemente hasta que el profesor lo miró.

– Ah, Davenport. -El profesor dio unos golpes en el banco-. Siéntese. Veo una expresión interrogativa en su rostro. ¿En qué puedo ayudarle?

Fletcher se sentó a su lado.

– Solo quería preguntarle si sabe usted la razón por la que el jurado lleva reunido tanto tiempo. ¿Cómo debo interpretarlo?

– Solo llevan poco más de cinco horas -respondió Abrahams, después de consultar su reloj-. No, yo no diría que es mucho para un caso de asesinato. A los jurados les gusta que los demás vean que se toman sus responsabilidades muy en serio, a menos que sea un caso donde no haya ninguna duda, y este no entra en esa categoría.

– ¿Tiene usted alguna impresión referente al fallo? -preguntó Fletcher, inquieto.

– Nunca se sabe qué decidirá un jurado, señor Davenport; doce personas escogidas al azar, con poco o nada en común, aunque con un par de excepciones, parecen personas sensatas. ¿Cuál es su siguiente pregunta?

– No lo sé, señor. ¿Cuál es mi siguiente pregunta?

– ¿Qué debe hacer si el veredicto es contrario? -El profesor Abrahams guardó silencio un momento-. Es una posibilidad para la que debe estar preparado. -Fletcher asintió-. ¿Respuesta? Tendrá que solicitar inmediatamente al juez un plazo para la apelación. -El profesor arrancó una de las hojas amarillas de su cuaderno y se la entregó a su alumno-. Espero que no lo considere como un atrevimiento de mi parte, pero he escrito algunas frases para cualquier circunstancia.

– ¿Incluida la de culpable? -le preguntó Fletcher.

– No es todavía el momento para mostrarse pesimista. Primero debemos considerar todas las posibilidades. He visto en el centro de la última fila a un jurado que no miró a la acusada ni una sola vez mientras estuvo en el banquillo. Pero he observado que usted también se fijó en la mujer sentada en el extremo de la primera fila que agachó la cabeza cuando levantó la mano quemada de la señora Kirsten.

– ¿Qué haré si es un jurado despiadado?

– Nada. El juez, aunque no sea una de las mentes brillantes de la profesión, es meticuloso y justo cuando se trata de aplicar la ley, así que le preguntará al jurado si el veredicto ha sido aprobado por mayoría.

– Que en este estado es de diez a dos.

– Como lo es en otros cuarenta y tres estados -le recordó el profesor.

– ¿Qué pasará si no se ponen de acuerdo en un veredicto mayoritario?

– Al juez no le quedará más alternativa que disolver el jurado y preguntarle al fiscal general si quiere solicitar la repetición del juicio. Antes de que me lo pregunte, le diré que no sé cuál será la reacción del señor Stamp si ese es el caso.

– Al parecer ha tomado muchas notas -comentó Fletcher, mientras echaba una ojeada a la hoja llena.

– Sí, tengo la intención de referirme a este caso el próximo semestre en la clase sobre la diferencia legal entre el homicidio sin premeditación y el asesinato. Será en el curso de los alumnos de tercero, así que no pasará mucha vergüenza.

– ¿Debí aceptar la oferta del fiscal general de homicidio sin premeditación y una condena de tres años?

– Sospecho que no tardaremos mucho en conocer la respuesta a esa pregunta.

– ¿He cometido muchos errores? -quiso saber Fletcher.

– Unos pocos -manifestó el profesor, que pasó las páginas del cuaderno.

– ¿Cuál ha sido el peor?

– El único error craso, en mi opinión, fue no llamar a un médico para que describiera de la manera más gráfica posible, algo que a los médicos les encanta hacer, cómo se produjeron los moratones en los brazos y las piernas de la señora Kirsten. Los jurados admiran a los médicos. Suponen que son personas honradas y la mayoría lo son. Pero como cualquier otro grupo de profesionales, si se les hacen las preguntas correctas, y después de todo son los abogados quienes seleccionan las preguntas, tienden a la exageración como cualquiera de nosotros.

Fletcher se sintió culpable por haber pasado por alto una estratagema absolutamente obvia y lamentó no haber hecho caso a la recomendación de Annie de buscar antes del juicio el asesoramiento del profesor.

– No se preocupe -añadió Abrahams-. Al estado aún le quedan por salvar algunos obstáculos, porque el juez nos concederá una demora en la ejecución.

– ¿Nos concederá?

– Sí -respondió el profesor tranquilamente-, aunque hace muchos años que no intervengo en un juicio y quizá esté un poco desentrenado. Confiaba en que quizá me permitiría asistirle en esta ocasión.

– ¿Quiere ser mi ayudante? -le preguntó Fletcher, incrédulo.

– Sí, Davenport -dijo Abrahams-, porque creo que me ha convencido de una cosa. Su clienta no debería pasar el resto de su vida en la cárcel.

– El jurado vuelve a la sala -gritó una voz que resonó por todo el pasillo.

– Buena suerte, Davenport -añadió el profesor-. Quiero decirle antes de escuchar el veredicto, que para ser solo un alumno de segundo, su defensa ha sido francamente meritoria.

Nat se dio cuenta de cómo la inquietud de Su Ling crecía por momentos a medida que se aproximaban a Cromwell.

– ¿Estás seguro de que tu madre aprobará la manera como voy vestida? -le preguntó ella, mientras intentaba bajarse la falda un poco más.

El muchacho desvió la mirada por un instante de la carretera para admirar el sencillo pero muy elegante vestido amarillo que había escogido Su Ling y que insinuaba toda la gracia de su figura.

– Mi madre lo aprobará y mi padre será incapaz de quitarte el ojo de encima.

Su Ling le apretó el muslo cariñosamente.

– ¿Cómo crees que reaccionará tu padre cuando sepa que soy coreana?

– Le hablaré de tu padre irlandés -replicó Nat-. En cualquier caso, se ha pasado toda la vida entre números, así que solo tardará unos minutos en darse cuenta de lo brillante que eres.

– Todavía estamos a tiempo de volvernos -dijo Su Ling-. Podríamos venir a visitarles el próximo domingo.

– Ya es demasiado tarde -afirmó Nat-. De todas maneras, ¿se te ha ocurrido pensar en lo nerviosos que estarán mis padres? Después de todo, ya les he dicho que estoy perdidamente enamorado de ti.

– Sí, pero el caso es que mi madre te adora.

– La mía te adorará a ti.

Su Ling permaneció en silencio hasta que Nat le anunció que estaban llegando a la periferia de Cromwell.

– No sé qué voy a decirles -protestó la muchacha.

– Su Ling, este no es un examen que debas aprobar.

– Sí que lo es, no es otra cosa.

– Esta es la ciudad donde nací -le explicó Nat, en un intento por conseguir que se tranquilizara mientras recorrían la calle principal-. Cuando era pequeño creía que era una gran metrópoli. Claro que para ser sincero, también creía que Hartford era la capital del mundo.

– ¿Cuánto falta para que lleguemos?

Nat miró a través de la ventanilla.

– Diría que unos diez minutos. Por favor, no esperes encontrarte con nada extraordinario, vivimos en una casa pequeña.

– Mi madre y yo vivimos encima de la lavandería -le recordó Su Ling.

Nat se echó a reír.

– También Harry Truman.

– Pues ya has visto de qué le sirvió -replicó ella.

Nat tomó por Cedar Avenue.

– La nuestra es la tercera casa a mano derecha.

– ¿No podríamos dar unas cuantas vueltas a la manzana? Necesito tiempo para pensar en lo que voy a decir.

– De ninguna manera -respondió Nat con voz firme-. Intenta recordar cómo reaccionó el profesor de estadística de Harvard cuando te conoció.

– Sí, pero no quería casarme con su hijo.

– Estoy seguro de que no hubiese puesto el más mínimo inconveniente si con ello conseguía que te unieras a su equipo.

Su Ling se echó a reír por primera vez en más de una hora, justo en el momento en que Nat detenía el coche delante de la casa. Se bajó y corrió a abrirle la puerta a la muchacha. Su Ling salió del coche con tan mala fortuna que el tacón del zapato se enganchó en la rejilla de una boca de desagüe.

– Lo siento, lo siento -dijo ella mientras recuperaba el zapato y se calzaba-. Lo siento.

Nat se echó a reír y la abrazó.

– No, no -protestó Su Ling-, tu madre podría vernos.

– Eso espero -afirmó Nat.

El joven sonrió y la cogió de la mano mientras recorrían el corto sendero que llevaba hasta el porche.

La puerta se abrió mucho antes de que llegaran y Susan corrió a recibirles. Abrazó a Su Ling inmediatamente y exclamó:

– Nat no ha exagerado ni un ápice. Eres muy hermosa.

Fletcher no se dio mucha prisa en volver a la sala y se sorprendió al ver que el profesor seguía a su lado mientras caminaban por el pasillo. Cuando llegaron a la barandilla, el joven supuso que su mentor ocuparía su asiento un par de filas detrás de Annie y Jimmy, pero no fue así sino que continuó para ir a sentarse junto a Fletcher. Annie y Jimmy apenas podían disimular el asombro. El ujier anunció:

– Todos en pie. Preside su señoría el juez Abernathy.

En cuanto ocupó su lugar en el estrado, el juez saludó al fiscal general y luego dirigió su atención al equipo de la defensa; por segunda vez durante el juicio, en su rostro apareció una expresión de sorpresa.

– Veo que ha conseguido un ayudante, señor Davenport. ¿Debo consignar su nombre en las actas antes de que llame al jurado?

Fletcher miró al profesor, quien se levantó para responder:

– Ese es mi deseo, su señoría.

– ¿Su nombre? -preguntó el juez, como si no le hubiese visto en toda su vida.

– Karl Abrahams, su señoría.

– ¿Está usted cualificado para intervenir ante mi tribunal? -preguntó el juez con voz solemne.

– Creo que sí, señor -contestó Abrahams-. Soy miembro del colegio de abogados de Connecticut desde mil novecientos treinta y siete, aunque nunca he tenido el privilegio de intervenir delante de su señoría.

– Muchas gracias, señor Abrahams. Si el fiscal general no tiene ninguna objeción, consignaré su nombre en las actas como ayudante del señor Davenport.

El fiscal general se levantó, saludó al profesor con una leve inclinación y manifestó:

– Es un privilegio estar en la misma sala con el ayudante del señor Davenport.

– Entonces creo que no debemos esperar más para llamar al jurado -señaló el juez.

Fletcher observó atentamente los rostros de los siete hombres y cinco mujeres mientras ocupaban sus asientos. El profesor le había advertido que estuviese atento a los miembros del jurado que miraran directamente a su clienta, porque eso podría indicar un veredicto de inocencia. Le pareció que dos o tres lo hacían, pero no podía estar seguro.

El portavoz del jurado se levantó.

– ¿Han llegado ustedes aun veredicto en este caso? -preguntó el magistrado.

– No, su señoría, no hemos podido hacerlo -respondió el portavoz.

Fletcher notó que le sudaban las manos todavía más que en su primer discurso al jurado. El juez probó una segunda vez:

– ¿Han podido llegar a un veredicto mayoritario?

– No, no hemos podido, su señoría.

– ¿Creen que, si disponen de más tiempo, podrían llegar a un veredicto mayoritario?

– No lo creo, su señoría. Hemos estado divididos por partes iguales durante las últimas tres horas.

– Entonces no tengo más opción que declarar nulo el juicio y disolver el jurado. En nombre del estado, les doy las gracias por sus servicios.

El juez ya se dirigía al fiscal general, cuando el señor Abrahams se levantó.

– Me pregunto, su señoría, si podría solicitar su consejo en una pequeña cuestión técnica.

El juez lo miró intrigado y lo mismo hizo el fiscal general.

– Estoy impaciente por escuchar esa pequeña cuestión técnica.

– Permítame primero preguntarle a su señoría si me equivoco al creer que, en caso de celebrarse un nuevo juicio, los representantes de la defensa deben ser anunciados dentro de un plazo de catorce días.

– Esa es la práctica habitual, señor Abrahams.

– Entonces colaboraré con el tribunal al comunicar que si se presenta dicha situación, el señor Davenport y yo continuaremos representando a la acusada.

– Le doy las gracias por su pequeña cuestión técnica -manifestó el juez, que ya no parecía intrigado. Se dirigió al fiscal general-. Debo preguntarle ahora, señor Stamp, si tiene usted la intención de solicitar un nuevo juicio.

La atención de todos los presentes se centró en los cinco abogados del estado, que mantenían una animada conversación con las cabezas muy juntas. El juez Abernathy no hizo nada por meterles prisa y esperó pacientemente hasta que el señor Stamp se levantó.

– Consideramos, su señoría, que no beneficiará al interés del estado solicitar la celebración de un nuevo juicio.

El público aplaudió con entusiasmo mientras el profesor arrancaba una hoja de su cuaderno y se la pasaba a su alumno. Fletcher le echó un vistazo, se levantó una vez más y leyó textualmente:

– Su señoría, dadas las circunstancias, solicito la inmediata puesta en libertad de mi cliente. -Miró la siguiente frase del profesor y continuó con la lectura-: Quiero manifestar, además, mi agradecimiento por la corrección y la profesionalidad demostradas por el señor Stamp y su equipo durante todo el juicio.

El juez asintió y el señor Stamp se puso de pie.

– A mi vez felicito al señor letrado y a su ayudante por su labor en este su primer caso delante de su señoría. Asimismo, le deseo al señor Davenport todos los éxitos en la que estoy seguro será una brillante carrera.

Fletcher miró a Annie con una sonrisa de felicidad mientras el profesor Abrahams se levantaba.

– Protesto, su señoría.

Todos se volvieron para mirar al profesor.

– Yo no lo afirmaría con tanto convencimiento. Creo que aún le queda mucho trabajo por delante antes de que veamos realizada esa promesa.

– Se admite la protesta -dijo el juez Abernathy.

– Mi madre me enseñó los dos idiomas hasta que cumplí nueve años y para entonces ya estaba preparada para introducirme en el sistema escolar de Storrs.

– Allí fue donde di mis primeras clases -comentó Susan.

– No tardé en descubrir que me sentía mucho más a gusto con los números que con las palabras. -Michael Cartwright asintió, comprensivo-. Fui muy afortunada al tener a una maestra de matemáticas aficionada a la estadística y que además estaba fascinada por la importancia que tendrían los ordenadores en el futuro.

– Cada día dependemos más de ellos en las empresas de seguros -comentó Michael, mientras cargaba la pipa.

– ¿Qué tamaño tiene el ordenador de su empresa, señor Cartwright? -le preguntó Su Ling.

– Aproximadamente el tamaño de esta habitación.

– La próxima generación de estudiantes trabajará con ordenadores que no serán más grandes que las tapas de sus pupitres; la generación siguiente podrá tenerlos en la palma de la mano.

– ¿Crees realmente que eso es posible? -preguntó Susan, fascinada.

– La tecnología avanza a mucha velocidad y la demanda alcanzará unos niveles que obligará a bajar los precios rápidamente. En cuanto eso ocurra, los ordenadores serán como los teléfonos y los televisores en los años cuarenta y cincuenta. A medida que aumente el número de usuarios, más baratos y pequeños serán.

– Así y todo, habrá algunos ordenadores que continuarán siendo grandes -opinó Michael-. Piensa que mi empresa tiene más de cuarenta mil clientes.

– No necesariamente -replicó la muchacha-. El ordenador que llevó al primer hombre a la luna era más grande que esta casa, pero viviremos para ver cómo una nave espacial llega a Marte controlada por un ordenador no más grande que esta mesa de cocina.

– ¿No más grande que esta mesa? -repitió Susan, que intentaba hacerse a la idea.

– Silicon Valley, en California, se ha convertido en la nueva meca de la tecnología. IBM y Hewlett Packard comienzan a darse cuenta de que sus últimos modelos se quedan anticuados en cuestión de meses; en cuanto los japoneses se lancen a toda marcha, quizá será cuestión de semanas.

– ¿Qué tendrán que hacer las empresas como la mía para mantenerse al día? -preguntó Michael.

– Sencillamente tendrá que cambiar de ordenador con la misma frecuencia que un coche; en un futuro no muy lejano, podrá llevar en su bolsillo la información detallada de cada uno de sus clientes.

– Te lo repito -insistió Michael-, mi empresa tiene en la actualidad cuarenta y dos mil clientes.

– Aunque tenga cuatrocientos veinte mil, señor Cartwright, un ordenador que podrá llevar en la mano le informará de todo lo que necesita.

– Piensa en las consecuencias -apuntó Susan.

– Son muy emocionantes, señora Cartwright -dijo Su Ling. Se calló un momento con el rostro arrebolado-. Perdón, he hablado demasiado.

– No, no -la tranquilizó Susan-, es fascinante, pero quería preguntarte cosas de Corea, un país que siempre he deseado visitar. Si no es una pregunta ridícula, ¿os parecéis más a los chinos o a los japoneses?

– A ninguno de los dos -la informó Su Ling-. Somos tan diferentes como un ruso de un italiano. La nación coreana estaba formada por tribus y probablemente comenzó a existir por el siglo segundo…

– Pensar que les dije que eras tímida -comentó Nat mientras se acostaba junto a Su Ling, pasada la medianoche.

– Lo siento mucho -se disculpó ella-. No respeté la regla de oro de tu madre.

– ¿Cuál de ellas?

– Aquella que cuando dos personas se encuentran, la conversación se repartirá por partes iguales; tres personas, un tercio; cuatro, el veinticinco por ciento. Yo estuve hablando durante casi un noventa por ciento del tiempo. Me siento avergonzada por haberme comportado de una manera absolutamente incorrecta. No sé lo que me pasó. Supongo que habrá sido cosa de los nervios. Estoy segura de que no les haría gracia tenerme como nuera.

– Te adoran -replicó Nat, muy contento-. Mi padre se quedó hipnotizado con tus conocimientos de informática y mi madre fascinada con las costumbres coreanas, aunque no le comentaste nada de lo que ocurre si una muchacha coreana toma el té con los padres de su pretendiente.

– Eso no se aplica a una norteamericana de primera generación, como es mi caso.

– Que se pinta con lápiz de labios rosa y viste minifaldas -dijo Nat, que cogió un pintalabios rosa y lo agitó en el aire.

– No sabía que te pintaras los labios, Nat. ¿Otra moda que adoptaste en Vietnam?

– Solo durante las operaciones nocturnas. Ahora date la vuelta.

– ¿Darme la vuelta?

– Sí -dijo Nat, con un tono firme-. Creía que las mujeres coreanas eran obedientes, así que haz lo que te digo y date la vuelta.

Su Ling se puso boca abajo y apoyó la cabeza en la almohada.

– ¿Cuál es la próxima orden, capitán Cartwright?

– Quítate el camisón, Pequeña Flor.

– ¿Esto es lo que les sucede a todas las chicas norteamericanas durante la segunda noche?

– Quítate el camisón.

– Sí, capitán. -Su Ling deslizó lentamente el camisón de seda blanca hacia arriba y después de pasarlo por encima de la cabeza, lo dejó caer en el suelo-. ¿Qué pasa ahora? ¿Es cuando me pegas?

– No, eso no ocurrirá hasta la tercera noche, pero te haré una pregunta.

Nat cogió el pintalabios y le escribió en la espalda tres palabras entre signos de interrogación.

– ¿Qué has escrito, capitán Cartwright?

– ¿Por qué no lo averiguas tú misma?

Su Ling se levantó de la cama y se miró la espalda por encima del hombro en el espejo de cuerpo entero. Pasaron unos segundos antes de que apareciera una sonrisa en su rostro. Cuando se volvió, Nat estaba despatarrado en la cama y sostenía el pintalabios por encima de la cabeza. La muchacha se acercó lentamente, le quitó la barra de carmín y se quedó mirándole el pecho durante unos instantes. Luego le escribió en la piel las palabras: sí, quiero.

21

– Annie está embarazada.

– Eso es fantástico -exclamó Jimmy mientras salían del comedor y cruzaban el campus para ir a su primera clase de la mañana-. ¿De cuántos meses?

– Solo de dos, así que ahora es tu turno de dar consejos.

– ¿A qué te refieres?

– No te olvides que eres tú quien tiene experiencia en esto. Eres padre de una niña de seis meses. Primera pregunta: ¿cómo puedo ayudar a Annie durante los próximos siete meses?

– Limítate a darle todo tu apoyo. Nunca olvides decirle que está preciosa aunque parezca una ballena varada en la playa, y si se le ocurren ideas tontas, tú síguele la corriente.

– ¿Qué ideas?

– A Joanna le encantaba comerse medio kilo de helado de chocolate con virutas todas las noches antes de irse a la cama, así que yo también comía; si se despertaba de madrugada a menudo se comía otro medio kilo.

– Eso tuvo que ser todo un sacrificio -opinó Fletcher.

– Efectivamente, sobre todo porque al helado le seguía una cucharada de aceite de hígado de bacalao.

– Cuéntame más cosas -le pidió Fletcher, cuando dejó de reírse y se acercaban al edificio Andersen.

– Annie tendrá que ir muy pronto a las clases de preparación al parto; los instructores por lo general recomiendan que asistan los maridos para que aprendan a valorar lo que están pasando las esposas.

– Estoy seguro de que me gustará -afirmó Fletcher-, sobre todo si tengo que comerme todas esas montañas de helado.

Subieron las escalinatas y entraron en el edificio.

– En el caso de Annie, bien podría darle por las cebollas o por los pepinillos en vinagre -le advirtió Jimmy.

– Si es así, quizá no me muestre muy entusiasta.

– Después tenemos los preparativos para el nacimiento. ¿Quién ayudará a Annie en todo eso?

– Mamá le preguntó si quería a la señorita Nichol, mi vieja niñera, pero Annie no ha querido ni oír hablar del tema. Está decidida a criar al bebé sin la ayuda de nadie.

– Joanna no hubiese vacilado en aprovechar los servicios de la señorita Nichol, porque por lo que recuerdo de la mujer, hubiese accedido a pintar la habitación del bebé además de cambiarle los pañales.

– No tenemos habitación para el bebé, solo el cuarto de los invitados.

– Pues a partir de hoy queda convertido en la habitación del bebé y Annie esperará que te encargues de pintarla, mientras ella se compra todo un vestuario nuevo.

– Tiene vestidos más que suficientes -replicó Fletcher.

– Ninguna mujer tiene vestidos más que suficientes -afirmó Jimmy-. Además, dentro de un par de meses no podrá usar ninguna de las prendas que tiene y eso será antes de que comience a pensar en las necesidades del bebé.

– Entonces ya puedo dedicarme a buscar trabajo como camarero -dijo Fletcher mientras caminaban por el pasillo.

– No creo que tu padre…

– No pretendo pasar toda mi vida aprovechándome de mi padre.

– Si mi padre tuviese tanto dinero como el tuyo -comentó Jimmy-, te juro que no hubiese pegado sello.

– Sí que lo hubieses hecho, porque de lo contrario Joanna nunca hubiese aceptado casarse contigo.

– No creo que acabes trabajando de camarero, Fletcher, porque después de tu triunfo en el caso Kirsten podrás escoger entre los mejores empleos de la bolsa de trabajo de la facultad. Si hay algo que sé de mi hermanita, es que no permitirá que nada se interponga en el objetivo de que seas el primero del curso. -Jimmy guardó silencio un momento-. ¿Qué te parece si hablo con mi madre? Ella ayudó mucho a Joanna en multitud de cosas sin que pareciera demasiado evidente. Claro que esperaría recibir algo a cambio.

– ¿En qué has pensado? -preguntó Fletcher.

– ¿Qué te parece la fortuna de tu padre? -replicó con una sonrisa.

Fletcher soltó la carcajada.

– ¿Quieres la fortuna de mi padre a cambio de pedirle a tu madre que ayude a su hija con el nacimiento de su nieto? Sabes, Jimmy, tengo la sensación de que serías un extraordinario abogado matrimonialista.

– He decidido presentarme como candidato a representante estudiantil -dijo sin ni siquiera preguntar quién le llamaba por teléfono.

– Es una gran noticia -declaró Tom-. ¿Qué ha dicho Su Ling al respecto?

– No hubiese dado el primer paso de no habérmelo propuesto ella. Además, quiere participar en la campaña. Dijo que se encargará de las encuestas y todo lo que tenga que ver con las estadísticas.

– Pues ya tienes resuelto uno de tus problemas. ¿Has escogido a tu director de campaña?

– Sí, poco después de que tú regresaras a Yale. Me decidí por un tipo llamado Joe Stein. Ha dirigido un par de campañas y aportará el voto judío.

– ¿Hay un voto judío en Connecticut? -le preguntó Tom.

– En este país siempre hay un voto judío y en esta universidad hay cuatrocientos dieciocho judíos. Puedes estar seguro de que necesitaré del voto de todos.

– En ese caso, ¿qué opinas sobre el futuro de los Altos del Golán?

– Ni siquiera sé dónde están los Altos del Golán -respondió Nat.

– Te recomiendo que lo averigües para mañana por la mañana.

– Me pregunto qué opinará Elliot sobre los Altos del Golán.

– Que forman parte de Israel y que de ninguna manera se puede ceder ni un palmo a los palestinos.

– ¿Qué crees que les dirá a los palestinos?

– Es probable que no haya más de un par de palestinos en la universidad, así que no necesita preocuparse por ellos.

– Evidentemente eso le simplificaría mucho las cosas.

– El siguiente paso que hay que considerar es tu discurso inaugural y dónde piensas darlo.

– Había pensado en el Russell Hall.

– Solo tiene capacidad para cuatrocientas personas. ¿No hay una sala más grande?

– Sí. El salón de actos tiene un aforo de más de mil, pero Elliot ya cometió el error. Cuando inauguró su campaña, el sitio parecía medio vacío. No, prefiero reservar el Russell Hall y tener a la gente sentada en las cornisas, colgados de las arañas, incluso de pie en las escalinatas de la entrada, algo que resultará mucho más impresionante para los votantes.

– En ese caso, más te vale que fijes una fecha y reserves la sala cuanto antes; al mismo tiempo, tienes que acabar de seleccionar a los integrantes de tu equipo.

– ¿De qué más debo ocuparme? -le preguntó Nat.

– Del discurso, para que cale bien en la gente; ah, y no te olvides de hablar con todos los estudiantes que te encuentres. Recuerda el saludo habitual «Hola, me llamo Nat Cartwright. Me presento como candidato a representante estudiantil y confío en contar con tu apoyo». Después escucha lo que te digan, porque si creen que estás interesado en sus opiniones, te resultará mucho más fácil conseguir su apoyo.

– ¿Alguna cosa más?

– No tengas piedad a la hora de utilizar a Su Ling y pídele que haga lo mismo con todas las estudiantes, porque es posible que sea una de las muchachas más admiradas del campus después de su decisión de no cambiar de universidad. No son muchas las personas capaces de rechazar una invitación de Harvard.

– No me lo recuerdes -replicó Nat-. ¿Eso es todo? Parece que has pensado hasta en el más mínimo detalle.

– Sí, solo una cosa más: me reuniré contigo durante los últimos diez días de campaña, pero oficialmente no seré un integrante de tu equipo.

– ¿Por qué no?

– Porque Elliot le diría a todo el mundo que tu campaña la lleva alguien de fuera y, lo que es peor, el hijo de un banquero que estudia en Yale. Procura no olvidar que hubieses ganado tus últimas elecciones de no haber sido por el fraude cometido por Elliot, así que prepárate para cualquier jugarreta que pueda apartarte de la carrera electoral.

– ¿Qué se le podría ocurrir?

– Si pudiera saberlo, sería el jefe de gabinete de Nixon.

– ¿Qué tal estoy? -preguntó Annie, sentada en el asiento del acompañante; mantenía estirado el cinturón de seguridad para que no le oprimiera la barriga.

– Estás preciosa, cariño -respondió Fletcher, sin ni siquiera dedicarle una mirada.

– No lo estoy. Tengo un aspecto horrible y este es un acontecimiento importante.

– Probablemente no sea más que una de sus habituales reuniones con una docena o más de alumnos.

– Lo dudo -replicó Annie-. Envió una invitación escrita a mano y recuerda lo que decía: «Haga todo lo posible por asistir. Quiero presentarle a una persona».

– Bueno, no tardaremos mucho en aclarar el misterio -señaló Fletcher, mientras aparcaba el viejo Ford detrás de una limusina vigilada por una docena de agentes del servicio secreto.

– ¿Quién podrá ser? -susurró Annie, que aceptó la mano que le ofrecía su marido para bajar del coche.

– No tengo ni idea, pero…

– Qué alegría verle, Fletcher -exclamó el profesor, que se encontraba en el umbral para recibir a los invitados-. Le agradezco mucho que esté aquí -añadió. Hubiese sido una estupidez por mi parte no venir, pensó Fletcher-. Y a usted también, señora Davenport. La recuerdo muy bien, porque durante un par de semanas estuve sentado dos filas más atrás de usted en la sala del juzgado.

– Entonces estaba un poco más delgada -comentó Annie con una amplia sonrisa.

– Pero no menos hermosa -replicó Abrahams-. ¿Para cuándo espera al bebé?

– Dentro de diez semanas, señor.

– Por favor, llámeme Karl -dijo el profesor-. Me siento muchísimo más joven cuando una estudiante de Vassar me llama por mi primer nombre. Un privilegio, debo añadir, que no extenderé a su marido hasta dentro de un año por lo menos -añadió mientras pasaba el brazo por los hombros de Annie-. Pasen. Quiero que conozcan a alguien.

Seguidos por el profesor, Fletcher y Annie entraron en la sala, donde ya había una docena de invitados que conversaban animadamente. Al parecer eran los últimos en llegar.

– Señor vicepresidente, quiero presentarle a Annie Cartwright.

– Buenas noches, señor vicepresidente.

– Hola, Annie -dijo Spiro Agnew y le estrechó la mano efusivamente-. Me han comentado que se ha casado con un tipo muy brillante.

– Procure no olvidar, Annie -intervino Karl-, que los políticos tienen cierta tendencia a la exageración, porque siempre confían en obtener su voto.

– Lo sé, Karl, mi padre se dedica a la política.

– ¿Es de los nuestros? -le preguntó Agnew.

– No, señor, de los otros -respondió Annie, con un tono divertido-. Es el líder de la mayoría del Senado del estado de Connecticut.

– ¿Es que no hay ningún republicano en esta reunión?

– Y este, señor vicepresidente, es el marido de Annie, Fletcher Davenport.

– Encantado, Fletcher. ¿Su padre también es demócrata?

– No, señor, está afiliado al partido republicano.

– Fantástico, así al menos tenemos dos votos seguros en su casa.

– No, señor, mi madre no le permitiría cruzar el umbral.

El vicepresidente se echó a reír.

– No parece que todo esto ayude mucho a su reputación, Karl.

– Continuaré siendo neutral como siempre, Spiro, porque el juego político es algo que no me concierne. En cualquier caso, si me lo permite, dejaré a Annie con usted, porque quiero que Fletcher conozca a alguien más.

Fletcher se sintió intrigado porque había supuesto que el profesor se refería al vicepresidente en la invitación, pero siguió obedientemente a su anfitrión para reunirse con un grupo de hombres que se encontraban al otro lado de la sala, junto a la chimenea encendida.

– Bill, este es Fletcher Davenport. Fletcher, le presento a Bill Alexander, de Alexander…

– … Dupont y Bell -acabó Fletcher, y estrechó la mano del socio principal de una de las firmas de abogados más prestigiosas de Nueva York.

– Hace tiempo que buscaba la ocasión de conocerle, Fletcher -dijo Bill Alexander-. Ha conseguido algo que yo no he sido capaz de conseguir en treinta años.

– ¿A qué se refiere, señor?

– A que Karl interviniera en uno de mis casos como ayudante. ¿Cómo lo consiguió?

Los dos hombres esperaron ansiosos la respuesta.

– No me dejó muchas alternativas, señor. Me incordió de una manera muy poco profesional, pero era comprensible, dada su desesperación. Nadie le había ofrecido un empleo desde mil novecientos treinta y ocho.

Los dos mayores se echaron a reír.

– Así y todo, me siento obligado a preguntar si valió la pena pagarle sus honorarios, que sin duda debieron de ser considerables, si tenemos en cuenta que la mujer salió absuelta de los cargos.

– Desde luego que lo fueron -intervino Abrahams antes de que su joven invitado pudiera responder.

El profesor buscó en la biblioteca detrás de Bill Alexander y sacó un ejemplar en tapa dura de Los juicios de Clarence Darrow. El señor Alexander miró el libro.

– Yo también lo tengo, por supuesto -comentó Alexander.

– Y yo. -Fletcher pareció desilusionado al escucharlo-. Pero no una primera edición firmada y con la cubierta en perfecto estado. Es un ejemplar de coleccionista.

Fletcher pensó en su madre y en su valioso consejo: «Procura escoger algo que él aprecie y no es necesario que valga una fortuna».

Nat le pidió a cada uno de los ocho hombres y seis mujeres que formaban su equipo que ofreciera una breve biografía para el resto del grupo. Luego les asignó las responsabilidades que tendrían en la campaña electoral. Nat admiraba sinceramente el trabajo de Su Ling, porque como le había aconsejado Tom, la joven había seleccionado a una notable muestra de estudiantes, la mayoría de los cuales habían deseado desde el principio que Nat se presentara como candidato.

– Muy bien, comencemos a ponernos al día -dijo Nat.

El primero en hablar fue Joe Stein, quien se puso de pie.

– Como el candidato ha dejado bien claro que los donativos no pueden exceder de un dólar por persona, he aumentado el número de voluntarios para la campaña financiera, de forma que podemos pedir su aportación al mayor número de estudiantes posible. Dicho grupo se reúne una vez por semana, generalmente los lunes. Sería muy útil si el candidato pudiera hablar con ellos en algún momento.

– ¿Qué te parece el próximo lunes? -preguntó Nat.

– Estupendo. Hasta ahora, hemos recaudado trescientos siete dólares; la mayor parte de los donativos la recibimos después de tu discurso en Russell Hall. A la vista de que la sala estaba hasta los topes, casi todos se quedaron convencidos de que estaban respaldando al ganador.

– Gracias, Joe. Veamos ahora cómo va la campaña opositora. ¿Tim?

– Me llamo Tim Ulrich. Mi trabajo consiste en seguir la campaña de la oposición y asegurarnos de saber en todo momento qué se traen entre manos. Tenemos por lo menos a dos personas que toman nota de todo lo que dice Elliot. Ha hecho tantas promesas durante los últimos días, que si pretende cumplirlas todas la universidad estará en la ruina en menos de un año.

– ¿Qué hay de los grupos, Ray?

– Los grupos se dividen en tres clases: étnicos, religiosos y actividades, así que tengo a tres colaboradores para que se ocupen de ellos. Por supuesto, hay muchos que se entremezclan: por ejemplo, los italianos con los católicos.

– ¿Sexo? -preguntó alguien.

– No -respondió Ray-. Liemos descubierto que el sexo es universal, por tanto no lo hemos podido agrupar, pero la ópera, la comida y la moda es donde más se entremezclan los italianos. Para colmo, en Mario’s ofrecen café gratis a aquellos clientes que prometen votar a Cartwright.

– Ten cuidado. Elliot podría decir que es un gasto electoral -le advirtió Joe-. No vayamos a perder por un estúpido tecnicismo.

– De acuerdo -dijo Nat-. ¿Los deportes?

Jack Roberts, el capitán del equipo de baloncesto, no necesitaba presentarse.

– Las secciones de atletismo están bien cubiertas por la participación personal de Nat, sobre todo después de su victoria en la carrera campo a través contra la Universidad de Cornell. Yo me encargo del equipo de béisbol y baloncesto. Elliot se ha hecho con el equipo de fútbol, pero la sorpresa la tenemos en el lacrosse femenino; hay más de trescientas chicas que lo practican.

– Salgo con una chica del segundo equipo -comentó Tim.

– Creía que eras homosexual -dijo Chris.

Algunos se echaron a reír.

– ¿Hay alguien que se ocupe del voto gay? -quiso saber Nat. Nadie le respondió-. Si alguien reconoce públicamente que es gay, le buscaremos un lugar en el equipo y se habrán acabado los comentarios malintencionados.

– Lo siento, Nat -se disculpó Chris.

– Solo nos quedan las encuestas y las estadísticas, Su Ling.

– Me llamo Su Ling. Hay nueve mil seiscientos veintiocho estudiantes: cinco mil quinientos diecisiete hombres y cuatro mil ciento once mujeres. Una encuesta muy casera realizada en el campus el sábado pasado por la mañana señala que Elliot contaría con seiscientos once votos y Nat con quinientos cuarenta y uno, pero no olvidemos que Elliot cuenta con la ventaja de haber comenzado la campaña hace más de un año y que sus carteles están por todas partes. Los nuestros los colocaremos el viernes.

– Los habrán arrancado todos para el sábado.

– Pues los volveremos a colocar inmediatamente -afirmó Joe-, sin recurrir a las mismas tácticas. Siento haberte interrumpido, Su Ling.

– Tranquilo, no pasa nada. Todos los miembros del equipo deben fijarse el objetivo de hablar todos los días con un mínimo de veinte votantes. Como todavía tenemos por delante sesenta días de campaña, intentaremos hablar con cada estudiante varias veces antes del día de las elecciones. Esto es algo que no se puede realizar de cualquier manera. En esa pared hay un tablón con la lista de todos los estudiantes por orden alfabético. En la mesa he dejado lápices de colores. He destinado un color para cada miembro del equipo. Al final de la jornada, cada uno marcará a los votantes que ha entrevistado. De este modo también sabremos quiénes son los que hablan y quiénes los que trabajan.

– Has dicho que hay diecisiete lápices de colores -intervino Joe-, aunque nosotros solo somos catorce.

– Correcto, pero también hay lápices de color negro, amarillo y rojo. Si la persona dijo que votará a Elliot, la marcaréis en negro; si es dudosa, le corresponde una marca amarilla, y si están seguros de que votará por Nat, entonces usaréis el rojo. A última hora entraré toda la nueva información en el ordenador; os entregaré copias de los resultados a primera hora de la mañana siguiente. ¿Alguna pregunta?

– ¿Te casarás conmigo? -preguntó Chris.

Todos se echaron a reír.

– Sí, lo haré -respondió Su Ling-. Por cierto, recuerda que no debes creer todo lo que te dicen, porque Elliot también me lo pidió y le dije que sí.

– Eh, ¿qué pasa conmigo? -protestó Nat.

– No te olvides que a ti te contesté por escrito. -Su Ling le dedicó una sonrisa.

– Buenas noches, señor, y muchas gracias por tan grata velada.

– Buenas noches, Fletcher. Me alegra que os hayáis divertido.

– Desde luego que sí -afirmó Annie-. Ha sido fantástico conocer al vicepresidente. Ahora podré burlarme de mi padre durante semanas -añadió mientras Fletcher la ayudaba a subir al coche.

Incluso antes de cerrar la puerta de su lado, Fletcher exclamó:

– Annie, has estado fabulosa.

– Solo procuraba sobrevivir. No esperaba que Karl me colocara entre el vicepresidente y el señor Alexander durante la cena. Incluso me pregunté si no habría sido un error.

– El profesor no comete esa clase de errores -señaló Fletcher-. Sospecho que Bill Alexander le pidió que lo hiciera.

– ¿Por qué haría tal cosa?

– Es el socio principal de una firma con una larga tradición y chapada a la antigua, así que seguramente creyó que averiguaría muchas cosas referentes a mí a través de mi esposa; si te invitan a unirte a Alexander Dupont y Bell, es un equivalente a que te propongan matrimonio.

– Entonces confiemos en que no haya puesto trabas a una proposición en toda regla.

– Todo lo contrario. Has conseguido que llegue a la etapa del cortejo. No vayas a creer que fue una coincidencia que la señora Alexander se sentara a tu lado cuando sirvieron el café.

Annie soltó un suave gemido y Fletcher la miró preocupado.

– Oh, Dios mío -exclamó la muchacha-. Han comenzado las contracciones.

– Pero si todavía faltan diez semanas -replicó Fletcher-. Relájate y estaremos en casa en un santiamén. En cuanto te acuestes te sentirás bien.

Annie volvió a gemir, esta vez un poco más fuerte.

– Olvídate de volver a casa; llévame al hospital.

Fletcher pisó el acelerador, aunque no podía ir muy rápido porque necesitaba mirar los nombres de las calles para orientarse y encontrar el camino más corto hasta el hospital de Yale-New Haven. Entonces vio una parada de taxis. Viró bruscamente y se detuvo junto al primer taxi de la cola. Bajó la ventanilla.

– Mi mujer está a punto de dar a luz -gritó-. ¿Cuál es el camino más corto hasta Yale-New Haven?

– Sígame -le ordenó el taxista y arrancó.

Fletcher hizo lo imposible para no separarse del taxi que se movía como una anguila entre los demás coches; el conductor hacía sonar el claxon sin cesar mientras seguía una ruta absolutamente nueva para él. Annie se sujetaba la barriga; los gemidos aumentaban de intensidad por momentos.

– No te preocupes, amor mío, ya casi hemos llegado -le dijo a Annie, mientras se saltaba otro semáforo en rojo para no perder de vista al taxi.

Cuando los dos coches llegaron finalmente al hospital, Fletcher se sorprendió al ver a un médico y una enfermera junto a una camilla en la puerta; era evidente que les estaban esperando. El taxista levantó el puño con el pulgar en alto en dirección a la enfermera y Fletcher se dijo que seguramente había llamado a su supervisor para que comunicara la emergencia al hospital; confió en llevar bastante dinero para pagarle la carrera y añadir una generosa propina.

Fletcher saltó del coche para ayudar a Annie, pero el taxista ya se le había adelantado. Entre los dos la sacaron del vehículo y la colocaron con mucho cuidado en la camilla. La enfermera comenzó a desabrocharle el vestido incluso antes de que la camilla entrara en el hospital. Fletcher sacó el billetero y se volvió hacia el taxista.

– Muchas gracias, ha sido usted muy amable. ¿Cuánto le debo?

– Ni un centavo; invita la casa -contestó el taxista.

– Pero… -comenzó Fletcher.

– Si le digo a mi esposa que le he cobrado, me matará. Buena suerte. -El taxista dio media vuelta sin decir nada más y caminó hacia su coche.

– Gracias -repitió Fletcher antes de correr hacia la entrada.

Tardó un minuto en alcanzar a su esposa y le cogió la mano.

– Todo irá a la perfección, cariño -le aseguró.

El enfermero le hizo a Annie una serie de preguntas que fueron contestadas desde la primera hasta la última con un lacónico sí. En cuanto acabó con el cuestionario, llamó al quirófano para avisar al doctor Redpath y a su equipo de que tardarían un minuto en llegar. El lento y enorme ascensor se detuvo en la quinta planta. Llevaron a Annie a tanta velocidad por el pasillo que Fletcher casi corría a su lado para no soltarle la mano. Vio a dos enfermeras que mantenían abiertas las puertas de la sala para que la camilla no tuviera que detenerse.

Annie se aferró a la mano de su marido mientras la colocaban en la mesa. Otras tres personas entraron en el quirófano, con las mascarillas puestas. La primera comprobó el instrumental, la segunda se ocupó de la máscara de oxígeno y la tercera intentó que Annie le respondiera a más preguntas, aunque ya gritaba sin cesar. Fletcher no le soltó la mano, hasta que apareció un hombre mayor. Se calzó los guantes de goma.

– ¿Estamos preparados? -preguntó sin mirar a la parturienta.

– Sí, doctor Redpath -contestó la enfermera.

– Bien. -Miró a Fletcher-. Lamento tener que pedirle que se retire, señor Davenport. Le llamaremos en cuanto haya nacido el bebé.

Fletcher besó a su mujer en la frente.

– Estoy muy orgulloso de ti -le susurró.

22

Nat se despertó a las cinco el día de las elecciones y reparó en que Su Ling ya estaba en la ducha. Releyó el horario que tenía en la mesilla de noche. Reunión con todo el equipo a las siete, seguida de una hora y media delante de las puertas del comedor para recibir y saludar a los votantes que acudían a desayunar.

– Ven y dúchate conmigo -le gritó Su Ling-, no podemos perder ni un minuto.

Tenía razón, porque llegaron a la reunión del equipo solo un minuto antes de que el reloj marcara las siete. Todos los demás ya estaban presentes y Tom, que había venido de Yale para la ocasión, les comentaba las experiencias de su reciente reelección. Su Ling y Nat ocuparon las sillas a cada lado del asesor de campaña, que continuó presidiendo la reunión como si ellos no estuviesen allí.

– Nadie se detiene, ni siquiera para respirar, hasta las seis en punto, cuando se haya depositado el último voto. Ahora propongo que el candidato y Su Ling se instalen a la entrada del comedor y permanezcan allí entre las siete y media y las ocho y media mientras el resto va a desayunar.

– ¿Tendremos que comer toda esa basura durante una hora? -preguntó Joe.

– No, no quiero que comas nada, Joe. Necesito que vayáis de mesa en mesa, nunca dos de vosotros a la misma mesa; recordad que el equipo de Elliot probablemente estará haciendo la misma operación, así que no perdáis el tiempo pidiéndoles el voto. Muy bien, vamos allá.

Los catorce salieron de la habitación y corrieron a través del prado para desaparecer en el interior del comedor. Nat y Su Ling se quedaron junto a la entrada.

– Hola, soy Nat Cartwright. Me presento como candidato a representante del consejo de estudiantes. Espero contar con tu voto en las elecciones de hoy.

– Vale, tío, ya tienes el voto gay -le respondieron al unísono dos estudiantes con expresiones somnolientas.

– Hola, soy Nat Cartwright. Me presento como candidato a representante del consejo de…

– Sí, sé quién eres, pero ¿cómo puedes entender los problemas que se tienen para sobrevivir con una miserable beca, cuando a ti te pagan cuatrocientos dólares todos los meses? -fue la réplica mordaz del estudiante.

– Hola, soy Nat Cartwright. Me presento como candidato a representante del…

– No pienso votar a nadie -afirmó otro estudiante, y siguió su camino.

– Hola, soy Nat Cartwright. Me presento como candidato a…

– Lo siento mucho. Solo estoy de visita, así que no puedo votar.

– Hola, soy Nat Cartwright y…

– Te deseo buena suerte, pero te votaré solo porque tu novia es una preciosidad.

– Hola, soy Nat Cartwright…

– Pues yo soy del equipo de Ralph Elliot; os vamos a dar una paliza.

– Hola, soy Nat…

Nueve horas más tarde, Nat había perdido la cuenta de las veces que había repetido las mismas palabras y las manos que había estrechado. Solo sabía a ciencia cierta que se había quedado ronco y que en cualquier momento perdería los dedos. A las seis y un minuto, se volvió hacia Tom y dijo:

– Hola, soy Nat Cartwright y…

– Olvídalo -replicó Tom y se echó a reír-. Soy el representante de Yale y todo lo que sé es que si no fuese por Ralph Elliot tú tendrías mi puesto.

– ¿Qué me tienes reservado ahora? Mi programa de actividades termina a las seis y no tengo idea de lo que debo hacer -le comentó Nat.

– Muy típico de todos los candidatos. Creo que lo más conveniente es que nos vayamos a cenar tranquilamente a Mario’s.

– ¿Qué pasa con el resto del equipo? -quiso saber Su Ling.

– Joe, Chris, Sue y Tim asistirán al recuento de votos, mientras los demás se toman un bien merecido descanso. Como el recuento comienza a las siete y tardarán como mínimo un par de horas, propongo que todos estéis presentes en la sala a las ocho y media.

– Por mí de acuerdo -dijo Nat-. Podría comerme un caballo.

Mario los acompañó hasta la mesa en el rincón y no dejó de tratar a Nat como señor representante. Mientras los tres disfrutaban de sus bebidas e intentaban relajarse, Mario reapareció con una gran fuente de espaguetis a la boloñesa y los espolvoreó con una generosa ración de queso parmesano. Pese a los esfuerzos de Nat la cantidad de espaguetis no parecía disminuir. Tom advirtió que el nerviosismo de su amigo iba en aumento y comía cada vez menos.

– Me pregunto qué estará haciendo Elliot en estos momentos -comentó Su Ling.

– Estará en el McDonald’s junto con todos esos tipejos de su equipo, comiendo hamburguesas y patatas fritas a cuatro carrillos y haciendo ver que todo va sobre ruedas -replicó Tom y bebió un trago de vino de la casa.

– Bueno, al menos podemos estar tranquilos de que ya no podrá hacernos ninguna jugarreta -declaró Nat.

– Yo no pondría las manos en el fuego -opinó Su Ling en el mismo momento en que Joe Stein entraba en el local.

– ¿Qué querrá Joe? -preguntó Tom que se levantó para llamar al colaborador.

Nat le sonrió a su director de campaña cuando este se acercó a la mesa, pero Joe no le devolvió la sonrisa.

– Tenemos un problema -les informó Joe-. Será mejor que vayamos inmediatamente a la sala donde están haciendo el recuento.

Fletcher caminó de un extremo al otro del pasillo, de la misma manera que había hecho su padre veinte años antes, durante una tarde que la señorita Nichol le había descrito en muchas ocasiones. Era como ver una vieja película en blanco y negro, siempre con el mismo final feliz. Fletcher se dio cuenta de que siempre acababa a unos pasos de la puerta del quirófano, como si esperara que alguien -cualquiera- hiciera su aparición.

Por fin se abrieron las puertas y salió una enfermera, pero pasó a la carrera junto a Fletcher sin decir palabra. Pasaron unos minutos más antes de que saliera el doctor Redpath. Se quitó la mascarilla y su expresión era grave.

– Acaban de trasladar a su esposa a su habitación -dijo-. Está bien, cansada, pero bien. Podrá verla dentro de unos minutos.

– ¿Cómo está el bebé?

– Han llevado a su hijo a la incubadora. Permítame que le acompañe.

El médico guió a Fletcher a lo largo del pasillo y se detuvo delante de un gran ventanal. Al otro lado había tres incubadoras. Dos estaban ocupadas. Vio cómo acomodaban suavemente a su hijo en la tercera. Su cuerpo diminuto se veía rojo y arrugado como una pasa. La enfermera le colocó un tubo de goma en la nariz. Luego le fijó un sensor en el pecho y lo conectó a un monitor. Su última tarea fue colocarle una pequeña pulsera en la muñeca izquierda con el nombre de Davenport. La pantalla del monitor entró en funcionamiento e incluso Fletcher, a pesar de sus muy rudimentarios conocimientos de medicina, se dio cuenta de que el corazón de su hijo latía muy débilmente. Miró preocupado al doctor Redpath.

– ¿Qué posibilidades tiene?

– Se ha adelantado diez semanas, pero si conseguimos que supere la noche, entonces es muy probable que sobreviva.

– ¿Qué posibilidades tiene? -insistió Fletcher.

– No hay reglas, ni porcentajes, ninguna ley que nos dé una garantía. Cada bebé es único, incluido el suyo -declaró el médico.

Se les acercó una enfermera.

– Ya puede ver a su esposa, señor Davenport. Si quiere acompañarme, por favor.

Fletcher le dio las gracias al doctor Redpath y siguió a la enfermera por las escaleras hasta la siguiente planta, donde estaba la habitación de su esposa. Annie estaba reclinada en la cama, contra varias almohadas.

– ¿Cómo está nuestro hijo? -le preguntó nada más verlo entrar.

– Muy bien. Es precioso, señora Davenport, y es muy afortunado al tener una madre absolutamente maravillosa.

– No me dejan verlo -protestó Annie en voz baja-, y deseo tanto tenerlo en mis brazos…

– Por el momento está en la incubadora -le explicó Fletcher-; hay una enfermera que lo vigila constantemente.

– Tengo la sensación de que hubiese pasado un siglo desde la cena con el profesor Abrahams.

– Sí, vaya noche -comentó Fletcher-. Un doble triunfo para ti. Has hechizado al socio principal de la firma donde quiero trabajar y luego has dado a luz a nuestro hijo. ¿Qué más quieres?

– Todo eso me parece sin importancia ahora que tenemos que ocuparnos de nuestro hijo. -Se calló un momento-. Harry Robert Davenport.

– Suena de maravilla -afirmó Fletcher-, nuestros padres estarán encantados.

– ¿Cómo lo llamaremos? -preguntó Annie-. ¿Harry o Robert?

– Yo sé cómo voy a llamarlo -contestó Fletcher en el momento en que la enfermera entraba en la habitación.

– Creo que es hora de que duerma, señora Davenport. Ha sido una jornada agotadora.

– Estoy de acuerdo -manifestó Fletcher.

Retiró las almohadas para que Annie no hiciera ningún esfuerzo y la ayudó a acomodarse. Annie le dedicó una sonrisa mientras apoyaba la cabeza en la almohada y su marido le dio un beso en la frente. La enfermera apagó la luz en cuanto Fletcher salió de la habitación.

Fletcher corrió escaleras arriba para ir a comprobar si los latidos del corazón de su hijo eran más fuertes. Miró la pantalla del monitor a través de la ventana; era tanta su desesperación por ver que marcaba una mayor intensidad, que se convenció a sí mismo de que así era. Mantuvo la nariz pegada al cristal.

– Sigue luchando, Harry -dijo y comenzó a contar los latidos por minuto. De pronto, le dominó el cansancio-. Aguanta, chico, lo conseguirás.

Se apartó de la ventana y fue a sentarse en una silla al otro lado del pasillo. En cuestión de minutos, dormía profundamente.

Se despertó sobresaltado cuando una mano le tocó suavemente en el hombro. Abrió los ojos con un gran esfuerzo; no tenía idea de cuánto tiempo había estado durmiendo. Primero vio a la enfermera, en cuyo rostro se reflejaba una expresión solemne. El doctor Redpath se encontraba a un paso más atrás de ella. No fue necesario que le dijeran que Harry Robert Davenport no lo había conseguido.

– Veamos, ¿cuál es el problema? -preguntó Nat mientras corrían hacia la sala donde se realizaba el escrutinio.

– Llevábamos una amplia ventaja hasta hace solo unos minutos -le explicó Joe, que jadeaba visiblemente después del esfuerzo de ir hasta el restaurante y en ese momento procurar seguir a la par de Nat a un ritmo que el candidato hubiese dicho que era un trote. Agotado, acortó el paso-. Entonces, aparecieron dos urnas llenas a rebosar y casi el noventa por ciento de los votos son para Elliot -añadió cuando llegaron a las escalinatas del edificio.

Nat y Tom no esperaron a Joe mientras subían los escalones de dos en dos y entraban en la sala. Al primero que vieron fue a Ralph Elliot, que parecía muy complacido consigo mismo. Nat volvió su atención hacia Tom, quien ya estaba atendiendo las explicaciones de Sue y Chris. Se apresuró a reunirse con ellos.

– Íbamos ganando por unos cuatrocientos votos -dijo Chris-; supusimos que ya estaba definido el resultado, cuando aparecieron dos urnas como surgidas de la nada.

– ¿Qué quieres decir con surgidas de la nada? -le preguntó Tom.

– Verás, las descubrieron debajo de una mesa, pero no estaban incluidas en el recuento original. En una de las urnas -añadió Chris, después de consultar la planilla- había trescientos diecinueve votos para Elliot contra cuarenta y ocho de Nat y en la otra, trescientos veintidós y cuarenta y uno respectivamente, cosa que le dio la vuelta al resultado y lo situó como ganador por un puñado de votos.

– Dime los resultados de las otras urnas -le pidió Su Ling.

– En general respondían a las estimaciones -respondió Chris, que consultó de nuevo la planilla-. En la que obtuvimos más votos, había doscientos nueve para Nat, frente a ciento setenta y seis para Elliot. De hecho, Elliot solo nos superó en una urna: doscientos uno a ciento noventa y seis.

– Los votos de las dos últimas urnas son estadísticamente imposibles -afirmó Su Ling- si los comparas con las diez que ya han contabilizado. Alguien ha tenido que llenarlas con las papeletas de Elliot para conseguir cambiar el resultado.

– ¿Cómo pudieron hacer tal cosa? -preguntó Tom.

– Es algo muy sencillo si consigues hacerte con las papeletas en blanco -dijo Su Ling.

– Cosa que seguramente no les planteó ningún problema -señaló Joe.

– ¿Cómo puedes estar seguro de que fue así? -le preguntó Nat.

– Porque cuando voté en mi residencia durante la hora de la comida, solo había una persona para controlar la votación y estaba redactando un trabajo de clase. Podría haberme llevado un puñado de papeletas sin que se diera cuenta.

– Eso no explica la súbita aparición de las dos urnas -declaró Tom.

– No necesitas ser un genio para resolver el misterio -intervino Chris-, porque una vez acabada la votación, todo lo que tuvieron que hacer fue retener dos urnas y llenarlas con sus votos.

– No tenemos manera de probarlo -opinó Nat.

– Las estadísticas lo prueban -señaló Su Ling-. Nunca mienten, aunque reconozco que no tenemos ninguna prueba de primera mano.

– ¿Qué podemos hacer para desenmascarar el fraude? -preguntó Joe, mientras miraba a Elliot, que mantenía la misma expresión satisfecha.

– No hay mucho que podamos hacer aparte de comunicar nuestras sospechas a Chester Davies. Después de todo, es el funcionario a cargo de la junta electoral.

– De acuerdo, Joe. Ve y díselo; después esperaremos a ver qué decide.

Joe se marchó para hablar con el decano. Vieron cómo la expresión del señor Davies se hacía cada vez más seria. En cuanto Joe acabó su exposición, el decano llamó inmediatamente al jefe de campaña de Elliot, quien no hizo más que encogerse de hombros y señalar que todos los votos eran válidos.

Nat observó con desconfianza mientras el señor Davies interrogaba a los dos jóvenes; vio cómo Joe asentía, antes de que cada jefe de campaña se dirigiera a informar a sus respectivos equipos.

– El decano convocará ahora mismo una reunión urgente de la junta electoral en su despacho; nos comunicará la decisión dentro de una media hora.

– El señor Davies es un hombre bueno y justo -dijo Su Ling, que cogió a Nat de la mano-. Puedes estar seguro de que llegará a la conclusión correcta.

– Puede que llegue a la conclusión correcta -replicó Nat-, pero al final no podrá hacer otra cosa que aplicar las normas electorales con independencia de sus opiniones personales.

– Estoy de acuerdo -afirmó una voz detrás de ellos. Nat se volvió rápidamente y se encontró con Elliot, que le sonreía-. No necesitarán mirar en el reglamento para dictaminar que la persona con más votos es el ganador -añadió Elliot, con un tono de desdén.

– A menos que revisen la norma que dice: una persona, un voto -dijo Nat.

– ¿Me estás acusando de tramposo? -le espetó Elliot, en un tono de voz que llamó de inmediato la atención de sus partidarios, los cuales se apresuraron a rodearlo.

– Digámoslo de otra manera. Si ganas estas elecciones, puedes ir a Chicago y pedir el empleo de cajero en Cook County, porque el alcalde Daly no tiene nada que enseñarte.

Elliot ya había dado un paso adelante y levantado el puño cuando el decano entró en la sala, con una hoja de papel en la mano. Subió al estrado.

– Te acabas de librar de una buena zurra -susurró Elliot.

– Pues lo mismo digo -replicó Nat.

Los dos jóvenes se volvieron hacia el estrado.

Se apagaron todas las conversaciones mientras el señor Davies ajustaba la altura del micrófono y miraba a todos aquellos que se habían dado cita para escuchar el resultado. El decano leyó con voz pausada el texto de la nota.

– Se me ha comunicado un incidente en las elecciones para representante del claustro de estudiantes. Al parecer, se encontraron dos urnas después de acabado el recuento. Cuando se procedió a la apertura de las mismas y se contaron los votos, resultó que se invirtió el resultado de la votación. Por tanto, como miembros de la junta electoral, nos correspondió consultar el reglamento de las elecciones. Por mucho que buscamos, no encontramos ninguna referencia a la aparición de urnas no contabilizadas, ni las acciones que hay que emprender en el caso de que se advirtiera un número de votos absolutamente anormal en una urna determinada.

– Porque en el pasado nunca se le ocurrió a nadie cometer un fraude -gritó Joe desde el fondo de la sala.

– Tampoco se ha hecho ahora -le respondieron de inmediato-. Lo que pasa es que no sabéis perder.

– ¿Cuántas urnas más teníais preparadas por si…?

– No necesitamos más.

– Silencio -ordenó el decano-. Estos comentarios no favorecen a ninguna de las partes. -Esperó a que se hiciera silencio antes de proseguir con la lectura de la nota-. Así y todo, conscientes de nuestra responsabilidad como miembros de la junta electoral, hemos llegado a la conclusión de dar por válido el resultado.

Los partidarios de Elliot estallaron en una estruendosa ovación.

Elliot miró a Nat.

– Creo que acabas de saber quién ha recibido una paliza.

– Esto aún no se ha acabado -le advirtió Nat, sin desviar la mirada del señor Davies.

Pasaron unos minutos antes de que el decano pudiera continuar, porque la mayoría había supuesto que había acabado su intervención.

– Como se han cometido varias irregularidades en el proceso electoral, una de las cuales en nuestra opinión sigue sin aclararse, he decidido que de acuerdo con el artículo siete b del reglamento del claustro de estudiantes, el candidato derrotado tiene la oportunidad de apelar. Si lo hace, el comité podrá optar entre tres decisiones. -Abrió el libro del reglamento y leyó-: a) confirmar el resultado original; b) no dar por válido el resultado original, y c) convocar nuevas elecciones que se celebrarán durante la primera semana del próximo semestre. Por tanto, damos al señor Cartwright un plazo de veinticuatro horas para presentar su apelación.

– No necesitamos veinticuatro horas -gritó Joe-. Apelamos.

– Es preciso que el candidato presente la apelación por escrito -aclaró el decano.

Tom miró a Nat, que solo tenía ojos para Su Ling.

– ¿Recuerdas lo que acordamos en el caso de que no ganara?

Libro tercero

Crónicas

23

Nat se volvió para mirar a Su Ling, que caminaba lentamente hacia él, y recordó el día que se conocieron. Él la persiguió colina abajo y cuando ella se dio la vuelta, Nat se quedó sin respiración.

– ¿Tienes idea de lo afortunado que eres? -le susurró Tom.

– ¿Podrías hacer el favor de concentrarte en tu trabajo? A ver, ¿dónde está el anillo?

– ¿El anillo? ¿Qué anillo? -Nat miró a su padrino-. Diablos, sabía que tenía que traer algo conmigo -susurró Tom con verdadera desesperación-. ¿Podríais entretenerlos un poco mientras voy a casa a buscarlo?

– ¿Quieres que te estrangule aquí mismo? -replicó Nat, con una amplia sonrisa.

– Sí, por favor -respondió Tom, con la mirada puesta en Su Ling, que seguía su marcha-. Que la visión de ella sea mi último recuerdo de este mundo.

Nat volvió su atención a la novia y ella le dedicó la sonrisa que él recordaba claramente del día en que la muchacha entró en el restaurante para su primera cita. Su Ling se colocó a su lado, con la cabeza ligeramente inclinada, y ambos esperaron a que el sacerdote comenzara la ceremonia. Nat pensó en la decisión que habían tomado al día siguiente de las elecciones, comprendió que nunca la lamentaría. ¿Qué razón tenía para postergar la carrera de Su Ling solo por tener otra opción para conseguir ser el representante del claustro de estudiantes? La idea de repetir las elecciones durante la primera semana del siguiente semestre, de tener que pedirle a Su Ling que esperara otro año si él fracasaba, le había señalado claramente el camino que debía seguir. El sacerdote miró a los reunidos.

– Queridos hermanos…

Cuando Su Ling le había explicado al profesor Mullden que se iba a casar y que su futuro marido estudiaba en la Universidad de Connecticut, las autoridades universitarias no vacilaron en ofrecerle a Nat la oportunidad de seguir adelante con sus estudios en Harvard. Ya estaban al corriente de la hoja de servicios de Nat en Vietnam y de sus éxitos en el equipo de corredores, pero fueron sus notas las que inclinaron la balanza. No acababan de entender por qué no se había matriculado en Yale, ya que según la oficina de admisiones no había presentado la solicitud.

– ¿Aceptas a esta mujer como tu legítima esposa?

Nat quería gritar el «sí, quiero», pero se contuvo y respondió en voz baja:

– Sí, quiero.

– ¿Aceptas a este hombre como tu legítimo esposo?

– Sí, quiero -contestó Su Ling, con la cabeza inclinada.

– Puedes besar a la novia -dijo el sacerdote.

– Creo que se refiere a mí -exclamó Tom y se adelantó.

Nat abrazó a Su Ling y la besó, al tiempo que le propinaba un puntapié a Tom en la espinilla.

– ¿Esto es lo que recibo después de tantos años de sacrificios? Bueno, al menos ahora es mi turno.

Nat se volvió rápidamente y abrazó a Tom, en medio de las carcajadas de los asistentes.

Tom tenía toda la razón, se dijo Nat. Ni siquiera le había hecho un reproche cuando se negó a presentar la apelación ante la junta electoral, aunque Nat sabía muy bien que Tom estaba seguro de su victoria si se repetían las elecciones. A la mañana siguiente, el señor Russell le había llamado para ofrecerle su casa para el banquete de boda. ¿Cómo podría pagarles nunca tantas atenciones?

– Quedas advertido -le dijo Tom-. Papá espera que entres a trabajar en el banco en cuanto obtengas la licenciatura en Harvard Business School.

– Puede que esa sea la mejor oferta de empleo que reciba.

Los recién casados se volvieron para mirar a sus familiares y amigos. Susan no hizo el menor esfuerzo por ocultar las lágrimas, mientras Michael reventaba de orgullo. La madre de Su Ling se adelantó para sacar una foto de los jóvenes en sus primeros momentos como marido y mujer.

Nat no recordó gran cosa de la recepción, excepto que el señor y la señora Russell le habían tratado como si fuese su propio hijo. Fue de mesa en mesa y tuvo un agradecimiento especial para aquellos que habían venido de muy lejos para asistir a la boda. Hasta que no escuchó el repicar de las cucharillas contra las copas para pedir silencio no comprobó si llevaba el discurso en el bolsillo.

Ocupó rápidamente su lugar en la mesa de honor en el momento que Tom se levantaba para dirigirse a los invitados. El padrino comenzó explicando por qué la recepción se celebraba en su casa.

– No olviden que le propuse matrimonio a Su Ling mucho antes de que lo hiciera el novio, aunque inexplicablemente en esta ocasión ella se mostró dispuesta a aceptar al segundón.

Nat le dedicó una sonrisa a Abigail, la tía de Tom, que había viajado desde Boston para asistir a la boda, mientras los invitados aplaudían. A veces se preguntaba si las bromas de Tom referentes a su amor por Su Ling no delataban la realidad de sus verdaderos sentimientos. Miró a su padrino y recordó cómo, al llegar tarde -gracias, mamá-, se había sentado junto a un niño lloroso en el extremo de la fila en su primer día de escuela en Taft. Pensó en lo afortunado que era por tener un amigo como él y rogó que no pasara mucho tiempo antes de que pudiera hacer por él el mismo servicio.

Tom agradeció los fuertes aplausos de la concurrencia mientras cedía su lugar al novio.

Nat inició su discurso con un agradecimiento especial a los padres de Tom por su generosidad al permitirles utilizar su maravillosa casa para la recepción. Dio las gracias a su madre por su sabiduría y a su padre por su belleza, cosa que provocó las carcajadas y los aplausos de los invitados.

– Por encima de todo, quiero dar las gracias a Su Ling, por haber seguido el camino equivocado, y a mis padres por haberme educado de una manera que me llevó a seguirla para advertirle que estaba cometiendo un error.

– El error más grande que cometió fue seguirte de regreso hasta lo alto de la colina -intervino Tom.

Nat esperó a que se acallaran las carcajadas antes de seguir hablando.

– Me enamoré de Su Ling en el momento en que la vi, un sentimiento que evidentemente ella no compartía, pero como ya os he dicho, he sido agraciado con la belleza de mi padre. Permítanme que acabe invitándoles a nuestra fiesta de las bodas de oro el once de julio de dos mil veinticuatro. -Guardó silencio un momento-. Solo aquellos que hayan tenido la osadía de morirse antes de la fecha quedarán excusados. -Levantó la copa-. Por mi esposa, Su Ling.

En cuanto Su Ling abandonó la fiesta para ir a cambiarse, Tom le preguntó a Nat cuál era el destino elegido para la luna de miel.

– Corea -susurró Nat-. Tenemos la intención de visitar el pueblo donde nació Su Ling y ver si podemos dar con algún miembro de su familia. Por favor, no se lo digas a la madre de Su Ling. Queremos darle una sorpresa a nuestro regreso.

Trescientos invitados se reunieron en el porche delante de la casa para aplaudir mientras el coche que llevaba a los recién casados emprendía el camino hacia el aeropuerto.

– Me pregunto dónde pasarán la luna de miel -dijo la madre de Su Ling.

– No tengo ni la menor idea -respondió Tom.

Fletcher abrazó a Annie. Había pasado un mes desde el entierro de Harry Robert y ella continuaba culpándose por lo sucedido.

– Sencillamente no es justo -le dijo Fletcher-. Si hay alguien a quien echarle las culpas, entonces soy yo. Mira la presión que tuvo que soportar Joanna cuando dio a luz; sin embargo, no le afectó en lo más mínimo.

Pero Annie no se consolaba. El médico que la atendía le comentó a Fletcher cuál era la manera más rápida de solucionar el problema y al joven le pareció perfecta.

Annie se recuperaba poco a poco con el paso de los días; su principal interés era dar a su marido todo el apoyo posible para que fuera el primero de su promoción.

– Se lo debes a Karl Abrahams -le recordó-. Te ha dedicado mucho tiempo y solo hay un modo de saldar la deuda.

Ayudó a su marido a trabajar día y noche durante las vacaciones de verano antes de que comenzara el último curso. Se convirtió en su ayudante e investigadora mientras él continuaba siendo su amante y amigo. Annie solo se negó a seguir su consejo cuando Fletcher insistió en que ella debía acabar sus estudios.

– No -respondió Annie-. Quiero ser tu esposa y, si Dios quiere, con el tiempo…

De nuevo en Yale, Fletcher comprendió que no podía retrasar mucho más la búsqueda de un empleo. Varias firmas ya le habían invitado a una entrevista, y una o dos habían llegado a ofrecerle empleo, pero Fletcher no quería ir a trabajar a Dallas, Denver, Phoenix o Pittsburgh. No obstante, a medida que transcurrían las semanas y seguía sin tener noticias de Alexander Dupont y Bell, comenzó a perder las esperanzas y llegó a la conclusión de que si aún confiaba en recibir una oferta para trabajar en una de las grandes firmas necesitaría asistir a una infinidad de entrevistas.

Jimmy ya había enviado más de cincuenta cartas y hasta el momento solo había recibido tres respuestas; en ninguna de ellas le ofrecían trabajo. Él sí hubiese aceptado ir a Dallas, Denver, Phoenix o Pittsburgh de no haber sido por Joanna. Annie y Fletcher se pusieron de acuerdo en las ciudades en las que les gustaría vivir y luego ella hizo algunas averiguaciones sobre las principales firmas en los respectivos estados. Juntos redactaron una carta de presentación, hicieron cincuenta copias y las enviaron en el primer día del curso.

Cuando Fletcher fue a su primera clase, se encontró con una carta en su casillero.

– Vaya, sí que ha sido rápido -comentó Annie-. No hace ni una hora que enviamos las nuestras.

Fletcher se echó a reír pero sus carcajadas cesaron bruscamente cuando vio el matasellos. La abrió sin más dilación. El sencillo encabezamiento en letras en relieve negras correspondía a Alexander Dupont y Bell. Por supuesto, la muy prestigiosa firma neoyorquina siempre comenzaba la ronda de entrevistas a los aspirantes durante el mes de marzo. ¿Por qué iban a actuar de otra manera en el caso de Fletcher Davenport?

No dejó de trabajar a fondo durante los largos meses de invierno anteriores a la entrevista, pero así y todo tenía motivos para sentirse aprensivo cuando finalmente emprendió el viaje a Nueva York. Fletcher se apeó del tren en la estación Grand Central y de inmediato se sintió desconcertado al escuchar las voces de personas que hablaban en un centenar de idiomas, así como por la rapidez con la que caminaban todos. Era algo que no había visto en ninguna otra ciudad. Durante todo el trayecto en taxi hasta la calle Cincuenta y cuatro no hizo otra cosa que mirar a través de la ventanilla abierta y disfrutar de un olor que era atributo exclusivo de la ciudad.

El taxi se detuvo delante de un rascacielos de cristal de setenta y dos plantas, y Fletcher comprendió en aquel mismo instante que no quería trabajar en ninguna otra parte. Se entretuvo en la planta baja durante unos minutos, poco dispuesto a estar encerrado en una sala de espera con los otros aspirantes. Por fin se metió en el ascensor que lo llevó hasta el piso treinta y seis, donde la recepcionista trazó una cruz junto a su nombre en una lista. Luego le entregó una hoja de papel con el horario de las entrevistas que le ocuparían el resto del día.

La primera fue con el socio principal, Bill Alexander, y a Fletcher le pareció que había ido bien, aunque Alexander no había demostrado el mismo interés del que había hecho gala en la fiesta de Karl Abrahams. Sin embargo, le preguntó por Annie y le manifestó su sincero deseo de que se recuperara del todo de la pérdida de Harry Robert. También había quedado claro durante la entrevista que Fletcher no era el único entrevistado: en la lista que el señor Alexander tenía en la mesa había seis nombres.

Fletcher pasó otra hora con tres socios especialistas en su campo: derecho penal. Al finalizar la última entrevista, le invitaron a comer en el comedor de la firma. Fue su primer contacto con los otros cinco aspirantes y la conversación le dejó claro a lo que se enfrentaba. No pudo menos de preguntarse cuántos días había reservado la firma para entrevistar a los aspirantes.

Sin embargo, no sabía que el bufete Alexander Dupont y Bell había realizado un riguroso proceso de selección meses antes de invitar a cualquiera de los aspirantes a una entrevista y que él había acabado entre los seis finalistas, gracias a las recomendaciones y sus notas. Tampoco se dio cuenta de que solo uno, o quizá dos, recibirían una propuesta en firme. Como ocurre con los buenos vinos, había años en que no seleccionaban a nadie, sencillamente porque no había sido una buena cosecha.

Por la tarde continuó con las entrevistas; llegó un momento en que creyó haber fracasado en todo y que tendría que empezar el largo periplo de asistir a las entrevistas que le habían ofrecido en respuesta a sus cartas.

– Antes de final de mes me comunicarán si he pasado a la siguiente ronda -le dijo a Annie, que le esperaba en la estación-, pero no por eso dejaremos de enviar cartas, aunque ya no quiero trabajar en ninguna otra parte que no sea en Nueva York.

Annie continuó con el interrogatorio durante el trayecto a su hogar, porque quería enterarse de todos los detalles. Se emocionó al saber que Bill Alexander la recordaba y agradeció que hubiese tenido el detalle de averiguar el nombre de su difunto hijo.

– Quizá tendrías que habérselo dicho -comentó Annie mientras aparcaba el coche.

– ¿Decirle qué? -replicó Fletcher.

– Que vuelvo a estar embarazada.

A Nat le encantó el bullicio y la frenética actividad de Seúl, una ciudad dispuesta a dejar atrás todos los recuerdos de la guerra. Los rascacielos se levantaban en todas las esquinas, mientras lo viejo y lo nuevo intentaban vivir en armonía. Se sintió impresionado por el potencial de una fuerza de trabajo inteligente y bien preparada que sobrevivía con unos salarios que eran una cuarta parte de lo que sería aceptable en su país. Su Ling tomó buena nota del papel todavía sumiso de las mujeres dentro de la sociedad coreana y agradeció para sus adentros que su madre hubiese tenido el coraje y la previsión de emigrar a Estados Unidos.

La pareja alquiló un coche para tener la libertad de ir de pueblo en pueblo a su aire. En cuanto se alejaron unos kilómetros de la capital, lo primero que les llamó la atención fue el rápido cambio en el estilo de vida. Después de recorrer doscientos kilómetros, habían viajado cien años en el pasado. Los modernos rascacielos habían sido reemplazados por sencillas casas de madera y los habitantes se movían con una calma que nada tenía que ver con el bullicio y la frenética actividad de Seúl.

La madre de Su Ling le había hablado muy poco de su infancia en Corea, pero así y todo la muchacha sabía cuál era el pueblo donde había nacido y el nombre de su familia. También sabía que dos de sus tíos habían muerto durante la guerra y por tanto cuando llegaron a Kaping, que según la guía tenía una población de 7.303 habitantes, Su Ling no se hacía muchas ilusiones de encontrar a alguien que recordara a su madre.

Su Ling Cartwright comenzó la búsqueda en el ayuntamiento, donde llevaban un registro de los ciudadanos. Tampoco era una ayuda que de los 7.303 habitantes, más de mil se apellidaran Peng, el apellido de soltera de su madre. Sin embargo, la empleada de la recepción, que también se llamaba Peng, informó a Su Ling de que su tía abuela, que tenía más de noventa años, proclamaba conocer todas las ramas familiares y que si ella quería conocerla no tendría ningún inconveniente en concertar una cita. Su Ling le agradeció el ofrecimiento y quedó en volver más tarde.

Volvió por la tarde y le dijeron que Ku Sei Peng estaría encantada de tomar el té con ella al día siguiente. La recepcionista se disculpó antes de explicarle cortésmente que el marido norteamericano de Su Ling no estaba incluido en la invitación.

A la noche siguiente, Su Ling regresó al hotelito donde estaban alojados con una hoja de papel y una sonrisa feliz.

– Hemos viajado hasta aquí solo para que nos digan que debemos volver a Seúl -comentó.

– ¿Cómo es eso? -le preguntó Nat.

– Pues muy sencillo. Ku Sei Peng recuerda que mi madre se marchó del pueblo para ir a buscar trabajo en la capital y no regresó aquí nunca más. Pero su hermana menor, Kai Pai Peng, todavía vive en Seúl y Ku Sei me ha facilitado las señas.

– Así que de vuelta a la capital -dijo Nat.

El joven llamó a recepción para comunicar que se marchaban de inmediato. Llegaron a Seúl poco antes de la medianoche.

– Creo que lo más prudente es que vaya a verla sola -opinó Su Ling a la mañana siguiente mientras desayunaban-. Quizá no quiera decir gran cosa si se entera de que me he casado con un norteamericano.

– Por mí no hay ningún inconveniente -replicó Nat-. Confiaba en poder ir al mercado que hay al otro lado de la ciudad; estoy buscando una cosa en particular.

– ¿De qué se trata? -preguntó Su Ling.

– Espera y lo sabrás.

Nat cogió un taxi para ir al barrio de Kiray y dedicó el día a recorrer uno de los mercados más grandes del mundo; había centenares de tenderetes que ofrecían toda clase de productos: relojes Rolex, perlas cultivadas, bolsos Gucci, perfumes de Chanel, pulseras de Cartier y joyas de Tiffany. No hizo el menor caso de los vendedores que intentaban atraer su atención para ofrecerle sus artículos con la promesa de que sus precios eran los más baratos, porque no tenía manera de saber si el producto que le ofrecían era una imitación o no.

Regresó al hotel cuando anochecía, agotado de tanto caminar y cargado con seis bolsas llenas de regalos para su esposa. Subió en el ascensor hasta el tercer piso y cuando entró en la habitación, rogó para que Su Ling ya hubiese regresado de visitar a su tía abuela. En el momento de cerrar la puerta, le pareció escuchar un llanto. Se quedó inmóvil. El inconfundible sonido provenía del dormitorio.

Nat dejó caer las bolsas al suelo, cruzó la habitación en un par de zancadas y abrió la puerta del dormitorio. Su Ling estaba hecha un ovillo en la cama y lloraba desconsoladamente. El joven se quitó la chaqueta y los zapatos, se acostó junto a Su Ling y la abrazó.

– ¿Qué ha pasado, Pequeña Flor? -le preguntó, mientras le acariciaba el cabello.

Su Ling no le respondió. Nat la estrechó contra su pecho, consciente de que ella se lo diría cuando lo considerara oportuno.

Nat se levantó para cerrar las cortinas en cuanto oscureció y en la calle comenzaron a encenderse las luces de neón. Luego se sentó al lado de su esposa y le cogió la mano.

– Siempre te querré -declaró Su Ling, sin mirarlo.

– Yo también te amaré mientras viva -replicó Nat, y la abrazó una vez más.

– ¿Recuerdas que en nuestra noche de bodas prometimos no tener secretos entre nosotros? Pues bien, en cumplimiento de la promesa ahora debo decirte lo que he averiguado esta tarde.

Nat nunca había visto semejante expresión de tristeza en el rostro de Su Ling.

– Nada que hayas podido averiguar conseguirá disminuir mi amor -afirmó, en un intento por consolarla.

Su Ling abrazó a su marido y apoyó la cabeza en su pecho, como si quisiera evitar que sus miradas se encontraran.

– Esta mañana fui a ver a mi tía abuela. Recordaba muy bien a mi madre y me explicó sus razones para marcharse del pueblo y venir a reunirse con ella aquí.

Mientras continuaba abrazada a Nat, Su Ling le repitió todo lo que Kai Pai le había dicho. Cuando acabó el relato, se apartó un poco y finalmente miró a su marido.

– ¿Todavía te ves capaz de amarme ahora que sabes la verdad? -le preguntó.

– No creo posible que pueda amarte más de lo que ya te amo y solo puedo imaginar el coraje que has necesitado para compartir esta información conmigo. -Nat se calló un momento-. Solo fortalecerá un vínculo que ya nadie será capaz de romper.

– No creo que sea prudente que vaya contigo -opinó Annie.

– Pero tú eres mi mascota de la suerte y…

– … y el doctor Redpath dice que no sería prudente.

Fletcher aceptó muy a su pesar que tendría que hacer solo el viaje a Nueva York. Annie estaba en el séptimo mes de embarazo y aunque no había surgido ninguna complicación, él nunca discutía con el médico.

Estaba encantado con la invitación para una segunda entrevista en Alexander Dupont y Bell y se preguntó cuántos de los aspirantes habrían recibido la misma invitación. Tenía claro que Karl Abrahams lo sabía, aunque el profesor no soltaba prenda.

En cuanto se apeó del tren en la estación Penn, cogió un taxi para ir a la calle Cincuenta y cuatro y entró en el inmenso vestíbulo del rascacielos veinte minutos antes de la hora. Le habían contado que en una ocasión uno de los aspirantes había llegado tres minutos tarde, así que no se molestaron en recibirlo.

Subió en el ascensor hasta el piso treinta y seis, donde una de las recepcionistas le acompañó hasta una amplia sala que rivalizaba en lujo con el despacho del socio principal. No vio a nadie más y se preguntó si eso era una buena señal, pero unos pocos minutos antes de las nueve entró otro aspirante, que le obsequió con una sonrisa.

– Hola, soy Logan Fitzgerald. -Le tendió la mano-. Escuché tu discurso en el debate de los alumnos de primero en Yale. Fue una disertación brillante, aunque personalmente no estaba de acuerdo ni con una sola de tus palabras.

– ¿Tú estudiabas en Yale?

– No. Había ido a visitar a mi hermano. He estudiado en Princeton y supongo que ambos sabemos por qué estamos aquí.

– ¿Cuántos crees que seremos? -preguntó Fletcher.

– Por la hora que es, me parece que solo quedamos tú y yo. Por tanto, solo puedo desearte buena suerte.

– Estoy seguro de que lo dices de todo corazón -afirmó Fletcher, con una sonrisa.

Se abrió la puerta y entró una mujer que Fletcher recordaba como la secretaria del señor Alexander.

– Caballeros…, si quieren tener la bondad de acompañarme.

– Muchas gracias, señora Townsend -dijo Fletcher, cuyo padre le había recomendado que jamás olvidara el nombre de una secretaria; después de todo, pasaban más tiempo con sus jefes que sus esposas.

Los dos aspirantes la siguieron y Fletcher se preguntó si era posible que Logan compartiese su nerviosismo. Se fijó en los nombres de los socios escritos en letras doradas en las puertas de los despachos a ambos lados del largo pasillo. El de William Alexander aparecía en la última puerta antes de la sala de conferencias.

La señora Townsend llamó discretamente a la puerta, la abrió y luego se apartó para dejar paso a los dos jóvenes. Los veinticinco hombres y tres mujeres que ya estaban en la sala se pusieron de pie y comenzaron a aplaudir.

– Por favor, tomen asiento -dijo Bill Alexander, en cuanto se acallaron los aplausos-. Permítanme que sea el primero en felicitarles a ambos por tener la oportunidad de unirse a Alexander Dupont y Bell, pero tengan presente una cosa: la próxima vez que escuchen los aplausos de sus colegas será cuando se les proponga ser socios, lo que no ocurrirá hasta dentro de siete años. Durante el transcurso de la mañana, tendrán entrevistas con los diferentes miembros del comité ejecutivo, quienes responderán a todas sus preguntas. Fletcher, usted ha sido asignado a Matthew Cunliffe, quien dirige nuestra sección de asuntos penales, mientras que usted, Logan, estará a las órdenes de Graham Simpson, que lleva la sección de fusiones y compras. A las doce y media se reunirán con los socios para comer.

La comida resultó una pausa muy agradable después del duro proceso de las entrevistas; los socios dejaron de comportarse como mister Hyde y volvieron a ser el doctor Jekyll. Eran los personajes que interpretaban todos los días con los clientes y los adversarios.

– Me dicen que ustedes dos serán los primeros de su promoción -comentó Bill Alexander, después de que sirvieran el plato fuerte; no habían servido un primero ni tampoco bebidas, excepto agua mineral-. Confío en que así será, porque aún no he decidido los despachos que tendrán.

– ¿Qué pasará si alguno de los dos no lo consigue? -preguntó Fletcher, inquieto.

– En ese caso, pasarán el primer año en el departamento de mensajería, dedicados a llevar la correspondencia a las otras firmas de abogados. -El señor Alexander se calló un momento-. A pie.

Nadie se rió y Fletcher pensó para sus adentros que quizá lo decía de verdad. El socio principal iba a decir algo más, cuando llamaron a la puerta y su secretaria asomó la cabeza.

– Tiene una llamada por la línea tres, señor Alexander.

– Ordené que no me pasaran ninguna llamada, señora Townsend.

– Es muy urgente, señor.

Bill Alexander cogió el teléfono y su expresión agria dio paso a una amplia sonrisa mientras escuchaba con atención.

– Se lo haré saber. Muchas gracias -dijo, y colgó-. Permítame que sea el primero en felicitarlo, Fletcher -manifestó el socio principal. Fletcher se sintió intrigado porque sabía que las notas finales no se harían públicas hasta al cabo de una semana-. Acaba usted de ser el feliz padre de una niña. Madre e hija están perfectamente. Desde el momento que la vi, supe que esa muchacha es la clase de mujer que valoramos muchísimo en Alexander Dupont y Bell.

24

– Lucy.

– ¿Qué opinas de Ruth o Martha?

– Podemos ponerle los tres nombres -contestó Fletcher-, cosa que hará felices a nuestras madres, pero la llamaremos Lucy. -Sonrió mientras colocaba cariñosamente a su hija en la cuna.

– ¿Has pensado en algún momento dónde vamos a vivir? -le preguntó Annie-. No quiero que Lucy se críe en Nueva York.

– Estoy de acuerdo. -Fletcher le hizo cosquillas a su hija debajo de la barbilla-. Hablé del tema con Matt Cunliffe y me comentó que él se enfrentó al mismo problema cuando entró en la firma.

– ¿Qué nos recomienda Matt?

– Me aconsejó tres o cuatro ciudades pequeñas en New Jersey que están a menos de una hora de tren de la estación Grand Central. Así que he pensado que bien podríamos dedicar un largo fin de semana a ver si hay alguna zona en particular que nos interese.

– Supongo que al principio tendremos que optar por una vivienda de alquiler -opinó Annie-, hasta haber ahorrado lo suficiente para comprarnos una casa.

– El alquiler está descartado, ya que la firma prefiere que nos compremos una casa.

– Me parece muy bien que la firma opine, pero comprarnos una casa ahora mismo es algo absolutamente fuera de nuestras posibilidades.

– Por lo visto eso tampoco es ningún problema -le informó Fletcher-. Alexander Dupont y Bell nos dará un crédito sin intereses para pagar la casa.

– Es muy generoso de su parte -replicó Annie-, pero conociendo a Bill Alexander, tiene que haber algún motivo oculto.

– Claro que lo hay, no es ningún secreto. Te liga a la firma. Alexander Dupont y Bell está muy orgullosa de ser la firma donde hay menos cambios entre sus empleados de todos los despachos de abogados en Nueva York. A mí me parece lógico que después de todo lo que invierten en la selección y luego en la formación, quieran tener la absoluta seguridad de que no te pases al enemigo.

– A mí me suena a unión forzosa -apuntó Annie. Guardó silencio un momento-. ¿Le has mencionado tus ambiciones políticas al señor Alexander?

– No, porque si lo hubiese hecho no habría pasado de la primera criba y en cualquier caso, ¿quién sabe qué pensaré al respecto dentro de dos o tres años?

– Sé exactamente cómo te sentirás -afirmó Annie- dentro de dos, diez o veinte años. Eres la mar de feliz cuando te presentas de candidato a lo que sea; nunca olvidaré que cuando a papá lo reeligieron para el Senado, tú eras el único que vivió el escrutinio con más nervios que él.

– Te ruego que nunca lo digas donde Matt Cunliffe te pueda escuchar -le dijo Fletcher con una sonrisa-, porque puedes estar segura de que Bill Alexander se enterará en menos de diez minutos; a la firma sencillamente no le interesa nadie que no esté comprometido en cuerpo y alma. Recuerda su lema: «Cada día es posible facturar veinticinco horas».

La voz de Nat, que hablaba por teléfono en la salita contigua, despertó a Su Ling. Se preguntó con quién podía estar hablando a esas horas de la mañana. Escuchó el clic cuando colgó el teléfono y un segundo más tarde su marido entró en el dormitorio.

– Quiero que te levantes y hagas las maletas, Pequeña Flor, porque nos marchamos de aquí dentro de una hora. -¿Qué…?

– Dentro de una hora.

Su Ling saltó de la cama y corrió al baño.

– Capitán Cartwright, ¿se me permite preguntar adónde me llevas? -gritó por encima del ruido de la ducha.

– Te será debidamente comunicado cuando estemos en el avión, señora Cartwright.

– ¿En qué dirección? -preguntó mientras cerraba los grifos.

– Te lo diré cuando el avión haya despegado, no antes.

– ¿Regresamos a casa?

– No -respondió Nat, sin más explicaciones.

Su Ling acabó de secarse y se concentró en el tema del vestuario. Nat se puso de nuevo al teléfono.

– Una hora no es nada para una chica -comentó Su Ling.

– Esa es precisamente la idea -contestó Nat y luego le preguntó al recepcionista si podían pedirle un taxi.

– Maldita sea -exclamó Su Ling, al ver la montaña de regalos-. No tengo dónde meter todas esas cosas.

Nat colgó el teléfono, se acercó al armario y sacó una maleta que su mujer no había visto antes.

– ¿Gucci? -exclamó, sorprendida por la inesperada extravagancia de su esposo.

– No lo creo, por los diez dólares que pagué.

Su Ling se echó a reír mientras Nat volvía al teléfono.

– Necesito que envíe un botones y que me prepare la cuenta para cuando bajemos, ya que nos marchamos enseguida. -Hizo una pausa, escuchó la respuesta y luego dijo-: Diez minutos.

Se volvió justo en el momento en que Su Ling acababa de abotonarse la blusa. Recordó lo mucho que le había costado dormirse y su decisión de marcharse de Corea cuanto antes. Cada momento pasado en la ciudad solo serviría para recordarle…

En el aeropuerto, Nat aguardó pacientemente en la cola para recoger los billetes y le dio las gracias a la empleada por haber atendido su solicitud con rapidez y eficiencia. Su Ling había ido a pedir el desayuno mientras él facturaba el equipaje. Subió al restaurante en la primera planta, donde se encontró a su esposa sentada a una mesa en un rincón, muy entretenida en una charla con la camarera.

– No te he pedido nada -dijo en cuanto Nat se sentó-, porque como le comentaba a la camarera, después de una semana de matrimonio no tenía muy claro que fueras a aparecer.

Nat miró a la camarera.

– ¿Diga, señor?

– Dos huevos fritos, beicon, patatas y café solo.

La camarera consultó la nota.

– Su esposa ya se lo ha pedido.

Nat se volvió para mirar a Su Ling.

– ¿Adónde vamos? -le preguntó ella.

– Te enterarás cuando estemos en la puerta de embarque; si continúas incordiándome, no lo sabrás hasta que aterricemos.

– Pero… -comenzó a decir Su Ling.

– Si es necesario te vendaré los ojos -declaró Nat en el momento en que la camarera llegaba con la cafetera-. Ahora necesito hacerte algunas preguntas. -Vio cómo Su Ling se ponía tensa. Fingió no haberse dado cuenta. Durante algunos días tendría que evitar cierto tipo de comentarios porque era evidente que ella seguía preocupada por lo que había descubierto-. Recuerdo que le dijiste a mi madre que en cuanto Japón entrara en la revolución informática, se aceleraría notablemente todo el proceso tecnológico.

– ¿Vamos a Japón?

– No, no vamos a Japón. -Esperó a que la camarera le sirviera el desayuno antes de añadir-: Ahora concéntrate, porque quizá tenga que confiar en tus conocimientos.

– Toda la industria está lanzada -opinó Su Ling-. Canon, Sony, Fujitsu ya han superado a los norteamericanos. ¿Por qué? ¿Te interesan las empresas de las nuevas tecnologías? En ese caso, tendrías que tener en cuenta…

– Ya veremos.

Nat escuchó atentamente un aviso que sonaba en los altavoces. Miró el importe del desayuno, lo pagó con el puñado de billetes coreanos que le quedaban y se levantó.

– Vamos a alguna parte, ¿no es así, capitán Cartwright? -preguntó Su Ling.

– Pues ahora que lo dices, yo sí. Acaban de dar el último aviso; por cierto, si tienes otros planes, te comunico que obran en mi poder los pasajes y los cheques de viaje.

– Vaya, ¿así que tengo que apechugar contigo? -Su Ling se bebió el café de un trago y miró los tableros electrónicos para saber cuáles eran las puertas de embarque correspondientes a las últimas llamadas. Había por lo menos una docena-. ¿Honolulú? -preguntó mientras alcanzaba a su marido.

– ¿Para qué iba a querer yo llevarte a Honolulú? -replicó Nat.

– Para que nos tumbemos en la playa y hagamos el amor todo el día.

– No, vamos a un lugar donde durante el día podamos estar con mis viejas amantes y tú y yo hacer el amor por la noche.

– ¿Saigón? -preguntó Su Ling, al ver que se iluminaba el nombre de otra ciudad en el tablero de salidas-. ¿Vamos a visitar los escenarios de los antiguos triunfos del capitán Cartwright?

– Dirección errónea -respondió Nat sin interrumpir su marcha hacia la puerta de salidas internacionales.

Después de presentar los billetes y los pasaportes, Nat no se detuvo en las tiendas libres de impuestos y se dirigió directamente hacia las puertas de embarque.

– ¿Bombay? -aventuró Su Ling al ver que llegaban a la puerta de embarque número uno.

– No creo que encuentre a muchas de mis viejas amantes en la India -le aseguró Nat cuando dejaron atrás las puertas dos, tres y cuatro.

Su Ling continuó atenta a los destinos de cada puerta de embarque.

– ¿Singapur, Manila, Hong Kong?

– No, no y no -repitió Nat mientras pasaban por las puertas once, doce y trece.

Su Ling permaneció callada. Bangkok, Zurich, París y Londres pasaron al olvido antes de que Nat se detuviera en la puerta veintiuno.

– ¿Viaja con nosotros a Roma y Venecia, señor? -le preguntó la encargada del mostrador de Pan Am.

– Sí. Somos el señor y la señora Cartwright -confirmó Nat a la empleada al tiempo que le entregaba las tarjetas de embarque. Acto seguido, miró a su esposa.

– ¿Sabes una cosa, señor Cartwright? -comentó Su Ling-. Eres un hombre muy especial.

Durante los siguientes cuatro fines de semana, Annie perdió la cuenta del número de casas en venta que habían visitado. Algunas eran demasiado grandes, otras demasiado pequeñas, las había en vecindarios que no les gustaban, y cuando estaba en el vecindario adecuado, sencillamente no podían pagar el precio que les pedían, ni siquiera con la ayuda de Alexander Dupont y Bell. Entonces, un domingo por la tarde, encontraron exactamente lo que buscaban en Ridgewood; a los diez minutos de entrar en la casa ya se habían hecho un gesto de mutuo asentimiento a escondidas del empleado de la agencia inmobiliaria. Annie telefoneó inmediatamente a su madre.

– Es una auténtica maravilla -le comentó, entusiasmada-. Está en un barrio tranquilo con más iglesias que bares y más escuelas que cines; hasta tiene un río que cruza el centro de la ciudad.

– ¿Cuánto piden por ella? -quiso saber Martha.

– Un poco más de lo que estamos dispuestos a pagar, pero el vendedor espera la llamada de mi agente Martha Gates; si tú no eres capaz de conseguir que baje el precio, mamá, no creo que nadie más pueda hacerlo.

– ¿Has seguido mis instrucciones? -le preguntó Martha.

– Al pie de la letra. Le dije al agente que ambos éramos maestros, porque tú dijiste que siempre les suben los precios a los abogados, banqueros y médicos. No pareció hacerle mucha gracia.

Fletcher y Annie dedicaron el resto de la tarde a pasear por la ciudad, mientras rezaban para que Martha pudiera conseguirles una rebaja en el precio, porque incluso la estación les quedaba muy cerca de la casa.

Después de cuatro largas semanas de negociaciones, Fletcher, Annie y Lucy Davenport pasaron su primera noche en su nueva casa en Ridgewood, New Jersey, el 1 de octubre de 1974. No habían acabado de cerrar la puerta cuando Fletcher preguntó:

– ¿Crees que podrías dejar a Lucy con tu madre durante un par de semanas?

– No me importa en absoluto tenerla mientras acabamos de poner la casa en condiciones -respondió Annie.

– No era eso precisamente lo que tenía pensado. Creo que ha llegado el momento de disfrutar de unas vacaciones, una segunda luna de miel.

– Pero…

– Nada de peros. Haremos algo que siempre has querido hacer: iremos a Escocia y buscaremos los rastros de nuestros antepasados: los Davenport y los Gates.

– ¿Para cuándo tienes pensada la partida? -le preguntó Annie.

– Nuestro avión sale mañana por la mañana a las once.

– Señor Davenport, no eres de esos que les dan mucho margen a las chicas, ¿no es así?

– ¿Se puede saber qué estás tramando? -le preguntó Su Ling, inclinada sobre su marido, que estaba concentrado en la lectura de las páginas de información financiera del Asian Business News.

– Estudio las fluctuaciones en el mercado de divisas durante el año pasado -contestó Nat.

– ¿Es ahí donde Japón encaja en la fórmula? -quiso saber Su Ling.

– Por supuesto. El yen es la única moneda importante que en los últimos diez años ha incrementado consistentemente su valor frente al dólar y varios economistas afirman que la tendencia continuará en el futuro. Sostienen que el yen sigue por debajo de su valor real. Si los expertos están en lo cierto, y tú no te equivocas en tus previsiones sobre la importancia cada vez mayor de Japón en el campo de las nuevas tecnologías, entonces creo haber dado con una buena inversión en un mundo inseguro.

– ¿Este será el tema de tu tesis de final de carrera?

– No, aunque no es mala idea -respondió Nat-. Ahora lo que me interesa es hacer una pequeña inversión y si resulta que estoy en lo cierto, me embolsaré unos dólares todos los meses.

– Es un poco arriesgado, ¿no crees?

– Si esperas conseguir beneficios, siempre hay que contar con una parte de riesgo. El secreto está en eliminar todos los elementos que puedan contribuir a que el riesgo sea mayor. -Su Ling no pareció muy convencida-. Te diré lo que pienso. En la actualidad cobro cuatrocientos dólares todos los meses como capitán del ejército. Si yo los invierto y compro yenes a la cotización de hoy, podré venderlos dentro de doce meses, y si la cotización dólar-yen continúa con la misma tendencia alcista de los últimos siete años, obtendré una ganancia que oscilará entre los cuatrocientos y los quinientos dólares.

– ¿Qué pasa si se invierte la tendencia? -preguntó Su Ling.

– Es algo que no ha ocurrido en los últimos siete años.

– Pero ¿y si ocurre?

– Habré perdido un mes de sueldo, o sea, cuatrocientos dólares.

– Prefiero tener un cheque garantizado todos los meses.

– No se puede crear capital con los ingresos que se cobran -la contradijo Nat-. La mayoría de las personas viven muy por encima de sus posibilidades y el ahorro único que hacen es en forma de seguros de vida o en bonos, dos cosas que pueden acabar desvalorizadas por la inflación. Pregúntaselo a mi padre.

– ¿Para qué necesitas todo ese dinero? -preguntó la muchacha.

– Para mis amantes -contestó Nat.

– ¿Se puede saber dónde están todas esas amantes?

– La mayoría de ellas están en Italia, pero otras me esperan en las grandes capitales del mundo.

– En ese caso, ¿por qué vamos a Venecia?

– También vamos a Florencia, Milán y Roma. Cuando las dejé, muchas estaban desnudas; una de las cosas que más me gusta de ellas es que no envejecen, si bien se agrietan un poco si están demasiado tiempo al sol.

– Son muy afortunadas -opinó Su Ling-. ¿Tienes alguna que sea tu favorita?

– No, la verdad es que soy bastante promiscuo, aunque si me viera forzado a nombrar una, confieso que hay una dama en Florencia que vive en un pequeño palacio a la que adoro, y que no veo la hora de reencontrarme con ella.

– Por una de esas casualidades, ¿no será una virgen? -inquirió Su Ling.

– Eres muy lista.

– ¿Se llama María?

– Me has pillado, aunque hay muchas otras Marías en Italia.

– La adoración de los Reyes Magos, Tintoretto.

– No.

– ¿Bellini, Madre e hijo?

– No, todavía viven en el Vaticano.

Su Ling guardó silencio durante unos momentos, cuando la azafata les avisó que se abrocharan los cinturones.

– ¿Caravaggio?

– ¡Muy bien! La dejé en el palacio Pitti, en la pared derecha de la galería del tercer piso. Prometió que me sería fiel hasta mi regreso.

– Pues allí se quedará, porque una amante de su calibre te costaría mucho más de cuatrocientos dólares mensuales; además, si todavía mantienes la ilusión de meterte en política, no te podrás permitir ni el lujo de pagar el marco.

– No me meteré en política hasta que no pueda permitirme comprar toda la galería -le aseguró Nat.

Annie comenzó a entender por qué los británicos se mostraban tan despectivos con los turistas norteamericanos que pretendían visitar Londres, Oxford, Blenheim y Stratford en tres días. No le ayudó a mostrarse más comprensiva con sus compatriotas cuando vio a las manadas de turistas que bajaban de los autocares en Stratford, ocupaban sus asientos en el Royal Shakespeare Theatre y luego se marchaban en el entreacto, para ser reemplazados por otra oleada de turistas de la misma nacionalidad. Annie no lo hubiese creído posible de no haber sido que al volver a su asiento después del entreacto se dio cuenta de que las dos filas que tenía delante estaban ocupadas por personas distintas, aunque eso sí, el acento era el mismo. Se preguntó si los que asistían al segundo acto informarían a los espectadores del primero qué les había sucedido a Rosencrantz y Guildenstern, o si el autocar ya se los había llevado de regreso a Londres.

Se sintió menos culpable después de pasar diez plácidos días en Escocia. Disfrutaron de su estancia en Edimburgo, donde se celebraba el festival de teatro, y pudieron escoger entre Marlowe, Mozart, Orton o Pinter. Sin embargo, para ambos lo más bonito de su viaje fue el recorrido por la costa. La belleza de los paisajes les quitó el aliento y llegaron a la conclusión de que no había nada parecido en todo el mundo.

En Edimburgo, intentaron rastrear el linaje de los Gates y los Davenport, pero lo único que consiguieron fue un gráfico de los clanes a todo color y una falda con el feo tartán de los Davenport, que Annie dudó que volviera a vestir en cuanto regresaran a Estados Unidos.

Fletcher se quedó dormido a los pocos minutos de que el avión que los llevaría a Nueva York despegó del aeropuerto de Edimburgo. Cuando se despertó, el sol que había visto desaparecer por un lado de la cabina aún no había aparecido por el otro. Cuando el avión comenzó el descenso para aterrizar en las pistas de Idlewild -Annie no se acostumbraba a llamarlo JFK-, Annie solo pensaba en ver a su hija, mientras que Fletcher esperaba con ansia su primer día de trabajo en Alexander Dupont y Bell.

Nat y Su Ling regresaron exhaustos de Roma, pero el cambio de planes había resultado un éxito rotundo. Su Ling se había relajado más y más con el paso de los días, hasta tal punto que durante la segunda semana, ninguno de los dos volvió a mencionar Corea. En el vuelo de regreso decidieron que le dirían a la madre de Su Ling que habían pasado la luna de miel en Italia. Tom sería el único que se sentiría intrigado por el cambio.

Mientras Su Ling dormía, Nat se entretuvo una vez más con la lectura de las cotizaciones del mercado de divisas en las páginas del International Herald Tribune y el Financial Times de Londres. La tendencia se mantenía: una leve bajada, un pequeño repunte, seguido de una nueva bajada, pero el gráfico a largo plazo señalaba siempre la ascensión del yen y el descenso del dólar. Esto también era válido en la cotización del yen frente al marco, la libra y la lira, así que Nat decidió continuar la investigación para averiguar cuál de los cambios presentaba mayor disparidad. En cuanto estuvieran de regreso en Boston hablaría con el padre de Tom; sin duda era preferible utilizar el departamento de cambio de divisas del banco Russell que confiar sus planes a una persona desconocida.

Nat miró a su esposa dormida y le agradeció para sus adentros la idea de que podía utilizar la compraventa de divisas como tema de su tesis de final de carrera. Su estancia en Harvard había pasado muy deprisa y comprendió que no podía posponer una decisión que podía afectar al futuro de ambos. Ya habían discutido las tres opciones posibles: podía buscar un trabajo en Boston para que Su Ling continuara en Harvard, pero tal como ella le había señalado, limitaría sus horizontes; podía aceptar la oferta del señor Russell y unirse a Tom en un gran banco en una ciudad pequeña, pero eso coartaría seriamente sus perspectivas de futuro, o podía buscar trabajo en Wall Street y averiguar si era capaz de sobrevivir entre los grandes.

Su Ling no tenía ninguna duda respecto a cuál de las tres opciones le interesaría más y aunque todavía les quedaba algún tiempo para decidir su futuro, ya se había puesto en comunicación con sus contactos en Columbia.

25

Nat comprendió que tenía muy pocas cosas que lamentar de su último curso en Harvard.

A las pocas horas de aterrizar en el aeropuerto internacional Logan, había llamado al padre de Tom para compartir sus ideas respecto a la compraventa de divisas. El señor Russell le había señalado que la cantidad que deseaba invertir era demasiado pequeña para que las oficinas de cambio de divisas se interesaran. Nat se sintió desilusionado hasta que el señor Russell añadió que el banco podía hacerle un préstamo de mil dólares; le preguntó si Tom y él podían invertir mil dólares cada uno. Este fue el primer aporte de capital que consiguió Nat.

Cuando Joe Stein se enteró del plan, aparecieron otros mil dólares aquel mismo día. Al cabo de un mes, el fondo había aumentado a diez mil dólares. Nat le comentó a Su Ling que le preocupaba más perder el dinero de los inversores que el suyo propio. Para finales del curso, el fondo Cartwright había aumentado a catorce mil dólares y Nat había obtenido una ganancia neta de setecientos veintiséis dólares.

– Aún podrías perderlo todo -le recordó Su Ling.

– No lo niego, pero ahora que el fondo es más grande hay menos posibilidades de sufrir una pérdida grave. Incluso si la tendencia se invierte bruscamente, siempre podría asegurar mi posición con un adelanto en la venta y de esta manera reducir las pérdidas a un mínimo.

– ¿No crees que esto te ocupa demasiado tiempo, cuando tendrías que estar escribiendo tu tesis? -preguntó Su Ling.

– Solo me ocupa un cuarto de hora al día -le explicó Nat-. Consulto las cotizaciones del mercado japonés a las seis de la mañana y el cierre de Nueva York a las seis de la tarde; mientras no se produzca una bajada continua durante varios días, no necesito hacer nada más que reinvertir el capital todos los meses.

– Es inmoral -opinó Su Ling.

– ¿Qué tiene de malo utilizar mi capacidad, mis conocimientos y una pizca de iniciativa? -quiso saber Nat.

– Pues que ganas más trabajando un cuarto de hora al día que yo en un año como investigadora superior en la Universidad de Columbia. Creo que incluso es más de lo que ganan mis supervisores.

– Tu supervisor seguirá en su trabajo el año que viene, suceda lo que suceda en el mercado. Eso es la libre empresa. El lado malo es que puedo perderlo todo.

Nat no le comentó a su esposa que el economista británico Maynard Keynes había dicho en una ocasión: «Un hombre inteligente debe ser capaz de ganar una fortuna antes del desayuno y así poder dedicarse a hacer bien su trabajo durante el resto del día». Sabía también la rotunda oposición de Su Ling a lo que ella llamaba dinero fácil, así que solo hablaba de sus inversiones cuando ella sacaba el tema. Desde luego no le contó que el señor Russell consideraba que había llegado el momento de ser más ambiciosos.

No sentía remordimiento por dedicar un cuarto de hora de su tiempo a la administración de su fondo, porque dudaba que cualquier otro alumno de su clase estudiara con tanta diligencia. La única pausa real que se tomaba en su trabajo era para correr una hora todas las tardes y el gran momento del año fue cuando, con los colores de Harvard, cruzó la línea de meta en primer lugar en los juegos contra la Universidad de Connecticut.

Nat recibió un gran número de ofertas de trabajo de diversas entidades financieras después de mantener varias entrevistas en Nueva York, pero solo consideró a fondo dos de ellas. Por reputación y tamaño no había nada que escoger entre ambas. Sin embargo, en cuanto conoció a Arnie Freeman, que dirigía el departamento de divisas en Morgan’s, se mostró más que satisfecho en firmar el contrato en aquel mismo momento. Arnie tenía el don de hacer que catorce horas de trabajo diarias en Wall Street parecieran algo muy divertido.

Se preguntó qué más podía sucederle aquel año, hasta que Su Ling quiso saber cuáles eran los beneficios acumulados por el fondo Cartwright.

– Unos cuarenta mil dólares -le informó Nat.

– ¿Cuál es tu parte?

– El veinte por ciento. ¿En qué piensas gastarla?

– En nuestro primer hijo -respondió ella.

Fletcher también tenía pocas cosas que lamentar después de su primer año en Alexander Dupont y Bell. Al principio no tenía ni idea sobre cuáles serían sus responsabilidades, pero a los nuevos no se les conocía con el apodo de «caballos de carga» en vano. Muy pronto descubrió que su principal responsabilidad era asegurarse de que cuando Matt Cunliffe trabajaba en un caso, no tuviera que mirar más allá de su mesa para encontrar cualquier documento o antecedente importante. Solo había tardado unos días en comprender que las intervenciones en los juicios donde se defendían a bellezas inocentes acusadas de asesinato eran cosas exclusivas de las series de televisión. La mayor parte de su trabajo era aburrido y meticuloso y casi siempre se llegaba a un acuerdo entre las partes incluso antes de que se fijara la fecha del juicio.

Fletcher también descubrió que hasta que no eras socio no se comenzaba a ganar una suma respetable ni podías llegar a casa cuando todavía era de día. A pesar de esto, Matt le aligeró la carga de trabajo al no insistir en una pausa de media hora para la comida, cosa que le permitía jugar al squash con Jimmy dos veces por semana.

Se llevaba trabajo a casa y trataba, cuando le era posible, de dedicar una hora a estar con su hija. Su padre le recordaba con frecuencia que en cuanto pasaran aquellos primeros años, ya no le sería posible dar marcha atrás y recuperar «los momentos importantes en la niñez de Lucy».

La fiesta del primer cumpleaños de Lucy fue el acontecimiento más ruidoso fuera de un estadio de fútbol al que había asistido Fletcher. Annie había hecho tantas amistades en el barrio que se encontró la casa llena de niños que parecían dispuestos a llorar o reírse todos al mismo tiempo. A Fletcher le maravilló la calma con la que Annie se ocupaba de las copas de helado caídas, los trozos de pastel de chocolate pisoteados en la alfombra o la botella de leche derramada sobre su vestido, sin que ni por un instante desapareciera la sonrisa de su rostro. Cuando se marchó el último chiquillo, Fletcher estaba agotado. En cambio, el único comentario de Annie fue: «Creo que la fiesta ha sido un éxito».

Fletcher seguía viéndose con Jimmy, quien, gracias a su padre -según sus propias palabras-, había conseguido un empleo en una pequeña pero bien reputada firma de abogados en Lexington Avenue. Su horario de trabajo no tenía nada que envidiarle al de su amigo, pero la responsabilidad de ser padre parecía haberle dado un nuevo estímulo, que aumentó cuando Joanna dio a luz a su segundo hijo. Fletcher estaba maravillado al ver lo bien que funcionaba su matrimonio, si se tenía en cuenta la diferencia de edad y la disparidad profesional. Sin embargo, esto no parecía perjudicarles en nada, porque sencillamente se adoraban el uno al otro y eran la envidia de muchos de sus coetáneos que ya habían pedido el divorcio. Cuando Fletcher se enteró del nacimiento del segundo hijo de Jimmy, rezó para que Annie no tardara en seguir el ejemplo: envidiaba a Jimmy por tener un hijo varón. Recordaba muy a menudo a Harry Robert.

Debido a las muchas horas que dedicaba al trabajo, Fletcher no tenía demasiadas ocasiones de hacer nuevos amigos, con la excepción de Logan Fitzgerald, quien se había incorporado a la firma con él. A menudo cambiaban impresiones durante la comida o tomaban una copa juntos antes de que Fletcher cogiera el tren para irse a su casa a última hora de la tarde. Muy pronto el alto y rubio irlandés fue invitado a Ridgewood para que conociera a las amigas solteras de Annie. Si bien Fletcher reconocía que Logan y él eran rivales, esto no parecía perjudicar la amistad entre los jóvenes; es más, parecía fortalecer aún más el vínculo entre ellos. Ambos tuvieron sus pequeños éxitos y fracasos durante el primer año y nadie en la firma parecía dispuesto a dar su opinión sobre a cuál de los dos harían primero socio.

Una tarde, mientras tomaban una copa, Fletcher y Logan hablaron de que ambos ya eran miembros de pleno derecho en la firma. En el plazo de unas semanas, llegaría otro grupo de aspirantes y ellos ascenderían de caballos de carga a animales de silla. Ambos estudiaron con interés los currículos de los que habían superado la primera etapa de la selección.

– ¿Qué opinas de los aspirantes? -preguntó Fletcher, que procuró no tener un tono de superioridad.

– No están mal -respondió Logan. Le pidió al camarero que le sirviera una cerveza a Fletcher antes de añadir-: Excepto uno, el tipo de Stanford. No acabo de entender cómo ha conseguido colarse en la lista.

– Me han dicho que es el sobrino de Bill Alexander.

– No niego que sea una buena razón para ponerlo en la lista final, pero no para ofrecerle trabajo, así que supongo que no le volveremos a ver -dijo Logan-. Ahora que lo pienso, ni siquiera recuerdo su nombre.

En Morgan’s Nat era el más joven de su equipo, formado por tres economistas. Su jefe inmediato era Steven Ginsberg, que tenía veintiocho años, y su número dos, Adrian Kenwright, acababa de cumplir los veintiséis. Entre ellos, controlaban un fondo de más de un millón de dólares.

Dado que los mercados de divisas abrían en Tokio precisamente cuando la mayoría de los norteamericanos civilizados se iban a la cama y cerraban en Los Ángeles cuando el sol ya no brillaba en el continente americano, uno del equipo siempre estaba de servicio para que quedaran cubiertas todas las horas del día y la noche. La única ocasión en la que Steven le dio a Nat una tarde libre fue para asistir en Harvard a la ceremonia en que Su Ling recibió su título de doctora, e incluso entonces tuvo que irse de la fiesta porque lo llamaron con urgencia para explicar la caída de la lira.

– Es posible que la semana que viene a esta misma hora tengan un gobierno comunista -dijo Nat-, así que comenzad a vender las liras y comprad francos suizos. Vended todas las pesetas y libras esterlinas que tengamos en nuestras cuentas porque España y Gran Bretaña son inestables o tienen gobiernos de izquierdas y serán los próximos en sentir la presión.

– ¿Qué hacemos con los marcos?

– Aguantadlos, porque los marcos continuarán por debajo del valor real mientras no tiren abajo el muro de Berlín.

Aunque los otros dos miembros del equipo tenían mucha más experiencia financiera que Nat y la misma voluntad de trabajar al máximo, ambos reconocían que gracias a su notable olfato político, Nat era capaz de interpretar las tendencias del mercado mucho más rápido que cualquier otro que hubiese trabajado con o contra ellos.

El día que todos vendieron dólares para comprar libras, Nat vendió inmediatamente las libras en el mercado de futuros. Durante ocho días pareció que le haría perder al banco una fortuna y sus colegas pasaban rápidamente por su lado en los pasillos sin ni siquiera mirarlo. Un mes más tarde, siete bancos le estaban ofreciendo trabajo y un considerable aumento de sueldo. Nat recibió una gratificación de ocho mil dólares cuando acabó el año y decidió que había llegado el momento de salir a buscar a una de sus amantes.

No le dijo nada a Su Ling de la gratificación, ni de la amante, porque a ella acababan de darle un aumento de noventa dólares mensuales. En cuanto a la amante, le había echado el ojo a una dama que veía en una esquina todas las mañanas cuando iba al trabajo y que seguía tranquilamente en el escaparate cuando regresaba a su apartamento en el SoHo por la tarde. A medida que pasaban los días se fijaba cada vez más en la dama que tomaba un baño y finalmente decidió preguntar su precio.

– Seis mil quinientos dólares -le informó el propietario de la galería- y si me permite que se lo diga, señor, tiene usted muy buen ojo porque no solo es una magnífica pintura, sino también una muy buena inversión.

Al escucharlo, Nat se convenció rápidamente de que los galeristas no eran más que vulgares vendedores de coches usados que vestían trajes de Brooks Brothers.

– Bonnard tiene unos precios muy bajos si los compara con los de sus contemporáneos Renoir, Monet y Matisse -añadió el galerista-, y calculo que su cotización subirá mucho en un futuro muy cercano.

A Nat no le importaba lo que pudiera pasar con la cotización de los cuadros de Bonnard, porque él era un amante, no un chulo.

Su otra amante le llamó esa tarde para avisarle de que iba camino del hospital. Nat le pidió a su interlocutor de Hong Kong que aguardara un momento.

– ¿Por qué? -preguntó Nat, ansioso.

– Porque voy a tener a tu bebé -replicó su esposa.

– No tenía que nacer hasta dentro de un mes.

– Eso el bebé no lo sabe -comentó Su Ling.

– Ahora mismo voy, Pequeña Flor -dijo Nat, y colgó el otro teléfono.

Esa noche, en cuanto regresó del hospital, Nat llamó a su madre para comunicarle que tenía un nieto.

– Una noticia maravillosa -exclamó ella-. ¿Qué nombre habéis decidido ponerle?

– Luke.

– ¿Ya has pensado qué le regalarás a Su Ling para celebrar la ocasión?

Nat vaciló durante unos momentos y finalmente respondió:

– Una dama en una bañera.

Pasaron otros dos días antes de que él y el galerista acordaran un precio de cinco mil setecientos cincuenta dólares y el pequeño Bonnard viajó desde la galería en el SoHo a la pared del dormitorio de su apartamento.

– ¿A ti te gusta? -le preguntó Su Ling el día que regresó del hospital con Luke.

– No, aunque reconozco que tiene más para mimar que tú. Claro que personalmente prefiero las mujeres delgadas.

Su Ling observó detenidamente su regalo antes de dar su opinión.

– Es magnífica. Muchas gracias.

Nat se sintió encantado al ver que su esposa parecía apreciar la pintura tanto como él. Agradeció para sus adentros que ella no le preguntara cuánto le había costado la dama.

Aquello que había comenzado como un capricho durante el viaje a Roma, Venecia y Florencia con Tom, se había convertido rápidamente en una adicción que le dominaba. Cada vez que recibía una gratificación salía en busca de otra pintura. Nat tuvo que admitir que el galerista, a pesar de haberle dado la impresión de un vendedor de coches usados, no se había equivocado en su juicio, porque mientras continuaba seleccionando impresionistas que estaban al alcance de su bolsillo -Vuillard, Luce, Pissarro, Camoin y Sisley- todos subían de precio con la misma rapidez que las inversiones financieras que realizaba para sus clientes de Wall Street.

Su Ling disfrutaba viendo cómo crecía la colección. No mostraba el más mínimo interés por saber cuánto había pagado Nat por sus amantes y menos todavía por el valor de inversión. Quizá esto se debía a que, cuando cumplió los veinticinco años y se convirtió en la profesora asociada más joven en la historia de Columbia, ganaba en todo un año menos de lo que cobraba Nat en una semana.

A él ya no era necesario recordarle que eso era algo inmoral.

Fletcher se acordaba del incidente con toda claridad.

Matt Cunliffe le había pedido que llevara unos documentos a Higgs y Dunlop para que los firmaran.

– Normalmente le hubiese pedido a uno de los chicos que lo hiciera -le explicó Matt-, pero el señor Alexander ha tardado semanas en llegar a un acuerdo y no quiere que cualquier pega de última hora pueda darles una excusa para no firmar.

Fletcher pensó que estaría de vuelta en la oficina en menos de media hora, porque solo necesitaba que firmaran los cuatro documentos. Sin embargo, cuando el joven abogado reapareció dos horas más tarde y le dijo a su jefe que los documentos no habían sido firmados, Matt dejó la estilográfica y esperó una explicación.

Cuando Fletcher llegó a Higgs y Dunlop, le habían hecho esperar en la recepción después de informarle de que el socio cuya firma necesitaba había salido a comer. Esto le había sorprendido, porque el socio en cuestión, el señor Higgs, había fijado el encuentro para la una y Fletcher no había ido a comer para asegurarse de que no llegaría tarde.

Mientras esperaba en la recepción, leyó los documentos para saber de qué se trataba. Después de aceptar una oferta de compra, la parte vendedora no había estado de acuerdo con la cantidad ofrecida como compensación, así que habían tardado meses para llegar a una cifra aceptable para todas las partes.

A la una y cuarto, Fletcher miró a la recepcionista, que parecía un tanto violenta con la situación y que le había ofrecido una segunda taza de café. Fletcher se lo agradeció; después de todo, no era culpa de la empleada que le hicieran esperar. Pero cuando ya había leído los documentos por segunda vez y se había tomado la tercera taza de café, llegó a la conclusión de que el señor Higgs era muy mal educado o directamente un inepto.

Fletcher consultó de nuevo el reloj. Era la una y treinta y cinco. Exhaló un suspiro y a continuación le preguntó a la recepcionista si podía utilizar los lavabos. Ella había vacilado un momento, antes de sacar una llave de uno de los cajones de su mesa.

– Los lavabos de los ejecutivos están en la planta de arriba -le informó-. Están reservados para los socios y los clientes más importantes, así que si alguien le pregunta, por favor, diga que es un cliente.

No había nadie en los lavabos y, para no comprometer a la recepcionista, Fletcher había ocupado el último reservado. Se estaba cerrando la bragueta cuando entraron dos personas, una de ellas parecía haber vuelto de una larga sobremesa donde se había consumido algo más que agua. El diálogo de los desconocidos había sido el siguiente:

Primera voz: «Bueno, me alegro de que se haya solucionado todo este asunto. No hay nada que me satisfaga más que haberles pasado la mano por la cara a los de Alexander Dupont y Bell».

Fletcher sacó un bolígrafo del bolsillo y tiró suavemente del rollo de papel higiénico.

Segunda voz: «Han mandado a un mensajero con los documentos. Le dije a Millie que lo hiciera esperar en la recepción para que sufra un rato».

Primera voz, después de una carcajada: «¿Cuál es la cantidad que habéis acordado?».

Segunda voz: «Eso es lo mejor de todo, 1.325.000 dólares, que es mucho más de lo que esperábamos».

Primera voz: «El cliente estará encantado».

Segunda voz: «Precisamente vengo de comer con él. Pidió una botella de Château Lafitte del 52. Después de todo, le habíamos dicho que calculara cobrar medio millón, cantidad que ya le parecía más que adecuada por razones obvias».

Primera voz, después de otra carcajada: «¿Estamos trabajando con una tarifa de contingencia?».

Segunda voz: «Por supuesto. Nos quedamos con la mitad de todo lo que pase del medio millón».

Primera voz: «Fantástico. La firma acaba de embolsarse 417.500 dólares por la cara. ¿A qué te referías con eso de “razones obvias”?».

Se abrió un grifo y las siguientes palabras que escuchó Fletcher fueron: «Nuestro principal problema era el banco del cliente. La compañía está en números rojos por un total de 720.000 dólares y si no cubrimos esa cantidad antes de que cierren el viernes, amenazan con no pagar, cosa que significaría que quizá ni siquiera lleguemos a… -se cerró el grifo-… el monto original de 500.000 dólares, y eso después de meses de negociación».

Segunda voz: «Solo hay que lamentar una cosa».

Primera voz: «¿A qué te refieres?».

Segunda voz: «A que no puedas decirles a esos engreídos de Alexander Dupont y Bell que no saben jugar al póquer».

Primera voz: «Es verdad, pero creo que me divertiré un poco con… -se abrió una puerta-… el mensajero». Se cerró la puerta.

Fletcher enrolló el trozo de papel higiénico y se lo metió en el bolsillo. Salió del reservado y, después de lavarse las manos, bajó rápidamente por las escaleras de emergencia hasta la planta de abajo para devolverle la llave a la recepcionista.

– Muchas gracias -le dijo la empleada en el momento que sonaba el teléfono. Sonrió a Fletcher-. Justo a tiempo. Ya puede subir en el ascensor hasta el piso once. El señor Higgs lo recibirá ahora.

– Muchas gracias.

Fletcher salió de la oficina y llamó al ascensor, pero en lugar de subir bajó al vestíbulo.

Matt Cunliffe estaba desenrollando el trozo de papel higiénico cuando sonó el teléfono.

– El señor Higgs por la línea uno -le comunicó su secretaria.

– Dígale que estoy reunido. -Matt se balanceó en la silla y le guiñó un ojo a Fletcher.

– Pregunta cuándo estará disponible.

– Después de que los bancos cierren el viernes.

26

Fletcher no recordaba ninguna ocasión anterior en que alguien le hubiese resultado absolutamente desagradable en su primer encuentro, e incluso las circunstancias no ayudaban.

El socio principal había invitado a Fletcher y Logan a tomar un café en su despacho; un acontecimiento muy poco habitual. Cuando entraron en el despacho, les presentó a uno de los nuevos seleccionados para trabajar en la firma.

– Quiero que conozcan a Ralph Elliot -les dijo Bill Alexander sin más preámbulos.

La primera reacción de Fletcher fue preguntarse la razón por la que había escogido a Elliot entre los dos aspirantes finales. No tardó en averiguarlo.

– He decidido -manifestó Alexander- que este año yo también contaré con la colaboración de un ayudante joven. Estoy muy interesado en mantenerme en contacto con los pensamientos de las nuevas generaciones y a la vista de que las notas de Ralph en Stanford han sido excepcionales, él parece ser la elección más obvia.

Fletcher recordó la incredulidad de Logan ante la posibilidad de que el sobrino de Alexander consiguiera superar la última criba y ambos habían llegado a la conclusión de que el señor Alexander había descartado cualquier objeción de los otros socios.

– Confío en que ambos hagan que Ralph se sienta como en su casa.

– Por supuesto -dijo Logan-. ¿Por qué no vienes a comer con nosotros?

– Sí, creo que puedo arreglarlo -replicó Elliot como si les hiciese un favor.

Durante la comida, Elliot no desperdició ni una sola oportunidad para recordarles que era el sobrino del socio principal, con la implicación tácita de que si alguna vez Fletcher o Logan se ponían a malas con él, correrían el riesgo de ver postergadas sus aspiraciones a que la firma los hiciera socios. La amenaza solo sirvió para fortalecer el vínculo de amistad entre los dos hombres.

– Ahora le dice a todo el mundo que quiera escucharle que será el primero en ser ascendido a socio en menos de siete años -le comentó Fletcher a Logan mientras tomaban una copa unos días más tarde.

– Es un tipo ladino hasta la médula y no me sorprendería nada que se saliera con la suya -respondió Logan.

– ¿Cómo crees que llegó a ser representante de los estudiantes en la Universidad de Connecticut si trató a todos de la misma manera que nos trata a nosotros?

– Quizá nadie se atrevió a plantarle cara.

– ¿Fue así como lo conseguiste tú? -preguntó Logan.

– ¿Cómo lo sabes? -replicó Fletcher, mientras el camarero les cobraba las copas.

– Leí tu currículo el día que entré en la firma. ¿No me dirás que tú no leíste el mío?

– Por supuesto que sí -reconoció Fletcher. Bebió un trago-. Incluso sé que eras el campeón de ajedrez de Princeton. -Los jóvenes se echaron a reír-. Tengo que marcharme corriendo o perderé el tren. Annie comenzará a preguntarse si no hay otra mujer en mi vida.

– No sabes cuánto te envidio -comentó Logan en voz baja.

– ¿A qué te refieres?

– A la fortaleza de tu matrimonio. A tu esposa no se le ocurriría pensar ni por un momento que fueses capaz de mirar a otra mujer.

– Soy muy afortunado -le confirmó Fletcher-. Quizá algún día tú también lo seas. Meg, la chica que trabaja en la recepción, no te quita los ojos de encima.

– ¿Quién de las recepcionistas es Meg? -preguntó Logan, que se entretuvo en recoger su abrigo. Se quedó sin saberlo porque Fletcher ya se había marchado.

Fletcher no había dado más que unos pasos por la Quinta Avenida, cuando vio que se acercaba Ralph Elliot. Se ocultó rápidamente en un portal y esperó a que pasara. En el momento que salió del portal notó los efectos del fuerte viento helado que te obligaba a ponerte orejeras aunque solo tuvieras que caminar una calle, así que metió la mano en el bolsillo para sacar la bufanda, pero no estaba. Maldijo por lo bajo. Seguramente se la había dejado en el bar. Tendría que recogerla al día siguiente. Entonces volvió a maldecir al recordar que era el regalo de Navidad de Annie. Emprendió el camino de regreso al local. En el bar, le preguntó a la muchacha del guardarropa si había encontrado una bufanda roja.

– Sí. Se le debió de caer cuando se puso el abrigo. La encontré en el suelo.

– Muchas gracias.

Fletcher se volvió dispuesto a marcharse. No esperaba ver a Logan en la barra. Se quedó de una pieza cuando vio al hombre con quien estaba conversando.

Nat dormía profundamente.

La dévaluation française: estas sencillas palabras hicieron que el suave murmullo de los teletipos se convirtiera en un estruendo frenético. El teléfono en la mesilla de noche de Nat comenzó a sonar treinta segundos más tarde y de inmediato le dio a Adrian la orden de vender.

– Despréndete de los francos lo más rápido que puedas. -Escuchó a su interlocutor y respondió-: Dólares.

Aunque no recordaba ni un solo día en los diez últimos años en los que no se hubiera afeitado, esa mañana no lo hizo.

Su Ling ya estaba despierta cuando Nat salió del baño unos minutos más tarde.

– ¿Ha surgido algún problema? -le preguntó con voz somnolienta.

– Los franceses acaban de devaluar su moneda un siete por ciento.

– ¿Eso es bueno o malo?

– Depende de la cantidad de francos que tengamos. Lo sabré con exactitud en cuanto consiga sentarme delante de una pantalla.

– Dentro de unos años tendrás una junto a la cama y entonces ni siquiera necesitarás ir a la oficina -comentó Su Ling, y volvió a apoyar la cabeza en la almohada al ver que el reloj marcaba las cinco y diez de la mañana.

Nat cogió el teléfono. Adrian seguía al otro lado de la línea.

– Nos está costando deshacernos de los francos; hay muy pocos compradores aparte del gobierno francés y no podrán continuar apoyando su moneda durante mucho más tiempo.

– Tú sigue vendiendo. Compra yenes, marcos alemanes o francos suizos. No compres ninguna otra moneda. Estaré contigo dentro de un cuarto de hora. ¿Steven ya ha llegado?

– No, viene de camino. Me costó lo mío averiguar en la cama de quién estaba.

Nat se rió mientras colgaba el teléfono. Le dio un beso a su esposa antes de correr hacia la puerta.

– No llevas corbata -le avisó Su Ling.

– Quizá para la noche ni siquiera llevaré camisa -replicó Nat.

Su Ling había encontrado un apartamento muy cerca de Wall Street cuando se trasladaron de Boston a Manhattan. A medida que Nat cobraba una nueva gratificación, ella había ido amueblando las cuatro habitaciones, así que muy pronto Nat pudo invitar a cenar a sus colegas e incluso a algunos de sus clientes. Siete cuadros -cuyos pintores muy pocos legos hubiesen podido identificar- adornaban entonces las paredes.

La joven volvió a dormirse en cuanto se marchó su marido. Nat rompió con la rutina habitual cuando bajó de dos en dos las escaleras, sin molestarse en esperar el ascensor. En un día normal se levantaba a las seis y llamaba a la oficina desde su estudio para que le pusieran al corriente de las últimas novedades. Casi nunca tomaba decisiones importantes por teléfono, dado que la mayoría de las operaciones eran a largo plazo. A las seis y media ya se había aseado. Leía el Wall Street Journal mientras Su Ling preparaba el desayuno y se marchaba alrededor de las siete, después de pasar un momento por la habitación de Luke. Lloviera o brillara el sol, siempre recorría a pie las cinco calles hasta el trabajo; por el camino compraba un ejemplar del New York Times en la esquina de William y John. Buscaba de inmediato las páginas de información financiera y si algún titular le llamaba la atención, leía las noticias sobre la marcha; así y todo, a las siete y veinte ya estaba instalado en su mesa. El New York Times no informaría a sus lectores de la devaluación del franco francés hasta el día siguiente por la mañana y para entonces, para la mayoría de los banqueros, sería historia.

En cuanto salió del edificio, detuvo al primer taxi que pasó. Le dio un billete de diez dólares al taxista por un viaje de cinco calles y le dijo:

– Tengo que estar allí ayer.

El taxista pisó el acelerador a fondo y condujo su vehículo como una centella entre los demás coches. Cuatro minutos más tarde frenó violentamente delante de la puerta del edificio donde trabajaba Nat. Este se apeó de un salto, entró en el vestíbulo y corrió hacia el primer ascensor que vio con las puertas abiertas. Estaba lleno de agentes de cambio y bolsa que comentaban las novedades a voz en cuello. Nat no se entero de nada nuevo, excepto que el Ministerio de Economía francés había hecho público el escueto comunicado de la devaluación a las diez de la mañana, hora local. Maldijo para sus adentros cuando el ascensor se detuvo ocho veces en la lenta subida hasta el piso once.

Steven y Adrian ya se encontraban frente a las pantallas en el despacho de compraventa de divisas.

– ¿Cuáles son las últimas noticias? -gritó mientras se quitaba la americana.

– Todo el mundo está recibiendo una paliza -dijo Steven-. Los franceses han devaluado oficialmente un siete por ciento, pero los mercados consideran que es demasiado poco y demasiado tarde.

Nat miró la información que aparecía en la pantalla.

– ¿Qué pasa con las otras divisas?

– La libra, la lira y la peseta van a la baja. Sube el dólar; el yen y los francos suizos aguantan, el marco alemán oscila.

Nat continuó atento a los números de la pantalla que cambiaban cada pocos segundos.

– Intenta comprar yenes -le dijo a Steven. Vio cómo la libra bajaba otro punto.

Steven cogió el teléfono directo con la mesa de negocios. Nat lo miró. Estaban perdiendo unos segundos valiosísimos mientras esperaban a que un agente atendiera la llamada.

– ¿A cuánto está la cotización y cuál es la oferta? -preguntó Steven.

– Diez millones a dos mil sesenta y ocho.

Adrian no quiso ni mirar cuando Steven dio la orden.

– Vende todas las libras y liras que nos queden porque serán las próximas que se devaluarán -dispuso Nat.

– ¿A qué precio?

– Al demonio con el precio. Vende y conviértelo todo en dólares. Si se desata una tormenta en toda regla, todos buscarán refugio en Nueva York. -Nat se sorprendió al comprobar lo tranquilo que se sentía en medio del coro de gritos e insultos que sonaba a su alrededor.

– Hemos acabado con las liras -le avisó Adrian- y nos ofrecen yenes a dos mil veintisiete.

– Cómpralos -entonó Nat, siempre atento a la pantalla.

– Nos hemos quedado sin libras -informó Steven-, a dos coma treinta y siete.

– Muy bien. Cambia la mitad de nuestros dólares a yenes.

– Me he quedado sin guilders -gritó Adrian.

– Cámbialos todos a francos suizos.

– ¿Quieres vender los marcos alemanes que tenemos? -preguntó Steven.

– No -respondió lacónico Nat.

– ¿Quieres comprar?

– No -repitió Nat-. Se mantienen en el centro y no parecen dispuestos a moverse en ninguna dirección.

Acabó de tomar decisiones en menos de veinte minutos; luego no le quedó más que mirar las pantallas y ver las extensiones del daño sufrido. A medida que las demás divisas continuaban cotizando a la baja, Nat fue consciente de que los demás estaban sufriendo mucho más, aunque no dejaba de ser un triste consuelo.

Si los franceses hubiesen esperado hasta el mediodía, la hora habitual para anunciar una devaluación, él habría estado en su mesa.

– ¡Condenados franceses! -exclamó Adrian.

– Condenados no, astutos -replicó Nat-. Devaluaron mientras estábamos durmiendo.

La devaluación del franco francés no fue algo que preocupara lo más mínimo a Fletcher, que leyó la noticia en el New York Times mientras viajaba en el tren que lo llevaba a la ciudad. Varios bancos habían sufrido un fuerte castigo e incluso algunos de ellos habían informado de problemas de liquidez al SEC, la comisión de vigilancias y control del mercado de valores. Pasó la página para leer un perfil del hombre que seguramente sería el candidato demócrata a la presidencia frente a Ford. Sabía muy poco de Jimmy Carter, apenas que había sido gobernador de Georgia y era propietario de una plantación de cacahuetes. Dejó de leer un momento y pensó en sus propias ambiciones políticas, que había dejado en suspenso mientras procuraba demostrar sus aptitudes en la firma de abogados.

Decidió que se uniría a la organización de respaldo a la campaña de Carter en Nueva York y dedicaría a ello todo el tiempo libre de que pudiera disponer. ¿Tiempo libre? Harry y Martha se quejaban de que apenas le veían. Annie había entrado a formar parte de la junta de otra organización no gubernamental y Lucy tenía la varicela. Cuando llamó a su madre para preguntarle si él había tenido la varicela, lo primero que le respondió fue: «Hola, forastero». Sin embargo, todas estas pequeñas preocupaciones pasaron al olvido en cuanto llegó a la oficina.

La primera señal de que había un problema la recibió cuando le dio los buenos días a Meg en la recepción.

– Hay una reunión de todos los abogados en la sala de conferencias a las ocho y media -le informó la joven con un tono desabrido.

– ¿Tienes alguna idea de lo que pasa? -le preguntó Fletcher, y de inmediato comprendió que era una pregunta ridícula. La confidencialidad era la marca de la casa.

Varios de los socios ya ocupaban sus lugares y hablaban entre ellos en voz baja, cuando Fletcher entró en la sala de juntas a las ocho y veinte y se sentó sin perder ni un segundo, detrás de la silla de Matt. ¿Podía la devaluación del franco dispuesta por el gobierno francés afectar a una firma de abogados en Nueva York? Lo dudaba. ¿El socio principal quería hablar del acuerdo Higgs y Dunlop? No, no era el estilo de Alexander. Miró a los socios sentados alrededor de la mesa. Si alguno sabía de qué se trataba, no soltaba prenda. Pero tenían que ser malas noticias, porque las buenas siempre se anunciaban en la reunión de las seis de la tarde.

El socio principal entró en la sala a las ocho y veinticuatro minutos.

– Les pido disculpas por mantenerlos apartados de sus puestos de trabajo -manifestó-, pero esto no es algo que se pueda comunicar en una circular interna o colar en mi informe mensual. -Guardó silencio un momento, que aprovechó para aclararse la garganta-. La fuerza de esta firma reside en que nunca se ha visto implicada en ningún escándalo de tipo personal o financiero; por tanto, considero que incluso la más mínima insinuación de un problema de ese tipo debe ser solucionada expeditivamente. -Fletcher estaba absolutamente desconcertado-. Se ha puesto en mi conocimiento que un miembro de esta firma ha sido visto en un bar frecuentado por los abogados de firmas rivales. -Yo lo hago todos los días, pensó Fletcher, y no creo que sea un crimen-. Aunque no se trata de algo reprochable en sí mismo, podría conducir a otros episodios que son inaceptables para Alexander Dupont y Bell. Afortunadamente, uno de los nuestros, anteponiendo el bien de nuestra firma por encima de otras consideraciones, ha pensado que era su deber ponerme al corriente de lo que podría acabar siendo una situación embarazosa. El empleado a quien me refiero fue visto en un bar mientras sostenía una conversación con un miembro de una firma rival. Luego se marchó con dicha persona aproximadamente a las diez de la noche, juntos cogieron un taxi que los llevó a la casa del segundo en el West Side y no se le vio hasta las seis y media de la mañana siguiente, cuando regresó a su propio apartamento. Llamé inmediatamente al empleado en cuestión, quien no hizo el menor intento por negar su relación con el empleado de la firma rival, y me complace decir que estuvo de acuerdo en que lo más conveniente para todos era dimitir en el acto. -Se calló un momento-. Doy las gracias al empleado, que no vaciló en poner los intereses de la firma por encima de todo lo demás y consideró que era su deber comunicarme este asunto.

Fletcher miró a Ralph Elliot, quien intentaba fingirse sorprendido a medida que se pronunciaba cada frase, pero nunca nadie le había hablado de lo que era sobreactuar. Entonces recordó haber visto a Elliot en la Quinta Avenida después de salir del bar. Se sintió dominado por una rabia impotente al comprender que el socio principal al que se refería era Logan.

– Quiero recordarles a todos -recalcó Bill Alexander- que este asunto no volverá a ser discutido en público o en privado.

El socio principal se levantó y salió de la sala de juntas sin añadir palabra.

Fletcher juzgó que sería diplomático estar entre los últimos en salir, así que en cuanto se marcharon todos los socios se levantó y caminó sin prisas hacia la puerta. Al dirigirse a su despacho oyó unos pasos que le seguían, pero no se volvió hasta que Elliot le alcanzó.

– Tú estabas en el bar con Logan aquella noche, ¿no es así? -Elliot guardó silencio unos instantes-. No se lo he dicho a mi tío.

Fletcher permaneció en silencio y dejó que Elliot se alejara, pero en cuanto entró en su despacho escribió en un papel las palabras que Elliot había empleado en su amenaza velada.

El único error que cometió fue no informar a Bill Alexander inmediatamente.

Una de las muchas cosas que Nat admiraba de Su Ling era que nunca decía: «Te avisé», aunque después de todas sus advertencias tenía todo el derecho a hacerlo.

– ¿Qué pasará ahora? -preguntó, sin preocuparse del incidente, que ya era cosa del pasado.

– Tengo que decidir entre dimitir o esperar a que me despidan.

– Steven es el jefe de tu departamento e incluso Adrian está por encima de ti.

– Lo sé, pero todas las decisiones eran mías, yo firmé las órdenes de compra y venta, así que nadie cree de verdad que ellos tuvieran alguna participación.

– ¿Cuánto perdió el banco?

– Un poco menos de medio millón.

– Tú les has hecho ganar mucho más que eso en los últimos dos años.

– Tienes toda la razón, pero ahora los jefes de los otros departamentos me consideran poco fiable y siempre temerán que pueda volver a pasar. Steven y Adrian ya se están distanciando lo más rápido que pueden; no les interesa en absoluto perder sus trabajos.

– Sin embargo, tú todavía puedes hacerle ganar mucho dinero al banco. ¿Qué sentido tiene despedirte?

– Pueden reemplazarme en cualquier momento; hay cientos de chicos brillantes que se licencian todos los años.

– Son pocos los de tu talento -afirmó Su Ling.

– Creía que tú no aprobabas esa clase de trabajo.

– No he dicho que lo apruebe -replicó Su Ling-, pero eso no significa que no reconozca y admire tu capacidad. -Vaciló-. ¿Hay alguien dispuesto a ofrecerte empleo?

– No creo que me llamen con el mismo entusiasmo de hace un mes atrás, así que tendré que iniciar una ronda de llamadas.

Su Ling abrazó a su marido.

– Te has enfrentado a cosas peores en Vietnam y conmigo en Corea; en ningún momento te acobardaste.

Nat casi había olvidado lo ocurrido en Corea, aunque era evidente que aún seguía preocupando a Su Ling.

– ¿Qué hay del fondo Cartwright? -preguntó la muchacha mientras Nat la ayudaba a poner la mesa.

– Perdimos casi cincuenta mil dólares, pero todavía dará un pequeño beneficio. Eso me recuerda que tengo que llamar al señor Russell para disculparme.

– También a ellos les has hecho ganar su buen dinero en el pasado.

– Motivo por el cual depositaron tanta confianza en mí. -Nat descargó una palmada en la mesa-. Maldita sea, tendría que haberlo visto venir. -Miró a su esposa-. ¿Qué crees que debería hacer?

Su Ling se tomó su tiempo para pensar en la respuesta.

– Dimite -respondió-, y búscate un empleo como Dios manda.

Fletcher marcó el número directamente sin pasar por su secretaria.

– ¿Estás libre para comer? -Escuchó la respuesta-. No, tenemos que quedar en algún sitio donde nadie nos reconozca. -Oyó lo que la otra persona le decía-. ¿Es el que está en la Cincuenta y siete Oeste? -Volvió a callarse mientras le respondían-. De acuerdo, nos vemos a las doce y media.

Fletcher llegó a Zemarki’s unos minutos antes de la hora. Su invitado le esperaba. Ambos pidieron ensaladas y Fletcher una cerveza.

– Creía que nunca bebías a la hora de la comida.

– Hoy es una de esas ocasiones en que necesito beber algo -respondió Fletcher. Bebió un buen trago y luego le relató a su amigo lo que había sucedido aquella mañana en la firma.

– Estamos en mil novecientos setenta y seis, no en mil setecientos setenta y seis -comentó Jimmy.

– Lo sé, pero por lo visto todavía quedan un par de dinosaurios sueltos y Dios sabe qué otras mentiras le contó Elliot a su tío.

– Tu señor Elliot parece un tipo encantador. Será mejor que vayas con cuidado porque probablemente tú seas el siguiente de su lista.

– Puedo cuidar de mí mismo. Es Logan quien me preocupa.

– Si es la mitad de bueno de lo que dices no tardará nada en encontrar trabajo.

– No después de que llamen a Bill Alexander para saber por qué se marchó repentinamente.

– Ningún abogado se atrevería a decir que ser gay sea causa de despido.

– No necesita hacerlo -señaló Fletcher-. Dadas las circunstancias solo tendría que decir: «Preferiría no discutir el tema, es algo delicado», cosa que sería muchísimo más letal. -Bebió otro trago-. Te diré una cosa, Jimmy. Si tu empresa tiene la fortuna de contratar a Logan, nunca lo lamentarán.

– Hablaré con el socio principal esta tarde y te informaré de lo que me diga. ¿Qué tal está mi hermanita?

– Poco a poco se está haciendo con todo en Ridgewood, incluido el club del libro, el equipo de natación y la campaña de donantes de sangre. Nuestro gran problema ahora es a qué escuela enviaremos a Lucy.

– Hotchkiss ahora acepta a niñas -dijo Jimmy- y queremos…

– Me pregunto qué opina el senador al respecto. -Fletcher se acabó la cerveza-. Por cierto, ¿qué tal está?

– Agotado, pero no ha dejado ni por un momento de prepararse para las próximas elecciones.

– No hay nadie que le haga sombra a Harry. No he conocido a un político más popular en todo el estado.

– Pues ya se lo puedes decir -replicó Jimmy-. La última vez que lo vi había engordado diez kilos y parecía en muy mala forma física.

Fletcher consultó el reloj.

– Transmítele mis saludos al viejo guerrero; dile que Annie y yo haremos todo lo posible por ir a pasar un fin de semana en Hartford cuanto antes. -Se calló un momento-. Tú y yo no nos hemos visto hoy.

– Te estás volviendo paranoico -opinó Jimmy mientras cogía la cuenta-, que es exactamente lo que el tal Elliot desea que pase.

Nat presentó la dimisión a la mañana siguiente, mucho más tranquilo al ver la calma con la que Su Ling se había tomado aquel asunto. Claro que a ella le resultaba muy fácil decirle que se buscara un trabajo como Dios manda cuando solo había una actividad para la que se sentía capacitado.

Cuando fue a su oficina para recoger sus objetos personales tuvo la impresión de ser el portador de la peste. Sus hasta hacía unos minutos colegas pasaban a su lado sin dirigirle la palabra y los que ocupaban las mesas vecinas miraban en otra dirección mientras hablaban por teléfono.

Volvió a su casa en taxi cargado hasta los topes y llenó el pequeño ascensor tres veces antes de acabar de dejarlo todo en su despacho.

Nat se sentó a la mesa. El teléfono no había sonado desde que había vuelto a casa. El apartamento le parecía un desierto sin la presencia de Su Ling y Luke; se había acostumbrado a que estuviesen allí para recibirlo cuando regresaba del trabajo. Afortunadamente el niño era demasiado pequeño para darse cuenta de lo que le estaba pasando a su padre.

A mediodía, fue a la cocina, abrió una lata de picadillo de carne, echó el contenido en una sartén con un poco de mantequilla, añadió un par de huevos y esperó hasta que le pareció que estaban fritos.

Después de comer, hizo una lista de las entidades financieras que se habían puesto en contacto con él durante el año pasado y comenzó la ronda de llamadas. La primera la hizo a un banco que le había llamado pocos días antes.

– Ah, hola, Nat, sí, lo lamento, ya le hemos dado el trabajo a otra persona el viernes pasado.

– Buenas tardes, Nat. Sí, es una propuesta interesante. Deme un par de días para pensarlo, ya le llamaré.

– Le agradecemos mucho la llamada, señor Cartwright, pero…

Nat llegó al final de la lista y colgó el teléfono. Acababa de ser devaluado y era evidente que estaba a la venta. Comprobó su cuenta corriente. Aún disponía de un buen saldo, pero ¿cuánto tiempo le durarían los ahorros? Miró la pintura colgada en la pared delante de su mesa. Un desnudo de Camoin. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que tuviese que devolver a una de sus amantes al chulo de la galería.

Sonó el teléfono. ¿Alguien se lo había repensado y lo llamaba? Atendió la llamada y escuchó una voz muy conocida.

– Le debo una disculpa, señor Russell -dijo Nat-. Tendría que haberle llamado antes.

Tras la marcha de Logan de la firma, Fletcher se sintió aislado y apenas pasaba un día sin que Elliot intentara minar su posición, así que cuando el lunes por la mañana Bill Alexander lo llamó a su despacho, Fletcher comprendió que no sería una reunión amistosa.

Mientras cenaba con Annie el domingo por la noche, le había comentado a su esposa todo lo sucedido en los últimos días, sin exagerar ni un ápice. Annie le había escuchado en silencio y cuando acabó le dijo:

– Si no le cuentas al señor Alexander toda la verdad referente a su sobrino, ambos acabaréis por lamentarlo.

– No creas que es algo sencillo -replicó Fletcher.

– Decir la verdad siempre es sencillo -afirmó Annie-. Han tratado a Logan de una manera despreciable; de no haber sido por ti, quizá ni siquiera hubiese encontrado trabajo. Tu único error fue no hablar con Alexander en cuanto se acabó la reunión; eso le dio alas a Elliot para continuar difamándote.

– ¿Qué pasará si me despiden a mí también?

– Entonces es que se trata de una empresa en la que nunca tendrías que haber entrado a trabajar, Fletcher Davenport, y desde luego no serías el hombre que escogí como marido.

Cuando Fletcher llegó para su reunión con el señor Alexander pocos minutos antes de las nueve, la señora Townsend le hizo pasar inmediatamente al despacho del socio principal.

– Siéntese -dijo Bill Alexander, y le señaló una silla al otro lado de su mesa.

Nada de «¿Qué tal, Fletcher?» o «¿Qué tal están Annie y Lucy?». Solo que se sentara. Eso convenció a Fletcher de que Annie estaba en lo cierto y que no debía tener miedo de defender sus convicciones.

– Fletcher, cuando entró en Alexander Dupont y Bell hace ahora cosa de dos años, tenía grandes esperanzas depositadas en usted y, desde luego, durante el primer año cumplió sobradamente con mis expectativas. Todos recordamos con indudable placer el episodio de Higgs y Dunlop. Pero en los últimos meses, no ha mostrado el mismo empeño. -Fletcher lo miró intrigado. Había visto el último informe de Matt Cunliffe sobre su rendimiento profesional y la palabra «ejemplar» se le había quedado grabada en su mente-. Creo que tenemos todo el derecho a exigir una lealtad y dedicación absolutas a los intereses de la firma -añadió Alexander. Fletcher continuó en silencio, porque aún no imaginaba cuál era el delito del que se le acusaría-. Se me ha comunicado que usted también se encontraba en el bar con Fitzgerald la noche que él tomaba una copa con su amigo.

– Una información suministrada, sin duda alguna, por su sobrino -dijo Fletcher-, cuya participación en todo este asunto ha estado muy lejos de ser imparcial.

– ¿Qué ha querido decir con eso?

– Sencillamente que la versión de los acontecimientos facilitada por el señor Elliot responde pura y exclusivamente a sus intereses, como sin duda un hombre de su perspicacia ya habrá advertido.

– ¿Perspicacia? -exclamó Alexander-. ¿Qué tiene que ver la perspicacia con el hecho de que le vieran en compañía del amigo de Fitzgerald? -Una vez más recalcó la palabra «amigo».

– No estuve en compañía del amigo de Logan, como sin duda le comentó el señor Elliot, a menos que le haya contado la mitad de la historia. Me marché para regresar a Ridgewood…

– Ralph me dijo que usted volvió al cabo de unos minutos.

– Así es, y como cualquier espía que se respete, su sobrino también tuvo que informarle de que solo volví para recoger mi bufanda. Se me cayó al suelo cuando me puse el abrigo.

– No, no hizo ninguna mención de tal cosa -admitió Alexander.

– A eso mismo me refería cuando dije que solo le había contado la mitad de la historia -recalcó Fletcher.

– O sea ¿que no habló con Logan ni con su amigo?

– No, no lo hice, pero solo porque tenía prisa por regresar a casa.

– ¿Quiere decir que hubiese hablado con él?

– Sí, desde luego.

– ¿Incluso en el caso de haber sabido que Logan era homosexual?

– No lo sabía ni me importaba.

– ¿No le importaba?

– No. Nunca se me hubiera ocurrido pensar que la vida privada de Logan fuese asunto mío.

– Pero bien podía ser cosa de la firma y esto me lleva a asuntos más importantes. ¿Sabía que Logan Fitzgerald trabaja ahora en la misma empresa en la que trabaja su cuñado?

– Lo sé -reconoció Fletcher-. Le comuniqué al señor Gates que Logan estaba buscando empleo y que serían muy afortunados si conseguían hacerse con los servicios de un hombre con sus méritos.

– Me pregunto si fue prudente -opinó Bill Alexander.

– Cuando se trata de un amigo, tiendo a poner la honradez y la justicia por delante de mis propios intereses.

– ¿También por delante de los intereses de la firma?

– Sí, si se trata de algo moralmente correcto. Eso fue lo que me enseñó el profesor Abrahams.

– No presuma conmigo de nombres, señor Davenport.

– ¿Por qué no? Usted lo está haciendo conmigo, señor Alexander.

Al socio principal se le subieron los colores.

– Creo que no es consciente de que puedo despedirle en cualquier momento.

– La marcha de dos personas en una misma semana podría requerir algunas explicaciones, señor Alexander.

– ¿Me está amenazando?

– No. Creo que es usted quien me ha amenazado a mí.

– Quizá no me resulte fácil deshacerme de usted, señor Davenport, pero puede estar seguro de que nunca será socio de esta firma mientras yo pertenezca a ella. Salga de aquí.

Mientras se levantaba, Fletcher recordó las palabras de Annie: «Entonces es que se trata de una empresa en la que nunca tendrías que haber entrado a trabajar».

Nada más volver a su despacho, sonó el teléfono. ¿Sería Alexander? Atendió la llamada dispuesto a presentar la dimisión. Era Jimmy.

– Lamento llamarte al trabajo, Fletcher, pero papá acaba de sufrir un infarto. Lo han trasladado al San Patricio. ¿Podríais Annie y tú venir a Hartford cuanto antes?

27

– Acabo de conseguir un trabajo como Dios manda -le dijo Nat a Su Ling en cuanto la vio entrar.

– ¿Trabajarás de taxista?

– No -respondió Nat-. No estoy cualificado para ese trabajo.

– A mí no me parece que esa haya sido nunca una pega para nadie en esta ciudad.

– Quizá no, pero sí que lo es no vivir en Nueva York.

– ¿Nos vamos de Nueva York? Por favor, dime que nos vamos a algún lugar civilizado donde en lugar de rascacielos habrá árboles y la polución caerá vencida por el aire puro.

– Regresamos a casa.

– ¿A Hartford? Entonces es que trabajarás para Russell.

– Has acertado a la primera. El señor Russell me ha ofrecido el cargo de vicepresidente del banco, para trabajar junto a Tom.

– ¿Trabajo bancario de verdad? ¿Nada de especular en el mercado de divisas?

– Controlaré el departamento de divisas, pero te prometo que solo serán las transacciones normales con el extranjero, no operaciones especulativas. Al señor Russell le interesa por encima de todo que Tom y yo trabajemos en una profunda reorganización del banco. Durante los últimos años se está quedando por detrás de los competidores y… -Su Ling dejó el bolso sobre la mesa del vestíbulo y se acercó al teléfono-. ¿A quién llamas? -le preguntó Nat.

– A mi madre, por supuesto. Tenemos que comenzar a buscar casa y luego ocuparnos de resolver el tema de la escuela de Luke; en cuanto mi madre se haga cargo de eso, tendré que llamar a algunos de mis antiguos colegas para ver si hay trabajo para mí y a continuación…

– Espera un momento, Pequeña Flor -la interrumpió Nat y la abrazó-. ¿Debo suponer que apruebas la idea?

– ¿Aprobarla? No veo la hora de abandonar Nueva York. La sola idea de que Luke comience su educación en una escuela donde los niños utilizan machetes para sacarle punta a los lápices me aterra. Tampoco puedo esperar… -Sonó el teléfono y Su Ling lo descolgó. Escuchó unos instantes y luego tapó el micrófono con la mano-. Es alguien llamado Jason, del Chase Manhattan. ¿Le digo que ya no estás disponible?

Nat sonrió y se puso al teléfono.

– Hola, Jason, ¿qué puedo hacer por ti?

– He estado pensando en tu llamada, Nat, y creo que podríamos hacerte un hueco en el Chase.

– Es muy amable de tu parte, Jason, pero ya he aceptado otra oferta.

– Espero que no sea con alguno de nuestros rivales.

– Todavía no, pero dame un poco de tiempo y lo veremos -le dijo Nat, con una sonrisa.

Fletcher se llevó una sorpresa al ver la actitud casi hostil de Matt Cunliffe cuando le comunicó que debía ausentarse porque a su suegro le habían ingresado en el hospital, víctima de un infarto.

– En todas las casas siempre surgen problemas de esa clase -comentó Cunliffe, con tono brusco-. Todos tenemos familias de las que ocuparnos. ¿Estás seguro de que no puede esperar al fin de semana?

– Sí, lo estoy -replicó Fletcher-. Aparte de mis padres, no hay nadie más que haya hecho tanto por mí como él.

Habían transcurrido apenas unos minutos desde su salida del despacho de Bill Alexander y ya se notaba un cambio muy poco sutil en la atmósfera. Dio por sentado que, a su vuelta, el cambio se habría extendido como una enfermedad contagiosa a todo el resto del personal.

Llamó a Annie desde la estación Pensilvania. Parecía tranquila, pero se alegró al saber que iba camino de casa. Cuando subió al tren, Fletcher se dio cuenta de que por primera vez desde que había entrado en la firma no se llevaba trabajo a casa. Aprovechó el viaje para considerar cuál sería su siguiente paso después de la reunión con Bill Alexander, aunque no había tomado una decisión cuando el tren llegó a Ridgewood.

Cogió un taxi para ir a su casa; no se sorprendió al ver el coche aparcado delante de la puerta, con las maletas cargadas, y Annie que salía con Lucy en brazos. Cuán diferente de su madre, pensó, y no obstante prácticamente idénticas. Se rió por primera vez en el día.

Annie le puso al corriente de todos los detalles que le había dado su madre mientras viajaban rumbo a Hartford. Harry había tenido un amago de infarto a los pocos minutos de llegar al Capitolio y lo habían trasladado inmediatamente al hospital. Martha estaba con él y Jimmy, Joanna y los chicos ya habían salido de Vassar.

– ¿Qué han dicho los médicos?

– Es demasiado pronto para tener un diagnóstico definitivo, pero ya han advertido a papá de que si no baja el ritmo, podría ocurrirle de nuevo y entonces bien podría ser mortal.

– ¿Bajar el ritmo? Harry no sabe lo que significan esas palabras. Ha vivido al máximo toda su vida.

– No te lo niego -admitió Annie-, pero mamá y yo vamos a decirle esta misma tarde que no se presentará como candidato al Senado en las próximas elecciones.

Bill Russell miró a los dos jóvenes sentados al otro lado de su mesa.

– Es lo que siempre he querido -manifestó-. Cumpliré los sesenta dentro de un par de años y creo que me he ganado el derecho a no ser quien abra el banco todos los días a las diez de la mañana y quien cierra la puerta antes de volver a casa por las noches. Saber que vosotros dos trabajaréis juntos llena mi corazón de alegría, como dice la Biblia.

– No sé lo que dice la Biblia -comentó Tom-, pero nosotros sentimos lo mismo, papá. ¿Por dónde quieres que empecemos?

– Por supuesto, me doy cuenta de que el banco ha ido perdiendo posiciones frente a sus competidores durante los últimos años, quizá porque al ser una empresa familiar nos hemos preocupado más por la relación con los clientes que por los grandes beneficios. Algo que seguramente tu padre aprueba, Nat, a la vista de que hace más de treinta años que mantiene una cuenta con nosotros. -Nat asintió con un gesto-. Por otro lado, otras entidades nos han tanteado con vistas a fusionarnos, pero no es así como quiero acabar mi carrera en el banco; convertidos en una anónima sucursal de una gran corporación. Así que os diré lo que he pensado. Quiero que ambos dediquéis los próximos seis meses a destripar el banco de arriba abajo. Tendréis carta blanca para hacer preguntas, abrir puertas, leer archivos, consultar todas las cuentas. Pasados los seis meses, me informaréis de todo lo que se debe hacer. Ni se os ocurra pensar en dorarme la píldora, porque sé que si el banco pretende perdurar en el siglo venidero, necesitará una reestructuración a fondo. Muy bien, ¿cuál es la primera pregunta?

– ¿Puedo tener las llaves de la puerta principal? -preguntó Nat.

– ¿Por qué?

– Porque comenzar a trabajar a las diez de la mañana es un poco tarde para el personal de un banco que quiere prosperar.

Mientras Tom y Nat regresaban a Nueva York en el coche del primero, se ocuparon de repartirse las responsabilidades.

– Papá se emocionó cuando se enteró de que habías rechazado la oferta del Chase para unirte a nosotros -comentó Tom.

– Tú hiciste el mismo sacrificio cuando dejaste el Bank of America.

– Sí, pero mi padre siempre ha creído que me haría cargo de todo cuando él cumpliera los sesenta y cinco, y ahora me disponía a advertirle que no estaba dispuesto a asumir la responsabilidad.

– ¿Por qué no?

– No tengo la visión de futuro ni las ideas para reflotar el banco; tú sí.

– ¿Reflotar?

– Sí, no nos engañemos. Ya has visto los balances, así que sabes muy bien que apenas obtenemos los beneficios suficientes como para que mis padres mantengan su actual nivel de vida. Pero los beneficios no han aumentado desde hace años; la verdad es que el banco necesita a alguien con tus capacidades y no un caballo de carga como yo. Así que es importante aclarar una cosa antes de que se convierta en un problema: en los temas bancarios pretendo informarte a ti como mi director ejecutivo.

– De todas maneras, será necesario que tú seas el presidente cuando tu padre se retire.

– ¿Por qué? -quiso saber Tom-. ¿Qué sentido tiene si tú adoptarás todas las decisiones estratégicas?

– Porque el banco lleva tu nombre, eso todavía cuenta mucho en una ciudad como Hartford. También es importante que los clientes nunca descubran los tejemanejes del director ejecutivo entre bambalinas.

– Lo aceptaré con la condición -señaló Tom- de que ambos compartamos las primas, gratificaciones y los mismos salarios.

– Es muy generoso de tu parte.

– No lo es. Astuto quizá, pero no generoso, porque que tú recibas el cincuenta por ciento de todo me supondrá un beneficio mayor que si me quedase con el ciento por ciento.

– No te olvides que acabo de hacerle perder una fortuna a Morgan’s.

– Creo que habrás sacado buen provecho de la experiencia.

– El mismo que cuando nos enfrentamos a Ralph Elliot.

– Ese nombre pertenece al pasado. ¿Tienes alguna idea de lo que hace ahora? -preguntó Tom mientras entraba en la carretera 95.

– Lo último que supe fue que después de Stanford se convirtió en uno de los abogados importantes de Nueva York.

– No querría ser uno de sus clientes por nada del mundo -opinó Tom.

– Ni tener que enfrentarnos a él en un pleito -convino Nat.

– Al menos esa es una de esas cosas de las que no debemos preocuparnos.

Nat miró a través de la ventanilla mientras recorrían Queens.

– No estés tan seguro, Tom, porque si en algún momento cometemos un error, él querrá representar a la otra parte.

Se sentaron alrededor de la cama y hablaron de mil cosas menos de lo que ocupaba la mente de todos. La única excepción era Lucy, que se había instalado en el centro de la cama y trataba a su abuelo como si fuera un caballito de madera. Los hijos de Joanna eran más tranquilos. Fletcher estaba asombrado al ver lo mucho que había crecido el pequeño Harry.

– Antes de que acabe agotado -dijo el senador-, necesito hablar en privado con Fletcher.

Martha se llevó al resto de la familia fuera de la habitación; era evidente que sabía cuál era el tema que su marido deseaba tratar con su yerno.

– Te veré más tarde en casa -se despidió Annie, mientras sacaba a Lucy casi a rastras.

– Prepáralo todo porque tenemos que regresar a casa -le recordó Fletcher-. No puedo permitirme llegar tarde al trabajo mañana.

Annie asintió y cerró la puerta. Fletcher acercó una silla y se sentó junto al senador. No se preocupó en hacer más comentarios baladíes, ya que su suegro parecía muy cansado.

– He reflexionado mucho sobre lo que voy a decirte -manifestó el senador-; la única persona con la que he discutido el tema es Martha y está absolutamente de acuerdo conmigo. Como muchas otras cosas en los últimos treinta años, no estoy muy seguro de saber si no fue idea suya desde el principio. -Fletcher sonrió. Él podía decir lo mismo de Annie, pensó, mientras esperaba a que el senador continuara-. Le he prometido a Martha que no me presentaré a la reelección. -El político guardó silencio un momento-. Veo que no protestas, así que debo suponer que estás de acuerdo con mi esposa y mi hija en este tema.

– Annie prefiere que viva hasta una edad muy avanzada, y no que muera en la cámara en mitad de un discurso, por importante que sea -comentó Fletcher-, y estoy de acuerdo con ella.

– Sé que tenéis toda la razón, Fletcher, pero juro por Dios que lo echaré de menos.

– Ellos también le echarán a faltar, señor, como lo testimonian todos estos ramos de flores y las tarjetas que han enviado. Mañana, a esta misma hora, habrán llenado todas las demás habitaciones de la planta y tendrán que dejarlas en la calle.

El senador no hizo caso del cumplido; era evidente que no deseaba desviarse del tema.

– El día que nació Jimmy, tuve la loca ocurrencia de que quizá ocuparía mi lugar, e incluso llegar a representar al estado en Washington. Pero no tardé mucho en comprender que nunca sería una realidad. Me siento muy orgulloso de mi hijo, pero sencillamente no está hecho para un cargo público.

– Hizo una excelente tarea como director de campaña y consiguió que me eligieran representante estudiantil -le recordó Fletcher-. En dos ocasiones.

– Así es -admitió Harry-, aunque Jimmy siempre estará entre bastidores, porque es lo suyo. No tiene pasta de líder. -Se calló unos instantes-. Hace unos doce años conocí a un chiquillo en un partido de fútbol entre Hotchkiss y Taft que no veía la hora de convertirse en líder. Un encuentro casual que nunca olvidaré.

– Ni yo, señor.

– Con el paso de los años, vi cómo el chiquillo se convertía en un joven brillante; me enorgullece proclamar que ahora es mi yerno y padre de mi nieta. Antes de que me ponga demasiado sentimental, Fletcher, creo que debo ir al grano por si alguno de los dos se duerme.

Fletcher se echó a reír.

– Muy pronto haré pública mi decisión de no presentarme a las próximas elecciones del Senado. -Levantó la cabeza y miró directamente a Fletcher-. Al mismo tiempo, me sentiría muy orgulloso si pudiera anunciar que mi yerno, Fletcher Davenport, ha aceptado presentarse en mi lugar.

28

Nat no necesitó seis meses para averiguar la razón por la que el banco Russell no había aumentado sus beneficios en la última década. No habían utilizado prácticamente ninguno de los modernos sistemas de gestión bancaria. La entidad continuaba viviendo en la época de la contabilidad manual, las cuentas personalizadas y la sincera convicción de que los ordenadores eran mucho menos fiables que los humanos, así que por tanto, invertir en ellos era una pérdida de tiempo y dinero. Nat entraba y salía del despacho del señor Russell tres o cuatro veces al día, y todas las veces se encontraba con que alguna decisión tomada por la mañana había sido anulada por la tarde. Esto, por lo general, ocurría cada vez que se veía salir del despacho al cabo de una hora a alguno de los empleados más antiguos con una amplia sonrisa en el rostro. A menudo le tocaba a Tom reparar los destrozos. De hecho, de haber estado él allí para explicarle a su padre por qué eran necesarios los cambios, quizá nunca hubieran podido elaborar el informe.

La mayoría de las noches Nat regresaba a su casa agotado y en ocasiones furioso. Le advirtió a Su Ling que probablemente habría un enfrentamiento cuando presentara el informe final; además, no estaba muy seguro de seguir siendo uno de los vicepresidentes si el presidente era incapaz de asimilar todos los cambios que recomendaría. Su Ling no protestó, aunque acababa de conseguir instalar a la familia en su nueva casa, vender el apartamento de Nueva York, encontrar guardería para Luke y prepararse para ocupar su puesto como profesora de estadística en la Universidad de Connecticut en otoño. La perspectiva de verse de nuevo en Nueva York no le hacía ninguna gracia.

Aparte de todo aquello, había aconsejado a Nat en el tema de cuáles eran los ordenadores más convenientes para el banco, había supervisado su instalación y les dio clases nocturnas a los empleados interesados en aprender algo más que a encender el ordenador. Pero el mayor problema de Nat era el exceso de personal. Ya le había señalado al presidente que el banco tenía una plantilla de setenta y un trabajadores, mientras que Bennett’s, el otro banco independiente de la ciudad, ofrecía los mismos servicios con solo treinta y nueve empleados. Nat escribió un informe por separado donde analizaba las consecuencias financieras del exceso de plantilla y proponía un plan de jubilaciones anticipadas que, si bien reduciría los beneficios durante los siguientes tres años, a la larga sería mucho más beneficioso. Este era el punto clave donde Nat no estaba dispuesto a ceder. Porque, tal como le explicó a Tom y Su Ling mientras cenaban, si tenían que esperar otros dos años para el retiro del señor Russell, todos acabarían engrosando las filas de los parados.

El señor Russell recibió el informe de Nat, lo leyó y convocó una reunión para las seis de la tarde del viernes. Cuando Nat y Tom entraron en el despacho del presidente, lo encontraron muy ocupado en escribir una carta. Levantó la cabeza para mirarlos.

– Lamento decir que soy incapaz de llevar a la práctica vuestras recomendaciones -manifestó incluso antes de que sus dos vicepresidentes se sentaran-, porque no deseo despedir a mis empleados, con algunos de los cuales trabajo desde hace treinta años. -Nat intentó sonreír mientras pensaba en que sería su segundo despido en seis meses; se preguntó si Jason aún podría hacerle un hueco en el Chase-. Por tanto, he llegado a la conclusión -prosiguió el presidente- de que si esto ha de funcionar -apoyó las manos en el informe como si lo bendijera-, la primera persona que debe marcharse soy yo. -Firmó la carta que había escrito y le entregó la dimisión a su hijo.

Bill Russell salió del despacho a las seis y doce minutos y no volvió a entrar en el edificio nunca más.

– ¿Cuáles son sus méritos para aspirar a un cargo público?

Desde el estrado, Fletcher miró al pequeño grupo de periodistas que tenía delante. Harry sonrió. Era una de las diecisiete preguntas que habían preparado la noche anterior.

– No tengo mucha experiencia en política -reconoció Fletcher, con una actitud que confiaba en que fuese encantadora-, pero he nacido y crecido en Connecticut, aquí cursé mis estudios superiores y aquí he vivido hasta que me trasladé a Nueva York para trabajar en una de las firmas de abogados más prestigiosas del país. Ahora vuelvo a casa para poner todas mis capacidades al servicio de los ciudadanos y ciudadanas de Hartford.

– ¿No cree que, a sus veintiséis años, es un poco joven para decirnos cómo debemos conducir nuestras vidas? -preguntó una joven reportera sentada en la segunda fila.

– Es la misma edad que yo tenía entonces -intervino Harry- y su padre nunca se quejó.

Uno o dos de los periodistas veteranos sonrieron, pero la joven no estaba dispuesta a ceder fácilmente.

– Usted acababa de participar en la guerra, senador, y tenía una experiencia de tres años como oficial en el frente. Si me permite la pregunta, señor Davenport, ¿fue usted uno de los que quemó la tarjeta de reclutamiento durante la campaña contra la guerra de Vietnam?

– No, no lo hice. No me reclutaron, pero de haberla recibido, me hubiese presentado voluntariamente.

– ¿Puede demostrarlo? -replicó en el acto la reportera.

– No, pero si usted lo desea, puede leer mi discurso en el debate de Yale y comprobará con toda claridad cuál era mi posición en el tema.

– Si sale elegido -preguntó otro de los periodistas-, ¿será su suegro quien maneje los hilos?

Harry miró a su yerno y vio que la pregunta le había irritado.

– Tranquilo -le susurró-. Solo está haciendo su trabajo. No te apartes de la respuesta preparada.

– Si tengo la fortuna de resultar elegido -manifestó Fletcher-, sería una tontería por mi parte no aprovecharme de la gran experiencia del senador Gates; dejaré de escucharle solo cuando considere que no tiene nada más que enseñarme.

– ¿Qué opina sobre la enmienda Kendrick a los presupuestos que se están debatiendo en la cámara?

La pregunta llegó desde el lado izquierdo del grupo de periodistas y ciertamente no era una de las diecisiete que tenían preparadas.

– Creo que no es una pregunta del todo pertinente, ¿no te parece, Robin? -señaló el senador-. Después de todo, Fletcher es…

– En la medida que la cláusula afecta a los ciudadanos mayores, creo que resulta discriminatoria con los que ya se han jubilado y reciben unos ingresos fijos. La mayoría de nosotros tendremos que jubilarnos en algún momento y como dijo Confucio: una sociedad civilizada es aquella que educa a sus jóvenes y cuida de sus viejos. Si soy elegido, cuando la enmienda del senador Kendrick sea debatida en la cámara, votaré en contra. En una sesión legislativa se pueden aprobar malas leyes que después se tardan años en derogar y tengo la intención de votar únicamente aquellas leyes que tengan una aplicación realista.

Harry se reclinó en su silla.

– Siguiente pregunta.

– En su currículo, señor Davenport, que debo decir es impresionante, afirma haber dejado su empleo en Alexander Dupont y Bell para dedicarse de lleno a estas elecciones.

– Así es.

– ¿Uno de sus colegas, un tal señor Logan Fitzgerald, no se marchó también de la empresa por las mismas fechas?

– Sí, así fue.

– ¿Hay alguna vinculación entre la dimisión del señor Fitzgerald y la suya?

– Ninguna en absoluto -declaró Fletcher rotundamente.

– ¿Qué es lo que pretende averiguar? -preguntó Harry.

– Nada en particular. La oficina de Nueva York me pidió que planteara la pregunta -respondió el periodista.

– Anónima, sin duda -apuntó el senador.

– No estoy en libertad de revelar mis fuentes -contestó el periodista, que hizo lo posible para no mofarse.

– Si su oficina de Nueva York no le comunicó el nombre del informador, yo se lo diré en cuanto acabemos con la rueda de prensa -dijo Fletcher, con tono mordaz.

– Bien, creo que podemos dar por terminada esta sesión -anunció Harry, antes de que nadie pudiese colar otra pregunta-. Muchas gracias a todos por su asistencia. El candidato responderá a todas sus preguntas en las ruedas de prensa que dará semanalmente, que es mucho más de lo que hice yo en mis campañas.

– Ha sido horrible -le comentó Fletcher a su suegro mientras abandonaban el estrado-. Tengo que aprender a dominarme.

– Lo has hecho de maravilla, muchacho -opinó Harry-, y una vez que hable con esos necios, lo único que recordarán de hoy será tu respuesta sobre la enmienda Kendrick a los presupuestos estatales. Francamente, la prensa es el menor de tus problemas. -El senador hizo una pausa teatral-. La verdadera batalla comenzará cuando sepamos quién es el candidato republicano.

29

– ¿Qué sabes de ella? -preguntó Fletcher mientras caminaban rumbo a las oficinas de la campaña.

Había muy pocas cosas que Harry no supiera de Barbara Hunter, pues había sido su oponente en las dos últimas elecciones, una espina en el costado desde hacía ya tiempo.

– Tiene cuarenta y ocho años, nació en Hartford, hija de un agricultor, se educó en la escuela pública local, cursó estudios en la Universidad de Connecticut, se casó con un muy conocido ejecutivo publicitario, tiene tres hijos, toda su familia vive aquí y en la actualidad es miembro del senado estatal.

– ¿Algo en su contra?

– Sí, no bebe y es vegetariana, así que tú visitarás todos los bares y carnicerías del distrito. Como cualquiera que lleve media vida en la política local, se ha hecho con un considerable número de enemigos, y como esta vez ha conseguido por los pelos que la designaran como candidata republicana, puedes estar seguro de que varios militantes de su partido no la pueden ver ni en pintura. En cualquier caso, como perdió en los dos últimos comicios, la mostraremos como una perdedora nata.

Harry y Fletcher entraron en el local de las oficinas centrales de los demócratas, que tenían toda la fachada cubierta con carteles y fotos del candidato, algo que a Fletcher le resultaba difícil de asimilar. «El hombre correcto para la tarea.» No había hecho mucho caso del lema hasta que los expertos le explicaron que era muy bueno tener las palabras «hombre» y «correcto» en el mensaje cuando el oponente era una mujer republicana. «Es algo subliminal», afirmaron.

Harry subió las escaleras hasta el primer piso donde estaba la sala de juntas y se sentó a la cabecera de la mesa. Fletcher bostezó mientras se sentaba, aunque solo llevaban siete días de campaña y aún les quedaban otros veintiséis. «Los errores que cometas hoy serán historia mañana y nadie recordará tus triunfos cuando vean las noticias de la noche. Mide tus fuerzas», era uno de los consejos que Harry no se cansaba de repetirle.

Fletcher miró a los presentes, una mezcla de profesionales y curtidos voluntarios dirigidos por Harry, que había sido elegido por unanimidad como director de la campaña. Era la única concesión de Martha, pero su suegra le había advertido a Fletcher que no vacilara en enviar a Harry a casa en cuanto mostrara la primera señal de fatiga. A medida que pasaban los días, resultaba cada vez más difícil cumplir con las indicaciones de Martha, dado que era Harry quien marcaba el ritmo.

– ¿Algo nuevo o desafortunado? -le preguntó Harry al equipo, entre cuyos integrantes había dos o tres que habían participado en sus siete triunfos electorales. En el último, había vencido a Barbara Hunter por más de cinco mil votos, pero ahora que las encuestas mostraban un empate técnico, tendrían que averiguar cuántos de aquellos votos habían sido personales y no ideológicos.

– Sí -respondió una voz desde el otro extremo de la mesa.

Harry le sonrió a Dan Masón, uno de sus colaboradores en seis de las siete campañas. Dan había comenzado como encargado de la fotocopiadora y en la actualidad era el director de la oficina de prensa y relaciones públicas.

– Tienes la palabra, Dan.

– Barbara Hunter acaba de hacer un comunicado de prensa donde reta a Fletcher a celebrar un debate. Supongo que debo decirle que no incordie y añadir que pedirlo es señal de la desesperación de quien se sabe derrotado. Eso es lo que tú siempre has hecho.

– Tienes razón, Dan, es lo que hacía -contestó Harry, después de reflexionar-, pero solo porque yo llevaba años como senador y la trataba como a una novata. En cualquier caso, no tenía nada que ganar con un debate, pero la situación ha cambiado ahora que tenemos a un candidato desconocido para el público. Creo que debemos discutir el tema más a fondo antes de tomar una decisión. ¿Cuáles son las ventajas y los inconvenientes? ¿Opiniones?

Todos comenzaron a hablar al mismo tiempo.

– Le ofrece a nuestro hombre la oportunidad de darse a conocer.

– Le cede a ella el protagonismo.

– Demostrará que tenemos a un sobresaliente orador, algo que a la vista de su juventud los pillará por sorpresa.

– Barbara conoce a fondo los problemas locales. Conseguirá mostrarnos como inexpertos y mal informados.

– Ofreceremos una imagen joven, dinámica, decidida.

– Ella se presentará como la persona mesurada y con una amplia experiencia en política.

– Nosotros presentaremos a los jóvenes de mañana.

– Ella representa a las mujeres de hoy.

– Fletcher la dejará hecha un guiñapo.

– Si ella gana el debate, perderemos las elecciones.

– Ahora que ya hemos escuchado las opiniones del comité, quizá sea el momento de saber qué piensa el candidato -manifestó Harry.

– No tengo el menor inconveniente en participar en un debate con la señora Hunter -contestó Fletcher-. Puede que los espectadores se dejen impresionar por sus antecedentes ante mi falta de experiencia, así que debo encontrar la manera de convertir eso en una ventaja para nosotros.

– Si te supera en los temas locales y hace que parezcas poco preparado para la tarea -señaló Dan-, entonces se habrá acabado la campaña. No pienses en esto como mil personas en un salón de actos. Procura recordar que la radio y la televisión local emitirán el debate y que será noticia de primera plana del Hartford Courant a la mañana siguiente.

– Eso también podría ser un factor que nos beneficie -apuntó Harry.

– No lo niego -admitió Dan-, pero es correr mucho riesgo.

– ¿Cuánto tiempo tengo para decidirme? -quiso saber Fletcher.

– Cinco minutos -contestó Harry-, como mucho diez. Han hecho un comunicado de prensa, querrán una respuesta inmediata.

– ¿No podríamos decir que necesitamos un poco más de tiempo para tomar una decisión?

– Por supuesto que no -replicó el senador-. Eso daría la impresión de que estamos discutiendo entre nosotros y al final tendrías que decir alguna cosa, lo cual sería beneficioso para ella. Rechazamos el debate sin más o lo aceptamos entusiasmados. Quizá tendríamos que someterlo a votación -añadió y miró a los reunidos-. ¿Quiénes están a favor? -Se levantaron once manos-. ¿En contra? -Se levantaron catorce-. Bien, tema zanjado.

– No, ni mucho menos -manifestó Fletcher. Se interrumpieron las conversaciones y las miradas convergieron en el candidato-. Les agradezco mucho sus opiniones, pero no quiero que mi carrera política sea dirigida por un comité, sobre todo cuando la diferencia en el resultado es mínima. Dan, emitirás un comunicado de prensa donde dirás que estoy encantado de aceptar el desafío de la señora Hunter, así como que espero tener ocasión de discutir con ella los problemas reales del estado y no la postura política de los republicanos que parece ser lo único que le interesa en la presente campaña.

El silencio se prolongó un momento y luego los presentes comenzaron a aplaudir.

– ¿Aquellos que están a favor del debate? -preguntó Harry, con una gran sonrisa. Se levantaron todas las manos-. ¿Votos en contra? -Ninguno-. Se acepta la moción por unanimidad.

– ¿Por qué les has pedido que volvieran a votar? -le preguntó Fletcher a Harry cuando salían de la sala de juntas.

– Así podremos decirle a la prensa que la decisión fue unánime.

Fletcher sonrió mientras se dirigían a la estación. Acababa de aprender otra lección.

Un equipo de doce personas se presentaba en la estación todas las mañanas para repartir folletos, mientras el candidato estrechaba las manos de los viajeros madrugadores que salían de la ciudad. Harry le había recomendado que se centrara en aquellos que entraban en la estación, porque con casi toda seguridad eran residentes de Hartford, mientras que los que llegaban de fuera probablemente ni siquiera estaban registrados como votantes en el distrito.

– Hola, soy Fletcher Davenport…

A las ocho y media cruzaron la calle para ir a Ma’s y comer un bocadillo. Después de escuchar las opiniones de Ma sobre la marcha de la campaña, se encaminaron hacia la zona de oficinas para estrechar las manos de los empleados que empezaban su jornada laboral. Fletcher aprovechó el trayecto en coche para cambiarse la corbata y ponerse una de Yale, porque muchos de los ejecutivos de la zona habían estudiado en dicha universidad.

– Hola, soy Fletcher Davenport…

A las nueve y media, regresaron al cuartel general de la campaña para la rueda de prensa de la mañana. Barbara Hunter ya había dado la suya una hora antes y por tanto Fletcher sabía que las preguntas se centrarían aquella mañana en un único tema. En el trayecto, mientras se quitaba la corbata de Yale por otra más neutral, escuchó el resumen de prensa para asegurarse de que no le sorprenderían con una noticia de última hora. Había estallado la guerra en Oriente Próximo. Se la dejaría al presidente Ford, porque seguramente no sería un tema de primera página en el Hartford Courant.

«Hola, soy Fletcher Davenport…»

Al abrir la rueda de prensa, y sin esperar a que sacaran el tema, Harry comunicó que se había decidido por unanimidad aceptar el debate con la señora Hunter. Ni una sola vez se refirió a ella como Barbara. Cuando le preguntaron dónde, a qué hora y los términos del debate, Harry respondió que todo eso aún estaba por concretar, dado que se habían enterado del reto a primera hora de la mañana, si bien añadió: «No preveo ningún problema». El senador sabía muy bien que sería todo lo contrario, que el debate no sería más que una fuente de problemas.

Fletcher se sorprendió al escuchar la réplica de Harry a la pregunta sobre las posibilidades del candidato. Esperaba que el senador hablara de sus dotes de orador, su experiencia en el campo de la abogacía y sus conocimientos políticos; en cambio, Harry había dicho:

– Por supuesto, la señora Hunter parte con ventaja. Todos sabemos que es una persona fogueada en los debates, con gran experiencia en todo lo referente a los problemas locales. No obstante, pienso que lo que ha motivado que Fletcher aceptara el debate es el talante abierto y sincero con que está encarando la campaña electoral.

– ¿No considera que supone un riesgo muy importante, senador? -preguntó otro de los reporteros.

– Por supuesto -admitió Harry-, pero como bien ha señalado el candidato, si no tiene la hombría necesaria para enfrentarse a la señora Hunter, ¿cómo podría el público suponerle capaz de asumir el desafío mucho mayor de ser su representante?

Fletcher no recordaba haber dicho nada por el estilo, aunque no estaba en desacuerdo con el planteamiento.

En cuanto acabó la rueda de prensa y se marchó el último periodista, Fletcher se lo comentó a su suegro.

– ¿No me habías dicho que Barbara Hunter era una mala oradora y que tarda una eternidad en responder a las preguntas?

– Eso es exactamente lo que dije -reconoció Harry.

– Entonces, ¿por qué les has dicho a los periodistas que…?

– Cuestión de expectativas, muchacho. Ahora creerán que no estarás a la altura -respondió el senador-, que te dejará hecho un guiñapo, así que incluso si solo consigues un empate te declararán vencedor.

«Hola, soy Fletcher Davenport…», se repetía en su mente, como el estribillo de una canción de moda del que no conseguía deshacerse.

30

Nat se sintió la mar de contento cuando Tom asomó la cabeza por su despacho y le preguntó:

– ¿Puedo llevar a una persona a la cena de esta noche?

– Desde luego. ¿Negocios o placer?

Tom vaciló por un momento ante la mirada alerta de su amigo.

– Espero que las dos cosas.

– ¿Mujer? -quiso saber Nat, con un tono vivaz.

– Evidentemente mujer.

– ¿Nombre?

– Julia Kirkbridge.

– ¿A qué…?

– Se acabó el interrogatorio. Ya podrás preguntarle todo lo que quieras esta noche porque está más que preparada para cuidar de sí misma.

– Gracias por el aviso -dijo Su Ling cuando Nat le comentó que tendrían un invitado más a cenar cuando llegó a casa.

– Tendría que haberte llamado antes, ¿verdad? -dijo, contrito.

– Hubiese resultado mucho más sencillo, pero supongo que estabas muy ocupado ganando millones.

– Algo así.

– ¿Qué sabemos de ella? -le preguntó Su Ling.

– Nada. Ya conoces a Tom; cuando se trata de su vida privada en más reservado que un banquero suizo, pero a la vista de que está dispuesto a que la conozcamos solo nos queda la esperanza.

– ¿Qué se hizo de aquella preciosa pelirroja llamada Maggie? Hubiese jurado que…

– Desapareció como todas las demás. ¿Recuerdas que haya invitado a alguna de esas chicas a cenar con nosotros una segunda vez?

Su Ling hizo memoria y a continuación admitió:

– Ahora que lo mencionas, la verdad es que no. Supongo que tendrá algo que ver con mi modo de cocinar.

– No es cómo cocinas, aunque me temo que tú seas la responsable.

– ¿Yo? -exclamó la muchacha.

– Sí, tú. El pobre hombre lleva hechizado tantos años contigo, que trae a cenar a todas las chicas con las que sale para compararlas.

– Oh no, no empieces de nuevo con esa vieja historia -protestó Su Ling.

– No es una vieja historia, Pequeña Flor, es la verdad.

– Nunca ha ido más allá de besarme en la mejilla.

– Ni lo hará. Me pregunto cuántas personas están enamoradas de alguien al que jamás besarán ni siquiera en la mejilla.

Nat se marchó escaleras arriba para leerle un cuento a Luke mientras Su Ling ponía un cuarto cubierto en la mesa. Estaba abrillantando una copa cuando sonó el timbre.

– ¿Puedes abrir tú, Nat? Estoy ocupada. -No recibió respuesta, así que se quitó el delantal y fue a abrir.

– Hola -la saludó Tom, y se inclinó para besarla en la mejilla, cosa que solo sirvió para recordarle a Su Ling las palabras de Nat-. Esta es Julia.

La anfitriona miró a la elegante mujer, casi tan alta como Tom e igual de delgada que la propia Su Ling, aunque sus cabellos rubios y los ojos azules indicaban un origen más escandinavo que oriental.

– Es un placer conocerte -dijo Julia-. Sé que suena a tópico, pero la verdad es que he oído hablar mucho de ti.

Su Ling sonrió mientras se hacía cargo del abrigo de piel de Julia.

– Mi marido -comenzó- está ahora mismo liado con…

– El gato con botas -explicó Nat, que llegó en ese momento-. Se lo estaba leyendo a Luke. Hola, soy Nat; tú debes de ser Julia.

– Así es -respondió la joven con una sonrisa que recordó a Su Ling que otras mujeres también encontraban atractivo a su esposo.

– Pasemos a la sala a tomar una copa -dijo Nat-. Tengo el champán bien frío.

– ¿Tenemos algo que celebrar? -preguntó Tom.

– Aparte de que hayas sido capaz de encontrar a una persona dispuesta a acompañarte a cenar, no, no se me ocurre ninguna otra cosa, a menos… -Julia se rió-. A menos que incluyamos una llamada de mis abogados para comunicar que la compra de Bennett ya está cerrada.

– ¿Cuándo te has enterado? -quiso saber Tom.

– A última hora de la tarde. Jimmy llamó para decir que habían firmado todos los documentos. Lo único que nos falta hacer es darles el cheque.

– No me habías dicho nada -protestó Su Ling.

– Se me pasó porque no tenía otra cosa en la cabeza que decirte que Julia venía a cenar. En cualquier caso, he discutido el tema con Luke.

– ¿Puedo saber cuál fue su muy meditada opinión? -preguntó Tom.

– Cree que un dólar es mucho dinero que pagar por un banco.

– ¿Un dólar? -se asombró Julia.

– Sí, Bennett lleva cinco años en números rojos y, si excluyes los locales, su deuda a largo plazo no se puede cubrir con lo que tienen. Por tanto, quizá Luke puede que acabe teniendo razón si no consigo darle la vuelta a las cosas.

– ¿Cuántos años tiene Luke? -preguntó Julia.

– Dos, pero ya entiende a la perfección todos los entresijos financieros.

Julia se echó a reír.

– Háblame del banco, Nat.

– Este es solo el principio -explicó mientras servía el champán-. Todavía le tengo echado el ojo a Morgan’s.

– ¿Cuánto crees que te costará? -preguntó Su Ling.

– Alrededor de unos trescientos millones al precio de hoy, pero cuando esté preparado para hacerles una oferta, podrían estar alrededor de los mil millones.

– Soy incapaz de imaginar cifras tan absolutamente fabulosas -comentó Julia-. Están muy por encima de mi categoría.

– Eso no es cierto, Julia -intervino Tom-. No olvides que he visto las cuentas de tu empresa y, a diferencia de Bennett, has obtenido beneficios en los últimos cinco años.

– Sí, pero apenas poco más de un millón -declaró Julia, que le obsequió con una sonrisa especial.

– Si me disculpáis… -dijo Su Ling-, tengo que ir a la cocina.

Nat le sonrió a su esposa y después miró a la invitada de Tom. Tenía la sensación de que Julia podría ser la muchacha que iría a cenar una segunda vez.

– ¿A qué te dedicas, Julia? -le preguntó.

– ¿Qué crees que hago? -replicó ella con una sonrisa coqueta.

– Diría que eres modelo, o probablemente actriz.

– No está mal. Trabajé de modelo cuando era más joven, pero durante los últimos seis años me he dedicado al ramo inmobiliario.

– Si queréis pasar, la cena está casi lista -les anunció Su Ling.

– El ramo inmobiliario -dijo Nat mientras acompañaba a sus invitados al comedor-. Nunca lo hubiese adivinado.

– Sin embargo, es cierto -manifestó Tom-. Julia quiere abrir una cuenta con nosotros. Hay una propiedad que le interesa en Hartford y depositará quinientos mil dólares en nuestro banco, por si surge la necesidad de disponer de dinero en el momento.

– ¿Por qué nos has elegido? -preguntó Nat.

El joven miró el cuenco de sopa de langosta que Su Ling le sirvió a Julia. Tenía un aspecto delicioso.

– Porque mi difunto marido trató con el señor Russell cuando se iba a construir el centro comercial Robinson. Aunque en aquella ocasión no conseguimos cerrar el trato, el señor Russell no nos cobró nada por las gestiones -respondió Julia-. Ni siquiera las comisiones.

– Las cosas han cambiado desde entonces -señaló Nat-. El señor Russell se ha jubilado y…

– Su hijo continúa en el banco, es el presidente.

– Así es, y yo soy quien le acosa permanentemente para asegurarme de que a las personas como tú les cobremos cuando utilizan nuestros servicios profesionales. Por cierto, el centro comercial fue y es un gran éxito, los inversores obtienen una buena renta. ¿A qué se debe que hayas venido a Hartford?

– Me he enterado de que hay un proyecto para construir un segundo centro comercial al otro lado de la ciudad.

– Efectivamente. El ayuntamiento sacará el solar a la venta con los permisos de construcción.

– ¿Cuál es la cantidad que pretenden conseguir? -Julia probó la sopa.

– En la calle dicen que unos tres millones, pero yo creo que la cantidad final estará entre los tres millones trescientos mil y los tres millones y medio después del éxito del centro comercial Robinson.

– Tres millones y medio es nuestra oferta máxima -manifestó Julia-. Mi empresa es muy cauta por naturaleza y en cualquier caso, siempre hay algún otro negocio a la vuelta de la esquina.

– Quizá podrían interesarte algunas de las otras propiedades que representamos -comentó Nat.

– No, muchas gracias. Mi empresa está especializada en centros comerciales; una de las muchas cosas que me enseñó mi marido fue que nunca te debes alejar mucho de lo que conoces a fondo.

– Tu difunto marido era muy hombre muy sensato.

– Lo era. Creo que ya hemos hablado lo suficiente de trabajo por esta noche, así que en cuanto esté ingresado mi dinero, ¿querrá el banco representarme en la subasta pública? Claro que exijo la más absoluta discreción. No quiero que nadie sepa a quién estáis representando. Es otra de las cosas que me enseñó mi marido. -Miró a la anfitriona-. ¿Te puedo ayudar a retirar los platos?

– No, muchas gracias -respondió Su Ling-. Nat es un caso perdido, pero todavía puede llevar cuatro platos a la cocina y, si cae en la cuenta, servir una copa que otra de vino.

– ¿Cómo os conocisteis? -preguntó Nat, mientras que gracias al comentario de Su Ling sirvió más vino.

– No te lo creerás -contestó Tom-, pero nos conocimos en un solar.

– Estoy seguro de que hay otra explicación más romántica.

– El domingo pasado, cuando estaba recorriendo el solar del ayuntamiento, me crucé con Julia, que hacía footing.

– Creía que habías mencionado algo sobre la discreción -dijo Nat, con una sonrisa.

– No son muchas las personas que al ver a una mujer corriendo por un solar creen que su intención es comprarlo.

– Si he de ser sincero -señaló Tom-, hasta que fuimos a cenar al Cascade no me enteré de las intenciones de Julia.

– El mundo de los bienes raíces debe de ser muy duro para una mujer -opinó Nat.

– Lo es, pero no fui yo quien lo escogí; me eligió a mí. Verás, cuando acabé los estudios en Minnesota, trabajé de modelo durante un tiempo, antes de conocer a mi marido. Fue idea suya que inspeccionara los solares cuando salía a correr y después le informara. Al cabo de un año sabía exactamente lo que él buscaba y al siguiente, ya tenía un lugar en la junta.

– Así que tú diriges la empresa.

– No -respondió Julia-. Eso se lo dejo a mi presidente y al director ejecutivo, pero sigo siendo la principal accionista.

– ¿Decidiste continuar con el negocio después de fallecer tu marido?

– Sí, fue idea suya. Sabía que solo le quedaban un par de años de vida y como no teníamos hijos me enseñó todo el funcionamiento de la empresa. Creo que él mismo se sorprendió al ver lo aplicada que resultó su alumna.

Nat comenzó a retirar los platos.

– ¿Alguien querrá crème brûlée? -ofreció Su Ling.

– Soy incapaz de comer nada más; el cordero estaba exquisito y tierno como la mantequilla -dijo Julia. Palmeó el estómago de Tom-. Pero eso no significa que tú no puedas tomar postre.

Nat miró a Tom y pensó que nunca lo había visto tan contento. Sospechó que Julia podría incluso ir a cenar una tercera vez.

– ¿De verdad es tan tarde? -preguntó Julia, después de consultar su reloj-. Ha sido una cena estupenda, Su Ling, pero por favor tendrás que perdonarme. Tengo una reunión de la junta mañana a las diez, así que debo marcharme.

– Sí, por supuesto -dijo Su Ling, y se levantó.

Tom la imitó en el acto y acompañó a Julia al vestíbulo, donde la ayudó a ponerse el abrigo. Le dio un beso en la mejilla a Su Ling y la felicitó por la cena.

– Lamento que Julia tenga que regresar inmediatamente a Nueva York. La próxima vez cenaremos en mi casa.

Nat miró a Su Ling y le sonrió, pero su esposa no le respondió. Se echó a reír en cuanto cerró la puerta.

– Vaya mujer -comentó cuando se reunió con Su Ling en la cocina, al tiempo que cogía un paño para secar la vajilla.

– Es una farsante -afirmó Su Ling.

– ¿A qué te refieres? -le preguntó Nat.

– A que es una farsante de cuidado. Su acento es falso, sus prendas son falsas y su historia es una mentira de principio a fin. No se te ocurra tener tratos con ella.

– ¿Qué puede ir mal si deposita medio millón de dólares en el banco?

– Estoy dispuesta a apostar mi sueldo de un mes a que ese medio millón no aparecerá jamás.

Aunque aquella noche Su Ling no volvió a sacar el tema, lo primero que hizo Nat a la mañana siguiente cuando llegó a su despacho fue pedirle a su secretaria que averiguara todos los detalles financieros que pudiera encontrar de Kirkbridge y Compañía en Nueva York. La secretaria apareció al cabo de una hora con una copia del informe anual y los últimos resultados financieros de la empresa. Nat leyó atentamente el informe y se fijó en el balance final. El año anterior habían tenido un beneficio de poco más de un millón de dólares y todos los números cuadraban con los citados por Julia durante la cena. Luego buscó los nombres de la junta. La señora Julia Kirkbridge aparecía después del presidente y el director ejecutivo. Sin embargo, debido a la desconfianza de Su Ling, decidió investigar un poco más. Marcó directamente el número de la oficina de la empresa en Nueva York, sin pasar la llamada por su secretaria.

– Kirkbridge y Compañía, ¿en qué puedo ayudarle? -dijo una voz.

– Buenos días, ¿podría hablar con la señora Kirkbridge?

– En estos momentos, señor, está reunida. -Nat consultó su reloj y sonrió; marcaba las diez y veinticinco-. Si quiere dejarme su número de teléfono, le diré que le llame en cuanto esté disponible.

– No será necesario, muchas gracias -respondió Nat.

Acababa de colgar el teléfono cuando este sonó.

– Soy Jeb, de la sección de cuentas corrientes, señor Cartwright. Supongo que le interesará saber que acabamos de recibir una transferencia del Chase por la suma de quinientos mil dólares para la cuenta de la señora Julia Kirkbridge.

Nat no pudo resistir la tentación de llamar a Su Ling para comunicarle la noticia.

– Sigue siendo una farsante -insistió su esposa.

31

– ¿Cara o cruz? -preguntó el moderador.

– Cruz -respondió Barbara Hunter.

– Cruz -dijo el moderador. Miró a la señora Hunter y asintió.

Fletcher no podía quejarse, porque él hubiese pedido cara -siempre lo hacía-, así que solo se preguntó qué decisión tomaría su oponente. ¿Hablaría ella primero aunque eso significara que Fletcher cerraría el debate? Sí, por otro lado…

– Hablaré primero -manifestó la candidata.

Fletcher reprimió la sonrisa. Tirar la moneda había sido algo irrelevante; de haber ganado él, hubiese escogido ser el segundo.

El moderador ocupó su lugar detrás de la mesa en el centro del estrado. La señora Hunter se sentó a su derecha y Fletcher a la izquierda, como una manifestación de la ideología de ambos partidos. Seleccionar dónde se sentaría cada uno había sido el menor de los problemas. Durante los últimos diez días habían discutido hasta el agotamiento dónde se celebraría el debate, la hora de su inicio, quién sería el moderador e incluso la altura de las tribunas desde las que hablarían, dado que Barbara Hunter medía un metro sesenta y dos de estatura y Fletcher un metro ochenta y cinco. Al final, acordaron que habría dos tribunas de diferentes alturas, una a cada lado del estrado.

El moderador aceptado por ambas partes era el jefe del departamento de periodismo de la facultad de la Universidad de Connecticut en Hertford.

– Buenas noches, damas y caballeros. Me llamo Frank McKenzie y seré el moderador del debate de esta noche. Según los términos acordados, la señora Hunter hablará primero durante seis minutos y luego lo hará el señor Davenport. Advierto a los candidatos que haré repicar esta campana -cogió una campanita que tenía sobre la mesa y la hizo sonar con firmeza, cosa que provocó algunas risas entre el público y ayudó a descargar la tensión- a los cinco minutos como aviso de que les quedan sesenta segundos. Luego la haré sonar de nuevo a los seis minutos, momento en que dirán la última frase. Después de las exposiciones iniciales, ambos candidatos responderán a las preguntas del panel de invitados durante cuarenta minutos. Por último, la señora Hunter y a continuación el señor Davenport dispondrán de tres minutos cada uno para exponer sus conclusiones. Señora Hunter, puede comenzar.

Barbara Hunter se levantó y caminó lentamente hasta su tribuna en el lado derecho del escenario. Había calculado que como el noventa por ciento de la audiencia estaría siguiendo el debate por televisión, su mensaje alcanzaría a mayor número de votantes si hablaba primero, sobre todo teniendo en cuenta que a partir de las ocho y media comenzaría la transmisión de un partido de las series mundiales de béisbol, momento en el cual la mayoría de los espectadores cambiarían de canal inmediatamente. Como ambos habrían acabado las exposiciones iniciales antes de esa hora, Fletcher consideraba que no era un factor importante. También le interesaba hablar en segundo término porque así podría referirse a algunos de los temas tocados por la señora Hunter en su exposición; además, si al final del programa él tenía la última palabra, bien podría ser lo único que recordarían los espectadores.

Fletcher escuchó atentamente la muy bien ensayada exposición de la señora Hunter, que se sujetaba con firmeza a los bordes de la tribuna.

– Nací en Hartford, me casé con un hombre de Hartford, mis hijos nacieron en el hospital de San Patricio y todos ellos continúan viviendo en la capital del estado, así que me siento absolutamente capacitada para representar a los ciudadanos de esta gran ciudad.

Se escuchó en la sala la primera salva de aplausos. Fletcher miró al público; los que aplaudían eran más o menos la mitad, mientras que los demás permanecían en silencio.

Entre las responsabilidades de Jimmy en este acto figuraba el reparto de las butacas. Se había pactado que cada partido recibiría trescientas localidades y cuatrocientas quedarían a disposición del público general. Jimmy y un pequeño grupo de ayudantes habían dedicado horas a convencer a sus partidarios para que solicitaran las cuatrocientas restantes, pero a sabiendas de que los republicanos estarían realizando la misma maniobra y que las localidades acabarían repartidas por partes iguales. Fletcher se preguntó cuántas personas que no pertenecían a ninguno de los bandos estarían presentes.

– No te preocupes por el público en la sala -le dijo Harry-. El público real es el que te estará viendo por la televisión y ese es al que debes convencer. Mira a la cámara y procura parecer sincero -añadió con una sonrisa.

Fletcher tomó algunas notas mientras la señora Hunter explicaba en términos generales su programa y aunque las propuestas eran sensatas y meritorias, tenía una manera de exponerlas que invitaba a la distracción de los espectadores. Cuando el moderador hizo sonar la campanita de los cinco minutos, la señora Hunter solo había llegado a la mitad de su discurso e incluso hizo una pausa mientras pasaba un par de páginas. Al joven le sorprendió comprobar que alguien con tanta experiencia en campañas electorales no hubiese calculado que los aplausos le harían perder unos segundos del tiempo disponible. El discurso de apertura de Fletcher duraba poco más de cinco minutos. «Mejor acabar unos segundos antes que correr al final», le había advertido Harry una y otra vez. La exposición de la señora Hunter se prolongó unos segundos más del segundo toque de campana y dio la impresión de que la hubiesen dejado con la palabra en la boca. Así y todo, recibió una entusiasta ovación de la mitad del público mientras la otra le aplaudía cortésmente.

– Ahora le pediré al señor Fletcher que haga su exposición.

Fletcher se dirigió sin prisas a la tribuna en su lado del estrado; tenía la sensación de ser un hombre a punto de subir los peldaños del patíbulo. Le tranquilizó un poco el sonoro apoyo de su público. Colocó las cinco páginas a doble espacio y letra grande en el atril de la tribuna y miró por un segundo la frase inicial, aunque en realidad lo habían repasado tantas veces que prácticamente podía repetirlo con los ojos cerrados. Miró a la audiencia y sonrió, a sabiendas de que el moderador no pondría el cronómetro en marcha hasta que dijera la primera palabra.

– Creo que he cometido un gran error en mi vida -comenzó-. No nací en Hartford. -Las risas le ayudaron-. Pero conseguí solucionarlo. Me enamoré de una chica de Hartford cuando solo tenía catorce años.

Nuevas risas y aplausos siguieron a estas palabras. Fletcher se relajó por primera vez y pronunció el resto de su exposición con un aplomo que esperaba que desmintiera su juventud. Cuando sonó la campanita de los cinco minutos, ya estaba a punto de decir su última frase. La completó veinte segundos antes de acabar el tiempo y no fue necesario que sonara la campana. El aplauso que recibió fue mucho más grande que el recibido cuando se acercó a la tribuna, pero la exposición no era más que el final del primer asalto.

Miró a Harry y a Jimmy, sentados en la segunda fila. Sus sonrisas le dijeron que había superado la escaramuza inicial.

– Ha llegado el momento del turno de preguntas -anunció el moderador-, que durará cuarenta minutos. Se ruega a los candidatos que sean concisos en sus respuestas. Comenzaré con Charles Lockhart del Hartford Courant.

– ¿Alguno de los dos candidatos cree que se debe reformar el sistema de concesión de las becas de estudios? -preguntó el editor del periódico local.

Fletcher estaba bien preparado para esta pregunta, porque se había planteado invariablemente en todos los mítines locales y era un tema que se repetía en los editoriales del periódico. Se le invitó a responder dado que la señora Hunter había hablado primero.

– No debe haber ningún tipo de discriminación que haga más difícil a cualquiera acceder a los estudios superiores. No es suficiente con creer en la igualdad, debemos insistir también en la igualdad de oportunidades.

Esta afirmación fue recibida con una cerrada salva de aplausos y Fletcher le sonrió al público.

– Unas palabras muy bonitas -replicó la señora Hunter, que no vaciló en interrumpir los aplausos-, pero que necesitan ser respaldadas con los hechos. He participado en muchas juntas escolares así que no necesito que me enseñe nada referente a la discriminación, señor Davenport, y si tengo la fortuna de ser elegida senadora, respaldaré todas las leyes que defiendan los derechos de todos los hombres -hizo una pausa- y las mujeres a la igualdad de oportunidades. -Se apartó un poco de la tribuna mientras sus partidarios la aclamaban. Miró a Fletcher-. Quizá sea algo que alguien que ha tenido el privilegio de estudiar en Hotchkiss y Yale no acabe de comprender del todo.

Maldita sea, pensó Fletcher, me he olvidado de decir que Annie está en una junta escolar y que hemos inscrito a Lucy en una escuela pública local. Nunca se le había olvidado en las reuniones preparatorias, donde no eran más de doce.

Siguieron las habituales preguntas sobre los impuestos, la atención sanitaria, el transporte público y la seguridad ciudadana. Fletcher se recuperó de la andanada inicial y tuvo la sensación de que la cosa acabaría en un empate hasta que el moderador dio paso a la última pregunta.

– ¿Los candidatos se consideran independientes, o bien sus políticas estarán marcadas por la maquinaria del partido y sus votos en el Senado dependerán de las opiniones de políticos retirados?

La pregunta la formuló Jill Bernard, la conductora de un programa de entrevistas que se emitía los fines de semana por la emisora de radio local y en el que Barbara Hunter era una de las tertulianas un día sí y otro también.

– Todos los presentes en esta sala saben que tuve que luchar a brazo partido para conseguir la nominación de mi partido; a diferencia de otros, no me la sirvieron en bandeja -respondió la señora Hunter en el acto-. La verdad es que he tenido que luchar por todo a lo largo de mi vida, dado que mis padres no se podían permitir ningún tipo de lujos. Quiero recordarles que nunca he vacilado en defender mis opiniones cada vez que he creído que mi partido se equivocaba. No me ha hecho muy popular, pero nunca nadie ha dudado de mi independencia. Si me eligen para el Senado, no estaré todo el día pegada al teléfono para que me aconsejen qué debo votar. Tomaré mis decisiones y las mantendré.

Sus palabras fueron acogidas con aplausos y gritos de entusiasmo.

Fletcher volvió a sentir un nudo en el estómago; las manos le sudaban y le temblaban las piernas mientras intentaba poner en orden sus pensamientos. Miró a la audiencia y comprobó que todos le miraban, expectantes.

– Nací en Farmington, solo a unos pocos kilómetros de esta sala. Mis padres llevan toda la vida colaborando con la comunidad de Hartford a través de su trabajo profesional y voluntario, sobre todo en el hospital de San Patricio. -Miró a sus padres, que estaban sentados en la quinta fila. Su padre mantenía la cabeza bien alta, su madre la tenía inclinada-. Mi madre forma parte de tantos comités de entidades benéficas que a veces creo que soy huérfano, pero ambos han venido aquí esta noche para darme su apoyo. Sí, fui a Hotchkiss, y la señora Hunter tiene razón. Fue un privilegio. Sí, fui a Yale, una de las grandes universidades de Connecticut. Sí, me eligieron representante del claustro de estudiantes, y también fui el editor de Law Review, todo ello ayudó a que me contrataran en una de las firmas de abogados más prestigiosas de Nueva York. No voy a disculparme por no haberme conformado nunca con ser el segundo en todo lo que hago. Tampoco me importó en absoluto, sino que lo hice encantado, renunciar a todo eso para regresar a Hartford y poner mi grano de arena en pro de la comunidad donde me crié. Por cierto, con el sueldo que ofrece el estado no creo que me pueda permitir muchos lujos. -Los partidarios de Fletcher aplaudieron. Él esperó a que cesaran y luego añadió con un susurro-: No pretendamos no saber cuál es el fondo de la pregunta: ¿estaré siempre pegado al teléfono pendiente de lo que diga mi suegro, el senador Harry Gates? Eso espero. Estoy casado con su única hija. -Se escuchó un coro de carcajadas-. Pero permítame recordarle algo que usted ya sabe referente a Harry Gates. Ha servido a este distrito durante veintiocho años y siempre lo ha hecho con honor e integridad, en momentos en que esas dos palabras parecían haber perdido todo valor. Sinceramente -Fletcher se volvió para mirar a su oponente-, ninguno de nosotros dos es digno de ocupar su lugar. Pero si resulto elegido, puede estar segura de que me aprovecharé de su sabiduría, su experiencia y su visión de futuro; solo un egocéntrico no lo haría. Pero hay una cosa que quiero dejar bien clara. -Fletcher volvió a mirar al público-. Yo seré la persona que los representará en el Senado.

Fletcher agradeció los aplausos y gritos de apoyo de la mitad de la concurrencia. La señora Hunter había cometido el error de atacarlo en un tema para el que no necesitaba ninguna preparación. La candidata intentó reparar la equivocación en su alegato final, pero el golpe se había hecho sentir.

En cuanto el moderador anunció el final del debate y agradeció la presencia de los candidatos, Fletcher hizo algo que Harry le había recomendado durante la comida del último domingo. Se acercó a su oponente, le estrechó la mano y esperó a que el fotógrafo del Courant tomara la imagen del momento.

A la mañana siguiente, la foto de los dos aparecía en la primera plana; el efecto era exactamente el que había esperado Harry: la imagen de un hombre de un metro ochenta y cinco que parecía un gigante junto a una mujer de metro sesenta y dos. «No se te ocurra sonreír, adopta una expresión seria -le dijo su suegro-. Necesitamos que se olviden de lo joven que eres.»

Fletcher leyó el epígrafe: «No hay nada entre ellos». El editorial decía que él no había estado nada mal en el debate, pero Barbara Hunter continuaba encabezando los sondeos con dos puntos de ventaja cuando solo quedaban nueve días de campaña.

32

– ¿Te importa si fumo?

– No, es Su Ling quien no aprueba el hábito.

– Creo que tampoco me aprueba a mí -afirmó Julia Kirkbridge. Encendió el cigarrillo.

– Debes recordar que la crió una madre muy conservadora -dijo Tom-. Incluso Nat no le pareció al principio un buen partido. Pero cambiará de opinión, especialmente cuando le diga…

– No lo digas -le pidió Julia-. Eso tiene que seguir siendo nuestro pequeño secreto. -Dio una larga calada y luego añadió-: Nat me cae bien. Formáis un buen equipo.

– Así es, pero estoy ansioso por concluir este negocio mientras él está de vacaciones, sobre todo después de su triunfo en la compra de nuestro rival más antiguo.

– Eso lo puedo entender -manifestó Julia-. ¿Cómo ves nuestras posibilidades?

– Todo apunta a que solo habrá dos o tres postores. Las restricciones impuestas en la convocatoria del ayuntamiento evitarán la presencia de aventureros.

– ¿Restricciones?

– El ayuntamiento exige que la subasta sea pública, y además que el monto total se debe pagar en el momento de la firma.

– ¿Por qué insisten en esa cláusula? -Julia se sentó en la cama-. Lo habitual es dar una paga y señal del diez por ciento y después hay un plazo de veintiocho días para pagar el resto.

– Sí, esa es la práctica habitual, pero este solar se ha convertido en un tema político candente. Barbara Hunter ha abogado para que no haya plazos, porque un par de ventas anteriores tuvieron que anularse después de descubrirse que el especulador no tenía fondos suficientes para completar el pago. No olvides que estamos a solo unos días de las elecciones y por tanto quieren asegurarse de que después no surja ningún problema.

– ¿Eso significa que debo depositar los tres millones en tu banco el próximo viernes? -le preguntó Julia.

– No, si tenemos el solar como garantía, el banco te facilitará un préstamo a corto plazo.

– ¿Qué pasará si me echo atrás?

– A nosotros no nos afecta -respondió Tom-. Venderíamos el solar al segundo postor y nos quedaríamos con tus quinientos mil para cubrir cualquier pérdida.

– Bancos -exclamó Julia, que apagó la colilla y se deslizó entre las sábanas-. Nunca pierden.

– Quiero que me hagas un favor -dijo Su Ling cuando el avión comenzó su descenso en el aeropuerto de Los Ángeles.

– Sí, Pequeña Flor, soy todo oídos.

– A ver si puedes pasar toda la semana sin llamar al banco. No olvides que este es el primer gran viaje de Luke.

– También el mío -replicó Nat y abrazó a su hijo-. Siempre he querido visitar Disneylandia.

– No te burles. Hemos hecho un trato, espero que lo mantengas.

– Me gustaría no perder de vista el acuerdo que Tom intenta cerrar con la empresa de Julia.

– ¿No crees que a Tom quizá le gustaría saborear un triunfo exclusivamente suyo, sin necesitar la aprobación del gran Nat Cartwright? Fuiste tú, después de todo, quien decidió confiar en ella.

– He captado el mensaje -respondió Nat, mientras Luke se abrazaba a él cuando el avión se posó en la pista-. ¿Te importa si lo llamo el viernes por la tarde solo para saber si nuestra oferta en el proyecto de Cedar Wood fue aceptada?

– No, no me importa, siempre que esperes hasta el viernes por la tarde.

– Papá, ¿viajaremos en una nave espacial?

– Pues claro. ¿Para qué si no hemos venido a Los Ángeles?

Tom recibió a Julia cuando bajó del tren de Nueva York y la llevó inmediatamente al ayuntamiento. Entraron en el momento en que los empleados de la limpieza acababan de limpiar la sala donde se había celebrado el debate la noche anterior. Tom había leído en el Hartford Courant que más de un millar de personas habían asistido al acto y el editorial dejaba entrever que no había mucho que escoger entre los dos candidatos. Él siempre había votado a los republicanos, pero le pareció que Fletcher Davenport era un tipo que se merecía una oportunidad. La voz de Julia le sacó de sus pensamientos.

– ¿Por qué llegamos tan temprano?

– Quiero familiarizarme con la disposición de la sala -le explicó Tom-, así cuando comience la subasta, no nos pillarán por sorpresa. No te olvides de que todo este asunto se puede acabar en cuestión de minutos.

– ¿Dónde te parece que debemos sentarnos?

– De la mitad hacia atrás en el lado derecho. Ya le he comunicado al subastador la señal que haré cuando puje.

Tom miró hacia el estrado, donde el subastador, que ya había ocupado su lugar en la tribuna, hacía pruebas con el micrófono, y miraba de paso al escaso público, para comprobar que todo estuviese en orden.

– ¿Quiénes son estas personas? -quiso saber Julia.

– Funcionarios del ayuntamiento, incluido el jefe ejecutivo, el señor Cooke, los empleados de la casa de subastas y algún curioso que no tiene nada mejor que hacer un viernes por la tarde. Por lo que veo, solo hay tres postores aparte de nosotros. -Tom consultó su reloj-. Creo que es hora de sentarnos.

Julia y Tom se sentaron al final de una fila en el lado derecho entre el medio y el fondo de la sala. Tom cogió el folleto de la subasta que estaba en uno de los asientos y cuando Julia le rozó la mano, se preguntó cuántas personas serían capaces de darse cuenta de que eran amantes. Abrió el folleto y miró el dibujo de uno de los posibles diseños del nuevo centro comercial. Aún estaba leyendo la letra pequeña cuando el subastador anunció que se abría la puja.

– Damas y caballeros, solo hay una cosa que subastar esta tarde y se trata de un magnífico solar en la parte norte de la ciudad conocido como Cedar Wood. El ayuntamiento ofrece esta propiedad con todos los permisos concedidos para la construcción de un centro comercial. Las condiciones de pago y demás requerimientos están detallados en el folleto que encontrarán en sus asientos. Debo insistir en que si no se cumple con algunos de los requisitos, el ayuntamiento está en su derecho de anular la subasta. -Guardó silencio unos instantes para que el público tuviese tiempo de comprender sus palabras-. Tengo una oferta inicial de dos millones -declaró e inmediatamente miró a Tom.

Aunque Tom no dijo nada ni tampoco hizo señal alguna, el subastador anunció:

– Tengo una nueva oferta por dos millones doscientos cincuenta mil. -El subastador miró a un lado y otro de la sala, a pesar de saber perfectamente dónde estaban sentados los postores. Su mirada se fijó en un muy conocido abogado local en la segunda fila, que levantó el folleto-. El caballero ofrece dos millones y medio. -Miró de nuevo a Tom, que ni siquiera pestañeó-. Dos millones setecientos cincuenta mil. -Otra vez se volvió hacia el abogado, que esperó unos momentos antes de levantar el folleto-. Tres millones -anunció el subastador y sin perder un segundo miró a Tom antes de añadir-: Tres millones doscientos cincuenta mil. -Entonces el abogado pareció titubear.

Julia le apretó la mano a Tom con mucha discreción.

– Creo que ya lo tenemos.

– ¿Tres millones quinientos mil? -preguntó el subastador, atento a la reacción del abogado.

– Todavía no es nuestro -susurró Tom.

– ¿Tres millones quinientos mil? -repitió el subastador, con un tono ilusionado-. Tres millones quinientos -confirmó al ver cómo el folleto se levantaba por tercera vez.

– Maldita sea -musitó Tom, y se quitó las gafas-. Creo que ambos fijamos el mismo límite.

– Entonces subamos a tres seiscientos -dijo Julia-. De esa manera saldremos de dudas.

A pesar de que Tom se había quitado las gafas -la señal de que se retiraba de la puja-, el subastador vio que el señor Russell mantenía una rápida discusión con la mujer sentada a su lado.

– ¿Se retira usted de la puja, señor, o…?

Tom dudó por unos instantes y luego respondió:

– Tres millones seiscientos mil.

El subastador dirigió de nuevo su atención al abogado que había dejado el folleto en el asiento a su lado.

– ¿Puedo decir tres millones setecientos mil, señor, o lo damos por acabado?

El folleto continuó en el asiento.

– ¿Alguna otra oferta? -preguntó el subastador mientras miraba a la docena o poco más de personas sentadas en una sala que la noche antes había acomodado a un millar-. Es la última oportunidad; de lo contrario lo dejaré ir por tres millones seiscientos mil. -Levantó el martillo y, al no obtener ninguna respuesta, descargó un sonoro golpe en la tribuna-. Vendido por tres millones seiscientos mil dólares al caballero al final de la fila.

– Bien hecho -exclamó Julia.

– Te costará otros cien mil -replicó Tom-, pero no podíamos saber que los dos habíamos acordado el mismo límite. Ahora me ocuparé del papeleo, entregaré el cheque y después podremos ir a celebrarlo.

– Excelente idea -declaró Julia, mientras le pasaba los dedos discretamente por la parte interior del muslo.

– Enhorabuena, señor Russell -dijo el señor Cooke-. Su cliente se ha hecho con una muy buena propiedad que estoy seguro de que le dará grandes beneficios a largo plazo.

– Estoy de acuerdo -respondió Tom.

El joven banquero extendió el cheque por los tres millones seiscientos mil dólares y se lo entregó al jefe ejecutivo del ayuntamiento.

– ¿El banco Russell es el titular en esta transacción? -preguntó el señor Cooke con la mirada puesta en la firma.

– No, representamos a un cliente de Nueva York que opera con nosotros.

– Lamento tener que mostrarme puntilloso en este tema, señor Russell, pero las cláusulas de la subasta dejan bien claro que el cheque por el importe total debe ser firmado por el comprador y no por su representante.

– Nosotros representamos a la empresa y tenemos su depósito.

– En ese caso no tendría que ser un problema que su cliente firme el cheque de la cuenta de dicha empresa -señaló el señor Cooke.

– ¿Por qué…? -comenzó Tom.

– No es a mí a quien le corresponde entender las elucubraciones de nuestros representantes electos, señor Russell, pero después del desastre del año pasado con el contrato Aldwich y las preguntas que debo responder a diario a la señora Hunter -exhaló un suspiro-, no me queda otra opción que la de respetar la letra, y el espíritu, del acuerdo.

– ¿Cómo puedo solucionar el tema a estas alturas? -le preguntó Tom.

– Todavía tiene usted tiempo hasta las cinco de la tarde para entregar el cheque firmado por el titular. Si no lo hace, la propiedad le será ofrecida al siguiente postor por tres millones y medio y el consejo le reclamará a usted que abone la diferencia de cien mil dólares.

Tom se apresuró a reunirse con Julia.

– ¿Tienes aquí tu talonario de cheques?

– No -respondió la joven-. Me dijiste que el banco cubriría el pago completo hasta que hiciera la transferencia de fondos el lunes por la mañana.

– Sí, tienes razón. -Tom pensó en una solución-. Creo que se me ha ocurrido algo. Tendremos que ir ahora mismo al banco. -Consultó su reloj; eran casi las cuatro-. Maldita sea -exclamó, consciente de que si Nat no hubiese estado de vacaciones, seguramente habría leído a fondo las condiciones y se hubiera anticipado a las consecuencias.

En el corto trayecto a pie desde el ayuntamiento al banco, Tom le explicó a Julia lo expuesto por el señor Cooke.

– ¿Eso significa que he perdido el solar, por no hablar de los cien mil dólares?

– No, ya se me ha ocurrido una manera de solucionar el asunto, pero necesitaré tu conformidad.

– Si con eso consigo ser la propietaria del solar, haré todo lo que me recomiendes.

En cuanto entraron en el banco, Tom fue directamente a su oficina, cogió el teléfono y le pidió al apoderado que acudiera a su despacho. Mientras esperaba la llegada de Ray Jackson, cogió un talonario y comenzó a rellenarlo con los tres millones seiscientos mil dólares. Llamaron a la puerta y entró el apoderado.

– Ray, quiero que transfieras tres millones cien mil dólares a la cuenta de la señora Kirkbridge.

El apoderado vaciló un momento.

– Necesitaré una autorización antes de transferir esa suma -manifestó-. Está por encima de mi límite.

– Sí, desde luego -respondió el presidente.

Tom cogió el formulario de uno de los cajones de su mesa y rellenó rápidamente las casillas correspondientes. El joven banquero no hizo ningún comentario referente a que se trataba del pago más grande que había autorizado. Le entregó el formulario al apoderado, quien lo leyó con mucha atención. Por un momento pareció como si quisiera protestar por la decisión del presidente, pero después se lo pensó mejor.

– Inmediatamente -repitió Tom.

– Sí, señor -contestó el apoderado y salió sin perder ni un segundo.

– ¿Estás seguro de que es sensato? -le preguntó Julia-. ¿No estás corriendo un riesgo innecesario?

– Tenemos la propiedad y tus quinientos mil dólares, así que está todo controlado. Como diría Nat, es apostar sobre seguro. -Le ofreció el talonario y le pidió a Julia que lo firmara y que escribiera debajo de la firma el nombre de su empresa. Después de comprobar que estaba todo en orden, añadió-: Ahora solo nos queda regresar al ayuntamiento cuanto antes.

Tom intentó mantener la calma mientras esquivaba los coches cuando cruzó la calle antes de subir a la carrera las escalinatas del ayuntamiento. Tuvo que demorarse un par de veces para esperar a Julia, quien le explicó que no era sencillo seguirle calzada con tacones altos. En cuanto entraron en el edificio, Tom se tranquilizó al ver que el señor Cooke continuaba sentado en su mesa al final del vestíbulo. El jefe ejecutivo se levantó al ver que se acercaba la pareja.

– Entrégale el cheque a ese hombre delgado y calvo -le dijo Tom a Julia-, y sonríe.

Julia siguió las indicaciones de Tom al pie de la letra y recibió a cambio una cálida sonrisa. El señor Cooke leyó el cheque atentamente.

– Parece estar todo en orden, señora Kirkbridge. Ahora necesito que me enseñe algún documento que demuestre su identidad.

– Por supuesto. -Julia abrió el bolso y sacó el carnet de conducir.

El señor Cooke miró la foto y la firma.

– No es una foto que le haga justicia -comentó. Julia sonrió-. Bien, solo nos queda el trámite de firmar los documentos en nombre de su empresa.

Julia firmó los documentos por triplicado y le entregó una de las copias a Tom.

– Lo más conveniente es que te la quedes hasta que hayan hecho la transferencia el lunes por la mañana -comentó en voz baja.

El señor Cooke consultó su reloj.

– Ingresaré el cheque a primera hora del lunes, señor Russell -dijo-, y le agradecería que lo abonasen cuanto antes. No quiero darle a la señora Hunter más municiones de las necesarias a solo unos días de las elecciones.

– Lo abonarán en cuanto se ingrese -le aseguró Tom.

– Muchas gracias, señor -le respondió el señor Cooke al hombre con quien jugaba un partido de golf todas las semanas en el campo local.

Tom se moría de ganas de abrazar a Julia, pero se contuvo.

– Tengo que ir al banco para comunicarles que todo ha ido bien; luego nos iremos a casa.

– ¿Es necesario que vayas? -protestó Julia-. Después de todo, no ingresarán el cheque hasta el lunes por la mañana.

– Supongo que tienes razón -admitió Tom.

– Maldita sea -exclamó Julia, y se agachó para quitarse un zapato-. Se me ha roto el tacón con las prisas por subir las escalinatas.

– Lo siento, ha sido culpa mía. No tendría que haberte hecho correr desde el banco. Al final teníamos tiempo más que suficiente.

– No tendrá la menor importancia -comentó Julia, con una sonrisa-, si puedes ir a buscar el coche. Te esperaré en la acera.

– Sí, por supuesto.

Tom bajó rápidamente las escalinatas y cruzó la calle para ir al aparcamiento.

Minutos más tarde detuvo el coche delante del ayuntamiento, pero Julia había desaparecido de la vista. ¿Había vuelto a entrar? Esperó un poco más sin ningún resultado. Maldijo por lo bajo mientras se apeaba del coche mal aparcado y subía de nuevo las escalinatas. Descubrió a Julia en una de las cabinas de teléfono. La muchacha colgó en cuanto le vio aparecer.

– Estaba hablando con Nueva York para informarles del éxito de la operación, cariño. Llamarán a nuestro banco antes de la hora de cierre para que transfieran los tres millones cien mil dólares.

– Una excelente noticia -dijo Tom. Fueron hacia el coche-. ¿Cenamos en la ciudad?

– No, prefiero que vayamos a tu casa y cenemos en la más estricta intimidad -respondió Julia.

Tom no había acabado de aparcar el coche en el camino de entrada, cuando Julia ya se había quitado el abrigo; mientras se dirigían al dormitorio en la segunda planta, la joven fue dejando un rastro de prendas a su estela. Tom estaba en calzoncillos y Julia le quitaba los calcetines cuando sonó el teléfono.

– No atiendas -le pidió Julia mientras se ponía de rodillas y le bajaba los calzoncillos.

– No contesta -dijo Nat-. Seguramente habrá salido a cenar.

– ¿No puedes esperar a que regresemos el lunes? -preguntó Su Ling.

– Supongo que sí -admitió Nat a regañadientes-. Me hubiese gustado saber si Tom consiguió cerrar la operación de Cedar Wood, y si es así, a qué precio.

33

igualados, decía el titular del Washington Post la mañana de las elecciones, empate era la opinión del Hartford Courant. El primero se refería a la lucha entre Ford y Carter por la Casa Blanca; el segundo, a la batalla local entre Hunter y Davenport por un escaño en el Senado del estado. A Fletcher le molestaba que siempre pusieran el nombre de ella primero como si fuese un partido entre Harvard y Yale.

– Lo único que importa ahora -señaló Harry mientras presidía la última reunión de la campaña a las seis de la mañana- es llevar a nuestros partidarios a los colegios electorales.

Ya no era necesario discutir tácticas, políticas y comunicados de prensa. En cuanto se depositara el primer voto, todos los presentes tendrían que ocuparse de una nueva responsabilidad.

Un equipo de cuarenta personas se encargaría de la flota de vehículos, provistos con una lista de votantes que habían pedido que se los llevara hasta el colegio electoral más cercano: los ancianos, los enfermos, los perezosos e incluso aquellos que obtenían un placer perverso al verse llevados hasta las urnas por los voluntarios de un partido y votar por el otro.

Otro equipo, mucho más numeroso, lo formaban aquellos destinados a las baterías de teléfonos instalados en el cuartel general.

– Trabajarán en turnos de dos horas -explicó Harry-; dedicarán ese tiempo a llamar a nuestros partidarios para recordarles que hoy es día de elecciones y más tarde para confirmar que han ido a votar. A algunos habrá que llamarlos tres o cuatro veces antes de que cierren los colegios electorales a las ocho.

El siguiente grupo, al que Harry describió como los adorables aficionados, se encargaría de los locales donde se llevaría un control de los comicios en toda la circunscripción electoral. Llevarían una información actualizada al minuto de cómo iban las elecciones en sus distritos. Podían ser los responsables del seguimiento de grupos de apenas mil votantes o de otros que llegaban a los tres mil, según les correspondiera una zona urbana o rural.

– Son la espina dorsal del partido -le recordó Harry a Fletcher-. Desde el momento en que se deposita el primer voto, tendrán voluntarios en las puertas de los colegios electorales que irán marcando los nombres de los votantes que acuden. Cada media hora los mensajeros se encargarán de recoger las listas para llevarlas a los locales, donde tendrán el padrón electoral completo. Marcarán con una línea roja el nombre de los votantes republicanos, con una azul a los demócratas y amarilla para los que no han declarado el voto. Esto permitirá a los jefes de grupo saber en todo momento cómo se desarrollan las elecciones. Como muchos de los jefes han hecho ese mismo trabajo en varios comicios, podrán ofrecerte una comparación inmediata con las elecciones anteriores. Los detalles, una vez puestos en las pizarras, son transmitidos al cuartel general para evitar que los telefonistas vuelvan a llamar a los que ya han votado.

– Muy bien, todo está claro. ¿Qué se supone que debe hacer el candidato durante todo el día? -preguntó Fletcher, cuando Harry dio por acabada la reunión.

– Mantenerse apartado y no molestar. Por eso tienes tu propio programa. Visitarás los cuarenta y cuatro locales, porque todos esperan ver al candidato en algún momento del día. Jimmy, conocido como «el amigo del candidato», será tu chófer, porque desde luego no podemos permitir que ningún voluntario desperdicie su tiempo contigo.

Una vez acabada la reunión, todos se marcharon a la carrera para incorporarse a sus nuevas funciones. Entonces Jimmy le explicó a Fletcher lo que haría durante el resto del día; tenía mucha experiencia, porque ya había hecho lo mismo con su padre en los dos comicios anteriores.

– Primero las cosas a las que debes decir que no -dijo Jimmy cuando Fletcher se sentó en el asiento del acompañante-. Como visitaremos las cuarenta y cuatro casas que sirven de locales desde primera hora de la mañana hasta las ocho de la tarde cuando cierren los colegios electorales, todos te ofrecerán café; entre las once cuarenta y cinco y las dos y cuarto querrán que comas y a partir de las cinco y media te ofrecerán una copa. Siempre responderás con una cortés pero firme negativa a todas las invitaciones. Solo beberás agua en el coche y a las doce y media dispondremos de media hora para comer en el cuartel general, solo para que vean que ellos también tienen un candidato; no volverás a comer nada hasta que acabe la jornada electoral.

Fletcher creyó que se aburriría, pero en cada visita se encontraba con un nuevo grupo de personajes y nuevas cifras. Durante la primera hora, las hojas solo mostraban unos pocos nombres tachados y los jefes de grupo no tuvieron dificultades para explicarle la participación comparada con los comicios anteriores. Fletcher se sintió más animado al ver que antes de las diez de la mañana aparecían numerosas líneas azules, hasta que Jimmy le advirtió que entre las siete y las nueve los demócratas recibían más votos porque los trabajadores de la industria y de los turnos de noche votaban antes de empezar a trabajar o cuando salían del trabajo.

– Entre las diez y las cuatro, los republicanos se pondrán por delante -añadió Jimmy-, mientras que a partir de las cinco y hasta el cierre de los colegios es siempre la franja horaria en que los demócratas comienzan a recuperarse. Así que reza para que llueva entre las diez y las cinco y que luego haga buen tiempo.

Alrededor de las once, los jefes de grupo informaron de que la participación era un poco más baja que en las pasadas elecciones, en las que votó un cincuenta y cinco por ciento de la población.

– Si está por debajo del cincuenta por ciento, perdemos; si es más del cincuenta ya estamos dentro -explicó Jimmy-. Si se supera el cincuenta y cinco, ganaremos de calle.

– ¿Por qué? -le preguntó Fletcher.

– Porque los republicanos acuden a votar llueva o haga sol, así que siempre se benefician si la participación es baja. Conseguir que nuestra gente vote siempre ha sido el gran problema de los demócratas.

Jimmy no se apartó ni un milímetro del programa. Antes de llegar a una casa le entregaba a Fletcher una hoja con los datos esenciales de la familia que se ocupaba de la zona. Fletcher se aprendía los puntos más importantes antes de que le abrieran.

– Hola, Dick -decía cuando se abría la puerta-. Es muy amable de tu parte permitir que utilicemos tu casa una vez más, porque por supuesto estas son tus cuartas elecciones. -Escuchaba la respuesta-. ¿Cómo está Ben? ¿Continúa estudiando? -Escuchaba la respuesta-. Lamento lo de Buster; sí, el senador Gates me lo comentó. -Escuchaba la respuesta-. Pero ahora tienes otro perro, Buster Jr., ¿no?

Jimmy también tenía su propia tarea. Después de unos diez minutos, susurraba: «Creo que ya es hora de marcharnos». A las doce, comenzó a mostrarse ansioso y omitió el «creo»; a las dos ya estaba desesperado. Después de estrechar las manos de todos y despedirse, siempre tardaban un par de minutos en abandonar la casa. A pesar de los intentos de Jimmy, llegaron al cuartel general veinte minutos después de la hora prevista para la comida.

Fletcher ya no tenía tiempo para sentarse a comer, así que cogió un bocadillo de una mesa donde había una gran variedad de viandas y se lo comió mientras iba con Annie de despacho en despacho para estrechar las manos del mayor número posible de voluntarios.

– Hola, Martha, ¿dónde está Harry? -le preguntó Fletcher a su suegra cuando entró en la sala de los teléfonos.

– En la puerta del Senado, dedicado a hacer lo que es lo suyo. Estrechar manos, dar opiniones y asegurarse de que la gente no se olvide de votar. Llegará en cualquier momento.

Media hora más tarde, Fletcher se cruzó con Harry en el pasillo cuando iba hacia la salida, porque Jimmy había insistido en que si querían visitar todas las casas, no podían salir más tarde de la una y diez.

– Buenos días, senador.

– Buenas tardes, Fletcher, me alegra ver que has encontrado tiempo para comer.

En la primera casa que visitaron después de comer las listas mostraban que los republicanos habían conseguido una pequeña ventaja que se fue consolidando en el transcurso de la tarde. A las cinco, aún le quedaban quince jefes de grupo por visitar.

– Si te saltas alguno -le dijo Jimmy-, se quejará hasta el hartazgo y puedes estar seguro de que no podrás contar con él en las próximas elecciones.

A las seis de la tarde los republicanos estaban por delante y Fletcher procuró no demostrar que se sentía un tanto deprimido. Jimmy le recomendó que se tranquilizara y le prometió que las cosas cambiarían en un par de horas; no hizo mención alguna de que a esas horas, su padre siempre tenía ventaja y por tanto ya sabía que era el ganador. Fletcher envidió a los que ya estaban ocupando los asientos en la sala donde se realizaría el escrutinio.

– Resulta mucho más fácil relajarte cuando tienes claro que has ganado o perdido.

– Eso es algo que no puedo responder -replicó Jimmy-. Papá ganó sus primeras elecciones por ciento veintiún votos antes de que yo naciera y durante los últimos treinta años fue aumentando la mayoría hasta situarla en poco más de once mil, pero como siempre dice, si sesenta y una personas hubiesen votado al rival, no habría ganado aquellas primeras elecciones y quizá nunca habría tenido una segunda oportunidad. -Jimmy se arrepintió de sus palabras en cuanto las dijo.

Sobre las siete, Fletcher se recuperó un poco al ver que aparecían unas cuantas líneas azules más en las hojas y aunque los republicanos seguían en cabeza, la sensación general era que se podía empatar. Jimmy tuvo que acortar las visitas a las últimas seis casas a once minutos, e incluso así llegaron a las últimas dos cuando ya habían cerrado los colegios electorales.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Fletcher cuando salieron de la última casa.

Jimmy consultó su reloj.

– Volvemos al cuartel general, donde escucharás las historias más increíbles. Si ganas, se convertirán en parte de la leyenda; si pierdes, nadie reconocerá haberla contado y se olvidarán rápidamente.

– Y a mí con ellas -comentó Fletcher.

Jimmy no se había equivocado, porque en el cuartel general todos hablaban a la vez, pero solo los más inexpertos o los optimistas por naturaleza se atrevían a pronosticar cuál sería el resultado. El primer sondeo a pie de urna se hizo público un par de minutos después de las ocho y señalaba que Hunter había ganado por los pelos. Los sondeos nacionales indicaban que Ford había derrotado a Carter.

– La historia se repite -opinó Harry cuando entró en la sala-. Esos mismos tipos me decían que Dewey sería nuestro próximo presidente. También dijeron que yo había perdido por los pelos y nosotros nos encargamos de cortárselos, así que no te preocupes por los sondeos, Fletcher, porque son pura paja.

– ¿Qué se sabe de la participación? -preguntó Fletcher, al recordar las explicaciones de Jimmy.

– Demasiado pronto para estar seguros. Desde luego, superior al cincuenta por ciento, pero no llega al cincuenta y cinco.

Fletcher miró a su equipo y se dio cuenta de que ya no servía de nada pensar en cómo ganar votos. Entonces era cuestión de contarlos.

– Ahora ya no podemos hacer nada más -dijo Harry-, excepto asegurarnos de que nuestros escrutadores se registren en el ayuntamiento antes de las diez. El resto de vosotros tendría que tomarse un descanso, nos volveremos a encontrar mientras se realiza el recuento. Tengo el presentimiento de que esta será una noche muy larga.

Mientras iban en el coche hacia Mario’s, Harry le comentó a Fletcher que no tenía mucho sentido aparecer antes de las once.

– Lo mejor será que disfrutemos de una cena tranquila y sigamos los destinos del partido en el resto del país en el televisor de Mario.

Cualquier posibilidad de una cena tranquila se esfumó cuando Fletcher y Harry entraron en el restaurante: varios de los comensales se levantaron y les aplaudieron hasta que llegaron a su mesa en el rincón. Fletcher se alegró al ver que sus padres ya habían llegado y que en esos momentos disfrutaban de una copa.

– ¿Qué les apetece cenar? -preguntó Mario, en cuanto estuvieron todos sentados.

– Estoy demasiado cansada para pensar -replicó Martha-. Mario, ¿por qué no escoge lo que vamos a comer, a la vista de que hasta ahora nunca ha hecho caso de nuestras opiniones?

– Por supuesto, señora Gates -asintió Mario-. Déjelo de mi cuenta.

Annie se levantó para hacerles una seña a Joanna y Jimmy, que acababan de entrar. Mientras Fletcher besaba a Joanna en la mejilla, vio en el televisor a Jimmy Carter, que llegaba a su finca, y unos segundos después al presidente Ford, que bajaba de un helicóptero. Se preguntó qué clase de día habrían pasado.

– Llegas en el momento oportuno -le dijo Harry a Joanna cuando ella se sentó a su lado-. Acabábamos de sentarnos. ¿Qué tal están los chicos?

Mario reapareció en cuestión de minutos con dos grandes bandejas de entrantes, escoltado por un camarero con dos botellas de vino blanco.

– El vino es invitación de la casa -declaró Mario-. Creo que lo conseguirá -le comentó a Fletcher mientras le servía un poco de vino en la copa para que lo catara. Uno más que no se atrevía a predecir el resultado.

Fletcher tocó la rodilla de Annie por debajo de la mesa.

– Voy a decir unas palabras.

– ¿Es necesario? -le preguntó Jimmy y se sirvió una segunda copa de vino-. He escuchado tantos discursos tuyos que tengo para el resto de mi vida.

– Seré breve, te lo prometo -replicó Fletcher mientras se levantaba-, porque todos a quienes quiero darles las gracias están en esta mesa. Comenzaré por Harry y Martha. De no haberme sentado junto a aquel mocoso que era su hijo, jamás hubiese conocido a Annie, o a sus padres, que han cambiado mi vida, aunque en realidad la culpable es mi madre, porque fue ella quien insistió en que fuese a Hotchkiss y no a Taft. Cuán diferente hubiese sido mi vida de haberse salido mi padre con la suya. -Le sonrió a su madre-. Así que muchas gracias a todos. -Se sentó en el momento en que Mario hacía acto de presencia en la mesa con otra botella de vino.

– No recuerdo haberla pedido -dijo Harry.

– Es de parte de un caballero que está al otro extremo del salón.

– Qué amabilidad la suya -opinó Fletcher-. ¿Ha dicho su nombre?

– No, solo dijo que lamentaba no haber podido ayudarle en la campaña porque había tenido mucho trabajo. Es uno de nuestros clientes habituales -añadió Mario-. Creo que tiene algo que ver con el banco Russell.

Fletcher miró al otro extremo del local y asintió cuando Nat Cartwright levantó una mano para saludarle. Tenía la sensación de que le había visto antes.

34

– ¿Cómo lo hizo? -preguntó Tom, con el rostro ceniciento.

– Escogió muy bien a su víctima y, para ser justos, prestó una meticulosa atención a los detalles.

– Eso no explica…

– ¿Cómo sabía que aceptaríamos transferir el dinero? Esa fue la parte más sencilla -dijo Nat-. En cuanto encajaron todas las demás piezas, todo lo que tuvo que hacer Julia fue llamar a Ray y decirle que transfiriera el dinero a otro banco.

– Nuestro banco cierra a las cinco y la mayor parte del personal se marcha antes de las seis, sobre todo si es viernes.

– En Hartford.

– No lo entiendo -insistió Tom.

– Le dijo a nuestro apoderado que transfiriera todo el dinero a un banco en San Francisco, donde eran las dos de la tarde.

– Pero si la dejé sola apenas unos minutos…

– Tiempo más que suficiente para hacer una llamada telefónica a su abogado.

– Si fue así, ¿por qué Ray no me llamó?

– Lo intentó, pero no estabas en el despacho y ella te pidió que no atendieras el teléfono cuando llegasteis a casa; además, no te olvides que cuando te llamé desde Los Ángeles eran las tres y media, o sea, las seis y media en Hartford y el banco ya había cerrado.

– Si tú no hubieses estado de vacaciones… -se lamentó Tom.

– Creo que no me equivoco si digo que ella también lo tuvo en cuenta -opinó Nat.

– Pero ¿cómo…?

– No tuvo más que llamar a mi secretaria para concertar una cita esa semana y averiguar que estaría en Los Ángeles; sin duda, tú se lo confirmaste cuando os conocisteis.

– Sí, lo hice -admitió Tom, después de un breve titubeo-. Así y todo, eso no explica que Ray no se negara a realizar la transferencia.

– Porque tú depositaste todo el dinero en su cuenta, la ley es muy clara en un caso como ese: si ella ordenaba una transferencia, no podíamos hacer otra cosa que cumplir con la orden. Eso fue lo que le dijo el abogado a Ray cuando lo llamó a las cuatro y media, hora en la que tú estabas camino de regreso a casa.

– Ella había firmado un cheque que le entregó al señor Cooke.

– Sí, y si hubieses vuelto al banco e informado a nuestro apoderado de la existencia del cheque, él quizá hubiese podido postergar cualquier decisión hasta el lunes.

– ¿Cómo podía tener la absoluta seguridad de que autorizaría el aporte de fondos a su cuenta?

– No lo tenía. Por eso mismo abrió una cuenta con nosotros y depositó quinientos mil dólares, para hacernos creer que disponía de los fondos para cubrir la compra de Cedar Wood.

– Tú me dijiste que habías investigado a la empresa.

– Lo hice. Kirkbridge y Compañía tiene su sede en Nueva York y obtuvo unos beneficios el año pasado de poco más de un millón de dólares y, sorpresa, sorpresa, la accionista mayoritaria es una tal señora Julia Kirkbridge. Como Su Ling opinaba que era una farsante, llamé para comprobar si esa mañana se celebraba una reunión de la junta. Cuando la recepcionista me informó que no se podía molestar a la señora Kirkbridge porque estaba en dicha reunión, quedó colocada la última pieza del rompecabezas. A eso me refería al hablar de la atención al detalle.

– Así y todo, hay un eslabón que falta -afirmó Tom.

– Sí, y eso la convierte de una timadora vulgar a una estafadora de altos vuelos. En la enmienda de Harry Gates a la ley de subastas públicas encontró el aro por el que tendríamos que pasar.

– ¿Dónde encaja el senador Gates en este asunto? -preguntó Tom.

– Él presentó la enmienda a la ley de subastas donde se estipula que todas las transacciones realizadas por el consejo municipal han de ser pagadas en su totalidad en el momento de firmar el acuerdo.

– Yo le dije que el banco cubriría el monto.

– Ella sabía que con eso no tenía bastante -replicó Nat-, porque la enmienda del senador insiste en que el beneficiario principal -Nat abrió el folleto y le señaló un pasaje que había subrayado- tiene que firmar el cheque y el contrato de la operación. En el momento en que corriste para preguntarle si llevaba el talonario, Julia supo que te tenía cogido por las pelotas.

– ¿Qué hubiese pasado si le decía que la operación quedaba anulada si no ingresaba el dinero?

– En ese caso habría regresado a Nueva York esa misma noche, transferido de nuevo su medio millón al Chase y tú no hubieras tenido noticias de ella nunca más.

– Mientras que de esta manera se embolsó los tres millones cien dólares de nuestro dinero y conservó su medio millón.

– Correcto -asintió Nat-. Cuando los bancos abran esta mañana en San Francisco, el dinero habrá ido a parar a las islas Caimán vía Zurich o incluso Moscú. Haré todas las averiguaciones que pueda, pero no creo que consigamos recuperar ni un centavo.

– ¡Dios mío! -exclamó Tom-. Acabo de recordar que el señor Cooke ingresará el cheque esta mañana y le di mi palabra de que lo pagaríamos en el acto.

– Entonces tendremos que pagarlo -afirmó Nat-. Una cosa es que el banco pierda dinero y otra muy distinta que pierda su reputación, una fama que tu abuelo y tu padre mantuvieron a lo largo de un siglo.

– Lo primero que debo hacer es dimitir -declaró Tom, que miró a su amigo con una expresión muy seria.

– A pesar de que te has portado como un ingenuo, eso es lo último que puedes hacer. A menos, por supuesto, que quieras que todo el mundo se entere de la estafa y se lleven sus cuentas a Fairchild. No, lo único que necesito es tiempo, así que te aconsejo que te tomes algunos días de vacaciones. No se te ocurra volver a mencionar el proyecto de Cedar Wood, y si alguien saca el tema, dile que hable conmigo.

Tom permaneció en silencio durante unos momentos y después comentó:

– La gran ironía es que le pedí que se casara conmigo.

– Y ella demostró ser un genio cuando aceptó -replicó Nat.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Tom.

– Era parte de su plan.

– Una chica lista.

– No estoy muy seguro, porque si vosotros dos os hubieseis casado, estaba dispuesto a ofrecerle un cargo en la junta.

– Así que te engañó a ti también.

– Desde luego -manifestó Nat-. Con sus conocimientos de finanzas no hubiese sido un simple cargo sobre el papel y de haberse casado contigo hubiese ganado mucho más que tres millones cien mil dólares, así que debe de haber otro hombre implicado. -Guardó silencio un momento-. Sospecho que era quien estaba al otro lado de la línea. -Se levantó-. Estaré en mi despacho; recuerda que si en algún momento hablamos otra vez del tema, lo haremos en privado, nada por escrito o por teléfono.

Tom asintió mientras Nat salía del despacho.

– Buenos días, señor Cartwright -dijo la secretaria de Nat al verlo entrar-. ¿Ha disfrutado de sus vacaciones?

– Sí. Muchas gracias, Linda -respondió Nat alegremente-. No sé muy bien quién disfruto más de la visita a Disneylandia, Luke o yo. -La muchacha sonrió-. ¿Algún tema urgente? -preguntó con el mismo tono.

– No lo creo. Los documentos finales para la absorción de Bennett llegaron el viernes pasado, así que a partir del uno de enero, dirigirá dos bancos.

O ninguno, pensó Nat, y añadió en voz alta:

– Necesito hablar con la señora Julia Kirkbridge, directora de…

– Kirkbridge y Compañía -le interrumpió Linda. Nat se quedó de una pieza-. Usted me pidió que averiguara los antecedentes de la empresa antes de marcharse de vacaciones.

– Ah, sí, por supuesto -manifestó Nat, mucho más tranquilo.

Estaba pensando lo que le diría a la señora Kirkbridge, cuando la secretaria lo llamó para decirle que la directora estaba al teléfono.

– Buenos días, señora Kirkbridge, me llamo Nat Cartwright, soy el director ejecutivo del banco Russell en Hartford, Connecticut. Tenemos una propuesta que podría ser interesante para su empresa y como hoy iré a Nueva York, confiaba en que quizá podría usted concederme una cita.

– ¿Puedo llamarle dentro de unos minutos, señor Cartwright? -contestó ella con un impecable acento británico.

– Por supuesto. Esperaré su llamada.

Se preguntó cuánto tiempo tardaría la señora Kirkbridge en verificar que él era el director ejecutivo del banco Russell. Era algo evidente, dado que ni siquiera le había preguntado cuál era su número de teléfono. Cuando el teléfono volvió a sonar, su secretaria le avisó:

– La señora Kirkbridge al aparato.

Nat consultó su reloj; había tardado siete minutos.

– Puedo recibirlo a las dos y media, señor Cartwright. ¿Le va bien?

– Me parece bien. -Colgó el teléfono y llamó a Linda-. Resérvame un pasaje en el tren de las once y media a Nueva York.

La siguiente llamada de Nat fue al banco Riggs en San Francisco, donde le confirmaron lo que ya se temía. Les habían dado instrucciones de transferir el dinero a un banco mexicano a los pocos minutos de haberlo recibido. A partir de allí, Nat sabía que el dinero continuaría su viaje hasta esfumarse del todo. Decidió que sería inútil llamar a la policía si no quería alertar a la comunidad bancaria de lo ocurrido. Sospechó que Julia, o como se llamara de verdad, también lo había previsto.

Se ocupó de atender los asuntos pendientes de su firma hasta la hora de marchar a la estación. Llegó a las oficinas de Kirkbridge en la calle Noventa y siete un par de minutos antes de la hora convenida. Iba a sentarse en la recepción cuando se abrió una puerta y apareció una mujer vestida con mucha elegancia.

– ¿El señor Cartwright?

– Sí.

– Soy Julia Kirkbridge. ¿Quiere pasar a mi despacho?

El mismo impecable acento británico. Nat no recordaba cuándo había sido la última vez que el director de una empresa se había presentado en la recepción en lugar de enviar a una secretaria, sobre todo en Nueva York.

– Admito que me intrigó su llamada -manifestó la señora Kirkbridge mientras le señalaba a Nat un cómodo sillón junto a la chimenea-. No es algo frecuente que un banquero de Connecticut venga a visitarme a Nueva York.

Nat sacó unos documentos de su maletín, mientras intentaba evaluar a la mujer que tenía delante. Sus prendas, como las de la impostora, estaban muy bien cortadas, pero eran de un estilo mucho más conservador, y aunque era delgada y rondaba los treinta y tantos, sus cabellos y ojos oscuros no se parecían en nada a la rubia de Minnesota.

– En realidad es algo muy sencillo -comenzó Nat-. El ayuntamiento de Hartford sacó a subasta un solar con los permisos para la construcción de un centro comercial. El banco compró el solar como inversión y ahora estamos buscando socios. Creemos que podrían estar interesados.

– ¿Por qué nosotros?

– Ustedes estuvieron entre las empresas que participaron en la subasta del solar donde se construyó el centro comercial Robinson, que, dicho sea de paso, resultó todo un éxito, y nos pareció que podrían estar interesados en este nuevo proyecto.

– Me sorprende un tanto que no se les ocurriera ponerse en contacto con nosotros antes de presentarse a la subasta -señaló la señora Kirkbridge-, porque si lo hubiesen hecho, entonces habrían visto que habíamos considerado las disposiciones demasiado restrictivas. -Nat apenas disimuló la sorpresa-. Después de todo -añadió la presidenta-, es nuestro trabajo.

– Sí, lo sé -admitió Nat, con la intención de ganar tiempo.

– ¿Puedo preguntarle por cuánto se subastó?

– Tres millones seiscientos mil dólares.

– Una cifra muy por encima de nuestras estimaciones -comentó la señora Kirkbridge y pasó una página del informe que tenía sobre la mesa.

Nat siempre se había considerado un buen jugador de póquer, pero no tenía manera de saber si la señora Kirkbridge se estaba echando un farol. Solo le quedaba una carta por jugar.

– Bien, lamento haberle hecho perder el tiempo -dijo, e hizo el gesto de levantarse.

– Quizá se equivoca -replicó la ejecutiva, sin moverse-, porque aún me interesa escuchar su propuesta.

– Buscamos un socio al cincuenta por ciento -explicó Nat, mientras se acomodaba de nuevo en el sillón.

– ¿Qué quiere decir exactamente con el cincuenta por ciento?

– Ustedes aportan un millón ochocientos mil, el banco financia el resto del proyecto y una vez amortizado, repartiremos los beneficios a partes iguales.

– ¿Sin comisiones bancarias y el préstamo con un interés preferencial?

– Creo que es un tema a considerar -respondió Nat.

– Si me deja todos los detalles, señor Cartwright, estudiaremos la oferta y le llamaremos. ¿De qué plazo dispongo para comunicarle la decisión?

– Estoy citado con otros dos posibles inversores que también se presentaron a la primera subasta, la del centro comercial Robinson.

Nat no consiguió deducir de su expresión si ella le creía o no.

– Hará cosa de media hora -comentó la señora Kirkbridge con una sonrisa-, recibí una llamada del jefe ejecutivo del ayuntamiento de Hartford, un tal señor Cooke. -Nat se estremeció-. No atendí la llamada porque me pareció prudente verle a usted primero. Sin embargo, me resulta difícil creer que este sea uno de los casos que analizan los alumnos de la Harvard Business School, señor Cartwright, así que quizá sea este el momento adecuado para explicarme el verdadero motivo de su visita.

35

Annie llevó a su marido hasta el ayuntamiento; era el primer momento en todo el día en que estaban solos.

– ¿Por qué no nos vamos sin más a casa? -preguntó Fletcher.

– Supongo que todos los candidatos sienten lo mismo antes del recuento.

– ¿Has caído en la cuenta, Annie, que no hemos comentado qué haré si pierdo las elecciones?

– Siempre he tenido claro que trabajarías en alguna otra firma de abogados. Dios sabe que no han dejado de llegarte ofertas. ¿No fueron los de Simpkins y Welland los que te llamaron porque necesitan un especialista en derecho penal?

– Sí, e incluso me ofrecieron hacerme socio, pero la verdad es que disfruto con la política. Me obsesiona más que a tu padre.

– Eso es imposible -replicó Annie-. Por cierto, me dijo que podemos utilizar su plaza de aparcamiento.

– Ni hablar -dijo Fletcher-. Solo el senador puede ocupar esa plaza. No, buscaremos donde aparcar en alguna de las calles laterales.

Fletcher se fijó en las personas que subían las escalinatas del ayuntamiento.

– ¿Adónde va toda esa gente? -preguntó Annie-. No es posible que todos sean parientes de la señora Hunter.

Fletcher se echó a reír al escuchar el comentario de su esposa.

– No, claro que no, pero el público puede presenciar el recuento desde la galería. Parece evidente que es una vieja tradición en Hartford -explicó mientras Annie encontraba finalmente un sitio donde aparcar el coche a cierta distancia del ayuntamiento.

Fletcher y Annie se cogieron de la mano mientras se unían a la multitud que se dirigía al ayuntamiento. A lo largo de los años, el joven había visto a muchísimos políticos y a sus esposas cogerse de la mano el día de las elecciones; a menudo se había preguntado cuántos de ellos lo hacían solo para las cámaras de la televisión y los fotógrafos. Apretó la mano de Annie cuando subieron las escalinatas e intentó mostrarse relajado.

– ¿Confía plenamente en su victoria, señor Davenport? -le preguntó un periodista de la televisión local y le acercó el micrófono a la boca.

– En estos momentos solo sé que me devoran los nervios -contestó sinceramente.

– ¿Cree usted que ha derrotado a la señora Hunter? -insistió el periodista.

– No tendré ningún inconveniente en responder a su pregunta dentro de un par de horas.

– ¿Le parece que ha sido una campaña limpia?

– Ustedes pueden juzgarlo mejor que yo -respondió Fletcher mientras llegaban a la puerta del ayuntamiento y entraban en el edificio.

Algunos de los espectadores sentados en la galería le aplaudieron al verle entrar en la sala. Fletcher esbozó una sonrisa y respondió a los aplausos con un gesto; confió en parecer tranquilo, aunque no lo estaba. Cuando miró a los que estaban sentados abajo, al primero que vio fue a Harry. Su expresión era pensativa.

El aspecto que ofrecía entonces la sala no se parecía en nada al del día del debate. La mayor parte de los asientos habían sido reemplazados con unas largas mesas dispuestas en forma de herradura. En la mesa central se encontraba el señor Cooke, que había presidido el escrutinio en las siete elecciones anteriores. Esta era la última porque se jubilaba a final de año.

Uno de los funcionarios contaba las cajas negras con las papeletas, que estaban apiladas en el espacio marcado por la herradura. El señor Cooke les había explicado a los candidatos en la reunión mantenida el día anterior que el recuento no comenzaría hasta que los colegios electorales no hubiesen enviado las urnas. Como los colegios electorales cerraban a las ocho, ese proceso solo tardaba alrededor de una hora.

Se escucharon más aplausos y Fletcher vio que saludaban la entrada de Barbara Hunter. La candidata republicana parecía muy segura de sí misma cuando agradeció los saludos de sus partidarios con una amplia sonrisa.

En cuanto se dio por finalizada la recepción de las urnas, los funcionarios rompieron los precintos y vaciaron las papeletas sobre las mesas donde estaban el centenar de voluntarios que realizarían el escrutinio; en cada mesa había tres personas: un representante republicano, otro demócrata y un observador independiente que permanecía de pie detrás de los otros dos. Si el observador tenía alguna duda después de iniciado el recuento, levantaría la mano y el señor Cooke o alguno de sus ayudantes acudiría de inmediato para resolver la situación.

Las papeletas se clasificaban en tres grupos: los votos republicanos, los demócratas y un tercero para los casos dudosos. En la mayoría de las circunscripciones todo este proceso se realizaba a máquina, pero no era así en Hartford, aunque todos sabían que el recuento manual desaparecería en cuanto se jubilara el señor Cooke.

Fletcher comenzó a ir de mesa en mesa, atento al aumento de los montones. Jimmy hacía lo mismo, pero en el sentido opuesto. Harry no se movió mientras controlaba la apertura de las urnas y su mirada prácticamente no se apartaba de lo que ocurría en el espacio delimitado por la herradura. Cuando acabaron de vaciar las urnas, el señor Cooke les indicó a sus ayudantes que contaran los votos y los ordenaran en montones de cien.

– Es este momento la tarea del observador es crucial -le explicó Harry a Fletcher, cuando el joven se detuvo por un instante a su lado-. Tiene que verificar que no cuenten ningún voto dos veces o que no haya dos papeletas pegadas.

Fletcher asintió y prosiguió con la ronda. De vez en cuando se detenía para observar el recuento de una mesa en particular. Pasaba alternativamente de la depresión al entusiasmo, pero dejó de hacerlo cuando Jimmy le comentó que las urnas procedían de diferentes distritos y no se podía saber cuáles pertenecían a un feudo republicano o de un barrio demócrata.

– ¿Cuál es el próximo paso? -le preguntó Fletcher, consciente de que este era el cuarto recuento al que asistía su cuñado.

– Arthur Cooke sumará todos los votos, anunciará cuántas personas han emitido su voto, y calculará el porcentaje de votantes.

Fletcher miró el reloj de pared; eran poco más de las once y en la gran pantalla de televisión, vio a Jimmy Carter que hablaba con su hermano Billy. Los primeros resultados indicaban que los demócratas volverían a la Casa Blanca después de un período de ocho años. ¿Era una señal de que él llegaría a ocupar un escaño en el Senado?

Fletcher volvió a fijarse en el señor Cooke, quien aparentemente no tenía ninguna prisa mientras se ocupaba de sus tareas. Su ritmo no reflejaba el latir de los corazones de los candidatos. Después de recoger todas las planillas, se reunió con sus ayudantes y fue introduciendo todas las cifras en una calculadora, su única concesión a la modernidad. A esto le siguió la labor de apretar las teclas, acompañada de murmullos y gestos de asentimiento, antes de que dos números fueran escritos con toda parsimonia en dos hojas separadas. Luego cruzó la sala con paso majestuoso y subió al estrado. Dio un par de golpecitos en el micrófono, cosa que fue suficiente para que se hiciera el silencio, mientras el público aguardaba con impaciencia escuchar sus palabras.

– Maldita sea -masculló Harry-, ya ha pasado más de una hora. ¿Por qué demonios Arthur no va un poco más rápido?

– Tranquilízate -le pidió Martha-, recuerda que tú ya no eres el candidato.

– El número de personas que ha emitido su voto en las elecciones para el Senado es de cuarenta y dos mil cuatrocientos veintinueve y el porcentaje de participación es del cincuenta y dos coma nueve por ciento.

El señor Cooke abandonó el estrado sin añadir nada más y volvió a su sitio en la mesa central. A continuación su equipo procedió a verificar los montoncitos de cien, pero pasaron otros cuarenta y dos minutos antes de que el jefe ejecutivo subiera de nuevo al estrado. En esta ocasión no fue necesario que pidiera silencio.

– Debo comunicarles que hay setenta y siete votos dudosos. Por tanto, ruego a los candidatos que se acerquen para que decidan qué papeletas se considerarán válidas.

Harry corrió por primera vez en el día y fue a buscar a Fletcher para hablar con él antes de que se reuniera con el señor Cooke en la mesa.

– Eso significa que cualquiera de los dos que está en cabeza, lo está por menos de setenta y siete votos, de lo contrario Cooke no montaría toda esta pantomima de pedir la opinión de los candidatos. -Fletcher asintió con un gesto-. Por tanto, tienes que elegir a alguien que verifique esos votos que son cruciales para ti.

– Eso no es ningún problema -replicó el joven-. Le elijo a usted.

– No me parece conveniente -señaló Harry-, porque eso pondría en guardia a la señora Hunter; para esto necesitas a alguien que ella no vea como una amenaza.

– ¿Qué le parece Jimmy?

– Buena idea, porque creerá que podrá manejarlo.

– Ni hablar -dijo Jimmy, que apareció en aquel momento.

– Quizá necesite que lo hagas -manifestó Harry con un tono de misterio.

– ¿Por qué? -le preguntó su hijo.

– No es más que un presentimiento, pero cuando haya que decidir la validez de ese puñado de votos, el hombre al que se ha de vigilar es el señor Cooke y no la señora Hunter.

– No creo que vaya a intentar nada con cuatro de nosotros a su lado -opinó Jimmy-, sin contar a todo el público de la galería.

– Jamás se le pasaría por la cabeza hacer tal cosa -afirmó Harry-. Es uno de los funcionarios más escrupulosos con los que he tratado, pero detesta a la señora Hunter.

– ¿Alguna razón en particular? -quiso saber Fletcher.

– No ha dejado de incordiarlo todos los días desde el comienzo de la campaña, para que le suministrara estadísticas de todo: desde la vivienda a los hospitales, e incluso los informes legales sobre los permisos de construcción; así que supongo que no le hace ninguna gracia que ella se convierta en miembro del Senado. Ya tiene bastantes cosas de las que ocuparse, como para además tener que atender las llamadas de Barbara Hunter en el tiempo que le quede hasta su jubilación.

– Así y todo, como has dicho, no puede hacer nada al respecto.

– Nada que sea ilegal -apuntó Harry-. No obstante, si hay algún desacuerdo por algún voto, se le pedirá que actúe de árbitro, así que responde «Sí, señor Cooke» a lo que él recomiende, aunque creas que pueda favorecer a la señora Hunter.

– Creo que he captado la idea -dijo Fletcher.

– Pues a mí que me cuelguen si lo entiendo -reconoció Jimmy.

Su Ling echó una última ojeada a la mesa. Cuando sonó el timbre, no se molestó en llamar a Nat, porque sabía que estaba leyéndole a su hijo por enésima vez El gato con botas. «Otra vez, papá», le pedía Luke cada vez que llegaban a la última página. Su Ling abrió la puerta y recibió a Tom, quien traía un ramo de tulipanes. Lo abrazó como si no hubiese pasado nada desde la última vez que se habían visto.

– ¿Te casarás conmigo? -le preguntó Tom.

– Si sabes cocinar, leer El gato con botas, atender la puerta y poner la mesa todo al mismo tiempo consideraré tu propuesta con la mayor atención. -Su Ling cogió el ramo-. Muchas gracias, Tom -añadió, y le besó en la mejilla-. Quedará precioso en la mesa. -La joven sonrió-. Lamento lo de Julia Kirkbridge o como se llamara de verdad.

– No vuelvas a mencionar a esa mujer nunca más -le rogó Tom-. De ahora en adelante, cenaremos los tres solos, un ménage à trois, aunque lamentablemente sin el ménage.

– Pues esta noche no -replicó Su Ling-. ¿Nat no te lo dijo? Ha invitado a cenar a un colega. Creía que tú lo sabías y que yo, como de costumbre, era la última en enterarme.

– A mí no me dijo nada -afirmó Tom, en el momento en que llamaban a la puerta.

– Yo abriré -gritó Nat, que bajó las escaleras de dos en dos.

– Prométeme no hablar de trabajo durante la cena, porque quiero que me lo cuentes todo de tu viaje a Londres.

– Es un placer volver a verte -dijo Nat.

– Fue un viaje muy breve -comentó Tom.

– Dame tu abrigo -dijo Nat.

– ¿Has ido a alguna función de teatro? -le preguntó Su Ling.

– Sí, vi a Judi… -comenzó Tom, y se interrumpió cuando Nat entró con el cuarto comensal.

– Te presento a mi esposa, Su Ling. Querida, esta es Julia Kirkbridge, quien, como sin duda ya sabes, es nuestra socia en el proyecto de Cedar Wood.

– Es un placer conocerla, señora Cartwright.

Su Ling se recuperó mucho antes que Tom.

– Por favor, llámeme Su Ling.

– Muchas gracias, y llámeme Julia.

– Julia, este es el presidente de mi banco, Tom Russell, que esperaba con ansia conocerte.

– Buenas noches, señor Russell. Después de todo lo que Nat me ha dicho de usted, el interés es mutuo.

Tom le estrechó la mano, sin saber qué decir.

– Creo que se impone una copa de champán para celebrar la firma del contrato.

– ¿El contrato? -farfulló Tom.

– Una idea excelente -exclamó Julia.

Nat abrió la botella y sirvió tres copas mientras Su Ling volvía a la cocina. Tom continuó mirando a la segunda señora Kirkbridge. Nat les ofreció las copas.

– Por el proyecto de Cedar Wood -brindó.

– Por el proyecto de Cedar Wood -consiguió repetir Tom.

Su Ling reapareció para decirle a su marido con una sonrisa:

– ¿Quieres acompañar a nuestros amigos a la mesa?

– Creo que ha llegado el momento, Julia, de explicarles a mi esposa y a Tom que no hay secretos entre nosotros.

– No se me ocurre ninguna objeción, Nat, sobre todo después de haber firmado un acuerdo de confidencialidad sobre los detalles de la compra de Cedar Wood. -Julia le dedicó una sonrisa.

– Sí, y creo que debe seguir de esa manera -replicó Nat, que le devolvió la sonrisa, mientras Su Ling servía el primer plato.

– Señora Kirkbridge -dijo Tom, sin probar la sopa de langosta.

– Por favor, llámame Julia; después de todo, nos conocemos desde hace algún tiempo.

– ¿Que nos conocemos? No…

– No es muy halagador por tu parte, Tom -opinó Julia-. No han pasado más que unas semanas desde que nos conocimos mientras yo practicaba footing; me invitaste a una copa y después a cenar en el Cascade. Fue entonces cuando te hablé de que me interesaba el proyecto de Cedar Wood.

– Todo esto me parece muy inteligente -le señaló Tom a Nat-, pero pareces haber olvidado que el señor Cooke, el subastador y nuestro apoderado conocieron a la señora Kirkbridge.

– A la primera señora Kirkbridge, sí, pero no a la verdadera -replicó Nat-. Ya he pensado en eso. No hay ningún motivo para que el señor Cooke tenga que encontrarse de nuevo con Julia, dado que se jubila dentro de unos meses. En cuanto al subastador, fuiste tú quien hizo las ofertas, no Julia, y no tienes motivo para preocuparte por Ray porque voy a trasladarlo a la sucursal de Newington.

– ¿Qué me dices de la gente de Nueva York? -preguntó Tom.

– Ellos no saben nada -respondió Julia-, excepto que he cerrado un trato muy ventajoso. -Se calló un momento-. La sopa de langosta está deliciosa, Su Ling. Siempre ha sido uno de mis platos preferidos.

– Muchas gracias. -Su Ling recogió los cuencos y regresó a la cocina.

– Ahora que Su Ling no está, Tom, te diré que prefiero olvidar cualquier pequeña indiscreción que se rumorea que tuvo lugar el mes pasado.

– Eres un malnacido -le dijo Tom a Nat.

– No seas injusto -le advirtió Julia-. Insistí en saberlo todo antes de firmar el acuerdo de confidencialidad.

Su Ling entró en el comedor con una fuente de cordero asado; el olor era delicioso.

– Ahora entiendo la razón por la que Nat me pidió que preparara la misma cena. En cualquier caso, ¿qué más necesito saber para mantener esta farsa?

– ¿Qué quieres saber? -replicó Julia.

– Supongo que tú eres la verdadera Julia Kirkbridge y que por tanto debes de ser la accionista mayoritaria de la empresa, pero hay algunos detalles que necesito tener claros. ¿Tu marido te pide que vayas a correr por los solares los domingos por la mañana y después le hagas un informe?

Julia se echó a reír.

– No, mi marido nunca me pidió que hiciera algo así. Soy arquitecta.

– ¿Puedo saber si el señor Kirkbridge murió víctima de un cáncer y te dejó la empresa después de enseñarte todo lo que sabía?

– No. El caballero goza de una salud excelente, pero me divorcié de él hace dos años, cuando descubrí que utilizaba las ganancias de la empresa para su beneficio personal.

– ¿Acaso no era suya la empresa? -preguntó Tom.

– Sí, y no me hubiese importado tanto de no ser porque derrochaba todos los beneficios en otra mujer.

– Esa mujer, por una de esas casualidades, ¿no mide casi el metro setenta, es rubia, viste prendas caras y afirma ser de Minnesota?

– Es evidente que la conoces -manifestó Julia-; supongo que fue mi ex marido quien te llamó desde un banco de San Francisco haciéndose pasar por el abogado de la señora Kirkbridge.

– ¿Por casualidad no sabrás dónde pueden estar? -preguntó Tom-. Porque me gustaría matarlos.

– No tengo ni la menor idea -respondió Julia-, pero si finalmente lo averiguas, te ruego que me lo hagas saber. Tú podrías matarla a ella y yo a él.

– ¿Alguien quiere crème brûlée? -preguntó Su Ling.

– ¿Qué respondió la otra señora Kirkbridge a esa pregunta? -quiso saber Julia.

El público que ocupaba la galería permanecía atento a cualquier movimiento y el señor Cooke parecía desear que todos los presentes en la sala fuesen testigos de lo que acontecía. Fletcher y Jimmy dejaron al senador para ir a reunirse con la señora Hunter y su representante en el área marcada por la herradura.

– Tenemos setenta y siete papeletas dudosas -explicó el señor Cooke a los dos candidatos-, de las que creo que cuarenta y tres no son válidas. Sin embargo, hay dificultades en cuanto a las treinta y cuatro restantes. -Ambos candidatos asintieron-. En primer lugar, les mostraré las cuarenta y tres -añadió el jefe del escrutinio, con una mano apoyada en el montoncito más alto- que considero no válidas. Luego repasaremos las treinta y cuatro que continúan en disputa. -Pasó la mano por el montoncito más pequeño. Los candidatos asintieron de nuevo-. Solo digan que no, si no están de acuerdo -manifestó el señor Cooke.

El jefe del escrutinio comenzó a pasar las papeletas del montón más abultado. En ninguna de ellas había marca alguna en las casillas. Como ninguno de los dos candidatos manifestó objeción alguna, acabó el procedimiento en un par de minutos.

– Excelente -dijo el señor Cooke y apartó las papeletas nulas a un lado-, pero ahora debemos considerar las treinta y cuatro cruciales. -Fletcher tomó buena nota de la palabra crucial y se dio cuenta de que el resultado final sería ajustadísimo-. En el pasado -prosiguió el funcionario-, si los candidatos no se ponían de acuerdo, la decisión final se dejaba en manos de un tercero.

– Si se produce un desacuerdo -señaló Fletcher-, estoy absolutamente dispuesto a aceptar sus decisiones, señor Cooke.

La señora Hunter demoró la respuesta porque comenzó a discutir en susurros con su ayudante. Todos esperaron pacientemente a que acabara su consulta.

– Yo también estoy de acuerdo y aceptaré las decisiones del señor Cooke como árbitro -manifestó finalmente.

El señor Cooke agradeció la confianza dispensada con un gesto.

– De las treinta y cuatro papeletas en discusión -comentó-, creo que hay once que no plantearán muchos problemas, porque son lo que llamaría, a falta de mejor descripción, los partidarios de Harry Gates.

El señor Cooke separó del montoncito las once papeletas donde estaba escrito el nombre de Harry Gates en letras mayúsculas que ocupaban todo el papel.

– No hay ninguna duda de que son votos nulos -afirmó la señora Hunter.

– No obstante, dos de ellas -le advirtió el señor Cooke- también tienen una cruz en la casilla del señor Davenport.

– Tienen que ser considerados nulos -manifestó la señora Hunter-, porque como se puede ver, el nombre del señor Gates aparece claramente escrito en toda la papeleta, cosa que los convierte en nulos.

– Pero… -comenzó Jimmy.

– Como es evidente que hay un desacuerdo con estas dos papeletas -lo interrumpió Fletcher-, propongo que el señor Cooke sea quien decida.

El señor Cooke miró a la candidata republicana, que acabó por asentir con una expresión agria.

– Estoy de acuerdo en que la papeleta con la frase «El señor Gates tendría que ser presidente» escrita de un extremo al otro es nula a todos los efectos. -La señora Hunter sonrió-. No obstante, la papeleta que tiene marcada una cruz en la casilla del señor Davenport con el comentario añadido: «pero prefiero al señor Gates», es desde mi punto de vista y de acuerdo con la ley electoral, una clara indicación de la voluntad del votante, por tanto considero que es un voto para el señor Davenport. -La señora Hunter lo miró enfadada pero, consciente de la multitud que la miraba desde la galería, consiguió esbozar una sonrisa-. Ahora podemos pasar a las siete papeletas donde aparece escrito el nombre de la señora Hunter.

– Sin duda todas tienen que ser válidas -apuntó la candidata mientras el señor Cooke las colocaba ordenadamente en una hilera para que los dos adversarios pudieran verlas.

– No, no lo creo -dijo el señor Cooke.

En la primera se leía la frase: «Hunter es la ganadora», con una cruz en la casilla correspondiente.

– Es evidente que esa persona votó por la señora Hunter -aseveró Fletcher.

– Estoy de acuerdo -confirmó el señor Cooke.

Se oyeron unos aplausos en la galería.

– La honradez de ese chico será su ruina -opinó Harry.

– O su grandeza -replicó Martha.

«Hunter será una dictadora» era la frase en la segunda papeleta, sin que apareciera cruz alguna en las casillas.

– Creo que es un voto nulo -dijo el señor Cooke.

La señora Hunter asintió muy a su pesar.

– Una verdad como un templo -susurró Jimmy.

«Hunter es una pájara», «Hunter al paredón», «Hunter está loca», «Hunter es imbécil» y «Hunter para Papa» también fueron declaradas nulas. La representante republicana ni siquiera se molestó en señalar que cualquiera de esos votantes la querían como senadora por Hartford.

– Ahora llegamos al grupo final de dieciséis -anunció el señor Cooke-. Aquí el votante no utilizó una cruz para indicar su preferencia.

Las dieciséis papeletas habían sido colocadas en un montoncito aparte y la primera tenía una marca en la casilla correspondiente al nombre de la señora Hunter.

– Salta a la vista que es un voto mío -se apresuró a decir la candidata.

– Estoy de acuerdo con usted -señaló el señor Cooke-. El votante parece haber señalado su deseo con toda claridad; sin embargo, necesitaré que el señor Davenport acepte que es así antes de continuar.

Fletcher miró por encima de las mesas y buscó la mirada de Harry. El senador asintió disimuladamente.

– Estoy de acuerdo en que es claramente un voto para la señora Hunter -declaró.

Los partidarios de la candidata aplaudieron con entusiasmo. El señor Cooke retiró la papeleta y dejó a la vista otra que también tenía una marca en la casilla de Hunter.

– Ahora que nos hemos puesto de acuerdo en los términos -manifestó la señora Hunter-, este también es un voto para mí.

– Entonces estos dos votos son para la señora Hunter -confirmó el señor Cooke, que retiró la segunda papeleta para dejar al descubierto otra con una marca junto al nombre de Fletcher. Ambos candidatos asintieron-. Dos a uno a favor de Hunter -cantó el señor Cooke antes de retirar la papeleta para enseñar la cuarta, que también tenía una marca en la casilla republicana.

– Tres a uno -dijo la candidata con cierto tono de burla.

Fletcher comenzó a preguntarse si Harry no habría calculado mal. El señor Cooke apartó la papeleta; la siguiente mostraba la marca en la casilla demócrata.

– Tres a dos -apuntó Jimmy mientras el jefe ejecutivo comenzaba a pasar las papeletas más rápido.

Como cada una mostraba una marca bien clara, ninguno de los candidatos podía protestar. El público comenzó a corear el recuento: tres iguales, cuatro a tres -a favor de Fletcher-, cinco a tres, seis a tres, siete a tres, ocho a tres, ocho a cuatro, nueve a cuatro, diez a cuatro, once a cuatro y doce a cuatro.

La señora Hunter no pudo disimular el enojo cuando el señor Cooke, con la mirada puesta en la galería, declaró:

– Acabado el recuento de las papeletas dudosas, el resultado es de catorce para el señor Davenport y seis para la señora Hunter. -Se volvió hacia los candidatos y añadió-: Les agradezco a ambos su generosa colaboración en todo el proceso.

Harry se permitió una sonrisa mientras se sumaba a los renovados aplausos que siguieron a la declaración del señor Cooke. Fletcher se apresuró a salir del espacio acotado para ir a reunirse con su suegro.

– Si ganas por menos de ocho votos, muchacho, sabremos a quién agradecérselo, porque ahora la señora Hunter no puede hacer absolutamente nada al respecto.

– ¿Cuándo sabremos el resultado? -le preguntó Fletcher.

– ¿La votación? Dentro de unos minutos -respondió Harry-, pero el resultado total no estará disponible hasta dentro de varias horas.

El señor Cooke leyó las cifras que aparecían en la calculadora y luego las copió en una hoja, que firmaron sus cuatro ayudantes. Subió al estrado por tercera vez.

– Ahora que ambos candidatos han aceptado la decisión referente a las papeletas dudosas, les informo que el resultado de las elecciones para el Senado correspondientes al condado de Hartford es el siguiente: el señor Fletcher Davenport ha obtenido veintiún mil doscientos dieciocho votos, y la señora Barbara Hunter, veintiún mil doscientos once.

Harry sonrió.

El señor Cooke esperó pacientemente a que se acallaran las aclamaciones del público y entonces anunció antes de que la señora Hunter pudiera intervenir:

– Se volverán a contar los votos.

Harry y Jimmy recorrieron la sala para decirle a cada uno de sus observadores una sola palabra: concentración. Cincuenta minutos más tarde, quedó claro que tres de los montoncitos solo tenían noventa y nueve votos, mientras que otros cuatro tenían ciento uno. El señor Cooke verificó los siete montoncitos por tercera vez, antes de subir al estrado.

– Declaro que el resultado de las elecciones para el Senado correspondientes al condado de Hartford es el siguiente: Fletcher Davenport, veintiún mil doscientos diecisiete votos; Barbara Hunter, veintiún mil doscientos trece.

El señor Cooke tuvo que esperar unos minutos para hacerse oír por encima del barullo.

– La señora Hunter ha solicitado un nuevo recuento.

Esta vez algunos pitidos se mezclaron entre los gritos de entusiasmo, mientras el público se acomodaba para ver cómo se repetía todo el proceso. El señor Cooke insistió en que cada montoncito se verificara por partida doble y, para que no quedara ninguna duda, los repasó uno por uno. No volvió a subir al estrado hasta unos minutos después de la una y en esta ocasión les pidió a los candidatos que lo acompañaran. Dio unos golpecitos en el micrófono para comprobar que funcionaba.

– Declaro que el resultado de las elecciones para el Senado en el condado de Hartford es el siguiente: Fletcher Davenport, veintiún mil doscientos dieciséis; Barbara Hunter, veintiún mil doscientos catorce.

Los pitidos y las aclamaciones fueron más estruendosos y tuvieron que pasar varios minutos antes de que se restableciera el orden. La señora Hunter se acercó al señor Cooke y le susurró lo bastante alto como para que todos lo oyeran que como era más de la una los funcionarios del ayuntamiento debían dar por acabada su jornada y dejaran para el día siguiente un nuevo recuento.

El señor Cooke escuchó cortésmente sus palabras, antes de acercarse al micrófono. Sin embargo, era evidente que se había preparado para cualquier circunstancia.

– Tengo conmigo la normativa de las elecciones. -La levantó para que todos la vieran como un sacerdote que enseña la Biblia-. En este caso se aplica el artículo de la página noventa y uno, que dice lo siguiente. -El silencio se hizo en la sala mientras esperaban a que el señor Cooke diera comienzo a la lectura-. En las elecciones para el Senado, si uno de los candidatos gana en tres recuentos, por pequeña que sea la diferencia, el candidato será proclamado ganador. Por tanto, declaro al señor…

El resto de sus palabras se perdió por las aclamaciones de los partidarios de Fletcher.

Harry Gates se volvió para estrechar la mano de Fletcher y el joven no consiguió escuchar las palabras del ya ex senador. No obstante le pareció que Harry le había dicho:

– Permítame que sea el primero en felicitarle, senador.

Libro cuarto

Actos

36

Nat viajaba en el tren de regreso de Nueva York cuando leyó la breve noticia en el New York Times. Había asistido a una reunión de la junta directiva de Kirkbridge y Compañía, donde había informado de que la primera fase de la construcción del centro comercial Cedar Wood estaba terminada. La siguiente etapa consistiría en ofrecer en alquiler los setenta y tres locales que iban desde los trescientos a los tres mil metros cuadrados. Muchas de las empresas que ya tenían tiendas en el centro comercial Robinson habían manifestado su interés por los locales y Kirkbridge y Compañía estaba preparando un folleto y un impreso de solicitud para varios centenares de posibles clientes. Nat también había contratado un anuncio de una página en el Hartford Courant y había aceptado una entrevista sobre el proyecto que sería publicada en la sección de negocios del periódico.

El señor George Turner, el nuevo jefe ejecutivo del ayuntamiento, no tenía más que alabanzas para el nuevo centro comercial y en su informe anual, había destacado la contribución de la señora Kirkbridge como coordinadora del proyecto. En los primeros meses del año, el señor Turner hizo una visita al banco Russell, pero no antes de que Ray Jackson hubiese sido ascendido a director de la sucursal de Newington.

Los progresos de Tom habían sido un poco más lentos puesto que tardó siete meses en reunir el coraje para invitar a Julia a cenar. Ella había tardado siete segundos en aceptar.

En cuestión de semanas, Tom tomaba el tren de las 16.19 a Nueva York todos los viernes por la tarde y regresaba a Hartford los lunes por la mañana. Su Ling no dejaba de preguntarle a su marido cómo iba la relación, pero Nat, contra lo que era habitual, parecía muy poco informado.

– Quizá sabremos algo más el viernes -le dijo Nat, porque Julia iría a la ciudad a pasar el fin de semana y ambos habían aceptado la invitación a cenar con ellos.

Nat releyó la noticia en el New York Times, que no daba muchos detalles, y daba la impresión de que había mucho más que no se mencionaba. «William Alexander, de Alexander Dupont y Bell, ha anunciado su dimisión como socio principal de la firma fundada por su abuelo. El único comentario del señor Alexander ha sido que desde hacía tiempo pensaba en la jubilación anticipada.»

Miró el paisaje de Hartford a través de la ventanilla. Le sonaba el nombre, pero no acababa de ubicarlo.

– El señor Logan Fitzgerald por la línea uno, senador.

– Gracias, Sally.

Fletcher recibía más de un centenar de llamadas todos los días, pero su secretaria solo le pasaba las de los viejos amigos o de cuestiones urgentes.

– Logan, qué alegría. ¿Cómo estás?

– Muy bien, Fletcher, ¿y tú?

– Estupendamente.

– ¿Qué tal la familia?

– Annie todavía me quiere, aunque solo Dios sabe la razón, porque casi nunca salgo del despacho antes de las diez de la noche. Lucy ya va a la escuela y la hemos apuntado en Hotchkiss. ¿Qué tal tú?

– Me acaban de hacer socio -dijo Logan.

– No es ninguna sorpresa, pero de todas maneras mis felicitaciones.

– Gracias, aunque no es el motivo de la llamada. Quería saber si habías leído la noticia de la dimisión de Bill Alexander que ha publicado el Times.

Fletcher sintió como si una mano helada le recorriera la espalda ante la mera mención del nombre.

– No -respondió al tiempo que estiraba la mano para coger el ejemplar del periódico-. ¿Qué página?

– La siete, abajo a la derecha.

El senador pasó rápidamente las páginas hasta que vio el titular: «Dimite un conocido abogado».

– Espera mientras la leo. -Cuando acabó lo único que dijo fue-: No me cuadra. La firma era como una segunda esposa para él y no sé si ha cumplido los sesenta años.

– Cincuenta y siete para ser exactos -le indicó Logan.

– Si no me equivoco, los socios se jubilan a los sesenta y cinco, aunque siguen en activo porque los mantienen como asesores hasta cumplir los setenta. Por eso digo que no me cuadra.

– Hasta que escarbas un poco.

– ¿Qué encuentras si escarbas un poco? -le preguntó Fletcher.

– Un agujero.

– ¿Un agujero?

– Sí, por lo que se ve, desapareció una importante suma de dinero de la cuenta de un cliente cuando…

– Bill Alexander no es persona que goce de mis simpatías -le interrumpió Fletcher-, pero me niego a creer que pudiera apropiarse ni de un centavo de la cuenta de un cliente. Me jugaría mi reputación a que no lo hizo.

– Estoy de acuerdo contigo, pero te interesará mucho más saber que el New York Times no se molestó en publicar el nombre del otro socio que dimitió el mismo día que él.

– Te escucho.

– Nada menos que Ralph Elliot.

– ¿Ambos dimitieron el mismo día?

– Efectivamente.

– ¿Qué explicación dio Elliot para su dimisión? Desde luego no pudo ser que pensaba en la jubilación anticipada.

– Elliot no dio ninguna explicación. Al parecer, la portavoz de la firma comunicó que no haría ninguna declaración al respecto, cosa que en sí misma es toda una novedad.

– ¿La portavoz dijo algo más?

– Solo que era uno de los nuevos socios, pero no hizo mención alguna de que también es el sobrino de Alexander.

– Por lo que se ve, una considerable suma de dinero desaparece de la cuenta de un cliente y el tío Bill prefiere cargar con el muerto antes de manchar la reputación de la firma.

– Eso es lo que parece -comentó Logan.

Fletcher advirtió que le sudaban las manos cuando colgó el teléfono.

Tom entró como una tromba en el despacho de Nat.

– ¿Has visto la noticia en el New York Times sobre la dimisión de Bill Alexander?

– Sí, me sonó el nombre, pero no pude recordar la razón.

– Era la firma donde entró a trabajar Ralph Elliot cuando se licenció en Stanford.

– Ah, sí -dijo Nat. Dejó la estilográfica en la mesa-. ¿Así que ahora es el socio principal?

– No, pero es el otro socio que dimitió el mismo día que Alexander. Joe Stein me ha dicho que desapareció medio millón de la cuenta de un cliente y que los socios tuvieron que reponer esa cantidad de sus propias ganancias. El nombre que circula en la calle es el de Ralph Elliot.

– ¿Por qué tenía que presentar la dimisión el socio principal si es Elliot el responsable?

– Porque Elliot es su sobrino y Alexander presionó para que lo ascendieran a socio aunque aún era demasiado joven para eso.

– Siéntate en la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo.

– Pues yo creo que lo verás vivo y coleando en Hartford -replicó Tom.

– ¿A qué te refieres? -quiso saber Nat.

– Le va diciendo a todo el mundo que Rebecca echa de menos a sus amigos, así que ha decidido traer a su esposa de vuelta a casa.

– ¿Su esposa?

– Así es. Joe dice que se casaron en Nueva York no hace mucho y que ella parecía una ballena.

– Me pregunto quién será el padre -murmuró Nat.

– Acaba de abrir una cuenta en nuestra sucursal de Newington. Es evidente que no sabe que tú eres el director ejecutivo.

– Elliot sabe perfectamente bien quién es el director ejecutivo del banco -dijo Nat, y luego añadió con una sonrisa-: Solo vigila que no deposite medio millón.

– Joe dice que no hay pruebas y lo que es más, la firma tiene fama de ser una tumba, así que no esperes enterarte de nada más por ese lado.

– Elliot no volvería a casa a menos que ya tuviera un empleo -opinó Nat-. Es demasiado orgulloso como para ir a pedir trabajo; la pregunta es: ¿quién podría ser tan tonto como para contratarlo?

El senador atendió la llamada por la línea uno.

– El señor Gates -le avisó la secretaria.

– ¿Negocios o placer? -preguntó Fletcher cuando escuchó la voz de su cuñado.

– Desde luego no es ningún placer -respondió Jimmy-. ¿Te has enterado de que Ralph Elliot ha vuelto a la ciudad?

– No. Logan llamó esta mañana para decirme que había presentado la dimisión en la firma, pero no me comentó nada de su intención de regresar a Hartford.

– Sí. El bufete de abogados Belman y Wayland lo ha contratado como socio a cargo de la sección de empresas. En su contrato se estipula que la firma llevará a partir de ahora el nombre de Belman, Wayland y Elliot. -Fletcher no hizo ningún comentario-. ¿Todavía estás ahí? -le preguntó Jimmy.

– Sigo aquí -contestó Fletcher-. ¿Te das cuenta de que es la firma de abogados que representa al ayuntamiento?

– Además de ser nuestro principal competidor.

– Creía que ya nunca más le vería el pelo.

– Siempre te puedes marchar a Alaska -comentó Jimmy-. Leí en alguna parte que están buscando un nuevo senador.

– Si lo hiciera, él me seguiría.

– No hay ningún motivo para que perdamos el sueño por su culpa -afirmó Jimmy-. Tendrá muy claro que sabemos que se llevó los quinientos mil dólares y sabe que no le conviene exhibirse demasiado hasta que se acallen los rumores.

– Ralph Elliot no sabe lo que es no exhibirse. Entrará en la ciudad como un tornado y nosotros estaremos en su camino.

– ¿Qué más has averiguado? -preguntó Nat.

– Él y Rebecca tienen un hijo y me han dicho que lo han inscrito en Taft.

– Espero que sea más joven que Luke. De lo contrario, enviaré al chico a Hotchkiss.

Tom se echó a reír.

– Lo digo en serio -declaró Nat-. Luke es un chico muy sensible y no tiene por qué pasar por un mal trago.

– También están las consecuencias para el banco ahora que se ha unido a Belman y Wayland.

– Y Elliot -le recordó Nat.

– No te olvides de que son los abogados que supervisan el proyecto de Cedar Wood en representación del ayuntamiento y si alguna vez descubre…

– No hay ningún motivo para que lo haga -señaló Nat-. Sin embargo, será mejor que se lo digas a Julia, a pesar de que han pasado un par de años y de que trasladamos a Ray. Solo cuatro personas conocen toda la historia y yo estoy casado con una de ellas.

– Pues yo me voy a casar con la otra -dijo Tom.

– ¿Que harás qué? -replicó Nat, dominado por el asombro.

– Llevo dieciocho meses proponiéndole matrimonio a Julia, anoche finalmente aceptó. Así que esta noche iré a cenar a tu casa con mi prometida.

– Es una noticia fantástica -exclamó Nat, contento a más no poder.

– Nat, hazme un favor, no esperes hasta el último momento para decírselo a Su Ling.

– No es más que un disparo de advertencia -dijo Harry en respuesta a la pregunta de Fletcher.

– Es una maldita andanada -replicó Fletcher-. Ralph Elliot no tiene la costumbre de advertir a nadie, así que necesitamos averiguar qué demonios se trae entre manos.

– No tengo ni la menor idea -manifestó Harry-. Todo lo que te puedo decir es que George Turner me llamó para contarme que Elliot ha pedido todos los documentos donde aparezca el banco y que ayer por la mañana volvió a llamar para pedir más detalles del proyecto de Cedar Wood, en particular todo lo referente a la ley que presenté en el Senado.

– ¿Por qué el proyecto de Cedar Wood? Ha resultado un éxito de campanillas, las empresas hacen cola para alquilar los locales. ¿Qué estará buscando?

– También ha solicitado copias de todos mis discursos y cualquier nota que redacté cuando se discutió la enmienda Gates. Nadie había pedido nunca las copias de mis viejos discursos, y mucho menos de mis notas -comentó Harry-. Resulta muy halagador.

– Elliot solo halaga para engañar -declaró Fletcher-. ¿Puedes refrescarme los puntos principales de la enmienda Gates?

– Insistí en que cualquier comprador de solares municipales valorados en más de un millón de dólares debe aparecer con su nombre y no ocultar su identidad detrás de las oficinas de un banco o de una firma de abogados, a fin de saber exactamente con quién estábamos tratando. También se dispone que la compra se debe pagar en su totalidad en el momento de firmar el contrato para demostrar que se trata de una empresa solvente. De esta manera se evita cualquier maniobra extraña.

– Es algo que en la actualidad se considera como la práctica más correcta. Varios estados han adoptado la enmienda.

– Quizá solo se trata de un interés de lo más inocente.

– Es evidente que nunca has tratado con Ralph Elliot -dijo Fletcher-. La palabra inocente no forma parte de su vocabulario. Sin embargo, en el pasado siempre ha elegido a sus enemigos con mucho cuidado. Después de que pase unas cuantas veces por delante de la biblioteca Gates, puede que decida que tú eres alguien con quien es mejor estar a buenas. Pero vete con cuidado, seguro que se trae algo entre manos.

– Por cierto, ¿alguien te ha dicho algo de Jimmy y Joanna? -le preguntó su suegro.

– No.

– Entonces mantendré la boca cerrada. Estoy seguro de que Jimmy querrá decírtelo cuando llegue el momento apropiado.

– Enhorabuena, Tom -fue lo primero que dijo Su Ling cuando abrió la puerta-. Me alegro mucho por los dos.

– Es muy amable de tu parte -manifestó Julia mientras Tom le entregaba un ramo de flores a la anfitriona.

– ¿Cuándo os casaréis?

– La boda será en agosto -respondió Tom-, aunque todavía no hemos decidido el día, en caso de que vosotros y Luke tengáis en mente otro viaje a Disneylandia o que Nat tenga que irse a cumplir con su semana de entrenamiento en el ejército.

– No, Disneylandia pertenece al pasado -comentó Su Ling-. Aunque no lo creáis, Luke ahora solo habla de Roma, Venecia e incluso Arlés. Nat no se tiene que presentar en Fort Benning hasta octubre.

– ¿Por qué Arlés? -quiso saber Tom.

– Es donde Van Gogh pintó hacia el final de su vida -dijo Julia en el momento en que Nat entró en la habitación.

– Julia, me alegra que estés aquí porque Luke necesita consultarte sobre un dilema moral.

– ¿Un dilema moral? Creía que nadie se preocupaba por algo así hasta después de la pubertad.

– No, esto es mucho más serio que el sexo y no sé qué decirle.

– ¿De qué se trata?

– ¿Es posible pintar una obra maestra donde aparecen Jesús y la Virgen María si eres un asesino?

– Eso es algo que nunca le ha preocupado demasiado a la Iglesia católica -respondió Julia-. Muchas de las mejores pinturas de Caravaggio están expuestas en el Vaticano, pero de todas maneras iré a hablar con Luke.

– Caravaggio, por supuesto -dijo Su Ling-. No te entretengas mucho porque tengo que hacerte un montón de preguntas.

– Estoy segura de que Tom podrá responderte a casi todas -afirmó Julia.

– No, quiero escuchar tu versión -replicó Su Ling mientras Julia subía las escaleras.

– ¿Le has advertido a Julia de lo que pretende Ralph Elliot? -le preguntó Nat a Tom.

– Sí, y ella no ve ningún problema. Después de todo, ¿cómo va a averiguar Elliot que hubo dos Julia Kirkbridge? Recuerda que la primera solo estuvo con nosotros unos pocos días y que desde entonces nunca más hemos vuelto a saber de ella, mientras que Julia lleva ya un par de años por aquí y la conoce todo el mundo.

– Así y todo, no es su firma la que consta en el cheque original.

– ¿Por qué es eso un problema? -preguntó Tom.

– Porque después de que el banco pagara los tres millones seiscientos mil dólares, el ayuntamiento pidió que le entregáramos el cheque.

– En ese caso estará guardado en algún archivo, e incluso si Elliot lo encontrara, ¿qué razones tendría para sospechar?

– Porque tiene la mente de un malhechor. Ninguno de nosotros piensa como él. -Nat guardó silencio unos instantes-. Hablemos de cosas más importantes que de ese delincuente. Respóndeme a una pregunta antes de que vuelvan Julia y Su Ling. ¿Debo buscar a un nuevo presidente o Julia ha aceptado afincarse en Hartford y transformarse en ama de casa?

– Ninguna de las dos cosas -contestó Tom-. Ha decidido aceptar una oferta de compra de ese tal Trump, que lleva tiempo detrás de su empresa.

– ¿Ha conseguido un buen precio?

– Creía que disfrutaríamos de una plácida velada en familia para celebrar…

– ¿Ha conseguido un buen precio? -le interrumpió Nat.

– Quince millones al contado y otros quince millones en acciones de Trump.

– No está mal -opinó Nat-, aunque es evidente que Trump cree en el futuro del proyecto de Cedar Wood. ¿Qué piensa hacer con el dinero? ¿Abrirá una empresa de bienes raíces en Hartford?

– No. Creo que lo mejor será que te lo explique ella misma -dijo Tom cuando Su Ling salía de la cocina.

– ¿Por qué no invitamos a Julia a que entre a formar parte de la junta? -propuso Nat-. Podríamos ponerla a cargo de nuestra división inmobiliaria. Eso me descargaría de una serie de ocupaciones y tendría más tiempo para atender las cuestiones financieras.

– Eso es algo que ella consideró hace algo así como seis meses.

– ¿Por una de esas casualidades no le habrás ofrecido algún cargo si aceptaba casarse contigo?

– Sí, lo hice la primera vez y ella rechazó ambas cosas. Pero ahora la he convencido para que se case conmigo. Te dejo a ti la parte de convencerla para que entre en la junta, aunque tengo la sensación de que tiene otros planes.

37

Fletcher ocupaba su escaño en la cámara y escuchaba atentamente un discurso sobre el subsidio a la vivienda cuando se produjo una interrupción. Ya tenía sus notas preparadas, porque sería el siguiente orador. Un policía entró en la cámara y le entregó una nota al presidente, que la leyó, la volvió a leer, dio un golpe con el mazo y se levantó.

– Le pido disculpas a mi colega por interrumpir su discurso, pero un hombre armado tiene a un grupo de niños como rehenes en la escuela. Estoy seguro de que el senador Davenport tendrá que marcharse y, dadas las circunstancias, creo que lo más apropiado será dar por acabada la sesión de hoy.

Fletcher se levantó de un salto y llegó a la puerta de la cámara incluso antes de que el presidente suspendiera la sesión. Corrió hasta su despacho, mientras pensaba en lo que debía hacer. La escuela estaba en el corazón de su distrito. Lucy era una de sus alumnas y Annie era la presidenta de la asociación de padres. Rogó por que Lucy no estuviese entre los rehenes. Todo el mundo en el consistorio parecía haberse puesto en movimiento. Fletcher se alegró al ver que Sally le esperaba junto a la puerta de su despacho, libreta en mano.

– Cancela todas las citas de hoy, llama a mi esposa y dile que se reúna conmigo en la escuela, y, por favor, no te apartes del teléfono.

Cogió las llaves del coche y se unió a la multitud que abandonaba el edificio. En el momento en que salía del aparcamiento, un coche de la policía pasó a toda velocidad. Fletcher pisó el acelerador a fondo y se pegó al otro coche que se dirigía a la escuela. La fila de coches se hacía cada vez más larga, porque eran muchos los padres que iban a buscar a sus retoños; algunos parecían desesperados después de escuchar la noticia en las radios de los coches, mientras que otros mostraban por sus expresiones que no se habían enterado.

Fletcher continuó pisando el acelerador para mantenerse a un par de metros del vehículo oficial y lo siguió cuando el coche de la policía se pasó al otro carril y avanzó contra dirección, con las luces de emergencia encendidas y la sirena a todo volumen. El agente en el asiento del pasajero utilizó el altavoz para advertirle al coche que los seguía que se apartara, pero Fletcher no hizo el menor caso, a sabiendas de que no pararían. Siete minutos más tarde ambos coches se detuvieron con gran estrépito de frenos delante de la barrera que la policía había instalado delante de la escuela. El agente que le había hecho la advertencia saltó del coche y corrió hacia Fletcher en el momento en que él se apeaba del coche. Desenfundó la pistola y gritó:

– No se mueva. Apoye las manos en el coche, donde pueda verlas.

El conductor, que solo estaba un paso detrás de su colega, dijo:

– Lo siento, senador, no sabíamos que era usted.

Fletcher corrió hacia la barrera.

– ¿Dónde puedo encontrar al jefe del operativo?

– Ha instalado su puesto de mando en el despacho del director. Buscaré a alguien que lo acompañe hasta allí, senador.

– No es necesario. Conozco el camino.

– Senador… -comenzó a decir el agente, pero ya era demasiado tarde.

Fletcher corrió por el camino hacia la escuela, sin darse cuenta de que el edificio estaba rodeado por agentes del grupo de operaciones especiales, que apuntaban con sus fusiles en la misma dirección. Le sorprendió lo rápido que la gente le abrió paso en cuanto le vieron. Era una extraña manera de recordarle que él era su representante.

– ¿Quién demonios es ese tipo? -preguntó el jefe de policía cuando vio a una figura solitaria que cruzaba el patio a la carrera.

– Creo que se trata del senador Davenport -respondió Alan Shepherd, el director de la escuela, después de mirar por la ventana.

– Es lo que me faltaba -protestó Don Culver.

Un segundo más tarde, Fletcher entró en el despacho como una tromba. El jefe de policía lo miró desde detrás de la mesa e intentó disimular la expresión de fastidio cuando el senador se detuvo delante de él.

– Buenas tardes, senador.

– Buenas tardes, jefe -dijo Fletcher, con un leve jadeo.

A pesar de la mirada desconfiada, él sentía cierta admiración por el barrigón y fumador de puros jefe de policía que dirigía el cuerpo de una manera no muy ortodoxa.

Fletcher saludó con un gesto a Alan Shepherd y luego volvió su atención al policía.

– ¿Puede ponerme al corriente? -preguntó mientras intentaba recuperar el aliento.

– Tenemos a un tipo armado en una de las aulas. Al parecer se acercó tranquilamente a plena luz del día pocos minutos antes de acabar las clases. -Culver se volvió hacia un plano esquemático de la planta baja pegado con celo en la pared y señaló un pequeño cuadrado con la leyenda aula de dibujo-. Que sepamos, no hay ninguna razón en particular para que escogiera la clase de la señorita Hudson, aparte de ser la primera puerta que encontró.

– ¿Cuántos niños hay en el aula? -le preguntó Fletcher al director.

– Treinta y uno -respondió Shepherd-. Lucy no está entre ellos.

Fletcher procuró no mostrar el alivio que le produjo la noticia.

– ¿Qué hay del secuestrador? ¿Sabemos algo de él?

– No mucho -contestó Culver-, pero sabremos bastante más en cuestión de minutos. Se llama Billy Bates. Nos han dicho que su esposa lo abandonó hace cosa de un mes, muy poco después de que a él lo despidieran de su trabajo como vigilante nocturno en Pearl’s. Al parecer lo pillaron bebiendo en horas de trabajo y no era la primera vez. Lo han echado de diversos bares durante las últimas semanas y, de acuerdo con nuestros registros, incluso pasó una noche en uno de nuestros calabozos.

– Buenas tardes, señora Davenport -saludó el director, que se levantó.

Fletcher se volvió para mirar a su esposa.

– Lucy no estaba en la clase de la señorita Hudson -la informó sin dilación.

– Lo sé -dijo Annie-. Estaba conmigo. Cuando recibí tu mensaje, la dejé en casa de mis padres y me vine para aquí.

– ¿Conoce a la señorita Hudson? -le preguntó el jefe Culver.

– Estoy segura de que Alan le ha dicho que todo el mundo conoce a Mary, es toda una institución. Creo que es la maestra más veterana de toda la escuela. -El director asintió-. Dudo que haya una sola familia en Hartford donde no haya alguien que estudiara con ella.

– ¿Puede hacerme un perfil? -le preguntó el policía a Shepherd.

– Cincuenta y tantos, soltera, segura de sí misma, serena y muy respetada -contestó el director.

– Se ha dejado usted algo -señaló Annie-. Muy querida.

– ¿Cómo cree que reaccionará sometida a presión?

– Quién puede saber cómo reaccionará nadie cuando se ve sometido a esta clase de presión -opinó Shepherd-, pero no tengo ninguna duda de que daría su vida por cualquiera de sus alumnos.

– Ya me lo temía -declaró Culver- y es mi trabajo asegurarme de que no llegue a ese extremo. -El puro se le había apagado-. Tengo a más de un centenar de hombres alrededor del edificio principal y a un tirador en la azotea del edificio al otro lado de la calle que dice que de vez en cuando ve a Bates.

– Supongo que intentará negociar, ¿no? -preguntó Fletcher.

– Sí, hay un teléfono en el aula y llamamos cada cinco minutos, pero Bates se niega a cogerlo. También hemos instalado altavoces, aunque de momento no hemos conseguido ninguna respuesta.

– ¿Ha considerado la posibilidad de enviar a alguien para que negocie personalmente? -añadió Fletcher cuando sonó el teléfono en la mesa del director.

El jefe de policía atendió la llamada.

– ¿Quién es? -gritó Culver.

– Soy la secretaria del senador Davenport. Quería…

– Sí, Sally, ¿qué pasa? -preguntó Fletcher.

– Acabo de enterarme por la televisión de que el secuestrador se llama Billy Bates. El nombre me resultó conocido, y he comprobado que figura en nuestros archivos. Vino a verle en dos ocasiones.

– ¿Hay algo en el expediente que pueda ayudarnos?

– Vino a verle para hablar en favor del control de armas. Es un tema que le preocupa. En las notas usted escribió: «Las restricciones no son lo bastante severas; seguros en los gatillos; venta de armas a menores; verificación de la identidad».

– Ahora lo recuerdo -asintió Fletcher-. Un hombre inteligente, con muchas ideas aunque poco instruido. Bien hecho, Sally.

– ¿Está seguro de que no se trata sencillamente de un loco? -inquirió el jefe de policía.

– Todo lo contrario -replicó Fletcher-. Es una persona reflexiva, discreta, incluso tímida; su principal queja es que nunca nadie le presta atención. Hay veces en las que esa clase de personas creen que deben hacer una demostración de fuerza cuando todo lo demás ha fracasado. El hecho de que su mujer le abandonara y se llevara a sus hijos, precisamente cuando perdió el trabajo, quizá haya sido la gota que colmó el vaso.

– Entonces tendré que sacarle de ahí como sea -opinó Culver-, de la misma manera que hicieron con aquel tipo en Tennessee que se encerró con todos aquellos funcionarios en la oficina de Hacienda.

– No creo que sea un caso comparable -señaló Fletcher-. Aquel hombre tenía antecedentes psiquiátricos. Billy Bates es un pobre hombre solitario que quiere llamar la atención. Son muchas las personas como él que acuden a mi despacho.

– Pues está muy claro que ha conseguido llamar mi atención -manifestó Culver.

– Eso es precisamente lo que pretendía al recurrir a estos extremos -replicó Fletcher-. ¿Por qué no me deja que intente hablar con él?

El jefe Culver se quitó el puro de la boca por primera vez; los subalternos hubieran podido decirle a Fletcher qué estaba pensando.

– De acuerdo, pero solo quiero que le convenza de que atienda el teléfono. Yo me ocuparé de las negociaciones. ¿Está claro? -Fletcher asintió con un gesto. El jefe Culver llamó a su ayudante-. Dale, avisa de que el senador y yo vamos a salir. -Cogió el megáfono y añadió-: Vamos allá, senador.

Mientras caminaban por el pasillo, Culver le hizo a Fletcher una última recomendación:

– Cuando salga, no se aparte más de un par de pasos de la puerta y no olvide que el mensaje debe ser lo más sencillo posible, porque lo único que quiero es que atienda el teléfono.

Fletcher asintió mientras Culver le abría la puerta. Dio unos pasos antes de detenerse y luego levantó el megáfono.

– Billy, soy el senador Davenport. Usted vino a verme en un par de ocasiones. Queremos hablar con usted. Por favor, ¿podría atender el teléfono que está en la mesa de la señorita Hudson?

– Continúe repitiendo el mensaje -le ordenó Culver.

– Billy, soy el senador Davenport. Por favor, ¿podría…?

Un agente llegó a la carrera.

– Se ha puesto al teléfono, jefe -informó-, pero dice que solo hablará con el senador.

– Yo decidiré con quién hablará -replicó Culver-. A mí nadie me da órdenes. -Entró en el edificio y corrió al despacho del director-. Soy el jefe Culver. Escúcheme, Bates, si cree… -Se cortó la comunicación-. ¡Maldita sea! -exclamó el jefe de policía en el momento en que Fletcher entraba en el despacho-. Me ha colgado. Tendremos que intentarlo de nuevo.

– Quizá no mentía cuando dijo que solo hablaría conmigo.

Culver se quitó el puro de la boca una vez más.

– Muy bien, pero en cuanto consiga calmarlo, me pasará el teléfono.

Salieron de nuevo al patio y Fletcher empuñó el megáfono.

– Lo siento, Billy, ¿puede llamar de nuevo? Le prometo que esta vez seré yo quien le atienda.

Fletcher y Don Culver regresaron al despacho del director. Billy ya aguardaba al otro extremo de la línea.

– El senador acaba de entrar en mi despacho -le informó Shepherd.

– Ya estoy aquí, Billy, soy Fletcher Davenport.

– Senador, antes de que diga nada, le advierto que no pienso moverme mientras la policía siga apuntándome con todos esos fusiles. Dígales que se aparten si no quieren tener un cadáver en sus manos.

Fletcher miró a Culver, quien volvió a quitarse el puro de la boca antes de asentir.

– El jefe de policía está de acuerdo -dijo Fletcher.

– Le volveré a llamar en cuanto no vea a ninguno de ellos.

– Muy bien -intervino Culver-, que todo el mundo se retire, excepto el tirador en la azotea del edificio al otro lado de la calle. Bates no tiene manera de verlo.

– ¿Qué pasará ahora?

– Esperaremos a que ese malnacido vuelva a llamar.

Nat respondía a una pregunta sobre los planes de pensiones cuando su secretaria entró en la sala de juntas sin llamar. Todos se dieron cuenta de que debía de tratarse de algo muy grave porque Linda nunca había interrumpido antes una sesión de la junta. Nat guardó silencio cuando vio la expresión de angustia en el rostro de la joven.

– Hay un hombre armado en la escuela… -Nat se estremeció-. Tiene como rehenes a los niños de la clase de la señorita Hudson.

– ¿Luke está…?

– Sí, es uno de ellos -respondió Linda-. La última clase que tiene Luke los viernes es la clase de dibujo de la señorita Hudson.

Nat se levantó de su silla y caminó con paso inseguro hacia la puerta. Ninguno de los presentes hizo comentario alguno.

– La señora Cartwright ya va de camino a la escuela -añadió Linda en el momento que Nat salía de la sala-. Dice que se reunirá con usted allí.

Nat asintió mientras abría la puerta que comunicaba con el aparcamiento subterráneo.

– No te apartes del teléfono -le dijo a Linda antes de montarse en el coche.

Nat enfiló la rampa y salió del aparcamiento. Esta vez, en lugar de girar a la derecha como era habitual, giró a la izquierda.

Sonó el teléfono. Culver apretó el botón de manos libres y señaló a Fletcher.

– ¿Está usted ahí, senador?

– Así es, Billy.

– Dígale al jefe que deje pasar a los equipos de la televisión y a los periodistas a este lado de la barrera; así me sentiré más seguro.

– Eh, espere un momento -intervino Culver.

– No, usted es quien tendrá que esperar -gritó Billy-. Si no lo hace, tendrá a su primer cadáver tendido en el patio. El trabajo será suyo para explicar a los periodistas que ocurrió porque no quiso dejarlos pasar. -Se cortó la comunicación.

– Será mejor que acceda a la petición, jefe -le aconsejó Fletcher-, porque parece evidente que está decidido a hacerse oír como sea.

– Dejen pasar a los periodistas -le ordenó Culver a uno de sus ayudantes.

El agente salió apresuradamente, pero pasaron unos minutos antes de que el teléfono volviera a sonar. Esta vez fue Fletcher quien apretó el botón de manos libres.

– Le escucho, Billy.

– Muchas gracias, señor Davenport, es usted un hombre de palabra.

– ¿Qué es lo que quiere ahora? -terció Culver, incapaz de contenerse.

– No quiero nada de usted, jefe. Prefiero seguir tratando con el senador. Señor Davenport, necesito que venga a reunirse conmigo; es mi única oportunidad para que me escuchen.

– No lo puedo permitir -declaró Culver.

– No creo que sea cosa suya, jefe. Es el senador quien tiene que decidirlo, aunque supongo que querrán discutirlo entre ustedes. Llamaré dentro de dos minutos -añadió Bates, y colgó.

– Estoy dispuesto a aceptar su petición -manifestó Fletcher-. Sinceramente, no creo que tengamos otra alternativa.

– Carezco de autoridad para impedírselo -dijo Culver-, pero quizá la señora Davenport pueda hablarle de las consecuencias.

– No quiero que vayas allí -repuso Annie-. Siempre crees lo mejor de cualquiera y las balas no discriminan.

– Me pregunto si opinarías lo mismo si Lucy estuviese entre los niños secuestrados.

Annie se disponía a responder cuando el teléfono sonó nuevamente.

– ¿Viene usted de camino, senador, o también necesita ver un cadáver para decidirse?

– No, no -exclamó Fletcher-. Ahora mismo voy para allá.

Bates colgó el teléfono.

– Ahora escúcheme con mucha atención -le dijo Culver-. Puedo cubrirle mientras esté en el patio, pero tendrá que arreglárselas solo en cuanto entre en el aula.

Fletcher asintió y a continuación abrazó a Annie durante unos segundos.

Culver le acompañó mientras recorrían el pasillo.

– Llamaré al aula cada cinco minutos. Si puede hablar, le mantendré informado de todo lo que ocurra aquí. Cada vez que le haga una pregunta responda solo sí o no. No le dé ninguna pista a Bates de lo que pretendo averiguar. -Fletcher asintió. Cuando llegaron a la puerta, Culver se sacó el puro de la boca-. Deme la americana, senador. -Fletcher lo miró, sorprendido-. Si no lleva ninguna arma oculta, ¿qué sentido tiene darle a Bates alguna razón para creer que va armado? -Fletcher sonrió mientras el jefe de policía le abría la puerta-. No voté por usted en las últimas elecciones, senador, pero si sale de esta con vida, quizá me lo replantee la próxima vez. Lo siento -añadió-, no es más que mi retorcido sentido del humor. Buena suerte.

Fletcher salió al patio y comenzó a andar lentamente por el camino que llevaba al edificio principal. No veía a ninguno de los tiradores, pero tenía la sensación de que no podían estar muy lejos. Tampoco veía a los equipos de televisión, aunque pudo escuchar las tensas voces de los periodistas cuando entró en la zona iluminada por los focos. El camino que llevaba hasta el edificio principal no tendría más de cien metros. Sin embargo, a Fletcher le pareció que había caminado un kilómetro por la cuerda floja bajo un sol abrasador.

En cuanto llegó al otro extremo del patio subió los cuatro escalones hasta la puerta. Entró en un pasillo oscuro y desierto y esperó hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Avanzó sin prisas y se detuvo delante de una puerta donde estaba escrito el nombre de la señorita Hudson en diez colores diferentes. Llamó; la puerta se abrió en el acto y se volvió a cerrar violentamente en cuanto entró. Miró hacia uno de los rincones del aula, donde sonaban unos sollozos ahogados y vio a los niños acurrucados.

– Siéntese allí -le ordenó Bates, que parecía estar tan nervioso como Fletcher.

El senador se sentó como pudo en un pupitre pensado para un niño de nueve años en un extremo de la fila. Miró al hombre de aspecto desaliñado, vestido con unos vaqueros sucios y gastados. La barriga le sobresalía por encima del cinturón, a pesar de que no tendría más de cuarenta años. Permaneció atento mientras Bates cruzaba el aula y se detenía detrás de la señorita Hudson, que continuaba sentada a su mesa delante de los pupitres. Bates empuñó el arma con la mano derecha y apoyó la izquierda en el hombro de la mujer.

– ¿Qué está pasando ahí fuera? -gritó-. ¿Qué intenta hacer el jefe?

– Está esperando recibir noticias mías -respondió Fletcher, con el tono más sereno posible-. Llamará cada cinco minutos. Le preocupan los niños. Ha conseguido convencer a todos los que están ahí fuera de que es usted un asesino.

– No soy un asesino -replicó Bates-. Usted lo sabe.

– Quizá yo sí -admitió Fletcher-, pero si mata a algún niño, Billy, le recordarán durante el resto de sus vidas. En cambio, si mata a un senador, mañana no lo recordará nadie.

– Haga lo que haga, soy hombre muerto.

– No si vamos a enfrentarnos a las cámaras juntos.

– ¿Qué podríamos decirles?

– Que usted fue a verme en dos ocasiones para explicarme algunas ideas muy sensatas e imaginativas sobre el control de armas, pero que nadie le hizo caso. Pues ahora tendrán que ponerse cómodos y escucharle, porque tendrá la oportunidad de hablar con Sandra Mitchell en las noticias de la noche.

– ¿Sandra Mitchell? ¿Está en el patio?

– Por supuesto -afirmó Fletcher- y está desesperada por conseguir que usted le conceda una entrevista.

– ¿Cree sinceramente que le interesará hablar con alguien como yo, señor Davenport?

– No ha venido hasta aquí para hablar con nadie más -le aseguró el senador.

– ¿Se quedará usted conmigo? -preguntó Bates.

– Faltaría más, Billy. Usted sabe muy bien qué pienso sobre el control de armas. La última vez que nos vimos me dijo que había leído todos mis discursos sobre el asunto.

– Sí, los leí, pero ¿de qué me ha servido? -replicó Billy. Apartó la mano del hombro de Mary Hudson y comenzó a caminar lentamente hacia Fletcher, sin dejar de apuntarle con el arma-. La verdad es que usted solo está repitiendo al pie de la letra lo que el jefe le indicó que me dijera.

Fletcher se sujetó a los bordes del pupitre, sin desviar la mirada del hombre. Si estaba dispuesto a correr el riesgo, era consciente de que necesitaba tener a Billy lo más cerca posible. Se inclinó un poco hacia delante mientras continuaba sujetando la tapa del pupitre. El teléfono en la mesa de la señorita Hudson comenzó a sonar. Billy solo estaba a un paso y el repentino campanilleo le hizo volver la cabeza durante una fracción de segundo. Esto le dio a Fletcher la oportunidad de levantar bruscamente la tapa del pupitre y lograr que golpeara en la mano derecha de Billy. La violencia del golpe consiguió que Billy perdiera momentáneamente el equilibrio y al trastabillar se le cayó el arma. Ambos vieron cómo el revólver resbalaba por el suelo para ir a parar a un par de pasos de donde se encontraba la señorita Hudson. Los niños comenzaron a gritar cuando ella se dejó caer de rodillas, cogió el arma y apuntó a Billy.

El secuestrador recuperó el equilibrio y avanzó hacia la maestra, que continuó arrodillada en el suelo y con el arma apuntando al pecho de Billy.

– No será usted capaz de apretar el gatillo, ¿verdad que no, señorita Hudson?

La mujer temblaba cada vez con mayor violencia con cada paso que daba Billy. Estaba a menos de un metro cuando la maestra cerró los ojos y apretó el gatillo. Se oyó un chasquido. Billy sonrió como si algo le hubiese hecho mucha gracia.

– No tiene balas, señorita Hudson. Nunca tuve la intención de matar a nadie. Solo quería que alguien me escuchara para variar.

Fletcher se apartó del pupitre, corrió hacia la puerta y la abrió de par en par.

– Fuera, fuera -gritó, y acompañó el grito con un gesto para animar a los aterrorizados niños.

Una niña alta con unas trenzas muy largas fue la primera en levantarse, cruzar la puerta y echar a correr por el pasillo. Dos más la siguieron. A Fletcher le pareció oír una voz aguda que decía: «Vamos, vamos» mientras mantenía la puerta abierta. En cuestión de segundos todos los demás niños excepto uno pasaron a su lado y desaparecieron por el pasillo. Fletcher miró al niño que aún permanecía en el rincón. El chiquillo se levantó finalmente y caminó hacia el frente de la clase. Se inclinó, cogió a la señorita Hudson de la mano y la llevó hacia la puerta, sin mirar ni una sola vez a Billy. Cuando llegó a la puerta, dijo:

– Muchas gracias, senador. -Y acompañó a su maestra por el pasillo.

Se escuchó una tremenda ovación cuando la niña alta de las trenzas largas apareció a la carrera en la puerta principal. Los focos se centraron en ella y la chiquilla se protegió los ojos con la mano, incapaz de ver a la multitud que la aclamaba. Una madre cruzó el cordón policial y corrió a través del patio para abrazar a su hija. Salieron otros dos niños, mientras Nat pasaba el brazo por los hombros de Su Ling y permanecía atento a la salida de Luke. Al cabo de unos segundos, un grupo más numeroso salió al patio. Su Ling no pudo contener las lágrimas al ver que Luke no estaba entre los que acababan de salir.

– Todavía falta uno además de la maestra -oyó que informaba un reportero de televisión para el informativo de la tarde.

La mirada de Su Ling no se apartó ni un instante de la puerta principal mientras transcurrían lo que más tarde describiría como los dos minutos más largos de su vida.

Se escuchó una ovación todavía más estruendosa cuando la señorita Hudson apareció en la puerta cogida de la mano de Luke. Su Ling miró a su marido, quien hacía lo imposible por contener las lágrimas.

– ¿Se puede saber qué pasa con vosotros los Cartwright, que siempre tenéis que ser los últimos en salir?

Fletcher permaneció junto a la puerta del aula hasta que la señorita Hudson se perdió de vista. Luego la cerró lentamente y se acercó a la mesa para atender el teléfono que no había dejado de sonar.

– ¿Es usted, senador? -preguntó Culver.

– Sí.

– ¿Está bien? Nos pareció oír un estruendo, algo así como una detonación.

– No. Estoy perfectamente. ¿Los niños están bien?

– Sí, tenemos a los treinta y uno -respondió Culver.

– ¿Incluido el último en salir?

– Sí, acaba de reunirse con sus padres.

– ¿Qué hay de la señorita Hudson?

– Ahora mismo está hablando con Sandra Mitchell para Eyewitness News. Le está diciendo a todo el mundo que es usted lo más parecido a un héroe.

– Creo que debe de estar refiriéndose a otra persona -replicó el senador.

– ¿Usted y Bates tienen la intención de reunirse con nosotros en algún momento? -preguntó Culver, sin hacer caso del comentario que atribuyó a una falsa modestia.

– Deme solo cinco minutos más, jefe. Por cierto, le prometí a Billy que él también hablaría con Sandra Mitchell.

– ¿Quién tiene el arma?

– Está en mi poder -le informó Fletcher-. Billy no le causará más problemas. El arma ni siquiera estaba cargada -añadió antes de colgar el teléfono.

– Sabe que van a matarme, ¿verdad, senador?

– Nadie va a matarte, Billy, mientras yo esté contigo.

– ¿Me da su palabra, senador?

– Tienes mi palabra, Billy. Venga, salgamos. Nos enfrentaremos a ellos los dos juntos.

Fletcher abrió la puerta del aula. No le hizo falta buscar un interruptor para encender las luces, porque los focos instalados en el patio iluminaban todo el pasillo.

Billy y él caminaron por el pasillo en silencio. Cuando llegaron a la puerta principal, Fletcher la abrió con mucho cuidado y salió al exterior. La multitud le saludó con grandes aclamaciones, aunque él no podía ver a la gente porque los focos le cegaban.

– Esto saldrá a la perfección, Billy -dijo al tiempo que se volvía hacia el hombre.

Billy vaciló un momento, pero finalmente dio un paso adelante y se situó al costado de Fletcher. Juntos comenzaron a recorrer el camino. Fletcher volvió la cabeza para sonreírle a Billy y repitió:

– Todo saldrá bien.

Pero no había acabado de decirlo cuando una bala atravesó el pecho de Billy. El impacto del proyectil que abatió a Billy hizo que también cayera Fletcher.

El senador se dejó caer de rodillas y se lanzó sobre Billy para protegerlo, pero ya era demasiado tarde. Había muerto.

– ¡No, no, no! -gritó Fletcher, dominado por la desesperación más profunda-. ¿No saben que le había dado mi palabra?

38

– Alguien está comprando nuestras acciones -dijo Nat.

– Espero que así sea -replicó Tom-. Después de todo, cotizamos en Bolsa.

– No, presidente, me refiero a que alguien las está comprando agresivamente.

– ¿Con qué propósito? -preguntó Julia.

Nat dejó la estilográfica sobre la mesa antes de responder.

– Supongo que la intención es apropiarse de nosotros.

Varios de los miembros de la junta comenzaron a hablar al mismo tiempo, hasta que Tom se ocupó de poner orden.

– Escuchemos a Nat.

– Desde hace unos años, nuestra política ha sido comprar las pequeñas entidades bancarias que tenían dificultades e incorporarlas a nuestra cartera; en general, ha resultado ser una política provechosa. Como todos sabéis, mi estrategia a largo plazo es convertir a Russell en la entidad bancaria más importante del estado. Sin embargo, no tuve en cuenta que nuestro éxito nos convertiría, a su vez, en una presa apetecible para una entidad más grande.

– ¿Estás seguro de que alguien está intentando ahora hacerse con el banco?

– Estoy casi seguro, Julia, y tú eres en parte la responsable. La fase más reciente del proyecto de Cedar Wood ha tenido un éxito que solo se puede calificar de fantástico porque ha conseguido prácticamente doblar los beneficios en el ejercicio del año pasado.

– Si Nat tiene razón -intervino Tom-, y sospecho que la tiene, solo hay una pregunta que requiere una respuesta inmediata. ¿Queremos que nos absorban o presentaremos pelea?

– Solo puedo hablar por mí mismo, presidente -respondió Nat-, pero aún no he cumplido los cuarenta y desde luego no entra en mis planes jubilarme antes de tiempo. Opino que no nos queda más alternativa que pelear.

– Estoy de acuerdo -afirmó Julia-. Ya me han absorbido una vez, no pienso dejar que ocurra una segunda vez. En cualquier caso, nuestros accionistas no esperan que nos entreguemos sin más.

– Por no mencionar a uno o dos de los anteriores presidentes -dijo Tom, que miró los retratos de su padre, su abuelo y su bisabuelo, que le observaban desde las paredes de la sala-. No creo que sea necesario someter el tema a votación -añadió-. Por tanto, Nat, explícanos cuáles son las alternativas.

El director ejecutivo abrió una de las tres carpetas que tenía delante.

– En estas circunstancias, la ley no puede ser más clara. Una vez que una compañía o individuo posee el seis por ciento de la empresa asediada, debe declararlo a la Comisión de Vigilancia y Control del Mercado de Valores en Washington, así como comunicar en un plazo de veintiocho días si tiene la intención de presentar una oferta pública de adquisición por el resto de las acciones. Si es así, han de informar del precio que están dispuestos a ofrecer.

– Si alguien está intentando hacerse con el banco -comentó Tom-, no esperará el plazo legal. Cuando consigan el seis por ciento, harán la oferta pública de adquisición el mismo día.

– Estoy de acuerdo, señor presidente -asintió Nat-, pero hasta entonces, no hay nada que nos impida comprar nuestras propias acciones, aunque en este momento estén en la banda alta de la cotización.

– Si lo hacemos, ¿no corremos el riesgo de alertar al enemigo de que conocemos sus intenciones? -preguntó Julia.

– Es posible; por consiguiente, debemos avisar a nuestros agentes de que compren con discreción. De esa manera no tardaremos mucho en averiguar si hay un gran comprador en el mercado.

– ¿Cuántas acciones reunimos entre todos nosotros? -preguntó Julia.

– Tom y yo tenemos un diez por ciento cada uno -respondió Nat-; tú tienes en la actualidad… -consultó las cifras en la segunda carpeta- un poco más del tres por ciento.

– ¿Cuánto dinero tengo depositado en mi cuenta?

Nat pasó a la página siguiente.

– Algo más de ocho millones de dólares, sin contar las acciones de Trump, que has ido liquidando cada vez que hubo demanda en el mercado.

– Entonces, ¿por qué no me encargo yo de comprar las acciones? A los tiburones no les resultaría fácil rastrear al comprador.

– Sobre todo si solo operas a través de Joe Stein en Nueva York -señaló Tom- y después le pides que nos informe si sus agentes consiguen identificar a algún individuo o empresa que esté comprando agresivamente.

Julia comenzó a tomar notas.

– El siguiente paso es contratar al mejor abogado en cuestiones de compras y fusiones de empresas -dijo Nat-. Hablé con Jimmy Gates, que nos ha representado en todas nuestras anteriores operaciones de compra, pero dijo que esto está por encima de sus capacidades. Me recomendó a un tipo de Nueva York -buscó en la tercera carpeta-, Logan Fitzgerald, un especialista en el tema de las ofertas públicas de adquisición. Creo que viajaré a Nueva York antes del fin de semana y averiguaré si está dispuesto a representarnos.

– Muy bien -aprobó Tom-. ¿Hay algo más que debamos hacer mientras tanto?

– Sí, mantén los ojos y los oídos bien abiertos, presidente. Necesito saber lo más rápido posible a quién nos enfrentamos.

– Lamento mucho saberlo -dijo Fletcher.

– No es culpa de nadie -replicó Jimmy-. No voy a negarte que las cosas ya no nos iban muy bien en los últimos tiempos, así que cuando la UCLA le ofreció a Joanna dirigir el departamento de historia, la situación llegó a su punto crítico.

– ¿Cómo se lo han tomado los chicos?

– Elizabeth está bien, y ahora que Harry Júnior está en Hotchkiss, ambos parecen haber madurado lo suficiente para aceptarlo. Creo que a Harry le atrae la idea de pasar las vacaciones de verano en California.

– Lo siento -repitió Fletcher.

– Me temo que en estos tiempos es lo más habitual, ya lo sabes -comentó Jimmy-. No tardará mucho en llegar el momento en que Annie y tú formaréis parte de una minoría. El director me dijo que alrededor del treinta por ciento de los alumnos de Hotchkiss son hijos de padres divorciados. Cuando nosotros estábamos allí, no recuerdo que hubiese más de uno o dos de nuestros compañeros con los padres divorciados. -Se calló unos instantes-. La parte buena es que, si los chicos están en California durante el verano, podré dedicar más tiempo a tu campaña para la reelección.

– Preferiría que Joanna y tú siguierais juntos -manifestó Fletcher.

– ¿Alguna idea de quién será tu oponente? -preguntó Jimmy, que evidentemente deseaba cambiar de tema.

– No -contestó Fletcher-. Me han dicho que Barbara Hunter está desesperada por volver a presentarse, pero los republicanos no la quieren de candidata si pueden encontrar a otra persona con mejores perspectivas.

– Corría el rumor -comentó Jimmy- de que Ralph Elliot estaba considerando la posibilidad de presentarse, pero francamente después de tu triunfo con Billy Bates, creo que ni siquiera el arcángel Gabriel podría desbancarte.

– Billy Bates no fue un triunfo, Jimmy. La muerte de aquel hombre es algo que todavía me atormenta. Podría seguir vivo si me hubiese mostrado más firme con el jefe Culver.

– Ya sé que es así como lo ves, Fletcher, pero la gente opina de otra manera. Tu reelección lo demostró. Lo único que recuerdan es que arriesgaste tu vida para salvar a treinta y un niños y a su maestra favorita. Papá dice que si te hubieses presentado para presidente esa misma semana ahora mismo estarías viviendo en la Casa Blanca.

– ¿Qué tal está el viejo buitre? -preguntó Fletcher-. Me siento un poco culpable porque últimamente no he tenido tiempo para ir a visitarlo.

– Está bien, le gusta creer que sigue controlándolo todo y a todos, aunque solo esté planeando tu carrera.

– ¿Para qué año tiene dispuesto que me presente para presidente? -replicó Fletcher con una sonrisa.

– Todo depende de que primero quieras presentarte para gobernador. Para cuando tú hayas cumplido tu cuarta legislatura como senador, Jim Lewsam estará acabando su segundo mandato.

– Quizá no quiera presentarme para gobernador.

– Quizá el Papa no es católico.

– Buenos días -saludó Logan Fitzgerald y miró a los presentes en la sala de juntas-. Antes de que me lo pregunten -añadió-, la respuesta es Fairchild’s.

– ¡Por supuesto! -exclamó Nat-. Maldita sea, tendría que haberlo descubierto yo solo. Si lo piensas, te das cuenta de que son los compradores obvios. Fairchild’s es el banco más grande del estado: cuenta con setenta y una sucursales y prácticamente no tiene rivales.

– Es evidente que alguien de su junta nos considera un competidor que hay que tener en cuenta -opinó Tom.

– Por tanto, han decidido apartarlos del juego antes de que ustedes pretendan hacer lo mismo con ellos.

– No les culpo -dijo Nat-. Es exactamente lo que haría si estuviese en su lugar.

– También les puedo decir que la idea original no surgió de un miembro de la junta -continuó Logan-. La notificación oficial a la Comisión de Vigilancia y Control del Mercado de Valores fue firmada en su nombre por Belman, Wayland y Elliot, y no hay premio para quien diga cuál de los tres socios estampó su firma en el documento.

– Eso significa que tenemos por delante una batalla muy dura -declaró Tom.

– Efectivamente -confirmó Logan-. Por tanto, lo primero que debemos hacer es empezar a contar. -Miró a Julia-. ¿Cuántas acciones ha comprado en los últimos días?

– Menos del uno por ciento -contestó Julia-, porque hay alguien en el parquet que presiona constantemente al alza. Anoche se lo pregunté a mi agente y me informó de que las acciones habían cerrado a cinco coma veinte.

– Eso está muy por encima de su valor real -intervino Nat-, pero ahora ya no es posible echarse atrás. Le he pedido a Logan que viniera esta mañana para que nos haga una valoración de nuestras posibilidades de supervivencia y para que nos explique en detalle lo que debemos esperar en las próximas semanas.

– En primer lugar, les informaré de cuál era la situación a las nueve de la mañana de hoy, señor presidente -comenzó Logan-. Para evitar la absorción, el banco debe poseer, o tener comprometidas por escrito, el cincuenta y uno por ciento de las acciones. Ahora mismo, la junta tiene poco más del veinticuatro por ciento y sabemos que Fairchild’s ya tiene por lo menos un seis por ciento. A primera vista, todo parece satisfactorio. Sin embargo, dado que Fairchild’s está ofreciendo ahora cinco coma diez dólares por acción durante un período de veintiún días, considero que es mi deber señalarles que si deciden vender sus acciones, solo en dinero en efectivo se embolsarían una cantidad que se aproximaría a los veinte millones de dólares.

– Ya hemos tomado nuestra decisión al respecto -manifestó Tom con voz firme.

– Muy bien, entonces solo disponen de dos alternativas. Pueden superar la oferta de Fairchild’s de cinco coma diez dólares por acción, sin olvidar que según el director ejecutivo ya están muy por encima de su valor real, o bien pueden ponerse en contacto con todos los accionistas para que les den un poder sobre sus acciones.

– La segunda -contestó Nat sin vacilar.

– Como supuse que esa sería la respuesta, señor Cartwright, he realizado un cuidadoso estudio de la lista de accionistas. Esta mañana, había un total de veintisiete mil cuatrocientos doce; la mayoría de ellos tienen pequeñas cantidades, un millar o menos de acciones. Sin embargo, hay un cinco por ciento que permanece en las carteras de tres particulares: dos viudas residentes en Florida, que poseen un uno por ciento cada una, y el viejo senador Harry Gates, que es dueño de un uno por ciento.

– ¿Cómo es eso posible? -preguntó Tom-. Todo el mundo sabe que Harry Gates ha vivido exclusivamente de su salario como senador a lo largo de su vida pública.

– Se lo tiene que agradecer a su padre -le explicó Logan-. Al parecer, era amigo del fundador del banco, quien le ofreció un uno por ciento de la empresa en mil ochocientos noventa y dos. Compró cien acciones por cien dólares y la familia Gates las ha conservado desde entonces.

– ¿Cuál es su valor actual? -quiso saber Tom.

Nat hizo el cálculo.

– Aproximadamente medio millón de dólares, y lo más probable es que ni siquiera lo sepa.

– Jimmy Gates, su hijo, es un viejo amigo mío -comentó Logan-. La verdad es que él me consiguió el empleo. Estoy en condiciones de decirles que en cuanto Jimmy se entere de que Ralph Elliot está implicado en esto, nos otorgarán un poder sobre las acciones inmediatamente. Si pueden hacerse con ellas, y pescar a las dos viudas de Florida, estarán muy cerca de controlar el treinta por ciento; eso significa que necesitarán otro veintiún por ciento para respirar tranquilos.

– Por la experiencia que tengo de las otras compras, al menos un cinco por ciento no se pondrán en contacto con ninguna de las partes -señaló Nat-. Hay que tener en cuenta los cambios de domicilio, las acciones depositadas en fondos e incluso a los particulares que, como Harry Gates, nunca se han preocupado de saber qué tienen en cartera.

– Estoy de acuerdo -asintió Logan-, aunque no estaré tranquilo hasta saber que controlan el cincuenta y uno por ciento.

– ¿Qué tenemos que hacer para que ese veintiún por ciento venga a parar a nuestras manos?

– Dedicar muchas horas de trabajo -respondió Logan-. Para empezar, tendrán que enviarle una carta personal a cada uno de los accionistas, o sea, algo más de veintisiete mil. Esto es lo que he pensado. -Logan repartió las fotocopias de un modelo de carta entre los miembros de la junta-. Verán que hago hincapié en la solidez del banco, su larga historia al servicio de la comunidad, su constante crecimiento que supera a cualquier otra entidad financiera del estado. También les pregunto si quieren que un banco se haga con el monopolio.

– Sí, el nuestro -dijo Nat.

– Todavía no es el momento adecuado para eso -replicó Logan-. Ahora, antes de que decidamos si esta carta es válida, querría saber sus opiniones, dado que tendrá que firmarla el presidente o el director ejecutivo.

– Eso significa tener que firmar más de veintisiete mil cartas.

– Sí, pero se las pueden repartir entre ustedes -dijo Logan con una sonrisa-. No se me ocurriría proponer una tarea digna de Hércules si no estuviese plenamente seguro de que nuestros rivales enviarán una circular encabezada «Estimado/a accionista», y con una elegante firma encima del nombre de su presidente. El toque personal puede significar la diferencia entre salvar el pellejo y la extinción.

– ¿Hay algo en lo que yo pueda ayudar? -preguntó Julia.

– Desde luego que sí, señora Russell -respondió Logan-. He redactado una carta diferente para usted que enviaremos a todas las accionistas. La mayoría de ellas son divorciadas o viudas y probablemente no se preocupan de sus carteras más que de Pascuas a Ramos. Hay casi cuatro mil accionistas mujeres, así que eso le ocupará todo el fin de semana. -Le entregó una copia de la carta-. Verá que hago referencia a su experiencia personal como directora de su propia empresa, además de ser miembro de la junta del banco desde hace siete años.

– ¿Alguna cosa más? -le interrogó Julia.

– Sí. -Logan le entregó otras dos hojas-. Quiero que visite a las dos viudas de Florida.

– Podría ir allí a principios de la semana que viene -propuso Julia después de consultar su agenda.

– No -negó Logan con voz firme-. Llámelas ahora y concierte una cita para mañana mismo. Puede estar segura de que Ralph Elliot ya les habrá hecho una visita.

Julia asintió y comenzó a leer las hojas donde figuraba todo lo que se sabía de las señoras Bloom y Hargaten.

– Por último, Nat -prosiguió Logan-, tendrá que lanzarse a una campaña de prensa bastante agresiva; en otras palabras, tendrá que echar toda la carne en el asador.

– ¿Qué tiene pensado? -preguntó Nat.

– El chico local que triunfa, el héroe de Vietnam, el licenciado de Harvard que regresó a Hartford para hacer grande un banco con su mejor amigo. Tendrá que mencionar incluso su historial como corredor deportivo. Todo el país vive en este momento la euforia de correr, quizá algunos de los que practican el footing sean accionistas. Si algún periodista, ya sea de La gaceta del ciclista, de Labores de punto, le pide una entrevista, dígale que sí.

– ¿Contra quién voy a enfrentarme? -quiso saber Nat-. ¿Contra el presidente de Fairchild’s?

– No, no lo creo -respondió el abogado-. Murray Goldblatz es un banquero muy astuto, pero jamás se arriesgarían a que saliera por televisión.

– ¿Por qué no? -preguntó Tom-. Lleva más de veinte años como presidente de Fairchild’s, es uno de los financieros más respetados en el ramo.

– Estoy de acuerdo, presidente -admitió Logan-. Pero no olvide que sufrió un infarto hace un par de años y, lo que es peor, tartamudea. Quizá a usted no le preocupe porque se ha acostumbrado con el paso de los años, pero lo más probable es que si sale por televisión, el público solo lo verá una vez. Puede que sea el banquero más respetado, pero el tartamudeo equivale a incapacidad. Ya sé que le parecerá injusto, pero puede estar seguro de que ellos lo han pensado.

– En ese caso, creo que mi oponente será Wesley Jackson -murmuró Nat-. Es el banquero más lúcido que he conocido. Incluso le ofrecí formar parte de la junta.

– Me parece muy bien -señaló Logan-. Claro que es negro.

– Estamos en mil novecientos ochenta y ocho -protestó Nat, con tono airado.

– Lo sé, pero más del noventa por ciento de sus accionistas son blancos; por tanto, ellos también lo habrán tenido en cuenta.

– En ese caso, ¿a quién cree que pondrán como oponente?

– No tengo ninguna duda de que se enfrentará a Ralph Elliot.

– ¿Así que los republicanos han acabado por aceptar a Barbara Hunter después de todo? -comentó Fletcher.

– Solo porque nadie más quiso ser tu oponente -afirmó Jimmy-. Piensa que tienes una ventaja de nueve puntos en la intención de voto.

– Sé que le rogaron a Ralph Elliot que saliera al ruedo, pero respondió que no podía considerar la oferta porque estaba muy ocupado con la absorción del banco Russell.

– Una buena excusa -reconoció Jimmy-, pero ese tipo jamás se arriesgaría a aparecer en una papeleta electoral sin tener muy claro que podía ganar. ¿Lo viste anoche en la televisión?

– Sí -Fletcher exhaló un suspiro-, y de no haber estado sobre aviso, me hubiese tragado aquello de «Asegure su futuro y confíe su dinero al banco más grande, sólido y respetable del estado». No ha perdido nada de su viejo carisma. Solo espero que tu padre no se lo haya creído.

– No, Harry ya ha comprometido su uno por ciento con Tom Russell y le dice a todo el mundo que haga lo mismo, aunque se sorprendió cuando le comuniqué el valor actual de sus acciones.

Fletcher se echó a reír.

– Los periodistas financieros calculan que ambas partes tienen un cuarenta por ciento y solo falta una semana para que se cumpla el plazo.

– Sí, creo que será bastante reñido. Confío en que Tom Russell se dé cuenta del cariz que tomará este asunto ahora que Ralph Elliot está implicado -manifestó Fletcher.

– No he podido explicárselo más claro -dijo Jimmy en voz baja.

– ¿Cuándo la enviaron? -preguntó Nat mientras el resto de la junta leía la última carta remitida por Fairchild’s a todos los accionistas.

– Tiene fecha de ayer -contestó Logan-; eso significa que disponemos de tres días para responder, pero mucho me temo que para entonces el daño ya esté hecho.

– Ni siquiera yo hubiese creído que Elliot fuese capaz de cometer semejante infamia -comentó Tom después de leer la carta que llevaba la firma de Murray Goldblatz.

El texto de la carta era el siguiente:

Cosas que usted no sabe de Nathaniel Cartwright,

director ejecutivo del banco Russell:

– El señor Cartwright no nació ni se crió en Hartford.

– Fue rechazado por Yale cuando falsificó su examen de ingreso.

– Abandonó la Universidad de Connecticut sin licenciarse, después de perder las elecciones para el claustro de estudiantes.

– Fue despedido de J. P. Morgan después de hacerle perder al banco medio millón de dólares.

– Está casado con una mujer coreana cuya familia luchó contra los norteamericanos durante la guerra.

– El único empleo que pudo conseguir después de que lo echaran de Morgan fue gracias a su viejo compañero de escuela, quien casualmente es el presidente del banco Russell.

Comprometa sus acciones con Fairchild’s;

garantice que su futuro esté en buenas manos.

– Esta es la respuesta que propongo que enviemos por correo urgente hoy mismo -dijo Logan- y evitar que Fairchild’s tenga tiempo para responderla. -Le entregó una copia a cada miembro de la junta.

Cosas que usted debe saber de Nat Cartwright,

director ejecutivo del banco Russell:

– Nat nació y se crió en Connecticut.

– Fue distinguido con la medalla al honor en Vietnam.

– Obtuvo su licenciatura en Harvard (summa cum laude), antes de ingresar en la escuela de empresariales de Harvard.

– Renunció a su empleo en Morgan, después de hacerle ganar al banco más de un millón de dólares.

– Durante los nueve años que lleva en Russell como director ejecutivo, ha cuadruplicado los beneficios del banco.

– Su esposa es profesora de estadística en la Universidad de Connecticut y su padre fue brigada de la infantería de marina.

Quédese con Russell:

el banco que cuida de usted y cuida de su dinero.

– ¿Puedo enviarla inmediatamente? -preguntó Logan.

– No -respondió Nat, y rompió la carta. Permaneció en silencio durante unos segundos-. No soy persona que se enfada fácilmente, pero estoy dispuesto a acabar con Ralph Elliot de una vez para siempre, así que escuchen con atención.

Veinte minutos más tarde, Tom aventuró el primer comentario.

– Eso representa correr un riesgo muy grande.

– ¿Por qué? -replicó Nat-. Si la estrategia falla, acabaremos todos convertidos en multimillonarios, pero si tiene éxito, tendremos el control del banco más grande del estado.

– Papá está furioso contigo -afirmó Jimmy.

– ¿Por qué, si he ganado? -quiso saber Fletcher.

– Ese es el problema. Has ganado por más de doce mil votos, cosa que ha sido una falta de tacto lamentable -explicó Jimmy mientras observaba a Harry Júnior que corría por el lateral del campo con la pelota controlada-. No te olvides de que solo consiguió una ventaja de once mil votos una vez en veintiocho años, cuando Barry Goldwater se presentaba para presidente.

– Gracias por el aviso -dijo Fletcher-. Supongo que tendré que saltarme las comidas de los dos próximos domingos.

– Más te vale no hacerlo. Es tu turno de escuchar cómo ganó un millón en una noche.

– Sí, Annie me comentó que había vendido las acciones del banco Russell. Creía que se había comprometido a no vendérselas a Fairchild’s a ningún precio.

– Dio su palabra y la hubiese mantenido, pero el día antes de que concluyera la oferta, y las acciones habían alcanzado un precio de siete coma diez dólares, recibió una llamada de Tom Russell, que le aconsejó vender. Incluso le recomendó que se pusiera en contacto directamente con Ralph Elliot para que la venta fuese inmediata.

– Se traen algo entre manos -opinó Fletcher-. Tom Russell jamás le hubiese dicho a tu padre que tratara con Ralph Elliot a menos que aún quede por escribir otro capítulo de esta novela. -Jimmy no abrió la boca-. ¿Podemos deducir por tanto que Fairchild’s ya controla más del cincuenta por ciento?

– Le hice a Logan la misma pregunta, pero me explicó que debido a la confidencialidad del cliente, no podía decirme nada hasta el lunes, cuando la comisión publique la información oficial.

– ¡Ay! -exclamó Jimmy-. ¿Has visto lo que le acaba de hacer ese chico de Taft a Harry Júnior? Tiene suerte de que Joanna no esté aquí, ella hubiese entrado en el campo para darle una azotaina.

– ¿Aquellos que estén a favor? -preguntó el presidente.

Todos los allí reunidos levantaron la mano, aunque Julia pareció titubear durante una fracción de segundo.

– Aprobado por unanimidad -declaró Tom, que luego miró a Nat y añadió-: Quizá quieras explicarnos ahora qué sucederá de aquí en adelante.

– Por supuesto, presidente. A las diez de la mañana, la comisión anunciará que Fairchild’s no ha conseguido el control del banco Russell.

– ¿Cuál es el porcentaje que pueden haber conseguido? -preguntó Julia.

– Tenían el cuarenta y siete coma ochenta y nueve por ciento a medianoche del sábado y quizá hayan conseguido comprar algunas acciones más el domingo, pero lo dudo.

– ¿A qué precio?

– El viernes cerraron a siete coma treinta y dos dólares -contestó Logan-, pero después del anuncio de esta mañana, quedan anuladas automáticamente todas las cesiones y Fairchild’s no puede hacer otra oferta durante por lo menos veintiocho días.

– Entonces será el momento en que pondré en el mercado un millón de acciones de Russell.

– ¿Qué necesidad tienes de hacerlo? -intervino Julia-. No hay ninguna duda de que nuestras acciones caerán en picado.

– También caerán las de Fairchild’s, porque son dueños de casi el cincuenta por ciento de las nuestras y no pueden hacer nada al respecto durante veintiocho días.

– ¿Nada? -repitió Julia.

– Nada -confirmó Logan.

– Si después utilizamos el dinero obtenido con la venta para comprar las acciones de Fairchild’s cuando comiencen a bajar…

– Tendrá que informar a la comisión en el momento en que llegue al seis por ciento -señaló Logan- y al mismo tiempo comunicarles que su intención es asumir el control en firme de Fairchild’s.

– Estupendo -exclamó Nat. Cogió el teléfono y marcó los diez dígitos. Nadie habló mientras el director ejecutivo esperaba a que atendieran la llamada-. Hola, Joe, soy Nat. Seguiremos adelante tal como hemos acordado. A las diez y un minuto quiero que pongas a la venta un millón de nuestras acciones.

– ¿Te das cuenta de que caerán en picado? -dijo Joe-. Convertirás en vendedores a todo el mundo.

– Confiemos en que tengas razón, Joe, porque ese será el momento en que tú comenzarás a comprar acciones de Fairchild’s si crees que han tocado fondo. No dejes de comprar hasta tener el cinco coma nueve por ciento.

– Comprendido.

– Una cosa más, Joe, Asegúrate de tener la línea abierta día y noche, porque no creo que vayas a dormir mucho en las próximas cuatro semanas. -Nat se despidió y colgó el teléfono.

– ¿Estás seguro de que no estamos quebrantando alguna ley? -preguntó Julia, preocupada.

– Desde luego -manifestó Logan-, pero si nos sale bien la jugada, creo que el Congreso tendrá que apresurarse en modificar la legislación referente a la absorción de empresas.

– ¿Consideras que lo que hacemos es ético? -añadió Julia.

– No -admitió Nat-, y nunca se me hubiese ocurrido actuar así de no tratarse de Ralph Elliot. -Guardó silencio unos instantes-. Te advertí que iba a acabar con él. Sencillamente no te dije de qué manera.

39

– Tiene al presidente de Fairchild’s por la línea uno, a Joe Stein por la línea dos y a su esposa por la línea tres.

– Atenderé primero al presidente de Fairchild’s. Pídele a Joe Stein que espere y dile a Su Ling que yo la llamaré.

– Su esposa dijo que era urgente.

– La llamaré en cuestión de minutos.

– Le paso al señor Goldblatz.

A Nat le hubiese gustado disponer de unos momentos para prepararse antes de hablar con el presidente de Fairchild’s; quizá tendría que haberle dicho a su secretaria que él lo llamaría más tarde. Para empezar, ¿cómo debía dirigirse a él? ¿Señor Goldblatz, señor presidente o señor a secas? Después de todo, Goldblatz ya era presidente de Fairchild’s cuando Nat todavía era un estudiante.

– Buenos días, señor Cartwright.

– Buenos días, señor Goldblatz, ¿en qué puedo ayudarle?

– Me preguntaba si quizá podríamos reunimos. -Nat vaciló porque no estaba muy seguro de la respuesta-. Creo que lo más prudente sería que nos viéramos los dos solos -añadió-. So… so… solo nosotros dos.

– Me parece una idea excelente -admitió Nat-, aunque tendría que ser en algún lugar donde nadie nos reconociera.

– ¿Puedo proponerle la catedral de San José? -preguntó el señor Goldblatz-. No creo que nadie me reconozca allí.

Nat se echó a reír al oír el comentario.

– ¿Tiene alguna sugerencia respecto al día y la hora?

– Creo que lo más conveniente sería cuanto antes.

– Estoy de acuerdo.

– ¿Le parece bien esta tarde a las tres? No creo que pueda haber mucha gente en la iglesia un lunes por la tarde.

– En la catedral de San José a las tres. Le veré allí, señor Goldblatz.

En cuanto Nat colgó el teléfono, volvió a sonar.

– Joe Stein -le avisó Linda.

– Joe, ¿cuál es la última noticia?

– Acabo de comprar otras cien mil acciones de Fairchild’s, cosa que te sitúa en el veintinueve por ciento. En estos momentos se cotizan a dos coma noventa dólares, que es menos de la mitad de su precio más alto. Pero tienes un problema -le advirtió Joe.

– ¿De qué se trata?

– Si no te haces con el cincuenta por ciento de aquí al viernes, te encontrarás con el mismo problema que tuvo Fairchild’s hace quince días, así que espero que sepas cuál es tu próxima jugada.

– Puede que quede más claro después de una reunión que tengo esta tarde a las tres -le informó Nat.

– Eso suena interesante -opinó Joe.

– Tal vez -prosiguió Nat-, pero no te puedo adelantar nada por el momento, porque ni siquiera yo sé muy bien de qué se trata.

– Curioso e intrigante -dijo Joe-. Espero ansioso tus noticias. ¿Qué quieres que haga mientras tanto?

– Quiero que continúes comprando todas las acciones de Fairchild’s que aparezcan hasta la hora de cierre. Volveremos a hablar antes de que abra el mercado mañana por la mañana.

– Entendido. Entonces lo mejor será que te deje y vuelva al parquet.

Nat exhaló un largo suspiro e intentó pensar en cuál sería el motivo por el que Goldblatz quería verle. Volvió a coger el teléfono.

– Linda, ponme con Logan Fitzgerald; estará en su despacho de Nueva York.

– Su esposa insistió en que era urgente y llamó de nuevo mientras usted hablaba con el señor Stein.

– De acuerdo. Yo la llamaré mientras tú intentas dar con Logan.

Nat marcó el número de su casa y luego tamborileó sobre la mesa mientras seguía pensando en Murray Goldblatz y qué podría querer. La voz de Su Ling interrumpió sus pensamientos.

– Siento no haber podido llamarte inmediatamente -dijo Nat-, pero Murray…

– Luke se ha escapado del colegio -le informó Su Ling-. Nadie le ha visto desde que anoche apagaron las luces.

– Tiene el presidente del comité nacional demócrata por la línea uno, al señor Gates por la línea dos y a su esposa por la línea tres.

– Atenderé primero al presidente del partido. Pídele a Jimmy que espere y dile a Annie que la llamaré cuanto antes.

– Dijo que era urgente.

– Dile que solo será cuestión de un par de minutos.

A Fletcher le hubiese gustado disponer de un poco más de tiempo para prepararse. Solo había hablado con el presidente del partido en un par de ocasiones: una en un pasillo cuando se celebraba la convención nacional y otra en un cóctel en Washington. Dudaba que el señor Brubaker recordara cualquiera de las dos. También estaba el problema de cómo dirigirse a él. ¿Señor Brubaker, Alan o señor a secas? Después de todo, lo habían elegido presidente mucho antes de que Fletcher se presentara a las elecciones para el Senado.

– Buenos días, Fletcher. Soy Al Brubaker.

– Buenos días, señor presidente, es un placer. ¿En qué puedo ayudarle?

– Quiero hablar contigo en privado, Fletcher, y me preguntaba si tú y tu esposa podríais venir a Washington para cenar con Jenny y conmigo una noche de estas.

– Estaremos encantados. ¿Qué día le va bien?

– ¿Qué te parece la noche del dieciocho? El viernes que viene.

Fletcher pasó rápidamente las páginas de su agenda. Tenía una reunión al mediodía, que no se podía saltar puesto que era segundo del líder, pero no había escrito nada para la noche.

– ¿A qué hora tendríamos que estar allí?

– ¿Te parece bien a las ocho? -preguntó Brubaker.

– Sí, perfecto, señor presidente.

– De acuerdo, entonces a las ocho del día dieciocho. Mi casa está en Georgetown, en el número tres mil treinta y ocho de la calle N.

Fletcher escribió la dirección en su agenda, en el espacio debajo de la reunión electoral.

– Será un placer visitarle, señor presidente.

– Lo mismo digo -manifestó Brubaker-. Una cosa, Fletcher, preferiría que no le mencionara esto a nadie.

Fletcher colgó el teléfono. Sería un poco justo, quizá incluso tendría que abandonar la reunión un poco antes de lo previsto. El teléfono sonó de nuevo.

– El señor Gates -le avisó Sally.

– Hola, Jimmy, ¿qué puedo hacer por ti? -le saludó Fletcher alegremente, dispuesto a comentarle la invitación a cenar con el presidente del partido.

– Mucho me temo que muy poco -respondió Jimmy-. Papá acaba de tener otro infarto y se lo han llevado al San Patricio. Estoy a punto de salir, pero me pareció prudente avisarte primero.

– ¿Qué tal está? -preguntó Fletcher en voz baja.

– Es difícil saberlo hasta que escuchemos el diagnóstico del médico. Mamá no se mostró muy coherente cuando me llamó, así que no te puedo decir gran cosa hasta que vaya al hospital.

– Annie y yo nos reuniremos contigo lo más rápido que podamos -dijo Fletcher.

Cortó la comunicación y luego marcó el número de su casa. Comunicaba. Colgó y comenzó a tamborilear sobre la mesa. Si seguía comunicando cuando lo volviera a intentar, cogería el coche para ir directamente a su casa, recoger a Annie y marchar juntos al hospital. Por un momento, Al Brubaker apareció en su mente. ¿Por qué quería mantener una reunión privada con él y prefería que no la mencionara a nadie más? Pero luego pensó de nuevo en Harry y marcó el número de su casa por segunda vez. Esta vez Annie atendió a la llamada.

– ¿Te has enterado? -le preguntó su esposa.

– Sí, acabo de hablar con Jimmy. Creo que iré directamente al hospital y nos vemos allí.

– No, no solo se trata de papá -dijo Annie-. Es Lucy. Ha sufrido una terrible caída cuando salió a cabalgar esta mañana. Perdió el conocimiento unos minutos y se ha roto una pierna. Está ingresada en la enfermería. No sé qué hacer.

– La culpa es toda mía -afirmó Nat-. Debido a la batalla con Fairchild’s por la compra, no he visto a Luke ni una sola vez en todo el trimestre.

– Yo tampoco -admitió Su Ling-. Pero íbamos a ir la semana que viene para ver la representación teatral.

– Lo sé -dijo su marido-. Interpreta a Romeo. ¿Crees que el problema puede ser Julieta?

– Es posible. Después de todo, tú conociste a tu primer amor en la obra de la escuela, ¿no es así? -preguntó Su Ling.

– Efectivamente y aquello acabó en un mar de lágrimas.

– No te culpes, Nat. Yo misma no he hecho otra cosa durante estas últimas semanas que preocuparme de mis alumnos, que están a punto de acabar la carrera; quizá tendría que haberle preguntado a Luke por qué se mostraba silencioso y retraído cuando nos vimos en las vacaciones.

– Siempre ha sido un poco solitario -opinó Nat-; los chiquillos muy estudiosos casi nunca tienen demasiados amigos.

– ¿Cómo puedes saberlo tú? -replicó Su Ling, que se tranquilizó un poco al ver sonreír a su marido-. Además, nuestras madres siempre han sido personas calladas y reflexivas -añadió mientras entraba con el coche en la autopista.

– ¿Cuánto crees que tardaremos en llegar allí? -quiso saber Nat con la mirada puesta en el reloj del salpicadero.

– Calculo que con el tráfico que hay, más o menos una hora. Yo diría que llegaremos alrededor de las tres -respondió Su Ling, que dejó de apretar el pedal del acelerador cuando el velocímetro se acercó a los noventa.

– Las tres, oh, maldita sea -exclamó Nat al recordar la cita de la tarde-. Tendré que llamar a Murray Goldblatz para avisarle de que no podré acudir a la cita.

– ¿El presidente de Fairchild’s?

– Nada menos. Me llamó para proponerme que nos viéramos a solas -le informó Nat mientras cogía el teléfono móvil. Buscó rápidamente el número del banco en la agenda.

– ¿Para hablar de qué? -preguntó Su Ling.

– Tiene que ser algo relacionado con la oferta pública de adquisición, pero por lo demás no tengo ni la más remota idea. -Nat marcó el número-. El señor Goldblatz, por favor.

– ¿De parte de quién? -preguntó la telefonista.

– Es una llamada personal -respondió Nat, después de un leve titubeo.

– Así y todo necesito saber quién es -insistió la voz.

– Tengo una cita con él a las tres.

– Le paso con su secretaria. -Nat esperó.

– Despacho del señor Goldblatz -dijo una voz femenina.

– Tengo una cita con el señor Goldblatz a las tres de la tarde, pero mucho me temo…

– Ahora mismo le paso, señor Cartwright.

– Señor Cartwright.

– Señor Goldblatz, tendrá que disculparme, me ha surgido un problema familiar y no podré asistir a nuestra reunión de esta tarde.

– Comprendo -replicó Goldblatz, aunque su tono lo desmentía.

– Señor Goldblatz -añadió Nat-. No tengo la costumbre de andarme con rodeos. No tengo tiempo para eso ni es mi forma de actuar.

– No insinuaba tal cosa, señor Cartwright -manifestó el banquero escuetamente.

Nat vaciló un momento y luego dijo:

– Mi hijo se ha escapado de Taft y voy de camino para hablar con el director.

– La… la… lamento mucho saberlo -afirmó el señor Goldblatz con un tono muy distinto-. Si le sirve de algún consuelo, yo también me escapé de Taft, pero en cuanto se me acabó el dinero decidí volver al día siguiente.

Nat se echó a reír.

– Gracias por ser tan comprensivo.

– En absoluto, quizá quiera llamarme más tarde y decirme cuándo le parece que podemos vernos.

– Sí, por supuesto, señor Goldblatz, y me pregunto si podría pedirle un favor.

– Desde luego.

– Que nada de esta conversación llegue a oídos de Ralph Elliot.

– Le doy mi palabra, aunque debe saber, señor Cartwright, que él no sabe nada de nuestra cita.

Cuando Nat cortó la comunicación, Su Ling le preguntó:

– ¿No crees que ha sido un poco arriesgado?

– No, no lo creo. Tengo la sensación de que el señor Goldblatz y yo acabamos de descubrir que tenemos algo en común.

En el momento en que Su Ling condujo el coche a través de las puertas de Taft, un montón de recuerdos aparecieron en la mente de Nat: el retraso de su madre, tener que caminar por el pasillo central de la sala abarrotada cuando las piernas amenazaban con fallarle, sentarse junto a Tom y, veinticinco años más tarde, acompañar a su hijo en el primer día de clase. En esos momentos solo deseaba que su hijo estuviese sano y salvo.

Su Ling aparcó el coche delante de la casa del director y antes de que pudiera apagar el motor, Nat vio a la señora Henderson que bajaba los escalones de la entrada. Notó una opresión en el pecho hasta que la vio sonreír. Su Ling se apeó de un salto.

– Lo han encontrado -dijo la señora Henderson-. Estaba con su abuela en la lavandería.

– Vayamos directamente al hospital a ver a tu padre. Luego decidiremos quién de los dos irá a Lakeville para ocuparse de Lucy.

– Lucy se pondrá muy triste cuando se entere -comentó Annie-. Adora a su abuelo.

– Lo sé y él ya ha comenzado a organizarle la vida -dijo Fletcher-. Quizá lo más conveniente sea no decirle lo que ha pasado, sobre todo ahora que no está en condiciones de visitarlo.

– Puede que tengas razón. En cualquier caso, él fue a verla la semana pasada.

– No lo sabía.

– Oh, sí, esos dos traman algo -comentó Annie mientras entraba con el coche en el aparcamiento del hospital-, pero ninguno de los dos ha dicho esta boca es mía.

Subieron en el ascensor hasta la planta donde estaba Harry y caminaron rápidamente por el pasillo. Martha se levantó en cuanto los vio entrar, con el rostro ceniciento. Annie abrazó a su madre y Fletcher tocó el hombro de Jimmy. Miró al hombre que yacía en la cama; la tez que no quedaba oculta por la máscara de oxígeno, que le tapaba la boca y la nariz, mostraba una palidez mortal. La señal en la pantalla del monitor era la única indicación de que seguía vivo. Era terrible ver así a un hombre que había sido la persona más vital que Fletcher hubiese conocido.

Los cuatro se sentaron en silencio alrededor de la cama. Martha sujetaba la mano de su marido. Al cabo de unos momentos, dijo:

– ¿No os parece que uno de vosotros dos tendría que ir a ver cómo está Lucy? Aquí no hay mucho que hacer.

– No pienso moverme de aquí -anunció Annie-. Creo que Fletcher es quien debe ir.

Fletcher asintió. Besó a Martha en la mejilla y después miró a Annie.

– Emprenderé el regreso inmediatamente en cuanto me asegure de que Lucy está bien.

Durante todo el viaje hasta Lakeville su mente no dejó ni un momento de pensar en Harry y Lucy, y por un instante en Al Brubaker, aunque se dio cuenta de que ya no le preocupaba averiguar qué quería de él el presidente del partido.

Cuando vio el cartel que anunciaba el desvío a Hotchkiss, los pensamientos de Fletcher volvieron a centrarse en Harry y la primera vez que se vieron durante el partido de fútbol contra Taft. «Dios mío, deja que viva», rogó en voz alta mientras entraba en el camino de su vieja escuela y aparcaba delante de la enfermería. Una enfermera acompañó al senador hasta la cama de su hija. Mientras caminaba por la sala donde todas las camas estaban vacías, vio a lo lejos una pierna enyesada sostenida en el aire por un cabestrillo. Le recordó la vez en que se había presentado para presidente de los estudiantes y su rival había dejado que sus partidarios estamparan sus firmas en el yeso el día de las elecciones. Fletcher intentó recordar su nombre.

– Eres una comedianta -dijo Fletcher incluso antes de ver la gran sonrisa en el rostro de su hija y las botellas de gaseosa, bolsas de palomitas y galletas de chocolate que estaban desparramadas por la cama.

– Lo sé, papá, e incluso me las apañé para librarme del examen de matemáticas, pero debo volver a clase el lunes si quiero tener una oportunidad de ser la representante de los estudiantes.

– Así que esa es la razón por la que ese viejo y astuto buitre que es tu abuelo vino a verte.

Fletcher besó la mejilla de su hija y miraba las galletas cuando apareció un muchacho que se detuvo con expresión inquieta al otro lado de la cama.

– Este es George -lo presentó Lucy-. Está enamorado de mí.

– Es un placer conocerte, George -manifestó Fletcher, con una sonrisa.

– Lo mismo digo, senador. -El joven le extendió la mano derecha por encima de la cama.

– George es mi director de campaña para representante de los estudiantes -comentó Lucy-, de la misma manera que mi padrino lleva la tuya. George cree que la pierna rota me ayudará a conseguir los votos de simpatía. Tendré que preguntarle al abuelo qué opina la próxima vez que venga a visitarme. El abuelo es nuestra arma secreta -susurró-. Tiene aterrorizada a la oposición.

– No sé por qué me he molestado en venir a verte -señaló Fletcher-, cuando está claro que no me necesitas absolutamente para nada.

– Claro que te necesito, papá. ¿Podrías darme un adelanto de la paga del mes que viene?

Fletcher sonrió mientras sacaba el billetero.

– ¿Cuánto te dio tu abuelo?

– Cinco dólares -respondió Lucy, tímidamente. Fletcher le dio otros cinco-. Gracias, papá. Por cierto, ¿cómo es que mamá no ha venido?

Nat aceptó llevar a Luke de regreso a la escuela a la mañana siguiente. El chico se había mostrado muy poco comunicativo la noche anterior, casi como si hubiese querido decir algo, pero no con ellos dos en la habitación.

– Quizá se decida a hablar de camino a la escuela, cuando estéis a solas -opinó Su Ling.

Padre e hijo emprendieron el camino de regreso a Taft en cuanto acabaron de desayunar, pero Luke continuó sin decir gran cosa. A pesar de los intentos de Nat de sacar el tema de los estudios, la obra teatral e incluso las actividades deportivas, solo recibió monosílabos como toda respuesta. Así que Nat cambió de táctica y también permaneció en silencio, con la idea de que Luke, en su momento, iniciaría la conversación.

Su padre conducía por el carril de adelantamiento, a una velocidad apenas por encima del límite, cuando Luke le preguntó:

– ¿Cuándo te enamoraste por primera vez, papá?

Nat casi chocó con el vehículo que tenía delante, pero frenó a tiempo y luego volvió a situarse en el carril central.

– Creo que la primera chica que me interesó de verdad se llamaba Rebecca. Interpretaba a Oliva y yo hacía de Sebastián en la obra de la escuela. -Se calló unos instantes-. ¿Tienes problemas con Julieta?

– Por supuesto que no -respondió Luke-. Es tonta; bonita, pero tonta. -Un largo silencio siguió a estas palabras-. ¿Hasta dónde llegasteis Rebecca y tú? -preguntó finalmente.

– Recuerdo que nos besamos y hubo un poco de eso que en mi época llamábamos mimos.

– ¿Querías tocarle los pechos?

– Claro que sí, pero ella no me dejaba. No llegué a esa parte hasta nuestro primer año en la facultad.

– ¿Tú la querías, papá?

– Creía que sí, pero me enamoré perdidamente cuando conocí a tu madre.

– ¿Así que la primera chica con la que te acostaste fue mamá?

– No, hubo un par de chicas antes que ella, una en Vietnam y otra cuando estaba en la universidad.

– ¿Dejaste embarazada a alguna de las dos?

Nat se pasó al carril de la derecha y redujo la velocidad a cuarenta.

– ¿Has dejado embarazada a alguna chica?

– No lo sé -respondió Luke- y tampoco lo sabe Kathy, pero cuando nos estábamos besando detrás del gimnasio, le hice un estropicio en la falda.

Fletcher pasó una hora más con su hija antes de emprender el viaje de regreso a Hartford. Disfrutó de la compañía de George. Lucy lo había descrito como el chico más brillante de la clase. «Por eso lo escogí como director de mi campaña», le explicó.

El senador llegó a Hartford al cabo de una hora y cuando entró en la habitación de Harry la situación no había cambiado. Se sentó junto a Annie y le cogió la mano.

– ¿Alguna mejoría? -le preguntó.

– No, ninguna -respondió Annie-. No se ha movido desde que tú te marchaste. ¿Cómo está Lucy?

– Es una comedianta y se lo dije. Tendrá que llevar el yeso durante unas seis semanas, algo que no parece haberle hecho mella; es más, está convencida de que la ayudará a ganar las elecciones a representante de los estudiantes.

– ¿Le has hablado del abuelo?

– No, tuve que mentirle un poco cuando me preguntó dónde estabas.

– ¿Dónde estaba?

– Presidiendo una reunión de la junta escolar.

– Muy cierto, solo que te has equivocado de día.

– A propósito, ¿sabías que tiene novio? -preguntó Fletcher.

– ¿Te refieres a George?

– ¿Conoces a George?

– Sí, aunque yo no lo describiría como un novio -opinó Annie-, sino como un fiel esclavo.

– Creía que Lincoln había abolido la esclavitud en mil ochocientos sesenta y tres -comentó Fletcher.

Annie se volvió para mirar a su marido.

– ¿Te preocupa?

– Por supuesto que no. Es lógico que Lucy tenga novio.

– No me refiero a eso, y tú lo sabes.

– Annie, solo tiene dieciséis años.

– Yo era más joven cuando te conocí.

– Annie, no olvides que cuando estábamos en la universidad nos manifestamos por los derechos civiles; me enorgullece saber que le hemos inculcado esos principios a nuestra hija.

40

Nat se sentía un tanto culpable por haber regresado a Hartford después de dejar a su hijo en Taft, porque no había tenido tiempo de visitar a sus padres. Pero era consciente de que no podía saltarse la reunión con Murray Goldblatz dos días seguidos. Cuando se despidió de Luke, el chico al menos ya no parecía hundido en el sufrimiento. Le había prometido que él y su madre volverían el viernes por la tarde para la representación de la obra. Aún pensaba en Luke cuando sonó el teléfono móvil, una innovación que había cambiado su vida.

– Prometiste llamarme antes de que abriera el mercado -dijo Joe, que hizo una pausa antes de añadir-: ¿Tienes alguna noticia que comunicarme?

– Lamento no haberte llamado, Joe; surgió una crisis doméstica y me olvidé completamente.

– ¿Tienes algo nuevo que decirme?

– ¿Algo nuevo?

– Tus últimas palabras fueron: «Sabré algo más dentro de veinticuatro horas».

– Antes de que te eches a reír, Joe, te diré que sabré algo más dentro de veinticuatro horas.

– Lo soportaré, pero ¿cuáles son las instrucciones para hoy?

– Las mismas de ayer. Quiero que continúes comprando agresivamente las acciones de Fairchild’s hasta la hora de cierre.

– Confío en que sepas lo que haces, Nat, porque las facturas comenzarán a llegar la semana que viene. Todo el mundo sabe que Fairchild’s está en condiciones de capear el temporal, pero ¿tú estás absolutamente seguro de que podrás?

– No puedo permitirme no hacerlo -replicó Nat-, así que sigue comprando.

– Lo que tú dispongas, jefe. Solo deseo que tengas un paracaídas a mano, porque si no tienes el cincuenta y uno por ciento de Fairchild’s para las diez de la mañana del lunes, la caída será más que accidentada.

Mientras Nat continuaba su viaje de regreso a Hartford, comprendió que Joe no había hecho más que recalcar lo evidente. La semana siguiente a esa misma hora podría encontrarse sin trabajo y, lo que era más grave, haber permitido que Russell acabara en poder de su principal competidor. ¿Goldblatz era consciente de esa situación? Por supuesto que sí.

En el momento de entrar en la ciudad, decidió no ir a su despacho, sino aparcar a unas calles de la catedral, comerse un bocadillo y considerar todas las alternativas que le pudiese plantear Goldblatz. Pidió un bocadillo de beicon con la ilusión de que le infundiera un ánimo más combativo. Luego comenzó a escribir en el dorso del menú una lista con los pros y los contras.

A las tres menos diez salió de la cafetería y caminó sin prisas hacia la catedral. Fueron varias las personas que al pasar por su lado le saludaron con un gesto o un «Buenas tardes, señor Cartwright», cosa que le recordó lo muy conocido que era desde un tiempo a esta parte. Sus expresiones eran de admiración y respeto; y deseó poder adelantar la película una semana para ver cómo serían entonces. Consultó su reloj: las tres menos cuatro minutos. Decidió dar la vuelta a la manzana y entrar en la catedral por la puerta sur, que era más discreta. Subió las escalinatas de dos en dos y entró en el templo dos minutos antes de que el reloj de la torre tocara la hora. No ganaría nada con llegar tarde.

Después del fuerte resplandor exterior, Nat tardó unos segundos en habituar su visión a la penumbra de la catedral iluminada, solo con velas. Contempló todo el largo de la nave central y se fijó en el altar donde destacaba la gran cruz dorada tachonada con piedras semipreciosas. Luego miró a las hileras de bancos de roble. Estaban casi vacíos, tal como le había dicho el señor Goldblatz; no había más de media docena de ancianas vestidas de negro; una de ellas sostenía un rosario y rezaba: «Salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres…».

Continuó avanzando por el pasillo central, sin ver ninguna señal de Goldblatz. Cuando llegó delante del grandioso púlpito de madera, se detuvo unos momentos para admirar la obra del artesano, que le recordó sus viajes a Italia. Le remordió la conciencia no haber sabido que existía esa obra de arte en su propia ciudad. Echó una ojeada a los bancos, pero sus únicos ocupantes continuaban siendo el reducido grupo de ancianas que rezaban con las cabezas inclinadas. Decidió volver hacia el fondo de la catedral y sentarse en uno de los últimos bancos. Consultó su reloj. Eran las tres y un minuto. Mientras caminaba, escuchó el eco de sus pisadas en el suelo de mármol. Entonces escuchó una voz que le decía:

– ¿Quieres confesarte, hijo mío?

Nat se volvió hacia la izquierda y se fijó en uno de los confesionarios con la cortina descorrida. ¿Un sacerdote católico con acento judío? Esbozó una sonrisa, se sentó en el pequeño banco de madera y cerró la cortina.

– Tienes un aspecto magnífico -comentó el líder de la mayoría cuando Fletcher ocupó su lugar a la derecha de Ken-. De tratarse de cualquier otro, diría que tienes una amante.

– Tengo una amante -replicó Fletcher-. Se llama Annie. Por cierto, quizá tenga que marcharme sobre las dos.

Ken Stratton echó un vistazo a la agenda.

– Por mí, ningún problema; aparte de tu propuesta de ley sobre educación pública no hay nada que necesite de tu participación excepto quizá el tema de los candidatos para las próximas elecciones. Suponemos que volverás a presentarte como candidato por Hartford, a menos que Harry tenga dispuesto hacer su reaparición. ¿Qué tal está el viejo buitre?

– Un poco mejor. Inquieto, irritable y dispuesto a meter la nariz en lo que sea.

– Entonces, está como siempre -opinó Ken.

Fletcher leyó el orden del día. Solo se perdería el tema de la recaudación de fondos y ese era un asunto que estaba en todos los programas desde el día de su elección, y que seguiría ahí mucho después de su jubilación.

Cuando el reloj marcó las doce, el líder de la mayoría le pidió a Fletcher que explicara su proyecto sobre educación. El senador dedicó media hora a la explicación y analizó con mucho detalle las cláusulas que podían ser objetadas por los republicanos. Después de responder a media docena de preguntas de sus colegas, comprendió que necesitaría de toda su capacidad como abogado y orador si quería sacar adelante la propuesta en la cámara. Como era de esperar, la última pregunta la hizo Jack Swales, el miembro más antiguo del Senado. Siempre hacía la última pregunta y era la señal para pasar al siguiente punto de la agenda.

– ¿Cuánto le va a costar todo esto al contribuyente, senador?

Los presentes sonrieron mientras Fletcher cumplía con el ritual.

– La partida correspondiente aparece en el presupuesto, Jack, y el proyecto estaba en nuestro programa en las últimas elecciones.

Jack sonrió y el líder de la mayoría anunció:

– Punto número dos: candidatos para las próximas elecciones.

Fletcher había tenido la intención de marcharse en cuanto comenzara el debate, pero como todos los demás presentes en la sala, se llevó una sorpresa cuando Ken añadió:

– Debo informar a mis compañeros senadores, no sin cierto pesar, que no me presentaré a las próximas elecciones.

La sesión informativa se transformó repentinamente en una situación explosiva. Comenzaron a escucharse los «¿Por qué?», «No puede ser» y «¿Quién?», hasta que Ken levantó una mano para pedir silencio.

– No creo que sea necesario explicarles por qué considero que ha llegado el momento de dejar la política.

Fletcher comprendió la consecuencia inmediata de la decisión de Ken: había pasado de ser el senador favorito para convertirse en líder de la mayoría. Cuando mencionaron su nombre, dejó claro que se presentaría a la reelección y se escabulló en el momento en que Jack Swales comenzó su discurso para explicar que su sentido del deber le impulsaba a buscar la reelección a la edad de ochenta y dos años.

Fletcher recorrió en coche el poco más de medio kilómetro hasta el hospital y subió de dos en dos las escaleras hasta el segundo piso para no tener que esperar al ascensor. Cuando entró en la habitación, Harry estaba explicando con todo detalle la ley de incapacitación del presidente de la nación a una atenta audiencia de dos. Martha y Annie se volvieron para mirarle.

– ¿Ha ocurrido algo en la reunión del partido que deba saber? -preguntó Harry.

– Ken Stratton no se presentará en las próximas elecciones.

– Eso no es ninguna novedad. Ellie está enferma desde hace tiempo y es la única persona que le importa más que el partido. De todas maneras, eso significa que si conservamos la mayoría en el Senado, tú podrías ser el nuevo líder.

– ¿Qué me dices de Jack Swales? ¿No creerá que le corresponde por derecho?

– En política no hay nada que te corresponda por derecho -replicó Harry-. En cualquier caso, no creo que los demás le respalden. No pierdas más el tiempo hablando conmigo, porque sé que tienes que ir a Washington para tu reunión con Al Brubaker. Lo único que quiero saber es cuándo estarás de regreso.

– Mañana por la mañana a primera hora. Solo nos quedaremos una noche.

– Entonces ven a verme en cuanto llegues; quiero que me cuentes palabra por palabra por qué Al quiere verte. Por cierto, no te olvides de transmitirle mis saludos; es el mejor presidente que el partido ha tenido en años. Pregúntale si recibió mi carta.

– ¿Tu carta? -repitió Fletcher.

– Tú limítate a preguntárselo -dijo Harry.

– Se le ve muy recuperado -le comentó Fletcher a Annie mientras iban camino del aeropuerto.

– Así es; los médicos le han dicho a mi madre que quizá le dejen volver a casa la semana que viene, si, y solo si, promete que se tomará las cosas con calma.

– Lo prometerá -afirmó Fletcher-, pero da gracias de que faltan diez meses para las próximas elecciones.

El avión del puente aéreo a la capital despegó con un retraso de quince minutos, pero Fletcher ya lo había previsto, así que cuando aterrizaron, aún confiaba en que tendrían tiempo para ir al hotel Wilard, ducharse y estar en Georgetown a las ocho.

El taxi llegó a la puerta del hotel a las siete y diez. Lo primero que hizo Fletcher fue preguntarle al portero cuánto se tardaba en ir a Georgetown.

– Aproximadamente de diez a quince minutos -le informó.

– Entonces quiero que me tenga un taxi en la puerta a las ocho menos cuarto.

Annie se las apañó para ducharse y vestirse con un traje de cóctel, mientras Fletcher se paseaba por la habitación sin dejar de controlar el reloj cada pocos segundos. Le abrió la puerta del taxi cuando faltaban nueve minutos para las ocho.

– Tenemos que estar en el tres mil treinta y ocho de la calle N dentro de nueve minutos -le dijo al taxista después de consultar el reloj.

– No, de ninguna manera -intervino Annie-. Si Jenny Brubaker se parece en algo a mí, agradecerá que lleguemos algunos minutos tarde.

El taxista condujo hábilmente entre el denso tráfico nocturno y consiguió llegar a la casa del presidente del partido solo dos minutos después de las ocho, consciente de que era Fletcher quien pagaría la carrera.

– Es un placer volver a verle, Fletcher -dijo Al Brubaker cuando les abrió la puerta-. Esta es Annie, ¿no? No creo que hayamos tenido la ocasión de conocernos, pero por supuesto estoy enterado de su trabajo por el partido.

– ¿El partido? -preguntó Annie.

– ¿No pertenece a la junta de la escuela de Hartford y es miembro del comité del hospital?

– Sí, así es -admitió Annie-, pero siempre he creído que estaba trabajando para la comunidad.

– Es usted igual que su padre -señaló Al-. Por cierto, ¿cómo está el viejo león?

– Acabamos de dejarlo -respondió Fletcher-. Tiene mucho mejor aspecto, le manda saludos. Antes de que me olvide, quiere saber si recibió su carta.

– Sí, la recibí. Es de los que nunca se rinden, ¿verdad? -dijo Brubaker, y sonrió-. ¿Qué les parece si pasamos a la biblioteca y les preparo una copa? Jenny no tardará en bajar.

– ¿Qué tal está su hijo?

– Ahora bien, gracias, señor Goldblatz. El motivo de su escapada fue de índole sentimental.

– ¿Cuántos años tiene?

– Dieciséis.

– Una edad muy adecuada para enamorarse. Dígame, hijo mío, ¿tiene algo que confesar?

– Sí, padre, para esta misma hora de la semana que viene seré el presidente del banco más grande del estado.

– Para esta misma hora de la semana que viene quizá ni siquiera sea el director ejecutivo del banco más pequeño del estado.

– ¿Qué le hace pensar tal cosa? -le preguntó Nat.

– Bien puede ser que lo que comenzó como un golpe brillante acabe en agua de borrajas y le deje sin fondos para cubrir las compras. Sus agentes seguramente le habrán advertido de que no tiene ninguna posibilidad de hacerse con el cincuenta y uno por ciento de Fairchild’s para el lunes por la mañana.

– No niego que será peliagudo -aceptó Nat-, pero así y todo creo que podremos conseguirlo.

– Gracias a Dios que ninguno de los dos somos católicos, señor Cartwright, porque de lo contrario tendría usted que arrepentirse de sus actos y yo imponerle una penitencia de tres avemarías. Pero no tema, veo la redención para nosotros.

– ¿Necesito ser redimido, padre?

– Ambos lo necesitamos, ese es el mo… mo… motivo por el que le propuse que nos viéramos. La batalla no nos está haciendo ningún favor y si se alarga hasta después del domingo, puede perjudicar a las entidades para las que trabajamos; posiblemente incluso acabe con la suya.

Nat iba a protestar, pero no lo hizo porque Goldblatz tenía toda la razón.

– ¿Cuál es la redención que propone? -preguntó.

– Verá, creo que he encontrado una solución mejor que rezar tres avemarías, que quizá perdone nuestros pecados e incluso nos dé un pequeño beneficio.

– Le escucho, padre.

– He seguido con mucho interés su carrera profesional, hijo mío. Es una persona brillante, extremadamente diligente y con una determinación feroz, pero lo que más admiro de usted es su integridad, por mucho que uno de mis asesores legales intente convencerme de lo contrario.

– Me halaga, señor, pero no haga que me sienta abrumado.

– No tiene por qué estarlo. Soy realista; creo que si no tiene éxito esta vez, quizá quiera volver a intentarlo dentro de un par de años y no darse por vencido hasta salirse con la suya. ¿Me equivoco?

– Me parece que no, señor.

– Ha sido sincero conmigo, así que le pagaré con la misma moneda. Dentro de dieciocho meses cumpliré sesenta y cinco años, momento en que espero jubilarme y dedicarme a jugar al golf. Me gustaría dejarle a mi sucesor una entidad próspera, no un paciente delicado que necesite de continuos tratamientos. Creo que usted podría ser la solución a mi problema.

– Creía que era la causa.

– Razón de más para que nosotros procuremos acabar con un intento que es al mismo tiempo atrevido y muy imaginativo.

– Pensaba que eso era exactamente lo que estaba haciendo.

– Todavía puede, hijo mío, aunque por razones políticas necesito que todo el asunto sea idea suya; eso significa, señor Cartwright, que deberá usted confiar en mí.

– Ha dedicado cuarenta años a labrarse la reputación de la que goza, señor Goldblatz. No puedo creer que esté dispuesto a arriesgarla cuando le falta muy poco para la jubilación.

– Yo también me siento halagado, joven, pero, lo mismo que usted, no me siento abrumado. Por consiguiente puedo dejar caer que fue usted quien solicitó que habláramos para hacer la propuesta de que, más que continuar luchando entre nosotros, tendríamos que trabajar unidos.

– ¿Una sociedad? -preguntó Nat.

– Llámelo como quiera, señor Cartwright, pero si nuestros dos bancos se fusionaran, nadie saldría perdiendo y, lo que es más importante, todos nuestros accionistas se beneficiarían.

– ¿Cuáles serían los términos que me aconseja que debería recomendarle a usted, por no mencionar a mi junta?

– Que el banco se llame Fairchild Russell; por otro lado, yo continuaré como presidente durante los próximos dieciocho meses, mientras que usted será mi adjunto.

– ¿Qué pasaría con Tom y Julia Russell?

– Es evidente que a ambos se les ofrecería un cargo en la junta. Si usted es el nuevo presidente dentro de dieciocho meses, será de su incumbencia designar a su propio adjunto, aunque creo que sería prudente mantener a Wesley Jackson como director ejecutivo. Dado que usted le invitó a formar parte de su junta hace unos años, no creo que lo considere un inconveniente.

– No, no lo sería, pero eso no resuelve el problema del reparto de acciones.

– Usted posee en la actualidad el diez por ciento de las acciones de Russell, lo mismo que su presidente. La señora Russell, quien a mi juicio tendría que dirigir la nueva división inmobiliaria, llegó a tener en un momento dado el cuatro por ciento. Pero sospecho que son esas acciones las que ha estado usted sacando al mercado en los últimos días.

– Podría estar en lo cierto, señor Goldblatz.

– En volumen de negocios y beneficios Fairchild’s es apro… apro… ximadamente cinco veces más grande que Russell, así que le recomiendo que cuando presente la propuesta, usted y el señor Russell pidan un cuatro por ciento y acepten un tres. En el caso de la señora Russell, diría que un uno por ciento sería lo apropiado. Ustedes tres, por supuesto, continuarían percibiendo los mismos salarios y beneficios.

– ¿Qué pasa con mi equipo?

– No habrá cambios durante los próximos dieciocho meses. Después, la decisión será suya.

– ¿Quiere que yo le haga esta oferta a usted, señor Goldblatz?

– Efectivamente.

– Perdón por la pregunta, pero ¿por qué no hace usted mismo la propuesta y deja que mi junta la considere?

– Porque nuestros asesores legales se opondrían. Al parecer el señor Elliot solo tiene un objetivo en todo este asunto, acabar con usted. Yo también tengo un único propósito: mantener la integridad del banco en el que trabajo desde hace más de treinta años.

– Si es así, ¿por qué no despide a Elliot sin más?

– Quería hacerlo al día siguiente de que enviara aquella carta infame en mi nombre, pero no podía permitirme reconocer un desacuerdo interno cuando estábamos en medio de una oferta pública de adquisición. Piense en lo que hubiese dicho la prensa al respecto, por no ha… ha… hablar de los accionistas, señor Cartwright.

– Ha de tener presente que en cuanto Elliot se entere de que he presentado la propuesta, no tardará ni un segundo en aconsejar a la junta que la rechace.

– Lleva toda la razón -admitió Goldblatz-; por eso ayer lo envié a Washington para que me informe directamente en cuanto la Comisión de Valores anuncie el resultado de su oferta de compra el lunes.

– Se olerá la trampa. Sabe muy bien que no necesita estar en Washington sin nada que hacer durante cuatro días. Le bastaría con volar a la capital el domingo por la noche para informarle de la decisión de la comisión el lunes por la mañana.

– Es curioso que lo mencione, señor Cartwright, porque fue mi secretaria quien se en… en… enteró de que los republicanos están celebrando en Washington que han llegado a la mitad de la legislatura y los festejos concluirán con una cena en la Casa Blanca. -Guardó silencio unos instantes-. Tuve que pedir más de un favor para asegurarme de que Ralph Elliot recibiera una invitación a tan augusta fiesta. Por tanto, convendrá conmigo en que estará muy ocupado en estos momentos. No leo más que noticias sobre sus ambiciones políticas en la prensa local. Él las niega, por supuesto, y en consecuencia deduzco que deben de ser ciertas.

– ¿Puedo preguntarle por qué lo contrató?

– Siempre hemos contado con los servicios de Belman y Wayland, señor Cartwright, y hasta que se planteó el tema de la compra, no había tenido la ocasión de tratar con el señor Elliot. Me confieso culpable, pero ahora al menos intento rectificar el error. Verá, no conté con que usted me lleva la delantera por haber sido derrotado por él en dos ocasiones.

– Touché -dijo Nat-. ¿Qué hacemos ahora?

– Ha sido un placer conversar con usted, señor Cartwright; y presentaré su propuesta a mi junta esta misma tarde. Es de lamentar que uno de nuestros miembros esté en Washington, pero así y todo confío en que podré telefonearle para comunicarle nuestra reacción a última hora de hoy.

– Esperaré su llamada con mucho interés -manifestó Nat.

– Bien, entonces podremos encontrarnos cara a cara y le propongo que sea cuanto antes, porque me gustaría tener un acuerdo firmado para la tarde del viernes, una vez cumplidas todas las diligencias. -Murray Goldblatz se calló un momento-. Nat, ayer me pidió que le hiciera un favor; ahora soy yo quien le pide a usted que haga algo por mí.

– Sí, por supuesto.

– Monseñor, un hombre astuto, me pidió una donación de doscientos dólares por el uso del confesionario; creo que ahora que somos socios usted debería pagar su parte. Solo se lo pido porque a los miembros de mi junta les parecerá muy divertido y me permitirá mantener la reputación entre mis amigos judíos de que soy un tipo despiadado.

– Haré todo lo que esté a mi alcance para que no pierda esa reputación, padre -afirmó Nat.

Salió del confesionario y caminó rápidamente hacia la puerta sur, donde vio a un sacerdote junto a la entrada vestido con la sotana negra y birrete. Nat sacó dos billetes de cincuenta dólares y se los dio.

– Dios le bendiga, hijo mío -dijo monseñor-, pero tengo el presentimiento de que podría doblar su contribución si supiera en cuál de los dos bancos debe invertir la Iglesia.

Al Brubaker seguía sin dar ni una pista sobre la razón por la cual quería hablar con Fletcher cuando sirvieron el café.

– Jenny, ¿por qué no acompañas a Annie a la sala? Hay algo que necesito discutir con Fletcher. Nos reuniremos con vosotras en unos minutos. -En cuanto Annie y Jenny los dejaron solos, Al añadió-: ¿Quiere un brandy o un puro, Fletcher?

– No, gracias, Al. Seguiré con el vino.

– Ha escogido un buen fin de semana para estar en Washington. Los republicanos han venido a la ciudad para celebrar la mitad de la legislatura. Esta noche Bush los agasajará con una cena en la Casa Blanca, así que los demócratas debemos permanecer ocultos durante algunos días. Dígame, ¿qué tal va el partido en Connecticut?

– Hoy mantuvimos una reunión para escoger a los candidatos y discutir la eterna cuestión de la financiación de la campaña.

– ¿Se presentará a la reelección?

– Sí, ya lo he dejado claro.

– Me han dicho que podría ser el próximo líder de la mayoría.

– A menos que Jack Swales quiera el cargo; después de todo, es el miembro más antiguo.

– ¿Jack? ¿Todavía vive? Hubiese jurado que había asistido a su entierro. No, no creo que el partido le dé su respaldo, a menos…

– ¿A menos? -preguntó Fletcher.

– Que usted decida presentarse para gobernador. -Fletcher dejó la copa de vino en la mesa para impedir que Al viera cómo le temblaba la mano-. Seguramente ha considerado la posibilidad.

– Sí, la he considerado -admitió Fletcher-, pero pensé que el partido respaldaría a Larry Connick.

– Nuestro estimado vicegobernador -repuso Al mientras encendía un puro-. No, Larry es un buen hombre, aunque conoce sus limitaciones, y demos gracias a Dios que así sea, porque no son muchos los políticos capaces de hacerlo. Hablé con él la semana pasada en la asamblea de gobernadores en Pittsburgh. Me dijo que está dispuesto a figurar en la lista pero solo si consideramos que puede ser útil al partido. -Al dio una calada al puro y disfrutó de la sensación antes de añadir-: No, Fletcher, usted es nuestra primera elección; si acepta el reto, le doy mi palabra de que el partido lo respaldará. Lo que menos nos interesa es una pelea para ver quién termina siendo el candidato. Dejemos la verdadera batalla para cuando tengamos que enfrentarnos a los republicanos, porque su candidato intentará aprovechar los éxitos de Bush; así que debemos prepararnos para una campaña muy dura si pretendemos conservar la mansión del gobernador.

– ¿Tienen alguna idea de quién podría ser el candidato republicano? -preguntó Fletcher.

– Confiaba en que usted me lo dijera.

– Creo que habrá dos serios competidores que representan a diferentes bandos dentro del partido. Uno es Barbara Hunter, que ocupa un escaño en la cámara, pero la edad y los antecedentes juegan en su contra.

– ¿Antecedentes? -repitió Al.

– Ha ganado pocas elecciones -comentó Fletcher-, aunque a lo largo de los años ha conseguido hacerse con una amplia base en el partido y como Nixon nos demostró después de perder en California, nunca se puede descartar a nadie.

– ¿Quién más? -preguntó el presidente.

– ¿El nombre de Ralph Elliot le suena de algo?

– No -contestó Brubaker-, pero sé que es miembro de la delegación de Connecticut que cenará esta noche en la Casa Blanca.

– Sí, pertenece al comité central del estado y si lo designan candidato, nos enfrentaremos a una campaña muy sucia. Elliot es un tipo barriobajero capaz de las mayores infamias.

– En ese caso, también puede ser un riesgo para su propio partido.

– Solo le puedo decir una cosa: nunca juega limpio y no le gusta perder.

– Eso último también lo dicen de usted -señaló Al, con una sonrisa-. ¿Alguien más?

– Hay otros dos o tres nombres que suenan, pero hasta ahora nadie ha salido a la palestra. Seamos sinceros, muy poca gente había oído hablar de Carter hasta lo de New Hampshire.

– ¿Qué me dice de este hombre? -Al le enseñó la portada de la revista Banker’s Weekly.

Fletcher miró el titular, que decía: ¿el nuevo gobernador de connecticut?

– Si lee el artículo, Al, verá que tiene todos los números para convertirse en el próximo presidente de Fairchild’s si los dos bancos acaban por ponerse de acuerdo en los términos de la fusión. Le eché una ojeada en el avión.

Al pasó las páginas de la revista hasta dar con el artículo.

– Es evidente que no llegó al último párrafo -replicó, y a continuación leyó en voz alta-: «Aunque se supone que cuando Murray Goldblatz se jubile le sucederá Cartwright, este cargo bien podría ser ocupado por su íntimo amigo Tom Russell, si el director ejecutivo de Russell acepta que se proponga su nombre como candidato a gobernador por el partido republicano».

Fletcher y Annie regresaron al hotel y se acostaron. Fletcher no consiguió conciliar el sueño, no solo porque la cama era más cómoda y la almohada más blanda de lo que estaba habituado. Al necesitaba saber su decisión para final de mes, dado que quería poner en marcha la maquinaria del partido cuanto antes. Annie se despertó unos minutos después de las siete.

– ¿Has dormido bien, cariño? -le preguntó.

– Apenas he pegado ojo.

– Pues yo he dormido a pierna suelta. Claro que no he tenido que preocuparme de si te presentarás para gobernador.

– ¿Por qué no? -quiso saber Fletcher.

– Porque creo que deberías presentarte, no se me ocurre ninguna razón para que no lo hagas.

– Ante todo, necesito mantener una larga conversación con Harry, porque una cosa es segura: ha analizado el tema a fondo.

– Yo no diría tanto -señaló Annie-. Creo que le preocupa mucho más la campaña de Lucy para representante de los estudiantes.

– En ese caso, intentaré que me dedique algunos minutos de su atención para discutir el tema de ser gobernador de Connecticut. -Fletcher se levantó de un salto-. ¿Te importaría si nos saltamos el desayuno y cogemos un vuelo de primera hora? Quiero hablar con Harry antes de ir al Senado.

Fletcher apenas dijo palabra en el vuelo de regreso a Hartford, porque se dedicó a leer una y otra vez el artículo del Banker’s Weekly donde se hablaba de Nat Cartwright como nuevo presidente adjunto de Fairchild’s y si sería el próximo gobernador de Connecticut. Una vez más, le sorprendió las muchas cosas que tenían en común.

– ¿Qué vas a preguntarle a papá? -preguntó Annie cuando el avión comenzaba la maniobra de aterrizaje en el aeropuerto Bradley.

– La primera pregunta será si soy demasiado joven para el cargo.

– Recuerda que Al te comentó que ya hay un gobernador más joven que tú y otros dos de tu misma edad.

– La segunda será su valoración de mis posibilidades.

– No querrá responderte a la pregunta hasta no saber quién será el oponente.

– Y la tercera es saber si me considera capacitado para el cargo.

– Sé cuál será la respuesta a esa pregunta, porque es un tema que ya hemos discutido.

– Es una suerte que anoche no tardáramos tanto en aterrizar en Washington -comentó Fletcher cuando el avión realizó una tercera vuelta al aeropuerto.

– ¿Harás finalmente una parada para ver a papá antes de ir al Senado? -le preguntó Annie-. Estoy segura de que estará sentado en la cama a la espera de escuchar tus noticias.

– Esa es mi intención, ir a visitarlo antes de ir al Senado -afirmó Fletcher mientras salían del aeropuerto en el coche y entraban en la autovía.

Hacía una preciosa mañana de otoño, así que el senador Davenport decidió subir la colina y pasar por delante del Capitolio antes de dirigirse al hospital.

Cuando llegaron a lo alto de la colina, Annie miró a través de la ventanilla y se echó a llorar desconsoladamente. Fletcher aparcó en el arcén. Abrazó a su esposa mientras miraba por encima de su hombro el edificio del Capitolio.

La bandera de la nación ondeaba a media asta.

41

El señor Goldblatz se levantó de su sitio en el centro de la mesa y echó una ojeada a la declaración que tenía preparada. A su derecha se sentaba Nat Cartwright y a su izquierda, Tom Russell. Detrás de ellos tres estaban sentados en hilera los demás miembros de la junta.

– Damas y caballeros de la prensa, tengo el placer de anunciarles la fusión de Fairchild’s y Russell y la creación de un nuevo banco que llevará el nombre de Fairchild Russell. Continuaré desempeñando el cargo de presidente, el señor Nat Cartwright será el presidente adjunto y Tom y Julia Russell formarán parte de la junta. El señor Wesley Jackson seguirá en la nueva entidad como director ejecutivo. Asimismo, confirmo que el banco Russell ha retirado su oferta de compra y les comunico que próximamente se presentará el nuevo organigrama de la compañía. El señor Cartwright y yo responderemos a las preguntas que deseen formular.

Todos los periodistas levantaron la mano.

– Sí, empiece usted, por favor -dijo el presidente, y señaló a una mujer en la segunda fila, con la que ya había acordado cederle la primera pregunta.

– ¿Tiene usted la intención de dimitir de su cargo de presidente en un futuro próximo?

– Sí, efectivamente, y no creo que haya ninguna duda respecto a quién me sucederá.

Se volvió para mirar a Nat mientras otro periodista preguntaba:

– ¿Qué opina el señor Russell al respecto?

El señor Goldblatz sonrió, porque era una pregunta que todos se esperaban. Miró a su izquierda.

– Quizá el señor Russell quiera responder él mismo a la pregunta.

Tom sonrió amablemente al periodista.

– Estoy encantado con la unión de los dos principales bancos del estado y me siento muy honrado por la invitación a unirme a la junta de Fairchild Russell como director sin rango ejecutivo. -Sonrió una vez más-. Confío en que el señor Cartwright reconsidere mi cargo cuando acceda a la presidencia.

– Excelente respuesta -le susurró el presidente cuando Tom se sentó.

Nat se levantó sin perder ni un segundo para ofrecer otra respuesta bien ensayada.

– Desde luego que volveré a designar al señor Russell y no será como director sin rango ejecutivo.

Goldblatz sonrió complacido.

– Estoy seguro de que tal decisión no será ninguna sorpresa para todo el que siga con atención este asunto -añadió-. ¿Sí? -dijo en respuesta a uno de los periodistas que mantenía la mano alzada.

– ¿Habrá algún tipo de reducción de plantilla por la fusión?

– No -respondió Goldblatz-. Tenemos la intención de mantener a todo el personal de Russell, pero una de las responsabilidades más urgentes del señor Cartwright será preparar una reestructuración completa del banco durante los próximos doce meses. Quisiera añadir que la señora Julia Russell ya ha sido designada para dirigir la nueva división inmobiliaria formada tras la unión de los bancos. En Fairchild’s hemos seguido con admiración cómo llevó adelante el proyecto de Cedar Wood.

– ¿Puedo preguntar por qué su asesor legal, Ralph Elliot, no está presente en este acto? -dijo una voz desde el fondo de la sala.

Otra pregunta que Goldblatz había previsto aunque no pudo ver al periodista que la había planteado.

– El señor Elliot está en Washington. Anoche cenó con el presidente en la Casa Blanca; y debido a ese compromiso no ha podido estar con nosotros esta mañana. ¿Siguiente pregunta?

Goldblatz no hizo referencia alguna al «franco intercambio de opiniones» que había mantenido por teléfono con Elliot a primera hora de la mañana.

– Hablé con el señor Elliot hace unas horas -añadió el mismo periodista-. Me preguntó si estaría usted dispuesto a hacer algún comentario sobre el comunicado de prensa que acaba de hacernos llegar.

Nat se quedó de una pieza mientras Goldblatz se levantaba lentamente.

– Será un placer comentarlo si pudiera saber lo que dice el comunicado.

El periodista comenzó a leer el texto de la hoja que tenía en la mano: «Es para mí un placer comprobar que el señor Goldblatz ha aceptado mi recomendación de fusionar los dos bancos y no seguir con una batalla que no hubiese servido a los intereses de nadie». Goldblatz sonrió al tiempo que asentía. «Hay tres miembros de la junta para reemplazar al actual presidente en un futuro próximo, pero como considero a uno de ellos totalmente inaceptable para desempeñar un cargo que requiere una absoluta honradez, no me queda más alternativa que la de dimitir de mi cargo en la junta y dejar de atender los asuntos legales del banco. Hecha esta única reserva, deseo a la nueva entidad el mayor de los éxitos.»

La sonrisa del señor Goldblatz desapareció como por ensalmo y fue incapaz de contener la rabia.

– No tengo más comentarios que hacer en estos mo… mo… momentos. Con esto doy por acabada la ru… ru… rueda de prensa. -Se levantó sin más y salió de la sala. Nat le pisaba los talones-. ¡El muy condenado ha roto el acuerdo! -exclamó furioso mientras caminaba hacia la sala de juntas.

– ¿Qué habían acordado exactamente? -le preguntó Nat, que hacía todo lo posible por mantener la calma.

– Acepté decir que él había participado en el feliz desarrollo de las negociaciones, si él a su vez presentaba su dimisión a la junta, cesaba como representante legal de la nueva entidad y se abstenía de hacer nuevas declaraciones.

– ¿Tenemos el compromiso por escrito?

– No, lo acordamos anoche por teléfono. Dijo que hoy lo confirmaría por escrito.

– O sea, que una vez más Elliot sale de todo esto limpio de polvo y paja -opinó Nat.

Goldblatz se detuvo al llegar a la puerta de la sala de juntas y se volvió para mirar a Nat.

– Ni lo sueñe -replicó-. Creo que acabará arrastrándose por el fango. Esta vez ha ido a buscarle las cosquillas al hombre menos indicado.

La popularidad de un individuo en vida a menudo solo se manifiesta en la muerte.

La catedral de San José estaba llena a rebosar mucho antes de la hora fijada para el funeral de Harry Gates. El jefe de policía, Don Culver, decidió cortar la calle al tráfico delante del templo, para permitir que todos los que no cabían pudieran sentarse en las escalinatas o permanecer en el exterior, mientras escuchaban el oficio religioso por los altavoces.

El cortejo fúnebre se detuvo ante la iglesia y una guardia de honor transportó a hombros el ataúd al interior de la catedral. Martha Gates iba acompañada de su hijo y escoltada por su hija y su yerno. La multitud agolpada en las escalinatas se apartó para dejar paso a los deudos. Todos los presentes en el interior se pusieron de pie cuando un acólito acompañó a la señora Gates hasta el primer banco. Mientras recorrían el pasillo central, Fletcher vio a todos los baptistas, judíos, episcopalianos, musulmanes, metodistas y mormones, que habían acudido a presentar sus respetos al católico difunto.

El obispo comenzó el oficio religioso con una oración escogida por Martha, que fue seguida por los himnos y la lectura de los pasajes bíblicos favoritos de Harry. Jimmy y Fletcher leyeron, pero fue Al Brubaker, como presidente del partido, quien subió al púlpito para pronunciar el panegírico.

Brubaker miró a los presentes y permaneció en silencio durante unos segundos.

– Son pocos los políticos -comenzó- que inspiran respeto y afecto, pero si Harry pudiese estar aquí ahora, vería por sí mismo que figuraba entre el grupo selecto. Veo entre los congregados muchos rostros que no había visto antes -hizo una pausa-, así que debo suponer que son republicanos. -Las risas resonaron en la catedral y se escucharon algunos aplausos que provenían de la calle-. Aquí yace un hombre que, cuando el presidente le pidió que se presentara a gobernador del estado, respondió sencillamente: «Aún no he acabado mi trabajo como senador de Hartford», y nunca lo hizo. Como presidente de mi partido, he asistido a funerales de presidentes, gobernadores, senadores y congresistas, junto con los grandes y poderosos, pero este funeral es diferente, porque también ha venido la gente de la calle, de todas las clases sociales, para manifestar simplemente su agradecimiento.

»Harry Gates era un hombre que tenía opinión para todo, de verbo fácil, irascible y provocador. También era un apasionado defensor de las causas en las que creía. Leal con sus amigos, justo con los oponentes, era un hombre cuya compañía buscaban los demás porque les enriquecía la vida. Harry Gates no era un santo, pero los santos estarán en las puertas del cielo para darle la bienvenida.

»Le damos las gracias a Martha por haber apoyado a Harry y todos sus sueños, muchos cumplidos y uno todavía por cumplir. A Jimmy y Annie, sus hijos, de los que estaba muy orgulloso. A Fletcher, su querido yerno, a quien encomendó la poco envidiable tarea de convertirse en portador de la antorcha, y a Lucy, que fue elegida representante de los estudiantes pocos días después de la muerte de su abuelo. Estados Unidos ha perdido a un hombre que sirvió a su país aquí y en el extranjero, en la guerra y en la paz. Hartford ha perdido a un servidor público que no será reemplazado fácilmente.

»Me escribió hace unas pocas semanas -Brubaker hizo una pausa- para pedirme dinero (qué valor el suyo) para su amado hospital. Dijo que no me volvería a hablar nunca más si no le enviaba un cheque. He considerado a fondo los pros y los contras de la amenaza. -Pasaron varios minutos antes de que se apagaran las risas y los aplausos-. Al final, mi esposa envió un cheque. La verdad es que jamás pasó por la mente de Harry que si pedía algo, no se le daría, y ¿por qué? Porque dedicó toda su vida a dar, así que ahora debemos hacer que su sueño se convierta en realidad, construir un hospital en su memoria del que hubiese estado orgulloso.

»Leí la semana pasada en el Washington Post que el senador Harry Gates había muerto. Esta mañana, cuando llegué a Hartford, pasé por delante del centro para los ancianos, la biblioteca y la primera piedra del hospital que llevará su nombre. Mañana, cuando regrese a casa, le escribiré al Washington Post para decirles: “Están ustedes en un error, Harry Gates está vivito y coleando”. -El señor Brubaker se calló unos momentos para mirar a los congregados y después miró directamente a Fletcher-. “Aquí teníamos a un hombre, ¿dónde encontraremos a otro igual?”

Cuando se juntaron en las escalinatas de la catedral, Martha y Fletcher agradecieron a Al Brubaker sus palabras.

– Si hubiese dicho menos -comentó Brubaker-, habría aparecido a mi lado en el púlpito para reclamar un recuento. -El presidente estrechó la mano de Fletcher-. No mencioné todo el texto de la carta que me envió Harry, pero sé que querrá leer el último párrafo. -Sacó la carta de un bolsillo interior y se la entregó.

Fletcher leyó rápidamente las últimas palabras de Harry, miró al presidente y asintió.

Tom y Nat bajaron las escalinatas de la catedral y caminaron entre la muchedumbre que se dispersaba en silencio.

– Me hubiese gustado conocerlo mejor -comentó Nat-. Llegué a pedirle que se uniera a la junta cuando dejó el Senado. Me escribió de su puño y letra una carta encantadora donde me explicaba que la única junta de la que era miembro era la del hospital.

– Solo tuve ocasión de hablar con él un par de veces -manifestó Tom-. Estaba loco, por supuesto, pero tienes que estarlo si escoges pasarte la vida subiendo piedras por una ladera. No se lo digas jamás a nadie, pero fue el único demócrata al que he votado.

– Lo mismo digo -admitió Nat, y se echó a reír.

– ¿Qué opinarías si recomiendo que la junta haga una donación de cien mil dólares para la construcción del hospital? -le preguntó Tom.

– Me opondré rotundamente. -Tom lo miró sorprendido-. Cuando el senador vendió sus acciones de Russell, lo primero que hizo fue donar cien mil dólares al hospital. Lo menos que podemos hacer es repetir el gesto.

Tom asintió en silencio. Se volvió por un momento y vio a la señora Gates junto a la puerta de la catedral. Esa misma tarde le enviaría una carta con el cheque. Exhaló un suspiro.

– Mira quién le está dando la mano a la viuda.

Nat se volvió y vio a Ralph Elliot que estrechaba la mano de Martha Gates.

– ¿Te sorprende? En este mismo momento le está comentando lo muy feliz que se sintió cuando Harry siguió su consejo de vender las acciones del banco Russell y se embolsó un millón de dólares.

– ¡Dios mío! -exclamó Tom-. Comienzas a pensar como él.

– Tendré que hacerlo si pretendo sobrevivir durante los próximos meses.

– No creo que el tema deba preocuparte -replicó Tom-. Todo el mundo en el banco tiene asumido que tú serás el próximo presidente.

– No estoy hablando ahora de la presidencia -dijo Nat. Tom se detuvo bruscamente ante las escalinatas del banco y miró a su viejo amigo-. Si Ralph Elliot postula su nombre como candidato a gobernador por los republicanos, entonces me presentaré yo también. -Miró hacia la catedral-. Y esta vez te juro que lo venceré.

42

– ¡Damas y caballeros, Fletcher Davenport, el próximo gobernador de Connecticut!

A Fletcher le resultó divertido ver cómo, momentos después de haber sido elegido candidato demócrata, se le presentaba inmediatamente como el próximo gobernador; ninguna mención a un oponente, ni la más mínima insinuación de que podía perder las elecciones. Pero recordaba muy bien a Walter Móndale, que era presentado continuamente como el próximo presidente de Estados Unidos y acabó como embajador en Tokio mientras que era Ronald Reagan el que llegó a la Casa Blanca.

En cuanto Fletcher llamó a Al Brubaker para confirmarle que estaba dispuesto a presentarse, la maquinaria del partido se puso inmediatamente en marcha para darle su respaldo. Las cabezas de otro par de demócratas habían asomado por encima de la trinchera, pero como patos en una galería de tiro habían desaparecido rápidamente.

Al final, la única oposición a Fletcher resultó ser una congresista que nunca había hecho ningún mal -o bien- a nadie como para ser tenida en cuenta. Después de vencerla en las primarias de septiembre, el partido la había convertido de pronto en una formidable oponente que había sido derrotada de forma contundente por el mejor y más impresionante candidato que había dado el partido en los últimos años. Pero Fletcher admitía en privado que ella no había sido más que un monigote y que la verdadera batalla comenzaría una vez que los republicanos hubiesen elegido a su paladín.

Aunque Barbara Hunter se mostraba activa y decidida como siempre, nadie creía de verdad que ella fuese a encabezar la lista republicana. Ralph Elliot contaba con el apoyo de varios personajes clave del partido, y cada vez que hablaba en público o en privado, el nombre de su «amigo», e incluso ocasionalmente su «íntimo amigo» Ronnie, salía fácilmente de sus labios. Pero Fletcher escuchaba una y otra vez los rumores de que una considerable facción de republicanos estaban buscando una alternativa factible; de lo contrario, amenazaban con abstenerse, o incluso votar a los demócratas. A medida que pasaban los días, le resultaba más dura la espera hasta saber quién sería su oponente. Para finales de agosto, comprendió que si finalmente los republicanos presentaban un candidato sorpresa, se estaban tomando todo el tiempo del mundo.

Fletcher miró a la multitud que tenía delante. Era su cuarto discurso del día y aún no eran las doce. Echaba de menos la presencia de Harry en las comidas de los domingos, donde se podían discutir las ideas y sacar a la luz sus fallos. A Lucy y George les encantaba meter baza, cosa que solo le recordaba lo indulgente que había sido Harry cuando él mismo hacía propuestas que el senador seguramente había escuchado centenares de veces antes, pero sin insinuarlo ni una sola vez. Pero la siguiente generación había despejado del todo cualquier duda que Fletcher pudiese tener sobre lo que los alumnos de Hotchkiss esperaban de su gobernador.

El cuarto discurso de Fletcher no difería mucho de los otros tres de la mañana, destinados a los trabajadores de la fábrica de Pepperidge Farm en Norwalk, los empleados de las oficinas centrales de Wiffle Ball en Shelton y los obreros de Stanley en New Britain. Solo cambiaba el párrafo donde se proclamaba que la economía del estado no sería tan boyante sin su especial contribución. Comió con las Hijas de la Revolución Americana, donde se olvidó de mencionar su ascendencia escocesa, y pronunció otros tres discursos durante la tarde, antes de asistir a una cena para recaudar fondos, que seguramente no aportaría más de diez mil dólares a la campaña.

Se acostaba más o menos a medianoche y abrazaba a su esposa ya dormida, que de vez en cuando exhalaba un suspiro. Había leído una vez que cuando Reagan estaba inmerso en su campaña, lo habían encontrado abrazado a una farola. Fletcher se había reído mucho en su momento, pero entonces ya no le hacía ninguna gracia.

«Romeo, Romeo, ¿dónde estás, Romeo?»

Nat tuvo que darle la razón a su hijo. Julieta era hermosa, pero no era la clase de chica que pudiese encandilar a Luke. Intentó adivinar cuál podía ser la escogida entre las otras cinco actrices del elenco. Cuando cayó el telón del entreacto, consideró que Luke había realizado una espléndida interpretación y experimentó un profundo orgullo mientras oía los aplausos del público. Sus padres habían asistido a la representación la noche anterior y le habían comentado que ellos se sintieron igual de orgullosos cuando le vieron interpretar a Sebastián en aquel mismo teatro, hacía ya tantos años.

Cada vez que Luke dejaba el escenario, Nat recordaba de nuevo la llamada que había recibido por la mañana. Su secretaria había creído que era Tom que quería gastarle una broma pesada cuando le preguntaron si su jefe estaba disponible para hablar con el presidente de la nación.

Nat se dio cuenta de que se había puesto de pie cuando oyó por teléfono la voz de George Bush.

El presidente le felicitó por la distinción de Fairchild y Russell como Banco del Año -la justificación de la llamada- y luego le transmitió un sencillo y muy claro mensaje: «Son muchas las personas que confían en que presente su candidatura a gobernador. Tiene muchos amigos y partidarios en Connecticut, Nat. Espero que podamos reunimos muy pronto».

Todo el mundo en Hartford se había enterado en menos de una hora de la llamada del presidente; una prueba más de que las telefonistas tenían una red de información propia. Nat se lo había dicho solo a Su Ling y Tom y ninguno de los dos se había mostrado sorprendido.

«Mi promesa de amor eterno a cambio de la tuya.»

La atención del padre volvió a centrarse en la obra.

Nat tomó buena nota de que la gente comenzaba a pararle en la calle para manifestarle: «Espero que se presente para gobernador, Nat»; algunos se dirigían a él como «señor Cartwright» e incluso «señor». Cuando él y Su Ling habían entrado en el teatro esa noche, las miradas de los espectadores se habían centrado en ellos y se oyó un murmullo. En el coche, mientras iban camino de Taft, él no le había preguntado a Su Ling si debía presentarse, sino que su pregunta fue: «¿Crees que podré desempeñar la labor?», y ella le respondió: «Eso parece opinar el presidente».

Cuando cayó el telón después de la escena de la muerte, Su Ling comentó:

– ¿Te has fijado cómo nos miraba la gente? -Guardó silencio un momento y añadió-: Supongo que debemos acostumbrarnos a que nuestro hijo sea una estrella.

Con cuánta facilidad podía devolver a Nat a la realidad, qué extraordinaria sería como esposa del gobernador.

El elenco de actores y sus padres estaban invitados a cenar con el director, así que Nat y Su Ling se dirigieron a su casa.

– Es el aya.

– Sí, su interpretación fue sencillamente estupenda -señaló Nat.

– No, tonto, el aya tiene que ser la chica de la que se ha enamorado Luke -dijo Su Ling.

– ¿Cómo puedes estar tan segura? -le preguntó Nat.

– En el momento en que caía el telón, se cogieron de la mano y estoy casi segura de que eso no figura en las indicaciones originales de Shakespeare -respondió Su Ling.

– Bueno, no tardaremos mucho es averiguar si tienes razón -manifestó Nat mientras entraban en la casa del director.

Se encontraron con Luke, que bebía una Coca-Cola en el vestíbulo.

– Hola, papá; hola, mamá -saludó al verles entrar-. Os presento a Kathy Marshall; hace el papel de aya. -Su Ling intentó no mostrarse excesivamente ufana-. ¿Verdad que Kathy ha estado fantástica? Claro que tiene la intención de estudiar arte dramático en la escuela Sarah Lawrence.

– Sí, así es, pero tú tampoco lo has hecho nada mal -afirmó Nat-. Estamos muy orgullosos de ti.

– ¿Había visto la obra antes, señor Cartwright? -quiso saber Kathy.

– Sí, cuando Su Ling y yo visitamos Stratford. Celia Johnson interpretó el papel de aya, pero supongo que no habrás oído hablar de ella.

– Breve encuentro -contestó Kathy inmediatamente.

– Noël Coward -añadió Luke.

– Trevor Howard fue su compañero de cartel -dijo Kathy.

Nat le hizo un gesto a su hijo, que aún continuaba vestido de Romeo.

– Debes de ser el primer Romeo que se ha enamorado del aya -comentó Su Ling.

– Es su complejo de Edipo -replicó Kathy con una sonrisa-. ¿Qué enfoque le dio la señorita Johnson a su personaje? Mi profesora dice que cuando la vio actuar con Edith Evans, interpretó al aya como una celadora: estricta, firme, pero cariñosa.

– No estoy de acuerdo -señaló Su Ling-. Celia Johnson la presentó como un poco loca, errática aunque también cariñosa, eso sí.

– Una idea muy interesante. Tendré que buscar al director. Por supuesto, me hubiese gustado interpretar a Julieta, pero no soy lo bastante bonita -añadió la joven con sencillez.

– Eres hermosa -declaró Luke.

– Tu opinión no se puede tener en cuenta, Luke -dijo Kathy, y le cogió la mano-. Piensa que llevas gafas desde que tenías cuatro años.

Nat sonrió mientras pensaba en lo afortunado que era Luke al tener una amiga como Kathy.

– Kathy, ¿te gustaría venir a pasar algunos días con nosotros durante las vacaciones de verano? -le preguntó.

– Sí, siempre y cuando no le cause muchos trastornos, señor Cartwright -contestó la muchacha-. No quisiera resultar una carga.

– ¿Una carga? -se extrañó Nat.

– Así es. Luke me ha dicho que se presentará usted a gobernador.

banquero local se presenta a gobernador, rezaba el titular del Hartford Courant. En una página interior se ofrecía un amplio perfil del brillante financiero que veinticinco años antes había merecido la medalla al honor por su actuación en Vietnam; después reseñaba su carrera profesional, que concluía con su decisivo papel en la fusión entre un pequeño banco familiar como Russell, con sus once sucursales, y Fairchild’s, que contaba con ciento dos sucursales en todo el territorio del estado. Nat sonrió al recordar la charla mantenida en el confesionario de la catedral de San José y la cortés manera como Murray Goldblatz seguía haciendo creer a todo el mundo que la idea original había sido de Nat. Desde entonces, Nat recibía los valiosos consejos de Murray, quien nunca bajaba la guardia ni dejaba de lado sus principios.

El editorial del Courant señalaba que la decisión de Nat de disputarle a Ralph Elliot la designación como candidato republicano había abierto la carrera electoral, dado que arabos eran personajes sobresalientes en sus respectivas profesiones. El periódico no tomaba partido por ninguno de los dos, sino que prometía informar objetivamente del duelo entre el banquero y el abogado, cuya enemistad era de conocimiento público. «También se presentará la señora Hunter», se apostillaba en el último párrafo sin darle más importancia, lo que indicaba claramente la opinión del Courant sobre sus posibilidades desde que Nat aceptó presentarse al cargo.

Nat estaba más que satisfecho con la cobertura informativa que le habían dispensado la prensa y la televisión después de su anuncio y todavía más con la favorable reacción de los ciudadanos de a pie. Tom se había tomado una excedencia de dos meses en el banco para ocuparse de la campaña de Nat y Murray Goldblatz había hecho una más que generosa contribución a los fondos para la campaña.

La primera reunión se celebró aquella noche en casa de Tom y el director de la campaña explicó a los integrantes del equipo a lo que tendrían que hacer frente durante las siguientes seis semanas.

Levantarse cada día antes del amanecer y caer rendido en la cama pasada la medianoche no era algo que tuviese muchas compensaciones, pero Nat estaba sorprendido con la fascinación de Luke por el proceso electoral. Dedicó sus vacaciones a acompañar a su padre a todas partes, a menudo con Kathy a su lado. Con el paso de los días, Nat le fue cobrando más y más afecto a la muchacha.

A Nat le costó muy poco adaptarse a la nueva situación; a que Tom le recordara constantemente que no podía darles órdenes a los voluntarios como si fuese un sargento y que siempre debía darles las gracias, por poco que fuese su trabajo y aunque hubiesen cometido errores. Pero incluso con seis discursos y una docena de reuniones al día, la progresión del aprendizaje era muy dura.

No tardó en quedar claro que Elliot ya llevaba varias semanas de campaña, al parecer con la ilusión de que su trabajo previo le otorgara una ventaja indiscutible. Nat comprendió rápidamente que si bien el primer caucus [5] en Ipswich solo daría diecisiete votos electorales, su importancia era desproporcionada en relación a esa cifra, como era el caso de New Hampshire en las elecciones presidenciales. Visitó a cada uno de los votantes y se marchó con la certeza de que Elliot ya les había visitado antes. Aunque su rival ya se había asegurado el compromiso de varios delegados, aún quedaban algunos indecisos que sencillamente no acababan de fiarse del abogado.

A medida que transcurrían los días, Nat comprendió que se esperaba de él que tuviese el don de la ubicuidad, ya que las primarias de Chelsea se realizaron solo dos días después del caucus en Ipswich. De los dos, Elliot era quien estaba dedicando la mayor parte de su tiempo a la campaña en Chelsea, porque estaba convencido de que contaba con los diecisiete votos de Ipswich.

Nat regresó a Ipswich la noche de la votación del caucus y oyó cómo el presidente del comité local anunciaba que Elliot había obtenido diez votos, mientras que a él le correspondían los siete restantes. El equipo de Elliot, si bien proclamaba que había sido una victoria concluyente, fue incapaz de disimular la desilusión. En cuanto escuchó el resultado, Nat corrió al coche y Tom lo llevó a Chelsea antes de la medianoche.

Para su sorpresa, los periódicos locales hacían poco caso del resultado en Ipswich, pues afirmaban que Chelsea, con un padrón electoral de más de once mil personas, ofrecería un indicador mucho más claro de las opiniones del público sobre los dos hombres que lo que habían decidido un puñado de caciques locales. Nat, desde luego, se sintió mucho más a gusto y relajado en las calles, en los centros comerciales, en las puertas de las fábricas, en las escuelas y clubes que en las habitaciones llenas de humo, obligado a escuchar a unas personas que se creían con el «derecho divino» de designar al candidato.

Después de un par de semanas de estrechar manos a diestro y siniestro, Nat le comentó a Tom que se sentía muy animado al comprobar cuántas eran las personas que prometían votarle. En cualquier caso, no dejaba de preguntarse si Elliot estaba recibiendo la misma respuesta.

– No tengo la menor idea -contestó Tom, mientras salían para asistir a otro mitin-, pero sí te puedo decir que se nos está acabando el dinero. Si mañana nos dan una paliza, habremos participado en la campaña más corta de la historia. Claro que siempre podríamos hacer público el respaldo de Bush, porque eso seguramente nos aportaría algunos votos.

– De ninguna manera -replicó Nat con mucha firmeza-. Se trató de una llamada personal, no de un respaldo oficial.

– Sin embargo, Elliot no deja de hablar de su visita a la Casa Blanca y su encuentro con su viejo amigo George, como si hubiese sido una cena para dos.

– ¿Tú cómo crees que se sienten al respecto los demás miembros de la delegación republicana?

– Eso es demasiado sutil para el votante medio -señaló Tom.

– Nunca lo subestimes -declaró Nat.

Nat no recordaba gran cosa del día en que se celebraron las elecciones primarias en Chelsea; solo sabía que había estado en constante movimiento. Cuando se anunció minutos después de la medianoche que Elliot había obtenido 6.109 votos frente a los 5.302 de Cartwright, la única pregunta de Nat fue:

– ¿Podemos permitirnos continuar ahora que Elliot cuenta con veintisiete delegados contra diez nuestros?

– El enfermo todavía respira -replicó Tom-, aunque muy débilmente, así que nos queda Hartford; si Elliot gana allí también, no podremos impedir que nos arrolle. Da gracias de que aún tienes un empleo al que volver -añadió con una sonrisa.

La señora Hunter, que solo había conseguido dos votos para el colegio electoral, admitió la derrota, dijo que se retiraba de la campaña y que anunciaría en breve a cuál de los dos candidatos daría su apoyo.

Nat agradeció retornar a su ciudad natal, donde la gente en la calle lo trataba como a un amigo. Tom sabía el tremendo esfuerzo que debían hacer en Hartford, no solo porque representaba la última oportunidad, sino que además, al ser la capital del estado, tenía el mayor número de votos electorales, diecinueve en total, que de acuerdo con la regla prehistórica de que el ganador se lo llevaba todo, permitiría que si Nat se proclamaba ganador, se situara en cabeza con veintinueve delegados contra veintisiete. Si perdía, podría deshacer las maletas y marcharse a casa.

Durante la campaña, los candidatos fueron invitados a participar juntos en diversos actos, pero cada vez que asistían, en contadas ocasiones hacían caso el uno del otro; desde luego, nunca se detenían para mantener una charla.

Cuando solo faltaban tres días para la celebración de las primarias, la encuesta sobre intención de voto publicada por el Hartford Courant situaba a Nat con dos puntos de ventaja sobre su rival; también publicaron la noticia de que la señora Barbara Hunter daba todo su apoyo a Cartwright. Este era exactamente el impulso que necesitaba la campaña de Nat. A la mañana siguiente, advirtió que eran muchos menos los trabajadores que le apoyaban en la calle y que en cambio aumentaban sensiblemente las personas que se acercaban para estrecharle la mano.

Se encontraba en el centro comercial Robinson cuando recibió un mensaje de Murray Goldblatz: «Necesito hablar con usted urgentemente». Murray no era un hombre aficionado a utilizar la palabra urgente a menos que quisiera decir eso en el más estricto sentido literal. Nat dejó a su equipo para que continuara con su tarea propagandística y les aseguró que no tardaría en volver. No volvieron a verlo en todo el día.

Cuando Nat llegó al banco, la recepcionista le informó de que el presidente se encontraba en la sala de juntas con el señor y la señora Russell. Nat entró en la sala y ocupó su sitio habitual enfrente de Murray, pero por las expresiones que vio en los rostros de los tres comprendió que las noticias no eran buenas. Murray fue directamente al grano.

– Tengo entendido que esta noche habrá un acto donde participarán usted y Ralph Elliot.

– Así es -asintió Nat-. Es el último acto de la campaña antes de los comicios de mañana.

– Tengo una espía en el equipo de Elliot -prosiguió Murray-; me ha dicho que le tienen preparada una pregunta para esta noche que podría dar al traste con toda su campaña. No ha podido averiguar de qué se trata y no se ha atrevido a insistir, para no despertar sospechas. ¿Tiene alguna idea de lo que podría ser?

– No, no se me ocurre nada -respondió Nat.

– Quizá descubrió el asunto de Julia -señaló Tom en voz baja.

– ¿Julia? -repitió Murray, intrigado.

– No, no me refiero a mi esposa -le aclaró Tom-. A la primera señora Kirkbridge.

– No tenía idea de que existiera una primera señora Kirkbridge -manifestó el presidente.

– No había ninguna razón para que lo supiera -declaró Tom-. Pero siempre he temido que algún día acabarían por descubrir la verdad.

Murray escuchó atentamente mientras Tom le relataba cómo había conocido a la mujer que se hacía pasar por Julia Kirkbridge y cómo la impostora había firmado el cheque bancario y acto seguido retiró todo el dinero de la cuenta.

– ¿Dónde está ahora el cheque? -preguntó Goldblatz.

– Supongo que en algún lugar de las catacumbas del ayuntamiento.

– Entonces debemos dar por hecho que ahora está en manos de Elliot. ¿Quebrantaron ustedes técnicamente alguna ley?

– No, pero no cumplimos con nuestro acuerdo escrito con el ayuntamiento -dijo Tom.

– Por otro lado, el proyecto de Cedar Wood fue un gran éxito, todos los que han participado en él han obtenido pingües beneficios -concluyó Nat.

– En consecuencia -apuntó Murray-, solo nos queda una alternativa. Puede preparar una declaración con todos los hechos y hacerla pública esta misma tarde, o de lo contrario, esperar a que estalle la bomba esta noche y tener respuesta para todas las preguntas que se formulen.

– ¿Cuál es su recomendación? -quiso saber Nat.

– Yo no haría nada. En primer lugar, mi espía puede estar equivocada; en segundo lugar, el proyecto de Cedar Wood puede no ser una fruta envenenada, en tal caso habría abierto la caja de los truenos sin ninguna necesidad.

– ¿Qué otra cosa podría ser? -preguntó Nat.

– ¿Rebecca? -propuso Tom.

– ¿A qué te refieres? -replicó Nat.

– Que después de dejarla embarazada, la obligaste a someterse a un aborto.

– Eso no es ningún delito -opinó Murray.

– A menos que ella declare que fue una violación.

Nat se echó a reír al escuchar estas palabras.

– Elliot jamás sacará el tema, porque es muy probable que él fuese el padre y el aborto está excluido de su intención de presentarse como un santo.

– ¿No ha considerado la posibilidad de tomar la iniciativa en el ataque? -le preguntó Murray.

– ¿Qué se le ha ocurrido esta vez? -dijo Nat.

– ¿Elliot no dimitió de su empleo en Alexander Dupont y Bell el mismo día que el socio principal porque desapareció medio millón de dólares de la cuenta de un cliente?

– No me rebajaré a su nivel -afirmó Nat-. Además, la participación de Elliot nunca se demostró.

– Oh sí que se demostró -declaró Murray. Tom y Nat lo miraron boquiabiertos-. El cliente en cuestión es buen amigo mío y me llamó en el momento en que se enteró de que Elliot nos representaba en la operación de compra.

– Puede que así sea, pero la respuesta continúa siendo no. -Nat exhaló un suspiro.

– De acuerdo, entonces lo batiremos según sus términos -aceptó Murray-; eso significa que tendrán que preparar respuestas para todas las preguntas que se les ocurran.

Nat abandonó el banco a las seis de la tarde, con la sensación de que le habían exprimido el cerebro. Llamó a Su Ling y le explicó lo que había pasado.

– ¿Quieres que te acompañe esta noche? -le preguntó ella.

– No, Pequeña Flor, pero ¿podrías encargarte de tener a Luke bien ocupado? Si esto va a resultar desagradable, prefiero que no esté presente. Ya sabes lo sensible que es, todo se lo toma siempre como algo muy personal.

– Lo llevaré a ver una película. Proyectan una película en el cine Arcadia que él y Kathy quieren ir a ver desde hace una semana.

Nat intentó no parecer nervioso cuando llegó aquella noche al Goodwin House. Entró en el comedor principal del hotel y lo encontró abarrotado con centenares de empresarios locales en animada conversación. ¿A quién le darían su apoyo?, se preguntó. Sospechaba que la mayoría de ellos aún no habían tomado una decisión, a la vista de que las encuestas seguían recordándoles que quedaba un diez por ciento de indecisos. Un camarero lo acompañó hasta la mesa de honor, donde Elliot ya estaba conversando con el presidente del partido local. Manny Friedman se volvió para saludar a Nat. Elliot le dio la mano con grandes aspavientos. Nat se sentó rápidamente y comenzó a tomar notas en el dorso de un menú.

El presidente pidió silencio y presentó a «los dos pesos pesados que ostentan méritos muy similares para ser nuestro próximo gobernador»; a continuación invitó a Elliot a que hiciera su discurso de presentación. Nat nunca le había escuchado un discurso más lamentable. Luego el presidente le indicó a Nat que era su turno de réplica y cuando este se sentó, hubiese sido el primero en reconocer que él tampoco se había lucido mucho. La primera escaramuza, pensó, había acabado en un empate.

Después de los dos discursos, el presidente abrió el turno de preguntas. Nat se preguntó cuándo dispararían el misil y desde qué dirección. Echó una ojeada a los presentes mientras esperaba la primera pregunta.

– ¿Qué opinan los candidatos sobre la ley de educación que se está debatiendo en estos momentos en el Senado? -preguntó alguien que compartía mesa con ellos.

Nat se centró en los artículos de la ley que a su juicio debían ser revisados, mientras que Elliot se dedicó a recordarles a todos que él había realizado sus estudios en la Universidad de Connecticut.

La segunda pregunta hizo referencia al nuevo impuesto sobre las rentas personales, si ambos candidatos garantizaban que no lo subirían. Ambos respondieron afirmativamente.

Un tercero se mostró interesado por la política que adoptarían en materia de seguridad ciudadana, en especial por las medidas contra la delincuencia juvenil. Elliot afirmó que había que encerrarlos a todos en la cárcel para que aprendieran la lección. Nat declaró que no estaba muy seguro de que la cárcel fuese la respuesta a todos los problemas y que quizá tendrían que considerar algunas de las innovaciones que Utah había introducido recientemente en su sistema penal.

Cuando Nat se sentó, el presidente se levantó para mirar a los presentes y saber si había más preguntas pendientes. En cuanto el hombre se levantó sin mirarlo, Nat supo quién le formularía la pregunta que pretendía acabar con su carrera. Miró de reojo a Elliot, que simulaba estar muy ocupado tomando notas y no haberse dado cuenta de lo que ocurría.

– Sí, señor, adelante -dijo Friedman.

– Señor presidente, ¿puedo preguntar si alguno de los candidatos ha quebrantado la ley en alguna ocasión?

Elliot se levantó de un salto antes de que Nat pudiese abrir la boca.

– Varias veces -declaró-. La semana pasada me pusieron tres multas de aparcamiento, razón por la cual tengo la intención de modificar las restricciones de aparcamiento en la zona céntrica en el momento que me elijan.

Una respuesta impecable, pensó Nat, aunque la hubiese preparado de antemano. Se oyeron algunos aplausos. Se puso de pie lentamente y se volvió para mirar a Elliot.

– No cambiaré la ley para la comodidad del señor Elliot, porque creo que debería haber menos vehículos en las zonas céntricas, no más. Quizá no sea popular, pero alguien tiene que advertir a los ciudadanos que el futuro será muy negro si continuamos fabricando coches cada vez más grandes, que consumen más gasolina y que como consecuencia producen más gases tóxicos. Les debemos a nuestros hijos una herencia mejor que esa; además, no tengo el menor interés en que me elijan por promesas banales que se olvidan rápidamente cuando se llega al poder.

Nat se sentó en medio de grandes aplausos y confió en que el presidente le cediera la palabra a algún otro, pero el hombre continuó de pie.

– Bien dicho, señor Cartwright, pero no ha respondido a mi pregunta sobre si en alguna ocasión ha quebrantado la ley.

– No, que yo sepa -contestó Nat.

– ¿No es verdad que en una ocasión autorizó el pago de un cheque del banco Russell por valor de tres millones seiscientos mil dólares cuando sabía que ya no había fondos en la cuenta y que la firma en el cheque era falsa?

Varios de los presentes comenzaron a hablar al mismo tiempo y Nat tuvo que esperar a que se hiciera silencio.

– Sí, el banco fue víctima de una estafa por ese importe, cometida por una persona muy hábil, pero dado que dicha suma se debía al ayuntamiento, consideré que el banco no tenía otra alternativa que hacer honor a la deuda y pagar al ayuntamiento el monto total.

– ¿Informó usted a la policía en aquel momento de que habían robado el dinero? Después de todo, pertenecía a los clientes del banco y no a usted -señaló el hombre.

– No, porque teníamos motivos bien fundados para creer que el dinero había sido transferido al extranjero; por tanto sabíamos que no había ninguna posibilidad de recuperarlo. -Nat comprendió en cuanto acabó de hablar que su respuesta no aplacaría al hombre ni a muchos de los presentes.

– Si llega a convertirse en gobernador, señor Cartwright, ¿tratará el dinero de los contribuyentes con la misma ligereza?

Elliot volvió a levantarse en el acto.

– Señor presidente -dijo-, ese comentario ha sido del todo incorrecto y puede dar pie a murmuraciones malintencionadas. ¿Por qué no seguimos con las preguntas?

Se sentó al tiempo que el público premiaba su intervención con grandes aplausos, mientras que Nat continuaba de pie. Tuvo que admirar el desparpajo de Elliot, quien después de tenderle la trampa, hacía ver que salía en defensa de su oponente. Esperó a que se hiciera el silencio.

– El incidente al que usted se refiere sucedió hace más de diez años. Fue un error de mi parte y lo lamento profundamente, aunque no deja de ser una ironía que acabara siendo un extraordinario éxito financiero para todos los que participaron en el mismo, porque los tres millones seiscientos mil dólares que el banco invirtió en el proyecto de Cedar Wood han beneficiado a los ciudadanos de Hartford y han supuesto un gran impulso para la economía de la ciudad.

El hombre continuó de pie con expresión de no estar satisfecho.

– A pesar de la generosa intervención del señor Elliot, ¿puedo preguntarle si él hubiese denunciado el robo de los fondos a la policía?

En esta ocasión, Elliot se levantó lentamente para dar su respuesta.

– Preferiría no hacer ningún comentario sin conocer a fondo todos los detalles de este caso, pero estoy dispuesto a aceptar la palabra del señor Cartwright cuando dice que no cometió ningún delito y que lamenta amargamente no haber informado del tema a las autoridades pertinentes en su momento. -Guardó silencio unos instantes-. Así y todo, si resulto elegido gobernador, puede estar seguro de que el mío será un gobierno abierto. Si cometo un error lo admitiré en el acto y no al cabo de diez años.

El hombre que había sacado el tema del robo se sentó; había concluido su misión.

Al presidente le costó imponer orden en la sala. Se formularon varias preguntas más, pero las respuestas apenas se escucharon, ya que la mayoría de los asistentes seguían discutiendo entre sí sobre las revelaciones de Nat.

Cuando el presidente dio por acabado el acto, Elliot se marchó sin demora, mientras que Nat permaneció en su sitio. Se sintió emocionado al ver cuántas eran las personas que se acercaron para estrecharle la mano y manifestarle que el proyecto de Cedar Wood había sido una bendición para la ciudad.

– Bueno, al menos no te han linchado -le comentó Tom cuando salieron del hotel.

– No, no lo han hecho, pero mañana solo habrá una pregunta en la mente de los electores. ¿Soy la persona adecuada para ocupar la mansión del gobernador?

43

el escándalo de cedar wood, decía el titular del Hartford Courant a la mañana siguiente. Se reproducía una fotografía del cheque y al lado la firma de la verdadera Julia. No era una buena noticia, pero afortunadamente para Nat la mitad de los votantes ya habían acudido a las urnas mucho antes de que el periódico llegara a los quioscos. Nat había preparado horas antes una breve declaración donde anunciaba su retirada en el caso de perder; asimismo, felicitaba a su oponente, aunque dejaba claro que distaba mucho de darle su respaldo. Nat se encontraba en su despacho cuando anunciaron el resultado en las oficinas del partido republicano.

Tom atendió a la llamada y entró sin llamar.

– ¡Has ganado, has ganado! Once mil setecientos noventa y dos contra once mil seiscientos setenta y tres. Solo son ciento diecinueve votos de diferencia, pero significa que ahora tienes la delantera en el colegio electoral: veintinueve a veintisiete.

Al día siguiente, el Hartford Courant comentaba en primera plana que nadie había perdido dinero con su inversión en el proyecto de Cedar Wood, por lo que quizá los votantes habían dejado claras sus intenciones.

A Nat todavía le quedaban por delante otros tres caucus y dos primarias antes de dar por acabada la elección del candidato. Por consiguiente, se sintió mucho más tranquilo al comprobar que todo el revuelo por el tema de Cedar Wood se había convertido en agua pasada. Elliot ganó el siguiente caucus por 19 a 18 y Nat la preliminar celebrada cuatro días más tarde: 9.702 contra 6.379, resultado que lo situaba con una cómoda ventaja a medida que se acercaban a las últimas primarias. Nat tenía entonces en el colegio electoral 116 votos contra 91 y las encuestas indicaban que llevaba una ventaja de siete puntos en la ciudad donde había nacido.

En su campaña por las calles de Cromwell, Nat contó con el apoyo de sus padres, Susan y Michael, que se centraron en los votantes de mayor edad, mientras que Luke y Kathy intentaban convencer a los jóvenes para que fueran a votar. A medida que pasaban los días, Nat estaba cada vez más seguro de que ganaría. El Courant empezó a decir que la verdadera batalla comenzaría cuando Nat tuviese que enfrentarse a Fletcher Davenport, el popular senador por Hartford. Sin embargo, Tom continuaba insistiendo en que debían tomarse muy en serio el debate con Elliot, que sería televisado la víspera de las elecciones.

– No hay ninguna razón para que caigamos en el último obstáculo -afirmó Tom-. Sáltalo limpiamente y tú serás el candidato. Quiero que dediques todo el domingo a repasar las preguntas todas las veces que haga falta y que te prepares para cualquier cosa que pueda surgir durante el debate. Puedes estar seguro de que Fletcher Davenport te estará viendo por la tele cómodamente sentado en su casa y analizará todo lo que digas. Si te equivocas en algo, enviará un comunicado a la prensa en cuestión de minutos.

Nat lamentó entonces haber aceptado semanas antes aparecer en un programa de debate de la televisión local que se emitiría la noche anterior a la última elección preliminar. Él y Elliot habían aceptado a David Anscott como moderador. Anscott era un entrevistador más interesado en caerle bien a la gente que en resultar incisivo. Tom no puso ninguna pega porque consideró que sería un buen ensayo para el inevitable debate a fondo con Fletcher Davenport.

Tom recibía todos los días nuevos informes donde se mencionaba que los voluntarios de la campaña de Ralph Elliot estaban desertando por docenas; algunos incluso habían cambiado de bando para sumarse a su equipo, así que cuando él y Nat llegaron al estudio de televisión ambos se sentían muy tranquilos y confiados. Su Ling acompañó a su marido. Luke, en cambio, dijo que prefería quedarse en casa y ver el debate por televisión, así podría comentar con su padre la imagen que transmitía en pantalla.

– Seguro que lo verá en el sofá con Kathy -opinó Nat.

– No, Kathy se marchó a su casa esta tarde para asistir a la fiesta de cumpleaños de su hermana -replicó Su Ling-. Luke tuvo la oportunidad de irse con ella, pero para ser justos debemos reconocer que se ha tomado su trabajo como tu asesor juvenil muy en serio.

Tom entró corriendo en el salón verde y le mostró a Nat los resultados de los últimos sondeos de intención de voto. Le otorgaban una ventaja de seis puntos.

– Creo que solo Fletcher Davenport puede impedirte ahora que accedas al cargo de gobernador.

– No me lo creeré hasta que anuncien los últimos resultados -dijo Su Ling-. No olvidéis la jugarreta de Elliot con las urnas después de que todos habíamos dado por hecho que el recuento estaba cerrado.

– Ya ha intentado todas las artimañas posibles sin ningún resultado -afirmó Tom.

– Quisiera compartir tu optimismo -señaló Nat, en voz baja.

Ambos candidatos fueron aplaudidos por los espectadores sentados en el estudio cuando ocuparon sus sitios en el plato, donde ya los esperaba el conductor del programa La batalla final. Los dos hombres se encontraron en el centro del plato y se dieron la mano, pero sus ojos miraban directamente a las cámaras.

– Este es un programa en directo -explicó David Anscott a la audiencia allí presente- y estaremos en el aire aproximadamente dentro de cinco minutos. Yo haré las primeras preguntas y después será el turno de ustedes. Si tienen algo que preguntarle a cualquiera de los dos candidatos, que la pregunta sea breve y concreta. Nada de andarse por las ramas, por favor.

Nat sonrió mientras echaba un vistazo al público, hasta que vio al hombre que había formulado la pregunta sobre el proyecto de Cedar Wood. Estaba sentado en la segunda fila. Notó que le sudaban las manos, pero incluso si le daban la palabra, Nat estaba seguro de que podría manejarlo. Esta vez iba bien preparado.

Se encendieron los focos, comenzaron a pasar los rótulos y David Anscott, con una amplia sonrisa, abrió el programa. Después de presentar a los participantes, los candidatos dispusieron de un minuto cada uno para hacer su primera exposición; sesenta segundos pueden ser mucho tiempo en la televisión, pero después de haber dicho lo mismo centenares de veces, eran capaces de hablar de su programa dormidos.

Anscott comenzó con un par de preguntas nada comprometedoras que le habían preparado. Una vez oídas las respuestas, no hizo nada por aprovechar lo que habían dicho los candidatos, sino que sencillamente pasó a la siguiente pregunta que le apareció en la pantalla de texto. En cuanto acabó con esta parte, se volvió rápidamente hacia el público.

La primera pregunta se convirtió en un discurso sobre la libertad de elección de las mujeres, cosa que complació a Nat que veía cómo se consumían los segundos. Sabía que Elliot se mostraría indeciso en este tema, porque no quería ofender a los movimientos feministas ni a sus amigos de la Iglesia católica. Nat, por su parte, dejó claro que apoyaba firmemente el derecho de las mujeres a elegir libremente. Elliot, tal como sospechaba, se mostró evasivo. Anscott dio paso a la siguiente pregunta.

Fletcher, que seguía el debate por el televisor de su casa, tomaba notas de todo lo que decía Nat Cartwright. Era evidente que entendía muy bien el principio que sustentaba la propuesta de reforma de la ley de educación y, lo que era más importante, parecía creer que los cambios que deseaba introducir Fletcher eran muy razonables.

– Es muy brillante, ¿verdad? -opinó Annie.

– Y muy guapo -afirmó Lucy.

– ¿Hay alguien que esté de mi parte? -preguntó Fletcher.

– Sí, no creo que sea guapo -intervino Jimmy-. Pero ha reflexionado mucho sobre tu enmienda y está claro que la considera un tema electoral.

– No sé si es muy guapo -comentó Annie-, pero ¿te has fijado que si lo miras bien se parece un poco a ti, Fletcher?

– Oh, no -protestó Lucy-. Es mucho más guapo que papá.

La tercera pregunta versó sobre el control de las armas. Ralph Elliot declaró que respaldaba firmemente a los fabricantes de armas y el derecho de todos los norteamericanos a defenderse. Nat explicó que él era partidario de un control más estricto, para evitar que episodios como el que había vivido su hijo en la escuela se volvieran a repetir nunca más.

Annie y Lucy comenzaron a aplaudir, junto con el público en el estudio.

– ¿Nadie piensa recordarle quién estaba en el aula con su hijo? -preguntó Jimmy.

– No hace falta que se lo recuerden -contestó Fletcher.

– Una pregunta más -intervino Anscott- y tendrá que ser rápida porque se nos agota el tiempo.

El individuo de la segunda fila se levantó en el acto. Elliot lo señaló por si acaso a Anscott se le ocurría dar paso a algún otro.

– ¿Cómo piensan los candidatos enfrentarse al problema de los inmigrantes ilegales?

– ¿Qué demonios tiene eso que ver con el gobernador de Connecticut? -preguntó Fletcher en el salón de su casa.

Ralph Elliot miró al hombre que había formulado la pregunta y respondió:

– Estoy seguro de que hablo en nombre de los dos cuando digo que Estados Unidos siempre dará la bienvenida a cualquiera que sea víctima de la opresión y necesite ayuda, como hemos hecho a todo lo largo de nuestra historia. Sin embargo, los que deseen entrar en nuestro país deben, por supuesto, seguir el procedimiento correcto y cumplir con todos los requisitos legales.

– Eso me suena como algo muy preparado y ensayado -le comentó Fletcher a Annie-. ¿Qué se trae entre manos?

– ¿Es esa también su opinión referente a los inmigrantes ilegales, señor Cartwright? -preguntó David Anscott, que no acababa de ver muy claro qué se escondía detrás de la pregunta planteada.

– Confieso, David, que no he considerado el tema, dado que no figura entre mis prioridades. Me he centrado casi exclusivamente en los problemas a los que se enfrenta ahora mismo el estado de Connecticut.

– Acaba ya -oyó Anscott que le decía el productor a través del auricular, en el mismo momento en que el hombre del público añadía:

– Tendría que haberlo considerado, señor Cartwright. Después de todo, ¿su esposa no es una inmigrante ilegal?

– Espera, deja que responda -dijo el productor-. Si acabamos ahora tendremos a doscientas mil personas llamándonos para saber la respuesta. Primer plano de Cartwright.

Fletcher estaba entre los doscientos mil que esperaba atento la respuesta de Nat mientras la cámara enfocaba brevemente a Elliot, que simulaba estar intrigado.

– Qué miserable -exclamó Fletcher-. Sabía perfectamente cuál sería la pregunta.

La cámara volvió a enfocar a Nat, que mantenía la boca cerrada.

– ¿Me equivoco si digo que su esposa entró en el país ilegalmente? -insistió el hombre.

– Mi esposa es profesora de estadística en la Universidad de Connecticut -manifestó Nat, que intentó disimular el temblor en su voz.

Anscott oyó las indicaciones del productor, porque ya se habían pasado de horario.

– No digas nada -dijo el productor-, aguanta. Siempre puedo dar paso a los créditos si la cosa se pone aburrida.

Anscott asintió con un gesto dirigido hacia donde se encontraba el productor.

– Me parece muy bien, señor Cartwright -prosiguió el interrogador-, pero su madre, Su Kai Peng, ¿no entró en este país con documentos falsos y afirmó estar casada con un soldado norteamericano, que en realidad había muerto combatiendo por su país algunos meses antes de la fecha que consta en el certificado de matrimonio?

Nat no respondió. También Fletcher permaneció en silencio mientras observaba el sufrimiento de Cartwright.

– Dado que no parece estar dispuesto a responder a mi pregunta, señor Cartwright, quizá quiera confirmar que en el certificado de matrimonio su suegra figura como modista. Sin embargo, todo indica que antes de venir a Estados Unidos, era una prostituta que practicaba su oficio en las calles de Seúl, así que solo Dios sabe quién es el padre de su esposa.

– Créditos -ordenó el productor-. Se nos ha agotado el tiempo y no me atrevo a retrasar el inicio de Los vigilantes de la playa, pero seguid grabando. Quizá consigamos algo que nos sirva para el informativo de cierre.

En cuanto en la pantalla del monitor del estudio aparecieron los créditos, el hombre que había formulado las preguntas se marchó rápidamente. Nat miró a su esposa sentada en la tercera fila, que temblaba como una hoja.

– Menuda encerrona -comentó el productor.

Elliot se volvió hacia el conductor del programa.

– Esto es una vergüenza -exclamó-. Tendría usted que haber intervenido mucho antes. -Luego miró a Nat y añadió-: Créeme, no tenía idea de que…

– Eres un mentiroso -replicó Nat.

– Sigue enfocándolo -le ordenó el productor al primer cámara-. Continuad con la grabación. Lo quiero tener desde todos los ángulos -comunicó a los cuatro cámaras.

– ¿Qué estás insinuando? -le preguntó Elliot.

– Que todo esto ha sido uno de tus montajes. Algo tan burdo que incluso has utilizado al mismo hombre que hizo las preguntas sobre el proyecto de Cedar Wood hace un par de semanas. Te diré solo una cosa más, Elliot. -Nat lo señaló con el dedo-. Así y todo, acabaré contigo.

Nat salió del estudio hecho una furia y se reunió con Su Ling, que le esperaba en el vestíbulo.

– Vamos, Pequeña Flor, te llevaré a casa -dijo, mientras pasaba el brazo por los hombros de su esposa.

En aquel mismo momento apareció Tom.

– Lo siento mucho, Nat, pero es necesario que te lo pregunte. ¿Hay algo de verdad en toda esa basura?

– Es la pura verdad -respondió Nat- y antes de que lo preguntes, te diré que lo sabía desde que nos casamos.

– Llévate a Su Ling a casa y, por lo que más quieras, no se te ocurra hablar con los periodistas -le recomendó Tom.

– No te preocupes. Puedes hacer una declaración en mi nombre para comunicar que me retiro de la campaña. No pienso permitir que mi familia tenga que seguir soportando estas cosas.

– No tomes una decisión apresurada que bien podrías lamentar más tarde. Hablemos exclusivamente de lo que tendremos que hacer mañana por la mañana -replicó Tom.

Nat cogió a Su Ling de la mano y salieron del edificio del canal de televisión para ir al aparcamiento.

– ¡Buena suerte! -le gritó uno de sus partidarios cuando Nat le abrió la puerta del coche a su esposa.

No respondió a las aclamaciones mientras salían rápidamente del aparcamiento. Miró a Su Ling, que estaba golpeando el salpicadero con verdadera furia. Nat soltó una mano del volante y la apoyó suavemente en la pierna de Su Ling.

– Te quiero, siempre te querré. Eso es algo que nada ni nadie podrá cambiar.

– ¿Cómo se ha enterado Elliot?

– Lo más probable es que contratara a una agencia de detectives privados para que escarbaran en mi pasado.

– Y cuando no encontró nada que poder utilizar en tu contra, cambió de objetivo y se centró en mí y en mi madre -susurró Su Ling. Transcurrieron unos minutos antes de que añadiera-: No quiero que te retires; debes continuar con la campaña. Es la única manera que tenemos de derrotar a ese miserable. -Nat no dijo nada mientras conducía, atento al denso tráfico-. Solo lo siento por Luke -afirmó su esposa-. Se lo habrá tomado a la tremenda. Es una pena que Kathy no pudiera quedarse un día más.

– Yo me encargaré de Luke -le prometió Nat-; será mejor que vayas a recoger a tu madre y la traigas para que pase la noche en casa.

– La llamaré en cuanto lleguemos -dijo Su Ling-. Quizá con un poco de suerte no vio el programa.

– Ni lo sueñes -replicó Nat cuando entraba en el camino de la casa-. Es mi más leal admiradora y nunca se pierde una de mis apariciones en la televisión.

Rodeó la cintura de su mujer con el brazo mientras caminaban hacia la puerta. Estaban encendidas todas las luces de la casa excepto las de la habitación de Luke. Nat abrió la puerta.

– Llama a tu madre. Subiré un momento para ver a Luke.

Su Ling descolgó el teléfono del vestíbulo y Nat subió las escaleras lentamente para tener tiempo de ordenar sus pensamientos. Era consciente de que Luke querría saber toda la verdad. Caminó por el pasillo y llamó discretamente a la puerta del dormitorio de su hijo. No tuvo respuesta, así que lo intentó de nuevo y esta vez preguntó:

– Luke, ¿puedo entrar?

No hubo respuesta. Entreabrió la puerta, asomó la cabeza y encendió la luz; no vio a Luke en la cama ni sus prendas colocadas con mucho cuidado en la silla que su hijo usaba para ese fin. Lo primero que se le ocurrió pensar fue que había ido a la lavandería para estar con su abuela. Apagó la luz. Por un momento prestó atención a las palabras de Su Ling, que hablaba con su madre. Ya se disponía a bajar cuando advirtió que Luke había dejado encendida la luz del baño. Decidió apagarla.

Cruzó la habitación y abrió la puerta del cuarto de baño. En el primer instante se quedó paralizado mientras miraba a su hijo. Luego cayó de rodillas, incapaz de mirar una segunda vez, aunque tendría que descolgar el cuerpo de Luke para impedir que esa visión fuera el último recuerdo que guardara Su Ling de su único hijo.

Annie atendió la llamada y escuchó durante unos segundos.

– Es Charlie, del Courant. Quiere hablar contigo -le dijo a Fletcher, y le pasó el teléfono.

– ¿Ha visto el programa? -le preguntó el comentarista político, en cuanto Fletcher se puso al aparato.

– No. Annie y yo nunca nos perdemos un capítulo de Seinfeld.

– Touché. ¿Quiere hacer alguna declaración respecto a que la esposa de su oponente es una inmigrante ilegal y su madre una prostituta?

– Sí. Creo que David Anscott hubiese tenido que interrumpir la intervención de ese individuo. Era evidente que se trataba de una trampa.

– ¿Puedo citar sus palabras? -dijo Charlie.

Jimmy sacudió la cabeza vigorosamente.

– Sí, claro que puede, porque lo que hemos visto convierte en un juego de niños cualquiera de las muchas artimañas de Nixon.

– Le alegrará saber, senador, que su percepción coincide con la opinión de la mayoría. La centralita del canal de televisión quedó colapsada por el número de llamadas de personas que querían manifestar su solidaridad con Nat Cartwright y su esposa. Mi pronóstico es que Elliot perderá mañana por un resultado arrollador.

– Algo que me pondrá las cosas muy difíciles -apuntó Fletcher-. Al menos, algo bueno saldrá de todo este asunto.

– ¿A qué se refiere, senador?

– Todo el mundo sabrá finalmente la verdad sobre la sabandija que es Elliot.

– ¿Te parece que eso ha sido prudente? -señaló Jimmy.

– Seguro que no -replicó Fletcher-, pero no es más de lo que hubiese dicho tu padre.

Cuando llegó la ambulancia, Nat decidió acompañar el cadáver de su hijo al hospital, mientras su madre intentaba inútilmente consolar a Su Ling.

– Regresaré cuanto antes -le prometió, antes de besarla con todo su cariño.

Salió de la casa y les dijo a los dos hombres que esperaban en silencio junto al cuerpo de su hijo que él los seguiría en su propio coche. El conductor asintió.

El personal del hospital intentó ser lo más amable posible, pero había que rellenar una infinidad de formularios y cumplir con todos los requisitos. En cuanto acabó el papeleo, lo dejaron solo. Besó a Luke en la frente y cerró los ojos para no ver de nuevo los morados en el cuello, consciente de que el recuerdo lo acosaría durante el resto de su vida.

Esperó a que cubrieran el rostro de Luke con la sábana, se despidió de su amado hijo y salió de allí, sin hacer mucho caso de las expresiones de pésame de los que se cruzaban con él. Tenía que ir a reunirse con Su Ling, pero le quedaba por hacer una visita impostergable.

Nat se montó en el coche y condujo como un autómata, sin que su cólera se apaciguara ni por un momento con el paso de los kilómetros. Aunque nunca había estado antes en la casa, sabía cuál era y cuando entró en el camino particular, vio que se encendían algunas luces en la planta baja. Aparcó el coche y caminó lentamente hacia la casa. Necesitaba calmarse si quería que aquello saliera bien. Mientras se acercaba a la puerta oyó unas voces que provenían del interior. Un hombre y una mujer discutían a voz en cuello, sin saber que alguien les escuchaba. Nat golpeó con la aldaba y las voces cesaron bruscamente, como si alguien hubiese apagado un televisor. Un segundo más tarde, se abrió la puerta y Nat se encontró cara a cara con el hombre a quien juzgaba culpable de la muerte de su hijo.

Ralph Elliot pareció sorprendido, pero se recuperó rápidamente. Intentó cerrarle la puerta en las narices sin conseguirlo, porque Nat ya tenía apoyado un hombro en la hoja. El primer puñetazo de Nat aplastó la nariz de Elliot y a punto estuvo de hacerle caer de espaldas. El abogado consiguió recuperar el equilibrio y a continuación dio media vuelta y echó a correr por el pasillo. Nat lo persiguió hasta el despacho. Por un segundo, buscó a la mujer con la que Elliot mantenía la discusión, pero no vio a Rebecca por ninguna parte. Miró de nuevo a Elliot, que acababa de abrir un cajón de su mesa escritorio y en esos momentos empuñaba un arma.

– Sal ahora mismo de mi casa o te mataré -gritó Elliot, y levantó el arma para apuntarle al pecho. La sangre le manaba a chorros de la nariz.

– No creo que lo hagas -replicó Nat al tiempo que se le acercaba-. Después de la jugarreta de esta noche, nadie creerá ni una palabra de lo que digas.

– Lo harán porque tengo un testigo. No olvides que Rebecca te vio irrumpir en nuestra casa profiriendo amenazas y después golpearme.

Nat avanzó dispuesto a darle otro puñetazo; el movimiento hizo que Elliot, al retroceder dominado por el miedo, perdiera el equilibrio al chocar contra el brazo del sillón. Se disparó el arma y Nat aprovechó la oportunidad para abalanzarse sobre Elliot y derribarlo. Mientras caían, Nat descargó un rodillazo en la entrepierna de Elliot con tanta fuerza que su rival se dobló del dolor y soltó el arma. Nat la recogió en el acto y apuntó a Elliot, que lo miró con el rostro desfigurado por el terror.

– Tú mandaste a aquel cabrón a que me hiciera las preguntas, ¿no es así? -gritó Nat.

– Sí, sí, pero no tenía idea de que llegaría hasta esos extremos. Tú no matarías a un hombre solo porque…

– ¿Porque es el responsable de la muerte de mi hijo?

El rostro de Elliot adoptó una palidez cadavérica.

– Sí, claro que lo haría -añadió Nat, con el cañón del arma apretado contra la frente de Elliot. Miró al hombre que entonces estaba de rodillas y gimoteaba para que le perdonaran la vida-. No voy a matarte -bajó el arma-, porque esa sería la salida fácil para un cobarde. No, quiero que sufras una muerte mucho más lenta, que padezcas años y más años de humillaciones. Mañana averiguarás cuál es la verdadera opinión que tienen de ti los ciudadanos de Hartford; después tendrás que vivir con la ignominia de ver cómo me instalo en la residencia del gobernador.

Nat se levantó, dejó el arma con toda calma en una esquina de la mesa, se volvió y salió de la habitación, momento en el que vio a Rebecca, acurrucada en el vestíbulo. En cuanto pasó por su lado, la mujer corrió hacia el despacho. Nat abandonó la casa sin molestarse en cerrar la puerta.

Cuando salía del camino particular con el coche oyó la detonación.

Las llamadas al teléfono de Fletcher eran un continuo. Annie las atendía y a cada interlocutor le comunicaba que su marido no tenía más comentarios que añadir, excepto que había enviado sus más sinceras condolencias al matrimonio Cartwright.

Minutos antes de la medianoche, Annie optó por desconectar el teléfono y subió las escaleras. Vio que estaban encendidas las luces del dormitorio y se sorprendió al comprobar que Fletcher no estaba allí. Bajó de nuevo las escaleras para mirar en el despacho. Los papeles se amontonaban en la mesa como de costumbre, pero él no estaba sentado en su sillón. Subió sin prisas las escaleras y esta vez advirtió el rayo de luz que se colaba por debajo de la puerta de la habitación de Lucy. Annie accionó la manija y abrió la puerta con mucho cuidado, por si Lucy se hubiera quedado dormida sin apagar la luz. Asomó la cabeza y vio a su marido sentado en la cama y abrazado a su hija dormida. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. El senador miró a su esposa.

– No hay nada que valga la muerte de un hijo -afirmó.

Nat regresó a su casa y al entrar se encontró a su madre sentada en el sofá con Su Ling. El rostro de Su Ling mostraba un color ceniciento y los ojos eran como dos agujeros negros; había envejecido diez años en cuestión de horas.

– Os dejaré solos -dijo su madre-. Volveré mañana por la mañana a primera hora. No hace falta que me acompañes.

Nat despidió a su madre con un beso y luego se sentó junto a su mujer. Estrechó su cuerpo delgado entre sus brazos sin decir palabra. No había nada que decir.

No recordaba cuánto tiempo llevaban sentados cuando oyó la sirena de un coche patrulla. Supuso que el agudo aullido no tardaría en desaparecer, pero fue ganando en intensidad y no cesó hasta que un vehículo se detuvo con gran estrépito de los frenos delante de su casa. A continuación escuchó el ruido de las puertas del coche al abrirse y cerrarse, seguido por el de unas pisadas, y por último los golpes en la puerta principal.

Dejó a su esposa y caminó fatigadamente hasta la puerta. La abrió y se encontró con el jefe Culver escoltado por dos agentes.

– ¿Cuál es el problema, jefe?

– Lo siento mucho, sobre todo a la vista de todo lo ocurrido -respondió Don Culver-, pero vengo a detenerle.

– ¿De qué se me acusa? -preguntó Nat, incrédulo.

– Del asesinato de Ralph Elliot.

Libro quinto

Jueces

44

Indudablemente, no era la primera vez en la historia norteamericana que el nombre de un candidato muerto figuraba en una papeleta electoral, así como tampoco que un candidato detenido se presentaba a las elecciones, pero por mucho que buscaron, los historiadores políticos no consiguieron encontrar que ambas cosas ocurrieran en un mismo día.

El jefe de policía solo le permitió a Nat hacer una llamada de teléfono, así que este llamó a Tom, quien continuaba despierto a pesar de que eran las tres de la mañana.

– Sacaré a Jimmy Gates de la cama y nos reuniremos contigo en la comisaría lo antes posible.

Habían acabado de tomarle las huellas dactilares cuando se presentó Tom, en compañía de su abogado.

– Sin duda recuerdas a Jimmy -dijo Tom-, nos aconsejó durante la operación de compra de Fairchild’s.

– Sí, por supuesto -respondió Nat mientras se secaba las manos después de lavarse los restos de tinta negra de los dedos.

– Acabo de hablar con el jefe Culver -le informó Jimmy-; está más que dispuesto a permitirle que regrese a su casa, pero tendrá que presentarse en el juzgado mañana a las diez para la acusación formal. Solicitaré una fianza en su nombre, no hay ninguna razón para creer que no se la concederán.

– Muchas gracias -contestó Nat con voz neutra-. Jimmy, ¿recuerda que antes de emprender la OPA para hacernos con Fairchild’s le pedí que nos consiguiera el mejor abogado de empresas disponible para representarnos?

– Sí, desde luego; usted siempre ha dicho que Logan Fitzgerald realizó un trabajo de primera.

– Claro que sí -afirmó Nat en voz baja-. Pues ahora necesito que me consiga al Logan Fitzgerald criminalista.

– Cuando me reúna con usted mañana, le tendré dos o tres nombres preparados para su consideración. Hay un tipo en Chicago que es excepcional, pero no sé cómo tendrá la agenda -comentó en el momento en que se acercaba el jefe de policía.

– Señor Cartwright, ¿quiere que uno de mis chicos le lleve a casa?

– No, es muy amable de su parte, jefe -respondió Tom-, pero yo llevaré al candidato a su casa.

– Lo de candidato te sale con tanta naturalidad como si fuese mi nombre de pila -dijo Nat.

En el camino de regreso a su hogar, Nat le relató a Tom todo lo que había ocurrido mientras se encontraba en la casa de Elliot.

– Por tanto, al final todo se reducirá a su palabra contra la tuya -opinó Tom mientras detenía el coche delante de la casa.

– Efectivamente y mucho me temo que mi historia resulte bastante menos convincente que la suya aunque sea la verdad.

– Ya hablaremos de todo eso por la mañana -declaró Tom-. Ahora lo que necesitas es dormir un poco.

– Ya es de día -replicó Nat mientras observaba cómo los primeros rayos de sol alumbraban el césped.

Su Ling le esperaba con la puerta abierta.

– ¿En algún momento creyeron que…? -le preguntó a su marido.

Nat la puso al corriente de todo lo ocurrido en la comisaría. Cuando acabó, Su Ling se limitó a decir:

– Es una pena.

– ¿A qué te refieres? -quiso saber Nat.

– A que no lo mataras tú.

Nat subió las escaleras y cruzó el dormitorio para ir directamente al cuarto de baño. Se quitó las prendas y las arrojó en una bolsa. Ya se ocuparía de tirar la bolsa para no tener que recordar ese día terrible. Se metió en la ducha y dejó que los fuertes chorros de agua fría lo reanimaran. Después de cambiarse bajó a la cocina y se sentó allí con su esposa. En la alacena estaba su programa para el día de las elecciones; no había mención alguna de su comparecencia en el juzgado para que le acusaran formalmente de asesinato.

Tom se presentó a las nueve. Informó de que la votación iba a buen ritmo, como si no sucediese nada más en la vida de Nat.

– Hicieron una encuesta telefónica inmediatamente después del programa de televisión -le comentó Tom- y tu ventaja era de sesenta y tres a treinta y siete.

– Eso fue antes de que me detuvieran por matar al otro candidato -le recordó Nat.

– Supongo que si la hubiesen hecho después, tu ventaja hubiese sido de setenta a treinta -replicó Tom. Nadie se rió.

Tom hizo todo lo posible por llevar la conversación hacia el tema de la campaña y que no pensaran en Luke. No funcionó. Miró la hora en el reloj de la cocina.

– Es hora de irnos -le dijo a Nat, que se levantó para abrazar a Su Ling.

– No, voy con vosotros -afirmó Su Ling-. Nat no lo asesinó, pero yo sí lo hubiese hecho de haber tenido la más mínima posibilidad.

– Yo también -declaró Tom con tono suave-, pero tengo que advertiros que cuando lleguemos al juzgado aquello será un circo. Poned cara de inocentes y no hagáis declaraciones, porque cualquier cosa que digáis acabará en la primera plana de todos los periódicos.

En cuanto salieron de la casa, se encontraron con una docena de periodistas y tres equipos de televisión que se limitaron a presenciar cómo entraban en el coche. Nat apretó con fuerza la mano de Su Ling mientras iban camino del juzgado y no se fijó en las numerosas personas que lo saludaban al verlo pasar. Cuando llegaron delante del juzgado después de un trayecto de un cuarto de hora, Nat se enfrentó en las escalinatas del edificio a una multitud mucho más numerosa que en cualquiera de los actos de la campaña.

El jefe de policía había previsto la situación y había enviado a una veintena de agentes para que controlaran a la muchedumbre y formaran un pasillo que permitiera a Nat y su grupo acceder al edificio sin verse asediados. No sirvió de nada, porque veinte agentes no eran bastante para contener a la horda de reporteros gráficos y periodistas que gritaban e intentaban retener a Nat y Su Ling, que se esforzaban por subir las escalinatas. Los micrófonos casi rozaban el rostro de Nat y las preguntas eran como una lluvia que los azotaba desde todos los ángulos.

– ¿Mató usted a Ralph Elliot? -gritó un reportero.

– ¿Retirará su candidatura? -chilló otro que casi le hizo tragar el micrófono.

– ¿Confirma que su madre era una prostituta, señora Cartwright?

– ¿Cree que todavía puede ganar, Nat?

– ¿Rebecca Elliot era su amante?

– ¿Cuáles fueron las últimas palabras de la víctima, señor Cartwright?

Consiguieron finalmente entrar en el edificio y vieron a Jimmy Gates que los esperaba al otro extremo del vestíbulo. El abogado acompañó a Nat hasta un banco junto a la puerta de la sala del juzgado y le explicó a su cliente cuál era el procedimiento legal.

– Su comparecencia no durará más de cinco minutos -le explicó Jimmy-. Dirá su nombre; a continuación, se le formulará la acusación y se le pedirá que diga cómo se declara. Después de declararse inocente, presentaré la petición de libertad bajo fianza. El estado pide una fianza de cincuenta mil dólares, que yo he aceptado. En cuanto acabe de firmar los documentos, será puesto en libertad y no tendrá que volver a presentarse hasta que se fije la fecha del juicio.

– ¿Cuándo calcula que podría ser?

– Normalmente se tarda unos seis meses, pero he solicitado que se agilice el procedimiento ante la proximidad de las elecciones.

Nat admiró el enfoque profesional de su abogado, al recordar que Jimmy también era el amigo íntimo y cuñado de Fletcher Davenport. Sin embargo, como cualquier otro buen abogado, pensó Nat, Jimmy comprendía muy bien el significado de los vasos comunicantes. Jimmy consultó el reloj.

– Es hora de entrar. Lo que menos nos interesa es hacer esperar al juez.

Nat entró en la sala llena hasta los topes y caminó lentamente por el pasillo en compañía de Tom. Le sorprendió cuántas personas le tendían la mano e incluso le deseaban buena suerte, algo que parecía más propio de un mitin político que de un juicio por asesinato. Cuando llegó a la barandilla de madera que separaba a los implicados del público general, Jimmy le abrió la puerta. Luego guió a Nat hasta la mesa de la izquierda y lo instó a sentarse a su lado. Mientras esperaban a que llegara el juez, Nat miró al fiscal del estado, Richard Ebden, un hombre a quien siempre había admirado. Sabía que Ebden sería un adversario formidable y se preguntó a quién le recomendaría Jimmy para su defensa.

– Todos de pie, preside el señor juez Deakins.

El procedimiento que le había explicado Jimmy se desarrolló al pie de la letra y se encontraron de nuevo en la calle al cabo de cinco minutos, donde tuvieron que enfrentarse una vez más a los mismos periodistas que formulaban las mismas preguntas sin obtener respuesta en esta segunda oportunidad.

A medida que avanzaban entre aquella barrera humana para llegar al coche, Nat volvió a sorprenderse por el número de personas que querían estrecharle la mano. Tom aminoró el paso, consciente de que todo eso lo verían los votantes en las noticias del mediodía. Nat habló con todos los que le deseaban el mayor de los éxitos, aunque no supo qué responderle a uno que le dijo: «Me alegra que haya matado a ese miserable».

– ¿Quieres que vayamos directamente a tu casa? -le preguntó Tom cuando puso en marcha el coche, sin impacientarse con la densidad del tráfico.

– No. Prefiero que vayamos al banco y hablemos de este asunto en la sala de juntas.

La única parada que hicieron en el camino fue para comprar la primera edición del Courant después de oír cómo el vendedor gritaba: «¡Cartwright acusado de asesinato!». A Tom solo parecía interesarle la encuesta que había en la segunda página, donde Nat aparecía con una ventaja sobre Elliot de más de veinte puntos.

– A la pregunta de si deberías o no retirarte -repuso Tom-, un setenta y dos por ciento opina que debes continuar.

Tom continuó leyendo los resultados del sondeo; hubo un momento en que levantó la cabeza bruscamente pero no hizo ningún comentario.

– ¿De qué se trata? -le preguntó Su Ling.

– Hay un siete por ciento que afirman haber estado dispuestos a matar a Elliot, si tú se lo hubieses pedido.

Cuando llegaron al banco, les estaba esperando otro grupo de periodistas y cámaras de televisión; una vez más mantuvieron un estricto silencio. La secretaria de Tom se reunió con ellos en el pasillo para informarles de que la participación electoral estaba batiendo el récord, una clara señal de que los republicanos deseaban manifestar su opinión.

Se sentaron alrededor de la mesa de la sala de juntas y Nat abrió la discusión.

– El partido seguramente espera que me retire, independientemente de los resultados, y creo que será lo más indicado a la vista de las circunstancias.

– ¿Por qué no dejas que los votantes decidan? -preguntó Su Ling-. Si te dan un apoyo abrumador, continúa en la brecha, porque eso también ayudará a convencer al jurado de que eres inocente.

– Estoy de acuerdo -manifestó Tom-. Piensa en cuál sería la alternativa. ¿Barbara Hunter? Al menos no les hagas pasar por ese mal trago.

– ¿Qué opina usted, Jimmy? Después de todo es mi asesor legal.

– No puedo ofrecerle una opinión imparcial en este tema -admitió Jimmy-. Como bien sabe, el candidato demócrata es íntimo amigo mío, pero si tuviese que aconsejarle a él en las mismas circunstancias, y supiera que es inocente, le diría que se mantuviera firme en la lucha.

– Supongo que también es posible que el público elija a un muerto. En ese caso, solo Dios sabe lo que podría pasar.

– Su nombre seguirá figurando en las papeletas -dijo Tom- y si gana las elecciones, el partido puede elegir a cualquiera para que lo represente.

– ¿Lo dices en serio? -preguntó Nat.

– Completamente en serio. En la mayoría de los casos designan a la viuda del candidato y me atrevería a decir que Rebecca Elliot estaría muy dispuesta a ocupar su lugar.

– Por otra parte, si a usted lo condenan -intervino Jimmy-, la mujer contará con el voto de la simpatía a la hora de ir a las urnas.

– Vamos a otro tema más importante -dijo Nat-. ¿Me ha conseguido un abogado para que se encargue de mi defensa?

– Tengo a cuatro en cartera -respondió Jimmy, y sacó un grueso legajo del maletín. Buscó la primera página-. Dos de Nueva York, ambos recomendados por Logan Fitzgerald, uno de Chicago que trabajó en el caso Watergate, y el cuarto de Dallas. Este solo ha perdido un caso en los últimos diez años, y se debió a que su cliente filmó el asesinato en vídeo. Tengo la intención de llamarlos a los cuatro esta misma tarde para saber si alguno de ellos está disponible. A la vista de que este caso tendrá una gran repercusión pública, creo que todos ellos dirán que sí.

– ¿No hay nadie en Connecticut con méritos para entrar en la lista? -quiso saber Tom-. Sería un detalle simpático para el jurado.

– Estoy de acuerdo -dijo Jimmy-. El problema es que el único hombre con idénticos méritos sencillamente no está disponible.

– ¿Quién es ese hombre? -preguntó Nat.

– El candidato a gobernador por los demócratas.

Nat sonrió por primera vez.

– Entonces él es mi primera elección.

– Está en plena campaña electoral.

– Por si no se ha dado cuenta, también lo está el acusado -declaró Nat-. Hablemos claro. Las elecciones no se celebrarán hasta dentro de nueve meses. Si resulta que acabo siendo su oponente, al menos sabrá dónde encontrarme en todo momento.

– Pero… -comenzó a replicar Jimmy.

– Puede decirle al señor Fletcher Davenport que si soy el candidato republicano, él es mi primera elección; no llame a nadie más hasta que me haya rechazado, porque si todo lo que me han dicho de ese hombre es verdad, estoy seguro de que querrá llevar mi defensa.

– Si esas son sus instrucciones, señor Cartwright…

– Esas son mis instrucciones, letrado.

A la hora en que concluyeron los comicios, las ocho de la noche, Nat dormía en el coche mientras Tom lo llevaba a casa. Su jefe de campaña lo dejó dormir. Cuando Nat abrió los ojos descubrió que estaba en su cama y que Su Ling estaba a su lado; lo primero que pensó fue en Luke. Su esposa lo cogió de la mano.

– No -susurró.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Nat.

– Lo veo en tus ojos, amor mío. Te preguntas si prefiero que te retires de la campaña, así ambos podríamos llorar la muerte de Luke como es debido, y la respuesta es que no.

– Pero tendremos que preparar el entierro y después ocuparnos de los preparativos del juicio, por no hablar del juicio en sí.

– Y por no hablar de las interminables horas entre una cosa y otra, que se te harán insoportables porque no podrás dejar de pensar, así que la respuesta sigue siendo que no.

– Es prácticamente imposible que un jurado no acepte la palabra de una infeliz viuda que además afirma haber sido testigo presencial del asesinato de su marido.

– Por supuesto que fue un testigo presencial -replicó Su Ling-. Ella lo asesinó.

Sonó el teléfono en la mesilla de noche de Su Ling. Atendió la llamada y escuchó atentamente antes de apuntar dos números en el cuaderno de notas que tenía junto al aparato.

– Muchas gracias -dijo-. Se lo haré saber.

– ¿Me harás saber qué?

Su Ling arrancó la hoja de papel y se la entregó a su marido.

– Era Tom. Quería comunicarte el resultado de las elecciones.

Nat miró el papel. Su Ling solo había escrito: 69/31.

– Muy bien, pero ¿quién obtuvo sesenta y nueve? -preguntó Nat.

– El próximo gobernador de Connecticut -respondió su esposa.

El funeral de Luke se celebró, a petición del director de la escuela, en la capilla de Taft. Explicó que eran muchísimos los alumnos que querían asistir al oficio. Hasta después de su muerte Nat y Su Ling no se enteraron de lo popular que había sido su hijo. El funeral fue muy sencillo y el coro al que había pertenecido con tanto orgullo cantó «Jerusalem», de William Blake, y «Ain’t Misbehavin», de Cole Porter. Kathy leyó un pasaje de la Biblia y el querido Thomo otro, mientras que el director pronunció el panegírico.

El señor Henderson habló de un joven tímido y nada pretencioso, querido y admirado por todos. Recordó a los presentes la admirable actuación de Luke como Romeo y cómo se había enterado esa misma mañana de que a Luke le habían ofrecido entrar en Princeton.

Los chicos y chicas de noveno curso que habían actuado con él en la obra cargaron a hombros el féretro a la hora de sacarlo de la capilla. Nat aprendió tantas cosas de su hijo aquel día que se sintió culpable por no haber sabido antes lo importante que había sido su hijo para sus condiscípulos.

Después del oficio religioso, Nat y Su Ling participaron en el té ofrecido en la casa del director para los amigos más íntimos de Luke. La casa estaba llena a rebosar, pero como el señor Henderson le explicó a Su Ling, todos creían ser amigos íntimos de Luke.

– Qué extraordinario regalo -comentó el director simplemente.

Uno de los alumnos obsequió a Su Ling con un libro con fotos y poemas compuestos por los compañeros de Luke. Más tarde, cada vez que Nat se sentía triste, lo abría por una página cualquiera, leía el texto y miraba la foto, pero había unas líneas que leía una y otra vez: «Luke era el único chico que hablaba conmigo sin mencionar jamás mi turbante ni el color de mi piel. Sencillamente no los veía. Era la persona que deseaba tener como amigo para el resto de mi vida. Malik Singh (16 años)».

Cuando salieron de la casa del director, Nat vio a Kathy que estaba sentada sola en el jardín, con la cabeza inclinada. Su Ling fue a sentarse con ella. La rodeó con sus brazos e intentó consolarla.

– Te quería tanto… -le dijo.

Kathy levantó la cabeza; lloraba a lágrima viva.

– Nunca le dije que le quería.

45

– No puedo hacerlo -declaró Fletcher.

– ¿Por qué no? -le preguntó Annie.

– Se me ocurren un centenar de razones.

– Di mejor un centenar de excusas.

– No puedo defender al hombre que pretendo derrotar en las elecciones -replicó Fletcher, sin hacer caso del comentario.

– Sin miedos ni favoritismos -citó Annie.

– ¿Cómo quieres que haga la campaña?

– Eso será lo más fácil. -Annie se calló unos instantes-. En cualquier sentido.

– ¿En cualquier sentido? -repitió Fletcher.

– Sí. Porque si es culpable, ni siquiera será el candidato republicano.

– ¿Qué pasa si es inocente?

– Entonces serás alabado muy justamente por haber conseguido que saliera absuelto.

– Eso no es práctico ni sensato.

– Otras dos excusas.

– ¿Por qué estás de su lado? -le preguntó Fletcher.

– No lo estoy -insistió Annie-. Estoy, y cito al profesor Abrahams, del lado de la justicia.

Fletcher permaneció callado durante unos momentos.

– Me pregunto qué hubiese hecho él enfrentado al mismo dilema.

– Sabes muy bien lo que hubiese hecho. Hay algunas personas que olvidarán estos principios en cuanto salgan de la universidad…

– … solo puedo confiar en que al menos una persona de cada promoción los recuerde -dijo Fletcher para completar la frase que siempre repetía el profesor.

– ¿Por qué no hablas con él? -dijo Annie-. Quizá eso te convenza.

A pesar de las reiteradas advertencias de Jimmy y las vociferantes protestas de los demócratas locales -en realidad de todos excepto Annie-, se acordó que los dos hombres se verían para charlar al domingo siguiente.

El lugar escogido para la cita fue el banco Fairchild Russell, porque se consideró que no se cruzarían con muchos transeúntes un domingo por la mañana a primera hora.

Nat y Tom llegaron poco antes de las diez y el presidente del banco abrió la puerta principal y desconectó la alarma por primera vez en años. Solo tuvieron que esperar unos pocos minutos antes de que Fletcher y Jimmy aparecieran. Tom los hizo pasar rápidamente y los acompañó a la sala de juntas.

Cuando Jimmy presentó a su íntimo amigo a su cliente más importante, los hombres se miraron el uno al otro, sin tener muy claro cuál de los dos debía dar el primer paso.

– Es muy amable de…

– No había esperado…

Ambos se echaron a reír y después se estrecharon las manos calurosamente.

Tom propuso que Fletcher y Jimmy se sentaran a un lado de la mesa, mientras que él y Nat se acomodaban en el otro. Fletcher asintió con un gesto y, una vez sentados, abrió su maletín y extrajo una libreta de hojas amarillas, que colocó sobre la mesa, junto con una estilográfica que sacó de un bolsillo interior de la chaqueta.

– En primer lugar, quiero manifestarle mi agradecimiento por haber aceptado verme -repuso Nat-. Solo me puedo imaginar la presión a la que habrá tenido que enfrentarse y me doy perfecta cuenta de que no ha escogido la opción fácil.

Jimmy agachó la cabeza al oír estas palabras.

Fletcher levantó una mano.

– Tiene que agradecérselo a mi esposa y no a mí -replicó; después de guardar silencio unos instantes, añadió-: Claro que a quien tiene que convencer es a mí.

– En ese caso, transmítale mi agradecimiento a la señora Davenport y permítame asegurarle que responderé a cualquier pregunta que quiera hacerme.

– En realidad, solo tengo una pregunta -dijo Fletcher, con la mirada puesta en la hoja de papel en blanco-. Se trata de una pregunta que un abogado nunca hace porque únicamente puede comprometer sus principios éticos. Pero en esta ocasión no estoy dispuesto a discutir el caso hasta que haya respondido a la pregunta.

Nat asintió con un gesto. Fletcher levantó la cabeza y miró a su posible rival. Nat le sostuvo la mirada.

– ¿Asesinó usted a Ralph Elliot?

– No, no lo hice -contestó Nat sin vacilar.

Fletcher miró de nuevo la hoja de papel en blanco de la libreta que tenía delante. Pasó la hoja y dejó a la vista la segunda, que estaba escrita de arriba abajo con toda una serie de preguntas.

– Entonces permítame que le pregunte… -comenzó Fletcher, que volvió a mirar a su cliente.

La fecha del juicio se fijó para la segunda semana de julio. Nat se sorprendió al comprobar el poco tiempo que necesitaba pasar con su abogado defensor una vez que le hubo relatado la historia un centenar de veces y Fletcher manifestara que ya tenía claro hasta el último detalle. Si bien ambos admitían la importancia de la declaración de Nat, Fletcher dedicó mucho tiempo a analizar a fondo las dos declaraciones que Rebecca Elliot le había hecho a la policía: el informe redactado por Don Culver sobre lo que había ocurrido la noche de autos y las notas del inspector Petrowski, que estaba a cargo de la investigación.

– Rebecca ha sido convenientemente aleccionada por el fiscal -le advirtió a Nat- y ha tenido tiempo más que sobrado para ensayar las respuestas a todas las preguntas que se le puedan ocurrir. Cuando sea su momento de sentarse en el banquillo de los testigos, puede estar seguro de que se sabrá su papel tan a la perfección como cualquier actriz en la noche de un estreno. Así y todo -añadió Fletcher-, se enfrentará a un problema.

– ¿Qué problema? -quiso saber Nat.

– Si la señora Elliot asesinó a su marido, entonces tuvo que mentirle a la policía; por tanto, tiene que haber algunos cabos sueltos en los que ellos no han reparado. Lo primero que debemos hacer es encontrarlos y a continuación unirlos.

El interés por las elecciones se extendía mucho más allá de los límites de Connecticut. Periódicos y revistas de todo el país, como el National Enquirer y el New Yorker, publicaban artículos sobre los protagonistas de la campaña. Una de las consecuencias de esa publicidad fue que el día que comenzó el juicio no había en Hartford ni una sola habitación de hotel libre en treinta kilómetros a la redonda.

A tres meses vista de las elecciones, las encuestas de intención de voto otorgaban a Fletcher una ventaja de doce puntos, pero él sabía muy bien que si conseguía demostrar la inocencia de Nat, el resultado del sondeo podría invertirse en cuestión de horas.

El 11 de julio era la fecha señalada para el comienzo del juicio, pero las grandes cadenas de televisión ya tenían instaladas las cámaras en las terrazas de los edificios al otro lado del juzgado y en las aceras, así como también muchas unidades móviles en las calles. Estaban allí para entrevistar a cualquiera con la más remota vinculación con el juicio, a pesar de que aún faltaban días para que Nat escuchara las palabras: «Todos en pie».

Fletcher y Nat intentaron continuar con sus respectivas campañas electorales con cierta apariencia de normalidad, aunque ambos eran conscientes de lo difícil que era. No tardaron en descubrir que llenaban todas las salas, que cualquier mitin se convertía en un baño de multitudes y que en los lugares más remotos del distrito aparecían los espectadores como setas. Cuando ambos asistieron a una función benéfica destinada a recaudar fondos para el ala de ortopedia que se construiría en el Gates Memorial Hospital de Hartford, las entradas se revendían a quinientos dólares. Esta era una de aquellas excepcionales campañas donde los donativos llegaban como una riada. Durante algunas semanas fueron una atracción mayor que Frank Sinatra.

Ninguno de los dos pegó ojo la noche anterior al juicio y el jefe de policía ni siquiera se molestó en acostarse. Don Culver había enviado a cien agentes para que vigilaran a la muchedumbre delante de los juzgados, sin dejar de comentar con cierta ironía que todos los rateros de Hartford se aprovecharían de la disminución de la vigilancia en el resto de la ciudad.

Fletcher fue el primero del equipo de la defensa que subió las escalinatas del edificio y dejó bien claro a los enviados de los medios de comunicación que no haría declaraciones ni respondería a ninguna pregunta antes de que se conociera el veredicto. Nat llegó unos minutos más tarde, acompañado por Tom y Su Ling, y de no haber sido por la colaboración de los agentes de policía, nunca hubiesen podido entrar.

Una vez en el interior del juzgado, Nat caminó por el pasillo de mármol hasta la sala número siete. Agradeció los amables comentarios de los curiosos con un gesto pero sin decir ni una palabra, tal como le había recomendado su abogado. En cuanto entró en la sala, Nat sintió cómo todas las miradas se centraban en él mientras iba a sentarse a la izquierda de Fletcher en la mesa de la defensa.

– Buenos días, abogado -saludó Nat.

– Buenos días, Nat -replicó Fletcher, que apartó la mirada de las notas que estaba consultando-. Confío en que esté preparado para una semana de aburrimiento mientras seleccionamos al jurado.

– ¿Ya tiene el perfil del jurado ideal? -le preguntó Nat.

– No se trata de algo sencillo -contestó Fletcher-, porque no acabo de decidirme entre elegir a partidarios suyos o míos.

– ¿Hay doce personas en Hartford que lo apoyen? -inquirió Nat, con tono risueño.

– Me alegra comprobar que no ha perdido el sentido del humor -manifestó Fletcher, con una sonrisa-. Sin embargo, después de elegir al jurado, quiero que adopte una expresión seria y atenta; la de un hombre que es víctima de una gran injusticia.

Fletcher no se equivocó, porque hasta el viernes por la tarde no ocuparon sus sitios los doce miembros del jurado y los dos suplentes, después de una interminable serie de puntualizaciones, réplicas, contrarréplicas y diversas objeciones planteadas por ambas partes. Por fin se pusieron de acuerdo en siete hombres y cinco mujeres; dos de las mujeres y uno de los hombres eran negros. Cinco miembros del jurado tenían profesiones liberales; el resto eran dos madres trabajadoras, tres oficinistas, una secretaria y un desempleado.

– ¿Qué sabemos de su ideología política? -preguntó Nat.

– Yo diría que tenemos cuatro republicanos, cuatro demócratas y cuatro indecisos.

– En ese caso, ¿cuál es nuestro siguiente problema, abogado?

– Cómo sacarle del apuro y al mismo tiempo hacerme con los votos de los cuatro indecisos -declaró Fletcher, cuando se despidieron a la salida del edificio.

Nat se dio cuenta de que en cuanto llegaba a casa por la noche, olvidaba todo lo referente al juicio, porque sus pensamientos se centraban exclusivamente en su hijo muerto. Por mucho que intentase hablar de otros temas con Su Ling, también su esposa solo pensaba en Luke.

– Si hubiese compartido mi secreto con Luke -se lamentaba la madre una y otra vez-, quizá ahora estaría con nosotros.

46

El lunes siguiente, después de que el alguacil tomara juramento al jurado, el juez Kravats invitó al fiscal a que hiciera su exposición de apertura.

Richard Ebden se levantó lentamente. Era un hombre alto, elegante, canoso, con la reputación de hechizar a los jurados. El traje azul oscuro era su atuendo habitual para el primer día de los juicios. La camisa blanca y la corbata azul transmitían una sensación de confianza.

El fiscal estaba muy orgulloso de sus éxitos, algo que resultaba un tanto irónico porque era un hombre de familia, religioso y de modales amables, que incluso cantaba como bajo en el coro local. Ebden se levantó de la silla, fue hasta el espacio que quedaba entre la mesa y el estrado del juez y se volvió para mirar al jurado.

– Miembros del jurado -comenzó-, en todos mis años como fiscal, en contadas ocasiones me he encontrado con un caso de homicidio donde no existe ninguna duda de quién fue el autor.

Fletcher se inclinó hacia Nat para susurrarle al oído:

– No se preocupe, es lo que dice siempre. Ahora viene: «Pero a pesar de esto…».

– Pero a pesar de esto, debo exponerles los hechos ocurridos durante la noche del doce al trece de febrero. El señor Cartwright -se volvió sin prisas para mirar al acusado-… participó en un programa de televisión con Ralph Elliot, una figura muy respetada y popular en nuestra comunidad y, quizá todavía más importante, el claro favorito a ganar la nominación republicana, que podría haberle llevado a ser el gobernador de nuestro querido estado. Un hombre que se acercaba a la cumbre de su carrera, a punto de recibir el más absoluto respaldo de un electorado agradecido por sus años de desinteresado servicio a la comunidad. Pero ¿cuál sería su recompensa? Acabó asesinado por su rival político.

»¿Cómo se llegó a esa lamentable tragedia? Al señor Cartwright se le preguntó si su esposa era una inmigrante ilegal, así son las cosas en los debates políticos, una pregunta que debo añadir no se mostró muy dispuesto a responder. ¿Por qué? Porque sabía que era verdad, y que la había mantenido oculta durante veinte años. Después de negarse a responder a la pregunta, ¿qué hace el señor Cartwright a continuación? Intenta descargar las culpas en Ralph Elliot. En cuanto termina el programa, comienza a insultarlo, lo llama embustero, lo acusa de un montaje y, lo que es más significativo, proclama: “Así y todo, acabaré contigo”.

»No confíen en mis palabras para condenar al señor Cartwright, porque están ustedes a punto de comprobar que no se trata de rumores, habladurías o fruto de mi mente, porque toda la conversación entre los dos rivales fue registrada para la posteridad gracias a la televisión. Me hago cargo de que no es un procedimiento habitual, su señoría, pero dadas las circunstancias, desearía que el jurado pudiese ver la grabación.

Ebden hizo un gesto en dirección a su mesa y uno de sus ayudantes apretó un botón.

Durante los doce minutos siguientes, Nat miró la pantalla que habían instalado delante de los miembros del jurado y recordó con profundo remordimiento su terrible enfado. En cuanto acabó la proyección del vídeo, Ebden continuó con su exposición.

– No obstante, sigue siendo responsabilidad del estado demostrar qué ocurrió después de que este hombre furioso y vengativo se marchara del estudio de televisión. -Ebden bajó la voz-. Regresó a su casa y descubrió que su hijo, su único hijo, se había suicidado. Todos nosotros podemos comprender muy bien los efectos que semejante tragedia puede tener en un padre. Resultó ser, miembros del jurado, que esa trágica muerte puso en marcha una cadena de acontecimientos que acabaron con el asesinato a sangre fría de Ralph Elliot. Cartwright le dijo a su esposa que, después de ir al hospital, regresaría inmediatamente a casa, pero no tenía la intención de hacerlo, porque ya había planeado dirigirse antes a la casa del señor y la señora Elliot. ¿Cuál pudo haber sido la razón para esa intempestiva visita nocturna a las dos de la mañana? Solo podía haber un propósito: el de retirar para siempre a Ralph Elliot de la carrera por la candidatura a gobernador. Lamentablemente para su familia y nuestro estado, el señor Cartwright tuvo éxito en su misión.

»Se presentó sin ser invitado en la casa de la familia Elliot a las dos de la mañana. El propio señor Elliot, que se encontraba en su despacho ocupado en redactar su discurso de aceptación, le abrió la puerta. El señor Cartwright irrumpió en la casa y le asestó un puñetazo en la nariz al señor Elliot, que a punto estuvo de derribarlo. El señor Elliot se recuperó a tiempo de ver que su adversario pretendía seguir con el ataque y echó a correr hacia su despacho, donde cogió un arma que guardaba en el cajón de su escritorio. Se volvió en el instante en que Cartwright saltaba sobre él y le arrebataba el arma, con lo que privó así al señor Elliot de toda defensa. Cartwright empuñó el arma, apuntó a su víctima, tumbada en el suelo, y le descerrajó un tiro que le atravesó el corazón. Luego efectuó un segundo disparo contra el techo para simular que se había producido un forcejeo. Muerto su rival, Cartwright dejó caer el arma, salió de la casa por la puerta principal que seguía abierta, subió a su coche y regresó rápidamente a su casa. Sin que lo supiera, había dejado atrás a un testigo de todo lo ocurrido: la esposa de la víctima, la señora Rebecca Elliot. En el momento en que se oyó el primer disparo, la señora Elliot salió de su dormitorio en el primer piso para asomarse por encima de la balaustrada del rellano e instantes después de escuchar la segunda detonación, vio horrorizada cómo Cartwright escapaba del domicilio. De la misma manera que las cámaras de televisión registraron todos los detalles del programa, la señora Elliot les describirá a ustedes con la misma precisión todos los detalles de lo que ocurrió la noche de autos.

El fiscal desvió la mirada del jurado para mirar directamente a Fletcher.

– Dentro de unos momentos, el abogado defensor se levantará de la silla y, con todo su encanto y oratoria, intentará que ustedes lloren mientras hace todo lo posible por cambiar la realidad de lo sucedido. Pero lo que no podrá cambiar es el cadáver de un hombre inocente, asesinado a sangre fría por su adversario político. Tampoco podrá cambiar sus palabras registradas por las cámaras de televisión: «Así y todo, acabaré contigo». Lo que no podrá borrar es la existencia de un testigo del asesinato, la viuda del señor Elliot, Rebecca.

Ebden miró entonces a Nat.

– Puedo comprender que sientan cierta compasión por este hombre, pero después de que escuchen todos los testimonios y vean todas las pruebas, creo que ninguno de ustedes tendrá la más mínima duda de la culpabilidad del señor Cartwright, por lo que no tendrán más alternativa que cumplir con su deber con el estado y la sociedad y declararlo culpable.

Un silencio siniestro reinó en la sala cuando Richard Ebden volvió a su mesa. Varias cabezas asintieron, incluso una o dos entre los miembros del jurado. El juez Kravats escribió una nota en el papel que tenía delante y a continuación miró hacia la mesa de la defensa.

– ¿Va usted a responder, abogado? -preguntó, sin preocuparse en disimular el tono irónico en su voz.

Fletcher se puso de pie y le respondió sin vacilar:

– No, muchas gracias, señoría. La defensa no tiene la intención de hacer una exposición inicial.

Nat y Fletcher permanecieron sentados, en silencio, y con la mirada al frente, en medio del tumulto que se desató en la sala. El juez golpeó insistentemente con su mazo, dispuesto a imponer orden y continuar con la sesión. Fletcher miró de reojo hacia la mesa de la fiscalía y vio cómo Richard Ebden mantenía una intensa discusión con los otros miembros de su equipo. El juez procuró disimular una sonrisa en cuanto advirtió la astuta maniobra táctica que había realizado el abogado defensor y que había conseguido desorientar al fiscal y a su gente. Miró una vez más al fiscal.

– Señor Ebden, a la vista de la decisión de la defensa, ¿querrá llamar a su primer testigo? -preguntó con tono neutro.

Ebden se levantó; evidentemente había perdido parte de su confianza al descubrir el juego de Fletcher.

– Señoría, creo que a la vista de las circunstancias solicitaré un receso.

– Protesto, señoría -gritó Fletcher, que se levantó de un salto-. El estado ha tenido varios meses para preparar el caso. ¿Hemos de entender que ahora no son capaces de presentar ni a un solo testigo?

– ¿Es ese el caso, señor Ebden? -preguntó el juez-. ¿No puede llamar a su primer testigo?

– Efectivamente, señoría. Nuestro primer testigo es el señor Don Culver, jefe de policía de la ciudad, y no queríamos apartarlo de sus importantes obligaciones hasta que fuese absolutamente necesario.

Fletcher se levantó de nuevo.

– Es absolutamente necesario, señoría. Es el jefe de policía y este es un juicio por asesinato. Por tanto, solicito que el caso sea sobreseído dado que no hay disponible ningún testimonio de la policía para presentar ante este tribunal.

– Buen intento, señor Davenport, pero no colará -replicó el juez-. Señor Ebden, le concedo el receso que ha pedido. El juicio se reanudará inmediatamente después de la hora de la comida; si para ese momento el jefe de policía no está con nosotros, declararé nulo su testimonio.

El fiscal asintió sin poder disimular lo violento que se sentía.

– Todos en pie -anunció el alguacil, cuando el juez Kravats se levantó y consultó el reloj antes de abandonar la sala.

– Creo que hemos ganado el primer asalto -comentó Tom, mientras el fiscal y los suyos se retiraban apresuradamente.

– Es posible -admitió Fletcher-, pero necesitamos algo más que victorias pírricas para triunfar en la batalla final.

Nat detestaba rondar por los pasillos, así que volvió a la mesa de la defensa mucho antes de que acabara el descanso para comer. Miró hacia la mesa de la fiscalía, donde también Richard Ebden estaba en su sitio, y comprendió que no volvería a cometer el mismo error una segunda vez. Sin embargo, ¿había deducido las razones de Fletcher para arriesgar aquella jugada? Fletcher le había explicado durante el receso que, a su juicio, la única manera de ganar el caso consistía en minar el testimonio de Rebecca Elliot; por consiguiente, no podía permitir que se relajara ni un instante. Después de la advertencia del juez, Ebden se vería obligado a tenerla esperando en el pasillo, quizá durante días, antes de ser llamada a declarar.

Fletcher se sentó junto a Nat solo unos segundos antes de que el juez entrara en la sala.

– El jefe Culver está en el pasillo con un humor de mil demonios y la señora Elliot está sentada sola en un rincón, sin nada más que hacer que morderse las uñas. Mi propósito es tenerla esperando durante varios días -añadió cuando el alguacil anunció:

– Todos en pie. Preside el juez Kravats.

– Buenas tardes -dijo el juez y después miró al fiscal-. ¿Tiene un testigo para nosotros, señor Ebden?

– Sí, señoría. El estado llama al jefe de policía Don Culver.

Nat observó mientras Don Culver ocupaba su asiento en la tribuna de los testigos y repetía el juramento. Había algo raro en el jefe de policía y no conseguía averiguar qué era. Entonces vio cómo se curvaban el dedo índice y medio de la mano derecha de Culver y se dio cuenta de que era la primera vez que lo veía sin el puro, que era su marca de fábrica.

– Señor Culver, ¿puede decirle al jurado cuál es el cargo que desempeña?

– Soy el jefe de policía de la ciudad de Hartford.

– ¿Desde cuándo ocupa dicho cargo?

– Hace poco más de catorce años.

– ¿Cuánto tiempo lleva en la policía?

– Treinta y seis años.

– Por tanto, podemos decir que tiene una gran experiencia en los casos de homicidio, ¿no es así?

– Supongo que así es, efectivamente -respondió Culver.

– ¿Ha tenido ocasión de tratar con el acusado?

– Sí, en varias ocasiones.

– Está robándome algunas de mis preguntas -le susurró Fletcher a Nat-, aunque todavía no sé el motivo.

– ¿Tiene usted una opinión formada de él?

– Sí, la tenía, era un ciudadano respetable y cumplidor de la ley, hasta que asesinó…

– Protesto, señoría -dijo Fletcher, que se levantó en el acto-. Le corresponde al jurado decidir quién asesinó al señor Elliot, no al jefe de policía. Aún no vivimos en un estado policial.

– Se acepta -asintió el juez.

– Todo lo que puedo decir -prosiguió Culver- es que hasta el momento de producirse el asesinato, tenía decidido votarle.

Se escucharon algunas risas en la sala.

– Cuando yo haya acabado con Culver -susurró Fletcher-, estoy seguro de que tampoco me votará a mí.

– En ese caso, sin duda tendrá usted alguna duda sobre la posibilidad de que un sobresaliente ciudadano sea capaz de cometer un asesinato.

– Ninguna en absoluto, señor Ebden -respondió Culver-. Los asesinos no son delincuentes del montón.

– ¿Podría explicarnos a qué se refiere, jefe?

– Por supuesto -afirmó Culver-. Los homicidios habituales suelen ser una cuestión doméstica, por lo general dentro del entorno familiar, y a menudo cometidos por alguien que nunca había cometido un crimen antes y que probablemente no lo volverá a hacer nunca más. En cuanto se les detiene, se muestran mucho más dóciles que el vulgar ratero.

– ¿Cree usted que el señor Cartwright entra en esa categoría?

– Protesto -exclamó Fletcher, esta vez sin levantarse-. ¿Cómo puede el jefe Culver saber la respuesta a esa pregunta?

– Porque llevo tratando con criminales desde hace treinta y seis años -replicó Don Culver.

– Que no conste en acta -decidió el juez-. La experiencia puede estar muy bien, pero el jurado solo debe basarse en las pruebas de este caso en particular.

– Muy bien, entonces pasemos a una pregunta que sí trata de las pruebas de este caso en particular -manifestó el fiscal-. ¿Cómo se vio implicado en este caso, jefe Culver?

– Recibí en mi casa una llamada de la señora Elliot en la noche del doce al trece de febrero.

– ¿Le llamó a su casa? ¿Es una amiga personal?

– No, pero todos los candidatos a cargos públicos pueden ponerse en contacto conmigo directamente. A menudo son objeto de amenazas, reales o imaginarias, y no es ningún secreto que el señor Elliot había recibido varias amenazas de muerte desde que se presentó a las elecciones.

– Cuando la señora Elliot lo llamó, ¿tomó usted nota exacta de sus palabras?

– Por supuesto -afirmó el jefe Culver-. Estaba histérica y no dejaba de gritar. Recuerdo que tuve que apartar el auricular; gritaba tanto que despertó a mi esposa. -De nuevo se escucharon algunas risas dispersas y Culver esperó a que se hiciera el silencio-. Escribí sus palabras exactas en una libreta que tengo junto al teléfono.

Abrió la libreta y Fletcher se levantó.

– ¿Es admisible? -preguntó.

– Consta en la lista de documentos aprobados, señoría -señaló Ebden-, como estoy seguro de que sabe el señor Davenport. Ha tenido semanas para considerar si era admisible además de importante.

El juez miró al jefe de policía y le hizo un gesto.

– Prosiga -le dijo mientras Fletcher se sentaba.

– «Le acaban de disparar a mi marido en el despacho, por favor, venga lo antes posible» -leyó el jefe Culver.

– ¿Qué le respondió usted?

– Le dije que no tocara nada, que me reuniría con ella en el tiempo que tardara en llegar allí.

– ¿A qué hora recibió la llamada?

– A las dos y veintiséis -contestó el jefe, después de verificarlo en la libreta.

– ¿A qué hora llegó a casa de los Elliot?

– Llegué a las tres y diecinueve. Primero tuve que llamar a la comisaría para ordenarles que enviaran al inspector de mayor rango que estuviese de servicio a la residencia de los Elliot. Luego tuve que vestirme, así que cuando por fin llegué al lugar, ya estaban allí dos agentes de un coche patrulla, claro que ellos no habían tenido que vestirse.

Una vez más, se oyeron las carcajadas en la sala.

– Por favor, descríbale al jurado con la mayor precisión lo que vio al llegar.

– La puerta principal estaba abierta y la señora Elliot se encontraba sentada en el suelo del vestíbulo, con las rodillas recogidas contra el pecho y la barbilla apoyada en ellas. Le hice saber que había llegado y a continuación me reuní con el inspector Petrowski en el despacho de la víctima. El señor Petrowski -añadió el jefe Culver- es uno de los inspectores más respetados de la policía, con una gran experiencia en homicidios, y como parecía tener la investigación muy bien encarrilada le dejé para que continuara con su trabajo, mientras yo volvía a reunirme con la señora Elliot.

– ¿La interrogó?

– Por supuesto -contestó el jefe Culver.

– ¿No lo había hecho antes el inspector Petrowski?

– Sí, pero a menudo es útil tomar dos declaraciones para compararlas más tarde y ver si hay diferencias en algún punto esencial.

– Señoría, dichas declaraciones no son más que suposiciones -intervino Fletcher.

– No lo son.

– Protesto -insistió Fletcher.

– Denegada, señor Davenport. Tal como ya se ha señalado, ha tenido usted acceso a esos documentos desde hace varias semanas.

– Gracias, señoría -dijo Ebden-. Quisiera que les diga al jurado qué hizo después, jefe.

– Propuse que fuéramos a sentarnos en la sala, para que la señora Elliot estuviese más cómoda. Luego le pedí que me explicara todo lo que había pasado aquella noche. La dejé que lo hiciera a su manera, porque muchas veces a los testigos les molesta que les hagan las mismas preguntas dos o tres veces. Después de tomar una taza de café, la señora Elliot declaró que dormía en su habitación cuando la despertó la primera detonación. Encendió la luz, se puso una bata y se acercó al rellano. Entonces oyó el segundo disparo. Luego vio cómo el señor Cartwright salía corriendo del despacho en dirección a la puerta, que estaba abierta. Se volvió por un momento, pero no pudo verla en la oscuridad del rellano, aunque ella le reconoció inmediatamente. A continuación corrió escaleras abajo y entró en el estudio, donde se encontró a su esposo tendido en el suelo en medio de un charco de sangre. Por último, me llamó sin perder ni un segundo.

– ¿Continuó interrogándola?

– No, dejé a una agente con la señora Elliot mientras yo me dedicaba a verificar la declaración original. Después de consultarlo con el inspector Petrowski, fui al domicilio del señor Cartwright en compañía de dos agentes y lo detuve por el asesinato de Ralph Elliot.

– ¿Se había ido a la cama?

– No, vestía las mismas prendas que llevaba en el programa de televisión aquella noche.

– No hay más preguntas, señoría.

– Su testigo, señor Davenport.

Fletcher se acercó a la tribuna de los testigos con una sonrisa en el rostro.

– Buenas tardes, jefe. No lo retendré mucho, dado que soy muy consciente de lo ocupado que está, pero así y todo tengo tres o cuatro preguntas que reclaman una respuesta. -El jefe no respondió a la sonrisa de Fletcher-. En primer lugar, me gustaría saber cuánto tiempo pasó desde que recibió en su casa la llamada de la señora Elliot hasta que procedió a la detención del señor Cartwright.

Los dedos del jefe Culver se movieron involuntariamente mientras pensaba en la pregunta.

– Dos horas, dos horas y media como mucho -respondió finalmente.

– Cuando llegó usted a casa del señor Cartwright, ¿cómo iba vestido?

– Ya se lo he dicho al jurado; exactamente con las mismas prendas que llevaba en el programa de televisión aquella noche.

– Por tanto, ¿no le abrió la puerta en pijama y bata como si acabara de levantarse de la cama?

– No, la verdad es que no -contestó el jefe Culver, intrigado.

– ¿No cree que un hombre que acaba de cometer un crimen quizá se quitaría la ropa y se metería en la cama a las dos de la mañana, de forma tal que si la policía se presenta intempestivamente en la puerta de su casa, pueda al menos dar la impresión de que estaba durmiendo?

El jefe de policía frunció el entrecejo.

– Estaba consolando a su esposa.

– Me lo imagino -dijo Fletcher-. El asesino estaba consolando a su esposa. Ya puestos, jefe, permítame otra pregunta. ¿En el momento de detener al señor Cartwright, hizo alguna declaración?

– No -replicó Culver-. Manifestó que primero quería hablar con su abogado.

– ¿No dijo absolutamente nada que usted pudiese consignar en su muy fiable libreta?

– Sí -admitió Culver; pasó algunas hojas de la libreta hasta que encontró lo que buscaba y lo leyó atentamente-. Sí -repitió con una sonrisa-. Cartwright dijo: «Pero todavía estaba vivo cuando lo dejé».

– «Pero todavía estaba vivo cuando lo dejé» -manifestó Fletcher como un eco-. No son precisamente las palabras de un hombre que intenta ocultar el hecho de que había estado allí. No se desvistió, no se fue a la cama y confesó abiertamente haber estado antes en casa de Elliot. -El jefe de policía permaneció en silencio-. Cuando le acompañó a la comisaría, ¿le tomó usted las huellas dactilares?

– Sí, por supuesto.

– ¿Realizó usted algunas otras pruebas? -preguntó Fletcher.

– ¿En qué está pensando? -replicó Culver.

– No juegue conmigo -dijo Fletcher y esta vez en su voz se insinuó un tono cortante-. ¿Realizó usted algunas otras pruebas?

– Sí -asintió Culver-. Verificamos si debajo de las uñas había algún rastro de que hubiese disparado un arma.

– ¿Encontraron algún rastro de que el señor Cartwright hubiese disparado un arma? -preguntó Fletcher, que recuperó el tono amable.

– No encontramos residuos de pólvora en las manos o debajo de las uñas -declaró el jefe de policía después de un leve titubeo.

– No había residuos de pólvora en las manos o debajo de las uñas -repitió Fletcher, que miró al jurado.

– Sí, pero tuvo un par de horas para lavarse las manos y frotarse las uñas con un cepillo.

– Claro que sí, jefe, y también tuvo un par de horas para desvestirse, acostarse, apagar las luces de la casa y pensar en algo más convincente que decir sencillamente: «Pero todavía estaba vivo cuando lo dejé». -La mirada de Fletcher no se desvió en ningún momento del jurado.

De nuevo, el jefe Culver permaneció en silencio.

– Mi última pregunta, señor Culver, se refiere a algo que me ha estado incordiando desde que acepté el caso, sobre todo cuando pienso en sus treinta y seis años de experiencia, catorce de ellos como jefe de policía. -Miró de nuevo a Culver-. ¿En algún momento se le pasó por la cabeza que quizá el crimen lo hubiese cometido otra persona?

– No había ninguna señal de que alguien más hubiese entrado en la casa aparte del señor Cartwright.

– Sin embargo, ya había alguien más en la casa.

– Tampoco encontramos ninguna prueba que indicara que la señora Elliot pudiese estar implicada.

– ¿Ninguna prueba de ningún tipo? -insistió Fletcher-. Confío y deseo, jefe, que encuentre tiempo en su apretada agenda para venir aquí y escuchar las preguntas que formularé a la señora Elliot; así el jurado podrá decidir si no había ninguna prueba que indicara que la señora Elliot pudiese estar implicada en este crimen.

Se desató un tumulto cuando todos en la sala comenzaron a hablar al mismo tiempo. El fiscal se levantó en el acto.

– Protesto, señoría -dijo a viva voz-. No es a la señora Elliot a quien se juzga.

No obstante, no consiguió hacerse oír por encima del estruendo de los golpes que el juez daba con el mazo mientras Fletcher volvía a su mesa. Cuando el juez consiguió restablecer una apariencia de orden en la sala, Fletcher solo añadió:

– No hay más preguntas, señoría.

– ¿Tiene alguna prueba? -le susurró Nat cuando su abogado se sentó.

– Muy pocas -admitió Fletcher-, pero de una cosa estoy seguro. Si la señora Elliot asesinó a su marido, no conseguirá dormir mucho desde ahora hasta que se siente a declarar. En cuanto a Ebden, dedicará algunos días a preguntarse si sabemos algo que él no sepa.

Fletcher le sonrió al jefe Culver cuando este abandonó la tribuna de los testigos, pero la única respuesta que recibió fue un gesto desabrido.

El juez miró a los dos abogados.

– Creo que es suficiente por hoy, caballeros -les dijo-. Nos volveremos a reunir mañana por la mañana a las diez; entonces el señor Ebden podrá llamar a su siguiente testigo.

– Todos en pie.

47

A la mañana siguiente, cuando el juez entró en la sala, solo el cambio de la corbata daba una pista de que había salido del edificio en algún momento. Nat se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que también las corbatas comenzaran a repetirse por segunda o tercera vez.

– Buenos días -saludó el juez Kravats mientras ocupaba su sitio en el estrado y miraba a la nutrida concurrencia como si fuese un paternal predicador a punto de dirigirse a sus feligreses-. Señor Ebden, puede llamar al siguiente testigo.

– Muchas gracias, señoría. Llamo a declarar al inspector Petrowski.

Fletcher observó atentamente al inspector cuando este se dirigió a la tribuna de los testigos. Levantó la mano derecha y prestó juramento. Petrowski había pasado por los pelos la talla exigida por la policía para su ingreso en el cuerpo. Su traje muy prieto indicaba más el físico de un luchador que el de alguien con sobrepeso. Tenía la mandíbula cuadrada y los ojos pequeños; las comisuras de los labios se inclinaban ligeramente hacia abajo y transmitían la impresión de que era una persona poco dada a sonreír. Uno de los miembros del equipo de Fletcher había averiguado que el nombre de Petrowski circulaba como el más firme candidato a suceder a Don Culver cuando el jefe de policía se retirara. Tenía fama de trabajar siempre de acuerdo con las normas, pero detestaba el papeleo y prefería por encima de todo presentarse en la escena del crimen a estar sentado en un despacho de la jefatura.

– Buenos días, inspector Petrowski -le saludó el fiscal con una sonrisa. Petrowski correspondió al saludo con un gesto, sin sonreír-. Por favor, para que quede constancia, díganos su nombre completo y su cargo.

– Frank Petrowski, inspector jefe del departamento de policía de Hartford.

– ¿Cuántos años hace que es inspector?

– Catorce años.

– ¿Cuándo le ascendieron a inspector jefe?

– Hace tres años.

– Después de haber establecido sus credenciales, pasemos ahora a la noche del crimen. En el informe policial consta que usted fue el primero en llegar a la escena del crimen.

– Así es -asintió Petrowski-. Yo era el oficial de servicio aquella noche, después de relevar al jefe Culver a las ocho.

– ¿Dónde se encontraba a las dos y media de la madrugada cuando recibió la llamada del jefe Culver?

– Estaba en un coche patrulla para ir a investigar un robo en unos locales de la calle Marsham, cuando un agente me llamó para decirme que el jefe quería que fuera inmediatamente a casa de Ralph Elliot en West Hartford, donde al parecer se había cometido un asesinato. Como solo me encontraba a unos minutos del lugar, me hice cargo del caso y envié a otra dotación para que se ocupara del robo.

– ¿Fue usted directamente a casa de los Elliot?

– Sí, pero de camino llamé a la jefatura para pedir que me enviaran a un equipo forense y al mejor fotógrafo que pudieran sacar de la cama a esas horas.

– ¿Qué se encontró cuando llegó a casa de los Elliot?

– Me sorprendió comprobar que la puerta principal estaba abierta y la señora Elliot acurrucada en un rincón del vestíbulo. Me dijo que había encontrado el cadáver de su marido en el despacho y señaló hacia el otro extremo del pasillo. Añadió que el jefe Culver le había advertido que no tocara nada, razón por la cual la puerta principal continuaba abierta. Fui directamente al despacho y después de verificar que el señor Elliot estaba muerto, volví al vestíbulo y le tomé declaración a la esposa. Las copias de la declaración las tiene el tribunal.

– ¿Qué hizo a continuación?

– En su declaración, la señora Elliot dijo que estaba durmiendo cuando oyó dos disparos procedentes de la planta baja, así que yo y otros tres agentes volvimos al despacho para buscar los casquillos.

– ¿Los encontraron?

– Sí. El primero fue fácil de localizar porque, después de atravesar el corazón del señor Elliot, el proyectil acabó incrustado en un panel de madera detrás del escritorio. Con el segundo tardamos un poco más, pero al final lo descubrimos alojado en el techo encima de la mesa del señor Elliot.

– ¿Los dos proyectiles pudieron ser disparados por la misma persona?

– Es posible -respondió Petrowski-, si el asesino intentó simular que se había producido un forcejeo o que la víctima se había disparado a sí misma.

– ¿Es esto algo frecuente en los casos de homicidio?

– En más de una ocasión, el criminal intenta dejar pruebas contradictorias.

– ¿Pudieron probar que ambos proyectiles fueron disparados con la misma arma?

– Lo confirmaron las pruebas de balística efectuadas al día siguiente.

– ¿Había huellas dactilares en el arma?

– Sí -respondió Petrowski-, la huella de una palma en la culata y la de un dedo índice en el gatillo.

– ¿Pudieron identificar más tarde a quién correspondían dichas huellas?

– Sí. -El inspector hizo una pausa-. Ambas coincidían con las huellas del señor Cartwright.

Se escuchó un fuerte murmullo entre los espectadores sentados detrás de Fletcher. Este intentó no parpadear mientras observaba la reacción de los jurados ante esa información. Al cabo de un momento, escribió unas líneas en su libreta. El juez descargó varios golpes con el mazo para llamar al orden, antes de que el fiscal pudiese continuar.

– Por el punto de entrada del proyectil en el cuerpo, y las quemaduras de pólvora en el pecho, ¿pudieron calcular la distancia a la que se encontraba el asesino de su víctima?

– Sí -manifestó Petrowski-. Los forenses estimaron que el atacante se encontraba a un metro o menos delante de la víctima y por el ángulo de entrada del proyectil, pudieron demostrar que los dos hombres estaban de pie.

– Protesto, señoría -dijo Fletcher, que se levantó-. Aún tenemos que demostrar que fue un hombre quien efectuó uno de los dos disparos.

– Se acepta.

– Después de recoger todas las pruebas -prosiguió el fiscal, como si no le hubiesen interrumpido-, ¿fue usted quien tomó la decisión de detener al señor Cartwright?

– No. Para entonces ya había llegado el jefe y aunque era mi caso, le pregunté si él también le tomaría declaración a la señora Elliot, para asegurarse de que su relato no presentaba ninguna modificación.

– ¿Encontraron alguna?

– No, era coherente en todos los puntos esenciales.

Fletcher subrayó la palabra «esencial» porque la habían utilizado Petrowski y el jefe Culver. Se preguntó si sería una coincidencia o si se habrían puesto de acuerdo para declarar lo mismo.

– ¿Fue entonces cuando decidió detener al acusado?

– Sí, fue a recomendación mía, pero la decisión final la tomó el jefe.

– ¿No estaban asumiendo un gran riesgo al detener a un candidato en plena campaña electoral?

– Sí, por supuesto, y discutí el problema con el jefe. A menudo hemos comprobado a nuestra costa que las primeras veinticuatro horas son las más importantes en cualquier investigación y teníamos un cadáver, dos balas y un testigo del crimen. Consideré que sería una abrogación de mi deber si no detenía al presunto asaltante sencillamente porque tenía amigos muy influyentes.

– Protesto, señoría, es una manifestación de prejuicio -manifestó Fletcher.

– Se acepta -dijo el juez-. Que no conste en la transcripción. -Miró al inspector y añadió-: Por favor, aténgase a los hechos, inspector. Sus opiniones no me interesan en lo más mínimo.

Petrowski asintió en silencio. Fletcher se volvió hacia Nat.

– Esa última declaración me suena a que fue escrita en el despacho del fiscal. -Guardó silencio un momento, miró la hoja que tenía delante y comentó que el testigo había dicho «puntos esenciales», «abrogación» y «asaltante» como si lo hubiera aprendido de memoria-. Petrowski no tendrá la oportunidad de contestarme con respuestas preparadas cuando lo interrogue.

– Muchas gracias, inspector -dijo Ebden-. No tengo más preguntas para el inspector Petrowski, señoría.

– ¿Quiere usted interrogar al testigo? -le preguntó el juez a Fletcher, atento a otra maniobra táctica.

– Sí, por supuesto, señoría. -Fletcher permaneció sentado mientras pasaba una hoja de su libreta-. Inspector Petrowski, le ha dicho usted al jurado que las huellas dactilares de mi cliente estaban en el arma, ¿no es así?

– No solo las huellas dactilares, sino también la huella de la palma en la culata tal como consta en el informe pericial.

– ¿No le ha dicho también al jurado que, de acuerdo con su experiencia, los criminales a menudo intentan dejar pruebas contradictorias con la intención de engañar a la policía?

Petrowski asintió, sin abrir la boca.

– ¿Sí o no, inspector?

– Sí -respondió Petrowski.

– ¿Describiría usted al señor Cartwright como un tonto?

Petrowski vaciló mientras intentaba deducir hacia dónde quería llevarlo Fletcher.

– No, diría que es un hombre muy inteligente.

– ¿Diría usted que dejar las huellas dactilares y de la palma de la mano en el arma homicida son rasgos de un hombre muy inteligente?

– No, pero el señor Cartwright no es un asesino profesional y no piensa como ellos. Los aficionados a menudo se dejan dominar por el pánico y entonces es cuando cometen los errores más tontos.

– ¿Como dejar el arma en el suelo, con sus huellas dactilares, y salir corriendo de la casa sin preocuparse de cerrar la puerta principal?

– Efectivamente. Es algo que no me sorprende, a la vista de las circunstancias.

– Usted dedicó muchas horas a interrogar al señor Cartwright, inspector. ¿Le parece la clase de hombre que se deja dominar por el pánico y se da a la fuga sin más?

– Protesto, señoría -dijo Ebden y se levantó-. ¿Cómo puede el inspector Petrowski responder a esa pregunta?

– Señoría, el inspector Petrowski ha estado más que dispuesto a dar su opinión sobre los hábitos de los asesinos aficionados y los profesionales; por tanto, no veo cómo le puede incomodar responder a la pregunta.

– No se acepta, abogado. Continúe.

Fletcher agradeció la decisión con un gesto, se puso de pie y caminó hasta la tribuna de los testigos, donde se detuvo delante del inspector.

– ¿Había huellas dactilares de alguien más en el arma?

– Sí -manifestó Petrowski, que no pareció en absoluto impresionado por la presencia de Fletcher-. Había huellas parciales del señor Elliot, pero estas están justificadas porque él cogió el arma del cajón para defenderse.

– ¿Las huellas estaban en el arma?

– Sí.

– ¿Verificó usted si había residuos de pólvora debajo de las uñas?

– No -respondió el policía.

– ¿Por qué no? -preguntó Fletcher.

– Porque se necesita tener unos brazos muy largos para dispararse a uno mismo desde una distancia de un metro.

El público se echó a reír y Fletcher esperó a que cesaran las carcajadas.

– Así y todo, bien pudo disparar la primera bala que acabó en el techo.

– También pudo ser la segunda -contraatacó Petrowski.

Fletcher se apartó de la tribuna de los testigos para acercarse al jurado.

– Cuando le tomó declaración a la señora Elliot, ¿cómo iba vestida?

– Llevaba una bata. Explicó que estaba durmiendo cuando oyó el primer disparo.

– Ah, sí, lo recuerdo -manifestó Fletcher antes de dirigirse a su mesa. Recogió una hoja de papel y leyó en voz alta-: «Entonces la señora Elliot oyó el segundo disparo, salió del dormitorio y corrió hasta el rellano».

Petrowski asintió.

– Por favor, responda a la pregunta, inspector, ¿sí o no?

– No recuerdo la pregunta -dijo Petrowski, con tono irritado.

– «Entonces la señora Elliot oyó el segundo disparo, salió del dormitorio y corrió hasta el rellano.»

– Sí, eso fue lo que nos dijo.

– «Se quedó allí y observó cómo el señor Cartwright salía corriendo por la puerta principal.» ¿También esto es correcto? -preguntó Fletcher, que miró directamente al inspector.

– Sí, lo es -contestó Petrowski, con un visible esfuerzo por mantener la calma.

– Inspector, le ha dicho al jurado que entre los profesionales que llamó para ayudarle había un fotógrafo.

– Sí, es la práctica habitual en estos casos; todas las fotos que se tomaron aquella noche han sido presentadas como pruebas.

– Por supuesto -admitió Fletcher. Cogió un sobre de gran tamaño y vació las fotos sobre la mesa. Escogió una y se acercó a la tribuna de los testigos-. ¿Es esta una de las fotos?

Petrowski la observó con mucha atención y después miró el sello en el reverso.

– Sí, así es.

– ¿Puede describírsela al jurado?

– Es una foto de la puerta principal de la casa de los Elliot, tomada desde el camino de entrada.

– ¿Por qué se escogió esta foto en particular para presentarla como prueba?

– Porque demostraba que la puerta estaba abierta cuando el asesino se dio a la fuga. También muestra el largo pasillo que lleva hasta el despacho del señor Elliot.

– Sí, por supuesto, tendría que haberme dado cuenta -comentó Fletcher. Guardó silencio un momento-. ¿La figura acurrucada en el pasillo, es la señora Elliot?

El inspector volvió a mirar la foto.

– Sí, lo es. En aquel momento parecía tranquila, así que decidimos no molestarla.

– Muy considerado de su parte -dijo Fletcher-. Permítame que le haga una última pregunta, inspector. ¿Le dijo usted al fiscal que no llamó a una ambulancia hasta dar por concluida la investigación?

– Así es. El personal de las ambulancias a veces se presenta en la escena del crimen antes de que llegue la policía y tienen fama de contaminar las pruebas.

– ¿Es eso cierto? -replicó Fletcher-. Pero no fue así en esta ocasión, porque usted fue la primera persona en presentarse después de la llamada de la señora Elliot al jefe Culver.

– Sí.

– Una rapidez sorprendente -apuntó Fletcher-. ¿Tiene idea de cuánto tardó en llegar a casa de la señora Elliot en West Hartford?

– Cinco o seis minutos.

– Sin duda no respetó los límites de velocidad para conseguirlo -dijo Fletcher, y sonrió.

– Puse la sirena en marcha, pero como eran las dos de la mañana, apenas había coches.

– Le agradezco la explicación. No haré más preguntas, señoría.

– ¿Adónde quería llegar? -murmuró Nat cuando el abogado se sentó.

– Ah, me alegra comprobar que no lo ha descubierto -afirmó Fletcher-. Ahora solo nos queda rogar para que tampoco lo descubra el fiscal.

48

– Llamo a declarar a Rebecca Elliot.

Rebecca entró en la sala y todas las cabezas se volvieron excepto la de Nat. Permaneció con la mirada fija al frente. La viuda caminó lentamente por el pasillo central, en una de esas entradas que todas las actrices ambicionan cuando les dan un papel. La sala se había llenado en el momento en que abrieron las puertas a las ocho de la mañana. Habían reservado las tres primeras filas y solo la presencia de los agentes de policía impidió que fueran ocupadas.

Fletcher se volvió un instante cuando Don Culver, el jefe de policía, y el inspector Petrowski ocuparon sus asientos en la primera fila, directamente detrás de la mesa del fiscal. Cuando faltaba un minuto para las diez, solo quedaban trece asientos por ocupar.

Nat miró a Fletcher, que tenía delante un pequeño montón de blocs de notas. Vio que la primera hoja estaba en blanco y rezó para que los otros tres tuvieran algo escrito en ellos. Un agente acompañó a la señora Elliot hasta la tribuna de los testigos. Nat miró a Rebecca por primera vez. Vestía de riguroso luto; un elegante vestido negro, abotonado hasta el cuello, y una falda que le bajaba un palmo por debajo de las rodillas. La única joya que llevaba, aparte de las alianzas, era un sencillo collar de perlas. Fletcher se fijó en su muñeca izquierda y escribió su primera nota en el bloc. Cuando llegó a la tribuna de los testigos, Rebecca se volvió hacia el juez y le dedicó una recatada sonrisa. El magistrado asintió cortésmente. A continuación, la viuda prestó juramento con voz entrecortada. Finalmente se sentó y dedicó al jurado la misma sonrisa tímida. Fletcher observó que varios de los miembros del jurado le devolvieron el gesto. Rebecca se tocó los cabellos y Fletcher comprendió dónde había pasado la mayor parte de la tarde anterior. El fiscal no había omitido ningún detalle y si le hubiese pedido al jurado que emitiera su veredicto antes de llegar siquiera a formular una pregunta, tuvo la certeza de que no hubieran vacilado en condenarle a él y a su cliente a la silla eléctrica.

El juez asintió y el fiscal se levantó de su silla. El señor Ebden también participaba de la farsa. Se había vestido con un traje negro, camisa blanca y una sobria corbata azul; el atuendo apropiado para interrogar a la Inmaculada Virgen María.

– Señora Elliot -dijo el fiscal en voz baja, mientras se adelantaba-. Todos los presentes en esta sala somos conscientes de la terrible prueba por la que ha pasado y que ahora tendremos que recordar por doloroso que resulte. Permítame decirle que procuraré en la medida de lo posible ser breve en mis preguntas y así evitar que permanezca en la tribuna más tiempo del absolutamente necesario.

– Sobre todo cuando hemos tenido tiempo de ensayar cada pregunta una y otra vez durante los últimos cinco meses -murmuró Fletcher.

Nat hizo lo imposible por disimular la sonrisa.

– En primer lugar, señora Elliot, ¿cuánto tiempo llevaba casada con su difunto marido?

– Mañana hubiéramos celebrado nuestro decimoséptimo aniversario.

– ¿Qué habían preparado para celebrarlo?

– Habíamos reservado una habitación en el Salisbury Inn, donde habíamos pasado la primera noche de luna de miel, porque sabía que Ralph no podía apartarse de la campaña más que unas pocas horas.

– Algo muy propio del firme compromiso y sentido del deber público del señor Elliot -comentó el fiscal mientras caminaba hacia el jurado-. Le ruego que me perdone, señora Elliot, pero ha llegado el momento de recordar la noche de la trágica muerte de su esposo. -Rebecca inclinó ligeramente la cabeza-. Usted no asistió al debate que ofreció la televisión. ¿Hubo alguna razón particular para que no fuera?

– Sí -respondió Rebecca, de cara al jurado-. Ralph prefería que me quedara en casa cada vez que participaba en un programa de televisión, para que tomara notas de su intervención y así discutirlas más tarde. Consideraba que si yo estaba entre el público en el estudio, podría acabar influida por las opiniones de quienes estaban a mi alrededor, máxime cuando se dieran cuenta de que era la esposa del candidato.

– Un proceder muy adecuado y correcto -señaló el fiscal.

Fletcher escribió una segunda nota en su libreta.

– ¿Hay alguna cosa en particular que recuerde del debate?

– Sí -afirmó Rebecca. Guardó silencio un momento y agachó la cabeza-. Me estremecí cuando el señor Cartwright amenazó a mi marido con aquellas horribles palabras: «Así y todo, acabaré contigo». -Levantó la cabeza lentamente y miró al jurado.

Fletcher escribió otra nota.

– Terminado el debate, ¿su marido regresó a su casa en West Hartford?

– Sí, le había preparado una cena ligera, que tomamos en la cocina, porque algunas veces se olvida de cenar. -Volvió a callarse unos instantes-. Lo siento mucho, aún no me he hecho a la idea; quería decir que se olvidaba de hacer un descanso en su apretada agenda para comer algo.

– ¿Recuerda alguna cosa en particular de aquella última cena?

– Sí. Discutimos mis notas, porque yo tenía una opinión muy firme sobre algunos de los temas planteados en el debate. -Fletcher pasó la página y escribió otra nota-. Fue precisamente durante la cena cuando me enteré de que el señor Cartwright le acusó de haber hecho un montaje con la última pregunta.

– ¿Cómo reaccionó usted a esa acusación?

– Me sentí escandalizada ante el hecho de que alguien creyera que Ralph pudiese apelar al juego sucio. No obstante, estaba absolutamente segura de que el público no se dejaría engañar por las falsas acusaciones del señor Cartwright y que su petulante rabieta solo serviría para consolidar la victoria de mi marido en las elecciones del día siguiente.

– ¿Después de cenar se fueron a la cama?

– No. A Ralph siempre le resultaba difícil conciliar el sueño después de haber participado en un programa de televisión. -La viuda volvió a mirar al jurado-. Me explicó algo referente a la adrenalina que continuaba haciéndole efecto durante varias horas; de todas maneras, él quería dar los últimos retoques a su discurso como candidato electo, así que me fui a acostar, mientras que él entró en su despacho.

Fletcher añadió una nota más.

– ¿Qué hora era?

– Unos minutos antes de la medianoche.

– Después de quedarse dormida, ¿qué es lo siguiente que recuerda?

– Me despertó una detonación; como no estaba muy segura de que hubiese sido real o solo parte de un sueño, encendí la luz y miré la hora en el reloj despertador de mi mesilla de noche. Eran las dos pasadas y recuerdo que me sorprendió que Ralph aún no se hubiera acostado. Entonces me pareció escuchar unas voces, así que me levanté y entreabrí la puerta. En aquel momento oí que alguien le gritaba a Ralph. Me horroricé al darme cuenta de que se trataba de Nat Cartwright. Gritaba a voz en cuello y una vez más amenazaba con matar a mi marido. Salí del dormitorio y caminé de puntillas hasta el rellano. Entonces escuché el segundo disparo. Un momento más tarde, el señor Cartwright salió del despacho, corrió por el pasillo, abrió la puerta principal y desapareció en la oscuridad de la noche.

– ¿Usted lo persiguió?

– No, estaba aterrorizada.

Fletcher escribió otra nota mientras Rebecca continuaba con la declaración:

– Corrí escaleras abajo y fui directamente al despacho de Ralph porque me temía lo peor. Lo primero que vi fue a mi marido tumbado en el rincón más alejado, con un hilo de sangre que le resbalaba de la boca, así que sin perder ni un segundo cogí el teléfono y llamé al jefe Culver a su casa.

Fletcher pasó la hoja y siguió escribiendo a toda velocidad.

– Me dolió tener que despertarlo, pero el jefe Culver manifestó que acudiría enseguida y que no debía tocar nada.

– ¿Qué hizo a continuación?

– De pronto sentí mucho frío y ganas de vomitar; por un momento, creí que iba a perder el conocimiento. Salí a duras penas del despacho y me desplomé en el pasillo. Lo siguiente que recuerdo es una sirena de la policía a lo lejos y un par de minutos después alguien que entró a la carrera por la puerta abierta. El policía se arrodilló a mi lado y dijo que era el inspector Petrowski. Uno de sus agentes me preparó una taza de café. Luego me pidió que le relatara lo ocurrido. Le dije todo lo que recordaba, pero mucho me temo que no fui muy coherente. Recuerdo que le señalé el despacho de Ralph.

– ¿Recuerda usted qué pasó después?

– Sí, unos minutos más tarde escuché otra sirena y entonces llegó el jefe Culver. El señor Culver estuvo mucho tiempo con el inspector Petrowski en el despacho de mi marido. Después se reunió conmigo y me pidió que le repitiera mi relato. Después de eso ya no permaneció en casa mucho más, pero le vi enfrascado en una conversación con el inspector antes de marcharse. Hasta la mañana siguiente no me enteré de que habían detenido al señor Cartwright y le habían acusado de asesinar a mi marido. -Rebecca se echó a llorar como una Magdalena.

– El detalle final en el momento preciso -comentó Fletcher por lo bajo mientras el fiscal sacaba un pañuelo y se lo ofrecía a la aparentemente desconsolada viuda-. Me pregunto cuántas horas habrán dedicado a ensayarlo -añadió con la mirada puesta en el jurado; vio que una de las mujeres de la segunda fila también lloraba.

– Lamento mucho haberle hecho pasar por esta prueba, señora Elliot -se disculpó el fiscal, y después de una pausa teatral dijo-: ¿Quiere que solicite un breve receso para que pueda recuperarse?

Fletcher se ahorró la protesta. Sabía cuál sería la respuesta, a la vista de que no se apartaban ni una letra del guión que habían preparado.

– No, en un momento estaré bien -respondió Rebecca-. Prefiero acabar con esto cuanto antes.

– Sí, por supuesto, señora Elliot. -Ebden miró al juez-. No tengo más preguntas para este testigo, señoría.

– Muchas gracias, señor Ebden -respondió el magistrado-. Su testigo, señor Davenport.

– Muchas gracias, señoría. -Fletcher sacó un cronómetro del bolsillo y lo dejó sobre la mesa. Luego se levantó pausadamente. Notaba las miradas del público como agujas que se clavaban en su nuca. ¿Cómo podía tener el atrevimiento de interrogar a esa indefensa y santa mujer? Se acercó a la tribuna de los testigos y permaneció callado durante unos segundos-. Intentaré no retenerla más tiempo del absolutamente necesario, señora Elliot, a la vista del sufrimiento que acaba de pasar -manifestó con tono compasivo-. No obstante, debo hacerle un par de preguntas, dado que mi cliente se enfrenta a una condena a muerte, basada casi exclusivamente en su testimonio.

– Sí, por supuesto -replicó Rebecca, que intentó simular un tono valiente al tiempo que se enjugaba una última lágrima.

– Le ha dicho al jurado, señora Elliot, que tenía una relación muy buena con su marido.

– Sí, nos queríamos mucho.

– ¿De verdad? -Fletcher volvió a callarse unos instantes-. ¿La única razón para que no asistiera al debate de aquella noche fue porque el señor Elliot le había pedido que permaneciera en casa y apuntara sus observaciones sobre su intervención y así poder discutirlas más tarde?

– Sí, así es.

– Comprendo su dedicación -prosiguió Fletcher-, pero me intriga saber por qué no acompañó a su marido en ninguno de sus actos públicos durante el mes anterior. -Otra pausa-. De día o de noche.

– Lo hice. Estoy segura -respondió Rebecca-. En cualquier caso debe recordar que mi principal tarea era ocuparme de la casa, y hacerle la vida lo más fácil posible a Ralph, después de las muchas horas dedicadas a la campaña.

– ¿Conserva dichas notas?

La señora Elliot vaciló.

– No, una vez que las discutíamos, se las daba a Ralph.

– En esta ocasión, le dijo al jurado que tenía sus propias opiniones respecto a determinados temas.

– Sí, así es.

– ¿Puedo preguntarle cuáles eran esos temas, señora Elliot?

Rebecca volvió a titubear.

– No los recuerdo exactamente. -Guardó silencio un momento-. Han pasado varios meses.

– Sin embargo, fue el único acto público que le interesó durante toda su campaña, señora Elliot, así que cualquiera creería que al menos podría recordar uno o dos de esos temas que le preocupaban. Después de todo, su marido quería ser gobernador y usted, por decirlo de alguna manera, primera dama.

– Sí, no, sí. Creo que la salud pública.

– Entonces tendrá que volver a intentarlo, señora Elliot -señaló Fletcher mientras se acercaba a su mesa y recogía uno de los blocs de notas-. Yo también seguí el debate con algo más que un interés pasajero y me sorprendió un tanto ver que no se planteaba el tema de la salud pública. Quizá quiera reconsiderar la última respuesta, dado que tengo un registro detallado de todos los temas que se debatieron aquella noche.

– Protesto, señoría. El abogado de la defensa no está aquí como testigo.

– Se acepta. Limítese al interrogatorio, abogado.

– Sin embargo, sí que había algo que le interesó mucho, ¿no es así, señora Elliot? -continuó Fletcher-. El intempestivo ataque a su marido cuando el señor Cartwright dijo por televisión: «Así y todo, acabaré contigo».

– Sí, fue terrible que dijera eso cuando lo veía todo el mundo.

– Pero no lo estaba viendo todo el mundo, señora Elliot, de lo contrario yo lo hubiese visto. No se dijo hasta después de finalizado el programa.

– Entonces tuvo que decírmelo mi marido durante la cena.

– No lo creo, señora Elliot. Sospecho que usted ni siquiera vio el programa, de la misma manera que nunca asistió a ninguno de sus mítines.

– Sí que lo hice.

– Así pues, quizá pueda decirle al jurado dónde se celebró cualquiera de los mítines a los que asistió durante la larga campaña de su marido, señora Elliot.

– ¿Cómo puede suponer que podría recordarlo cuando la campaña de Ralph comenzó hace más de un año?

– Me conformaré con uno solo -dijo Fletcher con la mirada puesta en el jurado.

Rebecca estalló en un sentido llanto, pero esta vez no era el momento más oportuno y no había nadie para ofrecerle un pañuelo.

– Ahora consideremos las palabras: «Así y todo, acabaré contigo», dichas una vez finalizado el programa la noche antes de las elecciones. -Fletcher continuó mirando al jurado-. El señor Cartwright no dijo: «Te mataré», algo que podría ser condenatorio; lo que dijo fue: «Así y todo, acabaré contigo», y todos los presentes dieron por hecho que se refería a las elecciones que se celebrarían al día siguiente.

– Mató a mi marido -gritó la señora Elliot, que levantó la voz por primera vez.

– Todavía quedan algunas preguntas que requieren una respuesta antes de que llegue a quién mató a su marido, señora Elliot. Pero primero permítame volver a los acontecimientos de aquella noche. Después de ver un programa que no recuerda y cenar con su marido para discutir en detalle temas que no recuerda, usted se fue a la cama mientras su marido iba a su despacho para dar los últimos retoques a su discurso como candidato vencedor.

– Sí, eso fue exactamente lo que pasó -afirmó Rebecca, que miró a Fletcher con una expresión desafiante.

– No obstante, y a la vista de que las encuestas de intención de voto lo situaban en clara desventaja, ¿por qué perder el tiempo con un discurso que nunca llegaría a pronunciar?

– Estaba absolutamente convencido de la victoria, especialmente después del estallido del señor Cartwright, y…

– ¿Y? -repitió Fletcher, pero Rebecca se mantuvo en silencio-. Entonces quizá ustedes dos sabían algo que el resto de nosotros ignoramos, pero llegaré a ese punto dentro de unos momentos. Dijo que se fue a la cama sobre la medianoche.

– Sí, lo hice -contestó Rebecca con un tono todavía más retador.

– Luego, cuando la despertó la detonación, comprobó la hora que era en el reloj despertador que tiene en la mesilla de noche en su lado de la cama.

– Sí, eran las dos pasadas.

– ¿No lleva un reloj de pulsera cuando se acuesta?

– No, guardo todas mis alhajas en una pequeña caja de seguridad que Ralph mandó instalar en el dormitorio. Se han producido muchos robos en aquella zona en los últimos meses.

– Una sabia medida de precaución por su parte. ¿Todavía cree que la despertó el primer disparo?

– Sí, estoy segura de que fue el primero.

– ¿Cuánto tiempo transcurrió entre el primer disparo y el segundo, señora Elliot? -Rebecca pareció pensárselo-. Tómese su tiempo, señora Elliot, porque no quiero que cometa un error que, como en muchas otras de sus declaraciones, necesite ser corregido posteriormente.

– Protesto, señoría, la testigo no…

– Sí, sí, señor Ebden, se acepta. Ese último comentario no constará en acta. -El juez miró a Fletcher-. Limítese al interrogatorio, señor Davenport.

– Lo intentaré, señoría -prometió Fletcher, pero su mirada no se desvió ni un segundo del jurado para asegurarse de que no se borraría de su mente-. ¿Ha tenido tiempo suficiente para meditar su respuesta, señora Elliot? -Esperó unos segundos antes de repetir-: ¿Cuánto tiempo transcurrió entre el primer disparo y el segundo?

– Tres, posiblemente cuatro minutos -le respondió la viuda.

Fletcher le sonrió al fiscal; acto seguido, se acercó a la mesa, recogió el cronómetro y se lo guardó en el bolsillo.

– Cuando oyó el primer disparo, señora Elliot, ¿por qué no llamó a la policía inmediatamente? ¿Por qué esperó tres o cuatro minutos, hasta que oyó el segundo disparo?

– Porque en primer lugar no estaba absolutamente segura de haberlo oído en realidad. No olvide que llevaba rato dormida.

– No lo olvido, pero usted abrió la puerta de su dormitorio y se horrorizó al escuchar que el señor Cartwright le gritaba a su marido y le amenazaba con matarlo, así que usted debió de creer que Ralph se enfrentaba a un grave peligro. En ese caso, ¿por qué no cerró la puerta y llamó a la policía inmediatamente desde el dormitorio? -Rebecca miró a Richard Ebden-. No, señora Elliot, el señor Ebden no puede ayudarla esta vez, porque no se esperaba la pregunta, cosa que, para ser justos -apuntó Fletcher-, no es culpa suya, porque usted solo le contó la mitad de la historia.

– Protesto -gritó Ebden, que se levantó como impulsado por un resorte.

– Se acepta -dijo el juez-. Señor Davenport, limítese a interrogar a la señora Elliot y no opine. Este es un tribunal de justicia, no la cámara del Senado.

– Mis disculpas, señoría, pero en esta ocasión sé la respuesta. La razón por la cual la señora Elliot no llamó a la policía fue porque supuso que había sido su marido quien había hecho el primer disparo.

– Protesto -gritó Ebden de nuevo y volvió a levantarse con brusquedad.

Al mismo tiempo, algunas personas del público comenzaron a hablar a la vez. Pasaron unos minutos antes de que el juez consiguiera imponer orden.

– No, no -negó Rebecca-. Por la manera que Nat le gritaba a Ralph estaba segura de que él había hecho el primer disparo.

– En ese caso, se lo volveré a preguntar. ¿Por qué no llamó a la policía inmediatamente? -Fletcher la miró-. ¿Por qué esperó tres o cuatro minutos hasta escuchar el segundo disparo?

– Todo ocurrió tan deprisa, que sencillamente no tuve tiempo.

– ¿Cuál es su novela preferida, señora Elliot? -preguntó Fletcher en voz baja.

– Protesto, señoría. ¿Qué importancia puede tener eso?

– No se acepta. Tengo la impresión de que nos lo van a decir, señor Ebden.

– Efectivamente, señoría -afirmó Fletcher, sin desviar la mirada de la testigo-. Señora Elliot, le aseguro que la pregunta no encierra ninguna trampa. Sencillamente, quiero que le diga al jurado cuál es su novela preferida.

– No estoy muy segura de tener alguna -contestó la viuda-. Mi autor preferido es Hemingway.

– También es el mío -dijo Fletcher, y cogió el cronómetro. Miró al juez y le preguntó-: Señoría, ¿tengo su permiso para abandonar momentáneamente la sala?

– ¿Cuál es el motivo, señor Davenport?

– Demostrar que mi cliente no efectuó el primer disparo.

– Brevemente, señor Davenport -manifestó el juez.

Fletcher puso el cronómetro en marcha, se lo guardó en el bolsillo, se dirigió por el pasillo hasta la puerta y salió de la sala.

– Señoría -dijo el fiscal, que se levantó en el acto-, protesto. El señor Davenport quiere convertir este juicio en un circo.

– Si resulta ser ese el caso, señor Ebden, censuraré severamente al señor Davenport en cuanto regrese.

– Señoría, ¿es esa una conducta justa para con la señora Elliot?

– Creo que sí, señor Ebden. Tal como el señor Davenport le recordó al jurado, su cliente se enfrenta a la pena de muerte, basada exclusivamente en la declaración de su principal testigo.

El fiscal volvió a sentarse y comenzó a consultar con su equipo, mientras se generalizaba la conversación entre el público. El juez comenzó a dar golpecitos con un lápiz y, de vez en cuando, echaba una ojeada al reloj colocado encima de la puerta.

Richard Ebden se levantó de nuevo y el juez pidió orden en la sala.

– Señoría, solicito que la señora Elliot pueda retirarse de la tribuna y que no responda a nuevas preguntas sobre la base de que el abogado defensor no puede continuar interrogándola, dado que se ha marchado de la sala sin dar más explicaciones.

– Aprobaré su petición, señor Ebden -el fiscal pareció encantado-, si el señor Davenport no consigue regresar en menos de cuatro minutos. -El juez le sonrió al señor Ebden, en la suposición de que ambos comprendían el significado de su decisión.

– Señoría, debo… -insistió el fiscal, pero se interrumpió al ver que se abría la puerta.

Fletcher entró en la sala y se dirigió directamente a la tribuna donde esperaba la testigo. Le entregó un ejemplar de Por quién doblan las campanas a la señora Elliot, antes de volverse hacia el juez.

– Señoría, ¿querría el tribunal comprobar el tiempo que he estado ausente? -preguntó, al tiempo que le daba el cronómetro al magistrado.

El juez Kravats paró el reloj y miró el tiempo que marcaban las agujas.

– Tres minutos y cuarenta y nueve segundos.

Fletcher volvió a dirigirse a la testigo de la acusación.

– Señora Elliot, he tenido tiempo suficiente para salir del edificio, ir hasta la biblioteca pública al otro lado de la calle, encontrar el estante de Hemingway, retirar un libro con mi tarjeta de socio y estar de regreso en esta sala con un margen de once segundos. Pero usted no tuvo tiempo para ir desde el rellano a su dormitorio, marcar el novecientos once y pedir ayuda cuando creía que su marido estaba en peligro mortal. La razón para que no lo hiciera es que ya sabía que su marido había disparado el primer tiro y tenía miedo de lo que pudiera haber hecho.

– Pero incluso si lo hubiese pensado -replicó Rebecca, sin preocuparse ya de mantener la compostura-, es solo la segunda bala la que importa, la que mató a Ralph. ¿Quizá ha olvidado que la primera bala acabó en el techo, o es que ahora insinúa que mi marido se mató a él mismo?

– No, en absoluto -manifestó Fletcher-; solo deseo que ahora le diga al jurado qué hizo cuando oyó el segundo disparo.

– Fui al rellano y vi al señor Cartwright que salía corriendo de la casa.

– ¿Y él no la vio a usted?

– No, solo miró un segundo en mi dirección.

– Creo que no fue así, señora Elliot. Creo que usted lo vio claramente cuando pasó por su lado sin hacerle caso en el pasillo.

– No pudo pasar por mi lado en el pasillo porque yo me encontraba en el rellano.

– Estoy de acuerdo en que pudo haberla visto si usted hubiese estado en el rellano -admitió Fletcher mientras volvía a la mesa y seleccionaba una fotografía; acto seguido, volvió junto a la tribuna de los testigos. Le entregó la foto a la mujer-. Como verá por esta foto, señora Elliot, no se puede ver desde el rellano a nadie que salga del despacho de su marido, camine por el pasillo y abandone la casa por la puerta principal. -Hizo una pausa para que los jurados captaran el significado de esta afirmación-. No, la verdad es, señora Elliot, que usted no se encontraba en el rellano, sino en el vestíbulo cuando el señor Cartwright salió del despacho de su marido, y si quiere que le solicite al juez un receso para que el jurado pueda visitar su casa y comprobar la veracidad de su declaración, estaré encantado de hacerlo.

– Bueno, quizá había bajado algunos escalones.

– Usted ni siquiera estaba en las escaleras, señora Elliot, ni tampoco vestía, como también declaró, una bata, sino el vestido azul que llevaba en la recepción a la que había asistido unas horas antes, que fue el motivo para que no viera el debate.

– Llevaba puesta una bata, hay una foto mía para probarlo.

– Desde luego que la hay -asintió Fletcher, que de nuevo se acercó a la mesa para buscar la fotografía mencionada-, y me complace presentarla como prueba; está marcada con el número ciento veintidós, señoría.

El juez, el equipo de la fiscalía y el jurado comenzaron a buscar en sus carpetas mientras Fletcher le entregaba su copia a la señora Elliot.

– Ya lo ve -dijo la mujer-, es tal como le dije. Estoy sentada en el vestíbulo con la bata.

– Por supuesto, señora Elliot; la foto fue tomada por el fotógrafo de la policía y nosotros hemos procedido a ampliarla para ver todos los detalles con mayor claridad. Señoría, solicito que se considere esta fotografía ampliada parte de las pruebas.

– Protesto, señoría -intervino Ebden, que se levantó en el acto-. No hemos tenido la oportunidad de ver antes esa fotografía.

– Es una prueba de la fiscalía, señor Ebden, y ha estado en su posesión desde hace semanas -le recordó el juez-. No se admite la protesta.

– Por favor, observe la fotografía cuidadosamente -dijo Fletcher mientras se apartaba de la señora Elliot y le entregaba al fiscal una copia de la fotografía ampliada. Un funcionario le entregó una a cada miembro del jurado. Fletcher volvió a mirar a Rebecca-. Por favor, dígales al jurado qué ve.

– Es una foto mía sentada en el vestíbulo vestida con la bata.

– Lo es, pero ¿qué lleva en la muñeca izquierda y alrededor del cuello? -preguntó Fletcher, antes de volverse hacia el jurado, cuyos miembros observaban en esos momentos la fotografía atentamente.

El rostro de Rebecca se quedó sin sangre.

– Creo que lleva usted su reloj de pulsera y el collar de perlas -prosiguió Fletcher como respuesta a su propia pregunta-. ¿Lo recuerda? -Guardó silencio unos instantes-. ¿Los objetos que siempre guarda en la caja de caudales antes de irse a la cama porque se han cometido muchos robos en aquella zona en los últimos meses? -El abogado se volvió para mirar al jefe Culver y al inspector Petrowski, que estaban sentados en la primera fila-. Como el inspector Petrowski nos recordó a todos, son los pequeños errores los que siempre desenmascaran al aficionado. -Entonces se giró para mirar directamente a Rebecca antes de añadir-: Quizá se olvidó de quitarse el reloj y el collar, pero puedo decirle que hay algo que no olvidó quitarse: su vestido. -Fletcher apoyó las manos en la barandilla del estrado de los jurados antes de manifestar con voz pausada y sin expresión-: Porque no se lo quitó hasta después de haber matado a su marido.

Fueron muchos los espectadores que se levantaron a la vez y el juez comenzó a dar golpes con el mazo hasta conseguir que se restaurara el orden.

– Protesto -gritó el fiscal-. ¿Cómo puede la presencia del reloj de pulsera demostrar que la señora Elliot asesinó a su marido?

– Estoy de acuerdo con usted, señor Ebden -manifestó el juez, que a continuación miró a Fletcher y añadió-: Es una deducción un tanto fantástica, abogado.

– Será un placer para mí explicárselo punto por punto al señor fiscal, señoría. -El juez asintió-. Cuando el señor Cartwright llegó a la casa, oyó la discusión que mantenían el señor y la señora Elliot y, después de llamar, fue el señor Elliot quien le abrió, mientras que la señora Elliot desaparecía de la vista. Estoy dispuesto a aceptar que ella corrió escaleras arriba para así poder escuchar lo que se decía sin ser observada, pero en el momento que se efectuó el primer disparo, bajó al pasillo y oyó la violenta discusión entre su marido y mi cliente. Tres o cuatro minutos más tarde, el señor Cartwright salió tranquilamente del despacho y pasó junto a la señora Elliot en el pasillo, antes de abrir la puerta principal. Volvió la cabeza para mirar a la señora Elliot, cosa que explica que más tarde pudiera decir, en respuesta a las preguntas de la policía, que llevaba un vestido azul escotado y un collar de perlas alrededor del cuello. Si los miembros del jurado observan la fotografía de la señora Elliot, y yo no estoy equivocado, verán que lleva el mismo collar de perlas que luce ahora. -Rebecca acercó una mano al collar en un movimiento involuntario mientras Fletcher añadía-: No tenemos por qué basarnos exclusivamente en las palabras de mi cliente, cuando disponemos de su propia declaración, señora Elliot. -Buscó la página correspondiente y leyó-: «Lo primero que vi fue a mi marido tumbado en el rincón más alejado, con un hilo de sangre que le resbalaba de la boca, así que sin perder ni un segundo cogí el teléfono y llamé al jefe Culver a su casa».

– Sí, eso fue exactamente lo que hice -gritó Rebecca.

Fletcher esperó unos segundos antes de volverse hacia el jurado.

– Si yo me encuentro a mi esposa tumbada en un rincón, con un hilo de sangre que le resbala de la boca, lo primero que haría sería comprobar si todavía está viva y si lo está, llamaría a una ambulancia. A usted no se le ocurrió en ningún momento llamar a una ambulancia, señora Elliot. ¿Por qué? Porque ya sabía que su marido estaba muerto.

Una vez más, se oyó en la sala un coro de voces y los reporteros que no eran lo bastante mayores como para saber taquigrafía tuvieron que emplearse a fondo para registrar todas y cada una de las palabras.

– Señora Elliot -continuó Fletcher, cuando el juez impuso orden en la sala-, permítame que repita las palabras que dijo hace solo unos momentos en respuesta a una de las preguntas del fiscal. -Se acercó a la mesa, cogió una de las libretas y comenzó a leer-: «De pronto sentí mucho frío y ganas de vomitar; por un momento, creí que iba a perder el conocimiento. Salí a duras penas del despacho y me desplomé en el pasillo». -Fletcher arrojó la libreta sobre la mesa, miró a la viuda y añadió-: Aún no se había molestado en comprobar si su marido continuaba con vida, pero no necesitaba hacerlo porque ya sabía que estaba muerto; después de todo, era usted quien lo había matado.

– Si es así, ¿por qué no encontraron residuos de pólvora en mi bata? -gritó Rebecca para hacerse oír por encima de los golpes que daba el juez con el mazo.

– Porque cuando usted le disparó a su marido, señora Elliot, no llevaba puesta la bata sino el mismo vestido azul que había llevado en la recepción. Hasta después de matar a Ralph no corrió escaleras arriba para quitarse el vestido y ponerse el camisón y la bata. Desafortunadamente para usted, el inspector Petrowski puso en marcha la sirena de su coche, se saltó los límites de velocidad y consiguió aparecer en la casa seis minutos más tarde; ese fue el motivo por el que corrió escaleras abajo, sin recordar que debía quitarse el reloj y el collar. Para colmo y más condenatorio todavía, no tuvo tiempo para cerrar la puerta principal. Si, como usted afirma, el señor Cartwright mató a su marido y huyó después de la casa, lo primero que debía haber hecho usted era cerrarla para que no tuviera la oportunidad de hacerle ningún daño. Pero el inspector Petrowski, concienzudo como es, llegó antes de lo que usted esperaba, e incluso comentó su sorpresa al encontrarse con la puerta abierta. Los aficionados se asustan y es entonces cuando cometen errores tontos -repitió en voz muy baja-. Pero la verdad es que en cuanto el señor Cartwright pasó por su lado en el pasillo, usted corrió al despacho, cogió el arma y se dio cuenta de que tenía la oportunidad perfecta para librarse de su marido, al que despreciaba desde hacía años. El disparo que el señor Cartwright escuchó cuando ya estaba en el coche y se alejaba fue efectivamente el que mató a su marido, pero no fue el señor Cartwright quien apretó el gatillo, sino usted. Lo único que hizo el señor Cartwright fue servirle en bandeja la coartada perfecta y una solución a todos sus problemas. -Fletcher se calló unos instantes y, al tiempo que se apartaba del jurado, puntualizó-: Si tan solo hubiese recordado quitarse el reloj y el collar de perlas antes de bajar las escaleras, cerrar la puerta y luego llamar para que enviaran una ambulancia, en vez de telefonear al jefe de policía, hubiese cometido el crimen perfecto y mi cliente se enfrentaría ahora a la pena de muerte.

– Yo no lo maté.

– Si no lo hizo usted, ¿quién fue? Porque no pudo haber sido el señor Cartwright, dado que él se marchó antes de que se efectuara el segundo disparo. Estoy seguro de que recordará las palabras de mi cliente cuando se presentó el jefe de policía en su casa: «Todavía estaba vivo cuando lo dejé» y, por cierto, el señor Cartwright no tuvo necesidad de quitarse el traje que llevaba cuando estuvo en su casa.

Una vez más, Fletcher se volvió para mirar al jurado, pero en esos momentos todos sus integrantes miraban a la señora Elliot.

La mujer se tapó el rostro con las manos y susurró:

– Es Ralph quien tendría que ser juzgado. Fue responsable de su propia muerte.

Por muchos golpes que descargó el juez Kravats con el mazo, pasaron unos minutos antes de que volviera la calma a la sala. Fletcher esperó pacientemente hasta que se hizo el silencio y luego prosiguió con el interrogatorio.

– ¿Cómo es eso posible, señora Elliot? Después de todo, fue el inspector Petrowski quien expuso lo difícil que resulta dispararse a uno mismo desde un metro de distancia.

– Él me obligó a hacerlo.

Ebden se levantó de un salto mientras los presentes se repetían la frase los unos a los otros.

– Protesto, señoría, la testigo está…

– Denegada -respondió el juez Kravats con tono firme-. Siéntese, señor Ebden, y permanezca sentado. -El magistrado miró a la testigo-. ¿Qué ha querido decir con: «Él me obligó a hacerlo», señora Elliot?

Rebecca miró al juez, que la observaba con expresión seria.

– Señoría, Ralph estaba desesperado por ganar las elecciones a cualquier precio. Después de que Nat le dijera que Luke se había suicidado, comprendió que se habían acabado sus esperanzas de convertirse en gobernador. No dejaba de pasearse por el despacho mientras repetía: «Así y todo, acabaré contigo»; de pronto exclamó: «Tengo la solución y tú tendrás que hacerlo».

– ¿A qué se refería? -preguntó el juez.

– Yo tampoco lo entendí en un primer momento, señoría, pero entonces comenzó a gritarme: «No hay tiempo para discutir; de lo contrario se irá y no podremos achacárselo a él, así que te diré exactamente lo que harás. Primero, me dispararás en un hombro, luego llamarás al jefe de policía a su casa y le dirás que estabas en el dormitorio cuando sonó el primer disparo. Cuando se escuchó el segundo, bajaste las escaleras corriendo y entonces viste a Cartwright que escapaba por la puerta principal».

– ¿Por qué se prestó a realizar algo totalmente ilegal? -preguntó el juez.

– No lo hice -respondió Rebecca-. Le dije que si había que disparar un arma, lo tendría que hacer él, porque yo no estaba dispuesta a implicarme en algo así.

– ¿Cuál fue la respuesta de su marido? -quiso saber el magistrado.

– Que no podía dispararse él mismo porque la policía acabaría por descubrirlo, pero que si lo hacía yo, entonces nunca lo sabrían.

– Aun así, eso no explica por qué acabó por aceptar.

– No lo hice -repitió la viuda en voz baja-. Le dije que no quería tener nada que ver con el tema. Nat nunca me había hecho ningún daño. Entonces Ralph cogió el arma y dijo: «Si tú no estás dispuesta a seguirme el juego, solo queda una alternativa. Te dispararé a ti». Me sentí aterrorizada, pero él se limitó a asegurar: «Les diré a todos que Nat Cartwright asesinó a mi esposa cuando ella acudió en mi auxilio y se mostrarán mucho más compasivos y solidarios cuando interprete el papel del viudo desconsolado». A continuación sacó un pañuelo del bolsillo y me lo dio. «Envuélvete la mano con el pañuelo, así tus huellas no aparecerán en el arma.» -Rebecca hizo una pausa y luego susurró-: Recuerdo que cogí el arma y apunté al hombro de Ralph, pero cerré los ojos en el momento de apretar el gatillo. Cuando los abrí, Ralph estaba desplomado en el rincón. No hizo falta que me acercara para saber que estaba muerto. Me asusté, dejé caer el arma, corrí escaleras arriba y llamé al jefe Culver a su casa tal como me había dicho Ralph que hiciera. Luego comencé a desvestirme. Acababa de ponerme la bata cuando escuché la sirena. Espié a través de la ventana y vi un coche de la policía que entraba por el camino. Bajé a la carrera cuando el coche aparcaba delante de la casa y eso me impidió cerrar la puerta a tiempo. Me dejé caer en el vestíbulo unos segundos antes de que apareciera el inspector Petrowski como una tromba. -Agachó la cabeza y esta vez las lágrimas fueron auténticas.

Los susurros se convirtieron en gritos mientras todos los presentes empezaban a comentar la revelación de Rebecca.

Fletcher se volvió para mirar al fiscal, quien mantenía una apresurada discusión con los miembros de su equipo. No hizo el más mínimo intento por interrumpirles para que se dieran prisa y fue a sentarse junto a Nat. Pasaron unos minutos antes de que Ebden se levantara.

– Señoría.

– ¿Sí, señor Ebden? -dijo el juez.

– El estado retira todos los cargos contra el acusado. -Se calló unos instantes-. Quisiera hacer una manifestación personal -añadió mientras se volvía para mirar a Nat y a Fletcher-. Después de verles trabajar en equipo, espero con impaciencia lo que sucederá cuando se enfrenten en la campaña electoral.

El público comenzó a aplaudir y tanto era el ruido que nadie escuchó al juez cuando exculpó al acusado, despidió al jurado y dio por concluido el caso.

Nat se inclinó hacia Fletcher y casi tuvo que gritarle para hacerse oír.

– Muchas gracias, aunque son dos palabras inadecuadas, porque estaré en deuda con usted durante el resto de mi vida. Pero así y todo muchas gracias.

Su Ling apareció de pronto junto a su marido y abrazó a Fletcher.

– Doy gracias a Dios -dijo.

– Con gobernador es suficiente -replicó Fletcher.

Nat y Su Ling se rieron por primera vez en semanas. Antes de que Nat pudiese responder, se presentó Lucy.

– Bien hecho, papá. Estoy muy orgullosa de ti.

– Más alabanzas que se agradecen -dijo Fletcher-. Nat, esta es mi hija Lucy, quien afortunadamente aún no tiene edad para votarle, pero si la tuviese… -Fletcher miró a su alrededor-. Por cierto, ¿dónde está la mujer que me metió en este fregado?

– Mamá está en casa -respondió Lucy-. Después de todo, le dijiste que pasaría por lo menos otra semana antes de que el señor Cartwright se sentara en el banquillo.

– Muy cierto -admitió Fletcher.

– Por favor, transmítale mi agradecimiento a su esposa -manifestó Su Ling-. Nunca olvidaremos que fue Annie quien le convenció para que defendiera a mi marido. Quizá podríamos reunimos todos en un futuro próximo y…

– Lo dejaremos para después de las elecciones -declaró Fletcher, con tono firme-, porque aún confío en que al menos un miembro de mi familia me vote. -Calló por un momento y luego se dirigió a Nat-: ¿Sabe cuál es la verdadera razón para que me tomara tan a pecho este caso?

– Supongo que no podía soportar la idea de tener que enfrentarse en la campaña con Barbara Hunter.

– Algo así -asintió Fletcher, con una amplia sonrisa.

Fletcher se disponía a acercarse al fiscal y a su equipo para estrecharles las manos, pero se detuvo al ver que Rebecca Elliot continuaba sentada en la tribuna de los testigos mientras esperaba a que se vaciara la sala. Mantenía la cabeza gacha y parecía triste y desconsolada.

– Sé que resulta difícil de creer -manifestó Fletcher-, pero esa mujer me da pena.

– Es lógico -señaló Nat-, porque hay una cosa muy cierta. Ralph Elliot hubiese asesinado a su esposa de haber creído que eso le permitiría ganar las elecciones.

Libro sexto

Revelación

49

Al día siguiente del juicio Fletcher se encontraba en su despacho en el Senado, entretenido en la lectura de los periódicos de la mañana.

– ¡Vaya hatajo de desagradecidos! -exclamó al tiempo que le pasaba a su hija el Hartford Courant.

– Tendrías que haber dejado que lo achicharraran -manifestó Lucy mientras echaba un vistazo a las últimas encuestas de intención de voto.

– Expresado como siempre con tu habitual elegancia y encanto -dijo su padre-. Me hace dudar si hice bien en gastar tanto dinero para que estudiaras en Hotchkiss y no quiero recordar lo que me costará Vassar.

– No pienso ir a Vassar, papá -replicó Lucy en voz baja.

– ¿Es de eso de lo que querías hablar conmigo? -le preguntó Fletcher, atento al cambio de tono en la voz de su hija.

– Sí, papá, porque si bien Vassar me ha ofrecido una plaza, quizá no pueda ocuparla.

Fletcher nunca acababa de saber cuándo Lucy bromeaba o le hablaba en serio, pero cuando le dijo que iría a su despacho y que no se lo mencionara a Annie, se barruntó que pasaba alguna cosa.

– ¿Cuál es el problema? -preguntó sin alterarse y la miró a la cara.

Lucy no le sostuvo la mirada. Agachó la cabeza.

– Estoy embarazada.

El senador no respondió inmediatamente, ya que necesitaba asimilar la confesión de su hija.

– ¿El padre es George? -preguntó al cabo de unos momentos.

– Sí -respondió Lucy.

– ¿Te casarás con él?

Entonces fue Lucy quien se tomó su tiempo para dar una respuesta.

– No. Adoro a George, pero no lo quiero.

– Aun así, no tuviste reparo en irte a la cama con él.

– Eso no es justo -protestó Lucy-. Fue un sábado por la noche después de las elecciones para representante del claustro de estudiantes; creo que ambos bebimos demasiado. Si quieres saber la verdad, estaba harta de que todos los de mi clase me describieran como la representante virgen. Si tenía que perder la virginidad, no se me ocurrió nadie más agradable que George, sobre todo después de que me confesara que él también era virgen. Al final, no sé quién sedujo a quién.

– ¿Qué opina George de todo esto? Después de todo, también es su hijo y siempre me ha dado la impresión de ser un joven muy serio; en especial, sus sentimientos por ti parecen profundos.

– Todavía no lo sabe.

– ¿No se lo has dicho? -le preguntó Fletcher, incrédulo.

– No.

– ¿Qué hay de tu madre?

– Tampoco lo sabe. La única persona con la que he compartido esto es contigo. -Esta vez miró a su padre a los ojos, antes de añadir-: Seamos sinceros, papá, mamá probablemente era virgen el día que se casó contigo.

– Yo también -replicó Fletcher-, pero así y todo tendrás que decírselo antes de que resulte evidente para todos.

– No si aborto.

Una vez más Fletcher permaneció unos segundos en silencio.

– ¿Es eso lo que quieres de verdad? -le preguntó finalmente.

– Sí, papá, pero no le digas nada a mamá, porque ella no lo entendería.

– Tampoco yo lo tengo muy claro -declaró Fletcher.

– ¿Vas a decirme que estás a favor de la libertad de elección para todas las mujeres excepto para tu hija? -preguntó Lucy.

– No durará -afirmó Nat, con la mirada puesta en el titular del Hartford Courant.

– ¿Qué es lo que no durará? -preguntó Su Ling, mientras le servía otra taza de café.

– Mi ventaja de siete puntos en las encuestas. Dentro de unas semanas los electores ni siquiera recordarán quién de los dos era el acusado.

– Supongo que ella sí lo recordará -comentó Su Ling en voz baja mientras miraba por encima del hombro de su marido la foto de Rebecca Elliot en el momento de bajar las escalinatas de los juzgados, completamente despeinada-. ¿Por qué se casó con él? -preguntó casi para ella misma.

– Doy gracias de no haber sido yo quien se casara con Rebecca -manifestó Nat-. Seamos sinceros, si Elliot no hubiese copiado mi trabajo y no me hubiese impedido ir a Yale, tú y yo nunca nos hubiéramos conocido. -Cogió la mano de su esposa.

– Solo siento no haber tenido más hijos -afirmó Su Ling, con la voz todavía apagada-. Echo tanto de menos a Luke…

– Lo sé, pero nunca lamentaré haber corrido por aquella colina, en aquella hora en particular y en aquel día en particular.

– Pues yo todavía me alegro de haberme equivocado de camino -replicó Su Ling-, porque no podría quererte más. Pero hubiese sacrificado con gusto mi vida para salvar la de Luke.

– Sospecho que ese es el sentimiento de la mayoría de los padres -declaró Nat, que miró a su esposa a los ojos-; desde luego, puedes incluir a tu madre, que lo sacrificó todo por ti y que no se merece haber sido tratada de una forma tan absolutamente cruel.

– No te preocupes por mi madre -dijo Su Ling, que recuperó el buen humor-. Fui a verla ayer y me encontré la lavandería abarrotada de viejos de sucias intenciones que habían llevado a lavar sus infectas prendas, con la secreta ilusión de que estuviese dirigiendo un salón de masajes en la planta de arriba.

Nat se echó a reír.

– Pensar que lo hemos mantenido en secreto todos estos años… Desde luego, nunca hubiese creído que llegaría un día en el que fuese capaz de reírme de todo eso.

– Mi madre dice que si llegas a gobernador, piensa abrir una cadena de lavanderías por todo el estado. El lema de su campaña publicitaria será: «Lavamos su ropa sucia en público».

– Siempre supe que había una razón importantísima para que quisiera ser gobernador -afirmó Nat mientras se levantaba.

– ¿Quiénes tendrán hoy el privilegio de tu compañía? -preguntó Su Ling.

– La buena gente de New Canaan.

– ¿A qué hora esperas estar de regreso?

– Calculo que alrededor de medianoche.

– Despiértame cuando llegues.

– Hola, Lucy -dijo Jimmy cuando entró en el despacho de Fletcher-. ¿Está desocupado el gran hombre?

– Sí -respondió la muchacha al tiempo que se levantaba de la silla.

Jimmy la observó por un instante mientras su sobrina abandonaba la habitación. ¿Eran imaginaciones suyas o había estado llorando? Fletcher no abrió la boca hasta que se cerró la puerta.

– Buenos días, Jimmy -le saludó Fletcher. Apartó el periódico en el que la fotografía de Rebecca aparecía en la portada.

– ¿Crees que la detendrán? -le preguntó Jimmy.

El senador miró la fotografía de la viuda.

– No creo que a la policía le quede otra alternativa. Claro que si fuese uno de los miembros del jurado la absolvería, porque su relato me resulta completamente verosímil.

– Sí, pero eso es porque tú sabes de lo que Elliot era capaz y el jurado no.

– Me lo puedo imaginar cuando le dijo: «Si tú no estás dispuesta a seguirme el juego, solo queda una alternativa. Te dispararé yo a ti».

– Me pregunto si aún continuarías en Alexander Dupont y Bell si Elliot no hubiese entrado en la firma.

– Es una de esas cosas del destino -respondió Fletcher, con tono distraído-. ¿Qué me tienes preparado?

– Vamos a pasar el día en Madison.

– ¿Vale la pena dedicar todo un día a Madison, cuando es un distrito totalmente republicano?

– Por eso mismo quiero quitarlo del programa cuando todavía nos quedan unas semanas de campaña -le explicó Jimmy-, aunque no deja de ser una ironía que sus votos nunca hayan contado en el resultado de unas elecciones.

– Un voto es un voto -le recordó Fletcher.

– No en este caso, porque mientras el resto del estado vota en la actualidad electrónicamente, Madison continúa siendo la excepción. Están entre el puñado de distritos del país que todavía prefiere marcar las papeletas con un lápiz.

– Eso no impide que sus votos sean válidos -insistió Fletcher.

– Muy cierto, pero en el pasado dichos votos han resultado ser irrelevantes, porque en Madison no comienza el recuento hasta la mañana siguiente de los comicios, cuando ya se han dado a conocer los resultados generales. Tiene algo de farsa, pero es una de esas tradiciones que los buenos burgueses de Madison no están dispuestos a sacrificar en aras de la tecnología moderna.

– Aun así, ¿sigues queriendo pasar todo el día allí?

– Sí, porque si la diferencia fuese menor de cinco mil votos, entonces Madison se convierte como por arte de magia en la ciudad más importante del estado.

– ¿Crees que el resultado será tan ajustado? Bush todavía lleva una gran ventaja en las encuestas.

– Todavía es la palabra básica, porque Clinton está acortando las distancias todos los días, así que ¿quién sabe quién acabará en la Casa Blanca o, ya puestos, en la mansión del gobernador?

Fletcher no hizo ningún comentario.

– Esta mañana pareces un poco preocupado. ¿Hay alguna cosa más que quieras discutir conmigo?

– Todo apunta a que Nat ganará de calle -comentó Julia, que leía el periódico.

– Un primer ministro británico dijo una vez que «una semana es una eternidad en la política». Todavía nos quedan varias por delante hasta que se deposite el primer voto en las urnas -le recordó Tom a su esposa.

– Si Nat llega a gobernador, echarás de menos todo el jaleo. Después de todo lo que habéis pasado, volver a trabajar en Fairchild’s puede resultar un tanto decepcionante.

– Si quieres saber la verdad, perdí todo interés en las cuestiones bancarias en el momento en que se fusionó Russell.

– Piensa que te convertirás en el presidente del banco más grande del estado.

– No si Nat gana las elecciones -contestó Tom.

Julia apartó el periódico.

– Creo que no te he entendido.

– Nat me ha pedido que sea su jefe de gabinete si lo eligen gobernador.

– En ese caso, ¿quién será el presidente del banco?

– Tú, por supuesto. Todo el mundo sabe que eres la persona ideal para el puesto.

– Fairchild’s nunca nombraría a una mujer para el cargo. Son demasiado tradicionales.

– Vivimos en la última década del siglo veinte, Julia, y gracias a ti, casi la mitad de nuestros clientes son mujeres. En cuanto a la junta, por no hablar del personal, durante mi ausencia la mayoría de ellos creen que ya eres la presidenta.

– Pero si Nat pierde las elecciones, esperará con razón volver a ocupar su puesto de presidente de Fairchild’s, contigo como consejero delegado, y en tal caso no hay nada que discutir.

– Yo no estaría tan seguro -señaló Tom-. No olvides que Jimmy Overman, el senador por Connecticut, ya ha anunciado que no se presentará a la reelección el año que viene, y en tal caso Nat se convierte en el candidato lógico para sucederlo. Quienquiera que sea el que gane las elecciones, estoy seguro de que el otro marchará a Washington como senador del estado. -Guardó silencio unos instantes-. Sospecho que solo será cuestión de tiempo ver cómo Nat y Fletcher compiten por la presidencia.

– ¿De verdad crees que estoy capacitada para el cargo? -insistió Julia en voz baja.

– No, tienes que ser norteamericana de nacimiento para aspirar a la presidencia.

– No me refería a ser presidenta de la nación, bobo, sino a presidenta de Fairchild’s.

– Lo sé desde el momento en que te conocí -contestó Tom-. Solo me preocupaba que no me consideraras el tipo idóneo para ser tu marido.

– Oh, los hombres sois absolutamente obtusos en algunas cosas -afirmó Julia-. Decidí casarme contigo la noche que nos conocimos en la cena en casa de Su Ling y Nat.

Tom abrió la boca y la cerró sin decir nada.

– Cuán diferente hubiese sido mi vida si la otra Julia Kirkbridge hubiese llegado a la misma conclusión -añadió Julia.

– Por no hablar de la mía -declaró Tom.

50

Fletcher miró a la multitud que lo vitoreaba y agitó los brazos con entusiasmo para agradecérselo. Llevaba dados siete discursos en Madison a lo largo del día -en las esquinas, en centros comerciales, a las puertas de la biblioteca-, pero incluso él se sintió sorprendido ante el recibimiento que le dispensaba la gente en el último mitin, que tenía por escenario el salón de actos de la ciudad.

pasen y escuchen al ganador, era la leyenda escrita en letras rojas y azules en la enorme pancarta que se extendía de un extremo al otro del estrado. Fletcher había sonreído cuando el presidente del comité local le había dicho que Paul Holbourn, el alcalde independiente de Madison, había dejado instalada la pancarta después de que Nat diera su discurso a principios de semana. Holbourn llevaba catorce años como alcalde y no lo reelegían porque derrochara el dinero de los contribuyentes precisamente.

En el momento de acabar su discurso y volver a su asiento, Fletcher sintió cómo la adrenalina continuaba circulando por sus venas. La ovación que le dedicaba el público puesto de pie no tenía nada que ver con los aplausos organizados, donde unos tipos al servicio del partido y distribuidos estratégicamente se levantaban para aplaudir a rabiar en cuanto el candidato soltaba la última frase. En esta ocasión, el público se levantó al mismo tiempo que los mandados. Solo lamentó que Annie no estuviese allí para verlo.

Cuando el presidente del comité le sujetó el brazo y se lo levantó como si fuese un boxeador que acabara de ganar el combate y gritó por el micrófono: «Damas y caballeros, les presento al próximo gobernador de Connecticut», Fletcher se lo creyó por primera vez. Clinton había alcanzado a Bush en las encuestas nacionales y la candidatura independiente de Perot continuaba restándoles votos a los republicanos, así que, de rebote, todo esto beneficiaba a Fletcher. A partir de entonces debía confiar en que las cuatro semanas que le quedaban de campaña fueran suficientes para borrar los cuatro puntos de ventaja de su rival.

Pasó otra media hora antes de que el salón se vaciara y para entonces Fletcher había estrechado todas las manos tendidas. El presidente del partido, contento a más no poder, lo acompañó hasta el aparcamiento.

– ¿No tiene chófer? -preguntó, un tanto sorprendido.

– Lucy se ha tomado la noche libre para ver Mi primo Vinny, Annie está en una reunión de no sé qué junta y Jimmy está en una cena para recaudar fondos. Como son menos de ochenta kilómetros hasta Hartford, creo que me las podré apañar muy bien por mi cuenta -respondió Fletcher mientras se sentaba al volante.

Inició el viaje de regreso con una sensación de euforia y poco a poco comenzó a relajarse por primera vez en todo el día. Pero no había recorrido ni dos kilómetros cuando sus pensamientos volvieron a centrarse en Lucy, como le ocurría cada vez que estaba solo. Se enfrentaba a un grave dilema. ¿Debía decirle o no a Annie que su hija estaba embarazada?

Esa noche Nat asistía a una cena privada con cuatro empresarios locales. Todos estaban en condiciones de hacer una muy importante contribución a las arcas de la campaña, así que no les metió prisa. Durante la velada le habían dejado bien claro lo que esperaban de un gobernador republicano y aunque no estaban muy de acuerdo con algunas de las ideas más liberales de Nat, tampoco estaban dispuestos a permitir que un demócrata entrara en la mansión del gobernador si ellos podían hacer algo por impedirlo.

Era bien pasada la medianoche cuando Ed Chambers, de Chambers Foods, comentó que quizá convendría dejar que el candidato se marchara a casa para disfrutar de un sueño reparador. Nat ya no recordaba cuándo había sido la última vez que había dormido a placer.

Esta era habitualmente la señal para que Tom se levantara y, después de agradecer la sugerencia, ir a buscar los abrigos. Nat simulaba entonces una expresión como si le obligaran a marcharse, le estrechaba la mano a sus anfitriones y les decía que no podía ni pensar en que ganaría las elecciones sin su apoyo. Por muy halagador que pudiera parecer, en esa ocasión también tenía el mérito de ser la estricta verdad.

Los cuatro hombres acompañaron a Nat hasta el coche y mientras Tom conducía por el largo y sinuoso camino privado de la residencia de Ed Chambers, Nat encendió la radio para escuchar el boletín de noticias. Después de otros asuntos, se abordó en cuarto lugar el discurso de Fletcher a los ciudadanos de Madison, y el reportero local destacó algunos de los puntos principales, entre ellos el referente a la vigilancia policial en los barrios, una idea que Nat llevaba meses defendiendo. Nat comenzó a protestar por un plagio absolutamente escandaloso y solo se calló cuando Tom le recordó que él le había robado a Fletcher algunas de las innovaciones del senador en el tema de la reforma educativa.

Nat apagó la radio en el momento en que el meteorólogo alertaba de que había hielo en las carreteras; se durmió al cabo de un minuto, una disposición natural que Tom a menudo le envidiaba, porque cuando Nat se despertaba, lo hacía con las pilas recargadas. Tom también soñaba con una larga noche de descanso. A la mañana siguiente no tenían ningún acto hasta las diez, cuando asistirían al primero de siete oficios religiosos. El último sería en la catedral de San José.

Sabía que Fletcher Davenport estaría realizando aproximadamente el mismo circuito en otra parte del estado. Para el final de la campaña, no quedaría ni un solo oficio religioso donde no se hubiesen arrodillado, quitado los zapatos o cubierto la cabeza con el fin de demostrar que ambos eran ciudadanos temerosos de Dios. Incluso si no era necesariamente su propio Dios particular al que reverenciaban, al menos demostraban su voluntad de estar de pie, sentarse y arrodillarse ante su presencia.

Tom decidió no encender la radio para escuchar el boletín de la una, porque no tenía mucho sentido despertar a Nat solo para oír la repetición de las noticias transmitidas media hora antes.

Ambos se perdieron la noticia urgente.

La ambulancia llegó al lugar del accidente en cuestión de minutos y lo primero que hizo uno de los camilleros fue llamar a los bomberos. Les informó de que el conductor había quedado aplastado contra el volante y no había manera de abrir la puerta si no utilizaban un soplete de acetileno. Tendrían que darse mucha prisa si querían sacar al herido con vida de aquel amasijo de hierros.

Hasta que la policía no comprobó el número de la matrícula en el ordenador de la jefatura no se enteraron de quién estaba aplastado contra el volante. Como consideraron que era poco probable que el senador hubiese estado bebiendo, llegaron a la conclusión de que se había quedado dormido. No había huellas de frenada en la carretera ni se habían visto implicados otros vehículos.

El personal de la ambulancia llamó al hospital y cuando allí se enteraron de la identidad de la víctima, el médico de guardia decidió llamar a Ben Renwick. Dada su categoría y antigüedad, Renwick no esperaba que lo despertaran si había otro cirujano disponible para hacer el trabajo.

– ¿Cuántas personas más había en el coche? -preguntó el doctor Renwick en cuanto le comunicaron el accidente.

– Solo el senador -le respondieron en el acto.

– ¿Qué demonios se creía que estaba haciendo sentado al volante a esas horas de la noche? -murmuró Renwick sin esperar a que nadie le contestara-. ¿Qué heridas presenta?

– Varios huesos fracturados, incluidas al menos tres costillas y el tobillo izquierdo -le informó el médico de guardia-, pero me preocupa mucho más la pérdida de sangre. Los bomberos tardaron casi una hora en sacarlo del coche.

– De acuerdo. Que mi equipo esté preparado en el quirófano cuando llegue. Llamaré a la señora Davenport. -Vaciló un instante-. Ahora que lo pienso, será mejor que llame a las dos señoras Davenport.

Annie soportaba el azote del viento helado junto a la entrada de urgencias del hospital cuando vio una ambulancia que se acercaba a gran velocidad. La presencia de los motoristas que la precedían la alertó de que traían a su marido. Aunque Fletcher seguía inconsciente, le permitieron que le cogiera la mano inerte mientras lo trasladaban hasta el quirófano. Cuando Annie vio el estado en que se encontraba su marido, no creyó que nadie pudiese salvarlo.

¿Por qué había querido ir a aquella reunión del comité de beneficencia cuando tendría que haber estado con su marido en Madison? Cada vez que acompañaba a Fletcher, siempre era ella quien conducía el coche de regreso a casa. ¿Por qué le había hecho caso cuando él insistió que disfrutaría con la conducción, que le daría un poco de tiempo para pensar y que, en cualquier caso, sólo era un trayecto de una hora? Apenas le faltaban unos ocho kilómetros para llegar a casa cuando se había salido de la carretera.

Ruth Davenport llegó al hospital unos momentos más tarde y de inmediato se dedicó a averiguar todo lo posible. Después de hablar con el director del servicio, Ruth le aseguró a Annie una cosa: «Fletcher no podría estar en mejores manos. Ben Renwick es sencillamente el mejor cirujano del estado.» Lo que no le dijo a su nuera era que solo le sacaban de la cama cuando las posibilidades de salvar a un paciente eran escasas. Ben Renwick no era un jugador.

Martha Gates fue la siguiente en aparecer y Ruth le repitió todo lo que sabía. Confirmó que Fletcher tenía tres costillas rotas, una fractura de tobillo y el bazo roto, pero era la pérdida de sangre lo que preocupaba de verdad a los médicos.

– Sin duda, un hospital como el San Patricio debe de tener un banco de sangre lo bastante bien provisto como para enfrentarse a esta clase de problemas.

– Sí, así es -respondió Ruth-, pero Fletcher es AB negativo, el más raro de todos los grupos sanguíneos, y aunque siempre hemos tenido una pequeña reserva, cuando aquel autocar escolar se salió de la carretera noventa y cinco en New London el mes pasado y el conductor y su hijo resultaron ser AB negativos, Fletcher fue el primero en insistir en que enviáramos de inmediato toda la reserva al hospital de New London; sencillamente no hemos tenido tiempo de reponerla.

En el exterior se encendieron unos focos que iluminaron la entrada de urgencias.

– Han llegado los buitres -comentó Ruth, mientras observaba por la ventana. Miró a su nuera-. Annie, creo que tendrías que ir a hablar con ellos; quizá sea nuestra única oportunidad de encontrar un donante a tiempo.

Cuando Su Ling se levantó el domingo por la mañana, decidió no despertar a Nat hasta el último momento; después de todo, no tenía idea de la hora a la que se había acostado.

Entró en la cocina, preparó una cafetera y comenzó a hojear los periódicos. Al parecer, el discurso de Fletcher había sido bien recibido por los ciudadanos de Madison y los últimos sondeos mostraban que la diferencia entre ambos se había reducido en un punto, con lo cual Nat todavía conservaba tres de ventaja.

Bebió un trago de café y dejó el periódico a un lado. Siempre encendía el televisor para enterarse del pronóstico del tiempo. La primera imagen que apareció en la pantalla incluso antes de escucharse el sonido fue la de Annie Davenport. ¿Por qué estaba delante de la entrada de urgencias del San Patricio?, se preguntó Su Ling. ¿Fletcher había anunciado alguna nueva iniciativa en materia de atención sanitaria? Sesenta segundos más tarde sabía cuál era la razón. Salió de la cocina y subió corriendo las escaleras para despertar a Nat y comunicarle la noticia. Una notable coincidencia. ¿Lo era? Como científica, Su Ling no creía mucho en las coincidencias. Pero en esos momentos no tenía tiempo para pensarlo.

Con ojos somnolientos Nat escuchó a su esposa, que le repetía todo lo que Annie Davenport había dicho. De pronto se despertó del todo, saltó de la cama y rápidamente se vistió con la misma ropa del día anterior, sin perder tiempo en afeitarse ni ducharse. En cuanto acabó de vestirse, bajó las escaleras de dos en dos y se calzó los zapatos cuando se montó en el coche. Su Ling ya estaba al volante y con el motor en marcha. Arrancó en el mismo instante en que Nat cerró la puerta.

La radio seguía sintonizada en la emisora de noticias y Nat escuchó el último boletín mientras se ataba los cordones. El reportero desplazado al hospital no podía ser más explícito: el senador Davenport necesitaba respiración asistida y si alguien no donaba dos litros de sangre AB negativo en cuestión de horas, el hospital dudaba de que pudieran salvarle la vida.

Su Ling tardó doce minutos en llegar al San Patricio por el sencillo procedimiento de saltarse el límite de velocidad; tampoco había muchos coches en las calles a esas horas de una mañana de domingo. Nat entró corriendo en el hospital mientras su esposa buscaba un lugar donde aparcar.

Nat vio a Annie al final del pasillo y sin vacilar gritó su nombre. La mujer se volvió y pareció sorprenderse cuando lo vio correr hacia ella. «¿Por qué corre?», fue lo primero que se preguntó.

– He venido en cuanto lo he sabido -gritó Nat sin dejar de correr, pero las tres mujeres continuaron mirándolo, como conejos sorprendidos por las luces de un coche-. Tengo el mismo grupo sanguíneo de Fletcher -añadió cuando se detuvo junto a Annie.

– ¿Es usted AB negativo? -exclamó Annie, incrédula.

– Claro que sí -afirmó Nat.

– Bendito sea Dios -dijo Martha.

Ruth, por su parte, desapareció rápidamente por la puerta de la unidad de cuidados intensivos; regresó al cabo de un momento en compañía de Ben Renwick.

– Señor Cartwright -dijo el cirujano y le tendió la mano-. Soy el doctor Renwick.

– El jefe del servicio de cirugía, sí, conozco su reputación -respondió Nat, y le estrechó la mano.

El cirujano agradeció el comentario con un gesto.

– Tenemos a un enfermero preparado para la extracción.

– Pues entonces, adelante. -Nat se quitó la chaqueta.

– Antes debemos realizar algunas pruebas y comprobar si su sangre es del grupo exacto.

– Ningún problema.

– Debo advertirle, señor Davenport, que necesitaré por lo menos un litro y medio de su sangre si queremos que el senador Davenport tenga alguna posibilidad de salvar la vida; eso significa tener que firmar algunos formularios de autorización y descargo de responsabilidades en presencia de un abogado.

– ¿Por qué un abogado? -le preguntó Nat.

– Porque siempre existe el riesgo de que pueda sufrir serios efectos secundarios; en cualquier caso, se sentirá muy débil y quizá resulte necesario que se quede varios días en observación.

– ¿Es que no hay nada que Fletcher no esté dispuesto a hacer para mantenerme apartado de la campaña?

Las tres mujeres sonrieron por primera vez aquel día mientras Renwick se llevaba a Nat a su despacho. Nat se volvió un momento para decirle algo a Annie y vio que Su Ling estaba con ella.

– Ahora se me plantea otro problema -confesó Renwick mientras se sentaba y comenzaba a buscar los formularios.

– Firmaré lo que sea -repitió Nat.

– No puede firmar el papel que me preocupa -replicó el médico.

– ¿Por qué no? -le preguntó Nat.

– Porque es mi voto por correo y ya no tengo claro a quién de ustedes dos voy a votar.

51

– Dar litro y medio de sangre no parece haber influido en la actividad del señor Cartwright -comentó la enfermera de turno mientras colocaba el último historial delante del doctor Renwick.

– Quizá no -replicó el médico al tiempo que pasaba las hojas-, pero sí hizo algo muy importante para el senador Davenport. Le salvó la vida.

– Es verdad -convino la enfermera-. Le he advertido al senador que, a pesar de la campaña, tendrá que quedarse aquí y hacer reposo.

– Yo no estaría tan seguro -opinó Renwick-. Creo que Fletcher se dará de alta a sí mismo para finales de semana.

– Puede que tenga usted razón. -La enfermera exhaló un suspiro-. ¿Qué puedo hacer para impedírselo?

– Nada -respondió Renwick, que le dio la vuelta al historial que tenía sobre la mesa para que la mujer no pudiera leer los nombres de Nathaniel y Peter Cartwright impresos en la esquina superior derecha de la carátula-. Necesito que me concierte una cita para ver a los dos lo antes posible.

– Sí, doctor -dijo la enfermera, y tomó nota en su libreta antes de salir del despacho.

En cuanto se cerró la puerta, Ben Renwick cogió el historial y lo leyó de principio a fin una vez más. No había pensado en otra cosa en los últimos tres días.

Antes de marcharse al finalizar su jornada, guardó el historial en su caja de seguridad. Después de todo, unos pocos días más no representaban ningún inconveniente. El tema que quería discutir con los dos hombres había permanecido en secreto durante los pasados cuarenta y tres años.

A Nat le dieron el alta en el San Patricio el jueves a última hora y nadie en el hospital se creía ni por un momento que Fletcher siguiera allí para el fin de semana, a pesar de los intentos de su madre para que se tomara las cosas con un poco más de calma. Él le recordó que solo faltaban dos semanas para el día de las elecciones.

Durante el fin de semana más largo de su vida, Ben Renwick continuó debatiendo con su conciencia, de la misma manera que el doctor Greenwood tuvo que hacer cuarenta y tres años antes, pero Renwick llegó a una conclusión diferente: estaba seguro que no le quedaba más remedio que decirles la verdad a los dos.

Los rivales políticos aceptaron presentarse a las seis de la mañana del martes en el despacho del doctor Renwick. Era la única hora antes del día de las elecciones que ambos candidatos tenían disponible en sus respectivas agendas.

Nat fue el primero en llegar, dado que confiaba en estar en Waterbury para un mitin dispuesto para las nueve y quizá incluso darse una vuelta por un par de estaciones de tren por el camino.

Fletcher entró cojeando en el despacho del cirujano a las cinco y cincuenta y ocho minutos, molesto porque Nat había llegado antes.

– En cuanto me quiten el yeso -anunció-, le daré una patada en el trasero.

– No tendría que hablarle así al doctor Renwick, después de todo lo que ha hecho por usted -respondió Nat con una sonrisa.

– ¿Por qué no? -replicó Fletcher-. Me ha llenado las venas con su sangre, así que ahora soy la mitad del hombre que era.

– Se equivoca de nuevo -declaró Nat-. Es el doble del hombre que era, pero todavía la mitad del hombre que soy.

– Muchachos, muchachos, ya basta -intervino el médico, que comprendió de pronto el significado de sus palabras-. Hay algo un poco más serio que necesito tratar con ustedes.

Ambos se callaron después de escuchar el tono con el que les habían llamado al orden.

El doctor Renwick se levantó de la silla para ir hasta la caja de seguridad. Sacó el historial y lo dejó sobre la mesa.

– He pasado varios días intentando pensar en la mejor manera de comunicarles una información absolutamente confidencial. -Apoyó el índice de la mano derecha en el historial-. Una información que me hubiese pasado inadvertida de no haber sido por el accidente casi mortal del senador y que me llevó a leer los historiales de los dos. -Nat y Fletcher se miraron el uno al otro, pero no dijeron nada-. Incluso decidir si debía comunicársela juntos o por separado se convirtió en una cuestión ética y, al menos en ese aspecto, ahora es evidente la decisión que tomé. -Los candidatos continuaron en silencio-. Solo quiero pedirles una cosa, que la información que estoy a punto de darles deberá seguir siendo un secreto, a menos que ustedes dos, repito, ustedes dos, estén dispuestos, incluso decididos, a que se haga pública.

– No tengo ninguna objeción al respecto -manifestó Fletcher, y miró a Nat.

– Yo tampoco. Después de todo, estoy en presencia de mi abogado.

– ¿Incluso si pudiese influir en el resultado de las elecciones? -añadió el médico, sin hacer caso del comentario jocoso de Nat. Ambos hombres titubearon por un momento, para luego asentir de nuevo-. Quiero dejarles bien claro que la información que voy a revelarles no es una suposición o ni siquiera una posibilidad; es un hecho cierto que no admite dudas.

Renwick abrió el historial y echó una ojeada a una partida de nacimiento y a un certificado de defunción.

– Senador Davenport y señor Cartwright -prosiguió como si hablara con dos personas a las que acabara de conocer-, debo informarles de que, después de realizar todas las verificaciones pertinentes de sus muestras de ADN, no hay ninguna duda sobre las pruebas científicas de que ustedes no solo son hermanos -se calló unos instantes para mirar de nuevo la partida de nacimiento-, sino mellizos dicigóticos.

El doctor Renwick guardó silencio para que el significado de su anuncio calara en los dos hombres.

Nat recordó los días cuando todavía necesitaba ir corriendo a buscar un diccionario para saber el significado de una palabra. Fletcher fue el primero en romper el silencio.

– O sea, que no somos idénticos.

– Exactamente -asintió el doctor Renwick-. La idea de que los mellizos deben parecerse por fuerza no es más que un mito, alimentado principalmente por los novelistas románticos.

– Aun así, eso no explica… -comenzó a decir Nat.

– En el caso de que deseen saber las respuestas a cualquier otra pregunta al respecto -le interrumpió el médico-, incluyendo quiénes son sus padres naturales, y cómo acabaron ustedes separados, no tengo ningún inconveniente en que lean este historial. -El doctor Renwick apoyó la mano en el historial abierto que tenía delante.

Ninguno de los dos hombres respondió inmediatamente. Fletcher habló primero.

– No necesito leer ni una sola página del historial.

Esta vez le tocó al doctor Renwick mostrarse sorprendido.

– No hay nada que no sepa de Nat Cartwright -explicó Fletcher-, incluidos los detalles de la trágica muerte de su hermano.

– Mi madre todavía tiene una foto de nosotros dos junto a su cama -añadió Nat- y a menudo habla de mi hermano Peter y de lo que hubiese podido llegar a ser. -Se calló un momento y miró a Fletcher-. Se sentiría orgullosa del hombre que salvó a su hermano de acabar en la silla eléctrica. En cualquier caso, sí que tengo una pregunta. -Miró al doctor Renwick-. Quiero saber si la señora Davenport está enterada de que Fletcher no es su hijo.

– No, que yo sepa -contestó el cirujano.

– ¿Cómo puede estar seguro? -quiso saber Fletcher.

– Porque entre las muchas cosas que encontré en este historial había una carta del médico que los trajo al mundo. Dejó indicado que solo se debía abrir en el caso de que surgiera alguna disputa referente al nacimiento de ustedes que pudiese perjudicar la reputación del hospital. La carta manifiesta que solo había otra persona que conocía la verdad, aparte del doctor Greenwood.

– ¿De quién se trata? -preguntaron Nat y Fletcher al mismo tiempo.

El doctor Renwick hizo una pausa mientras pasaba otra hoja del historial.

– La señorita Heather Nichol, pero como ella y el doctor Greenwood ya han fallecido, no hay manera de confirmarlo.

– Ella fue mi niñera -declaró Fletcher-; por lo que recuerdo, hubiese sido capaz de hacer cualquier cosa por complacer a mi madre. -Miró a Nat-. En cualquier caso, preferiría que mis padres nunca descubriesen la verdad.

– Estoy absolutamente de acuerdo -afirmó Nat-. ¿De qué serviría que nuestros padres pasaran por semejante trance? Si la señora Davenport se enterara de que Fletcher no es su hijo y mi madre supiera que Peter no murió, y que la privaron de la oportunidad de criar a sus dos hijos, la angustia y el desconsuelo que padecerían las dos es algo que hay que evitar como sea.

– Lo mismo digo -señaló Fletcher-. Mis padres tienen casi ochenta años. ¿Para qué resucitar los fantasmas del pasado? -Guardó silencio un momento-. De todos modos, debo confesar que no puedo remediar pensar en cuán diferentes hubiesen sido nuestras vidas, si yo hubiese acabado en tu cuna y tú en la mía. -Era la primera vez que tuteaba a Nat.

– Nunca lo sabremos -respondió Nat-. Así y todo, hay una cosa que está muy clara.

– ¿A qué te refieres?

– A que yo seré el próximo gobernador de Connecticut.

– ¿Qué te lleva a creer tal cosa? -replicó Fletcher.

– Te llevo ventaja y nunca la he perdido. Tienes que saber que nací seis minutos antes que tú.

– Una desventaja muy pequeña que eliminé rápidamente.

– Muchachos, muchachos, ya basta -les advirtió Ben Renwick por segunda vez. Los dos hombres se echaron a reír mientras el médico cerraba el historial-. ¿Estamos de acuerdo en que cualquier prueba que demuestre su parentesco será destruida y no se volverá a mencionar nunca más?

– De acuerdo -manifestó Fletcher, sin titubear.

– No se volverá a mencionar nunca más -prometió Nat.

Los dos hermanos miraron cómo el doctor Renwick abría el historial, cogía primero la partida de nacimiento y la metía en la trituradora de documentos. Ninguno de los dos dijo ni una palabra mientras veían cómo desaparecían las pruebas. A la partida de nacimiento le siguió la carta de tres páginas que llevaba la firma del doctor Greenwood y estaba fechada el 11 de mayo de 1949. Luego siguieron diversos documentos internos del hospital, todos correspondientes a 1949. El doctor Renwick continuó con la tarea hasta que solo quedó la carpeta vacía con los nombres de Nathaniel y Peter Cartwright en la carátula. La rompió en cuatro trozos antes de entregar la última prueba a las cuchillas de la trituradora.

Fletcher se levantó con alguna dificultad y se volvió para estrechar la mano de su hermano.

– Te veré en la mansión del gobernador.

– Desde luego que sí -replicó Nat al tiempo que lo abrazaba-. Lo primero que haré será mandar que instalen una rampa para que puedas subir con tu silla de ruedas y no tener excusas para no venir a verme.

– Lo que tú digas. -Fletcher le estrechó la mano al doctor Renwick-. Me marcho. Tengo que ganar unas elecciones. -Cojeó hasta la puerta, dispuesto a adelantarse a Nat, pero su hermano le pasó por delante y le abrió la puerta.

– Me enseñaron que debía abrirles las puertas a las mujeres, las personas mayores y a los minusválidos -le explicó Nat.

– Puedes añadir a los futuros gobernadores a tu lista -afirmó Fletcher, mientras salía.

– ¿Has leído mi proyecto de ayuda a los discapacitados físicos? -le preguntó Nat.

– No -contestó Fletcher-. Nunca he perdido el tiempo con ideas inútiles que jamás llegarán a convertirse en ley.

– Sabes, hay una única cosa que lamento -comentó Nat cuando ya se alejaban por el pasillo y el doctor Renwick no podía escucharles.

– Déjame que lo adivine -replicó Fletcher, que se preparó para la siguiente pulla.

– Creo que hubiese sido fantástico crecer juntos.

52

La predicción del doctor Renwick demostró ser correcta. El senador Davenport pidió el alta voluntaria del San Patricio antes del fin de semana y una quincena más tarde nadie hubiese creído que había estado a punto de morir solo un mes antes.

A falta de pocos días para las elecciones presidenciales, Clinton iba por delante en las encuestas de intención de voto nacionales, mientras que Perot continuaba erosionando los apoyos de Bush. Nat y Fletcher proseguían con su campaña por el estado a un ritmo que hubiese impresionado a un atleta olímpico. Ninguno de los dos tenía reparo alguno en mantener un debate y cuando una de las televisiones locales les propuso que celebraran tres debates, ambos aceptaron inmediatamente.

Todos estuvieron de acuerdo en que Fletcher había salido mejor parado en el primer duelo y las encuestas confirmaron la opinión cuando pasó a encabezarlas por primera vez. Nat decidió entonces reducir los mítines para dedicar algunas horas a ensayar en un decorado que simulaba un plato de televisión, asesorado por un grupo de expertos en imagen y comunicación. El resultado fue positivo, porque incluso los demócratas locales concedieron que había ganado el segundo debate y los sondeos volvieron a situarle en cabeza.

Era tanto lo que dependía del tercero que ambos, en su afán de no cometer ningún error, bajaron el tono y acabó siendo considerado un empate o, como Lucy lo describió, un «aburrimiento». A ninguno de los candidatos le molestó saber que el encuentro deportivo ofrecido por otra de las cadenas había tenido diez veces más espectadores. Al día siguiente, las encuestas reflejaron que ambos tenían un respaldo del cuarenta y seis por ciento, con un ocho por ciento de indecisos.

– ¿Dónde han estado durante los últimos seis meses? -le preguntó Fletcher cuando vio el porcentaje de indecisos.

– No todo el mundo se siente fascinado por la política como tú -replicó Annie mientras desayunaban.

Lucy asintió con la boca llena.

Fletcher alquiló un helicóptero y Nat utilizó el jet privado del banco para realizar otra gira por el estado durante los siete días finales, momento para el cual el porcentaje de indecisos había bajado al seis por ciento, y cada candidato había obtenido un punto más. Para el final de la semana, ambos se preguntaban si quedaba algún centro comercial, fábrica, estación ferroviaria, ayuntamiento, hospital o incluso calle que no hubiesen visitado y tuvieron que aceptar que al final la victoria sería para aquel que contara con la mejor organización el día de las elecciones. No había dos personas que lo tuvieran más claro que Tom y Jimmy, pero ya no sabían qué más podían organizar o hacer y solo pensaban en estar preparados para afrontar cualquier tropiezo que pudiese surgir en el último momento.

Para Nat, el día de las elecciones fue un tráfago incesante de aeropuertos y calles mayores, mientras intentaba visitar cada ciudad que tuviese una pista de aterrizaje antes de que cerraran los colegios electorales a las ocho de la tarde. En cuanto el avión frenaba en la pista, corría al segundo coche de la comitiva y se ponían en marcha a una velocidad de cien kilómetros por hora, hasta llegar a la entrada de la ciudad, donde reducían a unos quince kilómetros por hora y él comenzaba a saludar a cualquiera que mostrase el más mínimo interés. Al llegar a la calle principal circulaban a paso de peatón; luego invertían el proceso y acababan con una desesperada carrera hasta el aeropuerto, donde Nat subía al avión y volaba a la siguiente ciudad.

Fletcher dedicó la última mañana a recorrer Hartford y asegurarse el voto de los fieles antes de subir al helicóptero para ir a visitar las zonas donde predominaban los demócratas. Durante la tarde, los periodistas y expertos discutían sobre quién de los dos había aprovechado mejor las últimas horas. Los candidatos regresaron al aeropuerto Braindard de Hartford cuando faltaban pocos minutos para el cierre de los comicios.

En estas situaciones, lo habitual era que los candidatos hicieran todo lo posible por evitarse, pero cuando los dos equipos se cruzaron en la pista, como caballeros en un torneo, no vacilaron en ir al encuentro el uno del otro.

– Senador -dijo Nat-. Quiero hablar con usted mañana por la mañana a primera hora, porque considero que tendrá que introducir algunas enmiendas en su ley de educación pública si espera que la apruebe.

– La ley entrará en vigor mañana mismo -replicó Fletcher-. Será mi primera acción ejecutiva como gobernador.

Ambos se dieron cuenta de que sus más íntimos colaboradores se habían apartado para que pudieran conversar en privado, y comprendieron que las pullas no tenían ningún sentido sin un público que las escuchara.

– ¿Cómo está Lucy? -le preguntó Nat-. Espero que su problema esté resuelto.

– ¿Cómo te has enterado? -se asombró Fletcher.

– Se lo filtraron a uno de mi equipo hace un par de semanas. Le dije con toda claridad que si volvía a mencionar el tema podía darse por despedido.

– Te lo agradezco, porque todavía no le dicho nada a Annie -dijo Fletcher-. Lucy pasó unos días en Nueva York con Logan Fitzgerald y después regresó a casa para continuar colaborando conmigo en la campaña.

– No sabes lo mucho que me hubiese gustado verla crecer, como a cualquier otro tío. A mí me hubiese encantado tener una hija.

– Por si te hace ilusión saberlo, te diré que ella me cambiaría por ti la mayoría de los días de la semana -comentó Fletcher-. Incluso le he aumentado la paga a cambio de que no me recuerde constantemente lo maravilloso que eres.

– Nunca te lo he dicho, pero después de tu intervención en el episodio del secuestrador en la clase de la señorita Hudson, Luke colgó una foto tuya en la pared de su dormitorio y nunca la quitó, así que, por favor, transmítele mis mejores deseos a mi sobrina.

– Lo haré, aunque te advierto que si ganas, ha decidido retrasar un año sus estudios y solicitar un trabajo en tu oficina; también ha dejado claro que no estará disponible si su padre es elegido gobernador.

– En ese caso, esperaré con ansia el momento en que se una a mi equipo -manifestó Nat.

En ese momento reaparecieron un par de ayudantes para recordarles que ya era hora de que continuaran con sus respectivos programas.

– ¿Qué harás esta noche? -le preguntó Fletcher, con una sonrisa.

– Si uno de los dos tiene una ventaja clara para la medianoche, el otro llamará para reconocer la victoria, ¿de acuerdo?

– Por mí, ningún inconveniente -declaró Fletcher-. Creo que tienes mi número de teléfono.

– Estaré esperando tu llamada, senador.

Los candidatos se dieron la mano en la salida del aeropuerto y luego subieron a sus respectivos coches que partieron en direcciones opuestas.

Los policías encargados de la custodia de los candidatos los escoltaron a cada uno a sus casas. Sus órdenes eran claras. Si tu hombre gana, estás custodiando al nuevo gobernador. Si pierde, te tomas el fin de semana libre.

Ninguno de los dos equipos se tomó el fin de semana libre.

53

Nat encendió la radio en cuanto se montó en el coche. Las encuestas realizadas en las puertas de los colegios electorales indicaban claramente que Bill Clinton sería el nuevo inquilino de la Casa Blanca a partir de enero y el presidente Bush probablemente reconocería su derrota antes de medianoche. Una vida entera dedicada al servicio público, un año de campaña, un día de elecciones y tu carrera política se convierte en una nota al pie en la historia. «Eso es lo que llaman democracia», dicen que le oyeron comentar más tarde, desconsolado.

Otras encuestas realizadas por todo el país señalaban que no solo la Casa Blanca sino también el Senado y la Cámara de Representantes estarían controlados por los demócratas. Dan Rather, presentador de la CBS, informaba de que en algunos estados la lucha por la gobernación era muy reñida. «En Connecticut, por ejemplo, las encuestas señalan por ahora un empate técnico entre los dos candidatos a gobernador. Ahora ha llegado el momento de conectar con nuestro corresponsal en Little Rock, que se encuentra delante de la casa del gobernador Clinton.»

Nat apagó la radio cuando la pequeña comitiva de tres coches aparcó delante de su casa. Lo recibieron dos equipos de televisión, el reportero de una emisora local y un par de periodistas; qué diferente de Arkansas, donde más de un centenar de equipos de televisión, radios y periodistas de la prensa aguardaban las primeras palabras del presidente electo. Tom le esperaba junto a la puerta abierta.

– No me lo digas -le advirtió Nat mientras se abría paso entre los representantes de los medios de comunicación-. Un empate técnico. ¿Cuánto tiempo más tenemos que esperar para saber los primeros datos del escrutinio real?

– Calculamos que tendremos los primeros resultados dentro de una hora -le respondió Tom-; suelen ser los de Bristol, donde votan al partido demócrata de toda la vida.

– Sí, pero ¿por cuánto margen? -replicó Nat mientras entraban en la cocina, donde Su Ling estaba pegada al televisor sin darse cuenta del olor a quemado que salía del horno.

Fletcher permaneció de pie delante del televisor; en la pantalla estaba Clinton, que saludaba a la multitud desde un balcón de su casa en Arkansas. Al mismo tiempo intentaba escuchar las informaciones que le daba Jimmy. Había tenido la ocasión de conocer al gobernador de Arkansas en la convención demócrata celebrada en la ciudad de Nueva York y le había parecido que nunca llegaría a presidente. Pensar que solo hacía un año, después de la victoria norteamericana en la guerra del Golfo, Bush alcanzó los índices de popularidad más altos de toda la historia.

– Clinton será el ganador -opinó Fletcher-, pero está claro que la derrota de Bush tiene mérito.

Miró cómo Bill y Hillary se abrazaban, mientras su hija de doce años permanecía a su lado. Pensó en Lucy y el aborto y se dio cuenta de que hubiese sido noticia de primera plana si él hubiese sido candidato a presidente. Se preguntó cómo se las apañaría Chelsea con la presión que se le venía encima.

Lucy entró como una tromba en el salón.

– Mamá y yo te hemos preparado todos tus platos preferidos, porque durante los próximos cuatro años solo comerás en banquetes. -Él sonrió ante su entusiasmo juvenil-. Mazorcas asadas, espaguetis a la boloñesa y, si te declaran ganador antes de la medianoche, crème brûlée.

– Espero que no todo junto -rogó Fletcher. Miró a Jimmy, que no se había separado del teléfono desde el momento que había entrado en la casa-. ¿Para cuándo esperas los primeros resultados?

– En cualquier momento -contestó Jimmy-. Los de Bristol se enorgullecen de ser los primeros en anunciar los resultados y si allí ganamos por un tres o un cuatro por ciento entonces podemos dar por hecho que ganaremos en el resto del estado.

– ¿Qué pasa si es menos?

– Pues estaremos en aprietos -afirmó Jimmy.

Nat consultó su reloj. Eran poco más de la nueve en Hartford, pero la imagen en la pantalla mostraba los votantes que todavía iban a los colegios electorales en California. El rótulo de avance informativo no desaparecía de la pantalla. La NBC había sido la primera en anunciar que Bill Clinton sería el nuevo presidente de la nación. En todas las cadenas, los comentaristas ya comenzaban a hablar de George Bush con el cruel epitafio de «presidente de un solo mandato».

Los teléfonos no dejaban de sonar como música de fondo, mientras Tom intentaba atender todas las llamadas. Si consideraba que Nat debía hablar con la persona en cuestión, le pasaba el teléfono; si no era así, escuchaba la invariable respuesta de Tom:

– En este momento está ocupado, pero gracias por la llamada. Le transmitiré su mensaje.

– Espero que haya un televisor allí donde sea que esté ocupado -rezongó Nat, mientras hacía lo imposible por cortar el bistec quemado-. De lo contrario, nunca sabré si debo anunciar la victoria o reconocer la derrota.

– Por fin una noticia en firme -dijo Tom-, aunque no sé a quién beneficia. La participación en Connecticut ha sido del cincuenta y uno por ciento, dos puntos por encima de la media nacional.

Nat asintió y volvió a mirar la pantalla. El mensaje de «muy reñido» llegaba de todos los rincones del estado.

En cuanto Nat oyó mencionar el nombre de Bristol, apartó el bistec.

– Ahora conectaremos con nuestro corresponsal para que nos diga más resultados -comunicó el presentador.

– Dan, estamos a la espera de los resultados locales en cualquier momento y tendremos así la primera indicación real de lo reñido de estas elecciones a gobernador. Si los demócratas ganan… un momento, estoy recibiendo los resultados… los demócratas han ganado en Bristol. -Lucy se levantó de un salto, pero Fletcher no se movió para poder ver las cifras que desfilaban por la pantalla-. Fletcher Davenport ocho mil seiscientos cuatro votos, Nat Cartwright ocho mil trescientos setenta y nueve.

– El tres por ciento. ¿Qué distrito es el siguiente?

– Probablemente Waterbury -respondió Tom-, donde tendríamos que obtener un buen…

Tom se calló para poder oír al comentarista.

– Waterbury es para los republicanos, por poco más de cinco mil votos, y Nat Cartwright se sitúa en cabeza.

Ambos candidatos no dejaron de levantarse, sentarse y volver a levantarse mientras sus posiciones cambiaban hasta dieciséis veces durante las dos horas siguientes, cuando ya los comentaristas se habían quedado sin más frases rimbombantes. Pero entre la sucesión de resultados, el presentador encontró un momento para anunciar que el presidente Bush había llamado al gobernador Clinton en Arkansas para reconocer su derrota y aceptar la victoria de su oponente. Le había expresado sus felicitaciones y los mejores deseos al presidente electo. Los políticos se preguntaban si esas elecciones anunciaban una nueva era al estilo Kennedy.

– Pero ahora volvamos a las elecciones a gobernador de Connecticut y aquí va un dato más para los aficionados a las estadísticas. Los resultados indican que en este momento los demócratas tienen un millón ciento setenta mil ciento cuarenta y un votos contra un millón ciento sesenta y ocho mil ochocientos setenta y dos, con una mínima ventaja para el senador Davenport de mil doscientos sesenta y nueve sufragios. Como esto es menos del uno por ciento, se procederá a un nuevo recuento. Si no es suficiente -añadió el presentador-, nos enfrentaremos a otra complicación porque el distrito de Madison mantiene la tradición de no contar sus votos hasta mañana por la mañana a las diez.

Paul Holbourn, el alcalde de Madison, apareció en la pantalla. El político septuagenario invitó a todos a visitar la pintoresca ciudad costera, que decidiría quién sería el próximo gobernador del estado.

– ¿Tú cómo lo ves? -preguntó Nat, mientras Tom continuaba marcando números en su calculadora.

– Fletcher va en cabeza con mil doscientos sesenta y nueve votos, y en las últimas elecciones los republicanos ganaron en Madison por mil trescientos doce votos.

– ¿Quieres decir que podemos considerarnos los favoritos? -aventuró Nat.

– No creo que sea así de fácil -señaló Tom-, porque hay un factor que tener en cuenta.

– ¿De qué se trata?

– El actual gobernador del estado nació y se crió en Madison, así que habrá muchos que voten por una cuestión puramente sentimental.

– Tendría que haber ido a Madison más veces -se lamentó Nat.

– Fuiste dos veces, mientras que Fletcher solo fue una vez.

– Tendría que llamarlo -dijo Nat-, para dejar claro que aún no le concedo la victoria.

Tom asintió mientras Nat cogía el teléfono. No necesitó buscar el número particular del senador porque lo había marcado todas las noches durante el juicio.

– Hola -dijo una voz-, está llamando a casa del gobernador.

– Todavía no lo es -replicó Nat con voz firme.

– Hola, señor Cartwright -dijo Lucy-. ¿Quiere hablar con el gobernador?

– No, quiero hablar con tu padre.

– ¿Para qué? ¿Le concede la victoria?

– No, dejaré que eso lo haga él en persona mañana por la mañana; entonces, si te portas bien, te ofreceré un empleo.

Fletcher consiguió hacerse con el teléfono.

– Perdona, Nat. Supongo que llamas para decirme que todo queda pendiente para mañana cuando nos encontremos solos ante el peligro.

– Sí, y ahora que lo mencionas, pienso hacer de Gary Cooper.

– Entonces te veré en la calle principal, sheriff.

– Da gracias de que tu rival no sea Ralph Elliot.

– ¿Por qué? -le preguntó Fletcher.

– Porque ahora mismo estaría en Madison ocupado en llenar las urnas con sus votos.

– No le hubiese servido de nada -afirmó el senador.

– ¿Por qué no? -quiso saber Nat.

– Porque de haber sido Elliot mi oponente, ya habría ganado yo de calle.

Libro séptimo

Números

54

Nat tardó casi una hora en llegar a Madison y cuando llegó a la periferia, se le podía perdonar que pensara que la pequeña ciudad costera hubiese sido escogida como el escenario del séptimo partido de las series mundiales de béisbol.

La carretera estaba abarrotada de coches con los emblemas rojos, blancos y azules, y los carteles de burros y elefantes adornaban muchísimas de las ventanas traseras. Cuando llegó a la entrada de Madison, con una población de 12.372 habitantes según el cartel de bienvenida, la mitad de los vehículos lo siguieron como virutas de acero atraídas por un imán.

– Si descartamos a los que no tienen edad para votar, supongo que serán unos cinco mil los inscritos en el padrón -comentó Nat.

– No necesariamente. Sospecho que habrá algunos más -replicó Tom-. No olvides que Madison es donde los jubilados vienen a visitar a sus padres, así que no encontrarás la ciudad llena de bares y discotecas para jóvenes.

– Entonces eso nos beneficiará -concluyó Nat.

– He decidido abandonar el juego de las adivinanzas -dijo Tom y exhaló un suspiro.

No les hizo falta seguir los indicadores para ir al ayuntamiento, dado que todo el mundo parecía ir en la misma dirección, seguros de que la persona delante de ellos sabía exactamente adónde iban. Cuando la pequeña comitiva de Nat llegó al centro de la ciudad, las madres que paseaban a sus hijos en los cochecitos los adelantaban. Circular por la calle principal se convirtió en un continuo parar y arrancar. Nat decidió que era el momento de salir del coche y cubrir el resto del trayecto a pie cuando los rebasó un hombre en silla de ruedas. Esto, sin embargo, le retrasó todavía más porque, en el momento en que lo reconocieron, fueron muchos quienes corrieron para estrecharle la mano y varios le preguntaron si no le importaría hacerse una foto con sus respectivas esposas.

– Me complace ver que ya has iniciado la campaña para la reelección -se burló Tom.

– Primero espera a que me elijan -le recordó Nat.

Por fin llegaron al ayuntamiento y mientras subía las escalinatas Nat no dejó de estrechar las manos de todos aquellos que le deseaban éxito como si se tratara del día previo a las elecciones y no el día después. No pudo evitar preguntarse si sería diferente cuando saliera y esas mismas personas supieran el resultado. Tom vio al alcalde, en lo alto de las escalinatas, que los buscaba entre el público.

– Paul Holbourn -le susurró Tom-. Lleva tres mandatos como alcalde y con setenta y siete años cumplidos acaba de ganar el cuarto sin oposición.

– Me alegra volver a verle, Nat -dijo el alcalde, como si fuesen viejos amigos, aunque en realidad solo se habían visto una vez.

– Lo mismo digo, señor -respondió Nat y estrechó la mano que le tendía el alcalde-. Le felicito por la reelección. Creo que no tuvo rivales.

– Muchas gracias. Fletcher ya está aquí, nos espera en mi despacho, así que quizá ya sea hora de ir a reunimos con él. -Mientras entraban en el edificio, Holbourn añadió-: Solo quiero dedicar unos momentos a explicarles a los dos cómo hacemos las cosas en Madison.

– Me parece perfecto -manifestó Nat, a sabiendas de que el alcalde lo haría de todas maneras.

Una multitud de funcionarios y periodistas los escoltó hasta el despacho de Holbourn, donde Nat y Su Ling se reunieron con Fletcher, Annie y otras treinta personas al parecer con derecho a asistir a la selecta reunión.

– ¿Quiere un café, Nat, antes de que comencemos? -le ofreció el alcalde.

– No, muchas gracias, señor.

– ¿Qué me dice de su encantadora mujercita? -Su Ling sacudió la cabeza cortésmente, sin ofenderse por el poco adecuado comentario, propio de la vieja generación-. Entonces, comenzaré -anunció el alcalde, que se volvió para mirar a los que se apiñaban en su despacho-. Damas y caballeros, futuro gobernador… -El anciano intentó mirar a los dos candidatos a la vez-. El recuento comenzará a las diez, como ha sido la costumbre en Madison durante más de un siglo, y no veo ninguna razón para que nos retrasemos más sencillamente porque hay un poco más de interés que el habitual en este procedimiento.

A Fletcher le pareció divertida la puntualización, pero no había ninguna duda de que el alcalde tenía la intención de disfrutar al máximo cada momento de sus quince minutos de fama.

– La ciudad tiene censados diez mil novecientos cuarenta y dos votantes, que residen en once distritos. Las veintidós urnas fueron recogidas, como siempre se ha hecho en el pasado, pocos minutos después de cerrarse los colegios electorales, y luego confiadas a la custodia de nuestro jefe de policía, quien las encerró en una de sus celdas para que pasaran la noche.

Algunos de los presentes rieron cortésmente el chiste del alcalde, cosa que le hizo sonreír y también perder la concentración. Pareció titubear, hasta que su ayudante le susurró al oído: «Urnas».

– Sí, por supuesto, sí. Las urnas fueron recogidas y traídas al ayuntamiento esta mañana a las nueve, donde le pedí al secretario que verificara que los precintos estuviesen intactos, cosa que me confirmó. -El alcalde miró a los funcionarios superiores y todos asintieron-. A las diez romperé los precintos y se vaciará el contenido de las urnas en la mesa colocada en el centro de la sala de plenos. El primer recuento solo será para verificar el número de votos emitidos. Hecho esto, los votos se clasificarán en tres grupos: los votos republicanos, los demócratas y las papeletas que presenten alguna irregularidad. Debo añadir, sin embargo, que esto no es algo habitual en Madison, porque para muchos de nosotros bien pueden ser nuestros últimos comicios.

Este último comentario provocó algunas risas nerviosas, aunque Nat no tenía ninguna duda de que era una gran verdad.

– Mi última tarea como funcionario electoral será anunciar los resultados, que a su vez decidirá quién ha resultado electo como nuevo gobernador de nuestro gran estado. Confío en que todo este proceso concluya para el mediodía. -No si seguimos a este paso, pensó Fletcher-. ¿Hay alguna pregunta que quieran hacer antes de que pasemos a la sala donde se hará el recuento?

Tom y Jimmy comenzaron a hablar al mismo tiempo y Tom le cedió cortésmente la palabra a su oponente, porque sospechaba que ambos querían hacer las mismas preguntas.

– ¿Cuántas personas se ocuparán del recuento? -preguntó Jimmy.

El secretario susurró de nuevo al oído del alcalde.

– Veinte -respondió Holbourn-, y todos ellos son funcionarios del ayuntamiento, además de ser miembros de nuestro club de bridge.

Ninguno de los candidatos comprendió qué importancia podía tener esto último, pero prefirieron no pedir ninguna explicación.

– ¿Cuántos observadores tendremos cada uno? -preguntó Tom.

– Permitiré la presencia de diez representantes de cada partido -explicó el alcalde-, que podrán situarse a un paso de cada funcionario encargado del recuento, aunque en ningún momento podrán hablar con ellos. Si tienen alguna duda, tendrán que consultarla con mi secretario y si no están conformes, él consultará conmigo.

– ¿Quién actuará de árbitro si hay discusión por algún voto? -prosiguió Tom.

– Comprobará que no encontraremos casi ninguno -insistió el alcalde sin recordar que ya lo había dicho-, a la vista de que para muchos de nosotros quizá estas hayan sido nuestras últimas elecciones. -Esta vez nadie se rió, mientras que la pregunta de Tom se quedó sin respuesta. Tom prefirió no repetirla-. Bien, si no hay más preguntas, les acompañaré hasta nuestra histórica sala de plenos, construida en mil ochocientos sesenta y siete y de la que estamos profundamente orgullosos.

La sala se había construido con una capacidad apenas por debajo del millar de personas, porque la población de Madison no era muy dada a salir por las noches. Pero en esta ocasión, incluso antes de que el alcalde, sus ayudantes, Fletcher, Nat y sus respectivos acompañantes entraran, ya se parecía más a una estación de metro japonesa en hora punta que al salón de actos de una muy tranquila ciudad balnearia de Connecticut. Nat rogó para que el jefe de bomberos no estuviese entre la concurrencia porque seguramente estaban quebrantando todas las disposiciones de seguridad.

– Comenzaré este proceso con la explicación de cómo pienso realizar el recuento -dijo el alcalde, y caminó hacia el estrado.

Los candidatos se preguntaron si conseguiría subir los peldaños. Por fin la pequeña figura canosa apareció en el estrado y ocupó su lugar delante del micrófono que habían acomodado a su altura.

– Damas y caballeros -comenzó-, mi nombre es Paul Holbourn y solo los forasteros no sabrán que soy el alcalde de Madison. -Fletcher sospechó que para la mayoría de los presentes esta sería su primera y última visita a la histórica sala-. Pero hoy me presento ante ustedes como presidente de la junta electoral de Madison. Ya he explicado antes a los candidatos cuál es el procedimiento que voy a seguir y ahora se lo repetiré a ustedes.

Fletcher echó una ojeada al público; no tardó en darse cuenta de que casi nadie escuchaba las palabras del anciano porque la mayoría buscaba asegurarse un lugar lo más cercano posible al sector acordonado donde se efectuaría el recuento.

El alcalde acabó con la homilía y después de bajar del estrado puso todo su empeño en llegar al centro de la sala, cosa que nunca hubiese conseguido de no haber sido porque el proceso no podía comenzar sin su presencia.

Cuando por fin llegó al lugar del recuento, el secretario le ofreció unas tijeras. Holbourn cortó los precintos de las veintidós cajas como quien corta la cinta al inaugurar una carretera. Completada esta parte, los funcionarios vaciaron el contenido de las urnas en la mesa. El alcalde comprobó a continuación el interior de cada caja: primero las puso boca abajo y después las sacudió, como un mago que le enseña al público que no hay nada en la caja que utiliza en su espectáculo. Luego invitó a los candidatos a que hicieran lo mismo.

Tom y Jimmy permanecieron atentos a lo que ocurría en la mesa central mientras los funcionarios comenzaban a distribuir las papeletas entre los encargados de contar los votos como un crupier en la mesa de juego. Los encargados clasificaron las papeletas por decenas y cuando tenían diez, las sujetaban con una goma elástica. Este sencillo proceso les llevó casi una hora y para entonces el alcalde se había quedado sin más comentarios que hacer sobre Madison a quien estuviese dispuesto a escucharle. Los fajos de papeletas fueron verificados por el secretario, quien confirmó que había cincuenta y nueve con cien votos y uno con menos de cien.

Cuando se llegaba a este punto, la costumbre había sido que el alcalde volviera a subir al estrado, pero esta vez el secretario consideró que sería más sencillo que le acercaran el micrófono. Paul Holbourn aceptó la innovación y habría sido algo muy inteligente si el cable hubiese sido lo bastante largo para llegar al sector acordonado. De todas maneras, el alcalde no tuvo que caminar tanto para hacer su anuncio. Sopló en el micro y en la sala se escuchó un sonido como el de un tren que entra en un túnel; el anciano esperó que sirviera para imponer un poco de orden en la sala.

– Damas y caballeros -comenzó con la mirada puesta en la hoja que le había dado el secretario-, cinco mil novecientos treinta y cuatro dignos ciudadanos de Madison han participado en estas elecciones, que, según me informan, corresponde al cincuenta y cuatro por ciento del electorado y supera en uno por ciento la participación de los anteriores comicios.

– Ese uno por ciento quizá nos dé la ventaja que necesitamos -susurró Tom al oído de Nat.

– Por lo general, los aumentos en la participación siempre benefician a los demócratas -le recordó Nat.

– No cuando el promedio de edad del electorado es de sesenta y tres años -replicó Tom.

– Nuestra próxima tarea -continuó el alcalde- será separar los votos de ambos partidos antes de comenzar el recuento.

Nadie se sorprendió de que esa tarea llevara todavía más tiempo que la primera, dado que el alcalde y sus funcionarios tuvieron que atender mil y una reclamaciones. Por fin se acabó con el trámite y llegó el momento de contar los votos. Los fajos de diez pasaron a ser de cien antes de ser dispuestos ordenadamente como soldados en un desfile.

A Nat le hubiese gustado dar una vuelta por el salón y seguir todo el proceso, pero estaba abarrotado hasta tal extremo que se tuvo que conformar con los informes de su gente junto a las mesas. Tom decidió abrirse camino como fuera y llegó a la conclusión de que si bien Nat parecía ir en cabeza, no podía estar seguro de que superara los ciento dieciocho votos de ventaja que le llevaba Fletcher tras el escrutinio de la noche pasada.

Transcurrió otra hora antes de que se acabara el recuento y los dos montones de papeletas estaban uno delante del otro. El alcalde invitó a los candidatos a que se reunieran con él junto a la mesa. Luego explicó que había dieciséis votos anulados por los funcionarios y, por consiguiente, quería consultar con ellos antes de decidir si alguno se podía considerar válido.

Nadie podía acusar al alcalde de no creer en un gobierno abierto, porque los dieciséis votos se exhibían a la vista de todos. Ocho no tenían marca alguna y ambos candidatos acordaron que no eran válidos. También descartaron sin vacilar uno que decía: «A Cartwright lo tendrían que haber ejecutado en la silla eléctrica», y otro con la frase: «Ningún abogado está capacitado para ejercer un cargo público». Los seis restantes llevaban marcas que no eran cruces junto a los nombres de uno u otro de los candidatos, pero como estaban repartidos por partes iguales, el alcalde propuso que se dieran por buenos. Jimmy y Tom verificaron los seis votos y consideraron que la propuesta del alcalde era válida.

A la vista de que el inciso no había dado ventaja a ninguno de los dos candidatos, el alcalde dio la autorización para que comenzara el recuento. Una vez más se dispusieron los fajos de papeletas de un centenar delante de los funcionarios y Nat y Fletcher intentaron calcular desde lejos si llevaban o no la ventaja suficiente para cambiar la cabecera de su correspondencia durante los siguientes cuatro años.

Cuando acabó el recuento, el secretario le pasó al alcalde la hoja con los resultados. No fue necesario que pidiera silencio porque todo el mundo estaba atento. El alcalde, sin pensar ya en cualquier intento de subir al estrado, anunció sencillamente que los republicanos habían ganado por 3.019 votos contra 2.905. Luego estrechó las manos de los candidatos, con la sensación de que había acabado con su cometido, mientras todos los demás intentaban deducir el significado de esas cifras.

En cuestión de segundos, varios de los partidarios de Fletcher comenzaron a dar vivas en cuanto comprendieron que, si bien habían perdido en Madison por 114 votos, habían ganado el cómputo total del estado por cuatro votos. El alcalde ya iba camino de su despacho, dispuesto a disfrutar de una opípara comida, cuando Tom lo alcanzó. Russell le explicó la verdadera importancia del resultado local y añadió que, en nombre de su candidato, solicitaba un segundo recuento. Holbourn volvió a desandar el camino hecho a paso lento y entró en la sala, donde fue recibido con un sonoro coro que gritaba «¡Recuento! ¡Recuento! ¡Recuento!», y, sin consultar con sus funcionarios, anunció que esa siempre había sido su intención.

Varios de los que habían hecho el primer recuento y que ya habían recogido sus cosas, volvieron a ocupar sus asientos sin más demora. Fletcher escuchó atentamente las palabras que Jimmy le susurraba al oído. Lo pensó durante unos momentos y luego respondió que no con tono decidido.

Jimmy le había señalado al candidato que el alcalde no tenía autoridad para ordenar un nuevo recuento, dado que era Fletcher quien había perdido las elecciones en Madison y únicamente el candidato perdedor podía solicitar otro recuento. El Washington Post manifestó en un comentario publicado a la mañana siguiente que el alcalde también había excedido sus atribuciones en otro punto y era que Nat había superado a su rival por más del uno por ciento y, por tanto, el recuento era innecesario. Sin embargo, el columnista aceptaba que rechazar la propuesta del nuevo recuento hubiese provocado una revuelta, por no mencionar las interminables disputas legales, que no hubiesen estado en consonancia con la manera como ambos candidatos habían realizado sus campañas.

Una vez más, se contaron los fajos, antes de verificarlos. Esto dio como consecuencia el descubrimiento de que tres fajos tenían ciento un votos, mientras que otro solo tenía noventa y ocho. El secretario no confirmó este resultado hasta que estuvo seguro de que las sumas realizadas con las máquinas y manualmente coincidían. Luego le entregó al alcalde el papel con los nuevos resultados para que los leyera.

El alcalde leyó el resultado del nuevo recuento, que era de 3.021 votos para Cartwright y 2.905 para Fletcher, cosa que acortaba la diferencia en el cómputo general del estado a dos votos.

Tom solicitó inmediatamente un tercer recuento, aunque sabía que ya no tenía derecho para pedirlo. Pero lo hizo pensando que, dada la mínima diferencia de la mayoría de Fletcher, el alcalde se lo concedería. Cruzó los dedos mientras el secretario consultaba al alcalde, quien se limitó a asentir después de escucharlo y se acercó al micrófono.

– Autorizaré un tercer recuento -anunció-, pero si los demócratas mantienen la mayoría por tercera vez, por mínima que sea, declararé a Fletcher Davenport como nuevo gobernador del estado de Connecticut.

Esta declaración fue recibida con grandes aclamaciones de los partidarios de Fletcher y un gesto de asentimiento de Nat mientras se ponía en marcha el nuevo recuento.

Cuarenta minutos más tarde, se confirmó que todos los fajos eran correctos y pareció que la batalla se había acabado, hasta que alguien advirtió que uno de los observadores de Nat mantenía levantada la mano. El alcalde se acercó con el secretario pegado a sus talones y preguntó cuál era el problema. El observador señaló uno de los fajos de cien papeletas en el lado de Davenport y afirmó que uno de los votos le correspondía a Cartwright.

– Bien, solo hay una manera de averiguarlo -opinó el alcalde y comenzó a pasar las papeletas, mientras la multitud coreaba: «Uno, dos, tres…».

Nat se sentía muy incómodo ante la situación y le susurró a Su Ling:

– Esperemos que tenga razón.

– Veintisiete, veintiocho… -Fletcher no dijo nada cuando Jimmy se unió a los que contaban en voz alta.

– Treinta y nueve, cuarenta, cuarenta y uno…

De pronto se hizo un silencio absoluto; el observador no se había equivocado, porque la papeleta cuarenta y dos tenía marcada una cruz junto al nombre de Cartwright. El alcalde, el secretario, Tom y Jimmy verificaron la papeleta en cuestión y aceptaron que se había cometido un error y que, en consecuencia, el resultado total arrojaba un empate. Tom se sorprendió al escuchar el comentario de Nat.

– Me pregunto a quién habrá votado el doctor Renwick.

– Creo que se habrá abstenido -susurró Tom.

El alcalde parecía agotado y estuvo de acuerdo con su secretario de que habría un receso, para que los funcionarios se tomaran un descanso y comieran algo antes de iniciar el siguiente recuento a las dos. El viejo político invitó a comer a Fletcher y Nat, pero ambos declinaron cordialmente la invitación, porque no tenían la intención de abandonar la sala o separarse más de un par de metros del lugar donde estaban los votos.

– ¿Qué pasará si continúa siendo un empate? -escuchó Nat que el alcalde le preguntaba al secretario mientras caminaban hacia la salida.

Como no oyó la respuesta, le hizo a Tom la misma pregunta. Su jefe de campaña ya estaba muy ocupado en consultar el Reglamento de las elecciones en el estado de Connecticut.

Su Ling sí que abandonó la sala y caminó lentamente por el pasillo, unos pocos pasos atrás del grupo del alcalde. Cuando vio una puerta de roble donde estaba escrito biblioteca en letras doradas, se detuvo. Agradeció encontrar la puerta abierta y entró sin demora. Se sentó en una de las cómodas butacas junto a una estantería e intentó relajarse por primera vez en el día.

– Tú también -dijo una voz.

Su Ling abrió los ojos y vio a Annie sentada en el otro extremo. Le sonrió.

– Tenía que elegir entre pasar otra hora en la sala o…

– … comer con el alcalde y escuchar más epístolas de san Pablo sobre las virtudes de Madison.

Ambas se echaron a reír.

– Solo lamento que no se decidiera todo anoche -comentó Su Ling-. Ahora uno de los dos se pasará el resto de su vida preguntándose si tendría que haber visitado un centro comercial más…

– No creo que se les escapara ninguno -dijo Annie.

– O escuela, hospital, fábrica o estación ferroviaria, tanto da.

– Tendrían que haber acordado gobernar seis meses cada uno y al cabo del año dejar que los votantes decidieran a quién de los dos querían para el resto del mandato -opinó Annie.

– No creo que eso hubiese resuelto el problema.

– ¿Por qué no? -quiso saber Annie.

– Tengo la sensación de que esta es la primera de las muchas competiciones entre ellos que no demostrará nada hasta la prueba final.

– Quizá el problema para los votantes es que son hasta tal punto parecidos que resulta imposible elegir a uno de los dos -apuntó Annie, que miró a Su Ling atentamente.

– Tal vez sea que no hay tirantez entre ellos -replicó Su Ling, que le sostuvo la mirada.

– Sí, mi madre a menudo comenta lo parecidos que son cada vez que aparecen en la tele y la coincidencia del grupo sanguíneo solo recalca la sensación.

– Como matemática que soy, no creo en tantas coincidencias -declaró Su Ling.

– Es interesante que lo digas -manifestó Annie-, porque cada vez que saco el tema, Fletcher sencillamente se cierra como una ostra.

– Pues Nat es una tumba.

– Sospecho que si uniéramos nuestros conocimientos…

– Solo viviríamos para lamentarlo.

– ¿A qué te refieres? -le preguntó Annie.

– Que si esos dos han decidido no hablar del tema, ni siquiera con nosotras, es porque tienen un muy buen motivo.

– Por tanto, crees que nosotras también debemos callarnos.

Su Ling asintió.

– Sobre todo después de lo que ha tenido que soportar mi madre.

– Por no hablar de lo que tendría que soportar mi suegra -opinó Annie.

Su Ling sonrió al tiempo que se levantaba de la butaca. Miró directamente a su cuñada.

– No nos queda más que rogar que no compitan por la presidencia de la nación, porque entonces todo esto saldría a la luz.

Annie asintió con un gesto.

– Yo saldré primera -dijo Su Ling-, así nadie sabrá nunca que esta conversación tuvo lugar.

– ¿Has conseguido comer algo? -preguntó Nat.

Su Ling no tuvo que responderle porque su marido se distrajo al ver que se acercaba el alcalde con un papel en la mano. Parecía mucho más tranquilo que cuando se había marchado a su despacho. En cuanto se situó junto a la mesa, dio la orden para que comenzara el nuevo recuento. La satisfacción reflejada en el rostro del anciano no era el resultado de una opípara comida o de algún vino excelente; en realidad, el alcalde se había saltado la comida y había dedicado la hora del receso a llamar al Departamento de Justicia en Washington para pedir el asesoramiento del fiscal general sobre cómo debían proceder en el caso de mantenerse el empate.

Los funcionarios encargados del recuento fueron, como siempre, absolutamente meticulosos y al cabo de cuarenta y nueve minutos presentaron el mismo resultado. Un empate.

El alcalde releyó el fax del fiscal general y, para la incredulidad de todos, dispuso que se efectuara un nuevo recuento, que, treinta y cuatro minutos más tarde, confirmó el empate.

Una vez que el secretario informó debidamente a su jefe, el alcalde se dirigió al estrado, después de pedir a ambos candidatos que lo acompañaran. Fletcher se encogió de hombros cuando su mirada se cruzó con la de Nat. Tal era la ansiedad de los espectadores por saber qué se había decidido que se apartaron rápidamente para ceder el paso a los tres hombres, como si Moisés hubiese metido su vara en las aguas de Madison.

El alcalde subió al estrado con los dos candidatos. Cuando se detuvo en el centro, los candidatos se pusieron uno a cada lado: Fletcher a su izquierda y Nat a la derecha, como correspondía a sus respectivos idearios políticos. Holbourn tuvo que esperar unos momentos a que devolvieran el micrófono a la posición original antes de poder dirigirse a la audiencia, que no había disminuido a pesar de los considerables retrasos.

– Damas y caballeros, durante la pausa de la comida, aproveché la oportunidad para llamar al Departamento de Justicia en Washington y pedir su asesoramiento sobre el procedimiento en el caso de un empate. -Este anuncio tuvo como resultado que reinara un silencio que no se había conseguido desde que el salón abriera las puertas a las nueve de la mañana-. Con ese fin, tengo aquí un fax firmado por el fiscal general donde confirma el procedimiento legal que ahora corresponde realizar.

Alguien tosió y en el silencio que reinaba en la sala sonó como si el Vesubio hubiese entrado en erupción. El alcalde esperó un momento antes de leer el texto del fiscal.

– Si en unas elecciones a gobernador, cualquiera de los candidatos gana el recuento tres veces seguidas, dicho candidato será proclamado ganador, por pequeña que sea la diferencia. Pero si el resultado final continúa siendo un empate después del tercer recuento, entonces el resultado se decidirá… -el alcalde volvió a callarse unos instantes y esta vez nadie tosió-… arrojando una moneda.

Todos comenzaron a hablar al mismo tiempo, mientras intentaban comprender el significado del dictamen y pasaron unos minutos antes de que el alcalde pudiera continuar.

Esperó a que el silencio fuera completo y entonces sacó un dólar de plata del bolsillo del chaleco. Apoyó la moneda sobre la uña del pulgar antes de mirar a los candidatos como si esperase su aprobación. Ambos asintieron.

Uno de ellos gritó: «¡Cara!», pero él siempre pedía cara.

El alcalde hizo una leve inclinación antes de lanzar la moneda al aire. Todas las miradas siguieron su trayectoria ascendente y la rápida caída, antes de golpear en el suelo del estrado junto a los pies de Holbourn. Los tres hombres miraron el rostro del presidente en la moneda, que les devolvió la mirada impertérrito.

El alcalde recogió la moneda y se giró para mirar a los dos candidatos. Le sonrió al hombre que ahora tenía a su derecha.

– Permítame que sea yo el primero en felicitarle, gobernador.

Jeffrey Archer

***