A la muerte de su esposo en duelo con François de Beaufort, Sylvie, duquesa de Fontsomme, jura no volver a ver nunca a éste y se retira a las propiedades de su familia a criar a su hija 1tilarie y al pequeño Philippe, el secreto de cuyo nacimiento guarda celosamente. Entre los amigos que la visitan está Nicolas Fouquet, que se ha convertido en superintendente de las Finanzas del reino.Es entonces cuando el joven rey Luis XIV, que no olvida, ordena a Sylvie que se incorpore a la corte en Saint-Jean-de-Luz: va a casarse con la infanta Marie-Thérése y ella debe formar parte de las damas de la nueva reina. Durante las fiestas de celebración de la boda tiene la oportunidad de sacar de una situación comprometida a un mosquetero enamorado pero pobre, y ello le vale la amistad de D`Artagnan.. .De nuevo en París, no puede evitar a Beaufort, que parece haber recuperado el favor real, y que también ha trabado amistad con el superintendente. La ayuda de ambos resultará inestimable al sobrevenir un peligro que amenaza la vida del pequeño Philippe. Para colmo, Fouquet cae en desgracia, y el vengativo ministro Colbert se dedica a perseguir a los amigos del vencido.El peso de los secretos de Estado se hace sentir de nuevo. ¿Guardará el último de ellos una esperanza de felicidad para Sylvie?

Juliette Benzoni

El prisionero enmascarado

ÍNDICE

PRIMERA PARTE

1. Las viudas

2. El chocolate del mariscal de Gramont

3. Un regalo para la reina

4. La amenaza

5. La fiesta mortal

6. François

SEGUNDA PARTE

7. Un extraño nacimiento

8. Marie

9. Desgracia

10. La gran expedición

TERCERA PARTE

11. Un verdadero amigo

12. Lo que pasó en Candía

13. Una fortaleza en los Alpes

14. Los amantes del fin del mundo

Epílogo

NOTAS

Sobre la Autora y su obra

Secreto de Estado III

Entre nosotros, el secreto está encerrado

con fuertes cadenas cuya llave está perdida, y

en una casa tapiada.

Las mil y una noches

PRIMERA PARTE

La infanta

1. Las viudas

«Es nuestro placer y nuestra voluntad que la señora duquesa de Fontsomme, nuestra amiga, sea agregada a la persona de nuestra futura esposa, la infanta María Teresa, como dama de palacio y como eventual sustituía de la señora duquesa de Béthune, dama de compañía. La señora duquesa de Fontsomme se reunirá con la corte en Saint-Jean-de-Luz a finales del mes de mayo para asistir allí a las fiestas de nuestra boda. Luis, por la gracia de Dios…»

Sylvie dejó que el grueso papel con las armas reales se enrollara por sí mismo. El mensajero había ido a tomar un bocado y descansar después del largo camino recorrido, porque el joven rey Luis XIV, la reina madre Ana de Austria y la corte se encontraban entonces, desde hacía varios meses, en Aix-en-Provence. Su sorpresa había sido enorme, y también su emoción. El enviado era un mosquetero -un gentilhombre, por tanto-, no un simple correo, y ese detalle daba mayor peso todavía a aquellas dos palabras, «nuestra amiga», trazadas por la pluma real. Aquella atención del joven soberano, al que había visto muy poco en los últimos años, corregía el tono seco de la orden. Porque era más que una invitación. No era concebible una respuesta distinta a la obediencia.

Pensativa, Sylvie se dispuso a reunirse con sus invitados en uno de los nuevos salones del castillo ancestral que había acabado de reconstruir hacía dieciocho meses. La duquesa se había consagrado a aquella tarea, sabedora de la importancia que tenía para su marido, desde el momento mismo en que se dio cuenta de la pesada carga que había recaído sobre ella. Gracias a Dios, ya estaba hecho, y tenía que admitir que le había gustado ver elevarse, al borde de un estanque un tanto melancólico, la elegante mansión de ladrillos rojos y piedras de un suave color cremoso que el lápiz mágico de los hermanos Le Vau había dibujado en armonía con los verdes profundos y los cielos cambiantes del viejo Vermandois. Los vestigios conservados, y remozados de la antigua fortaleza dormitaban a poca distancia, junto a la capilla donde reposaban los antepasados Fontsomme y en la que Jean, el esposo de Sylvie, dormía su último sueño.

La construcción, carente de la excesiva suntuosidad del extraordinario palacio campestre de Nicolas Fouquet, uno de los mejores amigos de la familia, poseía en cambio líneas puras, materiales nobles y sobre todo mucha, mucha luz en las grandes estancias de dorados apagados, pinturas delicadas y tapices sedosos. El conjunto revelaba un gusto exquisito, digno en todos los aspectos tanto de sus dueños en el pasado como de los del futuro.

Precisamente quien encarnaba ese futuro corría hacia ella en camisón y con los pies descalzos para lanzarse a sus faldas con tanto ímpetu que hubo de abrazarse a ellas para no caer.

— ¡Mamá, mamá! Era un mosquetero el que acaba de marcharse, ¿verdad? ¿Qué venía a hacer?

— ¡Philippe! -le riñó ella-. ¿Qué haces vestido de esa manera? ¡Tendrías que estar durmiendo desde hace rato!

— ¡Ya lo sé! Y el abate ha hecho todo lo que ha podido, porque me ha dado a leer ese libro enorme de Quinto Curcio, ¡tan aburrido! Pero no podía dormirme y he oído el galope del caballo…

— ¿Y te has levantado y has visto a un mosquetero? Eso demuestra que tienes buena vista, porque estaba cubierto de polvo. ¡Muy bien, ahora vuelve a acostarte!

Sin soltar a su madre, levantó hacia ella una mirada mimosa:

— ¡Oh, mamá, sabes muy bien que no podré dormirme nunca si no me cuentas nada! ¡No es culpa mía si soy tan curioso!

— No. Será entonces la mía -suspiró Sylvie, que no había olvidado el interés apasionado que sentía en su infancia por todo lo que le rodeaba-. ¡Vaya pues! -añadió al fin-. ¡Lee y vuelve a la cama!

Pero si había creído calmar al pequeño, se equivocaba. De inmediato éste se lanzó, con un entusiasmo desbordante, a improvisar un paso de baile que acabó con una gran reverencia.

— ¡Magnífico! ¡El rey, la corte, las fiestas…! ¡Recibid mis humildes parabienes, señora duquesa! ¡Vamos a ver mundo!

— Tú no vas a ver nada en absoluto, jovencito, más que el paisaje de todos los días y el colegio de Clermont en que ingresarás en cuanto empiece el curso.

El ardor de Philippe se apagó como la llama de una vela en una corriente de aire. Con cara de enfado, los ojos bajos y el entrecejo fruncido, preguntó:

— ¿No vamos contigo?

Estaba tan gracioso que Sylvie se echó a reír.

— ¡Claro que no! Muy pocas personas son invitadas a la boda del rey, y asistir supone un gran privilegio. Sería imposible presentarse con toda la parentela.

— Yo no soy tu parentela, soy tu hijo, como Marie es tu hija. Es bastante distinto, me parece.

Sylvie se arrodilló para abrazar aquel cuerpecillo reacio.

— ¡Tienes toda la razón, corazón mío! Sois mis hijos queridos, y lo sabéis… Pero Marie se quedará en la Visitation hasta las vacaciones, y tú irás a esperarme a Conflans con el abate de Résigny.

— ¿Y con Monsieur de Raguenel?

— No. Quiero que me acompañe. No querrás que tu madre atraviese toda Francia, por así decirlo, sola… Pero si eres bueno, podrás venir a ver la entrada en París del rey y la nueva reina. ¿Te parece bien?

Le parecía bien, pero por nada del mundo iba a rendirse tan pronto, de modo que se dejó abrazar sin devolver el beso, antes de declarar en tono puntilloso:

— Sí… creo que me parecerá bien.

Luego, bruscamente, echó los brazos al cuello de su madre, plantó en su mejilla un beso enorme y desapareció a la carrera.

Sylvie vio como la menuda silueta blanca desaparecía tras la puerta del vestíbulo. Adoraba a aquel hijo de su remordimiento y de su pecado tanto como a su bonita Marie, confiada desde hacía un año a las Damas de la Visitation para completar una educación de la que se habían encargado, a lo largo de doce años, tres gobernantas después de que la fiel Jeannette se declarara desbordada. Sólo Dios sabe, sin embargo, lo que llegó a sufrir la joven duquesa de Fontsomme cuando advirtió que el corto momento de locura y divina felicidad vivido en brazos de François iba a dar fruto. Del mismo François que acababa de matar en duelo a Jean de Fontsomme, el esposo tiernamente amado por Sylvie…

Todavía se estremecía de horror al recordar los meses que siguieron a la muerte de Jean. Primero se sintió abrumada por la pena y por un terrible sentimiento de culpabilidad. Luego llegó la vergüenza, al descubrir que estaba encinta. En ese momento había creído volverse loca. Sin la atenta vigilancia de su padrino, que no se separó de ella desde el momento en que supo el drama de Conflans, tal vez habría atentado contra su vida o contra la de un hijo que no quería. Pero con la ayuda de la maríscala de Schomberg, a la que pidió auxilio, Perceval de Raguenel consiguió que la joven superara la crisis y atendiera a razones. Entre los dos la sostuvieron, pero fue la ex Marie de Hautefort quien encontró las palabras más convincentes, por ser las más brutales:

— Si no queréis ese hijo dádmelo a mí, que nunca los tendré. ¡Pero no lo matéis! ¡No tenéis derecho a hacerlo!

— ¿Pero sí tendré el de criar bajo un nombre ilustre, al que no tiene ningún derecho, al hijo de mi amante?

— ¿Vuestro amante? ¿Por unos minutos de abandono, y cuando habéis amado a ese hombre desde vuestra infancia? La palabra me parece excesiva. Mirad las cosas desde otro punto de vista. Supongamos que ese infortunado duelo (¡otro nombre impropio, puesto que vuestra casa estaba siendo atacada!), que ese infortunado duelo nunca tuvo lugar. De todos modos estaríais embarazada. ¿Y qué diríais al esposo al que no habíais visto desde hacía varios meses?

— ¿Creéis que no lo he pensado? -dijo Sylvie apartando la vista.

— ¿Habríais confesado, o habríais… colado ese fruto incómodo?

— No. Habría confesado aun a riesgo de perderlo todo, porque creo que ese pequeño bastardo me habría sido infinitamente precioso. ¡Resolved como podáis mis contradicciones!

— ¿Habríais aceptado con gusto el castigo que creéis merecer? ¡Dejad las modas jansenistas para los señores de Port-Royal y pisad de nuevo el suelo! ¿Habéis olvidado las últimas palabras de Jean?

— ¿Olvidarlas? ¡Oh, no! Dijo… que iba a amarme en otro lugar.

— Luego ya había perdonado. Y más lo habrá hecho en el lugar donde está; y creo que su alma sufriría al veros cometer un crimen. Podéis estar segura de que prefiere con mucho que el niño nazca y viva con su nombre.

— ¿Incluso si es varón?

— ¡Con mayor razón! Su nombre continuará, y tal vez crecerá incluso con el aporte de la sangre de san Luis. ¡No seáis más remilgada que la reina!

Muy conmovida tenía que estar Marie para recordar de ese modo el temible secreto que compartía con Sylvie desde hacía tantos años. Por lo demás, no se extendieron sobre el tema. Sylvie reflexionaba.

— Entonces -se impacientó Marie-, ¿vais a darme ese hijo?

— ¿Lo decís en serio?

— Totalmente. No es un tema con el que me guste bromear. Yo me encargaré de convencer a mi esposo…

— ¡En ese caso, perdonadme! -concluyó Sylvie, corrió a abrazar a su amiga-. Creo que me lo quedaré.

— Y haréis bien.

Perceval dio su calurosa aprobación. Después de todo, muy pocas personas podían poner en duda la paternidad de Fontsomme. Aparte de Marie y de él mismo, a quienes lo había confesado Sylvie; de Pierre de Ganseville, el escudero de François, y de los ancianos esposos Martin, guardas de la finca de Conflans y enteramente fieles, únicamente el príncipe de Condé y su lengua viperina habrían podido resultar inquietantes, pero Monsieur le Prince había partido para Chantilly cuando Corentin Bellec se presentó en el campamento de Saint-Maur en busca de Fontsomme para que acudiera en auxilio de su mansión y de su mujer en peligro. En cuanto a quienes fueron testigos del duelo, se trataba en su mayor parte de mercenarios croatas que desconocían la lengua francesa. Aquello hizo confiar a Perceval por unos momentos en la posibilidad de hacer creer que Jean de Fontsomme había luchado con un saqueador desconocido al que había visto salir de su casa; pero también se encontraban allí dos o tres oficiales que conocían bien a Beaufort, y que por lo demás no habían visto nada fuera de lo común en el hecho de que dos gentileshombres que luchaban en bandos enfrentados cruzaran sus espadas. Fue preciso, por consiguiente, reconocer la responsabilidad del Rey de Les Halles, pero nadie había podido imaginar el motivo real del duelo. Nueve meses más tarde, la joven viuda daba a luz un hijo varón al que amó con todo su corazón desde el momento mismo en que lo colocaron entre sus brazos. Y por más que hubiera decidido vivir su luto alejada de la corte -lo que era muy comprensible por tratarse de un matrimonio tan unido-, el rey hizo saber que él mismo iba a ser el padrino, y que su madre, la reina Ana de Austria, sería la madrina. Ese día, además del nombre real obligado por el protocolo, el bebé recibió el de Philippe, que había sido el de su abuelo el mariscal de Fontsomme. Sylvie no se atrevió a bautizarlo con el nombre de Jean, y dio como explicación que su esposo lo habría preferido así.

El bautizo tuvo lugar en el Palais-Royal, y fue la última manifestación de la corte en que tomó parte Sylvie.

Decidida a vivir apartada en adelante para dedicarse a sus hijos y a los vasallos del ducado, cerró su hôtel de la Rue Quincampoix y repartió su tiempo entre el castillo próximo a las fuentes del Somme y la finca de Conflans. Allí vivió las últimas convulsiones delirantes de una Fronda enloquecida: el enemigo de ayer se convertía en el amigo de mañana, y los príncipes se mataban entre ellos y arrastraban en su estela a una u otra fracción de un pueblo desorientado y cada vez más incapaz de reconocerse en alguno de los bandos en lucha.

El único gran acontecimiento en que apareció fue la coronación del joven rey. Aquel día -7 de junio de 1654-, viajó a Reims a fin de prestar, en la catedral iluminada, homenaje solemne en nombre de un pequeño duque de Fontsomme de apenas cinco años… El recibimiento de Luis XIV la conmovió profundamente:

— ¿No es un poco cruel, señora duquesa, huir de ese modo de quienes os aman?

— Únicamente huyo del ruido, Sire. Y ahora que los disturbios han terminado, el ruido y la alegría han de acompañar el alba de un gran reinado, en una corte llena de juventud…

— ¿A quién queréis hacer creer que sois vieja? No a vuestro espejo, supongo. ¿De modo que tendré que renunciar a teneros a mi lado?

— ¡No, Sire! El día en que Vuestra Majestad me necesite, siempre estaré dispuesta a responder a su llamada. Pero pienso -añadió al tiempo que se inclinaba en una profunda reverencia de corte- que ese día aún no ha llegado…

— Puede que tengáis razón, porque todavía no soy de verdad el dueño de la situación. Pero llegará, podéis estar segura…

«Se diría que ha llegado», pensó ella, al recoger la orden real que Philippe había dejado caer al suelo.

Lo cierto es que no estaba segura de sus sentimientos. Es verdad que se sentía halagada, y también contenta de la fidelidad que mostraba un joven príncipe rodeado de aduladores a los afectos de su infancia; pero junto a todo eso se insinuaba un temor: el de encontrarse de nuevo frente a François de Beaufort, causa inicial de su búsqueda apasionada de la soledad…

¿No le había gritado que nunca volvería a verle en la vida, cuando se dejó caer sobre el cuerpo malherido de su esposo? Ese temor no lo sintió en el momento de la coronación; Beaufort expiaba sus locuras de la Fronda con el exilio en sus posesiones de Vendôme, y no había peligro de que ella se tropezara con él. Muy otra cosa sería la boda, porque el rebelde se había sometido y el rey había vuelto a concederle su favor, aunque con bastantes reticencias. ¿Iría a Saint-Jean-de-Luz, como lo autorizaba su rango de príncipe de sangre, aunque fuera en línea bastarda? ¿Se atrevería a afrontar el desdoro de ver fruncirse un entrecejo real? Era imposible responder esa pregunta. ¿Quién podía decir si, en el tiempo transcurrido, el atractivo de aquel demonio de hombre no habría conseguido que se desvanecieran los viejos prejuicios en su contra?

En cualquier caso, nada podía cambiar el hecho de que temía el instante en que sus ojos volvieran a verle. No era fácil moverse en la corte con los ojos cerrados. Más pronto o más tarde, los amantes de una hora volverían a encontrarse frente a frente, pero, gracias a Dios, Sylvie tenía tiempo para prepararse y conseguir no recaer bajo el poder del antiguo amor, cuyas brasas sabía muy bien que tan sólo se hallaban adormecidas bajo la ceniza del luto.

Atravesaba con lentitud el mayor de los salones cuando se escuchó una voz inquieta:

— No serán malas noticias, espero. Nos teníais inquietos.

Delgado, atractivo, elegante en sus ropas de terciopelo negro con las que contrastaban el gran cuello y las mangas de punto de Venecia, Nicolas Fouquet aparecía inscrito como un retrato de Van Dyck entre los filetes de oro del marco de la puerta. Con las manos tendidas, se adelantó rápidamente hacia su amiga, que le ofreció las suyas:

— ¡Tranquilizaos! Se trata más bien de una buena noticia, aunque contraria a mis proyectos: el rey quiere que forme parte del séquito de damas de la infanta, cuando sea nuestra reina. Debo reunirme con la corte en Saint-Jean-de-Luz…

El superintendente de las Finanzas llevó a sus labios las manos que tenía entre las suyas, con una exclamación de alegría:

— Es una magnífica noticia, mi querida Sylvie. ¡Por fin volvéis al lugar que os corresponde! ¡Ya basta de tener encerrada tanta gracia en el campo! Así os veré más a menudo…

— … Sin veros obligado, vos, siempre tan ocupado, a perder vuestro precioso tiempo por las carreteras. ¡Si supieseis cuánto aprecio esa prueba de amistad!

— En cambio, yo os veré menos -dijo Marie de Schomberg, acurrucada delante de la gran chimenea de mármol turquí. [1]

— ¿Por qué? Os quiero demasiado para sacrificar el placer de estar a vuestro lado por no sé qué vida de corte; por otra parte, depende únicamente de vos…

— ¡No sigáis, querida! Sabéis muy bien que, fuera de Nanteuil o de vuestra casa, el único lugar que soporto en París es mi querido convento de La Madeleine. Ya no siento ningún cariño por la reina Ana, apenas conozco al joven rey y siempre he aborrecido a Mazarino…

— Está muy enfermo y no durará mucho tiempo, por lo que dicen -observó Perceval de Raguenel, que jugueteaba distraído con una pieza del ajedrez que Fouquet había dejado abandonado.

— Eso no cambia en nada el horror que me inspira… sobre todo si realmente es el esposo de aquella a la que me consagré. En cuanto a la reina que va a venir, no podré quererla. Mi esposo se llevó la mayor parte de mi corazón, y sólo me queda de él lo justo para dedicarlo a mis pocos amigos. Además, la boda real está prevista para el seis o el siete de junio. Ese día hará exactamente cuatro años que Charles murió en mis brazos…

La voz se quebró. Conmovida hasta el punto de llorar, Sylvie se trató mentalmente de tonta, pero no cometió el error de precipitarse hacia Marie para abrazarla u ofrecerle unas palabras de consuelo que no servirían de nada: a Marie no le gustaba que nadie se interpusiera entre ella y su dolor. Únicamente Sylvie, tal vez, había podido medir lo profundo de la herida que desgarraba a la maríscala de Schomberg desde que su esposo apasionadamente amado, uno de los grandes militares del reinado de Luis XIII, había fallecido a los cincuenta y dos años, de resultas de numerosas heridas. Casi fuera de sí por la desesperación -si hubiera sido hindú se habría arrojado con gusto a las llamas de la pira fúnebre-, su viuda, una vez depositado el cuerpo en la iglesia de Nanteuil-le-Haudouin, fue a encerrarse en el convento de La Madeleine, cerca del pueblo de Charonne, y no salió de allí hasta pasados unos meses, para ir a su magnífico castillo, construido sobre unas ruinas de época feudal por Henri de Lenoncourt, y en el que Francisco I solía detenerse cuando se dirigía a Villers-Cotterêts. Allí quiso convertirse en la guardiana del esplendor y la gloria de los Schomberg; allí revivió las horas más bellas de una felicidad sin más nubes que las suscitadas por la pasión sombría del vencedor de Leucate y Tortosa hacia su radiante esposa. Pero ella vendió sin dudarlo al presidente d'Aligre la mansión parisina en la que Charles había vivido muy poco tiempo.

Muy pronto aquel instante de dolor pasó, dominado por la orgullosa mujer cuya belleza, a sus cerca de cuarenta y cuatro años, seguía radiante bajo los velos de un duelo riguroso que exaltaba por contraste la tez blanca y el cabello rubio. Se levantó para besar a su amiga y felicitarla:

— Me alegra que participéis en la aurora de un reinado. Sois demasiado joven para pertenecer por entero al antiguo.

— ¿Joven? ¡Voy a cumplir treinta y ocho años, Marie!

— ¡Sé lo que digo! Tenéis una tez perfecta, ni una sola arruga, y el talle de una muchacha…

— ¡Hay que pensar en los vestidos sin perder un momento! -interrumpió Fouquet-. Sé de quién os cortará unos admirables.

— ¡Ya asoma la nariz el rey del buen gusto! -bromeó Sylvie-. Querido amigo, sabéis muy bien que he jurado no volver a llevar ropa de color, y guardar luto el resto de mi vida.

— También Diana de Poitiers guardó el de su anciano marido el senescal de Normandía, y eso no le impidió ser la amante oficial de Enrique II hasta la muerte de éste. No en vano habéis crecido en el castillo de Anet. Debo añadir que no es una mala elección: pueden hacerse grandes cosas con el negro, el blanco, el gris y el violeta. ¡Dejadme a mí, y os prometo un éxito clamoroso!

— No es lo que busco. Sólo deseo estar… decorosa. El rey aprecia la elegancia, pero también la mesura.

— Estaréis encantadora… y sin ostentación. Pero tengo que volver a París de inmediato. Diré a mi gente que prepare el equipaje.

— ¿Cómo? ¿Tan pronto?

— No hay tiempo que perder. Todos los sastres de París se han puesto ya a trabajar. ¡Os veré de nuevo en Conflans!

— Pero…

— ¡Dejadlo! -intervino Perceval, hasta entonces en silencio-. ¡Le hace tan feliz ocuparse de vos! Admito que lleva un poco lejos su gusto por el lujo, pero es un amigo muy fiel.

En un instante el castillo, apaciblemente adormecido bajo el frescor húmedo y suave de una noche de abril, se revolucionó, porque Nicolas Fouquet se había convertido en un gran señor que generaba mucho ruido a su alrededor. Su brillante inteligencia, su generosidad, su fortuna asentada en el patrimonio familiar sumada a la de dos matrimonios sucesivos muy ricos, una especie de genio gracias al cual fructificaba todo lo que caía en sus manos, y también su fidelidad a la causa real durante la Fronda, se añadían al hecho de que había sabido salvar la fortuna de Mazarino; todo ello le valió convertirse en superintendente de las Finanzas de Francia, procurador general del Parlamento de París, y señor de Belle-Isle, que había comprado dos años antes a unos arruinados Gondi, además de varios otros lugares. Su castillo de Saint-Mandé, donde se complacía en reunir a artistas y poetas como invitados permanentes, era tal vez el más agradable de los alrededores de la capital, pero corría la voz de que aquel pequeño paraíso iba a verse eclipsado muy pronto por el que Fouquet se estaba haciendo construir en su vizcondado de Vaux, cerca de Melun: un verdadero palacio en el que se concentraba todo el saber de varios jóvenes genios descubiertos por Fouquet en materia de arquitectura, decoración, pintura, escultura, jardinería y todas las artes posibles e imaginables. Una mansión de ensueño que no dejaba de suscitar la envidia de algunas personas, empezando por la del otro hombre de confianza de Mazarino, un tal Colbert, procedente de una familia de mercaderes y banqueros de Reims, que tanto en lo físico como en lo moral era lo opuesto al superintendente: tan rígido, áspero, severo, pesado y sombrío como Fouquet era ágil, diplomático, elegante, refinado y seductor. No eran comparables más que en dos aspectos: la inteligencia y el hecho de que ambos eran adictos al trabajo. Entre los dos se había establecido un verdadero duelo, un combate con armas aún embotonadas que el cardenal atizaba discreta pero malignamente con el objeto de dominarlos mejor. El lema «Divide y vencerás» habría ido como anillo al dedo al astuto ministro, que después de amasar él mismo una fortuna excesiva, veía con malos ojos brillar en su cénit el astro del superintendente.

Perceval de Raguenel, muy amigo, como la propia Sylvie, de la familia de Fouquet, observaba con inquietud el lujo creciente desplegado por su joven amigo, pero se cuidaba de no hacer explícitos sus temores ante su ahijada. Aunque después de la muerte de su amigo Théophraste Renaudot, ocurrida siete años antes, estaba menos al tanto de los sucesos cotidianos de la capital y de la corte, había podido observar el comportamiento de Mazarino a través de la tormenta de la Fronda. Por lo demás, conservaba un círculo de amigos juiciosamente elegidos para poder satisfacer una curiosidad siempre despierta. Incluso había descubierto en sí mismo la pasión por la botánica y la medicina. Próximo ya a la sesentena, había adquirido una sabiduría y un conocimiento de las cosas humanas bastante excepcional, y estaba convencido de que llegaría un día en que Mazarino traicionaría a Fouquet.

El ministro era astuto, hábil, agudo diplomático y gran político, pero también ávido, codicioso, presumido y tanto más celoso por el hecho de advertir que la edad y sobre todo la enfermedad arruinaban poco a poco una capacidad de seducción que estaba a punto de convertirse en un mero recuerdo y le hacían ver que no le quedaba ya apenas tiempo para disfrutar la inmensa fortuna acumulada. Fouquet, joven, guapo, adorado por las mujeres, apreciado por los hombres y además muy rico, empezaba a hacer sombra a un hombre detestado por todos pero que seguía conservando en sus manos la llave del poder. La manera en que Mazarino impulsaba la carrera de aquel Colbert que había quitado a los Le Tellier era significativa…, pero Fouquet, seguro de sí mismo, no quería advertirlo. Sus armas, con una ardilla rampante y la ambiciosa divisa Quo non ascendet, brillaban al sol del éxito. Y Perceval había acabado por callar, consciente de que es en vano pretender luchar contra el destino.

Desde la muerte de Jean, había tomado a Sylvie a su cuidado y pasaba la mayor parte del tiempo a su lado, de modo que sólo durante cortos períodos volvía a su casa de la Rue des Tournelles, celosamente guardada por Nicole con la ayuda de Pierrot, que se había convertido en un mozo alto y fuerte. La rica biblioteca de los duques de Fontsomme le consolaba del hecho de pasar tanto tiempo lejos de la suya. Su ahijada y los niños, por los que sentía el cariño de un abuelo y que le trataban como a tal, tenían un valor muy superior a sus ojos. Además, al instalarse junto a Sylvie había posibilitado por fin la boda de Jeannette con Corentin, nombrado ahora intendente de las propiedades de la familia. El matrimonio no había tenido hijos, y el disgusto por ello se había convertido en una dedicación mayor a la joven Marie y al pequeño Philippe. Todos ellos -incluidos Marie de Schomberg y los Fouquet- formaban en torno a Sylvie un círculo de afecto vigilante que la preservaba de nuevos sinsabores de la vida. En ese refugio vino a abrir una brecha la orden real. Quedaba por ver qué clase de vientos penetrarían por ella.

Al día siguiente por la mañana, los invitados de Fontsomme se dispersaron. El mosquetero real, que se llamaba Benigne Dauvergne, Monsieur de Saint-Mars, volvió a tomar el camino de Aix; la mariscala de Schomberg, en lugar de volver a Nanteuil, marchó a La Flotte a visitar a su abuela enferma, en tanto que Sylvie y Perceval, dejando a un Philippe malhumorado al cuidado del abate de Résigny y Corentin Bellec, regresaron, la una a su casa de Conflans, junto al bosque de Vincennes, y el otro a su hôtel de la Rue des Tournelles, para preparar el viaje. Jeannette acompañaba a la duquesa.

— No estoy dispuesta -confió a su marido- a dejarla volver sin protección a una corte que no debe de valer mucho más que la de antes.

— No busques excusas. Estás encantada de poder ver de cerca las fiestas de la boda, y es muy natural -replicó él con una sonrisa.

— Es verdad… y además no me gusta que esté lejos de mí. Éramos ya hermanas de leche, pero desde el día en que el abominable Laffemas, ¡así arda en el infierno toda la eternidad!, asesinó a nuestras madres, estamos unidas por algo más.

— El afecto, supongo. Sé muy bien -suspiró Corentin- que no hay que hablar mal de los muertos, pero respiro con más gusto desde que desapareció ése.

— Sobre todo porque ha tenido la suerte que se merecía, después de todos los tormentos que disfrutaba haciendo pasar a la gente.

En efecto, un atardecer de invierno, cuando la Fronda vivía sus últimos meses, los servidores del que fue llamado en otra época Verdugo del Cardenal de Richelieu, se refugiaron espantados en la iglesia de Saint-Julien-le-Pauvre, diciendo que el diablo había venido a buscar a su amo y le hacía sufrir los tormentos de una horrible agonía después de encerrarse con él en su habitación. Algunos vecinos se unieron a ellos y todos pasaron la noche rezando sin que nadie se aventurase a ver qué pasaba exactamente. Por la mañana, cuando, formando ya un grupo nutrido, se arriesgaron a volver al lugar, el espectáculo que descubrieron era abominable: sobre la cama, manchada de sangre y flema, el cadáver desnudo y casi negro aparecía retorcido por los últimos espasmos de una agonía espantosa. El rostro deformado y los ojos desorbitados reflejaban un terror sin nombre. Además, un gran sello de lacre rojo con la letra omega impresa en medio de la frente, y el goteo de cera ardiendo por todo el cuerpo daban al cadáver un aspecto particularmente macabro. Nadie quiso tocarlo y fueron a buscar a los frailes de la Misericordia con cubos de agua bendita para proceder al entierro del antiguo teniente civil que había aterrorizado París y las provincias durante años. Todo el pueblo coincidió en que estaba ya Condenado envida. El mismo día, en el Pont-Neuf, a la hora de mayor afluencia de gente, un hombre vestido de negro con el rostro oculto por una máscara grotesca saltó a lo alto del pedestal de la estatua de Enrique IV y proclamó que él, el capitán Courage, había hecho justicia con el infame torturador de mujeres, y luego saltó el parapeto, se disparó un pistoletazo en la cabeza y cayó al Sena. Perceval de Raguenel y su amigo Théophraste Renaudot, el gacetista, se habían esforzado la noche siguiente en recuperar el cuerpo de aquel extraño personaje que había sido un amigo fiel, pero no lo consiguieron y se contentaron con dedicarle algunas misas.

Antes de dejar París, Sylvie hizo dos visitas: la primera al convento de la Rue Saint-Antoine, donde su hija acogió con más entusiasmo aún que Philippe el nombramiento de su madre en la corte de la nueva reina. Próxima ya a cumplir los catorce años, Marie soñaba con ver mundo, la corte y sobre todo al rey, del que buena parte de sus compañeras pensionistas estaban enamoradas. Desde hacía más de un año, aquellas señoritas seguían apasionadamente el romance surgido entre el joven rey y María Mancini, una de las sobrinas de Mazarino, que había vivido con una de sus hermanas en la Visitation, donde habían dejado un recuerdo imborrable por sus travesuras y su costumbre de vaciar los tinteros en las pilas de agua bendita de la capilla. La joven italiana se había convertido de golpe en la heroína del convento, y todas se disputaban las informaciones sobre la marcha de su aventura. Se sabía que el cardenal había exiliado a sus sobrinas en Brouage. Cada cual añadía nuevos detalles a la escena de la despedida, en la que María, furiosa y desesperada, había dicho a Luis XIV: «¿Vos sois rey y os limitáis a llorar cuando me voy?» Incluso se cruzaban apuestas sobre si el rey conseguiría recorrer todo el calvario que le aguardaba hasta la boda con la infanta, o bien, incapaz de resistir a su pasión, acabaría por imponer su voluntad de casarse con la que amaba.

El hecho de que su madre fuera invitada a Saint-Jean-de-Luz llenó de alegría a la adolescente:

— ¡Oh, mamá, prométeme que me escribirás todos los días! ¡Quiero saber absolutamente todo lo que va a pasar!

— ¿Qué quieres que pase de extraordinario? -sonrió Sylvie-. ¡Nuestro rey va a dar una reina a Francia, y eso es todo!

— Sí, ¿pero cuál? ¿La infanta o María Mancini? Muchas compañeras dicen que está demasiado enamorado para dejarse casar y que está harto de hacer la voluntad del viejo Mazarino. Adora a María.

— ¡Estáis locas y soñáis demasiado! El viejo Mazarino, como tú le llamas, ha jurado que se llevará él mismo a su sobrina a Roma si se obstina en querer casarse. Hay que comprender que ha empeñado las pocas fuerzas que le quedan en el tratado que pone fin a más de treinta años de guerra. Y la infanta es el remate de ese tratado. Si Luis XIV quiere seguir siendo rey, tiene que casarse con María Teresa. Y si no, ha de renunciar al trono en favor de su hermano.

— ¡Por Dios, qué severa eres, mamá! ¿No debe pasar el amor por delante de todas las consideraciones políticas?

— ¡No cuando se es rey de Francia! Por otra parte, prometo que te escribiré a menudo…

— ¿Todos los días?

— Haré lo que pueda…

— Gracias, eres un ángel. Y a propósito, ¿cuándo piensas sacarme de aquí? ¡Tengo catorce años, y mi madrina era doncella de honor a los doce! Y además…

— Y además tienes prisa porque te vean en sitios distintos de un locutorio… ¡La vanidad es un pecado!

— No soy vanidosa… y tampoco hipócrita. ¡Y sé muy bien que no soy fea!

Sylvie dejó escapar un suspiro. ¿Fea? Su pequeña Marie era sencillamente encantadora, con sus grandes ojos azules y su magnífico cabello rubio del color del lino. Había encontrado la manera de parecerse a la vez a su padre y su madre, y el resultado era a un tiempo intrigante y delicioso. Lo que no dejaba de inquietar a Sylvie, convencida de que su hija atraería a muchos codiciosos desde el momento en que la presentara en la corte. Por eso había fijado a los quince años el debut mundano de Marie. De todas maneras, con su carácter impetuoso y a menudo imprevisible, sería imposible tenerla escondida mucho más tiempo.

Su segunda visita fue al hôtel de Vendôme. Sentía por la duquesa y por Elisabeth de Nemours, su hija, un profundo cariño; de modo que, una vez vencida por fin la Fronda, no había dejado de frecuentar con total tranquilidad de espíritu la gran mansión del faubourg Saint-Honoré. Y eso por la mejor de las razones: estaba segura de no encontrar nunca allí a François.

Después de las locuras de una guerra civil de la que era en parte responsable, el que había sido llamado Rey de Les Halles fue enviado al exilio en los castillos familiares de Anet o de Chenonceau. Un exilio bastante agradable, que vivió a menudo en compañía de Monsieur -Gaston d'Orleans, el peligroso hermano del difunto rey Luis XIII- y sobre todo de su hija, la impetuosa Mademoiselle, que en el último combate de la Fronda había ordenado con tanta audacia disparar los cañones de la Bastilla contra las tropas reales. Los dos se entendían de maravilla. Por otra parte, las excelentes relaciones existentes desde siempre entre Beaufort y su padre, el duque César de Vendôme, y su hermano Louis de Mercoeur, se habían roto el día de 1651 en que Louis, con la bendición de su padre, se había casado con Laura Mancini, la mayor de las sobrinas de Mazarino. El hecho de que fuera un matrimonio por amor no impedía que el rebelde lo considerara una traición y una mésalliance (un casamiento con una persona de linaje inferior).

Más tarde, un drama más oscuro le apartó un poco más de su familia: el 30 de julio de 1652, Beaufort mató en duelo al marido de Elisabeth, Charles-Amédée de Saboya, duque de Nemours. El motivo había sido insignificante y la culpa había recaído enteramente en Nemours, que no había podido soportar que su cuñado fuera nombrado gobernador de París durante los últimos estertores de la Fronda. El joven provocó de todas las maneras posibles a Beaufort, llegó a tratarle de bastardo y cobarde y a exigir que el duelo fuera a muerte y a pistola, mucho más peligrosa que la espada, porque una reciente herida en la mano le dificultaba el manejo del acero. El encuentro tuvo lugar a las siete de la tarde, en el mercado de caballos situado detrás de los jardines, y ocho testigos se alinearon al lado de los dos adversarios. [2] La bala de Nemours únicamente rozó a Beaufort, que en lugar de disparar suplicó a su «hermano» dejar así las cosas; pero éste, loco de rabia, exigió que el duelo continuara a espada. Unos instantes más tarde caía con el pecho atravesado por la misma temible estocada que había matado ya a Jean de Fontsomme.

La desesperación de Elisabeth fue inmensa: adoraba a aquel hombre, a pesar de que la había engañado de manera constante. Casi tan desolado como ella, François se encerró por algún tiempo con los cartujos; pero por la herida de Nemours se escapó una parte del amor que durante tanto tiempo había unido a hermano y hermana. Y el hôtel de Vendôme, en el que se refugió Elisabeth con sus hijas, permaneció cerrado a cal y canto para el involuntario homicida, a pesar del dolor de Françoise de Vendôme -madre de Elisabeth, François y Louis-, que esperaba que el tiempo acabaría por arreglar las cosas.

Pero las cosas no se arreglaron. Françoise se mantuvo voluntariamente apartado, a pesar de la desgracia que afligió a su hermano mayor. En 1657, la encantadora Laura, que había sido el primer motivo de disputa en el seno de la familia, murió en pocos días, dejando dos hijos a un esposo desesperado que se encerró en los Capuchinos con la intención de tomar el hábito. Si Beaufort se sintió compadecido de su hermano en aquellas circunstancias, no lo manifestó. Algún tiempo después, Mercoeur se convirtió en gobernador de Provenza, y allí defendió con energía los intereses del rey al reprimir con energía una revuelta en Marsella.

La familia recuperaba su brillo, debido en buena parte al casamiento con la sobrina de Mazarino que tanto había molestado a François. Así, el duque César había sido promovido al cargo de almirante que tanto deseaba su hijo menor, y si desde entonces apenas se le veía en París, ya no era como en otro tiempo debido al exilio, sino a que estaba en el mar, realizando un excelente trabajo. Ciertamente debía a Beaufort el haber sobrevivido, pero para éste aquello era un magro consuelo.

La duquesa Françoise, siempre fiel a ella misma, velaba de lejos por él, como por todo su pequeño mundo. Junto a ella, en su ternura y en su profunda fe religiosa, había encontrado la serenidad la pobre Elisabeth. Las dos dedicaban gran parte de su tiempo a la caridad, si bien Madame de Nemours no tenía bastante ánimo para acompañar a su madre a los lugares de perdición en los que ésta continuaba, a pesar de su edad, esforzándose en socorrer a las mujeres de mala vida.

Cuando Sylvie llegó al hôtel de Vendôme, la duquesa no estaba. En esta ocasión no se encontraba en un burdel ni en un tugurio. Por una Elisabeth visiblemente muy afligida, la visitante supo que la duquesa había ido a Saint-Lazare a ver a Monsieur Vincent, cuya salud era motivo de graves inquietudes. Medio paralítico, el apóstol de todas las miserias se acercaba a su fin, sin perder por ello la alegre serenidad que le acompañaba en todas las circunstancias.

Las palabras desoladas de Madame de Nemours contrastaban con el estrépito que reinaba en la casa, por la que parecía correr un tropel de gatos enfurecidos.

— No os preocupéis -explicó Elisabeth con una sonrisa de excusa-. Son mis hijas… Desde hace ocho días no paran de pelearse.

Y como Sylvie, sin atreverse a preguntar, no pudo impedir levantar una ceja interrogadora, añadió:

— Las dos se han enamoriscado del sobrino del mariscal de Gramont, el joven Antoine Nompar de Caumont, [3] y confieso que no lo entiendo, porque es bajito y feo, por más que hay que reconocerle una gran inteligencia y un ingenio agudo.

Sylvie pensó que el mal gusto familiar podía ser hereditario, porque la propia Elisabeth había mostrado una acusada inclinación por el abate de Gondi en la época en que todavía no era cardenal de Retz; pero se contentó con observar:

— Sobre gustos no hay nada escrito. En particular en el amor, pero ¿por qué pelearse? ¿Es que ese joven hace de árbitro de los combates?

— Está a cien leguas de sospechar nada, pero esas señoritas han decidido que será de la una o de la otra. Se lo juegan a los dados, y la perdedora tendrá que retirarse a un convento. Pero como la suerte es variable, acaban siempre por pelearse. Resulta fastidioso, sobre todo porque a la mayor, Marie-Jeanne-Baptiste, se le ha presentado un pretendiente…

— ¿Ya?

— Tiene dieciséis años, y el novio no es de desdeñar, porque se trata de nuestro joven primo Charles-Léopold, el heredero de la Lorena.

— ¿Qué opina vuestra madre?

— Ya la conocéis. Dice que hay que dejarlas tirarse del moño tanto como les apetezca, dado que con ello no se desfiguran y que no habrá problema hasta que el joven Caumont no se presente a pedir la mano de una de las dos, lo que no ocurrirá nunca. Pero a pesar de todo, este asunto me atormenta, y me siento envejecer día a día…

Lo peor es que, en efecto, envejecía. A los cuarenta y seis años, la pobre mujer parecía tener quince más y apenas quedaba recuerdo de la bella muchacha rubia, tan jovial, con tanta alegría de vivir, que había sido para Sylvie una compañera de infancia llena de afecto. Es cierto que desde su boda con Nemours había sufrido mucho, primero debido a la indiferencia casi total de un esposo al que amaba, después por la muerte de sus tres hijos varones, y finalmente por la de su esposo a manos del hermano al que adoraba. Le quedaban aquellas dos hijas, y parecían darse todas las molestias del mundo para aumentar sus penas.

— Tranquilizaos, amiga mía, y pensad un poco en vos misma. Pienso, igual que Madame de Vendôme, que el matrimonio arreglará todos los problemas de vuestras hijas. Tenéis que intentar recobrar vuestra serenidad de otro tiempo.

— Tal vez tengáis razón… ¿Así que volvéis a la corte? ¿Os atrae la idea?

— La atención especial que me dedica el rey me halaga. Por lo demás…

— ¿Habéis pensado que tarde o temprano volveréis a ver a François?

Sylvie no esperaba oír aquel nombre, sobre todo en su forma más familiar. Palideció un poco, pero se esforzó en sonreír.

— Procuraré cerrar los ojos…

— No lo conseguiréis.

Hubo un silencio, y luego Madame de Nemours murmuró:

— Yo le he perdonado, Sylvie. Deberíais hacer lo mismo…

— ¿Lo creéis? Tal vez a vos os resulta más fácil: es vuestro hermano, ¡y le amabais tanto!

La respuesta llegó con tal brutalidad, a pesar de la dulzura de la voz, que Sylvie cerró los ojos:

— ¡Vos le amabais más aún!… Sed honrada con vos misma, amiga mía: incluso cuando os casasteis con Fontsomme, cosa muy natural, seguíais queriéndole, ¿no es así?

Al abrirse de nuevo, los ojos de Sylvie dejaron escapar una lágrima. Nunca habría imaginado a Elisabeth capaz de tanta sagacidad. Como no respondía, ésta continuó:

— Además, tanto en un caso como en el otro, él no quiso matar: sé que mi esposo le forzó a un duelo que intentó evitar. En cuanto al vuestro, los azares funestos de una guerra civil horrible los colocaron frente a frente, con la espada en la mano… Espero que vuestro hijo no intente algún día vengarse del defensor de una causa diferente de la de su padre.

— Nadie en mi casa hará nada para que se le ocurra nunca esa idea. Por lo demás, el nombre de vuestro hermano no se ha pronunciado nunca, y para Philippe su padre murió durante las luchas de la Fronda, y eso es todo.

— ¿Qué edad tiene?

— Diez años.

— ¿Ya? Se acerca a la edad en la que se buscan todas las verdades.

— Lo sé. Tarde o temprano, sabrá de quién era la mano que golpeó a su padre. Pues bien, en ese momento veremos…

Los gritos, que se habían apaciguado por un momento, volvieron a oírse con más fuerza, y también volvió el nerviosismo de Madame de Nemours:

— ¡Tengo que acabar con esto! -exclamó-. Voy a decir que se lleven a esas dos furias a las Capuchinas, hasta mañana. ¡De ese modo tendrán que callarse!

Y empezó a recorrer la amplia sala, yendo y viniendo como un pájaro aturdido, estrujando su pañuelo pero sin tomar ninguna decisión. Sylvie se preguntó si no tendría miedo de sus hijas. De modo que su voz adquirió conscientemente un tono tranquilizador:

— ¿Queréis que les hable yo?

— ¿Lo haríais? -repuso Elisabeth con una luz de esperanza en la mirada.

— ¿Por qué no? Pero antes me gustaría saber dónde se encuentra el joven Caumont. ¿Van a encontrarse próximamente con él?

— Es marqués de Puy… nunca consigo pronunciarlo. Le llaman Péguilin. En cuanto a lo de encontrarse con él, es imposible: está al mando de la primera compañía de gentileshombres Pico-de-Cuervo, [4] que nunca se separa del rey. Les veréis en Saint-Jean-de-Luz.

— Entonces todo esto es ridículo… ¡Voy a hablarles!

— Las encontraréis fácilmente: están en el aposento que ocupábamos nosotras de pequeñas.

Sylvie las encontró aún con menos trabajo porque una tropa de camareras y gobernantas montaba guardia delante de una puerta detrás de la cual se oía una barahúnda casi demoníaca: las dos señoritas parecían ocupadas en romperlo todo allí dentro.

Se apartaron con vagas reverencias y ella abrió con gesto decidido, con lo cual dio paso a una taza lanzada por una mano vigorosa que fue a estrellarse contra la pared del pasillo. El espectáculo era dantesco: en medio de un conjunto de objetos rotos que iban desde un jarrón de mayólica hasta un orinal, de muebles volcados y almohadones despanzurrados, las dos muchachas, tendidas una encima de la otra, trataban de estrangularse recíprocamente. Sofocadas, con el pelo revuelto y las ropas desgarradas, daban miedo. La voz helada de Sylvie cayó sobre ellas como una ducha:

— ¡Bonito espectáculo! ¡Qué lástima que ese querido… Péguilin esté tan lejos! Quizá se sentiría halagado, pero veremos lo que piensa cuando yo se lo cuente.

Al instante las dos estuvieron de pie -era la mayor la que estaba debajo- y corrieron hacia la intrusa con la misma cara de susto, que no contribuía a mejorar su aspecto. La mayor, Marie-Jeanne-Baptiste, a la que llamaban Mademoiselle de Nemours mientras que la otra, Marie-Jeanne-Elisabeth, recibía el nombre de Mademoiselle d'Aumale, esbozó una reverencia y dijo, aún sin aliento:

— ¡Señora duquesa de Fontsomme!… ¿Vais a verle?

— Sin la menor duda: el rey me ha nombrado dama de la nueva reina y marcho a Saint-Jean-de-Luz mañana por la mañana. El relato de vuestras hazañas hará reír a la corte… y al interesado.

Sin escuchar sus protestas, fue a tomar de la sala de aseo vecina dos espejos de mano y se los tendió:

— ¡Miraos! Y explicadme qué suplemento de belleza esperáis conseguir con ese tratamiento.

Lo cierto es que ninguna de los dos era un modelo de estética, aparte del magnífico cabello pelirrojo de la mayor y el rubio de la pequeña, de sus ojos azules y de una tez que en circunstancias normales era luminosa, pero que a la sazón presentaba deterioro. Una sola mirada al espejo les informó mejor que un largo discurso, y al unísono rompieron a llorar y suplicaron a la visitante que no dijera nada… ¡sobre todo que no dijera nada!

— Me callaré por afecto a vuestra madre -dijo Sylvie mientras se inclinaba para recoger los dados, que confiscó-, pero a condición de que me prometáis que no volveréis a empezar. No se consigue el amor de un hombre jugando a los dados, ni siquiera las princesas. Es preferible intentar seducirle.

Sylvie dejó a las dos muchachas ocupadas en reparar los destrozos de su toilette y en sus reflexiones, y fue a reunirse con Elisabeth, que la esperaba con ansiedad.

— ¡Qué silencio! -dijo maravillada-. Se diría que lo habéis conseguido.

— Espero que podréis disfrutar de un poco de paz. Tomad, les he cogido esto -añadió Madame de Fontsomme, entregando los dados a su amiga-. ¡Procurad que no consigan otros!

Madame de Nemours le dio las más efusivas gracias y la acompañó hasta el gran vestíbulo. En el momento de despedirse, la retuvo:

— Sólo un instante, por favor. Supongo que abriréis de nuevo el hôtel de Fontsomme…

— Me lo he preguntado. Lo cierto es que habría que hacerlo, por la comodidad.

— Además, no tenéis que temer una vecindad penosa. Mi hermano ha dejado la Rue Quincampoix y se ha instalado en una pequeña casa próxima a la puerta Richelieu y al Palais-Royal…

— ¡ Ah! En ese caso daré órdenes para que la casa esté dispuesta para recibirme a mi vuelta de los Pirineos. Gracias por haberme prevenido. -Era sin discusión una buena noticia. Por más que prefería Conflans, Sylvie pensaba qué su residencia parisina sería mucho más práctica, sobre todo en invierno, para su servicio junto a la reina. Decidió también hablar la misma tarde con su mayordomo y su jardinero jefe para que la tapia derruida del fondo del jardín fuera reparada y reforzada no sólo con una hilera de árboles sino además con un seto espeso y alto que impidiera las vistas hacia la casa vecina. De ese modo, tal vez podría saborear de nuevo el encanto de aquel recinto sin verse asaltada por recuerdos, ahora inoportunos, de otros tiempos. Y sin duda, en el fondo de sí misma, Sylvie temía menos la imagen de François de rodillas ante ella en su propio jardín, que la sombra ligera y desolada de Madame de Montbazon, a la que encontró cierta noche de verano en el antiguo hôtel de Beaufort, entonces vacío y abandonado.

Como toda persona dotada de una sensibilidad extrema, Sylvie creía en los fantasmas. El de la bella duquesa, amante favorita de Beaufort desde hacía tanto tiempo, asaltaba con frecuencia su memoria desde que supo de su muerte, ocurrida tres años antes, en abril de 1657. ¡Y en qué circunstancias!

En aquella época, Marie de Montbazon, viuda desde hacía pocos meses del duque Hercule, muerto a los ochenta y seis años después de no haber contado apenas nada en su vida, compartía sus favores entre Beaufort, cuyo exilio alegraba en ocasiones, y un joven abate de la corte, Jean-Armand Le Bouthillier de Raneé. Era uno de esos abates de broma que florecían en las grandes familias, menos preocupado de servir a Dios que de cosechar algunos ricos beneficios eclesiásticos. El abate de Raneé, jugador, espadachín, bebedor, mujeriego y por otra parte muy guapo, se había encaprichado de la bella Marie a pesar de la diferencia de edad, y parecía que ella había conseguido fijar su corazón hasta entonces voluble. Era por otra parte una especie de vecino rural tanto de ella como de Beaufort, con quien cazaba en ocasiones, porque su castillo de Veretz no estaba muy lejos de Montbazon ni de Chenonceau.

En marzo de aquel año, Madame de Montbazon regresaba a París para solucionar un asunto intrascendente, cuando, al cruzar un puente, éste, muy antiguo y minado por las crecidas, se derrumbó. La sacaron de entre las ruinas, más muerta que viva. Transportada a París, contrajo un sarampión que muy pronto se reveló gravísimo. Supo entonces que debía pensar en hacer las paces con el Cielo. Hay quien dice incluso que no le dio tiempo y que la muerte la sorprendió en plena desesperación de abandonar la vida.

Mientras tanto el joven Rancé, informado del accidente y la enfermedad, acudió desde Turena para llevarle el consuelo de su amor. Agotado por el largo viaje a caballo, llegó al caer la noche a la Rue de Bethisy, donde se encontraba el hôtel de Montbazon. Una mansión que no le gustaba porque en la noche de San Bartolomé habían asesinado allí a Coligny. En esta ocasión le pareció más siniestra que de costumbre.

Sin embargo, las puertas están abiertas. Con la fiebre nacida de su fatiga, Rancé ve moverse formas vagas de servidores. ¿Dónde está la duquesa? En su alcoba, esa habitación que tan dulce le ha resultado en ocasiones. Corre, empuja la puerta y de inmediato cae de rodillas, sobrecogido por el horror de la escena. Hay un ataúd abierto iluminado por grandes cirios de cera amarilla. Un ataúd que contiene un cuerpo sin cabeza: ¡el cuerpo de Marie! La cabeza, con los ojos cerrados, reposa al lado, sobre un cojín. ¿Puede concebirse una pesadilla más espantosa? Por un momento, un largo momento, el infeliz cree haberse vuelto loco.

Pero no está loco, ni sueña. Existe una explicación para ese horror, siniestra pero muy sencilla: cuando el ebanista entregó el ataúd de madera preciosa, se dieron cuenta de que era demasiado corto: el artesano no había tenido en cuenta la graciosa longitud del cuello. Entonces, para no rehacer un mueble tan caro, el cirujano-barbero de la casa había recurrido al sencillo trámite de cortar la cabeza.

Fue un hombre distinto el que salió aquella noche del hôtel de Montbazon. El abate de corte acababa de morir, para dejar su lugar a un sacerdote perseguido por el remordimiento y la vergüenza de su vida pasada. Volvió a marchar a Turena, vendió sus bienes y sólo conservó la más miserable de sus abadías, un conjunto de edificios ruinosos erigidos en una región pantanosa, que con el tiempo convertiría en el más severo y duro monasterio francés: Notre-Dame-de-la-Trappe.

Sylvie se enteró de la horrible historia por la duquesa de Vendôme. A su vez, ésta la sabía por su hijo François, al que Raneé, ya en la senda del arrepentimiento, había ido a visitar a Chenonceau. La familia llevaba entonces luto por la joven duquesa de Mercoeur, pero el de Beaufort fue doblemente severo, y en el fondo de su corazón Sylvie le amó un poco más sin darse cuenta. Había detestado a Marie de Montbazon con toda la fuerza de los celos porque había podido sondear la profundidad y la sinceridad de su amor por François, pero no le habría gustado que éste no sintiera un dolor auténtico por una unión que había durado quince años…

Sin embargo, ella misma deseaba olvidarla lo antes posible.

2. El chocolate del mariscal de Gramont

Alojarse en Saint-Jean-de-Luz cuando la casa del rey, la de su madre, la del cardenal Mazarino y buena parte de la corte habían caído sobre la pequeña ciudad marítima, representaba una especie de hazaña. Sin embargo, Sylvie y Perceval no encontraron la menor dificultad en conseguirlo, siempre gracias a Nicolas Fouquet. Cuando supo que sus amigos iban a asistir a las bodas reales, el todopoderoso superintendente envió un correo a su amigo Etcheverry, uno de los armadores de balleneros. Sus relaciones se habían estrechado el otoño anterior cuando Fouquet, advertido de que Colbert preparaba contra su gestión un memorial funesto destinado a Mazarino, había podido conocer el contenido del mismo gracias a su amigo Gourville y se había lanzado de inmediato a la carretera para reunirse con el cardenal en el otro extremo de Francia y ganar por la mano a Colbert desmontando las acusaciones del famoso memorial. En efecto, desde comienzos de verano Mazarino se encontraba en Saint-Jean-de-Luz para discutir con el plenipotenciario español, don Luis Méndez de Haro, las cláusulas del tratado de los Pirineos y preparar las bodas reales que habían de ser su coronación. Fouquet estaba enfermo y Mazarino, cada vez más achacoso, apreció el coraje del superintendente como hombre que sabía bien lo que significa forzar un cuerpo agotado; de modo que el memorial fue arrojado al mar. Pero, durante esa estancia en que su vida estaba en juego, Fouquet apreció en su justo valor la hospitalidad de la casa Etcheverry [5] y el carácter a un tiempo orgulloso y alegre de sus habitantes.

Al dejar París, Sylvie y Perceval tenían garantizado un apartamento que les esperaba y que ningún príncipe o cortesano, por rico que fuera, podría arrebatarles.

— Eso dice mucho en favor de la fuerza de carácter de nuestro futuro anfitrión -observó el caballero de Raguenel-. La ciudad debe de haber sido tomada por asalto por todas las personas a las que no seduce la idea de acampar en la playa. ¡Bien es verdad que Fouquet ya nos ha dado más pruebas de su generosidad!

El viaje, acompañado por un tiempo radiante, encantó a Sylvie, que nunca había recorrido más caminos que los que llevaban a las tierras de Vendôme, los de Picardía y los de Belle-Isle. Además, no había que temer a la soledad: se habría dicho que todas las personas mínimamente ilustres o adineradas del reino se habían puesto al mismo tiempo en camino hacia la costa vasca. Ni siquiera las tierras menos hospitalarias, como las landas arenosas y pantanosas del sur de Burdeos, presentaban el menor peligro: de forma natural se juntaban para cruzarlas grandes caravanas de carrozas y jinetes. Un día, incluso, viajaron con un grupo de peregrinos que se dirigían a Compostela, a rezar ante el sepulcro del apóstol Santiago. Tenían que atravesar un bosque espeso y aquel puñado de personas — ¡los tiempos de las grandes peregrinaciones ya habían pasado!- solicitó la protección que representaban varios coches acompañados por criados bien armados.

Para su regreso a la nueva corte, sin duda joven y alegre, Madame de Fontsomme no podía soñar nada mejor que Saint-Jean-de-Luz. El lugar era magnífico, con su bahía luminosa adosada a los verdes contrafuertes de los Pirineos. Además, volvió a encontrarse allí con el océano que tanto amaba. ¿No era acaso el mismo que bañaba Belle-Isle? Ejecutó para ella bajo el sol su danza más hermosa, con grandes olas nobles y majestuosas, y acarició su rostro con un aire cargado de yodo, que ella reconoció con delicia. ¡Y qué alegre y colorida era la pequeña ciudad promovida por unos días al rango de capital del reino! Había algunas hermosas mansiones de ladrillo y piedra con torrecillas cuadradas rematadas por tejados rosados en pendiente suave, rodeadas por casas de entramado visto, en las que el maderaje pintado en colores alegres y los balcones calados contrastaban con el blanco cegador de los muros blanqueados con cal; y todas ellas formaban un corro reverente en torno a la vieja iglesia de San Juan Bautista, de silueta severa con sus altos muros, sus escasas aberturas y su torre maciza. Y en medio de todo aquello circulaba un auténtico carnaval, iniciado el 8 de mayo, fecha en que la carroza dorada del rey había entrado en la ciudad al son de las campanas y el cañón, saludada por el bayle y los jurats vestidos con togas y caperuzas rojas, y por las danzas saltarinas de los crasqua-billaires de blanco, con cintas de rojo vivo y cascabeles. El blanco, el rojo y el negro eran los colores del país. A ellos se mezclaban ahora las túnicas azul y oro de los mosqueteros, las casacas rojo y oro de la caballería ligera, las plumas multicolores con las que hasta el último señor y la dama de menor fortuna adornaban sus sombreros, y también los vestidos de raso, terciopelo, brocado, tafetán, todo ello recamado, guarnecido de trencilla, cosido con perlas o piedras finas, moviéndose en una fiesta incesante a los acordes de la guitarra o el violín, bajo el cielo soleado. El cardenal Mazarino había hecho bien las cosas y Saint-Jean-de-Luz resplandecía de alegría, gracia y juventud porque un rey de veinte años, el más seductor de todos, venía a desposar a la infanta…

Cuando el coche y el «furgón» de Madame de Fontsomme se detuvieron delante de la casa Etcheverry después de cruzar entre una multitud que acudía a la playa para admirar, en la bahía, las justas náuticas que tenían lugar alrededor de la galera dorada del rey, reinaba una calma relativa. Recibidos por el armador con una cortesía perfecta, Sylvie y Perceval entraron en una gran sala clara de paredes encaladas y muebles relucientes, donde les fueron ofrecidos vino y dulces para reponerse de las fatigas del viaje a la espera de la cena, mientras intercambiaban los cumplidos un tanto banales que son de rigor entre personas que no se conocen.

Pero mientras mordisqueaba un mazapán, la sensible nariz de Sylvie tembló ligeramente en su intento de identificar un olor agradable y absolutamente desconocido. Su curiosidad pudo más que el código de las conveniencias.

— Perdonadme, señor -dijo a su anfitrión-, pero noto un aroma que…

Manech Etcheverry sonrió, divertido.

— Que no conocéis, y que yo mismo he descubierto hace muy poco. Se trata del chocolate del señor mariscal de Gramont, que se aloja también en mi casa los días en que encuentra más cómodo no regresar a su gobierno de Bayona. Es una bebida que tuvo ocasión de probar en el curso de su embajada en España para pedir la mano de la infanta…

— El cho…

— Chocolate, señora duquesa. El señor mariscal se ha convertido en un entusiasta y se ha traído una buena provisión… además de la receta para prepararlo.

— ¿Lo habéis bebido vos?

— Sí. El mariscal me ha hecho ese honor, pero confieso que no me gusta tanto como a él. Es terriblemente dulce, pero aseguran que es excelente para la salud. Fortalece…

— Oh -intervino Raguenel-, creo saber de qué se trata. Los aztecas lo llamaban «néctar de los dioses», y fue el conquistador Hernán Cortés quien lo trajo de México. Al parecer allí esas… grandes habas, creo, eran utilizadas como moneda. Un producto raro… ¡y muy caro!

— España está creando plantaciones al otro lado del Atlántico, pero por el momento el chocolate está prácticamente reservado a la familia real y a la alta nobleza. Sobre todo a las damas…

— Eso quiere decir -dijo Sylvie entre risas-, que el pobre mariscal no lo beberá muy a menudo, ni mucho tiempo…

— Sí, porque a nuestra futura reina le gusta mucho y encargará grandes cantidades. Además, Monsieur de Gramont está decidido a conseguirlo en cantidad suficiente para instalar en Bayona lo que llama una «chocolatería». Espero que el olor no os resulte desagradable, pero en caso de que os incomode…

— Abriría las ventanas, sencillamente. ¡No atormentéis al mariscal! De momento, os agradezco vuestro recibimiento, Monsieur Etcheverry, y desearía cambiarme de ropa para ir a presentarme a Sus Majestades…

— ¡Por supuesto! Cuando estéis preparada, un lacayo os acompañará. El rey se aloja en la casa Lohobiague, y la reina madre en la casa Haraneder, que son, claro está, las más bellas de la ciudad.

Una hora más tarde, ataviada con un vestido rameado negro de un diseño atrevido, pero que podía permitirse su silueta impecable, y un gran sombrero de terciopelo negro adornado con plumas blancas, Sylvie se disponía a salir de la casa Etcheverry en silla de manos cuando le llamó la atención la conducta de un mosquetero de buen aspecto al que creyó reconocer. Parecía interesarse por la vivienda del armador, pero actuaba con una torpeza extraña. En efecto, iba y venía nervioso, y sus miradas furtivas y sus suspiros resultaban muy poco discretos. Sin embargo no era ningún jovencito, sino aquel Monsieur de Saint-Mars que había ido a Fontsomme a llevar la orden del rey; rondaba probablemente los treinta años, y Sylvie sintió la tentación de preguntarle si podía hacer algo por él, pero temió ser indiscreta y siguió su camino.

Momentos después hacía su entrada en la espaciosa sala, inundada de sol, en la que la reina Ana tenía su corte, reducida en aquel momento a tan sólo dos personas: la inevitable Madame de Motteville, que era su confidente y su compañía más querida, y su sobrina Marie-Louise d'Orleans-Montpensier, a la que llamaban la Grande Mademoiselle desde que, durante la Fronda, había tenido la extraña idea de volver los cañones de la Bastilla contra las tropas reales que se disponían a tomar París. Aquello le había dado una especie de aureola guerrera, que alimentaba por el procedimiento de vestir siempre un traje de caza parecido, salvo en la falda, al de los hombres, y que le daba el aspecto de estar a punto de montar a caballo y salir al galope. Lo cual no le impedía lucir unas joyas de ensueño. -Era una mujer corpulenta de treinta y tres años, dotada de una buena salud evidente y porte majestuoso, pero de belleza mediana. Como era la mujer más rica de Francia -sus inmensas propiedades incluían, entre otros, los principados de Dombes y de La Roche-sur-Yon, los ducados de Montpensier y de Châtellerault, el condado de Eu, etc.-, había recibido numerosas peticiones de matrimonio, que no habían prosperado. Era tan virtuosa como una amazona de la antigüedad, y pretendía que el amor era «indigno de un alma bien formada»; en cuanto a sus aspiraciones personales, su intención era casarse con un rey, pero, poco sagaz para ver a través de las brumas del porvenir, había dejado escapar la corona inglesa al rechazar al joven Carlos II cuando estaba en el exilio. En realidad, a quien quería era a Luis XIV en persona, sin imaginar ni por un momento que tal vez a él no le agradara la idea. Mazarino había acabado con sus esperanzas, y de ahí su furia, sus connivencias con los príncipes rebeldes… y los cañones de la Bastilla, que le habían valido el exilio. Había vuelto a la gracia del rey tres años antes, pero tuvo que volverse a su castillo de Saint-Fargeau después de haber rechazado al rey de Portugal porque, pese a sus deseos de ser reina, se negaba a unir su vida a la de un paralítico que además estaba enajenado. Las bodas reales habían puesto fin a ese nuevo exilio, y Mademoiselle recuperaba en esa ocasión su lugar de honor en la familia.

Cuando Sylvie entró en la estancia, hablaba animadamente con la reina, pero al oír anunciar su nombre, volvió hacia la recién llegada un rostro afable.

— ¡Madame de Fontsomme!… ¡Qué sorpresa! Se decía que os habíais encerrado para siempre en vuestras tierras picardas.

Como si fueran las mejores amigas del mundo, fue hacia Sylvie con las manos tendidas, con lo que ésta apenas pudo hacer más que una media reverencia. Mientras, Ana de Austria se encargaba de la respuesta:

— Nadie se resiste al rey, sobrina. La duquesa ha sido nombrada dama de vuestra prima la infanta. [6] ¡Venid aquí, querida Sylvie, que os abrace! La verdad es que os hemos añorado, y que he aplaudido la decisión de mi hijo. ¡Más de diez años de luto son un poco excesivos!

— Fuerza es reconocer -continuó Mademoiselle, que no quitaba ojo al vestido de Sylvie- que el luto se presenta a veces bajo aspectos realmente deslumbrantes. ¿Seguís llevándolo aún?

— No lo dude Vuestra Alteza -respondió Sylvie-. He hecho voto de no volver a llevar nunca colores…

— ¡Como Diana de Poitiers, que era una mujer de gusto! Es verdad que os habéis criado en sus castillos. Me pregunto si no debo seguir vuestro ejemplo.

Llevaba en efecto el luto más severo en memoria de su padre, muerto el 2 de febrero anterior; y como en aquel momento hacía más bien frío, Mademoiselle había suspirado al sustituir sus espectaculares penachos por las cofias y los velos de crespón. Intentaba consolarse luciendo encima de ellos tantas perlas como poseía.

— Vuestra Alteza es demasiado joven para ello. Además -dijo Sylvie que, aunque ausente, conocía bien la corte-, de obrar así podría disgustar al príncipe soberano que algún día vendrá a pedirla.

Con aquellas pocas palabras se atrajo la simpatía de la princesa. Ésta, en efecto, se volvió impetuosamente hacia la reina madre.

— Me gustaría -dijo- que Madame de Fontsomme me acompañara mañana a Fuenterrabía, donde tengo la intención de asistir de incógnito a la boda por poderes de la infanta. Tengo curiosidad por verla.

— ¿De incógnito? Eso no tiene sentido. Si no os reconocen no os dejarán entrar en la iglesia…

— Seremos dos damas francesas venidas a rendir un… discreto homenaje a su nueva soberana. Creo que es una buena idea.

— Excelente, incluso, pero Madame de Motteville os acompañará. Ella es mis ojos y mis oídos, y sobre todo sabe mejor que nadie contar lo que ha visto…

— Encantada. ¡En ese caso seremos tres!

La llegada de Mazarino la interrumpió, y el ballet de reverencias recomenzó. El cardenal entró como si habitara en el mismo aposento de la reina, sin hacerse anunciar y en zapatillas. Sin embargo, a los ojos de Sylvie, que no lo veía desde hacía dos años por lo menos, ese detalle estaba menos justificado por los rumores persistentes sobre un matrimonio secreto entre Ana y él que por los estragos de la enfermedad. Por primera vez en su vida, la duquesa admiró el valor de aquel hombre torturado por los cálculos renales y por un cruel reumatismo deformante, que desde hacía meses afrontaba, lejos de las comodidades de su palacio, a los diplomáticos españoles con el fin de acabar de una vez con la sempiterna guerra con España y concluir una paz rubricada por la unión de dos jóvenes. Siempre tan elegante, tan cuidado de sí y exhalando perfumes suaves para ocultar los olores de la enfermedad, no podía sin embargo ocultar los estigmas ya imborrables de la misma en su rostro y su espalda ligeramente encorvada. Sólo las manos, que eran su orgullo, conservaban su belleza y blancura, y sus maneras seguían siendo fieles a sí mismas: por el recibimiento que le dispensó, Sylvie habría podido deducir, si le hubiera conocido menos, que su ausencia de la corte había causado al pobre cardenal dolores insoportables a los que su regreso acababa de poner fin.

— Un italiano siempre será un italiano -le susurró Mademoiselle-. Y éste, en particular, no cambiará nunca…

Mientras, el Grand Cabinet, tan solitario un instante antes, se iba llenando. Llegaron las princesas de Condé y de Conti con las damas que habían asistido a las justas náuticas; y los pífanos y tambores, unidos a los vivas y las canciones, formaban una alegre cacofonía que anunciaba al rey.

Muy pronto su figura quedó encuadrada en la alta puerta, como una sinfonía en azul y oro netamente diferenciada de la ola multicolor de sus gentileshombres. Sylvie pensó que la Infanta era afortunada y que, de no haber sido el rey de Francia, habría sido considerado un joven muy guapo, a pesar de su estatura no muy elevada. Pero era el amo, y eso se percibía en toda su persona, en el brillo imperioso de su mirada azul, en la manera de alzar la cabeza, en la soberana desenvoltura del gesto y la actitud. Luis XIV poseía la gracia de un bailarín, sin el menor indicio de amaneramiento. ¡Y qué seductora era su sonrisa! Apenas se encontraba una mujer que no fuera sensible a ella…

El contraste con su hermano, que marchaba a su lado, un paso más atrás, era llamativo. Realzado sobre unos enormes tacones, el joven Monsieur era francamente bajito pero muy guapo. Con su espeso cabello negro rizado, su rostro fino y despierto, parecía haber concentrado toda la herencia italiana de su familia. Empolvado, perfumado, lleno de cintas, vestido de forma impecable y reluciente de joyas y adornos, era considerado «la más bonita criatura del reino» aunque era tan bravo como podía serlo su hermano. De hecho, Philippe era lo que Mazarino había querido que fuese: un ser un tanto híbrido, demasiado pendiente de los vestidos, del arte de las dulzuras de la vida, del placer y la belleza de sus decorados para nunca representar el equivalente del peligro incesante que el difunto Gaston d'Orleans había sido para el rey Luis XIII. Parecía haberlo logrado incluso en exceso…

Luis XIV estaba de excelente humor: las justas le habían entretenido, y barrido (¿por cuánto tiempo?) la melancolía amorosa que se había apoderado de él desde su ruptura con María Mancini. El recibimiento que dispensó a Sylvie se benefició de esa disposición feliz. Su mirada vivaz la descubrió muy pronto entre las damas reunidas alrededor de su madre, y fue directamente hacia ella:

— ¡Qué alegría veros de nuevo, duquesa! ¡Y siempre tan bella!

Le tendió la mano para incorporarla de su reverencia y rozó su mano con sus labios adornados con un fino bigote, bajo la mirada sorprendida y ya envidiosa de la corte.

— Sire -respondió Sylvie-, ¡el rey es demasiado indulgente! ¿Puedo permitirme agradecerle el hecho de que haya pensado en mí?

— Era muy natural, madame. Me importaba mucho rodear a la que va a convertirse en mi esposa de damas alas que aprecio de manera muy especial, y vos sois, según creo, mi amiga más antigua. ¡Acercaos, Péguilin!

El nombre sobresaltó a Sylvie, que observó con atención al hombre con que soñaban las pequeñas Nemours; a primera vista, se preguntó qué podían encontrar en él: era de escasa estatura de un cabello rubio descolorido, no guapo pero al menos de cuerpo armonioso, y con un rostro a la vez insolente y espiritual. No dudó en quejarse:

— ¡Sire, me llamo Puyguilhem! ¿Es realmente tan difícil de pronunciar?

— ¡Péguilin me parece menos bárbaro! Y además no durará siempre: sólo hasta que el Condé de Lauzun, vuestro padre, deje este mundo. Deseo presentaros a la señora duquesa de Fontsomme, que me es muy querida. Si obtenéis su amistad, os estimaré más por ello.

— Me colmaréis de dicha, Sire -dijo el joven al tiempo que ofrecía a Sylvie el saludo más elegante y cortés posible-, pero es suficiente ver a madame para arder en deseos de gustarle… -Mientras hablaba, la miraba directamente a los ojos con una sonrisa tan sincera que ella sintió que sus prevenciones desaparecían.

— ¡No ardáis, señor! Demasiadas llamas no convienen a la amistad, que es la dulzura de la existencia -contestó entre risas-. Pero si no depende más que de mí, seremos amigos.

Mientras el rey se alejaba, intercambiaron otras palabras amables, y luego el joven capitán se dirigió con unas prisas reveladoras hacia una mujer muy bonita que charlaba con Madame de Conti. Ésta se apartó de inmediato, y los dos quedaron a solas.

— ¿Quién es? -preguntó Sylvie a Madame de Motteville, señalando a la pareja con la punta de su abanico-. Quiero decir, ¿quién es ella?

— La hija del mariscal de Gramont, Catherine-Charlotte. Ella y Monsieur Puyguilhem son primos y han pasado juntos su infancia.

— ¿Se aman?

— Creo que es evidente. Por desgracia, Catherine es desde hace unas semanas princesa de Mónaco. El pobre Puyguilhem tiene demasiado poco patrimonio, a pesar de su hermoso título, para pretender su mano. ¡Pero eso no le impide pretender el resto de su persona!

Sylvie visualizó los rostros sofocados de las pequeñas Nemours y pensó que no aguantaban la comparación, y que su pobre madre no había llegado aún al final de sus padecimientos. Pero a esa edad un amor sustituye con facilidad a otro y las penas son efímeras, al menos para la mayoría de las muchachas.

Cansada del viaje y con pocas ganas de asistir a las distintas diversiones que se ofrecían -danzas locales en la plaza, una comedia interpretada por la gente del hôtel de Bourgogne, y finalmente baile en el salón de la reina-, obtuvo sin dificultad permiso para retirarse a descansar, habida cuenta sobre todo de que para la expedición prevista a Fuenterrabía saldrían por la mañana temprano. Pero al llegar a la casa Etcheverry, se dio cuenta con asombro de que Monsieur de Saint-Mars seguía en el mismo lugar. Parecía haber echado raíces allí porque, de brazos cruzados y recostado debajo del balcón de la casa de enfrente, miraba fijamente cierta ventana como si intentara hacer salir a alguien por ella con la única fuerza de sus ojos.

Cuando la silla de Sylvie se detuvo ante la puerta, él se sobresaltó y luego se precipitó a ocultarse en una especie de callejón entre dos edificios.

— Alguna historia de amor hay detrás de esto -murmuró Madame de Fontsomme entre dientes.

Y de hecho descubrió el motivo de esa historia cuando, al ser acompañada a la cena por su anfitrión, vio de pie a su lado a una joven muy bella que él presentó brevemente como «mi hija Maitena», y que dedicó una hermosa reverencia a la huésped de su padre. Producto puro de la tierra vasca, Maitena poseía todo lo necesario -una tez de marfil, cabellos de ébano y ojos de brasa- para hacer perder la cabeza incluso al más grande señor. Con mayor razón a un modesto mosquetero.

Después de la cena, Sylvie habló del tema a Perceval, que por su parte no había salido de la casa desde su llegada.

— ¡Ah, ya me he fijado! -dijo-. Cuando he visto a la muchacha lo he entendido todo, pero ese atolondrado no se ha movido de ahí en toda la tarde y está comportándose como un imbécil. Nuestro anfitrión no parece un hombre que deje que pelen la pava con su hija sin levantar una ceja…

— Sin embargo, cuando vino a nuestra casa, ese Saint-Mars parecía una persona seria.

— Como si no supieras que el amor enloquece a los más sensatos… Todavía sigue ahí -añadió Raguenel, que se había acercado a la ventana abierta a una noche deliciosamente templada, azul y llena de música-. ¡Ah, hay novedades! ¡Ven a ver!

Un oficial de aspecto orgulloso, delgado, de mirada relampagueante semioculta bajo el sombrero de fieltro gris con un penacho rojo, acababa de desmontar y abroncaba a su subalterno con un acento gascón que muchos años de servicio al rey no habían conseguido atenuar; lo cual preocupaba poco a Monsieur d'Artagnan, teniente de los mosqueteros en funciones de capitán, porque estaba orgulloso de sus orígenes. El sentido de su reprimenda estaba claro para los observadores: el pobre enamorado había olvidado que tenía el deber de formar la guardia del rey y recibió la orden de regresar al cuartel y sufrir allí el arresto de rigor hasta nueva orden. Con un suspiro que partía el alma y una mirada desesperada a la querida casa que se veía obligado a abandonar, Saint-Mars se marchó arrastrando los pies pero sin intentar discutir, lo que sólo habría tenido por resultado agravar su falta.

D'Artagnan iba a montar a caballo para escoltarlo cuando apareció otro jinete. El mosquetero detuvo su movimiento para saludar al mariscal de Gramont, que por su parte le saludó alegremente:

— ¡Vaya, amigo mío! ¿Os habéis alistado en la policía o estáis aquí representando el buen pastor?

— La segunda hipótesis es la buena, señor mariscal. He venido a recuperar una oveja que tiene tendencia a descarriarse demasiado a menudo por esta parte.

— Si conocierais a la señorita de la casa, lo entenderíais mejor. Es tan bella que un santo se condenaría por ella.

— Mis mosqueteros no son santos y tienen el honor de servir al rey. Las tentaciones les están prohibidas, por lo menos cuando están de guardia…

— Bah, ya sabéis cómo es el amor en nuestra tierra. [7] ¿Y no deberíais casaros vos mismo?

— Estoy pensando en ello, porque deseo descendencia. Es un asunto serio… Ahora permitid que os deje, señor mariscal.

— ¿No me acompañaréis un rato? Vengo de la isla de los Faisanes, donde he tenido que arreglar algunos detalles del pabellón de las Conferencias, y estoy rendido. Cuento con un buen chocolate para reponerme. Venid a compartirlo conmigo.

— Un ch…

Su buena educación permitió al oficial evitar una mueca, pero su sonrisa de disculpa era un verdadero poema. Se apresuró a excusarse porque el rey le esperaba, saludó, montó y se alejó. El mariscal se encogió de hombros y entró en la casa. Cuando Sylvie se acostó, el aroma del misterioso brebaje impregnaba toda la casa.

— Encuentro agradable ese aroma, pero un poco fatigoso a la larga -confió al día siguiente a Mademoiselle y Madame de Motteville, mientras se dirigían a Fuenterrabía en la carroza de la primera.

— Tendréis que acostumbraros a respirarlo diariamente -dijo la princesa-. Nuestra futura reina consume, al parecer, unas cantidades asombrosas. Lo mejor sería que lo probarais; es bastante bueno, ¿sabéis?

— ¿Lo ha probado Vuestra Alteza?

— Gracias al mariscal de Gramont. Lo ofrece a todos los que se ponen a su alcance. De modo que no vais a poder escabulliros, porque ocupáis la misma casa.

— Habrá que probarlo, entonces. Pero ahora que pienso: ¿por qué un matrimonio por poderes cuando aquí todo está dispuesto para la ceremonia definitiva?

— Porque una infanta de España no puede abandonar el reino de sus padres si no está casada. Es la ley… Ya llegamos.

Sobre una colina con jardines floridos, y rodeada por murallas medievales, Fuenterrabía presentaba un aspecto noble y lleno de gracia. Subieron por la calle principal entre dos filas de casas con balcones y miradores, en medio de una densa multitud que se apretujaba en la plaza principal, entre la iglesia de Santa María y el viejo palacio de Carlos V en el que se alojaba la novia. La compañía de la princesa, cuyo ilusorio incógnito fue desvelado muy pronto, les permitió instalarse en un buen lugar en una iglesia con altares sobrecargados de dorados. Pensando sin duda que todo aquello no bastaba, el aposentador de la corte, el pintor Diego Velázquez, había añadido tapices y grandes cuadros que representaban escenas piadosas. El olor del incienso era tan fuerte que Madame de Motteville estornudó en varias ocasiones, lo que le atrajo las miradas ceñudas de una nobleza que no dejó de sorprender a Sylvie, acostumbrada a los colores alegres con que se adornaba la corte francesa. Allí, casi todo el mundo iba vestido de negro, los hombres con jubones de otra época -algunos incluso llevaban aún los cuellos de las gorgueras almidonados-, y las mujeres con pesados ropajes de mangas colgantes. Ellas parecían llevar bajo las faldas unos grandes toneles achatados por delante y por detrás, que llamaban «guardainfantes» [8] y muy poca ropa blanca visible. En cambio, tanto ellos como ellas lucían enormes joyas de oro con grandes piedras preciosas incrustadas: el oro que los conquistadores enviaban desde América cargado en los galeones de la flota de Indias. Por su parte, los españoles miraban a las tres francesas con curiosidad pero sin hostilidad: el gran luto de Mademoiselle, el de Sylvie y el prudente color oscuro elegido por la confidente de la reina eran otros tantos puntos en su favor. De pie en el coro, don Luis de Haro, que negociaba desde hacía meses con Mazarino, se disponía a asumir la representación del rey de Francia.

Finalmente, conducida por la mano izquierda de su padre, apareció la infanta y todas las miradas se volvieron hacia ella.

Al lado del rey Felipe IV, vestido de gris y plata y luciendo en el sombrero un gran diamante, el Espejo de Portugal, además de la Peregrina, la mayor perla conocida, María Teresa parecía curiosamente apagada. Su vestido era de simple lana blanca con bordados de plata del mismo tono, y su magnífico cabello rubio peinado en bandas a ambos lados de las orejas apenas se veía, cubierto por una especie de bonete blanco que la afeaba. A pesar de ello estaba encantadora con su tez luminosa, su bonita boca redondeaba y sus magníficos ojos azules, dulces y brillantes. Por desgracia, era de escasa estatura y tenía feos los dientes.

— ¡Qué lástima que no sea un poco más alta! -susurró Madame de Motteville-. Creo que de todas formas el rey estará contento…

— Le pondrán tacones -respondió Mademoiselle en el mismo tono-. Además, él tampoco es tan alto… ¡Estaría bueno que se hiciera el difícil!

Después ya no vieron nada, porque el rey y su hija habían pasado detrás de una especie de cortina de terciopelo abierta únicamente del lado del altar, en el que oficiaba el obispo de Pamplona.

Una vez acabada la ceremonia, las tres francesas se retiraron para ir a reunirse, en la isla de los Faisanes, con la ahora reina madre, que iba a ver a su hermano por primera vez desde hacía cuarenta y cinco años…

— ¿Van a traernos a nuestra nueva soberana? -preguntó Sylvie que, en su cometido de dama suplente de compañía, esperaba poder ayudar a la pobre reina joven a quitarse aquellos arreos, para mostrarla a su esposo con un aspecto más favorecedor.

— ¡Cómo se ve que no conocéis la etiqueta española! -suspiró Mademoiselle-. Hoy es el día del reencuentro familiar, y mi primo será la única persona de toda la corte que no asistirá.

En efecto, en la pequeña isla del río Bidasoa, casi enteramente ocupada por el pabellón de las Conferencias, con dos galerías enfrentadas que conducían a una gran sala, habían dispuesto una larga alfombra roja cortada por la mitad que simbolizaba la frontera entre los dos reinos. También allí se había prodigado Velázquez de tal modo que la sala parecía una exposición de pintura. Las dos cortes se alinearon en silencio, cada una en su lado. Luego el rey de España y la reina madre se acercaron al borde cortado de la alfombra y se dieron un frío abrazo… Cuando Ana de Austria, llevada por la emoción, quiso besar realmente a su hermano, él desvió rápidamente la cabeza. Después ambos se sentaron en sendos sillones para hablar, en tanto que la infanta tomó asiento en un almohadón, de modo que desapareció casi por completo en su «guardainfante».

Mientras tanto Luis XIV, que desde hacía un rato galopaba por el lado francés de la isla, se consumía de impaciencia. Cuando no aguantó más, fue a la puerta de la sala a preguntar si podían admitir en ella a «un extraño».

De inmediato la reina madre, con una sonrisa, rogó a Mazarino que autorizara a aquel extraño a mirar a los presentes. Escoltado por don Luis de Haro, el cardenal abrió de par en par las puertas para que los jóvenes novios pudieran verse, aunque no se permitió a Luis cruzar el umbral. Felipe IV carraspeó para aclararse la voz.

— Guapo yerno -dejó caer-. Pronto tendremos nietos.

Pero cuando Ana preguntó sonriendo a la infanta qué pensaba ella, el rey se apresuró a añadir con cierta brusquedad:

— ¡Aún no es tiempo!

El joven Monsieur se echó a reír:

— Hermana, ¿qué os parece esa puerta? -preguntó a la joven, que se puso colorada pero también rió.

— La puerta me parece muy bella y muy buena -dijo.

Eso fue todo por aquel día. Se intercambiaron cortesías gélidas, se separaron y el rey de España se llevó consigo a su hija.

— ¡Me pregunto si se decidirá a dárnosla algún día! -gruñó Mademoiselle.

— Pasado mañana -respondió Madame de Motteville, que se había enterado de los detalles de la ceremonia.

— ¡Todo esto es ridículo! Mi primo Beaufort ha tenido razón al no querer asistir a las bodas. Ya detesta bastante a los españoles: habría hecho alguna escena.

— Y eso habría sido una estupidez más que añadir a su cuenta -dijo entre dientes Mazarino, que lo había oído-. Me he cuidado además de que no fuera invitado.

— ¿Y el rey os ha hecho caso?

— Sin dificultad. Vuestra Alteza debería saber que no tiene un afecto desbordante por ese turbulento personaje.

Mientras Mademoiselle le respondía con el lenguaje desenvuelto que le era propio, Sylvie se apartó, dividida entre la indignación por oír a Mazarino hablar del primo del rey con aquel insolente desprecio y el alivio de saber que no corría el peligro de tropezarse con él a la vuelta de una esquina de Saint-Jean-de-Luz. Sentía que necesitaba un poco más de tiempo para poder mirar de frente al hombre al que había jurado no volver a ver nunca. Ya era lo bastante inquietante el hecho de haber sentido latir con más fuerza su corazón cuando su nombre había sonado en los labios de la princesa.

Meditó sobre ese tema hasta su regreso a la casa del armador, donde encontró materia abundante para cambiar el curso de sus pensamientos. Después de dejar a Mademoiselle en su domicilio y de entrar en la iglesia para rezar, volvía a pie en medio de la alegre agitación de la calle cuando fue abordada por un hombre al que no reconoció enseguida porque iba vestido de civil.

— Por favor, señora duquesa, dignaos perdonarme por el atrevimiento de deteneros así, con tanto descaro, pero sólo vos podéis devolverme la vida.

Con una sonrisa divertida, ella observó el metro ochenta de vergüenza ruborizada que tenía ante sí.

— No tenéis aspecto de moribundo, Monsieur de Saint-Mars. ¡Incluso os encuentro rebosante de salud!

— ¡No os burléis, por piedad! Ya soy lo bastante desgraciado en el estado en que me encuentro.

— Y corréis el peligro de serlo aún más si os encuentran paseando por la ciudad. ¿No estáis bajo arresto, o es que os han liberado?

— No, y sé que corro un gran riesgo, pero era absolutamente necesario que viniera aquí para intentar encontrar a alguien que se compadezca de mí. Querría… querría hacer llegar una carta a la joven que vive en vuestra casa…

— Soy yo quien vive en la suya, o en realidad en la de su padre, y haría sin duda muy mal servicio a éste si aceptara ser vuestra mensajera. ¿Por qué no recurrís a un criado? Sería muy raro que no consiguierais un poco de complicidad a cambio de dinero. Los ojos grises del mosquetero reflejaron un vivo dolor

— Soy pobre, señora, y únicamente poseo mi soldada.

De no ser así, no necesitaría ayuda: entraría audazmente en la casa de Manech Etcheverry y le pediría la mano de su hija. Pero en mis actuales circunstancias, me echaría a la calle a la primera palabra. Sin embargo, amo a Maitena hasta la locura… y creo que no le desagrado.

— Quiero creeros, amigo mío -dijo Sylvie en tono más suave-, pero en tal caso debo preguntaros qué esperáis de ella, ya que os es imposible pretenderla en matrimonio.

— ¡Nada contrario al honor! En esta carta -añadió, sacando un papel doblado del reverso de su guante- le digo cuánto la amo y le suplico que no se comprometa con otro y espere a que yo haga fortuna. Porque estoy seguro de que llegará el día en que seré muy rico…

— Eso puede llevar tiempo. ¿Estáis seguro de que ella sabrá esperar?

— Eso puede suceder muy pronto, porque tengo proyectos. Al servicio de un rey joven y fogoso, basta un golpe de suerte. ¡Oh, señora, os lo ruego, aceptad llevarle esta carta y os bendeciré mi vida entera!

Parecía tan infeliz, y tan sincero también, que Sylvie bajó un poco la guardia. Sin embargo, aún puso una objeción:

— ¿Tan urgente es? ¿No podéis esperar a encontraros con ella… en otra ocasión?

— Nunca tendré otra mejor. Además, sí es urgente porque su padre tiene planes de boda para ella. Y yo debo cumplir mi arresto hasta pasado mañana, cuando llegue la reina…

— ¡Sea! Dadme la carta. Me las arreglaré para hacérsela llegar sin comprometerme. Bastará con deslizar el papel por debajo de la puerta de su habitación cuando esté segura de que ella está dentro.

— ¡Oh, señora duquesa! ¡Mi gratitud…!

— No tiene importancia. Pero no volváis por aquí.

Una vez en la casa, Sylvie encontró a Perceval esperándola en compañía del mariscal de Gramont… y delante de una taza de chocolate. El viejo militar y diplomático -no tenía más que cincuenta y seis años pero representaba bastantes más- insistía en ofrecer sus respetos a la viuda de uno de sus más brillantes compañeros de armas, y sobre todo a la nuera de un viejo amigo: había combatido en muchas ocasiones al lado del mariscal-duque de Fontsomme, a cuyo mando estuvo en sus primeros pasos en el ejército.

— Cuando vuestro hijo tenga edad para manejar las armas, señora, quisiera que me lo confiarais, y a la espera de ese día, que me concedáis la gracia de considerarme uno de vuestros amigos. Habría deseado que fuera antes, pero habíais decidido vivir lejos de la corte, y yo mismo he estado con frecuencia ausente, por mis compromisos militares o por el gobierno de Bayona; y más raramente por mis estancias en mi castillo de Bidache, que está cerca y en el que me agradaría mucho recibiros en un día próximo.

Sylvie no iba a tardar en descubrir por propia experiencia que, cuando Gramont tomaba la palabra, le costaba dejarla. ¡La facundia meridional, sin duda! Era un bearnés puro, seco y canoso, con un rostro tallado a escoplo, nariz grande, mirada viva y burlona y un mostacho arrogante y tieso que daba a su fisonomía cierto parecido con un gato furioso. Elegante, por otra parte, y hombre afectuoso al que gustaba tratar con generosidad a sus amigos. Orgulloso también de su linaje, no dejaba ignorar a nadie que su padre había sido el último virrey de Navarra y que su abuela no era otra que la famosa Corisande d'Andoins, el primer gran amor de Enrique IV.

Ese día, sin embargo, no hizo ninguna alusión a sus orígenes y no tardó en dar a su discurso un tono galante, dando muy pronto a entender a Madame de Fontsomme que la encontraba muy de su gusto. Aquello molestó un poco a Sylvie, pero divirtió a Perceval. Fue él, sin embargo, quien detuvo aquel diluvio de galanterías preguntando a su ahijada si no le gustaría probar la «bebida de los dioses». Cosa que aceptó de buen grado.

El mariscal se apresuró a servirle una taza, y ella tuvo entonces que escuchar una descripción minuciosa de la manera de preparar el brebaje, y también la del instante mágico en que Gramont lo había bebido por primera vez, instante que le había «abierto las puertas del Paraíso». No le ocurrió lo mismo a Sylvie: admitió que aquella especie de puré líquido aromatizado con canela no era desagradable, pero estaba demasiado azucarado y le costó un poco beberlo. Con una franqueza justificada por el temor de verse ahogada en chocolate en cada uno de sus encuentros con el mariscal-duque, le dijo lo que pensaba.

— Me parece -opinó- que uno debe de cansarse muy pronto.

— ¡No lo creáis! Admito que el primer contacto no siempre es concluyente, pero hay que perseverar. De todas maneras, querida duquesa, estáis condenada a acostumbraros muy pronto: vuestra nueva reina lo bebe a lo largo de todo el día, y vais a ser una de sus damas…

— A menos que me obligue a beberlo yo también, no habrá problema.

Una vez en su habitación, sólo pensó en la mejor manera de entregar el mensaje que le había confiado el pobre Saint-Mars, y que ahora lamentaba haber aceptado.

La hija de la casa, en efecto, tenía un carácter reservado, un poco orgulloso incluso, y Sylvie no veía la forma de entregarle de forma discreta la carta. ¿Y por qué no con una sonrisa cómplice…? Se sentía tan apurada que no se atrevió a hablar del tema con Jeannette, que vino a traerle un vestido recién planchado. Después de la cena, dijo que estaba cansada y se acostó tras dar permiso a Jeannette para dar un paseo en compañía de la vieja gobernanta de la casa Etcheverry. Luego se levantó para espiar el momento en que se abriera la puerta de la muchacha. Cuando estuvo segura de que ésta había entrado en su alcoba, corrió descalza hasta su puerta, pasó la carta por debajo de ésta y volvió tan aprisa como pudo, mientras el corazón le palpitaba como si acabara de correr un gran peligro. Cuando se sintió protegida por las paredes de su propio cuarto, se echó a reír en silencio.

«Debo de estar convirtiéndome en una vieja loca, -pensó-. ¡Jugar a estas cosas, a mi edad! Si me viera Marie…»

Y a la espera de un sueño que no acudía, encendió una vela, se instaló a la mesa y escribió a su hija una larga carta.

Si esperaba haber acabado con la cuestión de los amores del mosquetero, se equivocaba. A la mañana siguiente, mientras Perceval marchaba a Bayona con Gramont, decidió, tentada por un tiempo magnífico, caminar un poco por la orilla de aquel océano que le recordaba tantas cosas. Pero en el momento de salir tropezó ligeramente con Maitena, que, cubierta la cabeza por un velo y con un misal en las manos, iba a oír misa. La joven pidió excusas y se apartó para dejarla pasar, pero le entregó discretamente un billetito que ésta desdobló cuando estuvo lejos de la casa. Sólo contenía unas pocas palabras:

«Por piedad, señora, no os neguéis a reuniros conmigo en la capilla de los Hospitalarios.»

Sylvie renunció a su paseo y se dirigió, en las inmediaciones de la iglesia principal, a la antigua encomienda de los caballeros del Hospital, convertida en hospicio para los peregrinos que se dirigían a Compostela por el camino del litoral. Se preguntó si el lugar estaba bien elegido: en efecto, el hospicio estaba lleno de personas, peregrinos o no, que esperaban las bodas reales con la esperanza de recibir grandes limosnas. En la capilla brillaban las luces de los cirios y resonaba el eco de las oraciones. Maitena estaba arrodillada sola, cerca del baptisterio. Se colocó a su lado, hombro con hombro, y murmuró:

— ¿Qué puedo hacer por vos?

Maitena levantó hacia ella unos bellos ojos oscuros anegados en lágrimas:

— Soy consciente de mi audacia, señora duquesa, y os pido mil veces perdón por atreverme a dirigirme a vos, pero ayer noche, al recibir la carta, pensé que tal vez aceptaríais ayudarnos otra vez. Habéis sido tan buena…

— ¿Cómo sabéis que fui yo?

— Os vi hablar con él cerca de la iglesia. Oh, señora duquesa, os lo suplico, decidle que no puedo conceder todo lo que me pide. Cierto que estoy dispuesta a esperar. Si es necesario, en el convento de Hasparren, con el que me amenaza mi padre si me niego a casarme con el primo que me destina; pero él debe tener paciencia. En ningún caso puedo ir la tarde de las bodas al sitio en que nos hemos encontrado otras veces.

— ¿Por qué quiere que vayáis allí?

— Para que podamos prometernos mezclando nuestras sangres. Dice que después tendrá valor para todo, que estará dispuesto a desafiar a todos para conquistarme, pero necesita estar seguro de mí. Yo querría ir, pero sé que no podré: mi padre me vigila de cerca.

Sylvie conocía la antigua costumbre medieval de unir para siempre a dos personas cuando han mezclado unas gotas de sus sangres, pero a su edad sabía apreciar en lo que valen esas exuberancias de un amor en sus inicios…

— ¡Es una locura! -murmuró con una semisonrisa-. Correr ese riesgo no añadirá nada a vuestro amor, si es fuerte y sincero.

— Lo sé, pero hay que decírselo a él. ¿Querréis intentar hacérselo entender?

— Está arrestado hasta la llegada de la infanta, mañana por la tarde, cuando Monsieur d'Artagnan necesitará a todos sus mosqueteros. No puedo verle.

— Pero la cita es para pasado mañana. Tenéis tiempo…

— ¿Lo creéis? Cuando la infanta esté aquí no podré separarme de ella.

No se imaginaba a sí misma abandonando el servicio para ir en busca de un mosquetero y charlar a solas con él, pero notó que Maitena se estremecía junto a su brazo, y comprendió que lloraba. La oyó murmurar:

— Os conjuro, madame, a ayudarme. Intentad al menos entregarle esta carta. He añadido un pañuelo manchado con mi sangre. Tendrá que contentarse con eso.

Sylvie se sintió conmovida por aquella pobre niña, y tomó a la vez el paquetito y la mano que lo ofrecía.

— Encontraré algún medio, os lo prometo. Y vos intentad recuperar un poco de serenidad. Tenéis un largo combate por delante, y la necesitaréis…

— Rezaré todavía un momento en este lugar. Por nosotros, desde luego, ¡pero también por vos! Gracias de todo corazón, señora duquesa…

Era tiempo de separarse. Después de santiguarse, Sylvie se puso en pie y se dirigió a la salida, no sin dejar una limosna para los monjes agustinos que llevaban el hospicio. Si al día siguiente por la tarde no veía a Saint-Mars, encargaría a Perceval que lo buscara. Lo importante era que el pobre enamorado recibiera su prenda antes de la hora fijada para la cita.

Llegó el momento tan esperado en que la infanta fue entregada a Francia. La víspera, los dos reyes se habían entrevistado por fin para jurarse amistad, fidelidad y rubricar el tratado que cerraba las puertas de la guerra, abiertas desde hacía demasiado tiempo.

Aquel día, en el pabellón de las Conferencias, la corte de París y la de Madrid se vieron frente a frente por última vez: la española, sombría, severa bajo sus terciopelos negros, y rebosante de un desprecio mudo por la francesa, variopinta con sus colores, plumas, brocados y diamantes. Y entre ambas, arrojando una sombra sobre la alegría de la paz recuperada, el drama de la separación de dos seres que se aman y saben que nunca volverán a verse. La infanta lloraba, y la aparente impasibilidad de su padre se resquebrajaba bajo el peso del dolor.

Sylvie no vio aquella escena desgarradora, a la que Ana de Austria se esforzó en aportar el bálsamo de su ternura y comprensión. Con el resto de las damas que iban a formar la casa de María Teresa, esperaba en el alojamiento de la reina madre el momento de ser presentada. En ausencia de la duquesa de Béthune, retenida en París por un acceso de fiebre eruptiva, iba a asumir por primera vez ese papel de dama de compañía que con tanta eficiencia había desempeñado en otro tiempo Marie de Hautefort, y no se sentía muy tranquila. De hecho, la invadía el miedo escénico, como a una actriz debutante que va a salir al escenario para recitar su primer papel. En compañía de la duquesa de Navailles, dama de honor, y de dos de las «doncellas», Mademoiselles de la Mothe-Houdancourt y du Fouilloux, se encargó de conseguir que la habitación donde la infanta pasaría su primera noche francesa — ¡y su última noche de doncellez!- resultara tan acogedora como fuera posible. Fue un gran alivio que entre ella y la dama de honor se estableciera de inmediato una corriente de simpatía.

Suzanne de Baudéan tenía treinta y cinco años, es decir su misma edad, y estaba casada desde hacía nueve años con Philippe de Navailles, del que tenía un hijo. Era una mujer enérgica y recta, amable con las personas que le gustaban, lo que no siempre ocurría, y de un humor afable pero estricto en todo lo relacionado con la moral. Su esposo, primo carnal del duque de Gramont, era coronel de un regimiento de marina y estaba con frecuencia embarcado, a las órdenes del duque de Vendôme; y ella, irreprochable en su vida privada, tendía a juzgar con severidad las costumbres relajadas de sus contemporáneos.

Aquella misma mañana había reunido al batallón de las doncellas de honor y endilgado una corta arenga para hacer saber a aquellas señoritas que, como estaban al servicio de una joven princesa tan virtuosa como prudente, educada además a la sombra del Escorial, no podían esperar ni compasión ni debilidad en caso de que faltaran de alguna forma a sus deberes o, peor aún, al honor. En ese caso serían despedidas de inmediato sin consideración a su familia o sus relaciones. [9] Las caras desconsoladas de las muchachas reflejaban con claridad lo que pensaban de aquel programa, y Sylvie, divertida y un tanto compadecida, no pudo evitar preguntar, una vez a solas con la dama de honor, si estaba segura de que la superintendente de la casa de la reina ratificaría siempre sus condenas.

— No me molestará mucho. Lo que le interesa a la princesa Palatina [10] es el título, y no la función, que ha obtenido después de muchos esfuerzos y gracias a Mazarino, porque el rey no llega a perdonarle su actuación en la época de la Fronda. Me extrañaría que durase mucho tiempo a nuestro lado. ¿Qué hace en este momento, en lugar de velar por todo como lo exige su empleo? ¡Piensa en las musarañas, recostada en los almohadones del gabinete de la reina madre, y dice que tiene demasiado calor! Aunque es cierto que es una gran dama -añadió Madame de Navailles con una sonrisa torcida.

— ¡También es muy bella! -dijo Sylvie con voz soñadora.

— ¡Decid más bien que lo es todavía! Os concedo que ha sido sublime. Por lo demás, sus aventuras son incontables. La que tuvo con el arzobispo de Reims causó un buen revuelo en su época. ¡Curioso modelo para las doncellas de honor!

Al llegar la noche, la ciudad se iluminó. Había candelas en todas las ventanas, linternas en todas las puertas, antorchas en centenares de manos; y al saberse que el cortejo real estaba próximo, se encendieron hogueras por doquier. Por fin, hacia las diez de la noche, hizo su aparición la carroza real, escoltada por toda la corte a caballo: Monsieur cabalgaba junto a la portezuela derecha, y Mademoiselle junto a la izquierda. En el fondo del coche, vestida de brocado de oro y plata, iba la infanta sentada muy tiesa, hierática como una Virgen de catedral. Las aclamaciones se alzaban al paso de los caballos, y ella respondía con gesto tímido, con una sonrisa temblorosa que contrastaba con el entusiasmo que suscitaba su presencia.

Las mujeres que iban a formar su séquito se precipitaron a las ventanas, movidas por un mismo impulso. Agitaban sus pañuelos mientras la carroza se aproximaba a la casa de la reina madre, donde María Teresa había de pasar su primera noche francesa. Entre los mosqueteros de la escolta, Sylvie reconoció a Saint-Mars. También vio entre la multitud a Perceval, que se comportaba como hombre que encuentra un verdadero placer en el ejercicio de mirón… Luego llegó el momento de las reverencias, cuando, su mano posada en la de Ana de Austria, la infanta hizo su entrada, en medio de un profundo silencio, en la casa que iba a ser la suya durante un tiempo tan breve. Vista de cerca, era visible que había llorado mucho pero que se esforzaba por guardar la compostura.

Al ver aproximarse a aquella niña desolada, rígida dentro de su enorme vestido de raso encarnado recamado en oro, que parecía sostenerla más que vestirla, Sylvie sintió un impulso de piedad y simpatía. En aquel rostro joven se leía la dulzura, y también la resignación. La reina madre procedía ahora a las presentaciones: primero la superintendente; luego la dama de honor; después, fue su nombre el que salió de los labios reales:

— La señora duquesa de Fontsomme os gustará, hija mía -dijo en español-. Ha sido ella quien ha enseñado a tocar la guitarra al rey, que lo hace muy bien. Sirve a nuestra corona desde que tenía quince años. Es recta y leal. Además, habla nuestra lengua a la perfección.

Los dulces ojos azules, tan melancólicos, se iluminaron, y cuando Sylvie le dio una protocolaria bienvenida en el más puro castellano, la joven contestó que se alegraba sinceramente de sus futuras relaciones. Mientras pasaban a otras damas, Sylvie descubrió lo impensable: aquella hija de una princesa francesa no conocía su lengua materna. Ahora bien, al margen de la reina madre, de Madame de Motteville, de ella misma y, felizmente, también del rey, nadie en la corte practicaba la lengua del Cid.

«¡Muy bien! -pensó Sylvie sin desanimarse lo más mínimo-. Intentaremos enseñarle el francés.»Mientras tanto, María Teresa había sido conducida hasta su habitación, de la que habían tomado ya posesión su camarera española, la morena y seca Molina, la hija de ésta y una enana horrenda vestida de manera extravagante, que respondía al nombre de Chica y toqueteaba todo lo que caía en sus manos. Costó conseguir un poco de tranquilidad, y mientras Molina se encargaba de la recepción de los cofres que venían de España, las damas francesas pudieron liberar a su joven ama del estorbo del «guardainfante» y del pesado tocado de plumas. Tuvieron entonces la sorpresa de descubrir debajo de todo aquello a una joven llena de gracia, de formas perfectas y poseedora del más hermoso cabello rubio rizado que jamás habían visto.

— ¡Nuestro rey tiene mucha suerte, señora! -dijo en voz baja Sylvie, lo que le valió una sonrisa radiante.

Mientras, el citado rey recibía una reprimenda importante de su madre: había expresado el deseo de consumar el matrimonio aquella misma noche, y se le recordaron agriamente las conveniencias. Finalmente, todos -es decir, las dos reinas, el rey y Monsieur- se reunieron para cenar en petit comité. María Teresa apareció vestida con un negligé de batista abundantemente adornado con encajes y cintas, y el cabello peinado suelto, un espectáculo que hizo brotar una sonrisa de los labios de su esposo.

Después de dejar a la familia real sentada a la mesa, Sylvie regresó a la alcoba con Madame de Navailles para poner un poco de orden y preparar el momento de acostar a la joven reina. Encontraron a Molina desconsolada: faltaba un cofrecito de joyas.

— ¿Estáis segura? -preguntó Sylvie.

— Completamente. Cuando cargamos el coche que está aún abajo, yo misma puse los tres cofrecitos de las joyas… ¡y sólo me han subido dos!

— Faltará por subir el tercero.

— No. He ido a ver. El coche está vacío.

— ¿Quién lo ha descargado?

— Los criados los baúles grandes, y dos soldados los cofrecitos.

— Esto corresponde a la señora superintendente -dijo Madame de Navailles-, pero como ha ido a cenar con el cardenal, me ocuparé yo. Voy a interrogar a los criados. Madame de Fontsomme, ¿tendréis la bondad de ir a echar un vistazo abajo?

— Con mucho gusto.

Delante de la casa Haraneder había cierta confusión alrededor de un carruaje vacío que dos gentileshombres de la reina madre registraban minuciosamente ante la mirada inexpresiva del cochero. Las personas atraídas por la descarga del equipaje se retiraban. Sin embargo, a unos pasos de la puerta, dos mosqueteros discutían animadamente. Uno de ellos era Monsieur d'Artagnan. Sylvie se acercó:

— Sois el capitán d'Artagnan, ¿no es así?

— Teniente solamente, múdame -respondió él con un saludo.

— ¿Podéis explicarme qué ha ocurrido? Soy la duquesa de Fontsomme, dama de compañía suplente de la nueva reina.

— Un caso grave, me temo, señora duquesa. Para honrar a la Infanta, el rey había decidido que mis mosqueteros guardarían esta noche las puertas de su casa. Cuando llegaron los coches, estaban de guardia Monsieur de Laissac, aquí presente, y Monsieur de Saint-Mars.

— Monsieur de S…

— ¿Le conocéis?

— Apenas, pero continuad, os lo ruego.

D'Artagnan explicó entonces que en el momento de detenerse los carruajes -la escolta española no había cruzado las puertas de la ciudad-, los lacayos se habían encargado de los grandes baúles de cuero, pero que el intendente de la reina madre había rogado a los guardias que se ocuparan en persona de los cofrecitos sellados con las armas de España. Uno tras otro, Laissac y Saint-Mars los habían subido, esperando cada uno para hacerlo a que el otro hubiera bajado. Pero al bajar por segunda vez, De Laissac no había encontrado ni el último cofrecito ni a Saint-Mars…

— ¿No supondréis que haya podido…? ¡Oh! Es un gentilhombre y un soldado… -protestó Sylvie.

— Lo sé, y creedme que la perspectiva no me hace feliz…

— ¡No hay ninguna razón para que se haya marchado con el cofrecito! Si Monsieur de Saint-Mars ha abandonado su puesto, tiene que haber tenido un motivo… grave. Una razón importante. Sabéis igual que yo la… atracción que ejerce sobre él la casa Etcheverry, en la que me alojo…

— Sin duda. ¡Por desgracia, alguien le ha visto!

— ¿Apoderarse del cofre y huir con él?

— Sí.

— ¿Quién lo afirma?

— El hombre que veis allí abajo, guardado por dos de mis hombres. Es uno de los peregrinos del hospicio, y ha visto a Saint-Mars salir corriendo en dirección al mar.

Desconcertada, Sylvie intentaba poner en orden sus ideas. La cita acordada con Maitena era para la noche del día siguiente, y Saint-Mars no tenía ninguna razón… a menos que… Creyó oír de nuevo la voz tan triste del joven murmurar: «Soy pobre… De no ser así, entraría audazmente en la casa de Etcheverry y le pediría la mano de su hija.» Se sintió acongojada. ¿No había podido resistir la tentación, al verse delante de la fortuna que representaban las joyas de una infanta? Después de todo, no conocía a aquel hombre, ni hasta dónde podía arrastrarle la pasión. Sin embargo, algo le decía que era imposible; Saint-Mars tenía una mirada demasiado franca, demasiado directa. Además, Maitena, tan orgullosa, nunca aceptaría deber su felicidad a un robo miserable… y sobre todo realizado de una manera tan estúpida. Era de noche, pero marcharse con un cofre bajo el brazo pensando que nadie iba a verle era decididamente ridículo. Se dio cuenta de que estaba pensando en voz alta cuando oyó a D'Artagnan opinar:

— Estoy bastante de acuerdo con vos, y creo conocer a mis hombres, pero nunca se sabe lo que puede pasar por la cabeza de un muchacho enamorado. Si no hubiera ese testigo…

— ¿Puedo hablarle?

— Claro que sí. Venid conmigo.

El peregrino, que lucía con ostentación un gran sombrero de fieltro abollado y adornado en el reverso con la tradicional concha de Santiago, no le causó buena impresión a Sylvie. A pesar de su hábito piadoso, de su actitud humilde y sus palabras untuosas, producía una sensación turbia. Con una especie de complacencia, repitió la acusación que ya había hecho: había visto al mosquetero bajar del coche con un cofrecillo y luego, en lugar de entrar en la casa, mirar en derredor para asegurarse de que nadie le veía y escapar a la carrera hacia la oscuridad de la playa.

— ¿Y a vos no os vio? -preguntó Sylvie.

— No, yo estaba a la sombra de la capilla que veis allá abajo, y al principio no di crédito a mis ojos. Pero tuve que rendirme a la evidencia. ¡A pesar de su magnífico uniforme, ese hombre no era más que un ladrón!

— ¿Esa declaración os satisface, capitán? Quiero decir, teniente… -Sylvie se había llevado unos pasos aparte al mosquetero para hacerle la pregunta.

Él se encogió de hombros.

— ¡La verdad es que no, señora duquesa! Pero no veo forma de contradecirle. Además, no veo por qué razón un peregrino desconocido se tomaría el trabajo de mentirnos. Y lo cierto es que no conozco muy bien a Saint-Mars.

— ¿Vais a dejar libre al peregrino?

— ¿Puedo hacer otra cosa? Es un caminante de Dios La infanta se quedaría horrorizada si prendiéramos a una de esas personas…

Ella tomó al oficial del brazo y se lo llevó un poco más lejos…

— No podríais al menos…

Se detuvo en seco. Un poco más allá, Perceval de Raguenel y el mariscal de Gramont cruzaban tranquilamente la plaza donde unos bailarines españoles se preparaban para un espectáculo. Dejó plantado al mosquetero sin más explicaciones, se recogió las faldas y echó a correr hacia ellos:

— Mil perdones, señor mariscal, pero tengo que hablar urgentemente con vuestro acompañante. Permitid que me lo lleve.

La expresión de alegre sorpresa se borró del noble rostro.

— Creía que veníais a uniros a nosotros -suspiró-. Vamos a cenar a casa de Mademoiselle.

— Creedme que estoy desolada, pero se trata de un asunto de importancia.

Perceval quería demasiado a Sylvie como para no acudir en su ayuda. Dio unas excusas corteses y se dejó arrastrar. En pocas palabras, ella le contó lo que acababa de suceder, y luego señaló al peregrino, al que los guardias dejaban ya marcharse.

— ¡Tenéis que seguir a ese hombre! Algo me dice que miente.

— ¡Cuenta conmigo!

Se puso en marcha en seguimiento de aquel individuo, mientras Sylvie regresaba precipitadamente a la casa de la reina madre. Era absolutamente preciso que asistiera a la ceremonia de acostarse, y llegó justo a tiempo de ver a Luis XIV besar ceremoniosamente, ¡no sin un suspiro de pesar!, la mano de María Teresa, antes de regresar a sus aposentos. Durante su ausencia, Madame de Navailies había conseguido calmar a Molina, con Madame de Motteville como intérprete: era preciso no inquietar a la infanta en su primera noche en Francia por un feo asunto de robo. Pero en cuanto la joven posó la cabeza en la almohada, ella se despidió con una reverencia y corrió a la casa Etcheverry tan aprisa como pudo, sin dejarse distraer por el colorido ambiente festivo de la plaza: ¡tenía que ver a Maitena a cualquier precio!

A pesar de lo tardío de la hora, la casa estaba aún iluminada y el aroma a chocolate era intenso: habían debido de prepararlo para la vuelta del mariscal. Cuando entró en la gran sala, reinaba allí cierto desorden: sillas volcadas, jarrones rotos. Manech Etcheverry parecía preocuparse muy poco de todo ello; sentado delante de la chimenea, con la espalda encorvada y los codos apoyados en las rodillas, fumaba su pipa con una especie de furia mientras contemplaba las llamas. Ni siquiera se levantó al entrar Sylvie, prueba patente de que debía de estar de pésimo humor.

— ¿Aún no os habéis acostado? -preguntó Sylvie en voz baja.

— ¡No hay forma de dormir en esta ciudad enloquecida! La infanta tendrá suerte si llega a pegar ojo.

— Habrá que intentarlo a pesar de todo. Yo… me habría gustado hablar con vuestra hija. ¿Quizá también ella está aún levantada?

— ¡No está!

El corazón de Sylvie dio un vuelco, y de inmediato temió lo peor: los dos enamorados habían huido con el cofre de las joyas. Sin embargo, forzó su tono de serenidad para decir:

— Sin duda está participando en la fiesta. Ha ido a ver las danzas… Es muy natural…

Pero de golpe Etcheverry se levantó y la miró de frente. Ella tuvo la impresión de que hervía de cólera y tenía que imponerse un gran esfuerzo para no mandarla a paseo.

— No. Se ha ido esta tarde a un convento del interior…

— Ha sido una despedida movida, a juzgar por lo que veo aquí…

— ¿Puedo saber, señora duquesa, por qué os interesáis tanto en mi hija?

— Le tengo verdadera simpatía, porque es tan orgullosa como bella. Pero pongamos las cartas sobre la mesa, si lo preferís así: ¿de verdad ha ido a un convento, o bien…?

— Queréis saber si se ha fugado con ese loco que me ha caído encima hace un rato reclamándola a voces y acusándome de haberla llevado a un escondite para casarla de inmediato con su primo. ¡Puro y simple delirio!

— Los enamorados deliran con facilidad. ¿Así que Monsieur Saint-Mars ha estado aquí?

— Sí. Estaba fuera de sí. Gritaba que le habían avisado demasiado tarde y lo ha registrado todo, incluso vuestros aposentos y los del mariscal, que ha estado a punto de incendiar al volcar el hornillo en que su criado español estaba preparando esa bebida infernal. Al final se ha ido a la carrera, no sé adonde… Fue una inspiración del Cielo el haber puesto esta misma tarde a mi hija al resguardo de ese loco furioso… ¡que se vaya al diablo!

— ¿Hace mucho que se ha marchado él?

— Pocos minutos antes de que llegarais.

— Entonces tenía razón -dijo Sylvie, triunfal-. Le han atraído a una trampa porque no podía, a la misma hora, estar aquí poniendo todo patas arriba y escapar con las joyas de la infanta. Lo que hace falta saber ahora es dónde está, y en cuanto a eso, tengo una idea.

— ¿Podéis explicarme qué ocurre?

— Sería demasiado largo, pero podéis venir conmigo si os apetece… o mejor esperadme un instante -añadió tras echar una ojeada a sus zapatitos de raso, que parecían pedir auxilio-. El tiempo de cambiarme de zapatos.

Jeannette solucionó muy pronto aquello. Quiso acompañar a su ama, pero ésta se opuso: era preferible que se quedara en casa. Momentos después, Sylvie corría en compañía del armador en dirección al hospicio. De camino, contó en pocas palabras el problema e hizo una pregunta: ¿llevaba Saint-Mars su túnica de mosquetero en el momento del escándalo? La respuesta fue negativa, y como su acompañante observó con acritud que no veía razones para ayudar a un hombre al que detestaba, ella se encogió de hombros.

— Tenéis las mejores razones posibles: primero, un hombre de vuestra calidad debe respetar el derecho de todos a la justicia. Después, os interesa que ese pobre muchacho, cuyo único pecado es amar a una mujer más rica que él, pueda proseguir su carrera. Dentro de pocos días su oficio le alejará de vos, y sin duda no volveréis a verle nunca. Son muchos los soldados que mueren al servicio del rey.

— También los marinos. La pesca de la ballena es el oficio más peligroso del mundo, y yo quiero un yerno que se dedique a ella -añadió, y se marchó.

Como esperaba Sylvie, Perceval estaba aún por los alrededores. Cuando le llamó a media voz, salió de entre las sombras de la torre cuadrada.

— Llegas a tiempo -suspiró-. Me estaba preguntando qué debía hacer…

— ¿Ha ocurrido algo?

— ¡Diría que sí! Tu peregrino, tal como pensábamos, ha regresado tranquilamente, pero algo me ha impulsado a esperar aún, y al parecer he tenido razón: hay mucha agitación en el convento de los monjes agustinos cuando un rey se casa. Hace aproximadamente un cuarto de hora han llegado tres hombres que sostenían a un cuarto. Mejor dicho, lo llevaban a cuestas. Han entrado en el hospicio, con algunas dificultades: el hermano portero empezaba a pensar que había demasiados peregrinos fuera esa noche. Han dicho que habían conseguido encontrar a su hermano en el arroyo, inconsciente por haber bebido demasiado vino… Pero yo juraría que el supuesto borracho es Saint-Mars.

— Bien. En ese caso, querido padrino, tened la bondad de seguir vigilando un momento aún, por si acaso…

— ¿Qué quieres hacer?

— ¡Ir a buscar a Monsieur d'Artagnan! Es preciso que consiga un permiso del rey para registrar el hospicio…

— ¡Es tierra de asilo! ¡El rey no aceptará!

— Si ese asilo es también el de las joyas de su esposa, me extrañará mucho que no acepte. De todas maneras, vamos a ver lo que nos dice D'Artagnan.

Le encontraron sin dificultad. Seguía en la casa de la reina, como si no consiguiera apartarse de aquel lugar. Estaba visiblemente muy preocupado, y escuchó a Sylvie y a su acompañante sin decir palabra. Cuando acabaron su relato, llamó a cuatro mosqueteros.

— ¡Seguidme, señores! Vamos al hospicio.

— ¿No pedís una orden del rey? -preguntó Sylvie.

El teniente la miró de reojo y le dedicó una sonrisa fiera.

— Cuando se trata de mis hombres, iría a ver al diablo en persona sin pedir permiso a quienquiera que sea. Yo mismo responderé ante Su Majestad… si es preciso.

— ¡Arriesgáis vuestra carrera!

— Puede ser, pero si tenéis razón y no nos damos prisa, esos supuestos peregrinos, que deben de ser ladrones, escaparán a España en cuanto se haga de día. ¿Alguna objeción más?

— ¡Dios mío, no! Sólo una aclaración: si habéis de responder ante el rey, yo estaré a vuestro lado.

— ¿Por qué no? ¡Cosas más extrañas se han visto!

Un momento más tarde, la campana del antiguo convento de los Hospitalarios llevaba una vez más al hermano portero al torno. Oyó que le reclamaban con urgencia, «en nombre del rey», una entrevista con el superior, y no se hizo rogar demasiado para abrir la puerta; pero tuvo de todos modos un sobresalto cuando vio entrar, detrás del oficial, a cuatro mosqueteros armados hasta los dientes y a una dama.

Fue más difícil convencer al superior de que dejara a los soldados del rey registrar su casa.

— Sé bien que no todos los peregrinos de Dios son santos, pero el solo hecho de emprender el penoso camino de Santiago les merece paz y protección. Me niego, a menos que me traigáis una orden de monseñor el obispo…

— No tengo tiempo. Pero tampoco tengo la intención de molestar a nadie. Actuaremos sin armar jaleo… y supongo que en la capilla nadie se acuesta.

— En efecto, pero durante los oficios los peregrinos están invitados a unirse a nosotros, y no falta mucho para los maitines.

— Y después se hará de día y esa gente podrá marcharse con el botín. Pensadlo, padre: ¡las joyas de la infanta que hoy mismo será nuestra reina! Es casi un delito de lesa majestad. Si me concedéis lo que pido, nos quitaremos las casacas y los sombreros y nos separaremos. Aquí todos conocen a su camarada. La señora duquesa de Fontsomme, que representa a la infanta, también lo conoce. ¡Apresurémonos, Vuestra Reverencia! ¿Nos dais permiso, o no?

— ¿Quién os dice que vuestro hombre no es cómplice de los supuestos ladrones? Fue a él a quien vieron huir con el cofre…

— No. Fue uno de los otros vestido con su uniforme después de haberle mareado lo bastante para que aceptara esa curiosa sustitución… Entonces, ¿vamos? ¡Si os negáis, pediré al rey que cierre el hospicio!

— Bien, obrad como queráis, pero si no encontráis nada…

— ¡Soy un hombre que responde de sus actos!

Encontraron. Lo encontraron todo: a Saint-Mars, aún bajo el efecto de la droga que le habían hecho beber a la fuerza; a los cuatro ladrones, pacíficamente dormidos a la espera de la hora de mezclarse con los demás y reemprender el camino, y las joyas de la Infanta, repartidas en las «cestas» de aquellos peregrinos de un género muy particular. ¡Encontraron incluso la casaca del mosquetero! Los bandidos intentaron defenderse acusando a Saint-Mars. El era el culpable de todo y ellos no estaban allí más que para pasar las joyas a España, donde las venderían sin dificultad a un judío de Burgos.

— Sin duda por esa razón lo habéis drogado cuando os habéis reunido con él a la salida de la casa Etcheverry -dijo D'Artagnan.

El hombre gordo que había representado el papel del denunciante protestó:

— ¿La casa… Etcheverry? No teníamos nada que hacer allí. Le esperábamos en la playa. Vino derecho a encontrarnos…

— ¿Después de arrojar su casaca? ¡Qué verosímil! ¿Se proponía desertar, marchar con vosotros, abandonarlo todo? ¿Su honor y lo demás?

— Quería casarse con una muchacha rica. Le hacía falta dinero. Lo había arreglado todo con ella y ella iba a fugarse con él. No hacía falta ir a buscarla.

— Pues a pesar de todo, fue -afirmó Sylvie-. Manech Etcheverry podrá testimoniar que puso toda la casa patas arriba…

El otro puso cara de astucia.

— Es posible que estuviera también de acuerdo con él. En todo caso, nosotros no nos movimos de la playa…

— ¿Y él no fue a la casa Etcheverry?

— Pues… no. No tenía tiempo y corría el peligro de que lo arrestaran.

— ¿Y esto? -Sylvie señalaba con el dedo la enorme mancha grasienta y oscura extendida por el justillo de ante del mosquetero-. Esto -prosiguió- es chocolate: lo derramó en el aposento del mariscal de Gramont. Etcheverry lo testimoniará.

— No os toméis tantas molestias, señora duquesa. Ese chocolate es una buena prueba, como lo es el sueño tenaz de este infeliz, al que sin duda habrían abandonado a su vergüenza y la justicia del rey mientras ellos huían a España. De todas maneras, conoceremos los detalles de la operación cuando el verdugo se ocupe de estos señores para arrancarles la verdad… Lleváoslos, y que alguien acompañe a este imbécil al cuartel.

— ¿Será castigado severamente?

— Ha abandonado su puesto, ¿no? Y un puesto de confianza. Además, ha prestado su casaca para que no se dieran cuenta de inmediato de su ausencia. Irá a las prisiones militares, pero yo cuidaré de que después se reintegre a los mosqueteros. Es un buen soldado, muy bravo. Quiero conservarlo… ¡pero os debe más que la vida!

Fue lo que el pobre Saint-Mars escribió el día siguiente a Sylvie: «Sé, señora duquesa, lo que habéis hecho por mí. Sé que me habéis salvado la vida y el honor. En adelante os pertenecen, y podréis venir a reclamarlos en cualquier ocasión…»

— ¡Pobre muchacho! -murmuró la joven, y acercó la carta a la llama de una vela-. ¿Qué podría hacer yo con su vida, y sobre todo con su honor? ¡Olvidémoslo!

Pero Perceval se apoderó del papel, que empezaba a arder, y lo apagó con el tacón de la bota.

— ¡Una carta de ese género no se destruye, Sylvie! Se guarda como un tesoro. No sabes lo que os puede ocurrir a él y a ti en el futuro.

— ¡Muy bien, guardadla si es vuestro gusto! -suspiró ella-. Es hora de ir a vestir a la infanta para la misa del domingo.

Unas horas más tarde, María Teresa, resplandeciente en su primer atavío francés -un vestido de raso blanco sembrado de flores de lis como el manto de terciopelo púrpura sujeto a sus hombros-, se encaminaba a la iglesia. El manto iba sostenido, hacia la mitad de su longitud, por las hermanas pequeñas de Mademoiselle, y en el extremo por la princesa de Carignan; pero se habían necesitado dos damas y un peluquero para mantener la corona real fija sobre la magnífica cabellera rubia, recién lavada y demasiado abundante, de la princesa.

En medio de los vivas y el repique frenético de las campanas, fueron a la iglesia a pie como todo el mundo, bajo un calor tropical y una floración de parasoles que intentaban defender el lucido cortejo de los ardientes rayos del sol. Abría la marcha el príncipe de Condé, y detrás iba Mazarino empaquetado en una impresionante cantidad de muaré púrpura y con diamantes en todos los dedos de ambas manos. Luego el rey, vestido de paño de oro velado con un fino encaje negro, sin una sola joya, precediendo a la novia, conducida a la derecha por Monsieur y a la izquierda por Monsieur de Bernaville, su caballero de honor. La reina madre, resplandeciente de alegría, les seguía, y cerraba la marcha Mademoiselle, que había cubierto sus velos negros con todas las perlas que poseía. Todas las mujeres llevaban colas que, a pesar de no ser tan largas como la de la nueva reina, no dejaron de complicar las evoluciones en la bella iglesia del suntuoso retablo dorado y esculpido, en la que los hombres de la región, situados en las tres galerías escalonadas hasta la bóveda en forma de casco de navío, entonaron las canciones más bellas del mundo.

Sylvie, que recordaba lo que había sido el matrimonio de Luis XIII y Ana de Austria, rezó con todo su corazón para que la nueva pareja, tan apropiada, encontrara la felicidad que muy raramente acompaña a los personajes reales; pero la sonrisa de Luis cuando miraba a su joven esposa, y sobre todo la mirada de María Teresa, brillante ya con un amor que no había de extinguirse nunca, permitían albergar las mayores esperanzas.

Tampoco Ana de Austria olvidaba. Se aferraba con todas sus fuerzas a la felicidad que esperaba, y al llegar la noche, para que al menos el pudor de María Teresa no se viera sometido a una prueba excesivamente dura, no vaciló en quebrantar las tradiciones: corrió con su propia mano las cortinas del lecho en que la joven pareja acababa de acostarse y despidió a todo el mundo.

— ¿Pensáis que serán felices? -preguntó Sylvie a Madame de Navailles cuando ambas salían juntas de la casa del rey.

— Tengo mis dudas. Corre el rumor de que, en el camino de vuelta a París, el rey quiere dar en solitario un rodeo para pasar por Brouage, donde Mazarino ha exiliado a su sobrina María, con el pretexto de visitar el puerto de La Rochelle. Por otra parte, no se me han escapado ciertas miradas dirigidas a una de las damas de honor. Habrá que vigilar…

— ¿O conseguir que la reina siga gustando a su esposo?

— Algo me dice que eso será más difícil…

La brisa marina refrescaba la noche estrellada. Las dos mujeres prolongaron su paseo para mejor aprovecharla.

3. Un regalo para la reina

Fue en Fontainebleau, y por supuesto en el momento en que menos lo esperaba, donde Sylvie volvió a ver a Frangís.

Antes de presentar a la reina en París y de hacer junto a ella su «feliz entrada», Luis XIV decidió pasar unos días en un palacio que le gustaba en particular. Hacía más de un año que la corte había dejado la capital por la Provenza y el País Vasco, y siempre resulta agradable volver a casa. Además, el largo viaje de vuelta durante varias semanas puntuadas por fiestas, discursos, banquetes, bailes y toda clase de distracciones, había deparado alojamientos improvisados y en ocasiones miserables, y todos deseaban reencontrar el espacio y el encanto de la que era entonces la más agradable de las residencias reales.

También Sylvie amaba Fontainebleau, donde se había alojado en varias ocasiones durante el reinado anterior. Le gustaban la belleza del gran bosque y la comodidad de las construcciones. Eran éstas menos elevadas que las de Saint-Germain y menos severas que las del Louvre, donde los reyes habían vuelto a instalarse -con el cardenal, que ocupaba un amplio espacio- después de los disturbios de la Fronda, durante los cuales habían comprobado la dificultad de defender el amable Palais-Royal. Sylvie conservaba el recuerdo, divertido después del tiempo transcurrido, de su primer encuentro con Richelieu. Y pensando en él había bajado a los jardines una mañana temprano, con la intención de disfrutar del frescor del alba y repetir aquel primer paseo que tanta influencia había de tener en su vida de doncella de honor de quince años, puesto que le había permitido conocer no sólo al temible cardenal, sino además a quien después se había convertido en su esposo, y que aquel día acompañaba al excesivamente guapo e imprudente Cinq-Mars. ¡Una peregrinación de amor, en cierto modo!

Era verdaderamente muy temprano: la aurora incendiaba el cielo y Sylvie pensaba disponer de al menos una hora hasta que la pareja real se levantara. Pero al llegar al pabellón Sully, vio que la inmensa extensión de jardines que iban desde el estanque de las carpas hasta el Gran Canal había sido invadida por una multitud atareada de criados, obreros, jardineros y pirotécnicos, ocupados en lo que no podía ser sino los preparativos de una gran fiesta de la que nadie había dicho palabra, porque el día anterior por la noche el parque estaba rigurosamente vacío y desierto. Decepcionada y un poco triste, iba a entrar de nuevo en el castillo cuando, detrás de ella, oyó una voz masculina:

— ¡Por favor, señora, guardadme el secreto al menos durante dos o tres horas!

El tono grave y cálido de la voz la traspasó como una flecha. Se giró y lo vio allí; era él quien acababa de hablar. Debido al amplio mantón de seda ligera en que se había envuelto para prevenir la humedad del amanecer, François no la había reconocido. Y ahora estaban frente a frente, paralizados por la sorpresa y mirándose sin atreverse a decir palabra, a esbozar un gesto. Sólo vivían sus corazones desbocados, sus ojos, que se penetraban con más ardor tal vez del que habrían puesto en un beso, iluminados por una alegría de la que ni el uno ni la otra eran dueños, pero que muy pronto asustó a Sylvie. Por fin reaccionó y quiso huir, pero él la retuvo por un pliegue del mantón.

— En recuerdo de otros tiempos, Sylvie, concededme al menos este instante, puesto que Dios nos permite vivirlo lejos de las miradas indiscretas de la corte.

— ¿Dios? ¿No es un nombre demasiado grande, y también demasiado cómodo, para una simple casualidad?

— ¡Que lamentáis, por supuesto!

— Acabo de faltar al juramento que había hecho a vuestra víctima, de no volver a veros en mi vida. ¿No es bastante?

— No, porque sois injusta. Cuando dos hombres se enfrentan espada en mano, las armas son iguales. Es un cuerpo a cuerpo, sangre por sangre, vida por vida, y cuando uno de los dos cae, ni es una víctima ni el otro es un verdugo.

— ¡Pero le disteis muerte!

— Pero no quería hacerlo, y ésa era la diferencia entre los dos: él se batía para matar, yo no.

— ¿Estáis seguro?

— En conciencia, sí. Los dos éramos de fuerza similar en el manejo de la espada, y yo no quería morir. Quizá me defendí un poco demasiado bien. Desde hace mucho tiempo he llegado a la conclusión de que más me habría valido morir. Por mí, y sobre todo por vos… Mi sombra habría sido más feliz: habría vivido mucho más cerca de vos durante estos interminables años en que habéis vivido casi recluida en vuestras tierras, y que tanto me han hecho sufrir.

— Nadie lo diría -dijo ella con un asomo de amargura que no pasó inadvertida a François.

— ¡Vamos, no me diréis que no he cambiado!

Era innegable, pero si bien ahora era diferente, resultaba si cabe más seductor. Su cabello, antes tan largo y rubio, se había oscurecido algo y empezaba a platearse en las sienes. Cortado a la altura de los hombros y estirado hacia atrás, dejaba libre el rostro enérgico cuyos rasgos se habían afilado, acentuando el parecido con su padre César de Vendôme. Había desaparecido el joven dios nórdico de otro tiempo, pero era incontestable que la madurez sentaba bien a François de Beaufort: su silueta, sin haber engrosado lo más mínimo, resultaba más poderosa bajo el justillo de ante color gris hierro que llevaba con botas de montar.

— En efecto -admitió Sylvie-, habéis cambiado…

Pero él no la dejó continuar.

— En apariencia solamente, Sylvie. Mi corazón sigue siendo el mismo… ¡siempre enteramente vuestro!

— ¡Si volvéis a hablar de ese tema, me marcho! -le advirtió ella con severidad, e hizo ademán de retirarse; él la detuvo con un gesto de la mano.

— Después de tantos años de penitencia creía haber adquirido el derecho de deciros lo que ha sido de mí.

— Lo que hubo entre nosotros no os concede ningún derecho. Además, no os creo. Por alejada que haya estado de la corte, algunos de sus rumores han llegado hasta mí. Se os ha relacionado con una señorita de Guerchy, y ahora se baraja el nombre de Madame d'Olonne…

Por la leve sonrisa que asomó a aquellos labios duros, ella comprendió que acababa de cometer una falta al dar a entender que seguía interesándose por él, y se llamó tonta a sí misma. Esta vez tenía que marcharse si no quería continuar el diálogo en un tono diferente. Giró sobre los talones con una rapidez que hizo revolear su mantón, y se dio de bruces con Nicolas Fouquet que llegaba al frente de un grupo de músicos, diciendo:

— ¿Dónde estáis, monseñor? ¿Estará todo dispuesto para el placer de Sus Majestades cuando salgan de la misa…? ¡Caramba, la señora duquesa de Fontsomme! Al parecer es el día de las sorpresas, pero la mía al encontraros es la más feliz. Habéis madrugado mucho.

— Siempre he amado este parque, y venía a reavivar mis recuerdos cuando me he encontrado…

— Con los preparativos de la fiesta que el señor duque de Beaufort quiere dar al rey, y para la cual se ha tomado mucho trabajo.

— ¡No lo habría conseguido sin vos, mi querido Fouquet! Sois en verdad un gran mago…

— ¡Es inútil que me cantéis sus alabanzas! -le interrumpió Sylvie al tiempo que tendía su mano al superintendente de las Finanzas-. El señor Fouquet es desde hace mucho tiempo uno de mis amigos más fieles. Pero ignoraba que os conocíais -añadió en tono más seco.

— Espero que no le guardéis rencor por ello. Ha sido la pasión por el mar lo que ha hecho que nos conociéramos. No ignoráis que poseo el derecho a la sucesión al cargo de almirante que desempeña mi padre. Fouquet es el nuevo propietario de Belle-Isle, y los dos tenemos grandes proyectos para fortificar mejor las costas bretonas y construir un puerto de aguas profundas capaz de acoger navíos de guerra entre Brest y Dunkerque. Pensamos también en mi principado de Martigues, donde podría construirse un gran puerto comercial en el Mediterráneo…

— ¡Piedad, monseñor! -sonrió Fouquet-. No abruméis a Madame de Fontsomme con nuestros proyectos. A lo mejor nos toma por locos… ¡Oh, Dios mío! Ahí llega Monsieur Colbert con su cara de pocos amigos y su aire de andar siempre husmeando. Me sigue la pista en cuanto pongo el pie en la corte.

— La miel atrae las moscas, y además, amigo mío, vuestra pista es tan brillante que resulta fácil de seguir. En lo que a mí respecta, no me gusta ese envidioso, y os dejo con él. Yo acompaño a Madame de Fontsomme hasta el Grand Degré…

Sylvie habría querido negarse, pero temió parecer descortés a los ojos de Fouquet. Así pues, caminó un instante en silencio junto a François, y luego preguntó:

— ¿Por qué perdéis el tiempo acompañándome? Vais a llegar con retraso.

— Es con vos con quien voy retrasado, ¡en diez años! Sylvie… concededme volver a veros… de vez en cuando, al menos. Estos años han sido tan penosos…

Ella mantuvo los ojos fijos en la punta de sus zapatos, que aparecían y desaparecían a medida que caminaba, y se guardó de volver la cabeza hacia él. Por el tono de su voz, adivinaba que debía de tener la expresión apasionada a la que no había podido resistirse antaño.

— A mí no me han parecido tan largos.

— ¡Dios, qué cruel sois! Pero no os creo. Ese loco de Bussy-Rabutin afirma que la ausencia es al amor lo que el viento al fuego… que extingue el pequeño y da más fuerza al grande. El mío es más fuerte que nunca, Sylvie. ¿Y el vuestro?

— ¡Dejémoslo aquí, os lo ruego! Es una pregunta que no os consiento que me hagáis, porque yo hace mucho tiempo que he dejado de planteármela. Dicho eso, la vida de la corte nos obligará a encontrarnos. Tendréis que contentaros con eso.

— Me gustaría mucho ver a vuestros hijos. La pequeña Marie era encantadora… y -añadió en un tono más grave- me haría feliz conocer a vuestro hijo.

— ¿Por qué? -preguntó ella, con la garganta súbitamente seca.

— Es… natural, me parece…

Ella le miró espantada, pero él acababa de detenerse cerca de un pórtico de rosas y jazmines, y olía una flor con aire de inocencia. ¿Qué sabía exactamente del nacimiento de Philippe? ¿Conocía la fecha exacta y había deducido la verdad? Sin embargo, la guerra pasaba en aquella época por sus momentos álgidos, y él estaba cargado de responsabilidades…

— ¿Qué os parece tan natural? -preguntó ella, decidida a colocarlo a la defensiva.

Él sonrió, cortó una rosa que le ofreció, y tomó su otra mano para apartarla de los jardineros que trabajaban; entonces, después de posar en sus dedos un beso muy ligero, murmuró:

— ¿No me dejaréis a nadie a quien pueda amar?

Sin añadir nada más, dejó caer la mano y se dirigió al improvisado teatro al aire libre, en el que poco después se iba a representar uno de esos ballets que tanto gustaban al rey. Pensativa, Sylvie subió a los aposentos de la reina.

La fiesta de Monsieur de Beaufort fue un éxito y el rey se divirtió. Sylvie bastante menos, porque desde el instante en que apareció formando parte del séquito de la reina, el mariscal de Gramont, que la perseguía con sus asiduidades desde Saint-Jean-de-Luz a pesar de la presencia de su esposa, la siguió a todas partes con una constancia que la joven consideró irritante.

El momento culminante de la jornada llegó cuando Beaufort, magníficamente vestido de tafetán negro con bordados de plata -Sylvie descubriría más adelante que, como ella misma, él únicamente llevaba los colores del luto-, vino a hincar la rodilla delante de la joven reina, a la que ofreció el negrito más precioso que pueda imaginarse. Debía de tener diez o doce años, y para realzar aún más su belleza lo habían vestido de raso dorado y tocado con un turbante a juego sobre el que ondeaban unas plumas blancas. Muy tranquilo, saludó primero con divertida gravedad cruzando las manos sobre el pecho e inclinándose, y luego, contento por los murmullos admirativos de los cortesanos, dedicó a la reina una radiante sonrisa.

— Viene del reino del Sudán, señora -explicó Beaufort en español-, expresamente para serviros. Es diestro en toda clase de juegos, toca la flauta y sabe bailar. Se llama Nabo… Es cristiano.

María Teresa, ruborosa de alegría, rió y aplaudió con las manos en un gesto familiar en ella, en tanto que su enana, que la seguía a todas partes como un perrito, tomó al niño de la mano y lo llevó a un cenador donde se había preparado un pequeño almuerzo con pasteles y golosinas, para compartirlo con él. Eran más o menos del mismo tamaño, pero el contraste entre los dos — ¡ella tan fea, a pesar de sus magníficos ropajes, y él tan hermoso!- era tan llamativo que provocó algunos chistes atrevidos sobre lo que podía salir más tarde de una pareja así. Una mirada severa del rey acalló las bromas, mientras María Teresa recomendaba:

— Puedes jugar con él, Chica, ¡pero no lo rompas!

En aquel rostro zafio, cuyos rasgos parecían no haber conseguido ponerse de acuerdo para componer una fisonomía, apareció de súbito una sonrisa sorprendente y luminosa.

— ¡Oh, no, es demasiado bonito! ¡Chica tendrá mucho cuidado!

Durante la cena fastuosa, en la que Beaufort se empeñó en servir en persona a su joven soberano, Mademoiselle, que por una vez no tenía apetito, se acercó a Sylvie, sentada aparte en un banco de piedra próximo a un grupo de rosales, y se instaló a su lado. Durante el largo viaje de regreso, las dos mujeres habían entablado amistad.

— ¿Qué hacéis aquí sólita? No me digáis que vuestro enamorado ya os abandona. ¿O es que le habéis despedido?

— ¿Mi enamorado? Oh… Monsieur de Gramont. Acaba de marcharse a París, donde le reclama no sé qué asunto. -Habló con un tono de indiferencia tan completa que la princesa se echó a reír.

— Vamos, veo con alegría que no os ha conmovido, y no podéis imaginar hasta qué punto me alegra.

— ¿Porqué?

— Porque tengo miedo de que enviude un día y pida vuestra mano.

— ¿Por qué habría de enviudar? ¿Es que la duquesa está enferma?

— Su salud no es muy boyante. Por otra parte, estar casada con un Gramont no es precisamente agradable, y la pobre François e de Chivré detesta el castillo de Bidache, donde él la tiene encerrada por lo general, y pasa tanto tiempo como puede con su hija, la princesa de Mónaco. ¡Allí debe de sentirse más segura!

— ¿Segura? ¿Es que no lo está al lado de su esposo?

— Oh, él no es un mal hombre, a pesar de su carácter irritable y sobre todo interesado; pero el peor es su hermano, el caballero, que es un verdadero demonio, y al que por desgracia el mariscal hace demasiado caso. Si aquél considera un día que una nueva alianza con una mujer rica y bien vista en la corte puede ser útil para la familia, la duquesa podría pasar en Bidache una última temporada… un tanto malsana.

— No querréis decirme, alteza, que esa pobre mujer podría…

La mirada asustada de su nueva amiga hizo sonreír a la princesa.

— ¡Oh, sí! Les creo muy capaces, y la pobre Françoise no lo ignora. Tiene pesadillas espantosas cuando está allí. Me contó que un día había visto el fantasma de su suegra…

— ¿La madre del mariscal? ¿Le ocurrió alguna desgracia?

— Es lo menos que puede decirse de ella. Escuchad…

Y Mademoiselle le contó cómo, un día de 1610, el padre del mariscal, al volver a su casa sin avisar, sorprendió a su mujer, la bella Louise de Roquelaure, en conversación íntima con un primo muy querido de él, Marsilien de Gramont. Su reacción fue inmediata: ensartó al seductor, mientras Louise conseguía huir a un convento vecino. El marido, furioso, la sacó muy pronto del claustro y la llevó ante una especie de tribunal compuesto por los notables de la región, y allí ella tuvo la penosa sorpresa de encontrar el cadáver de su amante, aún no enterrado. Los dos fueron Condenados a ser decapitados, lo que se cumplió de inmediato con Marsilien; pero en cuanto a su mujer, Antonin de Gramont prefirió esperar, dado que temía las represalias de un suegro que no sólo era el gobernador de Gascuña, sino además muy influyente en la corte. En efecto, Roquelaure apeló a la reina María de Médicis, y Gramont recibió la orden de «no atentar de ninguna forma contra la vida de su esposa». La orden fue comunicada a través del consejero De Gourgues, y Gramont se encolerizó. Marchó a París dejando a la culpable bajo la custodia de su madre, que no era otra que la famosa Diane d'Andoins, llamada Corisande, la primera pasión del joven Enrique IV, entonces rey de Navarra. Era una mujer dura y orgullosa que soportaba mal los estragos del tiempo. Detestaba a su nuera. ¿Dio o no el marido instrucciones a su madre? El caso es que el 9 de noviembre siguiente enterraron a la joven, y que Corisande se negó a que fuera acogida en el sepulcro de los Gramont…

— Se dice -concluyó Mademoiselle- que la infeliz fue arrojada al fondo de un pozo en el que Corisande la dejó morir con los huesos rotos. Por lo que a mí respecta, nunca he querido visitar Bidache, y os aconsejo que hagáis lo mismo…

— ¡Qué horrible historia! -exclamó Sylvie, estremecida-. ¿Y el hijo no intentó ayudar a su madre?

— Apenas la conocía. Desde su nacimiento vivía en la casa de Corisande, en Hagetmau. De modo que si os enteráis de la muerte de la duquesa, ¡poned pies en polvorosa!

Sylvie no la escuchaba. Estaba mirando la mesa real, en la que François llenaba la copa de Luis XIV con gestos casi tiernos. Mademoiselle captó esa mirada y suspiró:

— También ése os ama… y en el fondo no veo por qué razón no podéis casaros con él.

La sugerencia no sorprendió a Sylvie. La princesa era desde hacía mucho tiempo la mejor amiga de François, su cómplice durante la Fronda y sin duda también su confidente. Sin siquiera volver la cabeza, contestó:

— Durante años fue mi sueño imposible, y ahora lo es aún más…

— ¿Por culpa de esa desafortunada estocada? Todos estábamos un poco locos entonces, y nos acuchillábamos alegremente en familia según estuviéramos a favor o en contra de Mazarino. Pero aunque Beaufort se batió en duelo muchas veces, nunca fue el agresor. Por eso, creo, su hermana le ha perdonado la muerte de Nemours. También deberíais perdonarle vos…

— Ese perdón le corresponde a mi hijo. Cuando llegue a la edad adulta, ¡y ya no falta mucho!, sabrá a qué atenerse; y si él perdona, yo no tendré razones para ser más intransigente.

— ¿Y si no perdona, si provoca a Beaufort a un duelo?

— Yo sabré impedirlo, aunque sea a costa de mi vida. ¡Pero espero no tener que llegar hasta ese punto!

— También yo lo espero. Sin embargo, seguid mi consejo: haced las paces con Beaufort. ¡También Jimena acabó por casarse con Rodrigo!

Esta vez Sylvie se contentó con sonreír. No podía adivinar que un peligro mayor, y sobre todo más inmediato, iba a presentarse muy pronto.

El jueves 26 de agosto, aprovechando el frescor matutino, el rey y la reina, que ya habían marchado de Fontainebleau, se sentaron en un doble trono forrado de seda flordelisada con franjas de oro, instalado en un amplio espacio herboso y ligeramente elevado, situado aproximadamente a medio camino entre el castillo de Vincennes y la puerta Saint-Antoine. [11] Por supuesto, los dos iban vestidos con la suntuosidad que el pueblo espera de sus soberanos en las ceremonias; pero en ese día en que París iba a conocer a su reina, Luis XIV había apagado voluntariamente su propio brillo con el fin de que María Teresa brillara aún más. En efecto, ella llevaba un vestido de raso negro con tales bordados de oro y plata, tan enriquecido con perlas y pedrería, que no se veía el color original de la tela. Los diamantes relucían en su joven garganta, en las orejas, en los brazos, en sus manitas; y en su cabellera, peinada suelta para permitir que la admiraran, el sol de la mañana arrancaba mil destellos de la corona real. Luis se contentó con un atuendo enteramente bordado de plata y un solo diamante en el sombrero, bajo un penacho de plumas blancas.

La joven pareja recibió el homenaje de los cuerpos de la administración, y sufrió con paciencia el interminable discurso del canciller Séguier, envuelto en paño de oro de la cabeza a los pies y convencido de que aquél era el día de su triunfo: no era un secreto para nadie que el fin de Mazarino estaba próximo, y aquel imponente personaje pensaba que el cargo de primer ministro le esperaba…

Por fin, el nutrido cortejo que iba a llevar a la reina al Louvre pudo ponerse en movimiento. Luis XIV saltó, con evidente alivio, a la grupa de un hermoso caballo bayo, mientras María Teresa se instalaba en un «carro más bello que el que se atribuye falsamente al sol, y sus caballos habrían ganado el premio de belleza comparados con los del dios de la fábula». Despertó un entusiasmo delirante, al que respondió con sonrisas tímidas primero, y después más confiadas, acompañadas por un gracioso gesto con la mano a medida que se elevaban los vítores a su paso. Podía ver, caracoleando delante de ella, al hombre al que ahora amaba más que a nada en el mundo: de él, en este día de gloria, no podían venirle más que venturas. Aquello era muy distinto de la pompa española, donde el pueblo, profundamente inclinado, veía pasar en un silencio religioso a unos ídolos hieráticos ataviados como relicarios de santos. En París la gente también se inclinaba, pero luego se enderezaba a toda prisa para arrojar el sombrero al aire, gritar, cantar y recitar versos:

Venez, ó reine triomphante,
Et perdez sans regrets le beau titre d'Infante
Entre les bras du plus beau des rois. [12]

Eran las seis de la tarde cuando, de conciertos en homenaje y de himnos en arcos triunfales, el cortejo llegó por fin al Louvre, que para la ocasión se había remozado -la larga ausencia de la corte lo había hecho posible- y ofrecía unos aposentos renovados, tapicerías nuevas y flores por todas partes, aunque la Cour Carrée todavía no estaba terminada.

En compañía de Madame de Navailles y Madame de Motteville, Sylvie había asistido al desfile desde uno de los balcones del hôtel de Beauvais. Pertenecía a la camarera de Ana de Austria conocida como Cateau la Tuerta, cuya fortuna había conocido un auge increíble desde que, durante los días de la Fronda, se había hecho cargo personalmente de la instrucción sexual del joven rey, una hazaña que había encantado a la madre de éste. Más tarde el esposo de aquella dama, antiguo mercader de cintas en la galería del Palais, había sido nombrado consejero y barón de Beauvais, y sobre la pareja no había dejado de llover un maná celestial. Así habían podido comprar a Madeleine de Castille, la esposa de Fouquet, un terreno que daba a la Rue Saint-Antoine, en el que habían construido una magnífica mansión cuya novedad residía en el cuerpo principal del edificio, provisto de varios balcones que daban directamente a la calle. En los dos más hermosos, adornados con colgaduras de terciopelo púrpura, se habían instalado Ana de Austria en uno, con su cuñada la reina madre de Inglaterra y la joven Enriqueta, hija de ésta, y en el otro Mazarino y Turenne. Otras personas principales de la corte que no formaban parte del cortejo se habían repartido en los restantes balcones. Por su parte, Madame de Fontsomme y sus dos amigas sólo habían aceptado contra su voluntad: detestaban de forma unánime a aquella flamante baronesa de Beauvais, porque consideraban que muy poca diferencia había, en cuanto a honorabilidad, entre ella y la patrona de un burdel. Pero la propia reina madre les había dejado sin posibilidad de rehusar: eran «sus» invitadas, partiendo del principio de que la casa que ella honraba con su presencia era «su» casa. De modo que hubieron de transigir, y ello valió a Sylvie un saludo galante de Monsieur de Gramont, que desfilaba delante del rey con los demás mariscales de Francia; pero apenas se alejó el cortejo, poco deseosas de compartir el pan y la sal de Cateau la Tuerta, las tres hicieron la reverencia y se volvieron al Louvre dando un rodeo, para tomar allí un bocado a la espera de la llegada de la reina.

Al bajar de la carroza delante de la entrada principal -que era todavía la puerta de Borbón, pero no por mucho tiempo porque Luis XIV había decidido derribar lo que aún quedaba en pie del Viejo Louvre-, se presentó ante Sylvie un gentilhombre de una cuarentena de años, guapo todavía aunque vestido a la moda de diez años atrás, cuya figura y tez tostada señalaban a un aventurero venido de tierras lejanas. Su rostro irregular no carecía de encanto, y mostró una cortesía perfecta al saludar a Sylvie:

— Os pido el favor de perdonarme si os importuno, madame, pero estaba entre la multitud hace un momento y alguien me ha indicado que erais la señora duquesa de Fontsomme. Me sentiría desesperado si me he equivocado, porque en tal caso resultaría imperdonable…

— No os han engañado, monsieur. Soy en efecto la que os han dicho, pero… ¿puedo preguntaros por qué os interesáis en mí?

— Quisiera que me concedáis un instante de charla. Había pensado presentarme en vuestra casa, pero no estáis allí casi nunca, y me perdonaréis, espero, haber aprovechado hoy la ocasión.

— ¿Qué cosa tan importante tenéis que decirme, monsieur? Comprenderéis sin dificultad que no puedo detenerme más tiempo ni retener a las puertas de palacio a las damas que me esperan.

— No aquí, por supuesto, pero he tenido el honor, señora duquesa, de pediros una entrevista…

— De acuerdo. Ya que conocéis mi casa, estad allí mañana a las seis de la tarde. Yo no estaré de servicio. Pero antes… ¿me confiaréis vuestro nombre?

El desconocido barrió el suelo con las plumas fatigadas de su sombrero:

— ¡Aceptad mis excusas! Habría debido empezar por ahí. Me llamo Saint-Rémy, Fulgent de Saint-Rémy, y vengo de las Islas. Añadiré que somos un poco parientes.

Esas últimas palabras dieron muchas vueltas por la cabeza de Sylvie mientras subía a los aposentos de la reina con sus compañeras. Lo que encontraron allí hizo que las olvidara: la duquesa de Béthune, provisionalmente bien de salud -los boticarios de París tenían en ella a su mejor cliente-, acababa de llegar para hacerse cargo del servicio que Madame de Fontsomme había asumido desde las bodas. Había empezado por querer inspeccionar el guardarropa de María Teresa y sus joyas, pero no contaba con María Molina, que, respaldada por las demás españolas, por Nabo y por Chica, no estaba dispuesta a permitírselo y quería simplemente ponerla en la puerta. Molina dijo que no conocía más dama de compañía que «Madama de Fonsum» y no entendía qué pretendía hacer allí aquella intrusa ni por qué revolvía las joyas, cuya conservación no correspondía por lo demás a la dama de compañía, sino al guardián del gabinete. Como las dos hablaban en lenguas distintas, no había modo de que se entendieran, y el combate era tanto más encarnizado.

Madame de Motteville y Sylvie intervinieron en la batalla oratoria, que sin su presencia tal vez habría llegado más lejos, porque Molina se mostraba especialmente agresiva en todo lo relacionado con «su infanta» y Madame de Béthune tenía un carácter difícil. Nacida Charlotte Séguier e hija del canciller -el potentado de oro de unas horas antes-, había heredado la arrogancia de éste y se creía, según la expresión de Madame de Motteville que no le tenía la menor simpatía, «más duquesa que las demás».

Volvió la calma, pero el resentimiento de Madame de Béthune no se apagó. Con una injusticia palmaria, la emprendió con «Madame de Fontsomme, que desde el momento de la llegada de la infanta a Francia habría tenido que informar a sus criados del nombre de la verdadera dama de compañía, en lugar de instalarse en esa función como si no fuera sencillamente la suplente». Todo ello dicho en un tono ofensivo que exasperó a Sylvie.

— ¿Y por qué no recomendarles también que os recordaran cada noche en sus oraciones? -respondió-. Si hubierais venido a Saint-Jean-de-Luz como era vuestro deber, yo no me habría visto obligada a reemplazaros…

— ¡Sabiendo como sabíais que estaba enferma, habríais debido venir a pedirme permiso antes de marchar!

— ¿Pediros permiso cuando recibí del rey en persona la orden de presentarme allí? ¡Estáis soñando, madame!

— Entre personas bien educadas es así como se hacen las cosas, o como deberían hacerse.

— Id a contarlo a Sus Majestades.

— No dejaré de hacerlo, podéis estar segura. La etiqueta…

— … No tiene nada que ver con vuestros humores -interrumpió Suzanne de Navailles, impaciente-. En todo caso, pensadlo dos veces antes de ir a importunar a Sus Majestades. La reina quiere mucho a Madame de Fontsomme, con la que puede hablar en su lengua natal. Cosa que no ocurre con vos. Y el rey, al que ella enseñó a tocar la guitarra, siente por ella más que respeto.

Cuando llegó María Teresa, abrumada de cansancio después de aquella larga jornada de ceremonias bajo un sol de justicia, sus mujeres se apresuraron a rodearla para librarla de los pesados ropajes del desfile; pero cuando Molina quiso deshacer su peinado, Madame de Béthune se interpuso:

— Corresponde a la dama de compañía cumplir esa función.

Y empujó a Molina para apoderarse de la reina, a la que habían envuelto en una bata de fina batista. Pero no es peluquera quien quiere, y a los pocos instantes fue evidente que, al quitar las sartas de perlas o las piedras aisladas, tironeaba los cabellos de su paciente, que sin embargo no decía nada y sufría el suplicio con una mansedumbre ejemplar. Pero Madame de Navailles no soportó aquello mucho tiempo:

— ¡Vaya por Dios, madame, qué torpe sois! Dejad esa tarea a quien puede hacerla.

— ¡La reina no se queja, que yo sepa!

— No -cortó una voz autoritaria-, porque es la bondad misma y debe considerar esto como una penitencia que ofrecer al Señor. ¡Retiraos, Madame de Béthune, y dejad hacer a Molina!

Seguida por la indispensable Motteville, la reina acababa de hacer su entrada en los aposentos de su nuera, imponente y majestuosa como de costumbre; y todas las damas doblaron la rodilla. Les sonrió, pero no había acabado con Madame de Béthune, a la que no le disgustaba poder reñir: ¿no era acaso la hija de aquel Séguier que, en una época de prueba, había tenido la audacia de ponerle la mano encima para apoderarse de una carta? [13] Una ofensa que la orgullosa española no le había perdonado. Y Madame de Béthune se parecía mucho a su padre.

— ¡Por lo visto, estáis dispuesta a cumplir vuestro oficio sólo cuando os parezca bien! No os hemos visto durante semanas, y aparecéis de repente, en el momento en que menos se os espera, para romper la armonía del servicio de la reina. ¿No llamaríais a eso frescura?

Temblorosa de cólera pero sumisa, la duquesa se excusó alegando su mala salud y unos dolores que no le habían permitido estar junto a las demás damas para ser presentada en el momento de la boda. Estaba desolada al saber que la habían echado tanto de menos…

— ¿Echado de menos? Nadie os ha echado de menos. Sabéis muy bien que debéis vuestro cargo a la insistencia del señor cardenal, que deseaba contentar al señor canciller… Ahora el asunto está zanjado. Señoras -añadió elevando la voz-, tengo que daros una gran noticia: Su Majestad la reina viuda de Inglaterra, mi hermana, nos ha hecho el honor de conceder a mi hijo Felipe la mano de su hija Enriqueta. Las dos van a regresar muy pronto a Londres con el fin de obtener el consentimiento del rey Carlos II, que se da por descontado. Durante ese tiempo nos cuidaremos de la composición de la casa de la futura duquesa de Orleans… ¡Vamos, calma! -concluyó entre risas-. ¡La noticia no es tan noticia, y todas lo sospechabais ya!

En efecto, aquel rumor había circulado por los salones desde el regreso de la corte. Mazarino apadrinaba el proyecto con un entusiasmo comprensible: aquel matrimonio representaría para él una excelente ocasión para hacer las paces con el joven Carlos II, al que con tanta frecuencia había negado el subsidio para no comprometer su alianza con Cromwell, y cuyo repentino ascenso al trono le había planteado algunos problemas.

Ana de Austria dejó que se apagasen los murmullos, y luego se acercó a Sylvie al tiempo que miraba de reojo a la dama de compañía:

— ¿Qué edad tiene vuestra hija Marie, Madame de Fontsomme?

— Catorce años, Vuestra Majestad.

— Por tanto, tendrá quince el año que viene, cuando se celebren las bodas. La edad que teníais vos misma, querida Sylvie, cuando vinisteis a servirme… ¡con tanta devoción! De modo que me parece muy indicado que ocupe un lugar entre las doncellas de honor de la nueva Madame. La última vez que la vi, prometía ser bonita, y Monsieur está muy empeñado en que su corte se componga únicamente de personas jóvenes y hermosas.

Aquel nombramiento delante de todas las demás era un favor extremo y, al inclinarse en una reverencia para agradecerlo, Sylvie lo recibió como tal. Pero no por ello sintió alegría. Más bien temor: ignoraba con qué elementos se formaría aquella nueva corte, brillante sin duda a juzgar por los gustos suntuarios y refinados del joven Monsieur, pero tal vez aún menos provista de sensatez que la que se alojaba en el Louvre cuando ella misma entró a formar parte. Marie no era ni débil ni miedosa. Tenía un carácter fuerte y soñaba con brillar en el mundo. Sin duda estaría encantada, pero su madre sabía que su propia tranquilidad se había terminado. Más aún porque aquel día de gloria acababa de crearle una enemiga. No había equívoco posible respecto de la mirada venenosa que le dedicaba en ese momento la dama de compañía titular.

Aquella noche le costó mucho dormirse, a pesar de las palabras apaciguadoras que le prodigó Perceval al verla volver a casa visiblemente nerviosa.

— No te atormentes por un suceso que tendrá lugar al cabo de un año. Cada día tiene su afán…

— ¡Precisamente! Además de Marie, está ese personaje, Monsieur de Saint-Rémy, que no sé qué quiere de mí.

— ¡Lo que quiere de «nosotros»! Sabes muy bien que yo estaré contigo. Mientras tanto, intenta descansar. Yo salgo.

— ¿Adonde vais?

— A Saint-Mandé, a invitarme a cenar en casa de nuestro amigo Fouquet. Sabes que tiene intereses en las Islas. Quizá pueda decirme algo sobre ese personaje.

Siguiendo su costumbre, Perceval desdeñó tomar el coche y marchó a caballo -decía que a caballo se pasaba por todas partes y con mayor rapidez-, pero volvió antes de lo que esperaba: el encantador castillo de Saint-Mandé, en el que Fouquet trabajaba y reunía a su grupito de artistas, escritores y sin embargo amigos fieles, estaba prácticamente vacío aquella tarde. Perceval únicamente encontró allí al poeta Jean de La Fontaine, pensativo a la sombra de su cedro favorito mientras paladeaba el vino de Joigny que Vatel, el cocinero jefe del superintendente, encargaba para él. Siempre amable, ofreció una copa al visitante pero fue incapaz de informarle sobre el paradero de Fouquet. Lo único seguro era que aquella noche cenarían sin él. El caballero de Raguenel se excusó, y se disponía a partir después de rogar a La Fontaine que anunciara su presencia para el día siguiente, cuando apareció el abate Basile. Era casi lo mismo preguntarle a él que al dueño porque Basile, la oveja negra de la familia, era no sólo el hermano menor, sino además el hombre de confianza de Fouquet.

Era una persona curiosa, aquel abate comendatario de Saint-Martin de Tours que nunca había recibido las órdenes, cosa preferible desde el punto de vista de la Iglesia. Intrigante, epicúreo, belicoso como la espada que apenas nunca le abandonaba y casi tan inteligente como su hermano mayor, era astuto como un zorro y aficionado a enredar. Se había desplegado como una flor al sol durante los tumultos de la Fronda, en los que al menos dio prueba de coherencia al servir con fidelidad a Mazarino -y a su hermano, por supuesto- a lo largo de once años. Era además un alegre vividor y un chismoso, y escuchó lo que Perceval tenía que decirle con la atención que merecía un hombre que pertenecía a una familia rica y bien vista en la corte.

— ¿Saint-Rémy, decís? Debería de ser fácil localizarle. Los franceses no son demasiado numerosos en las islas de América. Es posible que ese hombre venga de allí: sé que hace pocos días arribó un navío al puerto de Nantes; falta saber si él estaba a bordo, y no dejaré de informarme.

Y cuando Perceval, algo más animado, le dio las gracias, respondió:

— Una sonrisa de la señora duquesa de Fontsomme será mi mejor recompensa. ¡Hace años que estoy a sus pies, pero ella no parece haberse dado cuenta! Verdad es que, como estoy detrás de Nicolas, nadie me ve.

— A propósito, ¿sabéis dónde está?

— En Charenton, en casa de Madame du Plessis-Belliére. Ha ido a refugiarse allí en busca de un poco de aire fresco. Ha salido sofocado de rabia de la casa del señor cardenal, que, a pesar de su mala salud, no para de presionarle para conseguir los intereses de las sumas que le fueron confiscadas durante la Fronda.

— ¿Un hombre en su estado no debería pensar más en la salvación de su alma que en aumentar su fortuna?

— Un hombre normal como vos y como yo, sin duda, pero el señor cardenal está más encariñado con su bolsa que nunca. Hay que verle vagando por las salas de su palacio o de sus aposentos del Louvre, en zapatillas, apoyado en un bastón y con lágrimas en los ojos. Cuando no maltrata a mi hermano, no para de decir adiós a todas las obras de arte que ha reunido y que se verá obligado a abandonar, ay, en un día ya cercano. ¡Y llora! ¡Es para morirse… de risa!

— No creo que el señor superintendente haya de sofocarse por ello. Conoce desde hace mucho tiempo la codicia del cardenal, y no es una novedad para él.

— Ciertamente, pero la novedad es que, apenas en presencia de Su Eminencia, ve a Monsieur Colbert salir de algún agujero con un memorial en la mano… Sería hora, creo yo, de que el Señor se apresurara a llevarse con él al cardenal: ese Colbert lo invade todo…

— ¿Tenéis la esperanza de que las cosas mejorarán cuando nuestro joven rey tome las cosas en su mano?

— Claro que sí. Es joven, precisamente, y adora a su madre, que es muy amiga de mi hermano. ¡Y éste sabe ser tan seductor…! Será primer ministro.

Perceval admiró la rotunda confianza del abate Basile sin compartirla. Sentía por Nicolas Fouquet estima y afecto, pero temía que sus brillantes cualidades no fueran otros tantos defectos a los ojos del siniestro Colbert, y que, si chocaban en el futuro, le ocurriera como al jarrón de porcelana que se estrella contra uno de hierro. De momento, sin embargo, estaba contento por haber encontrado a Basile: el abate era el hombre que necesitaba para conseguir una información que habría sobrecargado inútilmente las tareas del superintendente.

Al día siguiente a la hora prevista, Monsieur de Saint-Rémy se presentó en el hôtel de Fontsomme. Mientras seguía a través de los salones al lacayo de librea con los colores verde, negro y plata, sus ojos iban de izquierda a derecha como si intentara evaluar las riquezas de aquella casa noble y rica, con una expresión que no habría gustado a sus habitantes de haber podido sorprenderla. Fueron así hasta la biblioteca, donde el difunto mariscal había acumulado cierto número de rarezas literarias que hacían las delicias de Perceval. Este estaba, sin embargo, examinando un documento sacado del archivo familiar en el momento en que el visitante fue introducido en la estancia. Desde el umbral, éste saludó con una reverencia mundana, y aceptó el asiento que Sylvie le ofreció después de presentarle a su padrino.

En un segundo examen, Saint-Rémy no le gustó mucho más que la primera vez, a pesar de cierta gracia, de cierto magnetismo que no se le escaparon. No por ello fue menos cortés.

— Pues bien, señor, ¿qué cosa tan importante teníais que decirme para haberme seguido hasta las puertas del Louvre?

El gentilhombre de las Islas parecía un tanto embarazado. Se tomó su tiempo para responder. Finalmente esbozó una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes bien formados, y se decidió:

— Se trata de una vieja historia, señora duquesa, que tal vez juzgaréis banal, pero que para mí tiene una importancia extrema porque de vos depende que tenga un final feliz o no, en función del humor con que la recibáis. Dicho en pocas palabras, tengo el honor de ser vuestro cuñado.

La sorpresa fue mayúscula. Por instinto, Sylvie volvió la mirada a Raguenel, cuyo gesto de desenrollar un pergamino se detuvo un breve instante; pero la mirada que volvió a posar ella sobre su visitante era serena.

— Debéis de estar en un error, señor -dijo con frialdad-, o tal vez sois víctima de una confusión de nombres, pero nunca he sabido que mi difunto esposo tuviera un hermano…

— E incluso un hermano mayor. Me apresuro a añadir, sin embargo, que siempre lo ignoró. Ya os lo he dicho, se trata de una vieja historia muy repetida, la de unos amoríos de juventud que acaban mal… pero dejan fruto.

Perceval consideró que había llegado el momento de intervenir.

— Si he entendido bien, señor, sois un bastardo.

El otro lanzó un suspiro capaz de derribar las paredes.

— Es posible ver las cosas de ese modo, pero yo no habría debido serlo. Cuando el difunto mariscal estaba todavía sujeto a la patria potestad y llevaba el nombre de marqués d'Autancourt que más tarde pasó a su hijo, se enamoró perdidamente de mi madre, que era muy bella pero pertenecía a la pequeña nobleza de Boulogne. Ella quedó encinta y, como había hecho anteriormente Enrique IV con Mademoiselle d'Entragues, él le entregó antes de partir a la guerra una promesa de matrimonio firmada, si el hijo que ella esperaba era varón. Por desgracia, el padre de mi madre, al que de ninguna manera quiero llamar mi abuelo, se dio cuenta del estado de su hija, y era un hombre de gran severidad. La encerró en un convento a la espera de que ella diera a luz, y dio la orden de que se hiciera desaparecer al hijo, fuera niño o niña, para casar después a su hija con el hombre rico al que la destinaba. Mi madre no pudo soportar su destino: consiguió huir del convento con la ayuda de un joven que la amaba y que quería ir a América. Yo nací en el barco. Más tarde, ellos conocieron a Monsieur Belain d'Esnambuc en la isla de Saint-Christophe, y, por supuesto, se casaron… Pero mi madre siempre conservó la promesa de matrimonio que habría debido hacer de mí un duque de Fontsomme… y el dueño de todo esto.

Lo dijo sin cólera, e incluso con una dulzura que a Sylvie le pareció mucho más desagradable. Tampoco le gustó a Perceval.

— Como bien decís, monsieur, vuestra historia es interesante… aunque banal, y no alcanzo a ver lo que esperáis de nosotros. No os proponéis, espero, atacar el matrimonio del difunto mariscal de Fontsomme con Mademoiselle de Nesles, ni el del difunto duque Jean con Mademoiselle de Valaines, aquí presente…

— En absoluto, en absoluto, pero… una promesa de matrimonio debidamente firmada es una cosa seria, que podría ser tomada en consideración por el Parlamento en caso de que la señora duquesa no tuviera un heredero varón.

— Se ve que venís de lejos, monsieur -dijo Sylvie-. Tengo un hijo…

— ¡Póstumo! Ya veis que estoy más al corriente de lo que creéis, señora. Como su padre abandonó este mundo antes de su nacimiento, no pudo reconocerlo… Por consiguiente, no es duque de Fontsomme sino porque vos sois su madre.

Sylvie se sintió palidecer, pero Perceval decidió que ya había oído bastante. Sin moverse del lugar que ocupaba cerca del sillón de su ahijada, señaló la puerta.

— ¡Fuera! No sé lo que esperabais al venir a contarnos vuestros chismes, pero me parece que ya hemos perdido bastante tiempo. ¡Vamos, fuera!

Al mismo tiempo, cogió una campanilla colocada en una mesa para hacer volver al lacayo, pero Sylvie le detuvo con un gesto; estaba un poco asombrada de ver a Perceval, siempre tan dueño de sí, perder de repente toda su flema.

— ¡Un instante! Deseo saber un poco más sobre este personaje. Lo primero, me parece muy fácil decir que se está en posesión de un documento, pero además hay que mostrarlo…

— Si sólo se trata de eso, puedo hacerlo ahora mismo… al menos su copia fiel, porque no es conveniente llevar consigo a todas partes algo tan importante. Lo he reproducido todo con fidelidad, incluso el dibujo del sello, que es de cera verde.

Sylvie echó una ojeada al facsímil, y luego lo entregó a Perceval.

— Una copia fiel, ¿eh? -gruñó éste-. ¿Quién nos dice que no es todo lo que poseéis?

— El simple hecho de que podéis quedárosla, a fin de empaparos de ella lo bastante para comprender que no se trata de una broma. Veréis el original cuando esté en manos de un juez. Esperaba no verme obligado a llegar hasta ese punto…

— Con exactitud -replicó Sylvie-, ¿qué esperabais al presentaros en esta casa? ¿Que yo iba a deciros: estamos desolados de ocuparla en vuestro lugar, señor duque, y vamos a hacer lo necesario para entregároslo todo para vuestro mayor disfrute? Y eso a pesar del hecho de que me casé en el Palais-Royal, en presencia del rey, la reina y el cardenal Mazarino…

Fulgent de Saint-Rémy esbozó una sonrisa indulgente que trataba de ser apaciguadora.

— Calmaos, señora duquesa. Nunca he imaginado nada por el estilo. Sólo… que soy pobre, no tengo familia… y esperaba encontrar una.

— ¿Aquí? ¿Con nosotros? -exclamó Sylvie, asombrada de la audacia del personaje.

— ¿Por qué no? Vuestro difunto esposo y yo éramos medio hermanos… y creedme que yo sería un tío muy aceptable para vuestros hijos.

— ¡Vuestras bromas no tienen gracia, muchacho! -gruñó Perceval-. ¡Marchaos de inmediato, y aprisa!

— ¿Para ir adonde? ¡Ved! No tengo ni una perra chica… -Y para demostrar que no mentía, se levantó y dio la vuelta a sus bolsillos. Luego añadió-: La miseria es mala consejera. Mi viaje hasta aquí me ha costado todo lo que me quedaba.

— ¿Y habéis pensado que un chantaje era el medio adecuado para reflotar vuestras finanzas? -repuso Perceval con sarcasmo-. Pues bien, os ha fallado. Podéis presentar vuestro… papel mojado a todo el Parlamento, nadie os hará caso; y si intentáis un proceso, puede durar años.

— En el actual estado de cosas, sin duda carezco de los medios para pleitear. Pero si por casualidad, ¡Dios no lo quiera!, el joven duque desapareciera… Y debo añadir que Monsieur Colbert me protege.

Al grito de horror de Sylvie respondió la exclamación del caballero de Raguenel, y la campanilla fue agitada con tal frenesí que comparecieron cuatro criados.

— ¡Echad fuera a este hombre, y que no vuelva nunca a esta casa! -gritó Perceval.

Al mismo tiempo, Sylvie fue a coger una bolsa de un armario y la entregó al hombre al que se llevaban.

— Ninguna necesidad se ha dirigido a mí nunca en vano. Hay aquí cincuenta escudos: haced buen uso de ellos, y no volváis nunca.

Los ojos de Saint-Rémy brillaron. Sonrió abiertamente, y se libró de los lacayos con una violenta sacudida:

— ¡Sé salir sin ayuda…! Muchas gracias, señora duquesa. Sois una buena persona, y me acordaré de ello.

Escoltado por los criados, salió de la sala con aires de emperador. Mientras, la cólera de Perceval se volvió ahora contra Sylvie.

— ¿No estás un poco loca para haberle dado ese dinero? ¿Le has oído? ¡Se acordará de tu generosidad! ¡Eso quiere decir que no vas a poder librarte de él! ¡Nunca! ¿Lo entiendes?

El terror que se había apoderado de la joven cuando Saint-Rémy habló de la posibilidad de la muerte de su hijo se convirtió en una violenta crisis nerviosa.

— ¡Pues bien, será uno de mis pobres, y eso será todo! ¿No habéis comprendido lo que ha dicho? Si no le ayudamos la tomará con Philippe…, ¡y yo no quiero que le ocurra nada malo a mi niño!

— ¡Sylvie, Sylvie! Acabas de poner en marcha un engranaje que ya no se detendrá. Ha comprendido que tenías miedo, y se aprovechará a fondo. Hoy se ha contentado con lo que le has dado, y que era excesivamente generoso, pero mañana pedirá el doble, y luego (¿por qué no, sabes acaso dónde se va a detener una persona con tal desvergüenza?) la mano de tu hija, porque pretende a toda costa entrar en la familia. ¿Qué harás entonces?

— Decidme qué proponéis.

— Traernos a Philippe con nosotros y renunciar al colegio hasta que nos hayamos librado de ese hombre.

— Ya se me había ocurrido. Además, entre el abate de Résigny y vos aprenderá por lo menos tanto como en el colegio. ¿Qué más?

— Hacer lo necesario para eliminar este peligro, porque es grave, no lo dudes. Para empezar, averiguaré todo lo que pueda sobre él, porque su historia me ha parecido un poco esquemática. Cuento con el abate Fouquet para saber más cosas.

Los nervios de Sylvie iban calmándose y dieron paso a la reflexión.

— Hay una cosa que me extraña: ¿cómo, si acaba de desembarcar de las Islas, puede saber que mi hijo nació exactamente nueve meses después de la muerte de su padre? Sólo faltaría que también estuviera informado de lo que sucedió en Conflans aquella noche.

— Si lo sabe, ha tenido que enterarse estando ya aquí, pero en ese caso, ¿de qué manera? No veo cómo ese Colbert al que llama su protector puede haber conocido nuestros secretos. Por otra parte, aunque es el enemigo jurado de nuestro amigo Fouquet, su posición es aún demasiado frágil para que se mezcle en intrigas de esa clase. Nunca le has ofendido, que yo sepa.

— Apenas nos conocemos. Cuando nos vemos se muestra siempre muy amable, cortés incluso, y yo intento ponerle buena cara a pesar de que no me gusten ni su mirada ni su conducta con el superintendente.

— ¡Tenemos que saber más, como te digo! ¡Hemos de saber, a no importa qué precio! Y… a propósito, te pido excusas por mi reciente comportamiento. Eras tú quien tenía razón, porque con tus monedas de oro sin duda hemos ganado algo de tiempo. Ese hombre se va a dormir encima de su bolsa, y a soñar con riquezas sin cuento, pero nosotros no tenemos ningún motivo para comportarnos igual que él. ¡Qué lástima que nuestro querido Théophraste Renaudot nos haya dejado! Nadie como él sabía encontrar el porqué de las cosas y abrir la caja de Pandora…

A pesar de ese lamento póstumo, el abate Fouquet no tardó en mostrar su utilidad. Una semana más tarde, Perceval supo por él que en efecto el 10 del mes anterior el mercante Ange Gabriel, perteneciente al armador Le Bouteiller de Nantes, había atracado en este puerto con un cargamento de maderas exóticas, procedente de la isla de Saint-Christophe y con algunos pasajeros a bordo; pero ninguno de ellos se llamaba Saint-Rémy ni correspondía a la descripción facilitada.

4. La amenaza

Mazarino daba su última fiesta. Aquella tarde, en sus aposentos del Louvre, iluminados a giorno, los comediantes de Monsieur, dirigidos por Moliere que no sólo era el autor de las obras sino además el director de escena y el intérprete principal, iban a representar dos piezas: El atolondrado y Las preciosas ridículas. La representación no tenía lugar en su casa únicamente para comodidad del ilustre enfermo, sino porque el teatro del Petit-Bourbon, vecino del Louvre, en el que normalmente actuaba la nueva compañía de moda, había sido demolido debido a la renovación del viejo palacio, y el teatro del Palais-Royal, que Monsieur pretendía convertir en el magnífico escenario de sus futuras fiestas de recién casado, aún no estaba terminado. En el fondo nadie lo lamentaba, porque la decoración de la galería, en la que se exhibía parte de las colecciones de arte del cardenal, era de una gran suntuosidad. Para Marie de Fontsomme era su primera fiesta, e iba a ser presentada en ella al rey, a las dos reinas y sobre todo a Monsieur; de modo que abría de par en par sus grandes ojos maravillados y apenas podía contener su alegría. ¡Por fin iba a vivir en aquel mundo deslumbrante en que tanto soñaba encerrada en su convento!

Vestida de raso azulado con un encaje espumoso que imitaba las nubecillas en un cielo matinal, cintas a juego en su cabellera rubia artificiosamente peinada, y un hilo de perlas para subrayar la base de su gracioso cuello, la adolescente formaba con su madre -terciopelo y encaje negros como fondo de un extraordinario aderezo de diamantes ligeramente rosados, piedras que el mariscal-duque había comprado tiempo atrás a un mercader de Brujas- una imagen que atraía las miradas y provocaba expresiones distintas. Mademoiselle, que fue la primera en verlas, se mostró decididamente admirativa.

— Imposible decir cuál de las dos es más bonita, pero haréis mal, mi querida duquesa, si guardáis mucho tiempo soltera a esta preciosa niña…

— ¡Oh, pero yo no quiero casarme pronto! -protestó Marie-. Voy a ser doncella de honor de la nueva Madame, y dicen que cuando ella esté aquí, Monsieur dará fiestas todos los días.

— Es verdad -suspiró la princesa-. A vuestra edad, las fiestas son lo más importante…

— ¿Ya no le gustan a Vuestra Alteza? -preguntó Sylvie con una sonrisa-. Sin embargo, sabe organizarías tan bien…

— Puede ser, pero apenas me apetecen. Además, no me siento del todo dueña de mi propia casa. A la vuelta de Saint-Jean-de-Luz, he tenido la sorpresa de encontrar a mi suegra [14] instalada en mi Luxembourg. No para de llorar y resoplar, lo registra todo y molesta a todos mis criados. ¡Hay momentos en que me pregunto si no debería entrar en un convento!

Lo cierto es que la melancolía de Mademoiselle se debía menos a su cohabitación forzada con una princesa inoportuna que a las próximas bodas de Monsieur. Dada la altura de su rango, había pensado durante mucho tiempo que únicamente el rey o su hermano serían dignos de ella; pero el primero acababa de casarse, y el segundo se disponía a hacer lo mismo. La vida carecía de encanto en los últimos tiempos. Sylvie, que sabía muy bien todo aquello, se permitió una sonrisa.

— ¡Sería una lástima! Siempre he pensado que Vuestra Alteza sería una gran reina, y en Europa no faltan los reyes casaderos. Empezando por el rey de Inglaterra…

Una exclamación de Marie la interrumpió.

— ¡Oh, mamá, mira, el señor duque de Beaufort! ¡Qué guapo es! ¡Y qué porte regio! Es un magnífico gentilhombre, desde luego.

— ¿Pero de qué lo conoces tú? -preguntó Sylvie, atónita.

— ¿Cómo de qué lo conozco? ¡Pero mamá, acuérdate! Fuiste tú misma quien me lo presentó una mañana en Conflans. Nunca lo he olvidado… Además, le he visto dos o tres veces en el locutorio de la Visitation.

Si el techo pintado por Primaticcio se hubiera derrumbado sobre su cabeza, Sylvie se habría sentido menos desconcertada que ante la perspectiva que se abría de repente ante ella. ¿Era posible que Marie, su pequeña Marie, se hubiera dejado atrapar por el encanto del que ella misma había sido cautiva durante tantos años? La risa de Mademoiselle, que felicitó a Marie por su buen gusto, refrenó el impulso que sentía de tomar a su hija de la mano y escapar de allí. De todas maneras, el mal estaba hecho y ninguna fuga serviría de nada. Su propia experiencia lo probaba…

Mientras tanto, François se aproximaba, acompañado desde hacía un instante por Nicolas Fouquet y por dos jovencitas cuya visión arrancó una exclamación de cólera de la joven Marie.

— ¡Oh, Dios mío! ¡Está con esas horribles Nemours, a las que no soporto!

— En eso os doy la razón -dijo Mademoiselle-. No sólo son feas, además se dan unos humos insoportables desde que alguien les ha predicho que una sería reina y la otra soberana.

Los dos grupos se juntaron. Hubo un intercambio de reverencias, saludos y cumplidos, con la gracia exigida por el código de la cortesía, y luego, mientras Mademoiselle bromeaba con Beaufort sobre su papel de carabina de sus sobrinas, Fouquet se llevó aparte a Sylvie.

— He sabido por mi hermano el abate que os importunan, madame. Es algo que no toleraré. Se trata de un hombre que pretende ser el bastardo de vuestro suegro, el difunto mariscal, ¿no es así?

— En efecto. Al parecer, tiene en su posesión una promesa de matrimonio firmada por el mariscal… Oh, todo esto es algo terriblemente complicado, amigo mío, y estáis ya sobrecargado de trabajo…

— ¡No sigáis! No hay nada que no esté dispuesto a hacer por vos. Mañana veré al caballero de Raguenel y tomaremos juntos las disposiciones oportunas. Como sin duda se trata de buscar a un hombre en los bajos fondos de París, haré que me acompañe uno de mis funcionarios, un joven fuera de lo común que tiene el olfato de un sabueso y que ya me ha prestado grandes servicios: se llama François Desgrez.

— No estoy del todo segura de que viva en los bajos fondos. Es un hombre que presume de noble, y como le di algo de dinero…

— Buscaremos en los garitos. Pero lo que quiero -añadió al tiempo que tomaba la mano de Sylvie, medio cubierta por un mitón de encaje, para besarla- es que estéis tranquila y que dejéis a vuestros amigos ocuparse de un personaje al que nunca se tendría que haber concedido el derecho de abordaros.

Miró de reojo el pequeño cortejo de criados que traían a Mazarino en una silla de manos para colocarlo frente al escenario, y sonrió.

— Dentro de poco dispondré de un poder casi ilimitado, y estará enteramente a vuestro servicio…

Y se alejó para reunirse con el rey, que llegaba seguido de un brillante séquito de jóvenes gentileshombres. Apenas se hubo incorporado de su reverencia, Sylvie se acercó al grupo formado por Mademoiselle, Beaufort y las tres muchachas, y constató que las pequeñas Nemours estaban sumamente agitadas: acababan de ver a su ídolo, su querido «Péguilin», y sin preocuparse del protocolo querían a toda costa hablar con él, lo que hizo enfadarse a Beaufort:

— ¡O estáis tranquilas -gruñó-, o no me encargo más de vosotras! No me hagáis lamentar no haberos dejado a la cabecera de vuestra madre en lugar de traeros a ver la comedia.

— ¿Está enferma Madame de Nemours? -preguntó Mademoiselle.

— Una de sus eternas migrañas. De todas maneras, no habría venido a la casa del cardenal… ¡lo que no impide que estas dos señoritas sean insoportables! ¡Cuando pienso que ésta tiene que casarse con el heredero de la Lorena! -añadió señalando a la mayor-. No tienen más que a ese «Péguilin» en la cabeza…

— Tendré que mirarlo con más atención -rió Mademoiselle-. ¡Ah, ahí están las reinas! Vamos a ocupar nuestro lugar, querida -dijo volviéndose hacia Sylvie…

En ese momento, Sylvie oyó la vocecita clara de su hija preguntar:

— ¿Por qué no venís nunca a vernos, señor duque? Las rosas de Conflans siguen tan bellas como siempre, ¿sabéis?

Sylvie pensó entonces que los niños más queridos pueden resultar a veces una cruz muy dura de soportar. Sin dejar a François tiempo para contestar, dijo con un poco de nerviosismo:

— ¡Ya es hora de que aprendas a comportarte en la corte, Marie! Se dice «monseñor», y no se hacen preguntas impertinentes a un príncipe de sangre…

— ¡Oh, estoy segura de que a… monseñor no le importa!

— ¡En absoluto! Muy al contrario -dijo Beaufort al tiempo que buscaba la mirada huidiza de Sylvie-. Pero es a la señora de la casa a quien corresponde formular una invitación…

— Pero si mamá estará encantada…

— Ya has charlado bastante, Marie -la interrumpió Sylvie-. El espectáculo va a empezar en cuanto se sienten Sus Majestades.

En efecto, las reinas tomaban asiento en los sillones preparados para ellas. Luis XIV, por su parte, se quedó de pie y se contentó con apoyarse con negligencia en el respaldo del cardenal. Esa situación, al dejarle mayor libertad de movimientos, le permitía desarrollar todo un intercambio de sonrisas y guiños con la bella condesa de Soissons, Olympe Mancini, que había sido amante suya antes de casarse y que parecía gozar de nuevo de su predilección. Sin duda había vuelto a convertirse en su amante; bastaba para convencerse de ello ver el rostro inquieto y los ojos enrojecidos de la joven reina, cuya mirada no se apartó ni un momento de su esposo mientras duró la representación de las dos comedias. Esa preocupación tuvo al menos el mérito de entretenerla, porque aún era incapaz de entender la frase más sencilla, a pesar de las explicaciones que le daba su suegra.

Las dos comedias fueron muy aplaudidas. Después de bajar el telón, el autor fue a recibir las felicitaciones del rey y el cardenal, cada uno de los cuales le dio una pensión de tres mil libras. Luego Luis XIV felicitó a su hermano, y le dijo que le envidiaba sus comediantes. [15]

— Es un honor ser envidiado por el rey -respondió Monsieur exultante-, pero ¿puedo preguntar a mi hermano si tiene noticias de Londres? ¿Se sabe por fin cuándo va a traernos Madame Enriqueta a mi prometida? ¡Me parece que las cosas se están retrasando mucho!

— ¿Pero es que os corre prisa, hermano? -dijo Luis XIV riendo.

— Pues sí que tengo prisa.

— ¿Prisa de entrar en posesión de vuestra herencia como duque de Orleans, de Chartres y de otros lugares, o de verdad tenéis prisa por casaros con unos huesecillos de santo?

— ¡Tal y como es, nuestra prima Enriqueta me gusta! -respondió Monsieur molesto-. Y no hay ninguna razón para que yo no sea tan feliz en mi matrimonio como vos, hermano.

Mientras tanto, Sylvie había presentado a su hija a las dos reinas, que la acogieron con mucha amabilidad.

Monsieur, vuelto hacia ellas, examinó a Marie, sonrió y añadió:

— Además, estoy impaciente porque rostros tan bellos como éste vengan a hacer florecer mis castillos y me ayuden a convertir mi corte en un lugar amable.

— ¿Queréis decir que la nuestra no os gusta?

El diálogo se endurecía por momentos, y Mazarino se apresuró a ponerle fin, pidiendo permiso para retirarse. En efecto, parecía a punto de desmayarse, y todos se apresuraron a socorrerle mientras Luis XIV ofrecía la mano a su esposa para conducirla a sus aposentos. Sylvie no les siguió: Madame de Béthune estaba en su puesto, como siempre que había fiesta o ceremonia. Pero de vuelta a la Rue Quincampoix, tuvo que vérselas con su hija.

Marie, que no había dicho palabra durante todo el trayecto, estalló sin esperar siquiera a desprenderse de su gran capa de piel.

— La verdad, mamá, es que no te entiendo. ¡Has sido descortés hasta un punto asombroso con Monsieur de Beaufort! Creía que era amigo tuyo. ¿Ya no lo es?

La voz era cortante, el tono duro, y Sylvie tembló interiormente. Después de haberla atormentado para toda su vida, ¿iba François a convertirse en un motivo de peleas entre ella y su hija? Para evitar el enfrentamiento que veía venir, optó por dar un rodeo.

— ¿Te acuerdas de tu padre, Marie?

— ¡Claro que me acuerdo! ¿Cómo olvidar su bondad, su ternura, y también su encanto? Aunque yo era muy pequeña, lo recuerdo con mucha claridad: un gentilhombre guapo y orgulloso…

— Entonces ¿no puedes comprender lo que debemos a su memoria? ¿Ignoras quién lo mató?

— No. Sé que la espada fue la de Monsieur de Beaufort, pero entonces estábamos en guerra y los dos pertenecían a partidos diferentes. Después volvió la paz, y con ella la reconciliación. También mató al esposo de Madame de Nemours, y ella le ha perdonado.

— Madame de Nemours es su hermana, y eso lo explica todo. Además, Nemours obligó prácticamente a batirse a su cuñado. ¿Pero cómo has sabido todo eso? ¿En el convento?

— ¡Pues claro! Las pensionistas no hacen voto de silencio. Y las madres tampoco, por otra parte… De todas maneras, tu excusa no me vale, mamá: Madame de Nemours es su hermana, pero tú casi lo eras. ¿No os criasteis juntos?

— Sí, y le amé… tanto como puede amarse a un hermano, pero…

— ¿Cómo hiciste para no enamorarte de él? ¡Es el más seductor de los hombres…! Habrías podido casarte con él.

— ¡No digas tonterías! Pertenece a la casa de Borbón, y yo era de un linaje mucho más modesto.

Marie rechazó la objeción con un gesto desenvuelto.

— ¿Es que eso cuenta cuando se ama…? Quizás en otro tiempo, pero yo, que soy hija de un duque, podría casarme con él. ¡Y demonios, eso es lo que quiero! ¡Ser su esposa!

— No sólo hablas mal, además estás loca. Tiene más de cincuenta años y…

— ¡Valiente cosa! ¡Parece que tenga veinte años menos! Y además le amo. Estoy segura de que nunca amaré a nadie más que a él. ¡Y mi padre me daría la razón! Tenía un alma demasiado elevada para guardar rencor a quien le venció en el noble juego de la esgrima. ¡Ya está decidido: me casaré con él!

Una ráfaga de aire precedió en aquel momento a Jeannette, que llegaba de Fontsomme con la nariz roja y las manos heladas a pesar de los gruesos guantes que las recubrían. Con una sola ojeada abarcó a Marie, en pie con su vestido de fiesta y una sonrisa triunfal, y a Sylvie sentada en un sillón y con aspecto abatido.

— Se diría que llego en un momento interesante -dijo-. ¿Con quién nos casamos?

— ¡Quiere casarse con Monsieur de Beaufort! -suspiró Sylvie-. Al parecer nunca amará a nadie más que a él.

Jeannette comprendió hasta qué punto la necesitaba su ama, y optó por echarse a reír.

— ¡Misericordia! ¡Un vejestorio que podría ser su padre!

El grito furioso de Marie la interrumpió.

— ¿Un vejestorio? ¡Es más joven que cualquiera de nuestros pisaverdes de la corte! ¡Y le amo!

— Y naturalmente, él te ama también.

— N… no, aún no. Por lo menos no estoy segura… ¡Pero me amará! ¡Sabré seducirlo de tal modo que me adorará!

Jeannette tomó a la muchacha de la mano y la arrastró hacia la escalera.

— ¡Por lo menos la modestia no será nunca un estorbo para ti! ¡Ve a acostarte, gatita! ¡Con esas ideas en la cabeza, seguro que tendrás bonitos sueños! Y yo tengo que hablar con la señora duquesa.

Marie desapareció canturreando la canción con que Moliere había acompañado sus Preciosas, y Jeannette volvió junto a Sylvie, que le dirigía ya una mirada inquieta.

— ¿Qué tienes que decirme? ¿Es grave? Para llegar a estas horas…

— Nada de eso. Es sólo que me ha apetecido respirar un poco el aire de la ciudad. Corentin me tiene harta con sus cuentas, sus arriendos, sus grandes galopadas por toda la finca. Le he dejado dedicado a sus aficiones y me he venido.

— ¿Os habéis peleado?

— Nada de eso. Sólo que de vez en cuando necesita acordarse de cómo era su vida sin mí. Pero decidme, señora, lo que acabo de oír… ¿no será serio?

— ¿Que Marie se ha encaprichado de Monsieur de Beaufort? Me temo que sí…

— Por eso estáis triste, pero tenéis que pensar que a los quince años el corazón no está nunca quieto…

— El mío lo estuvo desde bastante antes. Tenía cuatro años, Jeannette, cuando encontré a ese hechicero en el bosque de Anet.

— Sí, pero después seguisteis viéndole y al paso de los días lo que era frágil fue tomando consistencia. Marie va a vivir en la corte, en el séquito de una princesa de dieciséis años. Habrá fiestas y muchos jóvenes gentileshombres guapos alrededor de ella. Esto se le pasará pronto.

— Dios te oiga, Jeannette…

El 6 de febrero estalló en el Louvre un violento incendio en la Petite Galerie, próxima a los aposentos de Mazarino. A pesar de su estado cada vez más crítico, el cardenal, espantado, hizo que le trasladaran a Vincennes, a la planta baja del pabellón del Rey, que en buena parte había hecho construir él mismo. Por su parte, el rey se fue a Saint-Germain, pero por el número de quienes siguieron a Mazarino en comparación con quienes fueron detrás de Luis XIV, era fácil comprender quién era el que lo dirigía todo en el reino. Sylvie siguió a la reina y a su deber, y dejó a sus hijos al cuidado vigilante de Perceval, del abate y sus fieles servidores.

En Vincennes Mazarino se repuso algo de sus miedos y se esforzó por mostrar un buen aspecto, de modo que sólo aparecía ante sus cortesanos «bien rasurado, limpio y sonriente, con una sotana de color de fuego y el capelo encasquetado en la cabeza»; apoyado en su criado Bernouin, tardaba cada vez más tiempo en visitar, pasito a paso, los objetos artísticos que se había hecho llevar al castillo, y se aferraba a ellos con todas sus fuerzas como si aquellos cuadros, esculturas, joyas y muebles preciosos poseyeran el poder de retenerlo en este mundo. Mientras tanto, llegó el gran acontecimiento esperado con tanta impaciencia por Monsieur: la princesa Enriqueta, su madre y un soberbio séquito inglés desembarcaron en El Havre después de haber soportado el pésimo humor del canal de la Mancha en invierno, e incluso de haber estado a punto de morir: ya antes del embarque, la joven había estado muy enferma y se había temido por su vida.

Pero cuando la futura Madame apareció en Saint-Denis, donde la esperaban el rey, las reinas y toda la corte, poco faltó para que fuera recibida con un grito unánime de asombro: en pocos meses, la mariposa había roto su crisálida, y la niña tristona y flaca, criada por caridad y con la que el adolescente Luis se negaba a bailar porque la encontraba demasiado fea, había dejado paso a una joven radiante, quizás un poco delgada pero de talle elegante, rostro delicado de tez clara, bellos ojos oscuros y magníficos cabellos castaños iluminados por reflejos rojos, que irradiaba en toda su persona una gracia exquisita y un encanto cautivador… que en efecto cautivó a Luis XIV desde el primer momento. Por su parte, Monsieur desbordaba de alegría y se declaraba enamorado como no lo había estado nunca, sin reparar en la cara enfurruñada de su amigo íntimo, el guapo y peligroso caballero de Lorraine.

— ¿Y bien, hermano? -exclamó, poco caritativamente-. ¿Qué os parecen ahora los huesecitos de santo?

— Que nunca se debería hablar sin conocimiento, y que de las mujeres se puede esperar cualquier cosa. Tenéis mucha suerte, hermano. Intentad no olvidarlo demasiado pronto.

— ¡No hay peligro de que lo olvide! -dijo el príncipe con una repentina amargura-. Los amigos que envié a El Havre a recibirla la miran con ojos de moribundo…, ¿y qué decir de ese Buckingham que viene con ella?

En efecto, con gran sobresalto de Ana de Austria, a quien aquella aparición removió muchos recuerdos agridulces, Enriqueta y su madre venían acompañadas por el favorito del rey Carlos II, el magnífico George Villiers, hijo del hombre que fue tal vez el mayor amor de Ana, un amor al que por muy poco no llegó a ceder en los jardines de Amiens. Y la reina madre, al ofrecer su mano a los labios de aquel joven guapo, demasiado parecido a la imagen que guardaba en el fondo de su corazón, le dedicó una sonrisa y una mirada que las personas más veteranas de la corte descifraron sin esfuerzo: el joven duque iba a gozar de todas sus preferencias. A partir de ese momento, todos contuvieron la respiración con la deliciosa impresión de que el azar estaba anudando todos los hilos necesarios para la aparición de un pequeño drama.

El rey había querido que las bodas de su hermano fueran magníficas. La novia y su madre fueron alojadas de nuevo en el Louvre, pero en condiciones muy distintas de las que había conocido en la época del exilio: en lugar de las salas casi vacías de la planta baja, sin las más mínimas comodidades y a menudo sin fuego, ocuparon un amplio aposento tapizado de brocado con gruesas alfombras, pinturas al fresco abundantemente provistas de dorados, muebles preciosos, grandes espejos que multiplicaban hasta el infinito aquella decoración de ensueño, candelabros con velas de color rosa, una multitud de criados solícitos y guardias impecables. Asimismo, y dado que la cuaresma estaba próxima, se multiplicaron las fiestas: el 25 de febrero, en particular, hubo un ballet en el que participaron el rey y los integrantes más jóvenes y agraciados de su corte. Fue una gran velada que hizo llorar de rabia a Marie: ella sólo iba a ser presentada, con las demás doncellas de honor y el resto de la casa de Madame, la tarde del día de la boda. ¡Imposible, en esta ocasión, acompañar a su madre! Tuvo que quedarse en casa en compañía de Perceval, que en tono burlón le propuso enseñarle a jugar al ajedrez. Ella lo tomó como una alusión de mal gusto y corrió a encerrarse en su alcoba para desfogar a solas su mal humor.

Lo cierto es que la fiesta fue muy brillante. Algunos encontraron extraño que el ballet del rey llevara por título «Ballet de la impaciencia», en un momento en que Mazarino, en Vincennes, veía reducirse día a día sus escasas fuerzas. Pero de hecho se trataba de una galantería que llevaba a la escena la impaciencia del joven novio por ver cumplidos sus anhelos. Los dos prometidos, sentados juntos y adornados con cientos de joyas relucientes, aplaudieron con calor, pero, curiosamente, el interés de la corte no se centró tanto en ellos como en la reina madre. Vestida de un negro suntuoso, como de costumbre, aquel día lucía una joya curiosa: sobre un gran lazo de terciopelo negro cosido a un hombro, brillaban doce herretes de diamantes, soberbios y un poco provocadores.

El mariscal de Gramont, que había obtenido, no sin trabajo, permiso para escoltar a Madame de Fontsomme, tragó saliva, estupefacto.

— ¡De modo que aún los conservaba! -murmuró para sí-. No lo habría creído…

— ¿De qué habláis? -preguntó Sylvie.

— De los herretes que la reina madre lleva en el hombro.

— ¡Vaya, es verdad! Los he visto muchas veces en sus joyeros. Es verdad que están un poco pasados de moda, salvo quizá para los hombres.

— Preguntadme más bien por qué razón los lleva hoy, y os contestaré: en honor del joven duque de Buckingham…

— Pero… ¿por qué?

— ¡ Ah, sois demasiado joven para haber conocido esa asombrosa historia! Vamos antes a felicitar a Monsieur d'Artagnan, que viste por primera vez su uniforme de capitán de los mosqueteros.

El oficial estaba magnífico con su casaca roja con bordados de oro, la llevaba con una desenvoltura perfecta que no dejaba adivinar que había soñado con ella durante treinta años. Recostado contra una de las puertas de la amplia sala, cruzados los brazos, parecía contemplar el vistoso espectáculo, pero un observador atento se habría dado cuenta de que en realidad miraba a Ana de Austria, y que una lágrima brillaba en sus ojos oscuros.

Gramont era al parecer ese observador, porque se detuvo a unos pasos del capitán.

— Luego le saludaremos. Ahora dejémosle con sus emociones.

Esa prueba de delicadeza conmovió a Sylvie más que las incesantes declaraciones de su enamorado. Con un gesto espontáneo, deslizó su brazo en el del militar, lo que pareció colmarle de gozo.

— Contadme esa historia, querido duque.

El vano de una ventana -ese refugio propicio a los apartes cortesanos- les acogió, y Gramont le relató lo que para muchos era una leyenda, y para algunos iniciados la verdad pura y simple: Buckingham padre, perdidamente enamorado de la reina de Francia, había forzado a su soberano, Carlos I, a confiarle una última embajada, y en aquella ocasión Ana de Austria le había entregado como recuerdo los herretes, regalo de su esposo. Richelieu se enteró por sus espías de la historia y encargó a una de sus agentes inglesas, lady Carlisle, que robara uno de los herretes y se lo hiciera llegar. Después se había quejado bonachonamente a Luis XIII de que la reina no lucía nunca un regalo que tan bien le sentaba. El rey no necesitó más para exigir de su mujer que llevase en una fiesta próxima lo que ya no estaba en su poder. Fue entonces cuando un hombre leal, con la ayuda de algunos amigos, fue, poniendo en riesgo su vida, a pedir al duque la devolución de los malhadados herretes, y había tenido la fortuna de entregarlos a tiempo, después de que Buckingham mandara rehacer el herrete robado…

— Ese hombre era D'Artagnan -concluyó Gramont-. Y también es un antiguo amigo mío. No es de extrañar que se emocione al volver a ver esas joyas que le traen tantos recuerdos…

— La reina debió de agradecérselo… regiamente.

— Le regaló su retrato, que él considera su tesoro más preciado después de su espada, pero que le causa muchos problemas con su mujer.

— ¿Está casado?

— Hace unos meses se casó con una viuda bastante guapa y muy rica, pero que le está haciendo la vida imposible. En primer lugar es una beata que salta del lecho conyugal después de cada efusión para pedir perdón a Dios por lo que considera un pecado horrible, y además es tan celosa que no tolera que el retrato de la reina esté colgado en la habitación de su esposo.

Sylvie no pudo evitar una carcajada, y el mariscal añadió:

— ¡No os riáis, por favor, es un caso grave de desavenencia! Y esta noche debe de estar como loca al saber que él ha venido aquí.

— ¿Por qué no le acompaña?

— Está encinta, pero de todas maneras detesta la corte, que considera el colmo de la perversión…

D'Artagnan, mientras tanto, se había dado cuenta de la presencia de la pareja y adivinado que hablaban de él. Se acercó y saludó a Sylvie como una persona feliz por el encuentro.

— Es una alegría volver a veros, señora duquesa. No se me ha olvidado la aventura que corrimos juntos… ni la gratitud que os debo.

— ¿Una aventura? ¿Gratitud? ¿Y yo sin saber nada? -se indignó el mariscal, presa de un ligero ataque de celos.

— Os lo tengo que contar, amigo mío. La señora duquesa es una mujer asombrosa…

— ¿Qué ha sido de nuestro… protegido?

— ¿Saint-Mars? Es brigadier, y ahora lleva una vida de total austeridad. ¡Es íntimo de Colbert, con eso está todo dicho!

— A propósito de amistades -sonrió Sylvie-, ¿me concederéis la vuestra, Monsieur d'Artagnan? El hôtel de Fontsomme no está lejos de aquí, y en él seréis siempre bien recibido…

Con un brillo de alegría en la mirada, el mosquetero se inclinó hacia la mano que se le tendía.

— No hay cuidado de que olvide esa invitación. ¡Gracias, señora duquesa! En lo que se refiere a mi amistad y respeto, son vuestros desde hace mucho tiempo… ¡Oh, os pido excusas! El rey me llama.

La mirada de águila del oficial, acostumbrado a leer en las fisonomías, había atrapado al vuelo un gesto de Luis XIV. Se apresuró a acudir a su lado.

— Me pregunto -gruñó el mariscal- si he hecho bien al acercarme a hablarle. Ese hombre es capaz de asediaros…

— Nadie puede asediarme, como vos decís, si yo me opongo. Deberíais saberlo mejor que nadie, querido mariscal.

La fiesta acabó aquella noche antes de lo previsto. En Vincennes, el cardenal se había sentido lo bastante mal para enviar recado al rey pidiéndole que fuera a verle. Este decidió de inmediato que, desde la mañana del día siguiente, la corte se trasladaría al pabellón del Rey a fin de acompañar al cardenal hasta su última hora. Para Sylvie, eso significaba instalarse con su familia en Conflans para estar más cerca y poder cumplir con su servicio.

El joven Philippe se declaró encantado: le gustaba Conflans casi tanto como Fontsomme, y Sylvie se alegró de poder ver de nuevo a sus amigas Madame de Senecey y Madame du Plessis-Belliére. La única que protestó fue Marie:

— Pero ¿y las bodas, entonces? ¿Hasta cuándo se retrasarán?

— Si el cardenal empeora, será imposible fijar una fecha. La reina Enriqueta y su hija se quedarán en el Louvre, y Monsieur en sus aposentos de las Tullerías para estar más cerca de ellas. El resto de la corte se va con el rey. Ten paciencia -añadió en un tono más suave, al ver la decepción en aquella bonita cara-. Seguramente el retraso no será muy grande.

— Sí, pero si muere mañana habrá seguramente luto oficial.

— Creo que sí, pero como no se trata de un miembro de la familia, el luto será corto. Monsieur no querrá esperar durante meses.

Por la mañana, mientras cargaban en los coches el equipaje personal indispensable -a Madame de Fontsomme le horrorizaban las mudanzas perpetuas, y sus distintas residencias estaban siempre dispuestas para acogerla-, llegó un mensajero de Nicolas Fouquet con una nota escrita que contenía sólo tres frases, ¡pero qué reconfortantes!: «Vuestro atormentador está en la Bastilla. Yo cuidaré de que siga allí. Beso vuestra preciosa mano…»Aquella mañana hacía un tiempo horroroso -lluvia y viento mezclados-, pero Sylvie se sintió de repente tan ligera como bajo un alegre sol de primavera.

— ¡Dios sea alabado! ¡Por fin vamos a respirar! -dijo, al tiempo que tendía la carta a Perceval, que la leyó de una sola ojeada.

— No sé cómo lo ha conseguido nuestro amigo, pero en cualquier caso es una gran cosa ser procurador general del Parlamento.

— ¡A la espera de convertirse en primer ministro, figuraos! Ah, querido padrino, no imagináis hasta qué punto me siento aliviada. La pesadilla se disipa.

En aquel momento Philippe, acompañado por el abate de Résigny, salía de la casa para montar a caballo -se consideraba demasiado mayor para viajar en carroza como un bebé-, y Sylvie corrió hacia él, lo tomó en sus brazos y lo estrechó contra su pecho sin consideración hacia el hermoso sombrero con plumas del que tan orgulloso estaba él.

— ¡Madre! -protestó él, atrapando al vuelo el sombrero antes de que cayera al suelo-. ¿Y mi dignidad? -Y enseguida, repentinamente inquieto, añadió-: ¿Es que no os acompaño? ¿Os estáis despidiendo de mí?

— No, hijo mío. Es sólo que me han venido unas ganas enormes de darte un abrazo. ¡Eres el caballero más guapo que jamás he visto!

— ¡ Ah, eso me gusta más!

La pequeña escena hizo sonreír a Perceval, pero de Marie sólo obtuvo un encogimiento de hombros ofendido. Instalada ya en la carroza, arrebujada en una manta con forro de piel que sólo dejaba asomar la punta de su nariz, toda su actitud expresaba reprobación y un odio indiscriminado a todo el mundo: a la mañana lluviosa, a Conflans, de donde nadie se había preocupado siquiera de saber si el Sena había invadido los jardines, a la familia al completo incluida su madre, al palacio de Vincennes donde Monsieur de Beaufort no ponía nunca los pies porque estaba demasiado cerca del torreón en que había languidecido durante cinco largos años, ¡y sobre todo al cardenal Mazarino por su poca oportunidad para elegir el momento de dejar este mundo!

El todopoderoso ministro no había entrado en la agonía, como lo dejaba suponer su llamada al rey. Simplemente, al saber por los médicos que le quedaba ya poco tiempo, había querido aprovecharlo para dar al joven soberano todos los consejos dictados por una larga experiencia en los asuntos del reino. Durante quince días, en el silencio de su habitación vigilada por el fiel Bernouin y por dos suizos que prohibían el acceso incluso al médico, aquel hombre de cincuenta y ocho años roído por la enfermedad tanto como por el trabajo agotador que llevaba a cabo desde hacía ya tantos años, dictó para los oídos atentos del monarca lo que podía llamarse su testamento político, acompañado de algunos consejos de carácter más secreto cuyos efectos no iban a tardar en verse. A la sombra de los cortinajes de color púrpura, el moribundo de rostro maquillado para intentar ocultar los estragos de la enfermedad dejó caer palabras preñadas de consecuencias, que para algunos habían de resultar más pesadas que la losa de una tumba. Palabras que tenían bien poco que ver con la caridad cristiana que se espera de un hombre próximo a comparecer ante su Creador, pero que Luis XIV escuchó con interés. Para terminar, Mazarino dijo a su rey que le legaba su inmensa fortuna, palabras acompañadas por una expresión que fustigó el orgullo del joven soberano: éste se negó a despojar a la familia de su ministro, por más fuerte que resultara la tentación para un muchacho que hasta ese momento había recibido únicamente la estricta porción congrua o legítima de las herencias. Entonces Mazarino, aliviado, dio un último consejo…

En todo el castillo, alrededor de aquella habitación cerrada, florecían las esperanzas y se desataban las ambiciones. Fouquet pasaba horas en compañía de la reina madre, de la que no ignoraba que era su apoyo más firme; Colbert patrullaba sin cesar por las antecámaras del moribundo, armado de informes que esperaba tener aún tiempo de presentar; el canciller Séguier no conseguía ocultar sus esperanzas de acceder al puesto supremo; la bella Olympe de Soissons se veía ya, como favorita declarada, reinando tanto sobre los sentidos del soberano como sobre los asuntos del reino; únicamente la joven reina rezaba, pero sus damas habían descubierto muy pronto que, de todas maneras, rezaba siempre muchísimo y que, aparte de la pasión que sentía por su esposo, apenas se dedicaba más que a dos actividades: el servicio de Dios y el juego. O mejor dicho, los juegos, y de preferencia con apuestas de dinero. Como nunca los había practicado en el palacio de su padre, ahora se había volcado en ellos con un entusiasmo que le costaba muy caro.

Finalmente, el acontecimiento tan esperado se produjo. En la noche del 8 al 9 de marzo, hacia las cuatro de la madrugada, el rey, que dormía al lado de la reina, fue despertado por Pierrette Dufour, una camarera de María Teresa a la que había encargado prevenirle en caso de que se produjera la muerte: el cardenal había exhalado su último suspiro entre las dos y las tres. Sin despertar a su esposa, se levantó, se vistió rápidamente y fue a la cámara mortuoria; allí encontró al mariscal de Gramont, al que abrazó llorando.

— Hemos perdido un buen amigo -le dijo.

Ordenó de inmediato luto de negro, como para un miembro de su familia; lloró mucho, al contrario que su madre, que apenas derramó alguna lágrima; y pocas horas más tarde regresó a París, donde había convocado consejo para el día siguiente. Detrás de él, el castillo de Vincennes se vació como por ensalmo, dejando al difunto en la total soledad de aquellos de quienes ya nada se espera.

El día siguiente, a las siete de la mañana, el Consejo se reunió en el Louvre, en la sala habitual. Entre ministros y secretarios de Estado, eran siete los reunidos en torno al canciller Séguier, que se daba más importancia que nunca y, desde lo alto de su majestad, lanzaba miradas irónicas al superintendente de las Finanzas, que las desdeñaba olímpicamente. Elegante como de costumbre, impecablemente vestido a pesar de lo temprano de la hora, Fouquet parecía sin embargo más distante de lo habitual y miraba por una ventana el Sena, cubierto por una niebla que no dejaba ver la otra orilla.

Llegó el rey vestido de negro, y cada cual, después de saludarle, se dirigió a su asiento, pero Luis XIV permaneció de pie, lo que obligó a los demás a imitarle. De inmediato se volvió hacia el canciller y le dirigió una mirada bajo la cual éste fue perdiendo poco a poco su soberbia: la mirada de un amo. Y cuando su voz se elevó, también el tono era nuevo.

— Señor -le dijo-, os he convocado aquí junto a mis ministros y mis secretarios de Estado para deciros que, hasta el día de hoy, he tenido a bien dejar que el difunto señor cardenal gobernara mis asuntos. Es hora de que los gobierne yo mismo. Vos me ayudaréis con vuestros consejos cuando os los solicite. Aparte de los asuntos corrientes del sello, en los que no tengo intención de hacer ningún cambio, os ruego y ordeno, señor canciller, que no selléis nada sino por orden mía y sin haber hablado antes conmigo, a menos que un secretario de Estado os transmita las órdenes de mi parte. Y a vosotros, mis secretarios de Estado, os ordeno no firmar nada, ni siquiera un salvoconducto o un pasaporte, sin una orden mía… A vos, señor superintendente, os ruego que os sirváis de Colbert, a quien el difunto señor cardenal me ha recomendado. [16] En cuanto a Lionne, puede estar seguro de mi afecto. Estoy contento de sus servicios.

El discurso cayó como una bomba. Los siete hombres reunidos en torno a la larga mesa no daban crédito a sus oídos. ¡No habría primer ministro! ¡Un Consejo reducido a dar su opinión «cuando se le solicitase»! Y en cuanto a la frase sobre Hugues de Lionne, el encargado de Asuntos Extranjeros, sugería claramente que, si estaba contento con él, es que lo estaba menos con los demás. El canciller Séguier se sintió ligeramente enfermo y volvió pronto a su domicilio, a calentarse entre sus libros y sus riquezas. Fouquet corrió a los aposentos de la reina madre y esperó pacientemente a que se levantara para contarle lo ocurrido. Ella no le dio importancia.

— Quiere hacerse el competente -dijo con un encogimiento de hombros-, pero es demasiado aficionado a la buena vida. Ese hermoso interés por el trabajo no resistirá mucho tiempo, ahora que el cardenal ya no está para mantener apretados los cordones de la bolsa…

¡Era la evidencia misma! Y Fouquet se volvió a Saint-Mandé completamente tranquilizado.

5. La fiesta mortal

Las bodas de Philippe d'Orleans y Enriqueta de Inglaterra se celebraron por fin el 30 de marzo, en la capilla del Palais-Royal, a la sazón residencia de la viuda de Carlos I, madre de la novia. Monseñor de Cosnac celebró ante un altar decorado por las Visitandinas de Chaillot con las flores de cola de pez -rosas blancas y plateadas- que eran su especialidad. Sólo hacía tres semanas que Mazarino había dejado este mundo, pero no fue obstáculo para que fuera la boda más alegre y brillante que pueda concebirse. Madame estaba radiante y Monsieur brillaba como un sol, rodeado por los gentileshombres más guapos de la corte en el papel de satélites, algo eclipsados sin embargo por el deslumbrante duque de Buckingham. Las dos reinas madres se mostraban encantadas. Sólo María Teresa se esforzaba en ocultar sus ojos hinchados de llorar porque su esposo no apartaba su mirada de la novia. Mientras tanto, encerradas en un salón del palacio, las nuevas doncellas de honor esperaban con impaciencia el momento de ser presentadas. Marie, aun con mayor impaciencia que las otras.

No había lugar suficiente en la capilla para que ella y sus compañeras pudieran asistir a la ceremonia, pero lo soportaba muy bien. Le bastaba estar en aquel lugar y saber que muy pronto se alzaría el telón sobre la vida con que soñaba. Eso era lo importante.

La joven no dejaba de observar con curiosidad a las que iban a compartir su vida cotidiana al servicio de la princesa, y de preguntarse si le gustaría ser amiga de una u otra de ellas, como en otro tiempo lo había sido su madre de Mademoiselle de Hautefort. Era bastante difícil decidirse, porque no les habían permitido hablarse desde que la severa Madame de La Fayette -una amiga personal de la reina Enriqueta María- las había reunido, contentándose con indicar el nombre de todas ellas. De los diez nombres, Marie sólo había retenido cuatro; las demás le parecían desprovistas de interés, pertenecientes a esa categoría social que ella llamaba «corderil» porque se desplazaba siempre en un grupo compacto en el que no era posible distinguir nada. Es cierto que en aquel pequeño rebaño todas eran bonitas, pero las cuatro elegidas por ella parecían además inteligentes. En particular la que llevaba el nombre más grande: Athénaïs de Rochechouart-Mortemart, llamada Mademoiselle de Tonnay-Charente: era alta, de cabello rubio radiante, ojos magníficos que brillaban como diamantes azules, porte de princesa, maneras elegantes y un ingenio agudo perceptible en cuanto abría la boca. Rubia también pero muy diferente, Louise de La Baume Leblanc de La Vallière evocaba la dulzura de un claro de luna con su tez transparente, su gracia flexible, su fragilidad, sus ojos azul claro y su cabello con reflejos plateados. Era tímida y dulce. Las otras dos eran morenas: Aure de Montalais, con una tez de marfil cálido y los ojos negros más vivos y alegres que puedan concebirse; Elisabeth de Fiennes, por su parte, tenía cabello castaño oscuro, mejillas de rosa y ojos pardos aterciopelados. Después de pensarlo, Marie decidió que se sentía más atraída por Tonnay-Charente y Montalais: la primera porque le recordaba a su madrina, la orgullosa y soberbia Hautefort, y la segunda porque con ella no debía de ser fácil aburrirse. La Vallière tenía en cierto modo el aspecto de una víctima dispuesta para el sacrificio, y Fiennes no parecía interesada en nada de lo que ocurría a su alrededor. Su elección personal quedó de alguna manera ratificada por las dos muchachas, porque una de ellas le dirigió una sonrisa, y la otra un guiño alegre.

Después de la presentación, las tres se buscaron naturalmente.

— Señoritas -dijo Athénaïs de Tonnay-Charente, la mayor de las tres-, no sé lo que pensáis de nuestro futuro, pero a mí me parece que tenemos suerte de pertenecer a Madame y no a la reina.

— ¡Seguro que nos divertiremos mucho más! -aseguró Aure de Montalais mientras contemplaba con satisfacción el círculo de jóvenes gentileshombres ansiosos por ser presentados a ellas.

— ¡Vos debéis de saberlo, Fontsomme! Vuestra madre, la duquesa, que pasa más tiempo en funciones de suplente de Madame de Béthune que ésta como titular, ¿no encuentra demasiado pesado su cargo? Enanos, carabinas conservadas en agua bendita y rezos, sobre todo rezos, ¡cuando toda la corte no piensa más que en cantar y bailar!

— Voy a confiaros un secreto -dijo Marie, riendo-. Mi madre es capaz de adaptarse a cualquier costumbre de la corte, pero lo que le amarga la vida es el chocolate. Detesta el chocolate, que le da palpitaciones. Y por desgracia, la reina bebe varias tazas al día.

— Yo lo encuentro bastante bueno, y me acostumbraría mucho antes que a los rezos.

— ¡Señoritas! Dejemos esas naderías y elijamos entre los hombres con los que vamos a tratar cada día. Hemos de ponernos de acuerdo a fin de prestarnos socorro y ayuda mutua; y sobre todo, a fin de evitar que cada una se meta en el terreno de las demás -dijo Athénaïs-. Por mi parte, encuentro al marqués de Noirmoutiers bastante de mi gusto.

— ¡Vaya una novedad! -exclamó Montalais-. Dicen que está enamorado de vos e impaciente por pedir vuestra mano. Por mi parte, tengo unas miras bastante altas. A falta del duque de Buckingham, que nos va a dejar porque Monsieur está celoso de él, confieso que el Condé de Guiche…

— ¡Mala elección, querida! ¡El heredero del mariscal de Gramont es el amigo íntimo de Monsieur!

— ¿Estáis segura?

— Totalmente. Sin embargo, puede que no siga siéndolo mucho tiempo si continúa mirando a Madame como viene haciéndolo desde hace dos días. ¡Que me ahorquen si no está a punto de enamorarse de ella!

— En ese caso -dijo Aure de Montalais con filosofía-, tendré que buscar a algún otro… Y vos -añadió dirigiéndose con una sonrisa a Marie-, ¿de qué lado se inclina vuestro corazón?

La pequeña -era la más joven de las tres- se ruborizó.

— Oh, a mí… no me interesan los jóvenes. Quiero a un hombre que sea verdaderamente un hombre. No un aprendiz.

— ¿Os gusta algún galán maduro? -dijo Athénaïs burlona-. ¡Lástima! Vamos, contádnoslo porque ahora vamos a vivir tan juntas como si fuéramos hermanas.

Las dos eran encantadoras, simpáticas y no tenían la menor intención de burlarse de ella, pero a Marie le costaba pronunciar el nombre que guardaba en su cabeza y su corazón. Su mirada flotó en derredor, y se detuvo.

— ¡Es… es Monsieur d'Artagnan!

— ¿El capitán de los mosqueteros?

Las dos se quedaron boquiabiertas, pero Marie alzó en el aire su naricilla y agitó con fuerza su abanico.

— ¿Y por qué no? Es la mejor espada del reino, por lo que dicen, y tiene… ¡unos dientes magníficos!

Sus compañeras comprendieron que se trataba de una evasiva, y se echaron a reír con ganas. Con un gesto casi tierno, Athénaïs acarició ligeramente su mejilla.

— Tenéis razón: ¡somos demasiado curiosas! Guardad vuestro secreto. Creo, en cualquier caso, que juntas no vamos a aburrirnos.

A partir de ese día, Sylvie ya casi no vio a su hija más que en las ceremonias religiosas a las que asistía la corte en pleno. O mejor dicho, las distintas cortes, porque muy pronto se evidenció que la de Madame superaba con mucho a las demás. Toda la nobleza francesa joven, rica, alegre, viva y ávida de divertirse se daba cita en el palacio de las Tullerías o en el castillo de Saint-Cloud, que Monsieur había convertido en una maravilla. Aquel hombrecillo tenía un excelente gusto, y aunque la «pasión» por su joven esposa apenas duró quince días, estaba encantado de ser el centro de las elegancias y los placeres de la vida parisina: en una palabra, de estar en la vanguardia de la moda. Y Madame encantaba a todos. Se descubrió que era inteligente, vivaracha, deseosa por encima de todo de seducir y divertirse. La marcha de Buckingham, que Monsieur había exigido de su madre porque le encontraba presuntuoso -Philippe pertenecía a esa especie de celoso que es la peor de todas: el celoso sin amor-, apenas afectó a Madame. El guapo duque estaba ya muy visto como adorador, y tenía que dejar paso a otro blanco más apasionante a los bonitos ojos de la princesa: el rey, que acudía a visitarla por lo menos una vez al día. Luis XIV acababa de firmar el contrato de matrimonio de María Mancini, su gran amor de juventud, con el riquísimo príncipe Colonna y de verla marchar a Italia sin siquiera parpadear, y se libró de Olympe de Soissons nombrándola superintendente de la casa de la reina en sustitución de la princesa Palatina. Lo cual no agradó en absoluto a su esposa, pues a pesar de que cada noche él compartía su lecho con exquisita puntualidad, era evidente que Madame absorbía todos sus pensamientos.

Por otra parte, Fouquet apareció con frecuencia por la casa de Conflans en la que Sylvie había resuelto quedarse debido a la proximidad de la primavera y, sobre todo, al rumor de que el rey no iba a tardar en trasladar la corte a Fontainebleau. Aquella bonita finca, próxima a Saint-Mandé y vecina de la casa de Madame du Plessis-Bellière, representaba para él un refugio de amistad en el que estaba seguro de ser siempre comprendido y animado, porque las dos mujeres se veían con frecuencia y no era raro que, al ir a la casa de una de ellas, encontrara allí a la otra.

Después del famoso Consejo en que Luis XIV había anunciado su voluntad de reinar solo, el superintendente no había podido evitar una vaga inquietud, a pesar del optimismo de la reina madre. Una inquietud compensada por la invencible melancolía que abrumaba al canciller Séguier, que se las prometía muy felices cuando calzaba las pantuflas a Mazarino. Siempre es agradable asistir a la decepción de alguien a quien no se estima. La posición de Fouquet no había cambiado: era espléndida, por más que incluyera ahora un pero en la persona de Jean-Baptiste Colbert, su pesadilla, convertido en su brazo derecho y con un puesto en el Consejo… Entre los dos hombres había tenido lugar una especie de reconciliación aparente, pero el soberbio, el magnífico Fouquet estaba decidido a ignorar hasta donde le fuera posible a aquel hijo de un pañero, destinado en su opinión a puestos subalternos.

— ¡No le ignoréis demasiado! -le aconsejó con suavidad Perceval de Raguenel-. Ese hombre nunca os estimará, y tiene celos.

— Y dado que os ha sido impuesto como brazo derecho -aconsejó Madame du Plessis-Belliére, que se encontraba presente-, nunca os insistiré bastante en que aceptéis quedaros manco si no queréis que os gangrene. Creo que está firmemente decidido a perderos.

— ¿Perderme? ¡Qué cosas decís, marquesa! -Y añadió, repitiendo sin saberlo las palabras del duque de Guisa, en un transporte de inimitable orgullo-: ¡No se atreverá!

El paso de los días pareció darle la razón: aparentemente, el rey adoraba a un superintendente que parecía dedicado en exclusiva a distraerle. Así, una tarde, al reunirse con sus amigos, Fouquet anunció triunfal:

— La reina madre y yo teníamos razón: el rey tiene intención de divertirse. Está cansado de ver a Monsieur y Madame atraer a toda la juventud alegre del reino: se lleva la corte a Fontainebleau y quiere organizar grandes fiestas.

— Que tendréis que pagar vos, amigo mío -dijo Perceval.

— Por supuesto. ¡Quiere cuatro millones!

La suma cayó como una losa en el grupito reunido en el salón de Sylvie, cuyas ventanas se habían dejado entreabiertas, dada la bondad del tiempo, al aroma balsámico de las lilas en flor. Madame du Plessis-Belliére dejó sobre la mesa su taza de té, todavía medio llena. [17]

— Y… ¿los tenéis?

— En este momento no cuento con todo ese dinero, pero lo tendré, no temáis. ¡Quiero que el rey esté contento! Y no lo sabéis todo: mientras la corte esté en Fontainebleau, he sido invitado a hacerle los honores en Vaux.

La mujer que Mademoiselle de Scudéry había bautizado con el bonito nombre de Artémise en el círculo de las Preciosas, se levantó con tanta brusquedad que sus voluminosas faldas hicieron caer la silla.

— ¿Os pide cuatro millones y además una fiesta en Vaux? Porque supongo que no os engañáis: esa invitación no va a costaros tan sólo un bol de leche de vuestras vacas.

— No. Sé que recibir a la corte en Vaux va a costarme mucho más caro, pero creo que el rey pretende sondear mi obediencia y saber hasta qué punto le soy leal. Aunque me deje las tres cuartas partes de mi fortuna, sé que me lo devolverá todo.

Las otras tres personas presentes se miraron con inquietud. Al dar aquella doble noticia que habría debido aterrorizarle, Fouquet parecía por el contrario alegre, casi radiante.

— ¿Os lo devolverá? -dijo Raguenel-. ¿Por qué estáis tan seguro? Yo diría más bien que Luis XIV quiere vuestra ruina, amigo mío, y que detrás de él está Colbert dando una nueva vuelta a la tuerca.

— ¡Dejadle que presione! Después de darme a conocer su voluntad, nuestro Sire me ha dado a entender que pensaba en mí para un alto cargo.

— ¿Cuál, Dios mío?

Fouquet dudó únicamente un instante, y luego sonrió:

— Sé que tendría que guardarme esto para mí, pero os veo tan inquietos que no puedo privarme de la felicidad de tranquilizaros. El canciller Séguier es un hombre viejo, y se aproxima para él el momento de descansar y gozar, lejos del mundo de los negocios, de su ducado de Villemor y de su fortuna. Me ha prometido su puesto… bajo secreto. ¡Ya está! ¡Ya os lo he dicho todo! Permitidme que me vuelva a trabajar a Saint-Mandé, donde me están esperando. ¡Tengo muchas cosas que hacer!

Cuando el galope rápido de sus magníficos caballos se alejó camino de su castillo, cayó el silencio sobre las tres personas presentes. Cada una de ellas intentaba analizar aquella avalancha de noticias. La marquesa fue la primera en dar su opinión:

— Si no existiera Colbert, diría que todo va sobre ruedas…

— Pero existe -dijo Sylvie-, y me consta que todas las tardes, en el Louvre, el rey se encierra con él para trabajar. Sólo es el intendente de las Finanzas, y eso no es normal. Me parece que lo lógico sería que el rey despachara con nuestro amigo.

— Si queréis que exprese el fondo de mi pensamiento, lo que me preocupa no es eso. Para convertirse en canciller de Francia, Fouquet tendrá que revender su cargo de procurador general.

— En efecto: los dos son incompatibles…

— Así pues, os suplico, marquesa, puesto que vos sois la consejera a quien más escucha, que cuidéis de que no se desprenda de ese cargo hasta después de ser nombrado. Un procurador general es inatacable, intocable. Por graves que sean los hechos que se le imputen, no puede llevársele ante la justicia ni procesarle por ellos. Si vendiese el cargo antes de ser nombrado canciller, sería como un soldado que se quita la coraza en medio de una batalla.

Madame du Plessis-Belliére se levantó de inmediato.

— ¡Tened la bondad de ordenar que enganchen mis caballos! -exclamó-. Os ruego que me excuséis para la cena de esta noche, pero creo preferible pedírsela al señor Fouquet. Tendré que poner de nuestra parte a Pellison, Gourville y La Fontaine… Querida Sylvie, vais a marchar a Fontainebleau y no os veré en mucho tiempo, pero no olvidéis que soy vuestra amiga, y no dejéis de prevenirme si llegara a vuestros oídos algún rumor inquietante relacionado con el superintendente…

— Podéis estar segura de que no dejaré de hacerlo.

Pero Sylvie iba a darse cuenta muy pronto de que formar parte del séquito de la reina no era la posición ideal para observar lo que ocurría en la casa del rey. En efecto, en Fontainebleau la reina se encontró colocada un poco al margen, y se refugió más que nunca entre las faldas de su suegra. La verdadera reina, en aquella hermosa primavera que brotaba bajo un cielo asombrosamente sereno, era Madame. El rey le dedicaba todo el tiempo que no empleaba en los asuntos de Estado y en las breves horas nocturnas que pasaba junto a su mujer. Ella era el centro de todas las fiestas, los paseos por el bosque, las partidas de caza, los baños en el Sena, los conciertos y las comedias al aire libre; y en verdad, la pareja real ya no era la formada por Luis y María Teresa, sino por Luis y Enriqueta…

Ellos eran el radiante polo de atracción de una juventud turbulenta, desenfrenada, cruel, libertina y rabelesiana, pero también soberbia y ardiente; y la corte, que no contaba por entonces más que entre cien y doscientas personas, parecía no existir más que por ellos y para ellos. Los ecos de los violines y las estelas de los fuegos artificiales encantaban e iluminaban casi todas las noches de Fontainebleau, donde apenas se dormía.

Sin embargo, nadie se atrevía aún a imaginar el inicio de un romance: era la evidencia misma que el rey se aburría con su esposa, y, como había decidido atraerse a todos los que componían la alegre corte de las Tullerías, era normal que privilegiara a quien era su principal animadora. Además, él no era el único objetivo, al menos en apariencia, de la sabia coquetería de Madame. Una coquetería lo bastante sutil para no estar dedicada directamente a él. Muy pronto fue evidente para todo el mundo que a ella le complacía el cortejo cada vez menos discreto del guapo Condé de Guiche, el favorito de su esposo, y también resultó evidente que Guiche sentía por ella una de esas pasiones que no tienen en cuenta ni el rango ni las circunstancias.

Cansado de intentar, sin el menor éxito, atraerse de nuevo a su voluble amigo, Monsieur acabó por explotar y cubrió de reproches indignados a quienes consideraba ya como culpables. Enriqueta, con una flema muy británica, se contentó con encoger los hombros y reírse en sus narices, pero Guiche tuvo la imprudencia de tratar al príncipe como lo habría hecho con un marido ofendido cualquiera. Rojo de ira, éste corrió a pedir al rey una carta sellada que habría enviado al insolente a la Bastilla por largos años; pero Luis XIV no tenía el menor deseo de apenar de esa forma al mariscal de Gramont, al que apreciaba, e intentó poner calma.

— ¡Hermano, hermano, me temo que os tomáis este asunto demasiado a pecho! Os concedo que Madame es coqueta, pero pensad que lo que quiere sobre todo es divertirse. ¡En cuanto a Guiche, le conocéis desde hace mucho tiempo! Es un bearnés de sangre caliente, y os habéis enfadado y reconciliado con él más de una vez…

— No eran más que fruslerías, y entonces estaba seguro de su amistad; pero lo que acaba de pasar es imposible de soportar. Me ha insultado, Sire, y pido al rey que le expulse.

— También me pedisteis hace poco que expulsara al duque de Buckingham, a riesgo de crear un grave incidente diplomático con Inglaterra y enemistarme con mi hermano Carlos II. Gracias a Dios tenemos una madre, y fue ella quien consiguió que se marchara… ¡sin dramas!

— Y le estoy muy agradecido, pero el caso no es el mismo. Buckingham no era súbdito vuestro, y Guiche sí. ¡Quiero que lo encarcelen!

— ¿Por qué delito? ¿Unas palabras que se le escaparon en un momento de cólera y que debe de estar lamentando de todo corazón? Eso no merece el cadalso… ni la Bastilla. ¡Vamos, hermano, calmaos! Os prometo que hablaré a Madame. En cuanto a Guiche…

— ¿Vais a dejarle seguir con ese juego de cartitas, serenatas y otras galanterías que hace que todos se rían de mí?

— Nunca permitiré que se rían de vos, hermano -dijo el rey en tono grave-. Marchará a sus tierras hasta que haya comprendido que os debe respeto.

Aquella misma noche, el Condé de Guiche se fue de Fontainebleau desconsolado, y Luis XIV se esforzó por consolar a su padre y asegurarle su amistad por la familia de Gramont. Al día siguiente, durante un paseo por el bosque, sermoneó blandamente a Madame, que, después de mostrarse irritada por las «injustas e injuriosas sospechas de Monsieur», dio las gracias a su cuñado por haber comprendido que para ella sería un alivio verse libre de un enamorado inoportuno que no despertaba ningún eco en un corazón feliz de expansionarse a los rayos de un amable sol naciente… Y los dos jóvenes, contentos al ver que se comprendían tan bien, pasaron aún más tiempo juntos, si eso era posible.

Al iniciar su servicio aquella mañana en la alcoba de la reina, Sylvie notó de inmediato que la atmósfera era tensa. Sentada en el borde de su cama mientras María Molina la calzaba, María Teresa tenía un mohín de disgusto y los ojos enrojecidos. Aparte de las primeras oraciones que murmuraba antes de levantarse, aún no había dicho una palabra.

— El rey no ha dormido con la reina -susurró Madame de Navailles-. Ha bailado parte de la noche, y el resto lo ha pasado en el Gran Canal, en góndola con Madame y los músicos italianos.

Sin contestar, Sylvie tomó de manos de un paje las jarreteras de cintas adornadas con joyas y fue a arrodillarse delante de la reina para abrocharlas alrededor de sus piernas, como lo exigía su cargo. Fue recibida con una mirada desolada.

— ¿Ha dormido mal Vuestra Majestad? -preguntó en voz baja.

— ¡No he dormido nada! -fue la lacónica respuesta.

Luego se hizo de nuevo un pesado silencio, mientras Su Majestad se sentaba en su retrete como si fuera el cadalso. Después empezó el ritual de la toilette con el ballet de pajes y camareras que traían el agua, la palangana, el jabón de Venecia y los perfumes. Ni siquiera la aparición de la primera taza de chocolate consiguió llevar una sonrisa a aquel rostro joven. Era algo completamente fuera de lo común. Por lo general, sobre todo cuando su esposo había cumplido a satisfacción su débito conyugal, María Teresa estaba alegre, se reía por cualquier cosa, y si le hacían alguna broma amable relacionada con la noche pasada, reía más fuerte y se frotaba sus manos pequeñas con aire extasiado. Nada de todo ello, en esta mañana en que un sol alegre arrancaba guiños del oro de los artesonados, del cristal de los jarrones repletos de flores, de las copas de ágata, de los candelabros de plata y los objetos de aseo de oro puro. La enana Chica fingía dormir, encogida como un ovillo entre la cama y la pared, y Nabo, el negrito que tanto gustaba a la reina, se contentaba con mirarla un poco de lejos con grandes ojos tristes.

La reina se puso su camisa, y luego la vistieron con una falda de seda blanca tan estrecha que se ajustaba a sus formas, que ahora se iban redondeando. Le pusieron después un corsé ligero de tela fina pero bien provisto de ballenas, y ajustado por medio de lazos, para afinar la cintura. Protestó, diciendo que le apretaba demasiado. Sylvie aprovechó la ocasión para aligerar un poco la tensión.

— La juventud y la delgadez habitual de la reina nos hacen olvidar en ocasiones que ahora lleva un niño y requiere cuidados especiales. El rey ha dicho esta mañana a Monsieur de Vivonne, con el que me he tropezado en el patio de honor, que como la fiesta se había prolongado más de lo previsto no había querido estorbar el sueño de Su Majestad viniendo a dormir a su lado. -De inmediato, María Teresa pareció resucitar.

— ¿Es verdad que el rey…? -… Se inquieta mucho por una salud que para él es doblemente preciosa. Así suelen obrar quienes aman mucho -dijo Madame de Fontsomme con una hermosa reverencia que fue recompensada con una sonrisa aún temblorosa.

Mientras Pierrette Dufour, la camarera francesa, peinaba los magníficos cabellos, los pajes trajeron las enaguas y el vestido, que era de seda espesa alternando los colores azul y oro; después, Sylvie colocó las joyas correspondientes en la cabeza y la garganta. Después de un último toque de perfume, María Teresa se puso en pie, hizo una reverencia a todos los que habían asistido a su toilette, tomó los guantes y, seguida por Nabo, que le llevaba el misal, corrió a la casa de la reina madre, como tenía costumbre de hacer todas las mañanas. Al llegar a los aposentos de Ana de Austria, casi se dio de bruces con Monsieur, que salía aún rojo de ira y despeinado.

— Hermana -dijo-, acabo de quejarme a nuestra madre de que a vos y a mí nos tratan muy mal, y quiero suponer que venís a recitar la misma letanía. ¡La verdad es que esto no puede seguir así! Estoy decidido a marcharme a mi castillo de Saint-Cloud como continúen tratándome igual que estos últimos días.

Y sin pensar siquiera en saludar, Monsieur se marchó como si fuera una bala de cañón, e incluso encontró la manera de dar un empellón a un guarda suizo.

Nadie pudo enterarse de lo que se dijeron Ana de Austria y su nuera pero cuando las dos mujeres fueron juntas a la capilla, seguidas esta vez por sus damas y gentileshombres -era domingo-, todos pudieron ver que María Teresa tenía de nuevo los ojos enrojecidos y que el rostro de la reina madre mostraba una expresión severa nada habitual en ella, sobre todo a una hora tan temprana de la mañana. En cuanto a Madame, no apareció. La princesa de Mónaco vino a avisar que tenía un poco de fiebre, tosía y debía guardar cama.

— Iremos a consolarla enseguida -dijo la reina madre con un tono que sugería que el consuelo podría muy bien ir acompañado de una regañina. Después, envió a Madame de Motteville a rogar al rey que pasara a verla en cuanto dispusiera de un instante.

En el fondo, Ana de Austria no estaba del todo descontenta de tener por fin una ocasión de llamar al orden a aquella juventud despreocupada e hirviente de vida, que tenía excesiva tendencia a dejarla arrinconada, junto a María Teresa. No dudaba en absoluto del cariño de sus hijos, pero era consciente de que, envejecida y a menudo enferma, carecía de atractivos para una corte ávida de placeres y diversiones. El rey acudió, escuchó lo que ella tenía que decirle, y luego fue a pedir noticias de Madame, con la que charló unos momentos sin testigos. Al salir anunció que volvería al día siguiente, y luego fue a pasear del brazo de su hermano, le dio algunas encantadoras muestras de afecto «para reconfortarlo», y decidió llevárselo a cazar ya que las diversiones previstas para aquel día no podrían tener lugar. Monsieur detestaba cazar porque consideraba que era un ejercicio excesivamente brutal para la armonía de sus atuendos, siempre admirables, y para la delicadeza de sus manos; pero se dejó llevar sin resistencia. En cuanto a la reina María Teresa, aunque desolada por el hecho de que su estado no le permitiera acompañar a su esposo en la cacería -era una excelente amazona-, acabó aquella agitada jornada entre los olores mezclados del chocolate y el incienso quemado en grandes cantidades en su oratorio privado, y con la calma bienhechora que sigue a las grandes tempestades. Todo el castillo se vio invadido aquel día por una gran tranquilidad.

A la vuelta de los cazadores, el superintendente, que acababa de llegar de sus tierras de Vaux en compañía del duque de Beaufort, acudió con su habitual elegancia a sostener el estribo del rey delante de la hermosa escalera en forma de herradura construida antaño por Luis XIII. Su presencia pareció poner a Luis XIV de un humor excelente:

— ¿Tenéis alguna buena noticia que darnos, Monsieur Fouquet?

— Ninguna en particular, Sire. Únicamente deseaba saber si Vuestra Majestad ha fijado ya un día para hacer a mi casa de Vaux el gran honor de visitarla.

— ¿Cómo, ya? ¡Habíamos hablado de agosto y estamos a finales de junio! Pero ¿hace falta tanta ceremonia para una visita campestre?

— Cuando se trata de recibir al rey más grande del mundo, Sire, todo lo que le rodea debe esforzarse en tender a la perfección, y yo deseo que el rey esté contento.

Luis XIV sonrió de un modo que un observador atento habría considerado ambiguo.

— Recibidnos de acuerdo con vuestros medios, monsieur, y estaremos satisfechos -dijo-. ¡Ah, primo Beaufort, estáis aquí! Os creía en Saint-Fargeau con Mademoiselle, que por cierto parece estar enfadada con nosotros, últimamente.

— No, Sire. Estaba en el campo con Monsieur Fouquet. Estamos haciendo grandes planes para que el rey disponga de una marina digna de él, y hemos trabajado…

— ¡Qué bien! Pero ya que estáis aquí, id a saludar a Madame, que no se encuentra bien. Ya sabéis la amistad que siente por vos. Se alegrará de veros.

— Y yo aún más, Sire, pero… esas molestias, ¿no serán el anuncio de un feliz acontecimiento?

— ¡Me extrañaría mucho! -dijo el rey, burlón-. Y cuidad de no resultar demasiado galante cuando estéis con ella, Monsieur arma un alboroto cada vez que Madame le pone ojos tiernos a algún gentilhombre.

Aquella noche, la llegada inopinada de la duquesa de Béthune permitió a Sylvie escapar de la atmósfera asfixiante de los aposentos reales. Tenía un agudo dolor de cabeza, debido tanto a los vapores mezclados del incienso y el chocolate como al incesante duelo dialéctico que enfrentaba, día tras día, a la superintendente de la casa de la reina, Olympe Mancini, condesa de Soissons, con la dama de honor Suzanne de Navailles, cuando sus obligaciones respectivas las ponían en contacto. Los gritos de la italiana, demasiado vanidosa para ser inteligente, y por añadidura perversa y cruel, chocaban con la ironía mordaz y el desprecio apenas velado de la duquesa de Navailles por una mujer de origen dudoso según los criterios de la nobleza francesa, y a la que el rey, para librarse de una amante que se había convertido en un estorbo, no encontró nada mejor para darle que la dirección de la casa de su mujer.

Sylvie encontró poco apetecible volver a su alojamiento, en el que se notaría mucho aún el calor del día, y pensó que el frescor del parque aliviaría su migraña. Era la hora de la cena real, y sin duda allí estaría tranquila. Como de costumbre, atravesó el parterre y descendió hacia la cascada y el canal que atravesaba de lado a lado el espeso arbolado del parque. Iba a paso lento, agitando con un gesto maquinal un precioso abanico de concha dorada, atenta a la lejanía progresiva de los ruidos del castillo. Iba hacia el silencio, hacia la calma del agua adormecida bajo un cielo azul oscuro puntuado de estrellas y acariciado por el claro de luna. Por un instante, se detuvo a contemplar tanta belleza sin oír siquiera el roce de su vestido sobre el suelo. Entonces oyó el ligero crujido de unos pasos que se acercaban: venía una pareja. Ella se apretó contra la balaustrada, a la sombra de una estatua, avergonzada de súbito por su situación de espía involuntaria. Era una enemiga jurada de los chismes de la corte y de quienes se dedicaban diariamente a coleccionarlos y difundirlos, y quiso alejarse, pero la retuvo una carcajada seguida de un:

— Diantre, querida pequeña, ¿sabéis que esto se parece mucho a un secuestro?

— ¿Qué otra solución hay cuando se quiere hablar a alguien? Hace semanas que no se os ha visto, y aparecéis junto a Madame en el momento en que menos se os esperaba. He aprovechado la ocasión y me he escapado cuando salíais, os he seguido y os he pedido un momento de conversación. ¿Estáis enfadado conmigo… monseñor?

Las dos voces eran inconfundibles para Sylvie. Eran las de su hija y Beaufort. Se quedó donde estaba, cuidando de ocultarse mejor detrás de la estatua. Por lo demás, la noche era lo bastante clara para que distinguiera sin esfuerzo a los dos paseantes, que parecían dirigirse a la cascada.

— De ninguna manera, señorita. Me sentiría más bien halagado… si no temiera que vuestra intención sea comunicarme algún contratiempo relativo a la duquesa, vuestra madre.

— ¿Mi madre? ¿Qué tiene que ver, y por qué suponéis que deseo hablar de ella?

— Porque los dos nos criamos juntos o poco menos, y porque no podéis ignorar hasta qué punto me es querida.

La súbita calidez del tono de François hizo que contrastara con más fuerza la cólera que vibró en la voz de Marie.

— ¡Un afecto desperdiciado! Mi madre os detesta, señor duque. ¿Olvidáis que disteis muerte a mi padre? Es un buen motivo para que no os quiera.

— ¡Lo sé muy bien! Y creedme que estoy más desolado por ello de lo que podría expresar. Y lo mismo digo de la brutalidad de vuestra acusación. Maté al duque de Fontsomme pero no quería hacerlo, y eso lo cambia todo. Sois demasiado joven para entender lo que era la Fronda cuando no estábamos en el mismo bando. Y un duelo, cuando las armas y el valor son iguales, no tiene nada que ver con un asesinato.

A pesar de la sombría gravedad de las palabras de su acompañante, Marie se echó a reír.

— Os tomáis mucho trabajo para abogar por una causa ganada desde hace mucho tiempo. Por lo menos, para mí…

— Esa absolución me hace muy feliz -dijo Beaufort en tono grave-. ¿Es de eso de lo que queríais hablarme?

Hubo un silencio, como si Marie vacilara al borde de lo desconocido, pero era demasiado intrépida para dudar mucho tiempo. Además, hacía muchos días que ensayaba las palabras que iba a pronunciar. Detrás de la estatua, su madre oyó:

— Quiero deciros que os amo y que quiero ser vuestra esposa.

Habló con sencillez, pero con una nobleza que hizo temblar a Sylvie porque en sus palabras era perceptible la determinación que las animaba. En su pequeña Marie se revelaba ahora una mujer que había sopesado profundamente cada una de las palabras que acababa de pronunciar. François también debió de darse cuenta de ello, porque no se rió e incluso dejó pasar unos momentos antes de contestar.

— ¿Quién soy yo para merecer ser elegido por una persona tan encantadora como vos? ¡Y tan joven…! Demasiado sin duda para saber de verdad lo que es amar.

— ¡Por piedad, dejad a un lado los tópicos gastados! No hay edad para el amor, y no ignoro que mi madre os amó cuando era aún una niña pequeña.

— Hasta que conoció a vuestro padre. El corazón cambia, Marie… a vos os sucederá como a la duquesa.

Sylvie, con lágrimas en los ojos, le envió un pensamiento lleno de gratitud. François sabía muy bien que ella siempre le había amado y que el matrimonio no había significado ningún cambio, pero era bueno que Marie lo creyera así. ¿Cómo reaccionaría si llegase a ver una rival en su madre? Mientras tanto, Marie había pasado de nuevo al ataque:

— ¿Y el vuestro, monseñor? ¿Qué le sucede a vuestro corazón? -dijo en un tono de ironía feroz que asustó a su madre, porque revelaba a la mujer que sería muy pronto, con su disposición combativa y su capacidad de sufrimiento-. ¿Tan abarrotado está por vuestras numerosas queridas que no queda en él espacio para un amor… legítimo?

— Cuanto más numerosas son las queridas, menos espacio ocupan. A decir verdad, nunca han ocupado el menor lugar en él.

— ¿Cómo, no amáis a las mujeres a las que solicitáis?

— No creo haber solicitado a ninguna.

— ¿De verdad? ¿Y Madame d'Olonne?

Beaufort se encogió de hombros.

— Elegid mejor los ejemplos, señorita. Madame d'Olonne no lo es… ¡sobre todo para una joven! Y desde luego no pertenece a la clase de mujeres a las que se ama.

— ¿Y Mademoiselle de Guerchy?

— Mademoiselle de Guerchy tampoco.

— Hablemos entonces de Madame de Montbazon. ¿Por lo menos a ella la amasteis?

Una repentina cólera hizo brillar los ojos de Beaufort.

— ¡A ella os prohíbo tocarla! ¡Respetad a los muertos, Marie de Fontsomme! ¡Y sobre todo a ella! Creo que voy a dejaros seguir sola este paseo. -Empezó a alejarse, pero ella le retuvo con un grito.

— ¡No…! Os lo suplico, quedaos aún un momento. Y perdonadme si os he herido, pero ya veis, es la primera vez que amo (y seguramente, también la última, penséis como penséis), y no sé muy bien qué debo hacer.

— El verdadero amor no necesita que le digan lo que debe hacer. Ahora escuchadme, hija mía…

— ¡No soy vuestra hija, ni quiero serlo!

— ¡Dios mío, qué fastidiosa sois! ¡Dejad de jugar a interrumpirme! Lo que quiero deciros es serio. En primer lugar, habéis de saber que no me casaré nunca. Cuando era niño me destinaron a la Orden de Malta, y la idea me gustaba porque siempre he soñado con recorrer los mares. Pero no llegué a profesar nunca, y tampoco he llegado a ver los campanarios de la santa isla guerrera…

— Luego nada os impide casaros…

— Sí: ¡yo! Porque nunca la mujer que amo (¡perdonadme si os irrito, pero es preciso que lo diga!), nunca esa mujer me aceptará por esposo…

Marie retrocedió como si una bala acabara de alcanzarla.

— ¿De modo que amáis a alguien? -dijo con una voz tan alterada que dolió a Sylvie-. ¿Quién es?

— Nunca lo he dicho más que a Dios y a ella. Y ni siquiera estoy seguro de que ella me haya creído…

— Entonces ¿por qué no renunciar y tomar a la que tal vez podría ayudaros a olvidar?

— A mi edad no se olvida, y sería obligaros a correr un riesgo demasiado grande. ¡Merecéis a alguien mejor! Mirad hacia delante, no hacia atrás. Yo pertenezco al pasado.

— ¡De la corte tal vez, pero no de la gloria! Sois un guerrero, seréis almirante después de vuestro padre y perseguiréis al enemigo en todos los mares del mundo. ¡Seréis un héroe! Y yo quiero ser la mujer de un héroe… no de un pisaverde de la corte que espía continuamente el menor fruncimiento del entrecejo del soberano.

François se echó a reír con tantas ganas que la atmósfera se aclaró.

— Empiezo a entender por qué dais tanta importancia a cargar con un vejestorio. Un marido no está casi nunca en casa, y eso permite a su esposa llevar la vida que más le gusta sin renunciar por ello a llevar con orgullo la aureola de la gloria.

El grito de rabia de Marie ahuyentó a una lechuza que disfrutaba pacíficamente de la brisa nocturna.

— ¡Oh, es indigno…! Pero podéis decir lo que gustéis, no me haréis cambiar de opinión. ¡Estoy decidida a no casarme con nadie que no seáis vos… o Dios!

Y dicho eso, se volvió y echó a correr hacia el castillo iluminado, después de recoger con las dos manos su falda de raso rosa, sin imaginar ni por un momento que dejaba a su madre sumida en un abismo de reflexiones… ni que su bienamado, al verla marcharse, exhalaba un «¡uf!» de alivio.

Aquel amor era peor que inoportuno, e incluso le asustaba, a él que nunca había tenido miedo de nada. He aquí que después de diez largos años de penitencia, sin una sonrisa de Sylvie, sin siquiera poder rozar por un segundo sus dedos con los labios, a esta joven atolondrada se le ocurría amarle. ¿Qué pensaría su dulce y orgullosa Sylvie si supiera que se había apoderado del corazón de su hija? ¿Que estaba buscando una venganza sórdida por diez años de desdenes, o un medio más sórdido aún de aproximarse a ella en contra de su voluntad?

Recuperando una costumbre suya familiar en otro tiempo, cuando de niño se encontraba indeciso en Anet o Chenonceau, recogió unos guijarros del suelo y los lanzó de modo que rebotaran en la superficie del Gran Estanque. Y fue el agua la que le sugirió una solución: hacerse a la mar, pedir al todopoderoso Fouquet que le consiguiera un mando, realizar por fin aquel sueño, el más verdadero, el más puro. Volver la espalda a la corte, sus trampas y perfidias, y navegar como un simple capitán con un puñado de hombres, sin esperar que la muerte del padre al que amaba le ofreciera el cargo de almirante.

El último guijarro fortaleció su decisión, y después de lanzarlo se puso a buscar a su amigo Fouquet. Cuando se hubo alejado, Sylvie dejó por fin su escondite junto a la estatua y continuó su paseo interrumpido. La cabeza ya no le dolía, pero necesitaba más que nunca reflexionar en silencio y soledad. Bajó hacia los reflejos plateados de la cinta del canal…

Mientras tanto Marie, de regreso al castillo, se encontró con Tonnay-Charente y Montalais, que la buscaban.

— ¿Dónde diantre estabais? -exclamó la primera-. ¡Vaya idea la de desaparecer de ese modo, cuando están ocurriendo cosas apasionantes!

Marie habría contestado con gusto que Beaufort le parecía el más apasionante de los temas pero, además de que no estaba dispuesta a compartir su secreto con nadie, sin la menor duda habría sido tiempo perdido, porque sus dos amigas parecían enormemente excitadas.

— ¿De verdad? -dijo en tono ligero-. ¿Es que Monsieur ha hecho a su esposa una declaración de amor pública?

— No nos habríamos molestado en dar un solo paso para contaros una cosa así -dijo Montalais-. Se trata del rey.

— ¡Vaya noticia! Todo el mundo sabe que está locamente enamorado de su cuñada, hasta el punto de hacer llorar a la reina.

— ¿Nos dejaréis hablar? -dijo con severidad Athénaïs-. Así evitaréis decir tonterías. Ahora bien, si no os interesamos…

Marie detuvo con un gesto su movimiento de retirada, y se excusó amablemente.

— No os molestéis, estoy un poco nerviosa últimamente…

— Sin embargo, podéis ver a D'Artagnan todos los días -dijo Montalais, seca.

— Claro que sí, son otros temas los que me preocupan. Ahora, por favor, contádmelo todo.

— Pues bien, así está el asunto…

Athénaïs, que tenía grandes dotes de narradora, contó con gracia y fidelidad la pequeña escena que se había desarrollado en los aposentos de Madame después de la marcha de Beaufort. El rey había entrado para informarse a su vez del estado de la bella enferma, pero no se entretuvo. Se acercaba ya la hora de la cena y Su Majestad, dotado de un formidable apetito, no ocultó que estaba hambriento. Fue ese detalle lo que realzó el carácter extraordinario de lo que ocurrió después: al salir de la alcoba de Madame, Luis, en lugar de dirigirse a la puerta, se acercó al grupo de las doncellas de honor y se dirigió directamente a Mademoiselle de La Vallière para preguntarle si se encontraba a gusto en Fontainebleau. Naturalmente, tras el primer momento de sorpresa, el respeto había obligado a las compañeras de la joven a apartarse y dejarla en espléndido aislamiento con el rey.

— ¡Muy incómodo, la verdad! -gruñó Aure de Montalais-. Y todavía pudimos oír menos porque la pobre Louise, roja como una cereza y sobrecogida, respondía con unos balbuceos casi inaudibles y ponía más que de costumbre ojos de carnero degollado…

— ¿Y eso en la alcoba de Madame? ¿En su presencia? ¿Y no dijo nada?

— Nada en absoluto. Miraba la escena desde su cama, sorbiendo una tisana con aire apacible. Pero yo conseguiré averiguar lo que ha dicho el rey a Louise. Somos compañeras desde que servíamos juntas a la vieja Madame en Blois. No puede ocultarme nada.

Sin embargo, la curiosa Montalais se quedó con las ganas: Louise se negó a revelar ni una sola de las palabras del rey. Mientras hablaba, se oprimía el pecho con las manos como si temiera dejar escapar la menor migaja de aquel precioso tesoro. Una actitud de la que las tres compañeras extrajeron una conclusión sorprendente: La Vallière, con sus aires de virgen prudente, frágil y desinteresada de los asuntos terrenales, estaba enamorada de su soberano…

— ¡Enamorada con locura, enamorada perdida! Ve después de esto a fiarte del agua mansa -concluyó Montalais.

No era la única sorpresa que aguardaba a las tres compañeras. Los días siguientes trajeron nuevo pasto a sus conversaciones, como a las de toda la corte. ¡Luis XIVse puso a cortejar abiertamente a La Vallière! En cuanto entraba en los aposentos de Madame, la buscaba a ella antes incluso de saludar a la princesa. Iban de paseo y aparecía junto a la portezuela de su coche para darle la mano. Hubo sobre todo una ocasión en que estalló una tormenta cuando andaban dispersos por el bosque, en la que pudo verse a Luis en pie bajo un árbol, destocado y calándose mientras con su sombrero e incluso con su cuerpo se esforzaba en proteger a su bonita acompañante. Cuando el grupo de paseantes pudo reunirse de nuevo, la pareja emitía al mirarse una especie de irradiación más reveladora que un largo discurso. Madame, que hasta ese momento había seguido los diversos escarceos con una indulgencia divertida, dejó de sonreír.

De hecho, lo ocurrido era lo siguiente: ante la beligerancia que habían suscitado sus amores, exhibidos con tanta insolencia, Luis y Enriqueta habían decidido recurrir a un engaño y ponerse a resguardo a la luz de un «candelabro». Dicho de otra manera, el rey fingiría encapricharse de una de las doncellas de honor de su amante, y ambos tuvieron la precaución de elegir la más discreta, y también la más vulnerable. La elegida fue Louise de La Vallière después de que Madame -que no tenía la menor intención de crearse una rival- descartara a Tonnay-Charente, demasiado bella y altiva; a Fontsomme, demasiado joven y bonita, que con toda seguridad no sabría interpretar su papel porque no estaba interesada en el rey, y finalmente a Montalais, demasiado maliciosa y seguramente difícil de manejar.

Pero en el curso de las conversaciones a solas con la joven, Luis XIV descubrió una cosa increíble e inaudita: la pequeña muchacha de Turena le amaba, le amaba apasionadamente incluso, desde que le había visto tiempo atrás en Blois, en casa de su tía D'Orleans. Y amaba al hombre, no al rey, y le habría preferido cien veces de haber sido un simple mosquetero o un terrateniente de campo, en lugar de estar casado con Francia y con una infanta.

El amor atrae al amor, y éste era muy poderoso: Luis se inflamó como una tea de ramas de pino y olvidó completamente a Madame, a la que no quedó otro recurso que aproximarse a las dos reinas para hacer frente común contra la nueva favorita. La pobre iba a verlas de todos los colores, pero mientras tanto la muchedumbre de cortesanos se volvía, en un movimiento colectivo conocido desde muchos siglos atrás, hacia el astro naciente.

Nicolas Fouquet se hizo anunciar ante su amiga Sylvie de Fontsomme.

— Vengo a enterarme de las novedades, amiga mía. Acabo de llegar de Vaux y oigo cosas tan asombrosas que necesito una confirmación. Se habla del rey y una doncella de honor, cuando en mi anterior visita el problema era Madame.

— Así es, todo ha cambiado. Por lo menos eso tengo entendido, pero es a Marie a quien deberíais preguntar, querido Fouquet, porque se trata de una de sus compañeras.

— Puesto que es el rey quien está en juego, una dama de honor de la reina también estará enterada. A Su Majestad no debe de gustarle esta nueva aventura más que la anterior.

Sylvie se echó a reír.

— ¡Es lo menos que puede decirse! ¡La pobre…! Pensad que desde su boda, hace poco más de un año, la pobre pequeña infanta, enamorada como ya no se usa, ha visto a su esposo distraerse primero con Madame de Soissons, luego con Madame a secas, y ahora con esa infeliz La Vallière. La novedad ha hecho que las dos reinas y Madame pasen todo el tiempo juntas, visiblemente aliadas en contra de la nueva favorita.

— ¡Habladme de ella! ¿Quién es exactamente?

— ¡Una niña encantadora! Tímida, dulce, modesta, una verdadera violeta de los bosques. Sólo tiene diecisiete años. Pertenece a una familia noble de la Turena.

— ¿Rica?

— ¡Oh, no lo creo! De las doncellas de honor de Madame, es la que viste con más modestia. Su difunto padre, el marqués de La Vallière, poseía algunos bienes, pero su viuda iba camino de hacerlos desaparecer cuando volvió a casarse con el mayordomo de la vieja Madame. La reina, naturalmente, lo sabe todo, y en ella se juntan la esposa engañada y la española ofendida. Admitiría tal vez una querida de alto rango, pero para ella La Vallière no es nadie, y su orgullo se resiente.

— ¿Pensáis que el rey está verdaderamente enamorado, vos que lo conocéis desde la infancia?

Sylvie mostró las palmas de las manos en un gesto de impotencia.

— ¿Quién puede alabarse de conocer bien a un hombre como él? Todo lo que puedo decir es que lo parece.

— ¡Es todo lo que quería saber! ¡Beso vuestras preciosas manos, querida duquesa!

Fouquet saludó con una pirueta llena de elegancia y se alejó hacia las profundidades del palacio diciendo que sabía lo que tenía que hacer. Se había perdido ya de vista cuando Sylvie, inquieta, abrió la boca para preguntarle en qué estaba pensando.

La idea del superintendente de las Finanzas era enviar a Madame du Plessis-Belliére a saludar a Louise de La Vallière y ofrecerle doscientas mil libras «para que su tocado fuera digno de una augusta atención». Por desgracia, era el tipo de error que habría sido necesario evitar, porque Louise no estaba cortada por el mismo patrón que la mayoría de las damas de la corte. No sólo rechazó el regalo, sino que fue indignada a contárselo todo al rey.

De modo que Luis XIV tiene una fuerte prevención contra su ministro cuando, mediada la tarde del 17 de agosto, su carroza escoltada por mosqueteros y guardias franceses cruza la alta verja dorada del castillo de Vaux-le-Vicomte y avanza por la ancha avenida arenosa de la que un ejército de oficiosos sirvientes ha hecho desaparecer el menor guijarro… El efecto sorpresa es total: ante la magnificencia del castillo y sus jardines, surgidos de repente de los bosques que los disimulaban hasta entonces, Luis XIV retiene la respiración y, mientras la larga fila de coches avanza, contempla casi incrédulo los parterres floridos, el agua que brota de las fuentes -estamos en plena canícula-, las estatuas y la arquitectura audaz y majestuosa, tan nueva, del edificio.

Y he aquí que el propio Fouquet espera al rey al pie de la escalinata, mientras su mujer va a colocarse junto a la portezuela de la reina madre. María Teresa, debido a su embarazo que el calor hace particularmente penoso, no ha podido venir, pero Sylvie, invitada particular de los Fouquet, ha ido a reunirse con su amiga Motteville. Lo que ve la sobrecoge: el superintendente ha tirado la casa por la ventana para que la fiesta y el esplendor del castillo sean inolvidables, y eso es realmente demasiado para un rey joven, escaso con frecuencia de dinero y que todo lo observa con mirada rencorosa.

Después de los refrescos, Fouquet enseña a sus invitados el parque de las mil cien fuentes, y luego un huerto que no tiene rival en el mundo. Mucho después Luis XIV creará algo mejor aún en Versalles, y sin embargo podrá oírsele decir a sus cortesanos: «Sois demasiado jóvenes para haber comido los melocotones del señor Fouquet.»Vuelven luego al castillo y se sientan a la mesa. Mientras Fouquet y su esposa sirven al rey y a Ana de Austria en una vajilla de oro los manjares más delicados preparados por Vatel, los invitados encuentran a su disposición treinta bufetes cargados de vituallas y de los vinos más finos. El rey devora primero, luego su apetito cede y se queda ensimismado, mientras su madre finge desdeñar lo que le ofrecen.

Finalizada la cena, se trasladan al teatro al aire libre montado cerca de un bosquecillo de pinos. Como el tiempo amenaza tormenta, los espectadores son colocados bajo una amplia tienda de damasco blanco. Se representa una comedia de Moliere, Les fâcheux (Los latosos), y algunos se preguntan si no se trata de una alusión discreta. Finalmente, unos extraordinarios juegos artificiales, obra de Torelli, iluminan el cielo estival con flores de lis acompañadas por los monogramas del rey y la reina madre, que se funden al instante en miles de estrellas. Imposible imaginar nada más galante ni más magnífico, y sin embargo Luis XIV contempla el espectáculo con frialdad. Se siente humillado al comparar esos esplendores con lo que él mismo despliega, y olvida que antes de labrar su propia fortuna Fouquet ha ayudado decisivamente a Mazarino a edificar la suya. Ese Mazarino que antes de morir le ha dado, en la persona de Colbert, el instrumento para perder a Fouquet.

— Señora -murmura a su madre-, ¿no le daremos un escarmiento a esta gente?

A las dos de la madrugada, Fouquet, pensando que el rey desea descansar, le pregunta humildemente si aceptará ocupar por esta noche la habitación fabulosa que le han preparado. Pero no, el rey quiere volver a Fontainebleau. De inmediato suenan las trompetas y, mientras los coches avanzan, todo el castillo parece arder debido a la magia de los pirotécnicos, y Fouquet acude a sostener la portezuela para su real invitado. En ese instante tiene un gesto de total desprendimiento: ofrece Vaux, sus maravillas y a todos los que han contribuido a crearlas, a ese rey que no tiene para él ni siquiera una sonrisa, que no le da las gracias por una fiesta que ha arruinado al superintendente. Rehúsa el regalo, pero conservará en la memoria los nombres de los artistas que lo han creado: Le Vau, Lebrun, Le Nôtre, además de Moliere que sin embargo pertenece aún a su hermano, y también de La Fontaine, que ha recitado unos versos tan hermosos.

Se va rumiando su cólera, con unos celos indignos de un rey que se pretende grande…

Sylvie lo ha visto todo. También ha visto la sonrisa de gato satisfecho que luce la faz pesada de Colbert. Éste huele la sangre fresca… De modo que deja que Madame de Motteville se marche sola y decide quedarse un poco más. Fouquet el magnífico conseguirá algún coche para llevarla a Fontainebleau antes de que la reina se levante. Quiere hablar con su amigo: se acerca a la pareja que, al pie de la escalinata, mira cómo la caravana real desaparece en la noche.

Madame Fouquet la ve acercarse y le ofrece una sonrisa cansada.

— Le he dicho todo cuanto podía decirle, querida amiga, pero no ha querido escucharme. Permitid que me retire; estoy muy cansada…

— No es para menos… ¡Os deseo un buen descanso! En cuanto a vos, querido Nicolas, creo que estáis loco. ¿Os dais cuenta de lo que habéis hecho? Esta fiesta demuestra de manera abrumadora, a los ojos del rey, que sois más rico y poderoso que él.

— Se invitó él mismo. ¿Podía recibirle como a un vecino del campo? Le he recibido como debía, y lo que he querido mostrarle es que puedo ayudarle a convertirse en el rey más grande del mundo.

— Habéis hecho lo que él quería. O mejor dicho, lo que quería Colbert… Mucho me temo que os quiten vuestra superintendencia y que nunca seáis primer ministro. Pero gracias a Dios aún sois procurador general, y eso os pone a salvo de lo peor. Lo sois aún, ¿no? -añadió, inquieta por la expresión sombría de su amigo.

— No, ya no lo soy. He vendido mi cargo a Monsieur de Harlay por un millón cuatrocientas mil libras… cuya mayor parte habéis visto volatilizarse con las iluminaciones, el espectáculo y los fuegos artificiales.

— ¡Dios mío! ¿Habéis hecho eso? Pero…

— Vamos, vamos -la interrumpió él en un tono que quería ser tranquilizador-, aunque el rey me apartara de la vida pública, sabría volver a ella pasado un tiempo. Y mientras tanto, repartiré mi tiempo entre este lugar, en el que me encuentro bien, Saint-Mandé, donde me encuentro aún mejor, y Belle-Isle. Ya veis que tengo en qué ocuparme.

— ¿Y si os quitan todo eso, si van… todavía más lejos?

— ¡No dramaticemos! Ya no estamos en la Edad Media ni en la época de los Valois, y yo no me llamo ni Enguerrand de Marigny ni Beaune de Semblangay. Y cambiando de tema… me alegra que os hayáis quedado, pero venid a descansar un poco. Al amanecer, mi coche os llevará a Fontainebleau.

Mientras regresaba a cumplir con su servicio al fresco de una aurora gloriosa, más alegre aún por el canto de una alondra madrugadora, Sylvie no conseguía apartar unos negros presentimientos que no disiparon los días siguientes. La corte perdió algo de su alegría. El rey estaba enfrascado en su nuevo amor, con el que se reunía en secreto — ¡el secreto no duró mucho tiempo!- en las habitaciones de su fiel Saint-Aignan. La reina sufría debido a su embarazo, y Madame se había unido ahora a ella en las molestias de una futura maternidad que la fastidiaba porque le impedía en muchas ocasiones dedicarse a los placeres que tanto le gustaban.

Poco tiempo después, una mañana el rey anunció que tenía intención de marchar en breve a Nantes, donde se reunían los Estados de Bretaña. Únicamente le acompañarían sus gentileshombres, y las reinas se quedarían en Fontainebleau. Aquella misma tarde, el capitán D'Artagnan se acercó a Sylvie al borde del Gran Canal, donde ella tenía por costumbre ir a dar un pequeño paseo con tanta regularidad como le era posible.

— He venido, madame, para daros un buen consejo. No os oculto que he dudado mucho tiempo antes de venir a veros… por mucho placer que eso suponga para mí. Pero no hace mucho salvasteis a un amigo mío, y quiero intentar devolveros el favor.

— El preámbulo me asusta.

— No menos que lo que me queda por decir. Decid a Monsieur Fouquet que no acuda a los Estados de Bretaña… o, si va, que pase sin detenerse por Nantes y vaya a encerrarse a Belle-Isle.

— Pero… ¿por qué?

— Porque el rey le hará arrestar… y seré yo el encargado, lo juraría, como estuvo a punto de ocurrir la otra noche en Vaux.

Sylvie miró espantada la alta silueta del mosquetero.

— ¿Arrestar a Monsieur Fouquet en su casa? ¿Cuando acababa de gastarse las tres cuartas partes de su fortuna en complacerle?

— Por eso mismo tuve el honor de decir a Nuestra Majestad que se deshonraría si obraba así, y que por mi parte no me sentía dispuesto a hacer un trabajo tan sucio.

— ¿Y no estáis en la Bastilla? -susurró Sylvie, atónita ante tanta audacia.

— ¡Pues no! El rey me conoce desde hace mucho tiempo. Es joven, impulsivo, y cuando está irritado es difícil hacerle entrar en razones; por una vez, se avino a reconocer que yo tenía razón y que una acción así habría sido reprobable, pero apostaría todo lo que tengo en el mundo a que, si va a Nantes, Fouquet no saldrá de allí tirado por sus propios caballos. Unos caballos, por cierto, capaces de correr mucho, porque no conozco otros más hermosos. ¡Será mejor que los utilice mientras aún está a tiempo!

Sylvie pasó su brazo bajo el de D'Artagnan y dio junto a él unos pasos en silencio.

— Al darme este aviso -murmuró finalmente-, ¿no estáis faltando a vuestros deberes con el rey?

— Nada me hará faltar a mis deberes con el rey. Si me ordena en los próximos días arrestar al superintendente, lo haré sin dudarlo, pero aún no me ha dado la orden y no hago más que comunicaros lo que pienso.

— No sé si me escuchará, pero os debo un gran, un enorme agradecimiento.

— No lo creo. Ya veis… detesto incluso la idea de que podría ver lágrimas en vuestros ojos…

Ese día, Sylvie comprendió que D'Artagnan estaba enamorado de ella.

Fouquet, tal y como ella esperaba, no quiso darse por enterado. Aunque padecía unas fiebres tenaces, quiso ir a Nantes, donde el rey le había convocado, pero hizo la mayor parte del camino en una cómoda gabarra con la que descendió por el Loira al mismo tiempo que otra en la que iba Colbert, con quien fue haciendo carreras del mejor humor del mundo. Aquella atmósfera casi amistosa convenció a Fouquet de que sus amigos se equivocaban de medio a medio. Antes de la partida, ¿no había el rey, que viajaba a caballo, enviado a Le Tellier para informarse de su salud?

En Nantes, el superintendente y su mujer -ella no se apartaba de él ni un instante desde la fiesta de Vaux- se instalaron en el hôtel de Rouge, que pertenecía a la familia de Madame du Plessis-Belliére. Fouquet se acostó, pero a pesar de ello recibió a una alegre delegación de mujeres de Belle-Isle, que bailaron para él con sus pintorescos atuendos de fiesta rojos. El rey envió a Colbert a informarse de su salud, y éste aprovechó para sonsacar al superintendente, cuya ruina preparaba desde hacía tanto tiempo, noventa mil libras «para la marina». Le anunció asimismo que al día siguiente, 5 de septiembre, habría consejo matinal en el castillo, porque el rey había decidido ir de caza.

Fouquet acudió a pesar de sus dolencias, y al salir se vio rodeado por la habitual muchedumbre de solicitantes, lo que impidió cualquier acción dirigida contra él. Fue únicamente en la plaza de la Catedral donde D'Artagnan, acompañado por quince mosqueteros, alcanzó su silla de mano y le comunicó la orden de arresto. El prisionero le dirigió una mirada de inmensa sorpresa.

— ¿Arrestado? Yo pensaba estar mejor situado en la confianza del rey que ninguna otra persona del reino… En tal caso, procurad que no haya escándalo.

— Eso depende de vos, señor -dijo el oficial con una tristeza que no pasó inadvertida a Fouquet-. Por mi parte, sabed que habría preferido no cumplir nunca esta orden.

— ¿Adonde me lleváis?

— Al castillo de Angers.

— ¿Y los míos?

— No tengo ninguna orden que les concierna.

Mientras D'Artagnan se alejaba unos pasos para dar una orden a sus hombres, Fouquet murmuró a su criado La Forêt: «A Saint-Mandé y a Madame du Plessis-Belliére.» Quería decir con ello que las personas de su casa y su amiga debían deshacerse de sus papeles personales. La Forêt, un hombre inteligente y agudo, se eclipsó, salió de Nantes a pie y se dio tanta prisa como pudo para transmitir el mensaje. Pero cuando éste llegó a su destino, ya era tarde: Colbert había tomado sus precauciones.

El 7 de septiembre, por un correo enviado al canciller Séguier y otro a la reina madre, se supo en Fontainebleau lo que acababa de ocurrir en Nantes. Sylvie, espantada, se valió del primer pretexto que se le ocurrió para abandonar su servicio, y dejó a María Teresa doliente, tendida en un sofá, en compañía de Chica, que cantaba para ella, y de Nabo, que le daba aire con un enorme abanico de plumas de avestruz azules. Corrió a los aposentos de la reina madre, esperando encontrarla tan desolada como ella misma lo estaba. Desde que había llegado al poder, Fouquet la había servido con abnegación y lealtad, incluso y sobre todo en los duros tiempos de la Fronda. Era también el hombre de confianza de Mazarino, al que ella había amado hasta el punto de desposarse en secreto con él. Sin duda haría todo lo posible por acudir en ayuda de un servidor tan noble y generoso que jamás le había negado nada, aunque hubiera de pagarlo de su propia bolsa.

Pero cuando Sylvie entró en los aposentos, oyó el eco de dos risas y, como encontró a Motteville a las puertas del Grand Cabinet, le preguntó de quién se trataba.

— La vieja duquesa de Chevreuse -fue la respuesta-. Vos tal vez no lo sabéis, pero ha venido muy a menudo en los últimos tiempos.

— ¿Para quejarse de su miseria como de costumbre, o para mendigar un puesto para su joven amante, el pequeño Laigue?

— No. Para disfrutar de su triunfo… ¡Escuchad vos misma!

Con una media sonrisa, François e de Motteville entreabrió la puerta del Cabinet, de modo que llegara hasta sus oídos y los de su amiga la voz agria y exultante de la antigua belleza de la época de Luis XIII:

— Ya veréis, señora, como Monsieur Colbert os servirá mejor que Fouquet, del que por fin habéis comprendido que nunca ha pensado más que en su propia fortuna. Ya era hora de que abandonarais a ese hombre, que después de todo no es más que un mercader tramposo.

— Ah, lo confieso, la fiesta insensata que nos dio en Vaux me hizo ver cuánta razón teníais al ponerme en guardia. Por otra parte, el difunto cardenal recomendó calurosamente a Monsieur Colbert ante el rey, y sabía muy bien lo que hacía…

— ¿Os anuncio? -propuso Motteville, con la mano en el tirador de la puerta.

— No… No; es inútil, querida amiga. No necesito saber nada más, y perdería el tiempo. A propósito, ¿sabéis qué ha conseguido esa mujer por su magnífico trabajo?

— Una pensión, creo… y sobre todo un puesto para el joven Laigue. Éste tenía muchas quejas de un superintendente que le trató siempre según sus méritos.

Descorazonada, Sylvie volvió a su alojamiento. Lo que acababa de oír no la sorprendía más que a medias. Desde que conocía a Ana de Austria, la había visto abandonar uno tras otro a amantes y servidores fieles: François de Beaufort, La Porte, Marie de Hautefort, Cinq-Mars y François de Thou, a los que había entregado al verdugo, e incluso a la misma Chevreuse, llamada de nuevo después de un largo exilio en el que se había visto apartada de la corte como un mueble inútil, pero que finalmente había conseguido volver a la superficie, más venenosa que nunca. Colbert, obsesionado por la ruina de su enemigo, había comprendido muy pronto el partido que podía sacar de ella, a cambio de dinero por supuesto… Todo aquello era infame, y es bien cierto que el servicio de los reyes ofrece con mucha frecuencia aspectos sórdidos. En el fondo, sin duda era una lástima que Ana de Austria no se hubiera casado con su cuñado; el hombre de todas las traiciones, de todos los abandonos. Los dos estaban hechos el uno para el otro.

Al pisar la hierba del césped, sus pies calzados de raso gris tropezaron con una culebra que se arrastró hasta el agua, y ella se detuvo un momento hasta verla desaparecer, consciente del simbolismo. Las armas de Colbert incluían una culebra — ¡una víbora habría sido más adecuada!-, y las de Fouquet una ardilla: el reptil había hecho caer en la trampa al pequeño roedor aéreo, y se enroscaba alrededor de su cuerpo para ahogarlo antes de zampárselo…

Sylvie sintió acudir las lágrimas a sus ojos, volvió a su habitación tan aprisa como pudo, y decidió pedir un permiso. Necesitaba enterarse del destino que aguardaba a la mujer y los hijos del preso, y también a sus amigos más próximos, algunos de los cuales eran también suyos; y con toda seguridad Perceval podría decírselo. Entonces vería lo que era posible hacer por ellos.

Bondadosa como siempre, María Teresa le concedió todos los permisos que necesitara, y únicamente le pidió que no estuviera lejos demasiado tiempo. Suzanne de Navailles le estrechó la mano sin decir nada. Sabía lo sensible que era a la suerte de las personas que amaba, y por su parte la habría acompañado con gusto, pero no era posible dejar a la reina sola entre las garras de Madame de Béthune u Olympe de Soissons. Era preciso asegurarle un embarazo tranquilo en la medida de lo posible.

Sylvie volvió a su casa con el corazón algo serenado, y allí se enteró de que Madame Fouquet había sido exiliada -Dios sabe por qué, la habían enviado a Limoges-, que Madame du Plessis-Belliere estaba exiliada en Montbrison, el hermano arzobispo de Narbona y el abate Basile exiliados no se sabía dónde, y el hermano obispo de Agde en su diócesis. Las casas habían sido registradas de arriba abajo, sobre todo la de Saint-Mandé, de la que se encargó personalmente Colbert quebrantando las normas de derecho más elementales; después se habían sellado todas, empezando por Vaux. En cuanto al hôtel de la Rue Neuve-des-Petits-Champs, se arrojó de ella sin miramientos a los hijos, de los que el último tenía tan sólo dos meses, y habrían quedado en la calle si un amigo no los hubiera llevado a la casa de su abuela. Al mismo tiempo, se puso en libertad a todos aquellos que el superintendente había encarcelado por una u otra razón, pero en general por delitos. Pero eso Sylvie y los suyos no iban a saberlo hasta más tarde, cuando, quince días después del drama, llegó de Fontsomme el abate de Résigny en un estado calamitoso: Philippe, su alumno, había sido raptado cuando recogía nueces en el fondo del parque con otros niños de su edad. -Uno de los raptores -eran cinco- había gritado al abate angustiado e impotente:

— Dile a tu ama que es una gran imprudencia encarcelar a los amigos de Monsieur Colbert… ¡sobre todo cuando se es amigo de Fouquet!

La madre dedicó poco tiempo al horrible dolor que la traspasó. De inmediato despertó en ella la luchadora. Mandó enganchar los caballos.

— ¿Qué vas a hacer? -preguntó Perceval, inquieto-. ¿Piensas enfrentarte a Colbert?

— La duquesa de Fontsomme no se rebaja a hablar con gente de esa ralea. ¡Voy a ver al rey!

— Dicho de otra manera, a Fontainebleau. En ese caso, te acompaño, aunque sólo sea para comprobar que no sales de allí entre dos guardias… ¡Venid vos también, abate, ya que habéis sido testigo!

Y Perceval de Raguenel fue a buscar el neceser de viaje que, como hombre precavido, tenía siempre preparado para cualquier evento.

6. François

De la mano de la reina, el rey salió de la capilla en que ambos acababan de oír misa y pasaba por entre la doble fila de cortesanos inclinados cuando una mujer pálida y bella en su vestido de luto, sin una sola joya, se alzó a su paso antes de doblar la rodilla hasta tocar el suelo. Luego su voz sonó con la fuerza suficiente para que todos pudieran oírla.

— Apelo a la justicia del rey en el momento en que acaba de conversar con Dios, porque sólo el rey puede obligar al raptor de mi hijo a devolvérmelo.

Luis XIV tuvo un sobresalto y frunció el entrecejo; pero al cabo de un segundo soltó la mano de la reina para levantar a Sylvie con una solicitud que suscitó un murmullo de admiración.

— ¿Qué me decís, duquesa? ¿Vuestro hijo ha sido raptado?

— Ayer, Sire, en nuestras tierras de Fontsomme y delante de su preceptor, el abate de Résigny, que me acompaña…

— ¿Cómo podéis saber quién ha cometido esa fechoría? Esa gente no alardea de sus hazañas, por lo general.

— Éstos piensan que pueden actuar a cara descubierta. Su jefe es amigo declarado de Monsieur Colbert, y actúa contra una amiga de Monsieur Fouquet…

El rostro del rey se inmovilizó, su mirada se endureció y su boca se torció en una mueca desagradable.

— ¡Ah! -dijo únicamente. Luego añadió, mientras todos retenían el aliento-: Voy a acompañar a la reina a sus aposentos. Seguidme después a mi gabinete. ¡Vos también, abate!

— ¡Y si el rey lo permite, yo también! Abriéndose paso entre la multitud con sus poderosos hombros, François de Beaufort fue a colocarse al lado de Sylvie.

Por los ojos del rey pasó un relámpago de cólera.

— ¿Vos, Monsieur de Beaufort? ¿Y a qué título, os lo ruego? Si es por ser un amigo de la infancia, no basta…

— Madame de Fontsomme me detesta y el rey lo sabe bien, pero yo maté en duelo al padre de ese niño y reclamo el derecho de… ponerme a su servicio puesto que le privé de su defensor natural.

— Me parece justo… a condición de que la duquesa os acepte.

Sylvie no lo dudó, feliz a pesar de todo por la ayuda inesperada del verdadero padre. Una ayuda que no estaba libre de peligros: Beaufort también era amigo de Fouquet, y podía resultar sospechoso a los ojos de Luis XIV. Al apoyarla en un ataque contra Colbert, tal vez estaba arriesgando su propia libertad.

— Acepto, Sire.

— En ese caso, venid. Vuestra mano, señora -añadió volviéndose hacia su esposa, que no había entendido nada pero a la que inquietaban los velos negros de Sylvie.

Por su parte, François no se atrevió a ofrecer su brazo a la que amaba ahora sin esperanza, pero la mirada que le dirigió tuvo el efecto de tranquilizarla, y ambos caminaron en silencio en la estela azul y oro de la cola del vestido de María Teresa.

Cuando atravesaban la magnífica gran sala de baile de Enrique II en dirección a los aposentos de la reina, estuvo a punto de producirse un incidente: advertida de lo que ocurría por esas misteriosas transmisiones que en la corte propagan las noticias a la velocidad del relámpago, Marie, seguida por Athénaïs, que se esforzaba en detenerla, quiso precipitarse hacia su madre. Fue interceptada al paso por Perceval que, mezclado con los cortesanos como tenían derecho de hacerlo todos los gentileshombres, había observado su irrupción.

— ¡Tranquila, pequeña! Nadie te necesita aquí, y tu madre menos que nadie.

— Pero ¿qué hace con Monsieur de Beaufort?

— Él se ha puesto a su servicio para encontrar a tu hermano, que fue raptado ayer por… desconocidos. Tu madre acaba de apelar a la justicia del rey. El raptor podría ser un personaje importante. Ahora sabes tanto como yo. Mademoiselle -añadió dirigiéndose a Tonnay-Charente-, tened la bondad de llevárosla a los apartamentos de Madame. ¡Y tú, Marie, cálmate! Te prometo que te tendré informada…

— ¡No temáis! -aseguró Athénaïs-. Yo me encargo de ella. La vigilaré de cerca… ¡y enviaré a Montalais a por noticias! ¡Es nuestra espía más hábil!-concluyó con una risa que reveló sus bonitos dientes blanquísimos.

Había tomado del brazo a una Marie reticente para llevársela, cuando un nuevo personaje entró sin mayores miramientos en la conversación.

— Por hábil que sea, vuestra Montalais nunca estará a la altura de un hombre experimentado, sobre todo cuando se trata de saber lo que pasa en el entorno del rey. Mademoiselle de Fontsomme, soy ya vuestro servidor, aceptadme como galán. Añadiré que soy también vuestro admirador…

— ¡Qué audacia, Péguilin! -protestó Athénaïs-. Sois ya el servidor de tantas damas que debéis de estar muy atareado. ¡Dejad tranquila a mi amiga Marie y dedicaos a vuestros asuntos! Estoy segura de que Madame de Valentinois os busca.

— ¡Bah! Está acompañando a Madame, y nosotros vamos hacia allí. Venid, mademoiselle -añadió ofreciendo su puño a Marie con una mirada seductora.

— Un momento -intervino Perceval con cierta severidad-. Soy el tutor de Mademoiselle de Fontsomme… y no tengo el honor de conoceros.

— Tampoco yo os conozco -dijo el joven en tono impertinente-, pero por eso que no quede: me llamo Antonin Nompar de Caumont, marqués de Puyguilhem, y soy…

— El sobrino del mariscal de Gramont -recitó Tonnay-Charente con los ojos en blanco-, y tengo el mando de la primera compañía de cien gentileshombres Pico-de-Cuervo… ¡y mi propio pico es más agudo que el emblema de mi unidad! ¡Seguid vuestro camino, marqués! ¡Deberíais estar ya junto a la puerta del rey para escuchar lo que ocurre!

— No escucho detrás de las puertas, mademoiselle, y mis informaciones son de una naturaleza más sutil. Además… deseo ser mejor conocido por vuestra compañera.

— ¡Ya os conocerá suficientemente muy pronto! Venid, Marie.

— ¡Vaya pécora! Pero tendrá que morderse la lengua el día que yo vaya, señor tutor, a pediros la mano de vuestra pupila.

— ¿Queréis casaros con Marie…? A propósito, soy el caballero Perceval de Raguenel. Será mejor que sepáis mi nombre.

— Tenéis razón, puede ser útil. Pero decidme por qué no habría de casarme con ella. ¡Es bellísima, y un partido magnífico!

— Y vos, ¿sois también un partido magnífico?

El joven sonrió de una manera curiosa que le arrugaba todos los rasgos de la cara pero le prestaba un encanto particular.

— No diría tanto. Mi padre, el conde de Lauzun, es más rico en antepasados que en numerario… pero podéis estar seguro de que me abriré camino. El rey me quiere, porque le divierto.

— Tenía entendido que pretendíais casaros con una de las hijas de Madame de Nemours.

— Hay un impedimento de fuerza mayor para ello, querido. Si me casara con una, la otra me arrancaría los ojos, y por supuesto también los de la feliz elegida. No, gracias a Dios esas dos locas y su madre se han ido a seguir con sus discusiones a Saboya… y espero no volver a oír hablar de ellas. ¡Hasta pronto, señor caballero! Voy a ver si me entero de algo.

En el gabinete del rey, la conversación no tenía el mismo tono de frivolidad. Al entrar, Luis XIV había ocupado su sillón detrás de la pesada mesa en que portafolios abiertos, clasificadores y legajos daban testimonio de que no se trataba de un simple adorno, y luego había señalado un asiento a Sylvie, mientras Beaufort y el abate se mantenían de pie, uno a cada lado de ella.

— Contadme lo que ha ocurrido -ordenó, al tiempo que se arrellanaba en el sillón de respaldo alto, de roble y cuero claveteado.

Con más claridad de la que podía esperarse dada su emoción, Monsieur de Résigny contó la escena de la que había sido testigo: los niños entretenidos recogiendo nueces, los caballeros tan seguros de sí mismos que ninguno de ellos había tomado la precaución de ocultar su rostro, el rapto del duquesito, y para terminar la frase desdeñosamente dirigida al desolado preceptor. Cuando hubo terminado, el rey guardó silencio un instante, y luego dijo:

— ¿Ese hombre dijo «los amigos de Monsieur Colbert»? ¿Qué pretendía decir con eso? ¿Tenéis alguna idea, duquesa?

— Sí, Sire. Se trata probablemente de un tal Fulgent de Saint-Rémy, que desembarcó hace algún tiempo procedente de la isla de Saint-Christophe y que pretendía ser el hermano mayor de mi difunto esposo, y reclamaba su parte de la herencia… sin presentar ninguna prueba de ello.

— ¿Un hermano mayor? ¿Es que el mariscal de Fontsomme se casó dos veces?

— No exactamente, pero antes de marchar a la guerra habría firmado una promesa de matrimonio a una joven para el caso de que ella esperara un hijo varón. Ella quedó embarazada, el padre que la destinaba a otro se dio cuenta y la encerró en un convento; ella escapó de allí, para salvar a su futuro hijo y para seguir al único amigo que tenía. Se embarcaron para las Islas y el hijo (ese Saint-Rémy) nació al parecer en el barco. Afirma que puede exhibir la promesa de matrimonio y se dice más o menos protegido por Monsieur Colbert.

— ¿Qué habéis respondido a sus pretensiones?

— Me pareció que estaba en la miseria y le di un poco de dinero.

— Fue un error. A esa clase de personajes, se la echa a la calle sin explicaciones.

— Lo sé, Sire, pero me atemoricé, lo confieso, cuando dijo que en el caso de que algo le sucediera a mi hijo (¡el último duque!), haría valer sus pretensiones ante el Parlamento y el juez de armas del rey. Y mi hijo acaba de ser raptado…

— ¡Teníais que haber llamado a la ronda, madame! ¿O es que ese hombre posee algún medio para presionaros? No alcanzo a ver cuál podría ser porque vuestra vida es transparente, pero a los chantajistas les sobra imaginación.

Sylvie reprimió un estremecimiento: la mano de Beaufort acababa de posarse, ligeramente primero y luego con firmeza, en su hombro, como para recomendarle prudencia. Bajo aquella cálida presión, ella se sintió extrañamente confortada, porque eso quería decir que él estaba dispuesto a todo para salvar al niño del que sabía mejor que nadie de quién era hijo. Aunque tuviera que enfrentarse a aquel joven coronado, al que tenía las mismas razones para amar.

— Ninguno que yo sepa, Sire, pero tal vez sería necesario preguntar a Monsieur Colbert qué le he hecho para que me hostigue con tanta crueldad.

— No creo que tenga la menor razón para atacárosla vos en particular, duquesa, ni para reprocharos nada… salvo tal vez una amistad excesiva hacia ese Fouquet al que acabamos de arrestar. Pero de ahí a tales acciones…

— Los amigos de Monsieur Fouquet se ven muy maltratados en los últimos tiempos: exilio, prisión, etcétera. Monsieur Colbert da libre curso a su odio, y ha llegado incluso a registrar por sí mismo, con menosprecio de las leyes, los papeles íntimos del antiguo superintendente… incluso cartas de mujeres. Ahora bien, como nunca he escrito a Monsieur Fouquet, no creo que haya encontrado ninguna mía…

— ¡Un instante, señora! Se diría que estáis aprovechando la ocasión para acusar a un servidor que para mí es precioso. Es posible que se exceda en sus funciones, pero es por celo hacia la corona, no por un pretendido odio.

— Sire -intervino Beaufort-, ¿a quién quiere hacer creer tal cosa Vuestra Majestad? El mundo entero sabe que Colbert aborrece a Fouquet, pero el rey no nos hace el honor de recibirnos para discutir sobre eso. Solamente para intentar saber qué es de un niño inocente, del hijo de un servidor aún más fiel de lo que lo será nunca Monsieur Colbert…

La mirada del rey se cargó de relámpagos.

— Si yo estuviera en vuestro lugar, señor duque, procuraría no recordar demasiado que también vos habéis sido un gran amigo del preso.

— Trabajamos juntos para la defensa de las costas de Francia y la mejora de la marina, y por consiguiente al servicio de Vuestra Majestad; pero al margen de eso, Sire, el rey, que conoce a la duquesa de Fontsomme desde siempre, y que me conoce a mí desde hace mucho tiempo, no ignora que ella y yo tenemos el mismo defecto: cuando entregamos nuestra amistad, somos fieles en la adversidad como en la fortuna favorable, sin que eso nos convierta, sin embargo, en conspiradores. La justicia del rey es para nosotros tan sagrada como su persona.

La mirada de Luis XIV fue del uno a la otra: de la mujer tan encantadora y digna, a aquella especie de héroe de novela al que había maldecido cien veces durante la Fronda sin conseguir evitar admirarle.

— ¡Monsieur de Gesvres! -llamó.

El capitán de la guardia apareció de inmediato.

— ¿Monsieur Colbert está en el castillo?

— Sí, Sire… Por lo menos, así lo creo.

— ¡Que venga al instante!

El rey se puso en pie y se acercó a una de las ventanas de su gabinete, que daba al jardín de Diana. El otoño, aún en sus inicios, doraba las hojas de los árboles y parecía dar a las flores a punto de perecer un esplendor mayor aún que en el corazón del verano, bajo un cielo templado. En la gran estancia reinó el silencio. Un silencio que no duró mucho rato. Colbert, a quien sin duda habían puesto al corriente de lo sucedido al salir de la misa, merodeaba por las cercanías de los aposentos del rey, y el marqués de Gesvres no hubo de ir a buscarlo muy lejos. Pocos minutos después hizo su entrada, con un portafolio bajo el brazo como de costumbre; parecía incapaz de desplazarse sin ese accesorio que ponía de relieve su pasión por el trabajo, y a la vez le daba aplomo. Casi siempre el portafolio en cuestión estaba atiborrado de papeles.

El hombre al que Madame de Sévigné llamaría muy pronto «el Norte» tenía entonces cuarenta y dos años, y era alto y bastante corpulento. Jean-Baptiste Colbert tenía un rostro de rasgos redondeados, ojos, bigote y cabello negros, éste cortado bastante corto. No inspiraba simpatía sino más bien una especie de temor larvado, porque se adivinaba en él un hombre tan temible, tan despiadado como lo había sido Richelieu. Sin embargo, convenía no engañarse respecto de su aspecto monolítico: éste escondía una gran inteligencia, que habría sido genial con algo más de sensibilidad y sutileza; pero en la fisonomía de Colbert, extremadamente ambicioso y ávido tanto de poder como de riquezas, se reflejaba la feroz determinación de eliminar sin contemplaciones los obstáculos interpuestos en su camino, y la satisfacción íntima de su cruel victoria frente a Fouquet.

Al entrar, saludó como convenía al rey, a la duquesa y a los otros dos personajes presentes, no sin que a la vista de Beaufort un breve relámpago iluminara su mirada sombría.

— Monsieur Colbert -dijo Luis XIV-, os he hecho llamar para que escuchéis el extraño relato que acaba de hacerme el aquí presente abate de Résigny. Añadiré para mayor claridad que el abate es el preceptor del joven duque de Fontsomme.

El infeliz hubo de resignarse a repetir una vez más lo que había visto y oído. Sylvie temía verle desmoronarse bajo la oscura mirada del intendente de las Finanzas, pero aunque departía con los grandes capitanes únicamente en las páginas de Tito Livio, y aunque se sentía más a gusto en compañía de las estrellas que de los ministros, el pequeño abate era un hombre valeroso, y con una gran dignidad repitió la frase acusadora de los bandidos.

— ¿Qué explicación podéis dar a esto, Monsieur Colbert? -dijo el rey en tono negligente.

— Ninguna, Sire. La señora duquesa de Fontsomme, que no me conoce, nunca me ha hecho nada, y no tengo por costumbre atacar a los niños…

— ¿Es reciente eso? -cortó Beaufort con un desprecio mal disimulado-. De no ser por Monsieur de Brancas, que les recogió en nombre de Su Majestad la reina madre para llevarlos con su abuela, habríais arrojado al arroyo a los de vuestro antiguo patrón.

— ¡Repito que se deje a Fouquet donde está! -rugió el rey, dando un puñetazo en la mesa. Luego consultó unas notas tomadas poco antes-. Al parecer, Colbert, se cuenta entre vuestros amigos un tal… Saint-Rémy, que pretende tener derecho a la herencia del difunto mariscal-duque de Fontsomme…

— En efecto, recibí a ese hombre hace algún tiempo. Fue poco después de las bodas de Vuestra Majestad. Venía de las Islas. De Saint-Christophe, si recuerdo bien, pero en la breve entrevista que le concedí no se habló en ningún momento de ninguna pretensión sobre la sucesión de nadie.

— ¿Por qué le recibisteis, en tal caso?

— El rey no ignora hasta qué punto me intereso por las tierras lejanas, y en particular por las islas del Caribe, a efectos comerciales. Como venía de Saint-Christophe, era normal que le escuchase.

— ¿Qué quería?

— Carecía de recursos y buscaba un empleo… un embarque tal vez. Además, venía recomendado por una dama que me honra con su amistad.

— ¿Qué dama?

— Madame de La Bazinière…

Sylvie no pudo reprimir una exclamación ahogada, y todas las miradas se dirigieron a ella.

— ¿Conocéis a esa dama? -preguntó el rey.

— Oh, sí, Sire. La conocí cuando éramos doncellas de honor de la reina, madre de Vuestra Majestad… que podría hablar de ella mejor que yo. Se llamaba entonces Mademoiselle de Chémerault, y me evoca recuerdos muy malos con los que no quiero fatigar al rey.

— ¡Cómo…! ¿Y esa mujer sería capaz de hacer raptar a vuestro hijo?

— ¡Es capaz de todo! -exclamó Beaufort-. En lo que a mí respecta, creo que he comprendido el fondo del problema, y deseo pedir excusas a Monsieur Colbert, bajo cuyo nombre se escudan gentes sin conciencia. Si el rey me lo permite, yo me encargo de este asunto.

El rostro del rey, ceñudo hasta ese instante, se iluminó. Estaba encantado de que su querido Colbert quedara con tanta facilidad fuera de la cuestión. François acababa de realizar una jugada muy hábil, al renunciar a enfrentarse abiertamente al intendente. En cuanto a éste, en el caso de que hubiera favorecido hasta entonces los manejos de la dama, se vería obligado a dejar de hacerlo ahora que el rey estaba al corriente. Si continuaba por el mismo camino, podía comprometer un futuro que se anunciaba brillante. En efecto, Luis XIV dijo:

— Eso corresponde ante todo a nuestro teniente civil. Monsieur Dreux d'Aubray recibirá órdenes en ese sentido.

— ¡Suplico al rey que no haga nada! -rogó Sylvie, presa de una nueva ansiedad-. Si mi hijo está encerrado en su casa, cosa que dudo, Madame de La Bazinière tendrá tiempo sobrado de hacerlo desaparecer. No quiero poner en peligro su vida… admitiendo que esté aún vivo -añadió ahogando un sollozo.

El rey se levantó y fue hasta ella, inclinándose incluso para tomarle las manos en las suyas.

— ¿Hasta ese punto la teméis? Mi pobre amiga, sin embargo habrá que darle un escarmiento…

— Pero hay que impedir que sepa que ha sido desenmascarada -exclamó Beaufort, mirando a Colbert-. ¡Dejadme hacer a mí, Sire, en nombre de los lazos de parentesco que nos unen!

— ¡Y que a veces habéis olvidado!

— Me lo reprocho sin cesar. El rey sabe bien que en adelante no deseo otra cosa que servirle con todas mis fuerzas.

— El rey lo sabe, señor duque -intervino Colbert en un tono cuya suavidad sorprendió a todo el mundo-. Lo sabe tan bien que hoy mismo venía a presentarle a la firma vuestro mando, a fin de preparar nuestros navíos de Brest para poder unirse a los de La Rochelle y estar en condiciones de emprender la próxima campaña de primavera.

Había sacado de su portafolio un papel de gran tamaño hacia el que tendió la mano el rey sin desviar la mirada de la de su primo.

— Espero que estéis contento, querido duque -dijo-. Sé que soñáis para nosotros con una marina nutrida y poderosa… algo que aún está lejos de ser, pero para lo que contaréis con toda la ayuda necesaria. [18] Beaufort enrojeció, palideció, y sus ojos azules se llenaron de pronto de estrellas. Se inclinó profundamente y murmuró una frase de agradecimiento emocionado; pero al incorporarse preguntó:

— ¿Cuándo debo marchar a Brest?

— Cuanto antes, mejor -respondió Colbert-. Ocho navíos tienen necesidad urgente de los cuidados de los maestros de hacha [19] y los maestros veleros. Monsieur Duquesne os espera.

— Sire -dijo Beaufort-, hacéis realidad mi sueño más caro. Sin embargo…

— ¿Sin embargo? -repitió Luis XIV con altanería.

— No podría partir en paz si Madame de Fontsomme no ha encontrado a su hijo.

— ¡Eso puede llevar mucho tiempo! -gruñó Colbert, pero le interrumpió una mirada asesina de Beaufort.

— ¡No para mí, señor! No para mí…

— En ese caso, os concedo ocho días -dijo el rey-. Luego marcharéis a Brest. Madame de Fontsomme, la reina prescindirá de vuestros servicios todo el tiempo que necesitéis para recuperar vuestra serenidad, pero no dejéis de tenerme informado de un asunto que me importa por la amistad que siento hacia vos. -Y en tono menos grave añadió-: ¿Habéis enseñado a tocar la guitarra a vuestro hijo?

— He enseñado a mi hija, Sire. Philippe sólo sueña con peleas. Seguirá el camino de su padre y su abuelo…

— ¡Eso me hace extremadamente feliz! ¡Encontradlo pronto! ¡Mis futuros soldados me son preciosos!

— ¡La Chémerault! ¡Otra vez ella…! -rugió Sylvie en la carroza que la llevaba de regreso a París con Perceval-. ¿No me dejará nunca en paz?

— Te ha «olvidado» durante diez años. Debe de pensar que ya es suficiente -suspiró Perceval-. En serio, creo que con ese Saint-Rémy salido de no se sabe dónde, debió de pensar que se presentaba una ocasión inesperada. ¿Te imaginas lo que podría pasar si su protegido consiguiera su propósito? Podría incluso convertirse en duquesa de Fontsomme, porque es viuda.

— ¿Estáis loco? ¿Ese aventurero, duque de Fontsomme después de haber hecho desaparecer a mi hijo? ¡El rey nunca lo aceptará!

— Yo opino lo mismo, y has hecho bien en presentarle tu queja. Incluso aunque ese Saint-Rémy exhiba esa famosa promesa de matrimonio, las cortes soberanas no se atreverían a ratificarla sin su consentimiento. Y créeme que después del arresto del superintendente, son muchos los que tiemblan delante del autócrata que empieza a asomar.

— Sin duda, pero eso no me devuelve a mi hijo. ¡Oh, padrino, tengo miedo! Si supieseis…

Él rodeó sus hombros con un brazo afectuoso y la atrajo hacia sí.

— ¡Lo sé, pequeña! Llora si tienes ganas, te aliviará. Llora pero no pierdas la esperanza… Estoy seguro de que Philippe está vivo y de que vamos a recibir una petición de rescate…

Era exactamente lo que pensaba Beaufort en el mismo momento, mientras galopaba por la carretera de París en compañía de su fiel escudero Pierre de Ganseville, con algunas leguas de adelanto sobre el coche. Con la única diferencia de que él tenía más prisa incluso. ¡Ocho días! ¡No tenía más que ocho días para encontrar a su hijo y escarmentar a los malandrines! No era mucho pero tenía que ser suficiente, porque nunca soportaría irse a vivir la existencia con la que siempre había soñado dejando a Sylvie sumida en la desgracia. Su amor por ella había crecido a medida que pasaba el tiempo desde que ella lo rechazara. Era el amor de Rodrigo por Jimena, la pasión desesperada de Jauffre Rudel por su princesa lejana. La adoraba como a un ídolo inaccesible y la deseaba como a una mujer, con furores dolorosos que se esforzaba en aliviar con una u otra de sus amantes. Y a pesar de la angustia que le atenazaba por aquel niño tan querido, sentía una alegría secreta al poder ser por fin su caballero, luchar por ella, acercarse a ella por fin…

Cuando llegó a su alojamiento -una casa pequeña y agradable, cerca de la puerta Richelieu-, lanzó la brida al criado que acudía, y se llevó a Ganseville a su habitación a paso de carga. Con los años, se había consolidado una profunda amistad entre los dos hombres, que rebasaba con mucho las relaciones entre amo y criado; y cuando Jacques de Brillet, el otro escudero de Beaufort, había expresado la voluntad de entrar en religión como desde mucho tiempo atrás lo deseaba, el duque asistió a su toma del hábito en los Capuchinos e hizo una donación importante al convento, pero no le reemplazó. En último término era mejor así, porque aquello estrechaba más aún los lazos entre Ganseville y él mismo. El normando gruñón, bon vivant, alegre, recto como la hoja de una espada, mujeriego, amante de la buena comida, las aventuras peligrosas y las batallas, le resultaba aún más valioso ahora que ya no había posibilidad de establecer comparaciones.

En pocas palabras le puso al corriente de la situación, y advirtió el brillo alegre de aquellos ojos azules tan parecidos a los suyos, al anuncio de la próxima partida hacia Brest. Ganseville también adoraba el mar.

Luego deliberaron en torno a un paté, un capón y dos botellas de vino de Beaune que Beaufort hizo servir en su habitación para estar más tranquilos. Ganseville propuso darse una vuelta por las tabernas, los garitos y otros lugares más o menos malfamados en busca de Saint-Rémy. Perceval de Raguenel les había proporcionado una buena descripción ilustrada con un croquis, pero Beaufort pensaba que sería perder el tiempo y que lo mejor era ir derecho al bulto y enfrentarse a la cabeza de la conjura. Dicho de otra manera, a Madame de La Bazinière en persona.

— Iré a verla -aseguró-, y cuento con atemorizarla lo bastante para que abandone su presa, si no sus planes.

— No es tan buena idea. Esa clase de damas no se deja impresionar fácilmente, porque son capaces de todo. Recordad que a los quince años era ya la espía a sueldo de Richelieu.

— Es que no tengo intención de tratarla como una dama, sino como lo que es en realidad, es decir, no gran cosa.

— Eso puede dar resultado si pegáis lo bastante fuerte, porque aunque ya no es una jovencita, la ex Mademoiselle de Chémerault cuida mucho su apariencia, que aún sigue valiendo la pena. No hace mucho la vi en el Cours-la-Reine…

— No me digas que estás interesado en ella; pero si es así, a lo mejor sabes dónde vive ahora. Todo lo que sé de ella es que se fue del hôtel del muelle de la Reine Margueríte, [20] que había hecho edificar su viejo marido poco después de la muerte de su primera mujer, a la que siguió a toda prisa la nueva boda. ¿No se entendía ella con su ahijado?

— ¡Oh, él no pedía otra cosa! Se dice que estaba locamente enamorado, hasta el punto de querer casarse con ella, pero el viejo La Bazinière le dejó una renta de viudedad que hizo que ella prefiriera la libertad… y las liberalidades de Particelli d'Emery. Creo que él le ofreció una mansión, pero no sé en qué lugar…

— ¡Maldita falta de memoria! Y ya no tenemos al abate Fouquet. ¡Ése lo sabía todo sobre todo el mundo!

— No, pero tenemos a Madame d'Olonne. ¿O es que habéis olvidado que conoce al mundo entero… y que tiene predilección por vos?

— Más de la que tengo yo por ella. Pero tienes razón: las mujeres galantes se conocen entre ellas porque se detestan y se envidian. Voy a su casa.

La idea era buena. La que fue llamada Hetaira del siglo, por más que tuviera derecho por su marido al apellido de La Trémoille, estaba muy bien informada, como sus semejantes, acerca de todas las que podían hacerle sombra. Muy introducida en los medios literarios, Madame d'Olonne coleccionaba sobre todo amantes, y el último de su lista, Beaufort, parecía haberla entusiasmado de manera muy particular. A pesar de todo, puso algunas dificultades para dar la información que se le pedía. Fue necesario que François jurara por su honor que no tenía respecto de Madame de La Bazinière proyectos distintos del de perjudicarla.

— La creo culpable del rapto de un niño, y es a ese niño a quien quiero encontrar -dijo en un tono tan serio que la mujer perdió las ganas de enfadarse, e incluso de reír. Su bonito rostro (era muy bella, aunque de formas excesivamente amplias para quien apreciara la delgadez) se cargó de tristeza.

— Aunque no tengo por ella la menor estima, no la creía tan malvada. Vive en la Rue Neuve-Saint-Paul, en un edificio con mascarones y hierros forjados construido para ella a la muerte de su esposo. Está casi enfrente de la casa del teniente civil, Monsieur Dreux d'Aubray…

La coincidencia provocó una breve carcajada de Beaufort.

— ¿El teniente civil al que encargará el rey la investigación si no encontramos rápidamente al niño? ¡Vaya, al menos no tendrá que ir muy lejos a interrogarla! ¡Gracias de todo corazón, mi bella amiga! Sé que puedo contar con vos. Dadme un beso, y me voy…

— ¿Ya?

— No hay tiempo que perder, pero os tendré informada.

El beso fue rápido, y François desapareció dejando a la joven escuchar, no sin melancolía, el galope de su caballo al alejarse por la Rue Coq-Héron. Que hubiese venido montado confirmaba sus prisas, porque las viviendas de ambos no estaban lejos la una de la otra. De hecho, François no hizo más que descabalgar en su casa para recuperar a Ganseville; y a la caída de la noche, los dos se dirigieron a la Rue Neuve-Saint-Paul, flanqueada por hermosas mansiones cuyos jardines, dorados por el otoño, guardaban el recuerdo de lo que habían sido antaño los del hôtel Saint-Paul, dividido ahora entre todas esas casas. La iluminación no era mucha: no había más luz que la que salía de las ventanas, y la de un único quinqué colocado ante la estatuilla de un santo. Sin embargo, a los dos hombres no les costó trabajo encontrar la casa descrita por Madame d'Olonne. Cuando Ganseville anunció el nombre y los títulos de su amo a un mayordomo que acudió a la llamada del portero, una especie de estupor pareció invadir a aquel hombre, sin duda poco acostumbrado a recibir a príncipes, y salió a toda prisa a anunciarlo. Beaufort se apresuró a seguirle para no dejar que se debilitara el efecto sorpresa. En cuanto a Ganseville, se instaló en el vestíbulo con el aspecto de un hombre poco dispuesto a ser importunado.

Siempre detrás del mayordomo, al que apenas dio tiempo para anunciarle, Beaufort atravesó un gran salón en el que no se habían ahorrado dorados, antes de entraren una estancia más pequeña y también más íntima, un gabinete de conversación forrado de damasco amarillo con asientos a juego en el que dos mujeres charlaban sentadas a uno y otro lado de una mesa sobre la que había algunos libros, una escribanía y un jarrón con margaritas de otoño cuyo color armonizaba con la decoración. Al instante las dos se pusieron en pie y, siempre sincronizadas, ofrecieron al recién llegado una graciosa reverencia, que él les devolvió barriendo la alfombra con las plumas de su sombrero, una cortesía que se habría ahorrado si la dueña de la casa hubiera estado sola. Incluso se excusó de lo imprevisto de su aparición y de molestar con tanto desenfado a unas damas, pero deseaba hablar con Madame de La Bazinière de un asunto que no admitía el menor retraso.

— No os excuséis, monseñor, ya me marchaba -dijo, con una sonrisa capaz de condenar a un santo, la dama desconocida, que era muy bonita, pequeña pero bien proporcionada, de bello cabello castaño y grandes ojos azul celeste que miraban con descaro.

Por la dueña de la casa, Beaufort supo que se trataba de una vecina, hija del teniente civil Dreux d'Aubray, casada con un cierto Brinvilliers al que acababan de hacer marqués. Era obvio que la pequeña marquesa se moría de curiosidad, y que se retiraba sin la menor gana de hacerlo. Le habría encantado saber qué asunto traía al famoso duque de Beaufort, el Rey de Les Halles, a la casa de una belleza ya un tanto pasada de sazón.

— Incluso aunque su amante no la visite, no dormirá esta noche -dijo la ex Mademoiselle de Chémerault con una risita maliciosa.

— Creía que era una amiga vuestra, pero al parecer no es así…

— No os equivoquéis, monseñor, somos amigas… por lo menos todo lo que es posible con esa clase de mujer.

— ¿Esa clase de mujer? ¡Es marquesa, si he entendido bien! Vos no lo sois. En realidad no sois otra cosa que la viuda de un tratante.

El tono insolente fustigó el orgullo de la que había sido François e de Barbeziére de Chémerault. No le gustaba que le recordaran lo que no podía llamar de otra manera que un venir a menos, y que por lo demás su familia no le había perdonado. Se irguió en toda su estatura, que era aún magnífica, y sus ojos oscuros intentaron fulminar al príncipe que la trataba con tanta descortesía.

— ¿Os habéis tomado la molestia de venir a mi casa, monseñor, sólo para resultarme desagradable? Erais más galante en otro tiempo…

— ¿Cuando erais doncella de honor de la reina a la que traicionabais ya tan alegremente? ¡Oh, muy poco más! De todas maneras, dejemos una cosa en claro: no estoy aquí para resultaros agradable. Al contrario.

— ¡En ese caso, tened la bondad de salir si no queréis que llame a mis lacayos para que os arrojen de aquí, por muy príncipe que seáis!

En lugar de dirigirse a la puerta, François se sentó en el sillón que Madame de Brinvilliers había dejado libre.

— No os lo aconsejo porque, si salgo por esa puerta, me bastaría cruzar la calle para encontrar al teniente civil (el padre de vuestra «amiga» de hace un instante) y pedirle la ayuda que ayer el rey me autorizó a solicitar.

— ¿Ayuda? ¿Contra mí? ¿Y por orden del rey? ¿Qué es ese galimatías?

— Llamadlo como gustéis, pero si no os decidís a escucharme, podéis meteros en graves apuros. Monsieur Colbert, interrogado ayer por el rey en Fontainebleau, no tuvo inconveniente en admitir que vos le habíais recomendado a un amigo vuestro, un cierto Fulgent de Saint-Rémy, para que utilizara sus servicios.

La aguda mirada de François advirtió sin esfuerzo que la dama palidecía debajo del colorete que daba un aspecto de perfecta lozanía a sus mejillas. Sin embargo, pareció relajarse, se sentó a su vez de tal forma que presentaba a su interlocutor un perfil perfecto, y tomó un abanico como si una súbita subida de la temperatura justificara su empleo. Sonrió.

— ¿Era verdaderamente necesario molestar a Su Majestad por semejante nadería? ¿Qué tiene de malo recomendar a un futuro ministro a un pobre diablo lleno de talento y muy maltratado por la vida?

— Ninguno -dijo Beaufort con una amplia sonrisa-. Todo depende de las intenciones que os animaran. A propósito, ¿dónde encontrasteis a vuestro protegido?

— Delante de mi puerta. Llegaba de las Islas, donde un primo de mi difunto marido le había dado una carta de recomendación. Estaba ansioso por encontrar un empleo digno de un hombre inteligente…

— Hay tanto que hacer en las Islas, y en particular fortuna, que no veo muy bien qué razón le impulsó a emprender la travesía. ¡En el caso de que haya atravesado el océano, evidentemente!

— ¿Qué queréis decir?

— Que en la época en que afirma haber llegado, ningún Saint-Rémy tomó pasaje en ninguno de los barcos que han venido de las Islas. Tanto de Saint-Christophe como de la Martinica o Guadalupe. Salvo que haya viajado con otro nombre, el suyo real, y no haya adoptado el actual más que al llegar aquí, y eso con un fin bastante obvio.

— Lo que me decís me resulta muy oscuro. Os he dicho lo que sabía de ese infeliz… o lo que creía saber. En este caso, no es posible dudar de mi buena fe.

La pacífica sonrisa de Beaufort se transformó en cruel, al mostrar unos dientes perfectos que parecían muy dispuestos a morder.

— ¡Tierna cordera, dulce e inocente! De modo que únicamente habéis actuado por pura caridad… porque, por supuesto, ignorabais que ese aventurero pretendía pasar por el primogénito del difunto mariscal de Fontsomme, esos Fontsomme cuya corona ducal habéis soñado siempre ceñir…

— En verdad, ignoro de lo que estáis hablando.

— De modo -prosiguió Beaufort- que no dudasteis en ayudar a vuestro protegido a raptar al joven duque. Sólo que los raptores cometieron el error de alardear de su amistad con Monsieur Colbert, una pretensión que éste niega de manera categórica.

Esta vez, Madame de La Bazinière soltó una carcajada en la que un oído fino habría percibido un ligero temblor.

— ¡Claro que lo niega, porque el pobre hombre no tiene nada que ver en este asunto, igual que yo misma! Por lo demás, la mentira es bastante burda y se desmonta con facilidad: han sido los amigos de Monsieur Fouquet los que han raptado al niño, proclamándose del partido de Colbert para desacreditarlo.

— ¿Los amigos de Fouquet raptaron al hijo de una de los suyos? ¡Qué verosímil!

— Precisamente eso prueba una gran habilidad para colocar a Colbert en apuros.

— Admito que vos seríais capaz de una cosa así. Sin embargo, Monsieur Colbert no tiene la menor duda al respecto: se atiene al hecho de que vos le recomendasteis a Saint-Rémy, y que fue él, es decir vos, quien raptó al joven duque de Fontsomme. De modo, madame, que os recomiendo que lo devolváis a los suyos en las próximas horas… y en buen estado de salud si queréis evitar serios problemas. ¡Servidor!

Beaufort giraba ya los talones para salir, pero ella lo retuvo con un grito:

— ¡Deteneos!

Él la miró de arriba abajo con desprecio.

— ¿Tenéis algo más que decir?

— Sí. Me pregunto lo que pensaría el rey, que tanto se inclina del lado de la querida duquesa, si supiera que el joven duque, como le llamáis, no tiene ningún derecho al nombre, y menos aún al título.

— Continuad.

— Comprendería de inmediato por qué razón os habéis convertido en el campeón de vuestra protegida.

— Maté al padre de ese niño en duelo: ¡se lo debo!

— No matasteis a su padre, porque su padre sois vos…

— ¡Otro de esos chismes que tanto os gusta difundir! Verdaderamente, sois una criatura infame.

— Quizá, pero si no queréis que el rey sepa la verdad, os aconsejo que me dejéis fuera de este asunto y busquéis a vuestro Saint-Rémy en un lugar distinto de mi casa.

Entonces Beaufort perdió su sangre fría. Desenvainó la espada con un gesto fulgurante, y colocó su punta en la base de la garganta de La Bazinière:

— ¡Decidme dónde está el niño o, si no, os mato!

Lívida, con las aletas de la nariz encogidas y los labios pálidos, aún intentó bravuconear.

— ¡No mataréis a una mujer!

— No sois una mujer, sois un monstruo. Vamos, espero… pero no más de cinco segundos. Uno… dos…

En ese instante se abrió la puerta y apareció un criado que tal vez había llamado, pero al que ninguno de los dos adversarios había oído. Tenía un papel en la mano. Con la misma rapidez con que había desenvainado, François bajó su acero al tiempo que la mujer se dejaba caer en un sofá con un hondo suspiro. El hombre saludó a Beaufort como si no hubiera visto aquella extraña escena.

— El escudero de monseñor me ha pedido que le entregue esta nota con la mayor urgencia.

Beaufort desplegó el papel y frunció el entrecejo al ver escrita una sola palabra: «¡Venid!», pero no tuvo tiempo de preguntar lo que significaba. Detrás del primer lacayo entraron tres más, armados con garrotes. Era evidente que esas gentes habían escuchado detrás de la puerta y venían a socorrer a su ama, que por su parte se reponía ya del susto.

— ¡Quietos, mis valientes! -dijo con una sonrisa aún temblorosa-. Monseñor ha sufrido un acceso de fiebre, pero ya ha pasado y se retira…

François tomó su sombrero, se lo encasquetó y se lanzó contra los criados, a los que hizo apartarse de la puerta con un molinete mortífero. En el umbral, se dio la vuelta.

— Veremos lo que piensa el rey -dijo-. Mientras tanto, sabed esto: el niño debe ser devuelto a su madre o a mí mismo mañana por la mañana. Si no es así los hombres del rey registrarán esta casa.

Madame de La Bazinière encogió sus bellos hombros y devolvió a Beaufort desprecio por desprecio.

— Si eso les divierte…

Él le dejó la última palabra. Al pie de la escalera encontró a Ganseville, que miraba inquieto hacia arriba y parecía dispuesto a intervenir.

— ¡Diría que están pasando cosas raras aquí! -gruñó después de enfundar de nuevo su espada desenvainada a medias-. Acabo de ver un movimiento de criados sospechoso.

— Lo era, pero por el momento nos vamos…

Mientras recuperaban sus caballos bajo la mirada inexpresiva de un portero aparentemente convertido en piedra, Ganseville susurró a su amo:

— Damos la vuelta a la manzana y volvemos…

Ya en la Rue Beautreillis, se explicó:

— Poco después de vuestra entrada, una dama joven y muy bonita, a fe mía, bajó la escalera a cuyo pie me encontraba yo. Hizo gesto de tropezar en un escalón y se agarró a mí para no caer…

— ¡Qué momento más agradable! -comentó Beaufort-. Tienes razón, es preciosa.

— Oh, creo que se interesa más por vos. Mientras la sostenía, me dijo en voz baja: «Decid a vuestro amo que venga a verme. La casa de enfrente. Es importante.»- ¡Vaya! Podría serlo, en efecto: esa dama es la hija del teniente civil. Se llama… ¡espera! Es la marquesa de… de…

— De Brinvilliers -completó Ganseville, impertérrito-. Se lo pregunté a uno de los perros de presa de la Chémerault. Era muy natural, dada la belleza de la dama. No tuvo ningún inconveniente en informarme, con una carcajada grosera de regalo.

Para no llamar la atención de los criados de Madame de La Bazinière, Beaufort decidió volver solo y a pie a la Rue Neuve-Saint-Paul. Dejaron los caballos en una posada próxima al convento de la Visitation-Sainte-Marie,y luego el duque se dirigió al hôtel Dreux d'Aubray mientras su escudero se emboscaba en el entrante de un portal desde donde podía vigilar fácilmente el de La Bazinière.

Beaufort no se vio obligado a dar el nombre al portero que le abrió. Al parecer la encantadora marquesa no dudaba ni por un instante de que acudiría a su invitación, y le había descrito con la precisión suficiente para que el buen hombre le condujera sin una palabra hasta el vestíbulo, donde le esperaba un lacayo.

La casa estaba curiosamente poco iluminada y parecía desierta, o casi. No se oía ruido, y el visitante se sintió tranquilizado por ello: por un momento se había preguntado qué diría si se encontrara de repente cara a cara con el teniente civil, por más que éste no se pareciera en nada a su predecesor, el difunto Laffemas, ni en la peligrosa inteligencia de este último, ni en su crueldad ni en su astucia: era un funcionario que llevaba a cabo su tarea sin la menor originalidad y con bastante poca eficacia. Pero no aparecieron ni él ni el marido de la dama, que debía de estar en el ejército. Después de recorrer una galería acristalada, Beaufort entró en un pequeño gabinete muy femenino, tapizado en seda azul y con candelabros de cristal, donde le esperaba la dueña de la casa vestida con una bata abundantemente provista de encajes y tan ampliamente escotada que él se preguntó si no se trataba, después de todo, de una vulgar trampa galante. Tanto más cuanto que, después de reflexionar, no veía muy bien qué podía querer decirle aquella dama. Su decepción no duró mucho. Después de dedicarle una cortés reverencia, la dama le invitó a sentarse.

— Imagino, monseñor, que debéis de estar tan sorprendido por mi invitación como lo estaba mi querida Madame de La Bazinière por vuestra visita de hace un rato. Pero me ha parecido entender, por vuestra actitud, que no se trataba de una visita amistosa…

— Tenéis unos ojos tan agudos como bellos, marquesa, pero ¿cómo lo habéis deducido?

— Vuestro aspecto era el de alguien que viene a pedir cuentas, más que un rato de conversación intrascendente. Debo deciros con toda sinceridad que mi vecina no me gusta mucho.

— ¿Qué hacíais entonces en su casa?

— ¡Vigilaba! Ya veis, mi padre es viudo y muy rico. A esa Madame de La Bazinière se le ha metido en la cabeza seducirle y forzarle a casarse con ella. Como mi padre es además un hombre muy obstinado (aunque no me consta que sus propósitos coincidan con los de esa dama), me guardo mucho de tratarla de forma poco amistosa. Al contrario, con el pretexto de las relaciones de buena vecindad puedo vigilarla más de cerca.

— Muy bien pensado, pero no veo qué clase de ayuda puedo aportaros para impedir ese matrimonio.

Madame de Brinvilliers tomó de una mesita dispuesta junto a ella una bombonera con frutas confitadas que ofreció a su visitante. Él rehusó con un gesto.

— Deberíais probarlas. Estas frutas están deliciosas: las preparo yo misma.

Por cortesía, tomó una ciruela que encontró en efecto muy buena, aunque un poco pegajosa al tacto. Ella también se sirvió, comió y retomó el hilo de la conversación.

— No os equivoquéis, monseñor. No os pido vuestra ayuda, por lo menos no directamente, pero es posible que yo pueda seros de alguna utilidad. Si tenéis a bien confiarme la razón de vuestra visita a La Bazinière… Pero no me respondáis aún, y escuchad lo que voy a deciros: dadas las intenciones de esa mujer que ya os he comentado, dos de mis servidores más leales y yo misma la vigilamos estrechamente a ella, y también su casa. Tanto de día como de noche.

François se incorporó, repentinamente interesado.

— ¿Habéis sorprendido algo no habitual?

— Juzgad vos mismo. Hace… cuatro noches, creo, yo volvía de una cena en una mansión próxima a la Place Royale, con un amigo que me acompañaba de vuelta a casa, cuando, en esta calle, nos adelantó un coche cerrado escoltado por dos hombres a caballo. El coche entró en el patio de La Bazinière, y no lo habría considerado nada fuera de lo normal de no haber sido porque, cuando pasó a nuestro lado (aflojando el paso, porque la calle no es ancha), oí gritos y protestas, que fueron inmediatamente ahogadas; pero juraría que se trataba de un niño.

Beaufort dio un salto, presa de un ímpetu salvaje.

— Es el niño que venía a reclamarle. Es hijo de una amiga muy querida, y fue raptado, en efecto, hace cuatro días.

— ¿Podéis decirme de quién se trata?

— El joven duque de Fontsomme. Su madre es una de las damas de la reina joven.

Los bellos ojos azules despidieron llamas, que rápidamente quedaron ocultas bajo los párpados.

— ¡Un rapto! ¡Y de un duque! ¡Monseñor, me dejáis atónita! Si esa mujer es convicta de ese crimen, está perdida.

— ¡No vayáis tan deprisa! No es seguro que el niño esté todavía en su casa.

— Juraría que todavía está allí. En primer lugar, el coche en cuestión no ha vuelto a salir. Como os he dicho, la casa está vigilada de noche, y yo voy de visita todos los días. Mi instinto me decía que había llegado el momento de sentir por esa mujer una amistad intensa. La visito con los pretextos más diversos. Juego un poco a la caprichosa; declaro que me anunciaré yo misma; le llevo pequeños regalos. Anteayer, aparecí en su habitación en el momento en que conversaba con un hombre que vestía su librea pero al que no había visto nunca. Un hombre de unos cuarenta años, con un rostro alargado…

Beaufort sacó de su bolsillo el dibujo de Perceval y se lo tendió:

— ¿Se parecía a este dibujo?

— Pues… ¡pues sí! ¡Es exacto!

— ¿Está en casa vuestro padre?

— No, esta noche no. Está en nuestro castillo de Offémont.

— ¡Qué contrariedad! He amenazado a esa mujer con que, si no nos ha devuelto al niño mañana por la mañana, haré que los hombres del rey registren su casa.

Fue el turno de la bella Marie-Madeleine de brincar de los almohadones en que estaba reclinada en una pose tan lánguida como estética.

— Puede hacerse incluso sin él, pero entonces a ella sólo le queda una solución: trasladar esta misma noche al pequeño duque a otro escondite.

— Tiene otra solución: ¡matarlo! -dijo Beaufort en un tono lúgubre.

— No lo creo. Es una mujer que sabe calcular los riesgos, y ése sería excesivo: un asesinato deja huellas, y significaría la rueda para el asesino y la espada del verdugo para ella. ¿Dónde está vuestro escudero?

— Fuera. Vigila la casa…

— Mi criado La Chaussée hace lo mismo. No pretendo daros órdenes, monseñor, pero creo que debéis reuniros con vuestro servidor, tomar vuestros caballos y manteneros a alguna distancia. Algo me dice que el niño saldrá esta noche. Haré que vuelquen una carreta de leña en el otro extremo de la calle…

«¡Qué mujer! -pensó Beaufort-. ¡Sería un teniente civil mejor que su padre!» Luego dijo en voz alta:

— ¡Si tenemos éxito, os lo deberemos a vos, marquesa! ¿Cómo podría agradecéroslo?

Madame de Brinvilliers esbozó una leve sonrisa.

— Me gustaría, si la duquesa recupera a su hijo, que acepte presentarme a la reina. Somos nobles de fecha muy reciente porque mi esposo es Antoine Gobelin, de una familia de grandes industriales textiles, pero Gobelin pese a todo. Nuestro marquesado no es exactamente un fraude, pero sí bastante reciente.

— Fue adquirido en el ejército, señora, y eso da muchos derechos.

— Claro, claro… pero me gustaría ver la corte un poco más de cerca.

— Cuidaré de ello, marquesa, y la duquesa estará encantada de ayudaros.

De nuevo en la oscuridad de la calle, Beaufort envió a Ganseville a buscar los caballos y se apostó con él en un callejón maloliente que se abría entre dos edificios. Allí volcaban la basura, y era al parecer una tierra de promisión para las ratas. Algunos puntapiés las pusieron en fuga. Al mismo tiempo, una carreta con una pesada carga de leña empezó a traquetear sobre los adoquines desiguales con crujidos apocalípticos, y acabó por desmoronarse justo al final de la calle. Así pues, todo estaba dispuesto, y empezó la espera.

Iba a ser larga. Empezó aproximadamente a las nueve y se prolongó hasta bastante después de que en la iglesia de Saint-Paul sonaran las campanadas de la medianoche. Los emboscados empezaban a encontrar que el tiempo pasaba muy despacio, cuando por fin las puertas del hôtel La Bazinière se abrieron sin ruido: una silla de mano, escoltada por dos hombres armados con espadas pero que no llevaban ninguna luz, se dirigió hacia la Rue Saint-Paul.

— ¿Adonde puede ir ella así, en plena noche? -susurró Beaufort, convencido de que su enemiga iba en el interior de la silla-. ¡Sigámosla!

— Puede que esa silla sea un cebo y que lo que esperamos salga después.

— En ese caso, la gente de Madame de Brinvilliers podrá encargarse de ellos. Pero quizá tienes razón. Vamos a separarnos: yo sigo la silla y tú te quedas.

Aficionado a la caza en solitario -le gustaba recorrer sus tierras con un perro a los talones y un fusil bajo el brazo-, Beaufort sabía desplazarse sin hacer el menor ruido. Se lanzó a la persecución del pequeño cortejo, siguió detrás de él parte de la Rue Saint-Paul, y luego lo vio girar hacia la cabecera de la iglesia construida unos años antes por los jesuitas, cuyo seminario se alzaba al lado. Había allí un cementerio al que se accedía desde el interior de la iglesia, pero también por una pequeña puerta practicada en el pasaje Saint-Louis, junto al costado izquierdo del santuario. La silla se adentró en el pasaje y luego se detuvo, pero nadie bajó de ella. Uno de los «guardias» se acercó a la puerta y al parecer tenía una llave, porque la abrió con facilidad y volvió luego a la silla, de la que extrajo un bulto oblongo que cargó a la espalda mientras su compañero, ayudado por los porteadores, cogía algunas herramientas del fondo del vehículo. Beaufort lo vio todo rojo y el corazón le dio un vuelco: esa gente iba a proceder a un entierro clandestino, y el cuerpo no podía ser más que el de Philippe. Desenvainó la espada, y corría ya hacia la puerta cuando una mano le retuvo con firmeza.

— ¡Son cuatro, monseñor! No vayáis solo.

— ¿Quién eres?

— La Chaussée, el criado de la marquesa. Esperad un instante, voy a buscar a vuestro escudero…

— ¡Empieza por ayudarme a saltar esa tapia!

En efecto, la silla había quedado abandonada en el pasaje y la puerta había vuelto a cerrarse detrás de los cuatro hombres. Sin responder, La Chaussée se inclinó y ofreció sus manos cruzadas como apoyo para la bota de Beaufort, que se izó como una pluma y se encontró en lo alto del muro, desde donde se deslizó al interior ágil y silenciosamente. Mientras, los cuatro hombres con su fardo habían llegado al fondo del cementerio y se pusieron no a excavar la tierra, sino a levantar y hacer deslizarse lateralmente una losa que daba acceso a un sepulcro. Beaufort oyó chirriar la piedra y, sin esperar el socorro anunciado, corrió entre las tumbas con la espada en alto. Afanados en su tarea, los hombres no le vieron llegar y uno de ellos cayó de bruces con un estertor, atravesado de lado a lado sin saber siquiera qué le había ocurrido. Pero el efecto sorpresa no duró: al tiempo que retiraba su arma del cadáver, ya otro malandrín había desenvainado y le atacaba. Tocado en el brazo, Beaufort dio un salto atrás, tropezó con el muro del cementerio y se apoyó contra él para afrontar no sólo al hombre armado, sino a los dos porteadores de la silla, armados uno con una palanca y el otro con una barra de hierro. Demasiado furioso para sentir el dolor, dio unos molinetes tan terribles con su espada que los otros, sorprendidos, retrocedieron a la espera de un descuido que les permitiera alcanzarle. No le costó esfuerzo atemorizar a los dos porteadores, pero el tercer hombre demostró conocer muy bien el manejo de la espada. Y de repente, Beaufort gritó:

— ¡No te escaparás, Saint-Rémy o quienquiera que seas! ¡Voy a matarte como la mala bestia que eres!

— Te costará hacerlo. Somos tres y tú estás solo.

¡De modo que era él! Beaufort sintió que le nacían alas y cargó con un ímpetu enloquecido. La palanca, lanzada por una mano vigorosa, no le alcanzó por los pelos, y al segundo siguiente el lanzador se derrumbó con un espantoso gorgoteo, la garganta atravesada por la espada de Ganseville. El hombre de la barra de hierro corrió la misma suerte. Entonces, viéndose atrapado entre dos fuegos, Saint-Rémy abandonó bruscamente el combate, huyó como una flecha entre las tumbas y desapareció tan súbitamente como si la tierra se hubiera abierto a su paso. Ganseville se dedicó a perseguirlo mientras François corría a arrodillarse junto al cuerpo envuelto en una manta que habían colocado al lado de la tumba abierta. Estaba tan conmovido al apartar la tela con una mano temblorosa, que las lágrimas anegaron su rostro: el hijo de Sylvie yacía ante él, víctima de un aventurero y una mujer miserable. Y él, Beaufort, tendría que llevarlo a una madre cuya desesperación anticipaba con espanto.

De repente, al inclinarse sobre el niño para abrazarlo, notó que la piel estaba caliente y que Philippe respiraba… Le invadió una violenta oleada de júbilo.

— ¡Ganseville! -llamó sin preocuparse del ruido que hacía-. ¡Ganseville, ven aprisa! ¡Está vivo! ¡Vivo!

Tomó al niño en sus brazos y, sin ocuparse de su herida, con el rostro levantado hacia las estrellas, pareció ofrecerlo al cielo.

El escudero acudió y examinó al muchacho.

— Está vivo pero inconsciente… Han debido de drogarlo, pero ¿con qué?

— ¿Y si es un veneno que está haciendo efecto? -se alarmó el duque.

— No parece que sufra…

— ¡Y esos miserables iban a enterrarlo vivo! ¿Cómo se puede ser tan innoble?

Sin responder, Ganseville se acercó al sepulcro abierto y comprobó que una escalera descendía a las tinieblas. Bajó unos peldaños y volvió a subir.

— No creo que tuvieran intención de matarlo; más bien de esconderlo mientras los oficiales del rey registraran el hôtel La Bazinière, como vos le amenazasteis hace unas horas. A Saint-Rémy no le interesa que el niño desaparezca para siempre sin que se sepa qué ha sido de él. Sin duda pretende utilizarlo para sacar dinero a su madre.

— Pero ¿te imaginas a este pobre niño despertando en una tumba? Podría morir de miedo.

— ¡También es posible! En ese caso, se descubriría un cadáver sin la menor huella de malos tratos ni rastro de veneno.

— Aún no estoy seguro de que no le hayan dado nada. Hay que intentar despertarlo… y atenderlo.

No tuvieron que buscar mucho para encontrar ayuda. La inusual agitación en el cementerio y los gritos de François habían despertado a algún jesuita. Apareció un hombre vestido de negro y con un bonete cuadrado, provisto de una linterna. Sin dudarlo, Beaufort se presentó y contó lo que acababa de ocurrir. El recién llegado se acercó a mirar al niño inconsciente.

— Uno de nuestros hermanos es un excelente médico.

Le examinará… En cuanto a esto -añadió, señalando el sepulcro abierto-, no es una tumba sino una antigua bodega del hôtel Saint-Paul. Nosotros la tapiamos cuando se construyó la iglesia. Creo que nos habíamos olvidado de su existencia… ¡Venid conmigo!

Mientras seguía al religioso y a Beaufort, que llevaba a Philippe, Ganseville sonrió para sus adentros. No era propio de los jesuitas olvidar un detalle tan importante como una salida secreta. Faltaba saber cómo había conseguido descubrirla Saint-Rémy.

Una sala baja y fría, amueblada con un austero crucifijo mural y algunos bancos, acogió al pequeño grupo. El jesuita encendió con su linterna algunos cirios colocados delante de la imagen sagrada, y luego salió mientras Beaufort y Ganseville colocaban a Philippe tendido en un banco. El niño estaba tan inmóvil como un muñeco, pero su respiración era regular, aunque débil. El viejo religioso le examinó con más cuidado del que empleaban habitualmente los médicos. Finalmente se inclinó junto a su boca, olisqueó repetidamente y levantó hacia Beaufort su mirada vivaz y su larga nariz cabalgada por unas antiparras.

— Una fuerte dosis de opio -diagnosticó-. Habría podido matar a un niño menos vigoroso que éste, pero creo que no hay que preocuparse. Llevadlo a su casa y esperad a que despierte. ¿Me han dicho que unos maleantes pretendían enterrarlo en nuestro cementerio?

— Sí, padre. Estoy agradecido a Dios por haberme permitido llegar a tiempo. Debo añadir que para salvarlo hemos matado a tres hombres. El cuarto ha huido, por desgracia.

— Dios sabrá encontrarlo. No os preocupéis de esos cadáveres, nosotros los enterraremos. ¿Disponéis de un coche para llevar al niño?

— Tenemos caballos. Mi escudero irá a buscarlos… y yo mismo volveré mañana a ofreceros a vos y a vuestra santa casa el donativo que me dicta mi gratitud.

Momentos después, François, feliz como no lo había sido desde hacía mucho tiempo, devolvía su hijo a Sylvie, aún dormido pero sano y salvo. No tuvo que esperar apenas a que le abrieran el hôtel de Fontsomme, donde nadie dormía. A su vuelta de Fontainebleau, la duquesa había encontrado una carta con la exigencia de un rescate: el día siguiente a medianoche tenía que depositar cincuenta mil libras al pie de la estatua del rey Enrique IV, en el Pont-Neuf, y regresar a su casa, a la que sería llevado el niño una hora después de la entrega del dinero. Desde ese momento, ella y Perceval se ocupaban de reunir la suma, pero sin demasiadas esperanzas de volver a ver a Philippe. ¿Cómo confiar en gente de esa calaña? Sin embargo, era necesario seguir su juego hasta el final.

Creyó ver abrirse el cielo cuando apareció François llevando al niño en brazos. François no había de olvidar nunca la mirada que le dirigió, ni las palabras que murmuró a través de lágrimas de alegría:

— Os llamé «Monsieur Ángel» hace mucho tiempo, cuando me encontrasteis en el bosque, y estaba convencida de que lo erais. Esta noche estoy segura de que es así.

Él también estaba conmovido, pero rehusó quedarse ni un instante en la casa de Jean de Fontsomme. Quería seguir la pista del raptor, hostigarle y, de paso, librar al mundo de la ex Mademoiselle de Chémerault. En su ansia de venganza, soñaba con prender fuego a su casa como años atrás había destruido el castillo de La Ferrière. Pero cuando entró en la mansión de la Rue Neuve-Saint-Paul, con los servidores de su casa que Ganseville había ido a buscar, el edificio estaba vacío. No quedaba ni siquiera el portero. Y nadie, ni siquiera su aliada de la tarde anterior, cuyos ojos azules veían con tanta claridad, pudo decirle cómo habían desaparecido la dama y sus secuaces.

Tanto más furioso porque se acercaba el momento en que finalizaría el plazo concedido por el rey, se disponía a marchar de nuevo a Fontainebleau para pedir un poco más de tiempo y órdenes de arresto en debida forma cuando Ganseville vino a anunciarle, perdida toda su calma habitual:

— ¡Está aquí!

— ¿Quién?

— Madame de Fontsomme. Desea hablaros…

François sintió un ligero mareo. Tener a Sylvie en su casa, a Sylvie en la casa a la que había llevado a tantas mujeres para intentar borrar su recuerdo sin conseguirlo nunca, le parecía a un tiempo maravilloso y vagamente escandaloso. Corrió hacia ella tras una ojeada a las ventanas, detrás de las cuales brillaba el sol: el tiempo le permitiría recibirla en el jardín. La encontró en mitad de la escalera, la tomó de la mano y la llevó.

— Venid -dijo-. Vamos fuera. Esta casa no es digna de vos.

El jardín era pequeño pero aquella mañana los rayos aún tibios del sol lo teñían de oro. Los árboles lloraban en silencio sus hojas enrojecidas alrededor de una fuente que representaba a una ninfa vertiendo el agua contenida en un cántaro. Había allí un banco de piedra; él la invitó a sentarse pero se quedó de pie ante ella.

— ¿Vos en mi casa? -empezó en voz baja-. Me faltan palabras para expresar mi alegría.

Sin responder, ella le tendió una carta sin sello que acababa de sacar de un bolsillo de su amplia capa de terciopelo negro. Pronto estuvo leída: no eran más que unas pocas palabras, pero con una gravísima amenaza implícita en su forma abstracta: «Lo que no se hizo por la mañana, puede ser hecho por la tarde…»

Saint-Rémy debía de haber leído a Maquiavelo en alguna parte. Las manos nerviosas del duque arrugaron el papel.

— ¿Cuándo lo habéis recibido?

— Hace una hora, por medio de un chiquillo que la entregó al portero y se fue corriendo.

— De modo que ese miserable no sólo se ha escapado sino que se burla de nosotros. ¿Cómo pude dejarle huir…? Hay que encontrar a cualquier precio un modo de proteger a nues… a vuestro hijo. Me preparaba para ir a ver al rey, y quizá…

Ella le detuvo con un gesto.

— ¡No! Desde que recibimos esto, el caballero de Raguenel y yo hemos estado pensando. Dondequiera que esté Philippe, en este reino, correrá peligro mientras ese bandido siga suelto. Incluso dentro de un convento, el peligro le acechará en todas partes. Salvo…

— ¿Salvo?

— Salvo a vuestro lado. François, he venido a rogaros que aceptéis llevároslo con vos. Primero a Brest y después al mar…

— ¿Me lo confiaréis?

Maravillado por la felicidad que le ofrecía y que ella había de pagar con lágrimas amargas, dobló la rodilla ante ella y abrió las manos como para recibir aquel hermoso regalo, pero sin atreverse a tocarla. Fue Sylvie quien se inclinó y colocó sus dedos en aquellas grandes palmas.

— ¿Quién podría cuidar mejor de él que su padre? -murmuró-. Además, sé que haréis de él un hombre digno del nombre que lleva.

— ¡Lo juro por mi vida! Pero él, ¿qué piensa? ¿Le habéis hablado de esa idea?

Un esbozo de sonrisa suavizó aquel bonito rostro tenso, marcado por las garras de la angustia.

— ¿Él…? ¡Está loco de alegría! En lugar de entrar en un colegio, va a ser el paje de un príncipe, y sobre todo va a ver el mar, los barcos…

— ¿Le gustan?

— Tanto como a vos mismo. Debería ser una persona de tierra adentro, apegada al terruño, pero lo cierto es que sólo sueña con el mar abierto. ¿Cuándo marcháis?

— En estas condiciones, mañana mismo. Yo mismo pasaré a recogerle, en coche. Una vez en Brest, escribiré al rey que sus órdenes han sido obedecidas.

Sin soltar las manos de François, que ahora aferraban las suyas, Sylvie se puso en pie.

— Le veré antes que vos. En cuanto Philippe se marche, volveré a Fontainebleau.

Los dos caminaban ahora lado a lado, con pasos lentos. Con un gesto natural que hizo estremecer a François, Sylvie deslizó su mano bajo el brazo de él, y él colocó de inmediato la otra mano sobre la de ella. Durante unos minutos demasiado breves, saborearon el instante infinitamente dulce que les unía en un amor mucho más grande que ellos, que era la sublimación del que no habían vivido nunca, porque se vieron unidos en parentesco sin haber formado nunca una pareja.

— Cuidaréis de él, ¿verdad? -preguntó ella con una vocecita tan triste que François hubo de luchar con el deseo de estrecharla entre sus brazos. Le pareció que corría el riesgo de estropearlo todo, y se contentó con apretar con suavidad los delicados dedos.

— Vivirá siempre a mi lado…

— ¡ Ah, lo olvidaba! Está también el abate de Résigny, su preceptor. Se muere de miedo al pensar en navegar, pero no quiere apartarse de su alumno. Ya estaba dispuesto a acompañarle al colegio para preservarle de las amistades peligrosas. De modo que entre marinos…

Beaufort no pudo evitar echarse a reír, y eso les hizo bien a ambos.

— Tengo ya un capellán, pero si vuestro abate sabe jugar al ajedrez será bienvenido. Y si no sabe, le enseñarán.

Se detuvieron en la puerta de la casa. Con un gesto lleno de ternura, François colocó el capuchón de terciopelo en torno al rostro de Sylvie.

— ¡Id en paz, corazón mío! Sabéis muy bien que, sin conocerlo, siempre he querido a nuestro pequeño Philippe. Os prometo que será feliz. Mañana iré a buscarle…

Ella se alzó sobre la punta de los pies para posar, en la mejilla bien afeitada, un beso ligero y perfumado como el pétalo de una flor.

— ¡Que Dios os bendiga y os guarde!

Una hora después de la marcha de su hijo, Sylvie regresó a Fontainebleau, y aquella misma tarde fue recibida por el rey a la vuelta de su paseo. En efecto, Luis XIV tenía prisa por conocer noticias de aquel asunto que había empezado en su gabinete. Aprobó la actuación de Beaufort y, aunque habían sido adoptadas sin su permiso, aprobó también las medidas tomadas para la seguridad del joven Fontsomme. Se contentó con observar:

— ¿No teméis, al confiar vuestro hijo al duque de Beaufort, dar pábulo… a ciertos rumores?

Sin vacilar, Sylvie le miró directamente a los ojos.

— Se actúe como se actúe, Sire, siempre se da que hablar; y por esa misma razón, me atrevo a pedir al rey que tenga a bien guardar en secreto esa marcha… debido a esto.

Tendió al monarca la carta amenazadora recibida al día siguiente del rescate de Philippe. Luis XIV la tomó, la leyó, frunció el entrecejo y luego colocó el papel sobre su mesa de despacho y lo sujetó con la mano, manifestando así su intención de guardarlo.

— Tenéis mi palabra, duquesa. Se hará según vuestro deseo, que encuentro muy legítimo. Pero no por ello dejaremos de buscar a ese hombre. En cuanto a mi primo Beaufort, espero que sabrá mostrarse digno de vuestra confianza. Ahora, id a ver a la reina. Su embarazo le resulta incómodo y os reclama.

La reverencia extendió en toda su amplitud el vestido de raso gris sobre la alfombra real. Madame de Fontsomme se llevó consigo una sensación curiosa, a pesar de la bondad mostrada por el rey: cuando pronunciaba el nombre de Beaufort, sus labios se contraían de una forma particular. ¿Se debería a que no había olvidado lo sucedido durante la Fronda, ni perdonado a pesar de las apariencias? Tal vez después de todo ese mando en la marina que había hecho tan feliz a François no era sino un medio para apartarlo de la corte y de la persona del rey.

Mientras, en la casa de la Rue des Petits-Champs que era el domicilio parisino de Colbert, tenía lugar una escena que Sylvie habría considerado llena de interés: el ministro, visiblemente encolerizado, abroncaba a un Fulgent de Saint-Rémy visiblemente incómodo.

— ¡Habéis cometido una tontería detrás de otra! El rapto del joven duque fue prematuro y sólo ha servido para atraer la cólera del rey.

— Necesito dinero y vos me habéis dado muy poco -se lamentó el culpable-. De haber salido bien las cosas, habría devuelto al niño y me habría embolsado cincuenta mil libras…

— ¡Que tendríais que compartir con vuestra cómplice! Voy a daros algo, pero tenéis que desaparecer todo el tiempo que sea preciso.

— ¿Debo seguir a Beaufort a Bretaña?

— ¡Por supuesto que no! Ahora os conoce, y tiene buena vista. Además esa fruta aún no está madura, y no tengo poder suficiente para montar un gran escándalo que le haga desaparecer. Ya veremos, cuando Fouquet haya sido Condenado y ejecutado. Entonces será preciso eliminar a todos sus buenos amigos, que no me perdonarán haber causado su pérdida. Mientras tanto hay que guardar silencio y dejar a la duquesa disfrutar en paz de lo que considera una victoria. Por otra parte, está demasiado bien vista en la corte, en los últimos tiempos…

— Me tratáis muy mal, señor ministro -gruñó Saint-Rémy-. Como si yo no tuviera ningún derecho. Sin embargo, la promesa de matrimonio que obra en mi poder es muy real.

— Seguirá siéndolo cuando llegue el momento de enseñarla. Por el momento, quiero que imitéis a Madame de La Bazinière y salgáis de París.

— ¿Para ir adonde?

— ¿Por qué no a la Provenza? -sugirió Colbert, que tomó de un armario una bolsa bastante abultada y la tendió a su visitante-. Podríais serme útil allí. El gobernador es el duque de Mercoeur, el hermano mayor de Beaufort, viudo de una sobrina de Mazarino. Puedo daros una recomendación para él. Tiene buen carácter y podríais intentar ganaros su confianza. Los Vendôme son una familia muy unida y tal vez os enteréis de cosas interesantes. Pero no hagáis nada, ¿me oís bien?, nada, sin mi permiso. ¡Si no, os abandonaré a vuestra suerte!

— Obedeceré, pero… ¿tendré que esperar mucho tiempo? ¡Ya no soy joven!

— Lo que sea necesario. El tiempo trabaja a mi favor. Cuando sea todopoderoso haré grandes cosas para el reino, pero también me vengaré uno a uno de todos mis enemigos. ¡Tened paciencia si queréis ser un día duque de Fontsomme! ¡Tal vez lleguéis incluso a casaros con la viuda de vuestro hermanastro!

Y Colbert se echó a reír.

SEGUNDA PARTE

El odio de un rey

1664

7. Un extraño nacimiento

Cuando en los últimos días de octubre la corte abandonó Fontainebleau para pasar el invierno en el Louvre, Sylvie de Fontsomme suspiró aliviada. Desde la primavera anterior había pasado del Louvre a Vincennes, a Saint-Germain, a Compiègne y finalmente a Fontainebleau, con un intermedio en mayo en Versalles, donde Luis XIV se proponía construir el palacio más magnífico del mundo y donde, mientras tanto, daba fiestas en el parque del pequeño castillo construido años atrás por su padre. La más bella había sido sin discusión «Los placeres de la isla encantada», que había durado seis días y en la que se había puesto de relieve el gusto del joven monarca por el lujo. También, ay, se había puesto de relieve su pasión por Louise de La Vallière, con la que había tenido un hijo.

Cierto que la tímida joven, todavía enamorada con locura, había dado a luz discretamente en una casa próxima al Louvre, y que el niño vivía lejos de la corte con un nombre falso. Cierto que la heroica La Vallière había vuelto junto a Madame, de la que seguía siendo doncella de honor -y que la detestaba-, tan sólo unas horas después del nacimiento, pero el rey no ocultó su alegría.

Una alegría casi tan grande como la mostrada al nacer el Gran Delfín, en el otoño de 1661. No será ocioso añadir que cinco meses después que la reina, y nueve después del famoso verano de Fontainebleau en el que el rey y su cuñada se hicieron inseparables y exhibieron ante toda la corte su mutua atracción, Madame dio a luz una niña, lo cual no le produjo la menor alegría: desconsolada, gritaba que tiraran al río a la criatura. El resultado fue que nadie dudó de que Luis XIV había contribuido más al acontecimiento que su hermano, y que había en él un semental temible…

Después, María Teresa trajo al mundo una niña que, por desgracia, no vivió, y esperaba un nuevo hijo para Navidad. Por su parte, La Vallière esperaba uno para comienzos de año, y los cortesanos, desorientados por tal avalancha de bebés, no sabían muy bien a quién convenía ir a hacer reverencias; pero en líneas generales se divertían.

No era el caso de María Teresa. La infeliz no tardó mucho en conocer las infidelidades conyugales de su esposo, y estaba desconsolada. Sufría incluso de una manera tan patente, que la reina madre ya no sabía qué hacer para aliviarla. Tampoco Madame de Fontsomme, que le servía con frecuencia de confidente, y a la que una tarde en que La Vallière cruzaba sus aposentos [21] para ir a cenar con la condesa de Soissons, le había susurrado: «Esa muchacha que lleva pendientes con diamantes es la que ama el rey.»

Su dolor desazonaba a Sylvie. Nunca había imaginado que el Rey Cristianísimo, su encantador alumno de otra época, pudiera convertirse, una vez asentado en el poder, en una especie de sultán que vivía en medio de un harén y arrojaba el pañuelo a una u otra según su capricho. Y cada vez le gustaba menos aquella corte donde le faltaba el aire porque cada vez encontraba en ella menos amistad, la amistad que siempre había estimado tanto.

Estaba en primer lugar el interminable proceso a Nicolas Fouquet, inicuo y parcial hasta el punto de que el pueblo, al principio decididamente hostil al superintendente de las Finanzas, había acabado por cambiar completamente de opinión, y consideraba a Fouquet un mártir, y a Colbert un verdugo sin remisión, al que se dedicaban diariamente libelos insultantes. Además de Nicolas, aquel doloroso asunto mantenía alejadas de ella a muchas personas queridas de Sylvie: la esposa del preso, su amiga Madame du Plessis-Belliére, sus hermanos y sus hijos se habían dispersado. Sólo quedaba su madre, una mujer de gran austeridad a la que Sylvie frecuentaba poco. También estaba el que ella llamaba querido D'Artagnan, al que su mujer y sus mosqueteros apenas veían desde hacía tres años, porque el rey le había ordenado vigilar al preso «a la vista» en una torre de la Bastilla…

Y luego, ¡pero eso tenía poca importancia!, el mariscal de Gramont, tan asiduo hasta el arresto de Fouquet, fingía muchas veces no ver a Madame de Fontsomme cuando se encontraban en la corte. Había sido ascendido a coronel-general de la caballería ligera, y no quería comprometer el favor de que gozaba, ya que Sylvie no conseguía ocultar lo suficiente la infinita compasión que le inspiraba el preso.

La muerte también creaba nuevos huecos. Se había llevado a Elisabeth de Vendôme, duquesa de Nemours, la amiga de la infancia, la casi hermana, víctima de la viruela en el momento en que la corte saboreaba en Versalles las delicias de «la isla encantada». El miedo al contagio hizo que se prohibiera a Sylvie ir a consolarla durante su enfermedad. Únicamente su madre, la duquesa de Vendôme, que no temía nada, y sobre todo no temía a la muerte, y una criada abnegada se habían ocupado de ella. Entre los amigos de la familia, el joven «Péguilin», convertido en conde de Lauzun a la muerte de su padre, fue también el único en saltarse todas las prohibiciones para ir a saludar a la que durante algún tiempo pensó que sería su suegra. Tuvo que guardar la cuarentena encerrado en su casa, pero no por ello se declaró menos satisfecho de haber ido a rendir homenaje a una dama a la que estimaba. Para entonces estaba ya descartado, por lo demás, su matrimonio con una de las pequeñas Nemours, que tan locas habían estado por él: la mayor se casaba con el duque de Saboya, y se decía que la pequeña lo haría muy pronto con aquel rey de Portugal que con tanta energía había rechazado Mademoiselle, ahora exiliada una vez más en Saint-Fargeau. ¡Otra amiga alejada de Sylvie! En cambio, aunque Lauzun se había visto obligado a renunciar a sus proyectos respecto de Marie de Fontsomme, la original forma con que la muchacha había dado calabazas a su pretendiente había hecho que entre éste y su suegra frustrada naciera una amistad ciertamente episódica, pero sólida y divertida.

Finalmente, la primavera anterior había tenido que renunciar a la compañía de Suzanne de Navailles, exiliada a consecuencia de una peripecia semiburlesca, bastante poco honorable para el rey, y que sobre todo mostraba a una luz inquietante el carácter rencoroso de éste.

El suceso tuvo como marco el castillo de Saint-Germain, en el que, a pesar de su pasión por La Vallière y de la asiduidad con que frecuentaba por las noches a su esposa, el rey se había encaprichado de Mademoiselle de La Mothe-Houdancourt, una de las más bellas doncellas de honor de María Teresa. Le hizo la corte de modo tan visible que Madame de Navailles, responsable en tanto que dama de honor de aquel alegre escuadrón, se creyó autorizada por su cargo a dar una ligera, muy ligera, advertencia al joven monarca, sugiriéndole que buscara sus amantes en otro lugar que no fuera la casa de su esposa. Luis XIV aceptó el reproche sin rechistar, pero a la noche siguiente, en lugar de utilizar el camino habitual hacia la alcoba de la muchacha, se dedicó a escalar los tejados del castillo, en los que se abrían unos tragaluces muy oportunos. Al saberlo, la duquesa de Navailles hizo colocar el día siguiente unas rejas interiores, de modo que llegada la noche el rey tuvo que volverse insatisfecho, y ahora decididamente furioso. Como no se atrevió a exteriorizar su cólera para no ofender a su mujer, Luis XIV se tragó su rencor y esperó una ocasión. O mejor dicho, la recuperó.

Se trataba de una falsa carta del rey de España para informar a María Teresa de los amores de su esposo con La Vallière. Sus autores eran la condesa de Soissons, su amante el conde de Vardes y el conde de Guiche, que lo era de Madame. Pero la falsificación era tan burda, que al llegar a manos de Molina, ésta, sin decir nada a su ama, la entregó directamente al rey. Este se enfureció, pero le fue imposible encontrar un culpable. Ocurrió entonces el suceso de las rejas y Madame de Soissons, siempre venenosa, se apresuró a sugerir con mucho aplomo a su antiguo amante que tal vez la dama de honor tenía algo que ver en aquel feo asunto. Feliz por la ocasión que se le presentaba, Luis XIV ya no se preocupó de buscar más lejos. La venganza estaba servida, y aquella misma tarde los Navailles, marido y mujer, recibieron una orden de exilio que les envió a sus tierras del Béarn, con escasas esperanzas de regresar pronto. Aquello provocó la cólera de la reina madre: «¿Ahora castigáis la virtud?»Madre e hijo riñeron, pero la pelea no duró mucho: Luis fue a implorar perdón e incluso lloró, pero no ocultó que le era imposible «controlar sus pasiones» y que, en último término, mejor sería que se acostumbraran, tanto su madre como los demás.

Sylvie vio marchar a su amiga con un pesar que se agudizó al tener que soportar después a la nueva dama de honor, la ex marquesa de Montausier, convertida ahora en duquesa gracias a los eminentes méritos militares de su marido, al que ella no amaba. La nueva duquesa no era otra que la famosa Julie d'Angennes -hija de la no menos famosa marquesa de Rambouillet, reina durante muchos años de las Preciosas-, y Montausier la había conquistado, después de un largo cortejo infructuoso, haciendo componer para ella una asombrosa colección de versos ilustrados, La guirnalda de Julie. El matrimonio se había celebrado cuando la novia había cumplido los treinta y ocho años, lo que era un récord de virginidad. Se trataba de una mujer inteligente, a la que el rey había confiado inicialmente la tarea de gobernanta de los Infantes de Francia, cuando éstos se reducían únicamente al Delfín. Ahora era a la joven reina a quien entregaba de alguna manera a su gobierno, y muy pronto mostró de lo que era capaz, cuando intentó hacer aceptar el asunto La Vallière a la pobre esposa rebelde, que respondía sin cansarse a todos sus argumentos: «Yo le amo, le amo, le amo…»

— Si le amáis, debéis desear complacerle… y aceptar a sus amigas. Los amores de los hombres nunca duran mucho tiempo.

— Eso es fácil de decir, señora, pero esa muchacha es más reina de Francia que yo. Ya veis las fiestas que dan en su honor.

— ¡En honor de Vuestra Majestad y de la reina madre!

— ¿A quién queréis hacer creer eso? -gritó María Teresa, que era mucho menos tonta de lo que se creía-. Los versos de los poetas, las alusiones, los homenajes, van dirigidos a ella, y a nosotras las reinas no nos queda más que mirar… y aceptar.

— Vuestra Majestad se equivoca al ponerse en tal estado. Al rey no le gusta ver llorar. Volvería con más facilidad a Vuestra Majestad si encontrara un rostro sonriente, un poco más de coquetería y una buena relación con las mujeres que elige. Os falta adquirir más experiencia de las cosas del mundo.

Sylvie había intervenido entonces, bastante decepcionada al ver el papel que estaba desempeñando la dama.

— ¡No es culpa de la reina si sufre! Contra eso no pueden nada los razonamientos más sensatos.

Como el rey entró en ese preciso instante, la discusión se interrumpió en seco, pero la emoción de su llegada inesperada fue tan fuerte para María Teresa, que empezó a sangrar en abundancia por la nariz. Aquello disgustó a Luis XIV.

— ¿Ahora sangre? Hasta ahora, querida, no me ofrecíais más que lágrimas… ¡Pensad en el hijo que esperáis!

Y se retiró seguido de Madame de Montausier, que le hablaba al oído. Sylvie, ayudada por Molina y el joven Nabo, necesitó muchos minutos para que la reina recuperara un poco de calma, pero fue el negro quien mejor consiguió distraer a su ama con canciones, risas y una especie de sortilegios murmurados en una lengua incomprensible. Nabo había cambiado mucho en tres años. Ahora era un muchacho de quince años, hermoso como una estatua de bronce. La reina, con sus caprichos de embarazada, le reclamaba continuamente a su lado: se había convertido para ella en algo tan necesario como el chocolate que bebía en tales cantidades que los dientes se le estropeaban. Naturalmente, esa presencia continua, como también la de la enana, incomodó a la nueva dama de honor.

«Llegará un día en que la reina dará a luz un pequeño monstruo -decía a quien quería escucharla-. Convendría apartar de su vista unos objetos tan insólitos, que pueden influirla negativamente.»

Pero María Teresa no quería separarse de quienes le recordaban con tanta fuerza su infancia en el silencio enrarecido por el incienso de los palacios castellanos, y Ana de Austria le daba la razón, decidida a ayudarla con toda la influencia que aún conservaba.

Cada vez más debilitada por el cáncer que le roía interiormente, la anciana reina no ignoraba a sus sesenta y tres años que se aproximaba a un final doloroso, y se preparaba multiplicando las estancias en su querido Val-de-Grâce, o bien en las Carmelitas de la Rue du Bouloi, donde también acudía con frecuencia su nuera. Su querida Motteville no la abandonaba, y ella recibía casi todos los días la visita de su confesor, el padre Montagu, antes lord Montagu, amante de la duquesa de Chevreuse y confidente de los bellos amores de antaño. Madame de Fontsomme, que ahora la compadecía de todo corazón, iba también siempre que podía: su amistad con Motteville se iba estrechando cada vez más, y la enferma la recibía siempre con alegría, y aún le llamaba a veces «gatita», con una sonrisa…

La tarde del regreso a Fontainebleau, una vez instalada María Teresa en sus grandes aposentos del Louvre, Sylvie, liberada momentáneamente de sus tareas, se hizo conducir a casa de Perceval de Raguenel, como lo hacía en cada ocasión en que la corte aterrizaba en París entre dos desplazamientos. Aquello le permitía reencontrar a su padrino y la atmósfera agradable de la Rue des Tournelles, y dejar cerrado la mitad del año su hôtel de la Rue Quincampoix, de modo que la mayor parte del personal marchaba a Fontsomme o a la casa de Conflans, la preferida de Sylvie. Además, allí tenía más oportunidades que en cualquier otro lugar de ver a su hija, porque el afecto que ésta mostraba hacia Perceval crecía cada vez más, en tanto que el que sentía por su madre parecía disminuir.

No es que hubiese habido entre ellas ningún incidente, pero, después de la noche de Fontainebleau en que Marie había declarado su amor a François, y sobre todo después de la marcha de su hermano con el hombre que ella se obstinaba en amar, la joven había cambiado mucho. Aparte de sus encuentros en la corte, nunca iba a la casa de su madre más que de paso, con la esperanza, muchas veces en vano, de tener «noticias de Philippe», aunque entre líneas era otro el nombre que se leía. Su afecto ya no tenía el calor de antes: era superficial, distraído, y parecía depender de la costumbre más que brotar espontáneamente del corazón. En cambio, profesaba a Madame una especie de devoción, y únicamente a su lado encontraba soportable la vida; no paraba de proclamar cuánto le gustaba vivir en las Tullerías o en Saint-Cloud, y rechazaba con magnífica regularidad todos los partidos que se le presentaban. Entre sus pretendientes, Lauzun no había sido más que un meteoro: muy pronto le había dado a entender que, como no ignoraba la pasión que él sentía por la princesa de Mónaco, no veía ninguna razón para representar a su lado el papel poco glorioso de esposa eternamente engañada, a la que únicamente se le piden tres cosas: reflotar unas finanzas depauperadas, hacer hijos, y sobre todo callar. Pero sucedió lo contrario de lo que pretendía, y aquel lenguaje directo le valió un amigo.

— ¡Caramba, mademoiselle, me gustáis aún más de lo que yo creía! Y me dais un gran disgusto: habría sido agradable pasar la vida junto a una esposa tan inteligente como bonita… Entonces ¿de verdad no queréis convertiros en condesa de Lauzun?

— Con sinceridad, no niego que, aunque no sois guapo, tenéis mucho encanto; por desgracia, no soy sensible a él. Pero eso no debería apenaros: ¡tantas damas os encuentran irresistible!

— ¿Tampoco os tienta una asociación franca y leal? Yo respetaré las apariencias, vos me daréis un heredero o dos, y, como soy muy ambicioso, os convertiréis en una gran dama.

— Pero es que espero llegar a serlo sin vuestra ayuda. Habéis de saber que he decidido casarme con un príncipe. ¡Nada menos!

— ¡Muy bien, eso es hablar claro! Entonces, si os parece bien -añadió con su inimitable sonrisa feroz-, olvidemos todo esto y seamos amigos. Pero amigos de verdad, ¡como pueden serlo dos muchachos! Dado el puesto que ocupamos ambos, vos al lado de Madame y yo junto al rey, creo que podemos sernos muy útiles.

— Eso sí me parece bien -dijo Marie con una amplia sonrisa-. Si me sois leal, yo también lo seré con vos. Así se anudó una amistad cuyas futuras consecuencias Marie no podía prever.

En la «librería» de Perceval, y sentada a su lado delante de la chimenea en que ardían algunos leños y estallaban las piñas difundiendo un olor delicioso, Sylvie saboreó largamente, en silencio, uno de esos momentos de relajación y paz que es difícil encontrar en los castillos reales, siempre poblados de miradas indiscretas, de oídos al acecho, de malevolencia y de corrientes de aire.

Con los ojos cerrados y la cabeza reposando en el respaldo alto de cuero claveteado, Sylvie dejaba decantarse la fatiga del viaje, los nervios de los últimos minutos en Fontainebleau en las habitaciones sin muebles, el enojo de los pequeños incidentes del camino cuando todo el mundo quiere pasar delante de todo el mundo para estar más cerca del rey. Las cortes reales siempre han engendrado cortesanos, pero los surgidos del carácter abrupto y el orgullo intratable del joven Luis XIV disgustaban a Madame de Fontsomme más que los de otras épocas, que a su parecer conservaban al menos una apariencia de dignidad. En pocas palabras, el rey estaba domesticando a la nobleza, y eso la contrariaba hasta el punto de preguntarse si soportaría aún mucho tiempo una atmósfera que le resultaba cada vez más irrespirable. Si no fuese por la pobre pequeña reina, abandonada con tanta facilidad, y de la que se sentía cercana porque la compadecía, sin duda habría dejado su cargo.

— Quizá lo haga -dijo de repente en voz alta-, cuando la reina haya dado a luz.

Perceval, inclinado sobre un libro, levantó la cabeza y vio que sus ojos estaban abiertos de par en par.

— Lo que me asombra -dijo con suavidad- es que hayas aguantado tanto tiempo. No estás hecha para la vida de la corte. Demasiadas trampas, intrigas, hipocresías…

— Intrigas las he tenido de sobras, pero confieso que quiero mucho a nuestra pequeña reina. También quería cuidar del futuro de mis hijos (¡en el fondo no soy tan diferente de las demás!), y ya veis en qué situación me encuentro: no veo nunca a mi hija, y desde hace tres años no he visto a mi hijo. Sólo algunas cartas cuando la flota toca en algún puerto, y la mitad me las escribe el abate de Résigny.

— No las desdeñes. Te informan de la vida y los actos de Philippe mucho mejor que las que él mismo redacta. Cuando ha dicho que está bien de salud, que adora a Beaufort y que te echa de menos, considera que ha hecho ya más que de sobra. Nunca será un hombre de pluma. Y además… están las cartas, admito que bastante raras, que te dirige el propio duque.

Sylvie sonrió al recordarlas.

— Tampoco él será nunca un hombre de pluma. Como al escribirme no recurre a su secretario, sigue maltratando la ortografía.

— Como nunca has sido una amanerada, eso no debe importarte. Lo que cuenta son los sentimientos…

Sonrió con ternura al ver enrojecer aquella bonita cara. No cesaba de dar gracias al Cielo por una aproximación que deseaba desde hacía mucho tiempo, e incluso albergaba esperanzas de que unas bodas acabarían por unir a aquellos dos seres hechos el uno para el otro y que tan bien se conocían. Nada podía ser más conveniente, tanto para ellos como para Philippe, que algún día regresaría de sus viajes y al que no estaría de más proteger de una forma oficial. En efecto, aunque hacía ya tres años que Saint-Rémy no daba señales de vida y su cómplice vivía apartada en un castillo de provincias, el caballero de Raguenel no consideraba definitiva la desaparición del aventurero. Debía de estar oculto en alguna parte, para que lo olvidasen y que la pesada mano del rey, que por muy poco no le había alcanzado, tomara una dirección diferente; pero, a menos que se hiciera matar en alguna pelea, volverían a verle un día u otro… Por otra parte, era éste un tema del que no hablaba nunca con Sylvie, porque prefería que ella expulsara de su memoria uno de los períodos más penosos de su vida. Por la misma razón, se guardaba mucho de informar a su ahijada de lo que sabía por otras fuentes: Beaufort y los suyos se habían atrincherado en Djigelli, una plaza fuerte de la costa argelina, por cuya toma se había cantado un Te Deum en Notre-Dame el pasado 15 de agosto, pero de la que no se tenían noticias desde entonces porque los berberiscos mantenían un asedio tan riguroso que ningún correo podía atravesar sus líneas.

Sin embargo, estaba escrito en el libro de la vida que aquella tarde, que Sylvie se prometía tan pacífica, estaría lejos de serlo para ella. Primero, en el momento en que se disponían a sentarse a la mesa, se produjo la aparición tumultuosa de Marie. Sus llegadas eran siempre tumultuosas, y en la estela de sus vestidos de terciopelo azul, raso blanco y armiño, el otoño pareció eclipsarse para dar paso a la primavera. Al entrar, no vio a su madre y corrió a abrazar a Perceval.

— ¡Hace siglos que no os veía, y os echaba de menos! -exclamó-. No os pregunto por vuestra salud: ¡se os ve más joven que nunca!

Sin darle tiempo a respirar, distribuyó algunos besos por su rostro, y luego pirueteó sobre los talones y se encontró frente a Sylvie. De inmediato pareció apagarse como un cohete de fuegos de artificio al caer.

— ¿Madre…? ¿Estabais aquí? No sabía que habíais regresado a París…

— Pues la corte hace bastante ruido cuando regresa -dijo Perceval, disgustado por el cambio de tono de la joven y por el efecto que producía en Sylvie-. Y las Tullerías están cerca. ¿Están sordos allí hasta ese punto?

— Oh, nosotros los de la casa de Madame nos hemos convertido en indeseables, en parias. Desde que nuestra princesa está de nuevo encinta ya no nos invitan. Los «placeres de la isla encantada» no son para nosotros, y aún no hemos visto Versalles.

Hablaba y hablaba delante de Sylvie, sin hacer el gesto de acercarse a ella.

— ¿No me das un beso? -murmuró ésta y en su voz sonó una nota dolorosa que llegó a los finos oídos de su padrino. Frunció el entrecejo, pero ya Marie respondía:

— Sí… naturalmente.

Sus labios frescos rozaron la mejilla de Sylvie, pero esquivó los brazos maternos que iban a cerrarse en torno a ella, y continuó:

— Estáis magnífica, como de costumbre, y os felicito. Vamos a las noticias, padrino. -Los hijos de Sylvie habían copiado de su madre, con toda naturalidad, ese apelativo afectuoso que en su caso no era exacto, puesto que ambos eran ahijados del rey-. ¿Habéis recibido cartas?

— Ninguna desde la última vez que nos vimos.

— ¿Y vos, madre?

Ésta se acercó a una de las estanterías de la biblioteca para esconder las lágrimas que asomaban a sus ojos. Respondió sin volverse:

— Sabes muy bien que todas las cartas que llegan del mar van dirigidas al caballero de Raguenel, por precaución.

— Claro que sí, pero eso no quiere decir nada: si él ha recibido una para vos, quizá no le parece necesario hablar de ella.

— ¡Qué idea!

— ¿Por qué había de hacerlo? Cuando un amante escribe a su que…

La bofetada cortó en dos la palabra. No fue Sylvie, demasiado herida por lo que acababa de oír, quien la dio, sino Perceval, y no precisamente con una mano ligera: la delicada mejilla de Marie se cubrió de púrpura.

— ¿Por quién me tomas? -rugió-. ¿Por un correveidile? ¡Soy el caballero de Raguenel, y nobleza obliga, hija mía! En cuanto al insulto que acabas de infligir a tu madre, vas a pedirle perdón. ¡De rodillas!

Sus dedos delgados, duros como el acero, se apoderaron de la frágil muñeca para obligar a Marie a hacer lo que decía. Sylvie se interpuso.

— ¡No, os lo ruego! Dejadla. ¿Qué significaría un perdón obtenido por la fuerza? Preferiría saber de dónde ha sacado Marie esa nueva información acerca de lo que cree ser mi vida íntima.

— ¿Lo has oído? ¡Responde! -dijo Raguenel, que había aflojado la presión, pero no soltado la muñeca.

Marie se encogió de hombros, resentida.

— No digo que mi madre siga siendo íntima de Monsieur de Beaufort, pero lo ha sido… hace mucho tiempo, claro está, y entre ellos el amor no ha muerto.

— Eso no responde a mi pregunta. ¿Quién te ha dicho eso?

Marie hizo un gesto vago.

— Gente de las Tullerías o de Saint-Cloud que saben muchas cosas. No ven ningún mal en ello. Al contrario, admiran…

— ¿A quién?

— ¡Me hacéis daño!

— Te haré más daño todavía, diga tu madre lo que diga, si no hablas. Por última vez, ¿quién?

— El conde de Guiche… el caballero de Lorraine… el marqués de Vardes…

Perceval soltó una carcajada que no presagiaba nada bueno.

— El amante de Madame, el favorito de Monsieur y el cómplice de Madame de Soissons en el feo asunto de la falsa carta española. ¡Eliges bien a tus amigos! ¡Felicidades! ¿Prefieres escuchar a esas lenguas viperinas, a jovenzuelos ociosos que nunca han hecho de su nobleza otra cosa que arrastrarla por las alcobas?… ¡Y yo que pensaba que nos querías!

La soltó con tanta rudeza que ella fue a caer sobre el sofá que su madre había dejado libre; y allí rompió a llorar.

Sylvie extendió una mano para acariciarla y miró a Perceval a los ojos para impedirle que siguiera. Por unos instantes la miró llorar. Sólo cuando Marie se hubo calmado un poco, su madre dijo a Perceval:

— No hay ninguna duda de que os sigue queriendo a vos, porque no tiene ningún motivo de resentimiento. Conmigo no le ocurre lo mismo. Sabéis muy bien que ama a Monsieur de Beaufort, y me cree su rival.

— ¿No lo sois? -hipó Marie.

— No lo he sido ni lo seré nunca, Marie. Sé que le amas, más sin duda de lo que yo creía. Cuando lo dijiste en voz alta y con tanta decisión, pensé que se trataba de uno de esos espejismos que se presentan con frecuencia a los quince años.

— Cuando se entrega un corazón como el mío, es para siempre.

— Debo admitirlo. Pues bien, escucha lo que voy a decirte: si Monsieur de Beaufort viniera un día a pedirme tu mano, se la concedería sin la menor vacilación.

— ¡Porque sabéis muy bien que no lo hará nunca! -exclamó Marie, y se sumergió de nuevo en un mar de lágrimas.

Pero Sylvie no tuvo tiempo de añadir nada más. En el patio se oyó entrar a un caballo, y Pierrot vino a anunciar a un mensajero de la reina.

Para su gran sorpresa, fue Nabo quien puso rodilla en tierra ante Sylvie. Para no despertar a su paso la curiosidad de la gente, había envuelto su túnica bordada en una gran capa y sustituido su turbante por un sombrero negro de ala amplia que se quitó al entrar, dejando al descubierto un cabello corto y rizado como el de un cordero karakul.

— La reina está enferma y triste. Necesita a su amiga -dijo.

Como siempre con Sylvie, hablaba español. Antes de ofrecerlo a María Teresa, Beaufort había cuidado de que aprendiera esa lengua, que era la que utilizaba habitualmente, lo que no impedía que pudiera expresarse también en un francés relativamente correcto.

— ¿Quién te envía?

— Madame de Motteville. Ha venido esta tarde…

— ¿Dónde están las otras? ¿Madame de Béthune? ¿Madame de Montausier?

— Béthune fatigada, marchó a acostarse. La gran dama ha ido a cenar con la favorita.

— ¿Quién te ha dado mi dirección?

— Motteville.

¿Quién, si no? No quedaba más remedio que volver al Louvre por un tiempo indeterminado. Con un suspiro de cansancio, Sylvie despidió al joven negro diciéndole que le seguiría, llamó a Pierrot para que hiciese preparar el coche, y finalmente se volvió hacia su hija.

— Si no estás obligada a volver muy pronto, quédate aquí como yo deseaba hacerlo. Te hará bien.

— ¡Oh, no tengo prisa! Madame está con sus inhalaciones, y se ha encerrado con su querida Madame de La Fayette [22] y con la princesa de Mónaco. En cuanto a las doncellas de honor que quedan, tienen propensión a irritarme.

Al hablar de las que «quedaban», Marie se refería a que había perdido a sus compañeras más queridas: Montalais, exiliada desde el asunto de la carta española, había regresado a las orillas del Loira; en cuanto a Tonnay-Charente, después de la muerte de su prometido, el marqués de Noirmoutiers, junto al duque d'Antin en uno de esos duelos estúpidos que parecían batallas en toda regla, se había casado por amor con el hermano del difunto duque, el marqués de Montespan, un bravo soldado más rico en antepasados que en caudales, y que llevaba junto a ella una vida apasionada pero difícil.

— Intentad que se quede esta noche, padrino -murmuró Sylvie mientras besaba a Perceval-. No me gusta mucho que ande por las calles después de la puesta del sol. Ni siquiera en coche.

El la tranquilizó con un apretón de mano, y ella salió sin ocuparse más de su hija. Ahora sabía a qué atenerse respecto a su extraño comportamiento, y cualquier intento de aproximación, dado el estado crítico en que se encontraba Marie, no haría más que agravar las cosas. Era preciso contentarse con confiar en la elocuencia y el tacto del querido Perceval.

En el Louvre, la situación era peor de lo que había temido. Pensaba encontrar a María Teresa presa de una de las numerosas indigestiones que le valían su abuso del chocolate y su gusto exagerado por los platos fuertemente especiados, y en efecto eso había ocurrido. El olor agrio que llenaba la habitación y las criadas ocupadas en limpiar las alfombras lo atestiguaban, pero además la reina, envuelta en sus cabellos sueltos, sus lágrimas y sus sábanas arrugadas, padecía una crisis nerviosa que Molina y su hija parecían incapaces de controlar. El cuerpo de la infeliz, con su vientre enorme que apuntaba al dosel del lecho cuando se arqueaba apoyándose en sus talones, sufría de sacudidas convulsivas que las mujeres presentes en la habitación miraban con espanto, mientras se santiguaban y murmuraban plegarias apresuradas. ¿Qué diría el rey si se revelaba que la reina estaba poseída por el demonio? ¡Ni siquiera se atrevían a llamar a los médicos!

Sylvie recordó un caso parecido, de una mujer cerca del término de su embarazo a la que una especie de curandero de los alrededores de Fontsomme había conseguido calmar. Ordenó a Molina que preparara un baño templado y enviara a buscar un poco de abrótano a un boticario para preparar una tisana; luego pidió a Madame de Motteville, que aún estaba allí y la había recibido con visible alivio, que hiciera salir de la alcoba a todos los que no tenían nada que hacer en ella, y colocara guardias en la puerta.

Durante la noche, la crisis cedió y la reina pudo reposar con tranquilidad; y también Sylvie, para la que se preparó una cama en una de las habitaciones de los aposentos reales. Allí se quedó, por lo demás, hasta el parto, porque la reina la reclamaba con unos lamentos que llegaban al alma si no la veía a su lado. Bien es cierto que en los días venideros habría de sufrir muchos dolores.

Al día siguiente, los médicos reunidos por el rey en torno a la cabecera de su mujer diagnosticaron doctamente una «fiebre terciana», cosa al alcance de cualquiera porque a simple vista la reina tenía temperatura alta; además, se quejaba de agudos dolores en las piernas. Le aplicaron entonces el gran remedio habitual, es decir, la sangría, con la liberalidad de costumbre. En pocos días, la pobre María Teresa se vio aligerada de una parte apreciable de su sangre española. Pronto tuvo grandes dolores en las piernas, y el partero François Boucher se mostró preocupado: «Temo que la reina no llegue hasta el término previsto, en la Navidad -confió al rey-. Sería mejor estar preparados para un parto prematuro.»Se tomaron de inmediato las disposiciones necesarias. Se bajó el lecho de operaciones que, siguiendo la costumbre, estaba colgado desde el comienzo del embarazo del techo de la habitación de respeto; se retiraron las fundas que lo protegían -sobre todo durante los desplazamientos, en los que nunca olvidaba llevarlo-, y fue colocado bajo una especie de tienda alrededor de la cual era posible circular para las necesidades del servicio sin molestar demasiado a la parturienta. Luego se instalaron los instrumentos de cirugía debajo de otro pabellón más pequeño. En el momento de la llegada de la criatura, se apartaban las cortinas a fin de que los príncipes, princesas y otros altos personajes reunidos en la amplia estancia no perdieran detalle del espectáculo y dieran testimonio, llegado el caso, de que no había habido sustitución del bebé.

Las precauciones habían sido prudentes: al amanecer del domingo 16 de noviembre la reina, que desde hacía varios días sufría contracciones episódicas, empezó a sentir intensos dolores. Fue llevada a la habitación de respeto, y el rey se reunió allí con la reina madre, que llevaba ya varios días pasando la mayor parte del tiempo a la cabecera de su nuera, olvidando sus propios dolores para intentar consolarla. Uno a uno, los miembros de la familia y los grandes del reino ocuparon su lugar junto a ellos. Finalmente, aproximadamente media hora antes del mediodía, María Teresa, destrozada por el dolor y la fatiga, exhaló un largo gemido y dio a luz una niña cuyo aspecto sorprendió a todo el mundo: era más pequeña que la mayoría de los bebés, cosa nada sorprendente porque llegaba con más de un mes de adelanto, y no tenía la habitual piel enrojecida, sino de un violeta casi negro que impresionó a los asistentes, y al rey más aún que a los otros.

— ¡Esta niña no respira! -declaró D'Aquin, el médico del rey, que se apoderó de ella y se la llevó a una estancia vecina donde estaba dispuesto un cojín delante del fuego para los primeros cuidados.

Con un dedo experto, liberó la nariz y la boca de los «humores viscosos y pegajosos» que las obstruían y luego, sujetando al bebé por los pies, palmeó las pequeñas nalgas hasta que dio su primer vagido. Pero una vez puesta de nuevo del derecho, siguió ofreciendo un color nada ortodoxo.

— No es nada -aseguró el médico al rey, que le había seguido-. Un efecto de la asfixia. La sangre privada de aire se ha ennegrecido. En unos días desaparecerá…

— Si vos lo decís…

A pesar del gran crédito que concedía a la medicina, el tono del rey no era precisamente amable, y D'Aquin apartó la vista para no ver el fulgor siniestro de la mirada de su amo. Sin embargo, se atuvo a su versión del suceso, y Luis XIV no insistió. Por lo demás, ni el uno ni el otro pensaban que una criatura así pudiera vivir mucho tiempo, y el mismo día su nodriza, acompañada por el padrino y la madrina -el príncipe de Condé y Madame-, la llevó a la iglesia de Saint-Germain-l'Auxerrois, la parroquia real, para bautizarla con el nombre doble de Marie-Anne. Nunca se vio a un bebé recibir el agua lustral tan prodigiosamente envuelto: el capillo de encaje que ocultaba a medias su carita oscura y la penumbra de la iglesia disimularon bastante bien su extraño color, objeto ya de comentarios entre los más charlatanes de quienes habían asistido a la ceremonia. Se habló incluso de un «pequeño monstruo negro y peludo».

No hubo mucho tiempo que perder en conjeturas porque, poco después del parto, el estado de la reina inspiró la más viva inquietud. Volvieron a presentarse las convulsiones, hasta el punto de que el rey se instaló en la misma habitación de la que en el acto fue considerada moribunda, mandó distribuir dinero entre los pobres e hizo votos por el restablecimiento de una esposa tan dulce y amante. Al ver que se debilitaba cada vez más, ordenó que le trajeran el viático.

— ¿No es un poco pronto, Sire? -se atrevió a preguntar Sylvie, que no sabía qué pensar de todos los sucesos de que era testigo.

— No. Es de temer que Dios no nos ha enviado esta dura prueba más que para llevarse consigo rápidamente a la madre.

— Es cierto -dijo Ana de Austria, que tampoco se apartaba de su nuera- que tenemos que desear con más ardor ver vivir a la reina en el Cielo que en la Tierra…

Pero María Teresa, aunque sin duda sufría mucho, no estaba en absoluto inconsciente, y gimió:

— Quiero comulgar, pero no morirme…

La convencieron, con una prisa que algunos consideraron improcedente, de que era lo mejor que podía hacer, y de que era urgente. Por su parte, Sylvie encontraba un poco sospechosa tanta prisa por administrar los santos óleos a la joven. Era como si se intentara forzar la mano de Dios, conminándole a llamar a su lado en el más breve plazo a la responsable de aquella extraña decepción. En esta ocasión, se guardó mucho de dar su opinión y se sumó a la ceremonia que acababa de decidirse: con gran pompa, el rey, su madre y toda la corte, portando centenares de cirios y antorchas, acompañaron en procesión el Santo Sacramento que María Teresa, que hizo un esfuerzo para levantarse, recibió con su dulzura y piedad habituales. Parecía resignada a una suerte que no deseaba y que suscitaba ya las plegarias de todas las iglesias de París.

— Me siento muy consolada por haber recibido a Nuestro Señor -suspiró-. No siento irme de este mundo más que a causa del rey y de esta mujer -añadió, señalando a su suegra.

Luego esperó una muerte que no parecía tener tanta prisa en acudir a buscarla.

Mientras, cuando una vez más velaba a su joven reina en compañía de Molina, Madame de Fontsomme recibió el aviso de que una dama quería hablar con ella a la puerta del Louvre. Se envolvió en un manto -el tiempo era horrible, frío y lluvioso como si hubiera llegado ya el invierno-, bajó y, al salir del palacio, vio un coche del que, al verla, descendió de inmediato una mujer ya mayor y vestida de negro. Reconoció en ella a Madame Fouquet, la madre de su desgraciado amigo y la única de la familia no afectada por las órdenes de exilio, debido a su gran piedad, próxima a la santidad. Ella le entregó un paquete, después de darle las gracias por haber bajado a hablar con ella.

— Sabéis -le dijo- que tengo grandes conocimientos de las plantas, elixires y otras cosas que sirven para remediar los sufrimientos de los cristianos. Me han descrito los males de nuestra reina y he compuesto para ella un emplasto que debe aplicarse de la manera que he escrito en este papel. Estoy segura de que, con la ayuda de Dios, sentirá un gran alivio.

— De todas maneras -dijo Sylvie-, no perderemos nada con probar, porque los médicos aseguran que está perdida…

— Lo sé. Dicen incluso -añadió con una amargura que no pudo reprimir- que el rey ha hecho ya preparar sus ropas de luto. En verdad, temo que desconozca absolutamente la piedad.

Dicho lo cual, volvió a subir al coche y se alejó. Sylvie vio desaparecer el carruaje entre las ráfagas de lluvia y se apresuró a volver a los aposentos reales. Allí fue directamente ante la reina madre. En efecto, no podía bajo su exclusiva responsabilidad aplicar a María Teresa ninguna clase de remedio.

Ana de Austria se sintió emocionada por el gesto de Madame Fouquet, por quien siempre había sentido amistad.

— ¡Pobre mujer! -suspiró-. En vísperas de perder tal vez a su hijo, piensa en primer lugar en su reina. Le daré las gracias, pero conviene probar enseguida este emplasto: en la situación en que se encuentra mi hija, no corremos ningún riesgo.

Y se produjo el milagro. El 19 de noviembre, María Teresa estaba completamente fuera de peligro, e incluso recuperaba fuerzas con una rapidez asombrosa.

— Hijo mío -dijo entonces la reina madre-, ¿no convendría mostrar algo de gratitud a Madame Fouquet?

La respuesta fue cortante, y horrorizó a Sylvie.

— Si conocía el medio de salvar a la reina, habría sido criminal que esa mujer no lo diera a conocer. Ahora bien, si ha creído obtener de ese modo derecho a mi indulgencia hacia su hijo, se equivoca. Si los jueces le condenan a muerte, haré que lo ejecuten… ¿Qué ocurre, Madame de Fontsomme? Parecéis turbada.

La aludida se inclinó en una profunda reverencia que le permitió disimular su rostro.

— ¡Lo confieso, Sire! Pensaba que la alegría de ver sana y salva a Su Majestad la reina no dejaría lugar en el ánimo del rey a ningún otro sentimiento.

Se hizo un silencio tan pesado que ella no se atrevió ni siquiera a alzar la cabeza, y esperó ser fulminada por un rayo.

— Pues bien, os equivocabais -dijo en tono seco Luis XIV, y se fue a pedir noticias de La Vallière, cuyo embarazo transcurría con toda normalidad. Pero la satisfacción que sentía no le hizo olvidar a la extraña princesita que el Cielo acababa de enviarle…

Muy pronto fue evidente que estaba bien constituida, que rebosaba salud y que su piel nunca sería blanca.

Aparte de las mujeres que se ocupaban de ella, y a las que una orden del rey había sellado los labios, nadie estaba autorizado a acercarse a ella, ni siquiera su madre, con el pretexto de que necesitaba atenciones especiales debido a una enfermedad. Y así fue, hasta el día de diciembre en que Luis XIV convocó a la duquesa de Fontsomme y la recibió a última hora de la tarde, no en su gabinete sino en su habitación, y con todas las puertas cerradas.

— Tenemos una misión delicada que confiaros, duquesa, una misión que exige el secreto más absoluto porque incumbe al Estado; pero os sabemos discreta y leal tanto a vuestra reina como, queremos esperarlo, a vuestro rey.

— Soy la servidora de Sus Majestades.

— Bien. Hoy mismo, a medianoche, entraréis en la habitación de… esa niña que nos ha nacido hace poco. Allí encontraréis a Molina, que os la entregará. En la salida del palacio os estará esperando un coche. Nos ocuparemos de que no os encontréis con nadie. El cochero ya ha recibido órdenes. También él es una persona de toda confianza.

Si le sorprendió lo que estaba escuchando, Sylvie se guardó mucho de mostrarlo. Empezaba a saber que el rey, aunque lloraba a menudo a impulsos de una sensibilidad a flor de piel, apreciaba poco las emociones de los demás; de modo que su rostro conservó la impasibilidad del mármol.

— ¿Dónde debo conducir a… la princesa?

— ¡Olvidad ese título! En cuanto a vuestro destino, lo sabe el cochero, y eso basta. Os conducirá a una casa donde entregaréis la niña, y el cofre que viajará con vos, a la mujer que os recibirá. Luego iréis a vuestra casa. La reina no os necesitará hasta mañana por la mañana…cuando demos a conocer públicamente la noticia de la muerte de nuestra hija Marie-Anne.

Ella ahogó un grito.

— ¿La muerte, Sire?

— ¡Aparente, madame! Si no fuera así, sería inútil privaros de una noche de sueño. No temáis, la hija de la reina vivirá escondida; estará bien cuidada hasta que sea posible confiarla a un convento. Ya veis que no tenemos intención de poner en peligro ni su alma ni la nuestra.

— ¿Puedo hacer una pregunta más, Sire?

La sombra de una sonrisa se insinuó bajo el fino bigote de Luis XIV.

— Para ser una gran dama que sabe muy bien que no se pregunta nada al rey, nos parece que desde hace unos instantes no os priváis de hacerlo. Dicho eso, preguntad.

— ¿Por qué yo?

— Porque a excepción de la reina madre… y de otra que nunca me ha mentido, sois la única mujer de mi corte en la que tengo una confianza absoluta -declaró, dejando por fin a un lado el plural mayestático-. La reina también confía en vos, y por otra parte, a fin de prevenir una pregunta que no os atreveréis a hacer, está plenamente de acuerdo conmigo. Ha comprendido muy bien que esa niña no puede vivir a la luz del día en los palacios reales sin suscitar escándalo. Si ella lo desea, podrá más tarde ir a verla en secreto. Y acompañada únicamente por vos, por supuesto. ¿Seremos obedecidos?

— El rey no lo ha dudado jamás, creo.

— ¡En efecto! Id pues, madame, pero antes de marchar, sabed una buena noticia: ¡vais a volver a ver a vuestro hijo! Por culpa de uno de sus tenientes, Monsieur de Gadagne, el duque de Beaufort ha perdido Djigelli, que con tanta valentía había conquistado, y regresa para darnos cuenta de ello. Quizá no vuelva a irse nunca… -añadió en un tono tan duro que la alegría de Sylvie se extinguió como la llama de una vela en una corriente de aire.

— Si Djigelli la ha perdido otro, la culpa no es suya…

— Un jefe es responsable de todos sus hombres, desde los capitanes hasta el último soldado. Además, quizás hemos perdonado demasiado aprisa a un hombre que durante mucho tiempo fue nuestro enemigo…

— ¡Nunca fue enemigo de su rey! -gritó Sylvie, incapaz de contenerse-. Únicamente del cardenal Mazarino… como tantos otros.

— Puede ser, pero… ¿conocéis el axioma latino Timeo Danaos et dona ferentes?

— No, Sire.

— Significa: «Temo a los griegos y a los regalos que nos traen.» ¡Tendría que haber desconfiado del que me ofreció un antiguo rebelde!

— Lamenta sinceramente sus antiguas faltas, y lo único que desea es trabajar por el reino.

— Entonces que vele por su gloria… o muera. Acabemos, señora, me irritáis al defenderlo! Pensad únicamente en cumplir lo que os he ordenado.

No había nada que añadir. Al salir de la cámara real, Sylvie se sentía angustiada. Percibía de modo confuso que una vez más se encontraba enredada en un enigma cuya clave se le escapaba, o más bien que temía encontrar. Desde el nacimiento de Marie-Anne, Nabo, el joven esclavo negro, había sido retirado del aposento de María Teresa por orden de la reina madre, porque Molina y su hija creían que el extraño color de la recién nacida se debía a que, como estaba continuamente en compañía de la reina, ésta le había mirado demasiado y su presencia había acabado por impregnar de alguna manera la vista de su ama. Añadían que, como lo mismo ocurría con Chica, era una suerte que la niña no hubiera sido enana… Sylvie era una mujer de su tiempo y no daba crédito a esas supersticiones. Siempre había oído decir que cuando una mujer está encinta hay que apartar de su vista toda forma anormal o monstruosa. Sin embargo, la cólera que había leído en la mirada de Luis XIV iba más allá de esa clase de creencias, y ahora tenía miedo de lo que había podido ocurrir al pobre muchacho.

Tanto miedo que, al encontrarse con Molina en la habitación de Marie-Anne, no pudo evitar preguntarle qué había sido de él. El rostro amarillento y enjuto de la española reflejó entonces verdadero espanto, y sus labios delgados se apretaron como para retener unas palabras que pugnaban por escapar. Sylvie colocó entonces sobre su hombro una mano tranquilizadora.

— Piensa en lo que vengo a hacer aquí esta noche, María Molina, y mira si puedes confiar en mí. Temo por ese muchacho…

La española se decidió.

— Desde que vi a la niña, yo también temí por él. Mi hija se lo llevó entonces a la parte del palacio que van a derribar, porque ahora no va nadie allí, con la intención de hacerle salir más tarde para que pudiera marcharse de la ciudad e ir adonde quisiera, pero cuando volvió a buscarlo ya no estaba… sólo había manchas de sangre en el suelo. No puedo decir nada más porque no sé nada más… ¡Ya es la hora!

Sylvie tomó en sus brazos a la pequeña, cuidadosamente envuelta en sedas y blanchet, ese tejido de lana blanca y fina que desde la Edad Media tejían las mujeres de Valenciennes. Encima de todo ello cubría a la niña una pequeña manta de terciopelo negro con forro de piel, que Sylvie ocultó bajo los pliegues de su amplia capa con capuchón, también forrada de piel. La mensajera iba a salir cuando entró la reina.

— Un instante, os lo ruego…

Se acercó a Sylvie, apartó las telas que ocultaban la carita oscura, y posó en ella sus labios temblorosos en un largo beso.

— Cuidad mucho de ella, amiga mía -murmuró-. No sabéis cuánto me cuesta separarme de ella…

Sylvie no lo dudaba. María Teresa era una excelente madre, mucho mejor de lo que lo había sido nunca Ana de Austria. Cuidaba con toda atención del Delfín, de su alimentación, y muchas veces le daba ella de comer. También le gustaba pasearlo y jugar con él sin preocuparse de las sonrisas de lástima a que daba lugar un comportamiento tan poco regio; pero las verdaderas madres la comprendían y ella encontraba un lugar en su corazón. Así sucedía con Sylvie, que sabía lo doloroso que había sido para la joven reina la pérdida de su segundo hijo, niña también. Separarse de ésta debía de ser muy cruel, a pesar del color que hacía imposible su presencia entre los cortesanos.

— Iremos a verla, señora -susurró-. El rey lo ha prometido.

Después de apartarse del rostro de la pequeña, los labios de la reina rozaron la mejilla de la mujer de su séquito.

— ¡Dios os bendiga a las dos!

Momentos después, tras atravesar el Louvre sin encontrar ni un alma, Sylvie rodaba en dirección desconocida, escoltada a distancia, sin saberlo, por mosqueteros destinados a evitar cualquier encuentro inoportuno. Lo único que supo es que salieron de París por la puerta de Saint-Denis.

Durante el camino, que duró algo menos de dos horas, meció suavemente a aquel bebé distinto de todos los demás, que se apoyaba confiadamente en su pecho. Era realmente una niña muy bonita, regordeta, con las facciones finas de su madre, que corregían el carácter africano del rostro. Una fina pelusa oscura aureolaba la preciosa carita. El parecido con Nabo era muy grande, y Sylvie no conseguía comprender cómo había podido suceder aquello. La respuesta le iba a llegar antes del amanecer.

Eran aproximadamente las cinco de la mañana cuando el coche la dejó en casa de Perceval, después de entregar a Marie-Anne a una mujer amable y sonriente, que la había recibido en el umbral de una pequeña mansión oculta entre una laguna y un bosque. Estaba muy cansada y tenía prisa por acostarse en su cama, donde esperaba que Nicole Hardouin, la gobernanta de Perceval, habría tenido la buena idea de instalar un mundillo, [23] porque el brasero colocado al salir en el coche se había enfriado hacía mucho tiempo, y ella se sentía helada hasta los huesos.

Se sintió sorprendida al ver que la casa estaba iluminada y que Nicole, levantada, le tendía un tazón de leche caliente.

— Había dicho que no me esperarais.

— No se os ha esperado, señora duquesa, pero ha ocurrido algo.

— ¿Qué?

— Lo veréis. El señor caballero os espera en las dependencias del servicio…

Perceval, que había oído el coche, atravesaba ya el patio a oscuras para ir a su encuentro, y la condujo sin decir palabra hasta una de las habitaciones de los criados, nunca ocupadas, que se encontraban encima de los trasteros donde se guardaban las sillas de montar y las herramientas del jardinero. A la luz de un candil, vio sobre la almohada una cabeza envuelta en vendas. Una cabeza negra: Nabo.

— Cuando volvía de echar la basura en el sumidero, Pierrot lo ha encontrado acurrucado junto a la puerta, medio muerto de frío y de hambre, y además herido…

— ¿Cómo ha llegado hasta aquí?

— La hija de Molina lo había escondido en las salas del viejo Louvre. Le llevaba de comer y tenía intención de sacarlo de allí, pero debieron de seguirla. Dos hombres enmascarados y armados lo encontraron e intentaron matarlo, pero no lo consiguieron. A pesar de la sangre perdida, consiguió escapar gracias al hecho de que, de tanto rondar por el Louvre, lo conoce mejor que nadie. Pudo salir del palacio y ocultarse en el almacén de un batelero, pero se sentía cada vez más débil y se arrastró hasta aquí, hasta la única casa que conocía un poco… y donde estaba seguro de que no le entregarían.

— Tenía razón. Pero a esos hombres que querían matarlo, ¿quién les enviaba?

— ¿Quién quieres que sea? ¿Quién, en todo el reino, puede sospechar que haya colaborado en una descendencia más bien extraña?

— ¿El rey?

— Quizá no directamente, pero con toda seguridad Colbert, que parece decidido a convertirse en su ángel malo. Es más despiadado aún que su amo. ¡Y no es poco! -gruñó Perceval, que no perdonaba a Luis XIV el arresto de su amigo Fouquet.

— Pero, la reina no ha podido… ¡Oh, padrino, apostaría mi salvación por su honestidad!

— Y tendrías razón. Ni siquiera sabe que Nabo la violó, y la sorpresa causada por el nacimiento ha tenido que ser tan fuerte para ella como para los demás.

— ¿Cómo es posible?

— ¡Oh, es muy sencillo! Este infeliz está enamorado de ella desde que Beaufort lo regaló, y sabes tan bien como yo que a ella le gustaba jugar con él y oírle cantar. Para ella, no era mucho más que un objeto. Por las noches, él solía esconderse debajo de su cama para verla dormir…

— Pero el rey duerme con su mujer todas las noches… o casi.

— Casi, y muchas veces se acuesta muy tarde, desde que La Vallière le tiene cautivo de sus encantos. Una noche, cuando Nabo salía de su escondite para entregarse a su placer favorito, la reina se despertó de pronto y lo vio inclinado sobre su cama. Se llevó un susto tan grande que ni siquiera gritó, y perdió el sentido. Entonces él se aprovechó. ¡Tan sencillo como eso!

— ¡Dios mío! ¿Cómo imaginar una cosa así de un chico tan joven? Si aún es casi un niño…

— ¡No exageremos! A su edad los apetitos de los hombres ya se han despertado, sobre todo en los negros. Y además estaba enamorado… Ahora, dejémosle dormir.

— Me gustaría hacer otro tanto -suspiró Sylvie-, pero me pregunto si lo conseguiré.

— Intenta no pensar en Nabo durante unas horas. Está en mi casa y es mi problema, no el tuyo. Mañana decidiremos lo que conviene hacer.

— Lo más sencillo sería devolvérselo a François de Beaufort, porque según el rey muy pronto estará de vuelta; pero me temo que eso sería agravar su caso. El rey está irritado con él por haber regalado a Nabo a la reina.

El rostro fatigado de Perceval se iluminó.

— ¡Vaya una buena noticia! ¿Vamos a volver a ver a nuestro Philippe? ¡Dios sea alabado!

— Sabía que os haría tan feliz como a mí, y por eso únicamente quiero pensar en ese regreso tan esperado. En cuanto a este pobre muchacho, creo que lo mejor será enviarlo a Fontsomme escondido en un coche, para que Corentin se haga cargo de él. Sin duda sabrá hacer lo más conveniente, dentro de unos días, cuando sea posible el viaje. Hasta entonces tendremos que mantener cerrada con llave esta puerta.

— No temas. Sólo Nicole y yo entraremos.

Al día siguiente de la expedición de Sylvie, la corte vistió de luto por la princesa Marie-Anne, víctima de una «sangre viciada», que fue enterrada con toda solemnidad después de ser colocada en su ataúd con una notable discreción. Por fin, el 20 de diciembre concluyó el interminable proceso de Nicolas Fouquet, con una nueva manifestación del odio del rey. El tribunal soberano le había Condenado al exilio, pero Luis XIV, furioso al verse privado del placer de ver caer su cabeza, no dudó en agravar la sentencia y ordenar cadena perpetua para el ex superintendente. ¡Tenía que consolar a Colbert y a sus dos ayudantes, Le Tellier y su hijo Louvois, por no haber conseguido la condena a muerte!

En efecto, de los veintidós jueces que componían el tribunal, tan sólo nueve habían votado en favor de la pena capital, y todos los demás se habían inclinado por la expulsión temporal o de por vida. La conciencia de los magistrados y la opinión pública -que se había volcado totalmente en favor de Fouquet- habían sido más fuertes que el odio del rey. Un odio que se convirtió en rencor tenaz hacia los jueces que se habían negado a complacerle. Todos lo pagaron de una u otra forma, pero el peor librado fue el íntegro Olivier d'Ormesson, juez y ponente del proceso, que fue quien descubrió pruebas falsas en el acta de acusación y con ello salvó la vida del acusado. Fue Condenado a un retiro prematuro, al negársele el acceso a todas las plazas e incluso la sucesión de su padre en el cargo de consejero de Estado, que le había sido prometido. Ese cargo fue dado al obediente Poncet, que había votado la muerte.

Así ejercía la justicia el que se consideraba a sí mismo el rey más grande del mundo, pero cuyo orgullo era tan excesivo que nunca aprendió la virtud de la clemencia. En vano la anciana Madame Fouquet, que había salvado a la reina, fue a rogar arrodillada a sus pies que se respetara al menos la opinión del tribunal. Todo lo que consiguió -aunque no lo había pedido- fue la libertad de fijar su residencia donde mejor le pareciera: el resto de la familia, ya apartado de la corte, fue dispersado por las provincias, y a la esposa de Nicolas Fouquet se le denegó el permiso de reunirse con su esposo en la prisión que se determinara, para vivir y morir a su lado. Las ilusiones que aún conservaba la duquesa de Fontsomme sobre la grandeza de alma de su antiguo discípulo acabaron de marchitarse.

El 27 de diciembre, a las once de la mañana, Fouquet, siempre acompañado por D'Artagnan, salió de la Bastilla en una carroza cerrada escoltada por cien mosqueteros. Su último destino era la fortaleza de Pignerol, en los Alpes.

8. Marie

Texto. Después de las fiestas del Año Nuevo, Sylvie se resignó a abrir de nuevo el hôtel de la Rue Quincampoix. Era muy natural puesto que esperaba a su hijo, que era el legítimo propietario. Sabía que él prefería Fontsomme o Conflans, pero el castillo ducal, en las llanuras de Picardía, estaba durante el invierno cercado por las nieves y los hielos, y en Conflans el Sena, que se había desbordado en los días finales del año y ahora estaba helado, hacía la estancia poco agradable. Así pues, fue París el elegido, para gran alegría de Berquin, el mayordomo, y de su mujer Javotte, que no alcanzaban a comprender los gustos sencillos de su duquesa, y menos aún por qué razón una casa tan ilustre tenía que contentarse con un estilo de vida burgués. El reacondicionamiento de la gran mansión, al que se dedicaban cuando el final del otoño les traía de vuelta de Fontsomme, adquirió unas proporciones casi faraónicas, lo que permitió a Sylvie quedarse aún unos días en la cómoda casa de Perceval en la Rue des Tournelles, a fin de no atrapar un resfriado con las corrientes de aire. Se trasladó con Jeannette a la Rue Quincampoix en los primeros días de febrero, y se encontró bien allí. Los fuegos infernales encendidos en las grandes chimeneas templaban agradablemente el universo reluciente surgido de la gran limpieza anterior. Además, Berquin había incorporado a un joven cocinero llamado Lamy, hijo del dueño de los Trois Cuillers, en la Rue aux Ours, que de adolescente había servido como marmitón de Monsieur Vatel en la época del esplendor de Fouquet [24] En Saint-Mandé, en Vaux y en la casa de su padre, el joven había aprendido lo bastante para convertirse en un maestro cocinero muy honorable, lo que encantaba a Perceval, invitado permanente de la casa, y desolaba a Nicole, su fiel gobernanta.

Aquella noche cenaba en casa de su amigo el editor De Sercy, de modo que no compartiría el paté de lucio, las perdices a la española, los revoltillos de champiñones y otras delicadezas, todo ello regado con vino de Champaña y de Beaune, que Sylvie ofrecía en exclusiva a su amigo D'Artagnan, de vuelta de Pignerol a su vida normal de capitán-teniente de los mosqueteros. A ella le había complacido, en efecto, que acudiese a verla apenas llegado a París, para traerle los afectuosos recuerdos de un preso al que tres años de vida compartida habían acabado por convertir en amigo.

A lo largo de la comida servida solamente por Berquin, el oficial evocó para ella el largo viaje de tres semanas que, pasando por Lyon, le había llevado hasta la fortaleza piamontesa, situada en la salida del valle del Chisone, a mitad de camino entre Briançon y Turín. Una plaza fuerte convertida en prisión, en el fin del mundo, de la que era imposible evadirse, guardada como estaba no sólo por sus torres y murallas, sino además por una naturaleza tan magnífica como brutal. Habló de la mansedumbre y la resignación de aquel hombre cuya salud siempre había sido frágil y al que el calvario padecido había quebrantado; y cómo, compadecido por su tos tenaz, lo había envuelto en pieles para llevarlo al corazón de las montañas.

— Todos sus amigos, y en particular Madame de Sévigné, con la que he coincidido muchas veces en la casa de él o en la de Madame du Plessis-Belliére, elogian el excelente trato que siempre habéis tenido para con él -observó Sylvie.

— Las consignas eran ya lo bastante severas. Habría sido indigno de mí agravarlas, sobre todo con un hombre tan generoso. ¿Sabéis?, nunca me gustó el oficio de carcelero que me fue impuesto, pero habría preferido ponerle fin llevando a Fouquet a cualquier lugar de exilio, que habría sido menos cruel que ese torreón de Pignerol. Al menos los suyos habrían podido reunirse con él.

— ¿Y vuestra propia familia, querido amigo? ¿Qué es de ella? Madame d'Artagnan debe de estar contenta de recuperaros. Yo esperaba que ella os acompañara hoy…

El capitán vació despacio su copa y dirigió a su anfitriona una mirada meditativa.

— Madame d'Artagnan ha abandonado nuestro hôtel del Quai Malaquais y a vuestro servidor, y no hay esperanza de que vuelva -declaró escuetamente-. Se ha cansado de un marido al que no podía vigilar.

Sylvie no pudo contener la risa, porque la actitud burlona del mosquetero no inspiraba precisamente compasión, pero se excusó.

— Perdón… Pero ¿qué más vigilancia podía desear? Estabais tan preso como el propio Fouquet.

Una leve sonrisa se insinuó bajo el mostacho del oficial.

— A pesar de todo yo tenía derecho a ciertas comodidades… El caso es que mi mujer no quiere verme más y me ha dejado una carta de despedida antes de irse a su castillo de La Clayette con mis dos hijos pequeños. Por el momento no pueden pasar sin ella, pero espero que llegue el día en que me los devuelva: los chicos no están hechos para vivir pegados a las faldas de las mujeres.

En realidad, eso era lo que más le importaba. Por lo demás, Sylvie estaba convencida de que D'Artagnan ya no amaba a su santurrona esposa porque, aparte de que desde hacía mucho tiempo le profesaba a ella misma una admiración que no sabría decir si era puramente platónica, algunos asociaban el nombre del seductor capitán al de una Madame de Virteville muy compasiva con las penalidades de una separación forzosa. Abría ya la boca para expresar esa opinión, cuando él murmuró con la mirada perdida en un punto situado encima de los hombros de su anfitriona, como si leyera en la pared:

— Doy gracias a Dios por haberle inspirado la honradez de no llevarse el retrato que me ha valido tantas escenas penosas.

— ¿Un retrato? -preguntó Sylvie.

— El de la reina. No la actual, la mía… la de los herretes de diamantes. Me lo había dado en prueba de su agradecimiento, y Madame d'Artagnan se permitió la ridiculez de sentir celos. Nunca entendió que, para mí, aquella imagen rubia era tan sagrada como la de la Virgen María. La quitó de mi habitación para ponerla en la suya, y tuve que batallar mucho antes de conseguir que por lo menos la colgara en el gabinete de conversación… Ahora ha vuelto a su primitivo lugar.

Esta vez Sylvie no rió, e incluso dejó que se prolongara el silencio. En aquellas pocas palabras había adivinado el secreto de aquel hombre tan apasionadamente leal a sus reyes: como tantos otros, el joven D'Artagnan, cuando era aún cadete de Monsieur des Essarts, había sido cautivo de la radiante belleza de su soberana, y ya en la madurez seguía siéndolo aún. Nada significaba que se hubiera casado, que le hiciese la corte a ella, a Sylvie, ni que tuviese una querida. Llevaba en el corazón la cicatriz de una herida parecida a la sufrida tiempo atrás por el joven duque de Beaufort.

— ¿Sabéis?, creo que está gravemente enferma -murmuró Sylvie-. Los médicos la han declarado incurable.

La fugitiva crispación del rostro de su invitado, y el bufido de cólera que le siguió, confirmaron a Madame de Fontsomme lo que acababa de intuir.

— ¡Los médicos son idiotas! El difunto rey Luis XIII lo sabía muy bien. ¿De qué está enferma?

— Su pecho se gangrena, y sufre mil muertes con un ánimo admirable. El rey y Monsieur se turnan en su cabecera. A veces el rey ha dormido sobre la alfombra de su alcoba. Se siente tan desolada al verles en ese estado, que tiene intención de retirarse pronto al Val-de-Grâce. Únicamente la acompañarán Madame de Motteville y su camarera Madame de Beauvais, con el abate de Montagu, su confesor…

— ¿La Beauvais sigue ahí?

— ¡Oh, sí! A mí, como a vos, no me gusta en absoluto, pero la justicia me obliga a reconocer su abnegación. Cuida las llagas que se le abren de una forma que a más de una le repugnaría, y si la reina le ha dado mucho, hay que convenir en que sabe agradecérselo.

Los dos amigos conversaron aún un rato, en particular del próximo regreso del duque de Beaufort. Cuando ya se despedía, D'Artagnan añadió:

— Me doy cuenta de que al hablaros de Fouquet, no os he dicho nada del gobernador de Pignerol.

— En efecto. ¿Lo conozco?

— Más que eso. Salvasteis su honor y por consiguiente su vida el día de las bodas reales.

La sorpresa elevó las cejas de Sylvie hasta la mitad de su frente.

— ¿Estáis hablando de Monsieur de Saint-Mars?

— Efectivamente. Ahora se ha convertido en carcelero.

— ¿Cómo ha sido eso?

— Un poco gracias a mí. Después de la aventura de Saint-Jean-de-Luz se mostró tan exacto, tan brillante incluso, en el servicio, que fue ascendido a brigadier. Estaba al frente del pelotón con el que arresté a Fouquet en Nantes. Pero después se casó, y deseaba abandonar el servicio por un cargo más estable.

— ¿Se casó? ¿Con la bella Maitena Etcheverry?

— ¡Dios mío, no! Aún no había hecho fortuna, y por eso lo recomendé para el gobierno de Pignerol. Es un buen cargo desde el punto de vista financiero.

— A pesar de todo, una fortaleza en plena montaña no es un lugar agradable para una mujer. Me imagino que vive sola en algún lugar más o menos cercano…

— ¡De ninguna manera! Está allí con él, y muy contenta de su suerte. Es una pareja muy unida, y muy bien instalada además.

— ¿Y ella se acostumbra a esa clase de vida?

— Pues sí. Es una mujer muy bonita que sólo se interesa por su marido y por los bienes materiales. No es muy inteligente… pero no se puede tener todo.

Los dos rieron de buena gana, y luego Sylvie, pensativa, murmuró:

— ¡Qué lástima que Fouquet esté incomunicado! La vista de una mujer bonita le habría consolado un poco.

— No creo que sea tan sensible a esa clase de estímulo como antes. Su desgracia le ha hecho cambiar mucho. Sólo aspira a volver a ver a los suyos, y se vuelve continuamente a Dios. No espera nada sino de Él… y de la clemencia del rey.

— Mucho habría de cambiar el rey… Habían llegado al vestíbulo, donde las lustrosas baldosas reflejaban las luces de los candelabros. D'Artagnan se llevaba a los labios la mano que le tendía su anfitriona, cuando las ruedas de una carroza quebraron el silencio de la calle y pusieron en movimiento al portero y los lacayos. El gran portal se abrió ante un vehículo manchado de barro y unos caballos espumeantes, hacia los que corrieron de inmediato los palafreneros.

— ¡Secadlos un poco y no hagáis nada más, sólo estoy de paso! -gritó una voz muy conocida.

François de Beaufort salió del vehículo empujando delante de él a un joven de pelo castaño al que Sylvie le costó reconocer, y en tres saltos subió la escalinata en que acababan de aparecer Madame de Fontsomme y su invitado.

— Os lo dejo dos días y vuelvo para llevármelo -clamó, como si tuviera intención de despertar a todo el barrio-. ¡Ah, Monsieur d'Artagnan! ¡Servidor! Es de buen augurio, y también un placer, que seáis vos la primera persona que encuentro en París. ¿Supongo que no habéis venido a arrestar a Madame de Fontsomme?

Y con una carcajada estentórea, apretó con vigor la mano del capitán.

— ¡Caramba, monseñor! ¡Qué fuerza… y qué voz! ¿Pensáis que os encontráis en medio de un tumulto?

— ¡No, perdonadme! Es la costumbre de vocear órdenes desde el puente de un navío y haga el tiempo que haga.

Se volvió hacia Sylvie, pero ella ni le oía ni le veía. Madre e hijo estaban estrechamente abrazados, demasiado emocionados para pronunciar una sola palabra. La alegría de Sylvie era tan fuerte que habría podido morir, pero morir feliz, y lágrimas silenciosas resbalaban por sus mejillas y humedecían la hombrera del atuendo azul que llevaba el muchacho. Los dos hombres les miraron un instante sin decir nada.

— Ahora es más alto que vos -observó en voz baja Beaufort.

Era la pura verdad. En tres años Philippe había crecido de una manera asombrosa. Ahora, apenas con dieciséis años, había alcanzado la estatura que ya anunciaba de niño; pero con la excepción del tamaño — ¡y también Jean de Fontsomme era un hombre alto!- y del brillo de sus ojos azules, nada podía recordar a su padre natural. El cabello moreno recorrido por mechas más claras, el corte triangular del rostro y la sonrisa eran los de su madre.

— ¡Qué muchacho tan guapo me habéis devuelto, François! -exclamó ella, al tiempo que extendía los brazos que lo sujetaban para verlo mejor.

— ¡Pero si no os lo devuelvo, querida! Tan sólo os lo presto, porque salimos pasado mañana para Tolón, donde tengo que reparar mis navíos para la próxima campaña.

— ¿Todo este camino para tan poco tiempo?

Él la miró al fondo de los ojos, y en esa única mirada puso todo su amor.

— Un instante de felicidad puede ayudar a vivir la eternidad -dijo-. Y yo tengo que ir a ver a ese patán de Colbert, que pretende quitarme la marina por culpa de ese feo asunto de Djigelli, donde fui desobedecido sin duda por culpa del espía que él hizo embarcar conmigo. Querría convertirme en un… gobernador de Guyena, ¡un hombre de tierra adentro! -escupió las palabras de un modo que reflejaba todo el desprecio del marino por esa clase de función sedentaria-. Pero yo quiero ver al rey. Fue él quien me dio el mando, y no ese Colbert a quien Dios maldiga. ¡Y conseguiré que me lo confirme! ¡Hasta la vista, capitán! Querida Sylvie…

Antes de que ella pudiera articular una palabra para retenerlo, había rozado su mejilla con el mostacho, subido a la carroza y gritado «¡En marcha!». En un instante el patio se vació, porque D'Artagnan había saltado sobre su caballo para seguir a Beaufort. Sylvie quiso entonces llevarse a su hijo, pero él estaba ya entre los brazos de Jeannette, de los que únicamente salió para encontrarse frente a la totalidad de los criados de la casa, apresuradamente reunidos por un Berquin que resoplaba tanto que su habitual majestad se resentía. Se adelantó entonces hacia su joven amo.

— Las gentes del señor duque consideran un honor saludarle con una inmensa alegría. ¡Es un gran día… o mejor una gran noche la que le devuelve a su hogar!

Casi tan emocionado como él, Philippe le estrechó las manos, abrazó a Javotte y tuvo una palabra amable para cada una de aquellas personas, casi todas las cuales le conocían desde siempre.

— Ahora -dijo con una amplia sonrisa-, me gustaría comer algo y sobre todo beber un poco de buen vino. ¡La última vez que cambiamos caballos fue en Melun, y estoy helado!

Se apresuraron a servirle. Aquella noche, Sylvie no durmió. Mucho después de convencer a Philippe de que fuera a descansar un poco a la habitación preparada para él desde hacía varias semanas y en la que sólo hubo que encender el fuego de la chimenea y las velas, siguió acurrucada con Jeannette frente al fuego de su propia alcoba, charlando con esa amiga de toda la vida, sobre las impresiones que les había dejado la vuelta del niño al que ambas tanto querían. A las dos les asombró el cambio físico, porque en su corazón Philippe seguía siendo el niño confiado un día al único hombre que podía protegerlo de forma eficaz del peligro mortal representado por Saint-Rémy. Y ahora habían encontrado a un joven con una voz distinta, y en cuyo labio superior una leve sombra anunciaba ya el bigote.

— Muy pronto será un hombre -suspiró Jeannette-, y no le hemos visto crecer…

— Es verdad. En sus cartas, el abate de Résigny -había tenido que quedarse en Tolón por culpa de un doble esguince padecido al desembarcar- hablaba de su inteligencia y sus grandes progresos, sin contar todas las alabanzas dedicadas al duque François, «que era como un padre para él», pero nunca había mencionado los cambios en su persona, salvo para decir simplemente que crecía.

— ¡No es tan extraño! Estando a su lado día a día, no le ha visto cambiar. ¡Muy pronto alguna bella señorita se nos llevará a nuestro duquesito!

— ¿Una mujer? Sí, claro, algún día… pero algo mucho más fuerte que alguna cara bonita nos lo ha quitado ya, y también se lo quitará a la que él elija. Es el mar… ¡por no hablar del gusto por las batallas!

Iba a añadir «igual que a su padre» y a duras penas consiguió contenerse, como si Jeannette no supiera nada, pero el silencio es siempre la mejor tumba para un secreto. Sin embargo, nunca había imaginado que iban a entenderse tan bien, a coincidir hasta ese punto en sus gustos. Para Philippe, Beaufort encarnaba a la vez al padre que no había conocido y al héroe que todos los niños llevan en su interior. Hacía un momento, mientras devoraba la cena improvisada que le habían servido, respondía a las preguntas de su madre, por supuesto, pero la sombra de François aparecía en casi todas sus respuestas, hasta el punto de que Sylvie no pudo evitar preguntarle:

— Le quieres, ¿verdad? Y no me preguntes a quién. Hablo de monseñor François.

¡Qué sonrisa radiante! Fue la mejor de las respuestas, y Philippe era aún demasiado joven para haber aprendido a disimular.

— ¿Tanto se nota? ¡Es verdad que le quiero! Y le admiro, porque es un hombre excepcional, por su valor y su generosidad. Y además, con él al menos podía hablar de vos. Me ha contado muchas cosas de la época en que los dos erais niños. Pero ¿cómo es que no os casasteis con él?

— Si te ha contado tantas cosas, deberías saber que yo era de una nobleza demasiado pequeña para un príncipe de sangre, aunque venga de una línea bastarda. Los Vendôme se casan con princesas.

— Pero la duquesa de Mercoeur, su difunta nuera, no lo era, me parece…

— Era la sobrina de Mazarino, y Mazarino era un ministro todopoderoso. Lo uno compensaba lo otro. Y además nosotros nos teníamos una amistad… fraterna. ¡Y luego conocí a tu padre!

— También me ha hablado de eso, pero no tanto como de vos. Estoy convencido de que os quiere infinitamente. Yo diría que más que a una hermana.

— ¡Eres aún muy joven para entender esas cosas! Ve a dormir. Lo necesitas. Seguiremos hablando mañana.

A pesar de la alegría que le produjo, se prometió evitar un tema tan candente en las horas que él había de pasar a su lado. Encerraría aquellas palabras en su corazón, pero sabía que las recordaría en las horas de soledad, preocupación o inquietud…

Se dio cuenta de que Jeannette, soñolienta por el calor y el cansancio, hundía la nariz en su gran cuello blanco, y la sacudió con suavidad.

— ¡Ve a descansar! Yo no tengo sueño. Cuando amanezca mandaré recado a casa de Monsieur de Raguenel y al Palais-Royal, [25] para avisar a Marie.

Jeannette obedeció y Sylvie, ya sola, se dedicó a examinar la frase de Beaufort, cogida al vuelo hacía pocas horas: «sin duda por culpa del espía que él hizo embarcar conmigo», que ahora, entre las espesas tinieblas de la noche, revelaba toda su fuerza amenazadora. ¿Quién era ese hombre? ¿Cómo sabía Beaufort que estaba a sueldo de Colbert? ¿Podía tratarse de Saint-Rémy disfrazado? Después de todo, cuando los dos hombres se habían batido en el cementerio de Saint-Paul, estaba demasiado oscuro para que sus rasgos se grabaran en la memoria del duque. Era pues poco probable que pudiera reconocerlo. Sí, pero por otra parte, también Philippe estaba en el barco, y Philippe tenía buena vista, una inteligencia despierta y una excelente memoria; y conocía demasiado bien la cara de su raptor. Además, su hijo había regresado sano y salvo, mientras que en las últimas campañas se habían debido de presentar muchas ocasiones a un hombre tan fríamente decidido a hacerle daño.

Poco a poco se tranquilizó, sin renunciar del todo a pedir a Beaufort algunas explicaciones suplementarias. ¡Era tan extraño que aquel enemigo surgido de pronto no hubiera dado más señales de vida en tres años…! Perceval lo atribuía al saludable temor inspirado por la actitud de un rey del que cada día era más evidente que estaba decidido a ser dueño y señor de todas las cosas. Incluso Colbert -suponiendo que no hubiera renunciado a proteger a aquel personaje- se veía obligado a tenerlo en cuenta si quería capear una situación aún demasiado frágil para sus inmensas ambiciones.

Aquel día, todo fue alegría en el hôtel de Fontsomme. Se presentó Perceval acompañado por Nicole Hardouin y Pierrot, que querían saludar al joven viajero, y a media mañana la carroza de Sylvie trajo a una Marie enormemente excitada. Cayó en los brazos de su hermano riendo y llorando a la vez, y después de dedicar apenas un momento a abrazar a su madre y a Perceval, quiso de inmediato acapararlo.

— ¡Vamos a mi habitación! ¡Tenemos muchas cosas que contarnos!

— ¡Eh, despacio! -protestó Perceval-. ¿Quieres dejarnos sin él? ¿No sabes que vuelve a marcharse mañana?

— ¿Ya?

— Pues sí -suspiró el caballero-. Monsieur de Beaufort vuelve a Tolón mañana por la mañana. Vendrá a recogerlo de paso.

— ¡Ah…! En ese caso, me quedaré hasta que se vaya. En fin, en el caso… ¿puedo pasar la noche aquí? -añadió con una mirada dubitativa a Sylvie, que sonrió.

— Naturalmente. Tu habitación está siempre preparada para ti, ya lo sabes. Puedes incluso llevarte allí a tu hermano. ¡Por un rato, al menos! Seguro que tenéis que poneros al corriente de muchas cosas.

— Gracias. Es verdad que ha cambiado tanto…

Una vez los dos jóvenes se hubieron marchado, Perceval se sentó en su sillón y colocó los pies sobre uno de los morillos de la chimenea. En el exterior, el tiempo seguía horrible; una niebla espesa cubría el Sena hasta las ramas bajas de los árboles de la ribera. El caballero se frotó sus largas manos finas con aire pensativo, y luego preguntó:

— Ese deseo de quedarse aquí hasta su partida, ¿se debe al deseo de estar el mayor tiempo posible con su hermano, o bien al de volver a ver a Beaufort?

— Pienso que debe de haber un poco de las dos cosas -respondió Sylvie-. No seáis muy severo con ella, padrino. Siempre ha tenido un carácter vivo, fácilmente irritable… ¡como me pasaba a mí!

— Me gustaría más que se te pareciera en otras cosas…, y no me gusta en absoluto su manera de tratarnos. Sin embargo, le expliqué con mucha claridad que no tenía ninguna razón para ver en ti a una rival, y que en cualquier caso su pasión por un hombre que no se interesa por ella es del todo estúpida.

— Lo malo es que no puede hacer nada para evitarlo, y eso es lo que más me desconsuela.

— Tendríamos que casarla. ¡Qué diablos! Es una de las muchachas más bonitas de la corte, y no le faltan pretendientes.

Sylvie se encogió de hombros, escéptica.

— ¡Nunca la obligaré a hacer algo que no desee! Ha rechazado incluso al encantador Lauzun…

— … Que está en la Bastilla por haber aplastado en una crisis de celos la mano de la princesa de Mónaco, a la que acusa de acostarse con el rey. No me digas que te gustaba un yerno que lo único que deseaba era una fortuna, tanto más apetitosa por ir acompañada de una esposa bonita. Debo añadir que no alcanzo a ver qué le encuentran las mujeres: es bajito, tirando a feo y más malo que un diablo.

Sylvie se echó a reír.

— Siempre habéis tenido una imagen demasiado ideal de las mujeres, querido padrino. ¡A veces tenemos gustos muy extraños! Lauzun tiene mucho ingenio y desprende un raro encanto. Confieso que me gusta, y creo que también el rey le echa de menos. La corte ha perdido alegría…

Perceval alzó los brazos al cielo.

— ¿Tú también? ¡Decididamente, las mujeres están locas!

— Es posible, pero si no lo estuviéramos un poco, los hombres, tan sensatos, os aburriríais mucho.

El resto del día transcurrió con toda felicidad. Philippe contó sus viajes, sus campañas y el asunto de Djigelli, que le había permitido una breve amistad con dos jóvenes marinos malteses: el caballero d'Hocquincourt, y sobre todo el caballero de Tourville, que parecía haberle fascinado.

— Nunca he visto a un hombre tan guapo, ¡casi demasiado, por otra parte!, tan elegante y tan valiente. ¡Os gustaría, hermana!

— ¡No me gustan los hombres demasiado guapos!

Con frecuencia, sus costumbres son condenables. ¡Mirad a Monsieur! Es guapísimo, pero…

— El señor de Tourville no tiene nada en común con vuestro príncipe, cuya reputación ha llegado hasta nosotros. ¡Sus costumbres son perfectas, creedme! Y es sensible a la belleza de las mujeres. Espero poder presentároslo un día.

— No lo hagáis si queréis agradarme. Y habladme mejor del mar, del que contáis cosas tan bellas. ¿Sabéis, madre, que vuestro hijo sólo sueña con mandar un navío del rey?

— No lo niego -dijo Philippe-, pero quiero precisar: un navío, y de la flota de Poniente, de preferencia. Soy como Monsieur de Beaufort: no me gustan gran cosa las galeras, que arrastran demasiadas miserias bajo la púrpura y el oro. Y prefiero el Gran Océano al Mediterráneo, que encuentro demasiado… sedoso, y pérfido también. A propósito, madre, ¿qué ha sido de vuestra casa de Belle-Isle, de la que nos hablabais hace años?

Fue Perceval quien se encargó de la respuesta.

— La verdad es que no sabe más que lo que decía de ella Monsieur Fouquet, que se ocupó por amistad del mantenimiento de esa pequeña propiedad cuando adquirió la isla y su marquesado, hace siete años. Me habló a menudo de las grandes obras que había emprendido para proteger Belle-Isle: un gran dique, fortificaciones y un hospital. Sólo fue una vez a ver la casa, creo, pero le sedujo y quería hacer muchas reformas. Desde su arresto, y sobre todo desde su condena, me parece que ya nadie se interesa por ese lugar, ¡a pesar de que antes acusaban a nuestro pobre amigo de querer convertirlo en no sé qué clase de refugio de rebeldes y enemigos del rey!

Se hizo un silencio después de ese brusco estallido de cólera, el primero que se permitió el leal caballero de Raguenel, del que Sylvie sabía la cálida amistad que le unía a Nicolas Fouquet. Desde el lado opuesto de la mesa le sonrió de todo corazón, y para aligerar una tensión que podía ser nefasta para su hijo, suspiró.

— Supongo que los juncos se habrán apoderado del huerto de Corentin. De cualquier forma, algún día tendremos que ir a ver cómo está aquello.

— ¡Esperad entonces alguna ocasión en que esté yo de permiso! -exclamó el joven-. Tengo muchas ganas de ver esa isla, de la que monseñor el duque habla con el mayor entusiasmo.

Beaufort volvía a ocupar el lugar preferente; el incidente estaba cerrado y Fouquet, abandonado a su destino. ¿No es natural, pensó Sylvie, que los jóvenes miren hacia delante y no se preocupen del pasado?

El duque reapareció en persona el día siguiente hacia las diez de la mañana, con caballos frescos, su carroza de viaje reluciente y la cabeza repleta de proyectos. Era evidente que había tenido pleno éxito en sus gestiones.

— ¡Nada de ir a gobernar la Guyena! -gritó desde la entrada-. El rey me da una escuadra en el Mediterráneo para expulsar de ese mar a los piratas berberiscos. ¡Vamos a hacer una buena limpieza entre los dos, muchacho! -añadió dando en la espalda de Philippe una palmada tan fuerte que le hizo atragantarse, pero que aumentó su alegría al imaginar las hazañas que iba a realizar al lado de su héroe.

Como conocía el apetito de François, Sylvie había encargado a Lamy un desayuno copioso y, para el camino, cestas de vituallas destinadas a alimentar a los viajeros hasta la noche, a fin de evitarles una parada en un albergue. François aceptó gustoso sentarse a la mesa «a condición de que no nos entretengamos mucho tiempo», y atacó junto a Philippe un soberbio paté de pato con pistachos esculpido como si fuera un facistol de iglesia.

Mientras, desinteresados ya del mundo exterior, los dos marinos almorzaban y discutían los nuevos proyectos de Beaufort, Sylvie se preguntaba por qué Marie no había bajado de su habitación. No podía estar durmiendo aún, porque Beaufort desconocía el arte de desplazarse sin producir un ruido considerable. Y además, ¿no había venido para ver a su hermano, pero también por él? Entonces ¿por qué no bajaba?

No pudo más; murmuró una vaga excusa que nadie escuchó, y se lanzó escaleras arriba. Allí se tropezó con Jeannette, cargada con las sábanas de Philippe, que llevaba al lavadero.

— ¿No has visto a Marie? -preguntó Sylvie.

— Caramba, no. Acabo de pasar delante de su habitación y no se oye el menor ruido. Si aún duerme, ¡tanto mejor! Desde ayer me atormento pensando en la escena de despedida que va a propinarnos.

— ¡No seas tan dura con ella! Voy a despertarla: no nos perdonaría que le dejáramos perderse la marcha de su hermano.

Sylvie acabó de subir la escalera y abrió con decisión la puerta de su hija. En la habitación flotaba el perfume de la elegante doncella de honor de Madame, y reinaba la oscuridad porque nadie había descorrido las gruesas cortinas de terciopelo azul. Sin dirigir una mirada a la cama, fue hasta ellas y las abrió para dejar entrar la triste luz de un día invernal. Al mismo tiempo, exclamó:

— ¡Vamos, arriba! Se te va a hacer tarde si quieres saludar a tu hermano y a monseñor François antes… Las palabras murieron en sus labios. Vuelta ahora hacia la cama, vio que nadie se había acostado en ella y también que había un papel sujeto a la almohada con un largo alfiler de cabeza de perlas. Una carta, dirigida a ella misma y a Perceval.

«Es hora de que busque mi oportunidad -escribía Marie-. Es hora de que él deje de ver en mí la sombra de mi madre. Ya no soy una niña, él tiene que darse cuenta. Volveré duquesa de Beaufort, o no volveré. Perdonadme. Marie.»

El choque fue tan brutal que Sylvie creyó desvanecerse y se aferró a una de las columnillas del lecho; pero en su vida había sufrido demasiados choques para no reaccionar rápidamente. En la cabecera había una jarra de agua con un vaso que llenó y vació de un solo trago. Un poco recuperada, colocó la carta en su corpiño de terciopelo, salió y bajó las escaleras con paso dubitativo. La verdad es que no sabía qué hacer. Las preguntas se agolpaban en su cabeza, pero no encontraba la menor respuesta para ellas. Su primer impulso fue poner la carta delante de las narices de François, cuya voz alegre resonaba en el vestíbulo; no era difícil imaginar cómo reaccionaría: se reiría, o bien se indignaría. En uno u otro caso, juraría que mandaría de vuelta a Marie con una buena escolta en el momento mismo en que se le presentara… Y estaban esas últimas palabras que la joven había escrito antes de pedir un perdón que sin duda no le importaba: «o no volveré». Y esa frase lastimaba su corazón de madre. Marie iba a cumplir diecinueve años. A esa edad, Sylvie había querido morir. Volvió a ver con gran claridad el camino que serpenteaba a través de la landa hasta el borde de un acantilado hacia el que corría a arrojarse. Marie tenía la misma sangre impulsiva, unida a la tenacidad de los Fontsomme. Además, ¿quién podía decir si no conseguiría hacerse amar? En otro tiempo, Sylvie habría apostado su vida por el amor de François por la reina Ana. Luego hubo otras mujeres, antes de que él decidiera amarla a ella. Al pensar en el rostro radiante de Marie, en su juventud y su luminosa belleza, en tanto que ella misma se deslizaba hacia la edad madura, la madre pensó que no tenía derecho a oponerse a lo que tal vez era un decreto del destino.

Detuvo al paso a un criado que corría hacia las cocinas.

— Ve a decir al señor caballero de Raguenel que le espero aquí. ¡Deprisa!

Unos segundos más tarde, Perceval estaba a su lado.

— ¿Pero qué haces? Se marchan ya. ¿Dónde está Marie?

Ella le tendió la carta y él la leyó antes de rugir:

— ¡Pequeña estúpida! ¿Cuándo dejará de aferrarse a su quimera? Beaufort nunca…

— ¿Cómo podéis saberlo?… Pero, sobre todo, ¿qué puedo hacer yo? ¿Prevenirle? ¿Prevenir a Philippe? ¡Pensad algo, pero deprisa!

— Si has planteado la pregunta, es que los dos pensamos lo mismo. Vale más evitar a Philippe esa preocupación. Seguramente sabrá cómo reaccionar cuando la vea aparecer al lado del duque. En cuanto a éste, se pondrá furioso con ella debido a ti, y su primera reacción podría ser… cruel para nuestra Marie.

— El no ignora sus sentimientos, y creo que sabría hablarle con cariño; pero, aparte de los peligros del viaje hasta Tolón, yo me inclinaría por dejarla intentarlo. Después de todo, quién sabe si no le seducirá. ¡Es tan encantadora!

— ¿Sueñas?

— No… ¡pero la prefiero duquesa de Beaufort antes que muerta!

Los ojos grises de Perceval la miraron con una expresión de ternura que revelaba sus pensamientos.

— De acuerdo. Excúsala con cualquier pretexto y dejémosles marchar. Les seguiré de cerca.

— Queréis…

— Ir detrás de ellos para intentar limitar los daños. No temas: no tengo intención de traerla aquí manu militari, sino únicamente de velar por ella sin dejarme ver demasiado. Beaufort se quedará en Tolón varias semanas para reparar sus barcos. Ella cuenta con eso, y yo también. Quiero estar allí para impedir… lo irreparable.

La aparición de Philippe en el vestíbulo interrumpió su conversación.

— ¿Qué hacéis? Tenemos que marcharnos. ¿Dónde está Marie?

— La han llamado esta mañana temprano al Palais-Royal, porque al parecer Madame no puede pasarse sin ella. Te da mil abrazos y ha prometido que te escribirá.

Ella misma se asombró de la facilidad con que había salido de sus labios aquella mentira. Philippe se echó a reír y bromeó sobre lo poco que se preocupaban los príncipes de los afectos familiares. En cuanto a Beaufort, no pareció dar importancia al incidente: tenía prisa por marchar de nuevo hacia las tierras de la Provenza, una de las cuales por lo menos, Martigues, seguía perteneciéndole, además de que su hermano Mercoeur era el gobernador de la provincia. Pero sobre todo tenía prisa por volver a los barcos que iba a armar, cuidar, pulir y poner a punto antes de dirigirlos contra los berberiscos en aquel mar que no le ofrecería el majestuoso oleaje verde de su querido océano.

Las prisas de la partida no fueron propicias para largas efusiones, pero los labios de François se entretuvieron un poco en la muñeca de Sylvie, a la que dedicó una mirada tan dulce que hizo que su corazón se derritiese al mismo tiempo que se encogía. El amor con que soñaba desde la infancia le daba miedo ahora, si para seguir viviendo había de alimentarse del corazón y la vida de la que siempre sería su niña pequeña.

Una hora más tarde, Perceval iba hacia Villeneuve-Saint-Georges en uno de esos coches de posta a los que se empezaba a llamar «sillas», tirados por dos o cuatro caballos y que tenían la ventaja de ser totalmente anónimos. En efecto, no había querido utilizar la carroza de viaje de los Fontsomme, porque en sus portezuelas iban pintados unos blasones demasiado familiares para Marie. Llevaba consigo la carta de Marie y otra de Sylvie en la que pedía a Beaufort, en nombre del amor que sentía por ella, que no redujera a su hija a la desesperación y que, si no encontraba otro medio, pidiera a Philippe la mano de su hermana.

«Os bendeciré si gracias a vos, que tan querido me sois, recupero el amor de mi hija. Hace mucho tiempo que tiene celos de mí, y temo que haya llegado a detestarme», terminaba Sylvie, que esperaba que François sabría comprenderla.

Después de haber depositado así sus esperanzas en Perceval, decidió ir a ver a la que, desde su ingreso simultáneo en el séquito de doncellas de honor de Madame, se había convertido y seguía siendo la mejor amiga de Marie: la joven Tonnay-Charente, marquesa de Montespan al casarse dos años antes con Louis-Armand de Pardaillan de Gondrin, marqués de Montespan y d'Antin, hijo del gobernador del rey en la Bigorre, del que se había enamorado tanto como él lo estaba de ella. Aquel matrimonio había sido una rareza en la corte, tanto más porque ni el rey, ni la reina, ni Madame ni Monsieur firmaron el contrato, como estaba establecido para la hija de un duque. Aunque el rey no tenía nada contra el duque de Mortemart, padre de la joven y perteneciente a la más alta nobleza, no le ocurría lo mismo con los Pardaillan -de muy buena casa, que contaba también con un duque-, porque años atrás habían cometido el error de apoyar a la Fronda; sin contar a monseñor de Gondrin, arzobispo de Sens y primado de las Galias, que por su parte adolecía de ser un poco jansenista.

Casada pues con la autorización reticente de Sus Majestades, la joven marquesa había reñido también con Madame más o menos en el momento en que la segunda de las tres amigas, Aure de Montalais, tomaba el camino del exilio. Athénaïs era de una familia demasiado encumbrada para que se la dejara de lado, y ahora había pasado a formar parte del séquito de damas de la reina María Teresa, que apreciaba mucho su alegría, su piedad y buen humor. Lo cual no impedía a la hermosa joven pasar por los mayores apuros para mantener su rango. En efecto, a pesar de unas estipulaciones matrimoniales que parecían prometedoras, la pareja estaba casi en la banca rota, y poco faltaba para que se viera reducida a la miseria. El joven marqués estaba endeudado hasta las cejas y a los dos les gustaba el lujo. Vivían, sobre todo, de prestado.

Hacía varios días que Madame de Montespan no iba al Louvre. Estaba iniciando su segundo embarazo y sufría de náuseas y un ligero vértigo que no tenían importancia dada su buena salud, pero sí desaconsejaban su presencia al lado de una reina aún convaleciente de su último parto.

Así pues, Madame de Fontsomme estaba segura de encontrarla en su casa y se hizo conducir al faubourg Saint-Germain, al antiguo hôtel de la Rue Taranne en el que los Montespan ocupaban un apartamento tan amplio como incómodo. [26]

Encontró a la bella Athénaïs tendida en una especie de nido de pieles dispuesto sobre un sofá, junto a la chimenea de un amplio salón en el que algunos tapices nuevos y tres o cuatro hermosos muebles se esforzaban por ocultar un comienzo de decrepitud.

Estaba algo pálida, por supuesto, pero su palidez no disminuía en absoluto una belleza que confundía a Sylvie cada vez que tenía ocasión de contemplarla. Aquella joven era una de las mayores bellezas de su época.

La marquesa tuvo una sonrisa amable para su visitante y quiso levantarse para saludarla. Esta le rogó que no se moviera.

— Tenéis que pensar ante todo en vuestro estado, y cuidaros. Por favor, dejemos por hoy las cortesías.

— Me confunde vuestra bondad, señora duquesa, sobre todo porque esperaba vuestra visita. Marie se ha ido, ¿no es así?

— Me he figurado que sabíais algo. Por algo sois su única amiga…

— Ignoro si soy la única, pero la quiero mucho y querría verla feliz. Por eso la he ayudado a salir de París.

Sylvie no pudo evitar un respingo.

— ¿La habéis ayudado… y me lo decís a mí, su madre?

Los magníficos ojos azules resplandecieron de orgullo.

— ¿Por qué había de rebajarme a mentir? Soy de una estirpe demasiado orgullosa para eso. Desde hace mucho tiempo Marie deseaba visitar al señor duque de Beaufort en el lugar donde él decidiera pasar los meses de invierno. Pero como temía que se limitara a visitar París de paso, lo preparó todo de antemano.

— ¿Qué, por ejemplo?

— Un caballo que compré yo para ella, un traje completo de caballero, una espada, pistolas, un equipaje ligero pero suficiente para un viaje largo…

Un poco confusa, Sylvie escuchaba la tranquila enumeración de todo lo que aquella mujer había proporcionado a su hija para que pudiera lanzarse a una aventura insensata.

— ¿Y cómo entró en posesión de todas esas cosas?

— La noche pasada. Durante el día me envió una nota anunciándome que se iría de madrugada. Todo lo que tenía que hacer yo era enviarle a las cuatro, a la Rue Quincampoix, mi coche y dos lacayos encargados de traerla aquí, donde se cambió de ropa antes de emprender el camino… con una alegría que no imagináis.

¡Oh, sí! Madame de Fontsomme se acordaba demasiado de cómo había sido ella misma, para no imaginar con toda precisión a su hija lanzándose por los caminos cubiertos de nieve en persecución de su sueño.

Era una excelente amazona gracias a Perceval, que también le había enseñado a utilizar un arma de fuego. Y así creía ver a Marie, al galope a través de los campos, ebria de esperanza y libertad.

La esperanza de la propia Sylvie era que su querido padrino la alcanzara lo bastante pronto para poder vigilarla discretamente, como era su intención… y sobre todo antes de que tuviera algún mal encuentro.

De vuelta al presente, Sylvie contempló a Madame de Montespan.

— ¿Pensabais verdaderamente contribuir a su felicidad, al permitirle realizar esa locura?

— Lo pienso, sí, porque Marie es de las que llevan hasta el final sus proyectos, como yo misma. Aun a costa de lamentarlo algún día. Pero al menos únicamente podemos culparnos a nosotras mismas -añadió con un asomo de amargura que no pasó inadvertido para los finos oídos de su interlocutora.

— ¿Tenéis algo que lamentar, madame?

— ¿Haberme casado contra la voluntad del rey e incluso de los míos porque, después del fallecimiento de mi prometido, el marqués de Noirmoutiers, muerto en duelo, me dejé arrastrar por el amor, como está haciendo Marie? Todavía no estoy muy segura… Por otra parte, es posible que Marie se encuentre con mi esposo.

— ¿ Se ha marchado?

— También él va en busca del duque de Beaufort -dijo la marquesa con una risita nerviosa-. Cuenta con la perspectiva de la guerra para rehacer un poco nuestra fortuna. A propósito, señora duquesa, vos también sois en parte responsable de la conducta de vuestra hija.

— ¿De qué manera?

— Sois una madre muy generosa. Sabéis, sin duda por experiencia, que mantener el rango en la corte resulta muy caro, y nunca dejáis que a Marie le falte el dinero. Eso permite muchas locuras… como por ejemplo ayudar a veces a una amiga menos afortunada -acabó, sin que su altiva cabeza diera signo de avergonzarse lo más mínimo.

Sylvie no le pedía tal cosa. Se contentó con observar:

— Tal vez tenéis razón, pero siempre me ha gustado verla bella y bien arreglada, de modo que no lo lamento. Más aún, es libre de disponer del dinero a su conveniencia, y no me parece mal que lo dedique a una causa que le parece importante. Sé que os quiere.

— Y yo le correspondo, y estoy decidida a devolverle cada sol que me ha prestado, porque un día, lo sé, seré rica… muy rica incluso. Y poderosa, si he de creer en la predicción que me han hecho.

— No lo dudo… Pues bien -añadió Sylvie al tiempo que se levantaba-, únicamente me queda daros las gracias por vuestra franqueza y retirarme.

Apartando a un lado sus pieles, Athénaïs se acercó a su visitante y le apretó las manos en un gesto espontáneo.

— Verdaderamente sois gente inusual, los Fontsomme, y es un honor teneros por amigos. ¡No temáis por Mane! En primer lugar, porque es una muchacha fuerte… y después, porque he rogado a mi hermano Vivonne, que la conoce y admira, que intente localizarla para acudir en su ayuda en caso de ser necesario. Naturalmente, guardando el secreto; y como estamos muy unidos, sé que me hará caso. Es, como no ignoráis, general interino de las galeras.

En esta ocasión, Madame de Fontsomme disimuló una mueca de disgusto. Esa sobreprotección no le merecía mucho crédito. Primero porque lo demasiado es enemigo de lo suficiente; después, porque conocía al joven Vivonne desde la época heroica en que había sido criado al lado del rey como infante de honor.

Era una persona de una bravura alocada, como Beaufort, pero también un pillo redomado que más tarde había de inclinarse peligrosamente al libertinaje. Pero ¿qué hermana no ve a su hermano adornado con las mejores cualidades?

Se prometió, cuando tuviera noticias de Perceval, advertirle de la eventual «protección» del mayor de los Mortemart.

No por ello dejó de dar las gracias a Madame de Montespan, que, deslizando la mano bajo su brazo, se empeñó en acompañarla hasta la escalera.

Antes de despedirla, dijo aún a su visitante:

— No os hagáis demasiados reproches por el dinero. Yo habría ayudado a Marie de todas maneras, y ella se habría marchado de ser necesario en la diligencia, disfrazada de burguesa, si le hubieran faltado medios. Ni siquiera estoy segura de que no hubiera hecho el camino a pie… Le ama de verdad.

Eso era lo que más preocupaba a Sylvie, y compartió esa preocupación con Jeannette, que la esperaba impaciente.

— No voy a enseñarte precisamente a ti que las muchachas se vuelven locas cuando están enamoradas; puedo juzgar por mi propio caso la gravedad de lo que le ocurre a Marie. Estoy convencida de que se enamoró de François la primera vez que lo vio, exactamente igual que yo. ¡Y no tenía más que dos años! Dos menos que yo, que tenía cuatro cuando me ocurrió esa desgracia…

— ¡No seáis hipócrita! -repuso Jeannette con su brutal franqueza-. Decís desgracia, pero pensáis felicidad… A propósito de hipócritas, la señora marquesa de Brinvilliers acaba de pasar para preguntar si queríais acompañarla a sus visitas de caridad al Hospicio para llevar un poco de consuelo a los enfermos. Le he dicho que estabais en el Louvre.

— Se diría que no te gusta mucho.

— No me gusta nada en absoluto. Y no me contéis cuentos, a vos os disgusta tanto como a mí.

— Es verdad. ¡Y sin embargo es encantadora! Bonita, graciosa y amable; siempre dispuesta a hacer un favor…

— ¡Demasiado! Si queréis creerme, cuanto menos la veáis, mejor para vos.

Sylvie no respondió. Desde que un día, camino de la iglesia, había pagado la ayuda prestada a Beaufort presentando a la joven a la reina, se había esforzado en no ir más allá en sus relaciones, porque no conseguía sentir simpatía por la marquesa. Tal vez debido a la avidez a flor de piel que había descubierto en ella.

Además su reputación, intacta aún en el momento en que ambas habían entrado en relación, se degradaba con una curiosa rapidez. Madame de Brinvilliers no ocultaba su relación con cierto caballero de Sainte-Croix, que decía ser alquimista.

El marido, por su parte, alardeaba también de sus amores con cierta dama, y el eco de la cólera del teniente civil Dreux d'Aubray, padre de la marquesa, se extendía mucho más allá de los límites de la Rue Neuve-Saint-Paul. [27]

Perceval, que seguía manteniendo buenas relaciones con los editores de la Gazette -el hijo de Théophraste Renaudot y su nieto, el abate, muy interesado también por las novedades-, sostenía que la marquesa frecuentaba las tabernas y que bebía sin moderación. De modo que había aconsejado con toda seriedad a Sylvie que cortara unas relaciones que no podían traerle nada bueno. Al principio, ella se había resistido: ¿no estaba en deuda con la marquesa por haber ayudado a François a salvar a Philippe? «La deuda está pagada -replicó él-. Además, esa mujer actuaba por interés propio: acuérdate de que quería apartar a cualquier precio de su padre a la todavía demasiado bella Madame de La Bazinière. Cuando el destino colocó al duque de Beaufort en su camino, atrapó la ocasión por los pelos: el agradecimiento de un príncipe de sangre, aunque sea bastardo, es una bendición que no se encuentra a la vuelta de cada esquina.»

Con el tiempo, Sylvie había acabado por admitir que tenía razón, y se había esforzado por guardar las distancias con la bulliciosa marquesa después de haberla acompañado dos veces en sus visitas a los enfermos del Hospicio. Sin embargo, había sido sensible a la dulzura, amabilidad y generosidad con que aquella mujer joven trataba a los más miserables. Ella era demasiado lista para no haberse dado cuenta, y casi siempre que venía a buscarla era para pedirle que la acompañara en esas visitas.

— Espero -concluyó Jeannette- que acabará por comprender. Si de mí depende, no vais a estar nunca en casa para ella…

Sylvie se contentó con sonreírle como consuelo, y subió a su habitación. Quería escribir a la madrina de Marie, la querida Hautefort (nunca se había podido acostumbrar al nombre germánico de Schomberg), para contarle lo que acababa de ocurrir. Con el paso del tiempo, la amistad entre las dos mujeres no había perdido nada de su fuerza y su calor, y a Sylvie le seguía gustando igual que siempre confiar sus preocupaciones a esa otra Marie. ¡Sabía aconsejar tan bien…!

Una hora más tarde, un correo a caballo partía para Nanteuil, mientras Madame de Fontsomme se reunía en el Louvre con la reina María Teresa, cuya actitud, en aquellas horas graves, la emocionaba: la reina dedicaba a su suegra todo el tiempo que no pasaba en rezos, en su oratorio o en la iglesia. Se notaba que quería rodear a la enferma de auténtico cariño, y disfrutar de su presencia mientras Dios lo autorizara. Era muy conmovedor…

9. Desgracia

La primera carta de Perceval, esperada con enorme impaciencia, tardó mucho en llegar, hasta el punto de que Sylvie se preguntaba si le habría sucedido algún percance, un accidente o un mal encuentro. El contenido la tranquilizó y al mismo tiempo le proporcionó la explicación de un silencio tan largo: el caballero no quería escribir hasta saber con exactitud dónde se encontraba la fugitiva.

Al principio había supuesto que, para borrar mejor su pista, Marie habría tomado disfrazada la diligencia de Lyon, y desde allí la de Marsella, Aix, etc., pero pronto perdió esa esperanza, después de encontrar el coche en la segunda posta. A todo lo largo del camino había preguntado por una dama joven que viajaba en «silla», en carroza o incluso por vía fluvial: como sabía que encontraría a Beaufort en Tolón, tal vez Marie no había querido ir por la vía más rápida. Ni por un instante imaginó que delante de él corría, con un adelanto de diez horas, un jinete joven y audaz…

— ¡Los hombres son increíbles! -dijo Madame de Schomberg, que había corrido al lado de su amiga en cuanto recibió su carta, y se había instalado en la Rue Quincampoix para hacerle compañía-. Nunca se les ocurrirá que una muchacha ávida de gloria y brillo como mi ahijada, educada entre novelas de caballerías, pueda desear conducirse como una de sus heroínas. ¡Y ésta es quizá la más inteligente que conozco! ¿Qué más dice? Tiene que haber mil cosas apasionantes en esa carta tan larga.

Las había. En primer lugar, el relato de las desdichas del viajero cuya «silla» -decididamente esa clase de vehículo era poco fiable- había roto un eje en una cuneta profunda cerca de Mâcon, obligándole a procurarse un vehículo menos rápido pero más sólido. No podía continuar a caballo debido a un dolor en la cadera, consecuencia del accidente. Por consiguiente, Marie llevaba en Tolón dos o tres días ya cuando apareció Perceval, aún dolorido; y por lo visto, no había perdido el tiempo. Apenas llegado, Perceval se hizo conducir al Arsenal, y allí encontró a Beaufort, que salía, aún en pleno proceso de digestión de la violenta cólera que le poseía desde hacía veinticuatro horas. El recibimiento que dedicó a Perceval lo dejó muy a las claras:

— ¡Ah, vamos! ¿También vos por aquí? ¿Una reunión de familia, por así decirlo? -ladró-. Supongo que Madame de Fontsomme viene pisándoos los talones.

Pero Perceval no era hombre que se dejara impresionar por los truenos de aquel cañón humano al que conocía desde su más tierna infancia.

— Madame de Fontsomme está en París, muy inquieta y afligida, monseñor. Me ha confiado una carta que…

— ¡Dádmela!

El mensajero obedeció sin más comentarios, pero siguió con interés en el rostro del duque el curso cambiante de sus sentimientos. De la cólera, Beaufort pasó a la sonrisa, luego a la tristeza, y finalmente recuperó intacta su furia.

— ¡Su bendición! -rugió, arrugando el papel entre sus manos nerviosas-. ¡Me envía su bendición! ¡Ella también quiere que me case con esa loca! ¡A pesar de que sabe muy bien cuánto la amo…!

— Y no tenéis derecho a dudar de su amor. Sólo que… es una madre, y por la felicidad de su hija está dispuesta a todos los sacrificios.

— ¡Pues yo no! Sin embargo, no voy a tener más remedio que hacerlo.

— ¿Vais a… casaros con Marie? -preguntó con prudencia Raguenel, algo sorprendido, pese a todo, por la rapidez con que la joven parecía haber ganado la partida.

— ¡Oh, no de inmediato! Pero he tenido que darle mi palabra de gentilhombre. ¡Sin duda no imagináis la escena que me montó ayer, aquí mismo!

La tarde del día anterior, cuando Beaufort volvía de las atarazanas en que supervisaba la construcción de un navío y las reparaciones de otros seis, había recibido la visita del «caballero de Fontsomme». Era necesario dar un nombre para poder pasar entre los distintos guardianes que tenían encomendada la vigilancia del viejo arsenal construido por Enrique IV y en el que, por esa razón, Beaufort se sentía como en su casa. Descubrir a Marie bajo el disfraz masculino había sido una sorpresa para el duque, pero no tan grande como la que le produjo la extraña luz interior que emanaba de ella.

«He venido a deciros de nuevo que os amo -declaró ella, sin más preámbulo; y como, apenas repuesto de la sorpresa, él se disponía a protestar con energía, continuó-: No quiero escuchar razonamientos ni me voy a contentar con evasivas; estoy decidida a convertirme en vuestra esposa.»

— Intenté entonces -siguió contando François- tomar a broma aquella increíble declaración, pero ella no bromeaba. Su cara tenía tal seriedad que me impresionó. Sacó de su cinto un estilete, apoyó la punta de la hoja en su garganta y me dijo que si no prometía inmediatamente hacerla mi mujer, se mataría delante de mí. Estábamos solos porque ella había pedido hablarme sin testigos de un «asunto importante». Yo no podía esperar ninguna ayuda, y no tenía el menor deseo de echarme a reír porque leía en sus ojos una determinación horrible: «Os doy sólo diez segundos, añadió. Jurad, o si no…» Para convencerme, apretó ligeramente la punta de acero y apareció una gota de sangre. Comprendí que estaba dispuesta a llegar hasta el fin, y creí volverme loco. Ella se puso a contar. Cuando llegó a siete, me rendí y juré casarme con ella tal como me exigía. Entonces sonrió y volvió a enfundar el puñal; dijo que confiaba en mí y que nunca me arrepentiría de haber aceptado porque haría todos los esfuerzos posibles para hacerme feliz, «empezando por daros hijos, cosa que mi madre ya no podría hacer». Era una frase de más: al aceptar, yo había pensado en Sylvie, en Sylvie que me odiaría por toda la eternidad si Marie se daba muerte delante de mí. Le di a entender que era imposible una boda inmediata, que no podíamos hablar de eso hasta después de la campaña que estoy preparando contra el reis Barbier Hassan, ese renegado portugués que es el almirante de Argel; y que en consecuencia podía regresar a su casa. Se negó, y dijo que únicamente volvería casada, aunque tuviera que esperar aquí uno o dos años. Le recordé entonces que sería necesario también obtener el permiso del rey y de sus padres: es decir, su madre y su hermano, que es ahora el jefe de la familia. Pero ella sonrió, porque sabe muy bien que Philippe sería feliz si yo me convirtiera en su cuñado. En cualquier caso, no le hacía falta esperar mucho para saberlo: simplemente esperar su vuelta de Saint-Mandrier, adonde le había enviado a inspeccionar una fortificación. Y en esta situación me encuentro, querido Raguenel. Convendréis en que me he dejado pillar en la trampa como un bendito.

— Difícilmente podíais haber hecho otra cosa. Yo sabía que Marie podía ser muy decidida, ¡pero hasta ese punto…! Su excusa es que os ama desde siempre, creo. Quizá tanto como la propia Sylvie…

— Sylvie -repitió Beaufort en tono triste-. ¿Pensáis que me resulta divertido que se convierta en mi suegra cuando yo quería hacer de ella mi duquesa?

— Creo que hay que dar tiempo al tiempo. Habéis tenido razón al poner por delante los retrasos impuestos por las circunstancias. Pero… ¿podéis decirme dónde se encuentra Marie en estos momentos?

— En Solliès, a tres leguas de aquí aproximadamente, en casa de la marquesa de Forbin. Ella, como tal vez sabéis, es la madre de Madame de Rascas, la bella Lucrèce amante de mi hermano Mercoeur, para la que está haciendo construir en Aix lo que llama el pabellón Vendôme. Es también amiga mía, y le he confiado a Marie sin decirle que es mi… prometida, ya que al parecer lo es. He exigido que hasta nueva orden todo esto quede en secreto.

— ¡Sabia precaución! Quizás algún día conseguiremos que Marie os devuelva vuestra palabra.

— No soñéis… Vos no la habéis visto como la he visto yo.

La carta acababa con un relato sucinto de la entrevista que el caballero de Raguenel había tenido con Marie en el castillo de Solliès, y con el anuncio de su próximo regreso. Era evidente que la entrevista había sido tormentosa y que Perceval prefería esperar a verse cara a cara con Sylvie para darle los detalles. Salvo que prefiriera no decir nada en absoluto. Por lo menos, es lo que pensaba Madame de Schomberg.

— Para quien sabe leer entre líneas, no cabe duda de que está muy descontento. Yo también lo estoy. Nunca habría creído a mi ahijada, a la que quiero con ternura, capaz de tales acciones. Su fuga más bien me divirtió, no os lo oculto, Sylvie, pero esa escena grandilocuente, esa manera de obligar a un hombre a prometer bajo la amenaza de un suicidio, me desagrada profundamente. ¡Es tan… ordinaria!

— ¡Oh, es un poco culpa mía! -suspiró Sylvie-. No he valorado suficientemente el ardor y la firmeza de su amor por François, porque no imaginaba que pudiera llevarla a esos excesos.

— La desgracia es que nadie conoce del todo a sus hijos. Como les hemos dado la vida, pensamos que se parecerán a nosotros en todo, pero detrás de nosotros y detrás de ellos hay siglos de antepasados que también cuentan. Aparte del amor que les une, los hijos son unos desconocidos para sus padres, porque el amor es ciego. Lo que estás viviendo en este momento, amiga mía, me consuela de no tenerlos…

Sylvie dio dos o tres vueltas por la sala; colocó una flor, hojeó un libro que soltó enseguida, ocupó de una u otra forma sus manos, para intentar disimular su nerviosismo.

— Me pregunto -dijo por fin- lo que piensa Philippe de todo esto. Mi padrino no habla de él.

— Quizá porque no tiene nada que decir.

En realidad, Philippe estaba demasiado desorientado para tener una opinión precisa. El peso de las noticias que cayeron sobre sus espaldas a su vuelta de la inspección, le aturdió un poco. La llegada de su hermana, su instalación en casa de Madame de Forbin-Solliès y la entrevista a solas en que Beaufort había pedido la mano, cuidando mucho de añadir que en ningún caso se podía divulgar la noticia; y finalmente el largo paseo por el puerto con Perceval y la visita al castillo de Solliès, donde su presencia era habitual, le sumieron en un abismo de reflexiones en el que se agitaban preguntas sin respuesta, como las siguientes: ¿por qué un acontecimiento tan feliz como una boda de dos personas que se aman ha de mantenerse en secreto? O bien: ¿por qué el humor de su bienamado jefe, tan alegre desde su regreso a Tolón, se había hecho detestable? Y finalmente, ¿por qué Marie, cuya conducta no conseguía comprender en absoluto, parecía querer borrar incluso el recuerdo de su madre? ¿Y por qué se negaba a volver junto a Madame, a la que tanto quería?

El abate de Résigny, que seguía siendo su confidente más íntimo, le aconsejó prudentemente que no intentara penetrar en los complicados arcanos del corazón de una muchacha. La carta que cada quince días, con mucha regularidad, enviaba éste a Madame de Fontsomme describía tanto el estado de ánimo del joven como los consejos que él le prodigaba al alimón con Perceval.

Finalmente, la escuadra partió de Tolón para perseguir a los berberiscos y Perceval de Raguenel tomó de nuevo el camino de París, después de una última entrevista con Marie. Se sentía disgustado. Hasta el último momento había esperado llevarse una palabra tierna para Sylvie, pero segura ahora de la palabra arrancada a Beaufort, y más segura aún de sí misma, de su juventud, de su belleza y de una victoria final que haría desaparecer finalmente a su madre de los pensamientos de su «prometido», la joven se había contentado con declarar:

— Decidle que soy feliz y que espero serlo más. Le agradezco que haya dado su consentimiento por escrito a este matrimonio que tanto deseo. Quizá pueda ayudarnos también a conseguir el del rey.

— No se lo aconsejaré. Nadie puede permitirse intentar influir en una decisión del rey. Sobre todo en lo que se refiere al duque de Beaufort, al que quiere muy poco. ¿Qué harás si se niega?

— Siempre podremos casarnos en secreto. A fin de cuentas lo que deseo es ser suya, y si fuese necesario vivir en el exilio, eso no me daría miedo porque estaría a su lado.

¿Qué más decir ante tal declaración? Perceval volvió junto a Sylvie y le proporcionó un informe tan completo como le fue posible. Ella le escuchó sin decir nada, y luego, cuando él hubo terminado, se limitó a preguntar:

— Decidme al menos cómo es esa señora de Forbin. ¿Creéis que Marie se encuentra a gusto en su casa?

— ¡Oh, a las maravillas! -sonrió Perceval-. La marquesa posee todas las cualidades de una gran dama unidas a las gracias de una mujer amable, cultivada y llena de generosidad, y podemos dar gracias a Dios de que esa loca esté bajo su cuidado. No habríamos podido esperar nada mejor, y me ha parecido llena de comprensión porque, en el momento de saludarla después de despedirme de Marie, murmuró: «Decid a la señora duquesa de Fontsomme que cuidaré de que no tenga que dirigirme ningún reproche el día en que tenga el honor de verme en su compañía.»Sylvie cerró los ojos para apreciar mejor el peso de la angustia que se quitaba de encima. Como sabía que aquella dama era amiga de François y recordaba demasiado bien su experiencia en la mansión de Catherine de Gondi, en Belle-Isle, había temido que Madame de Forbin-Solliès fuera una antigua querida o una enamorada rechazada. ¡Eran tan torpes los juicios de él sobre las mujeres! Pero con Perceval no ocurría lo mismo. De modo que exhaló un largo suspiro, abrió de nuevo los ojos y sonrió al rostro cansado de su viejo amigo.

— Habríais tenido que empezar por decirme eso. ¡No tengo mucha confianza en las «amigas» de monseñor! Pues bien, así las cosas, no nos queda más que esperar noticias.

— Puedo darte ya algunas frescas -dijo Perceval, al tiempo que abría su justillo y extraía una carta-. Antes de embarcarse, el duque me dio esto para ti.

— Tenía alguna esperanza de que contestara a mi carta. Veamos lo que escribe -añadió y, tras hacer saltar el sello de lacre rojo, desdobló el papel que mostraba la pintoresca letra de François. Sólo había unas pocas palabras, pero al leerlas sintió a la vez fría la espalda y cálido el corazón.

«Me casaré puesto que me obligan -escribía François-, pero sólo conseguirán de mí un matrimonio secreto y no consumado. Nunca tocaré a vuestra hija, porque nunca amaré sino a vos.»

Quiso tender el papel a Perceval para que lo leyera, pero éste rehusó, diciendo que ya conocía el contenido.

— Pues bien -preguntó Sylvie-, ¿Cómo creéis que se tomará Marie esa última disposición? Nos amenaza un nuevo drama…

— No lo creo. Lo que cuenta para ella es que le coloque el anillo en el dedo. No imaginas la confianza que tiene en sí misma. Se considera muy capaz de llevarlo una noche u otra a donde ella quiere. Piensa, y quizá no sin razón, que tiene toda la vida por delante.

— No está equivocada…, ¡y además es tan bella! Él, después de todo, no es más que un hombre…

Los meses siguientes fueron sin duda los más tristes que vivió la corte, dividida entre la lenta agonía de la reina madre y la exhibición por parte de Luis XIV de su pasión por La Vallière. Se notaba que, a despecho de los testimonios de amor que daba sin cesar a la que iba a partir, a pesar de sus lágrimas frecuentes, el joven rey piafaba de impaciencia por no poder rodear a su favorita -un término que no se había empleado desde hacía mucho tiempo- con el brillo de las fiestas y la caricia de los violines. Por otra parte, en mayo se produjo un episodio penoso. Cuando Ana de Austria redactó su testamento e indicó cómo se repartirían sus joyas entre sus hijos, Luis XIV insistió de una manera indecente en que su madre le legara las gruesas perlas que había admirado desde la infancia. La pasión del rey por las piedras preciosas y las joyas resplandecientes empezaba a ser bien conocida, y no soportaba la idea de que aquellas perlas excepcionales fueran a parar a la pequeña Marie-Louise, la hija de Monsieur. Acabó por tenerlas, pagándolas. Ana de Austria ofreció entonces a su hijo menor los famosos herretes de diamantes que eran tal vez su recuerdo más querido. Él los recibió llorando.

Durante todo ese tiempo, Philippe d'Orleans se comportó como un hijo perfecto, lleno a la vez de dolor, cariño y compasión. Cuando su madre fue llevada del Val-de-Grâce al Louvre, no se apartó de ella y se convirtió en su acompañante diario, su enfermero y casi su consejero espiritual. Un día, al ver cómo el terrible dolor crispaba el rostro enflaquecido pero aún tan bello, gritó:

— ¡Quiera Dios concederme el soportar la mitad de vuestros sufrimientos!

Ella respondió:

— No sería justo. Dios quiere que yo haga penitencia…

También la reina María Teresa se volcaba sin cálculo en atenciones hacia la mujer en la que había encontrado una segunda madre. Sylvie y Molina la acompañaban, porque a la reina le gustaba oír hablar a su alrededor la lengua de su infancia, y la primera pasaba largas horas en compañía de su amiga Motteville. A veces la enferma pedía a su antigua doncella de honor que cantara para ella como antaño, en aquellos días tan difíciles que ahora recordaba como una época feliz. Entonces, Madame de Fontsomme cogía la guitarra y, durante el tiempo de una canción, volvía a ser la «gatita» de antes. Mientras, el vientre de La Vallière se redondeaba por tercera vez…

Las únicas buenas noticias de aquellos días dolorosos llegaron del Mediterráneo, donde Beaufort llevaba a cabo verdaderas proezas. Por dos veces asestó a los piratas infieles golpes sensibles: primero, al entrar por la fuerza en el puerto de La Goleta, donde el anciano Barbier Hassan fue muerto en los comienzos de la batalla y perdió quinientos hombres, mientras los navíos del rey bombardeaban Túnez. Tres barcos cayeron en manos francesas. La segunda vez, después de un rápido paso por Tolón para reparar lo que podía ser reparado y embarcar tropas de refresco, Beaufort y los suyos pasaron a sangre y fuego el puerto berberisco de Cherchell, incendiaron dos barcos y capturaron tres más. Los estandartes de los vencidos fueron enviados a París y exhibidos en Notre-Dame, colgados de las bóvedas seculares, en el Te Deum triunfal del 21 de octubre. Y la capital del reino cantó con entusiasmo la gloria de aquel en que siempre vería al Rey de Les Halles. Al día siguiente, el padre de su héroe, César de Borbón, duque de Vendôme y almirante titular de la armada, murió en su hôtel del faubourg Saint-Honoré.

Tenía setenta y un años y las enfermedades, fruto de una vida de excesos, habían minado la fortaleza de aquel organismo apto para vivir cien años. La gota, los cálculos del riñón y también la sífilis le consumían entre grandes dolores que se esforzaba en mitigar recurriendo a todos los remedios que le ofrecían, no los médicos, a los que consideraba ignorantes, sino los herboristas y los curanderos de campo. Pasó sus últimos meses en compañía de su mujer en los castillos que tanto amaba: Anet, Chenonceau y sobre todo Vendôme, su ducado, que se esforzaba en embellecer y hacer progresar. En ocasiones se instalaba en Montoire, donde poseía una casita en la que se encontraba a gusto y descansaba del lujo de sus restantes mansiones. El gran pecador se arrepentía y encontraba un poco de ternura junto a la fiel esposa que nunca había dejado de amarle y que, poco a poco, le había conducido a Dios.

A finales de septiembre, aprovechando una mejoría que atribuyó a un remedio de un curandero de Montoire, se hizo trasladar a París con el fin de estar más cerca de las noticias que llegaban sobre la gloria de su hijo menor, pero los sufrimientos recomenzaron muy pronto y su agonía se prolongó tres semanas. Sin embargo, unos días antes de dejar este mundo, envió recado a Sylvie de que fuera a verle. Ella lo hizo sin dudar.

Al penetrar en la suntuosa habitación que tantas veces había visto en su infancia, sintió en la garganta el olor terrible de la enfermedad, mal disimulado por el del incienso que hacían quemar con la esperanza de que aquel alivio para las almas confortara también su cuerpo. La duquesa François e estaba allí, en compañía de un capuchino que rezaba al pie del lecho. Las dos mujeres se abrazaron con el calor de su antiguo cariño, y luego Madame de Vendôme murmuró:

— El buen padre y yo vamos a dejaros con él. Quiere hablaros…

Y Sylvie se quedó sola con el hombre que había permitido que tuviera una infancia feliz, pero que tanto daño le había hecho luego… Se acercó al lecho, que sin duda acababan de rehacer porque estaba tan liso y limpio como un lecho mortuorio, y examinó la cabeza enflaquecida, amarillenta y casi calva del que había sido uno de los hombres mejor parecidos de su época. Parecía dormir, y ella vaciló. De súbito, aquellos terribles ojos azules, apenas un poco empalidecidos, se abrieron y se posaron en ella.

— Habéis venido…

— Creo que es evidente…

— ¿Por qué? ¿Para ver a qué estado ha reducido la proximidad de la muerte a vuestro más antiguo enemigo?

— No sois mi enemigo más antiguo. Lo fue el hombre que asesinó a mi madre; y en aquel momento fuisteis vos, recordadlo, quien me proporcionó los medios para seguir viviendo en la seguridad de vuestros castillos.

— No fui yo; fue la duquesa…

— Pero vos aceptasteis sus decisiones.

La sombra de una sonrisa se insinuó en sus labios secos.

— Quizás a fin de cuentas pueda atribuirme algún mérito… No os detestaba, al principio, pero desconfiaba de vos… sobre todo debido a ese amor testarudo que os obstinabais en dedicar a mi hijo…

— Lo sé. Ya me lo habíais dicho… en otras circunstancias.

— No lo he olvidado. Estaba seguro de que por encima de todo lo que queríais era ser duquesa.

— ¡Qué extraña es la vida! Lo soy, sin haberlo deseado.

— Creo que fue ese matrimonio con un hombre de calidad lo que me abrió los ojos sobre vos. En especial después de su muerte a manos de mi hijo, tan poco tiempo antes de que matara también a su cuñado. Somos hombres terribles, y yo mismo me doy miedo. Yo… os he hecho mucho daño…

— No tanto como lo habríais deseado, porque no me habéis destruido… y tampoco el amor que nunca he dejado de sentir por él.

— ¿Le amáis todavía?

— Sí. Le amaré hasta el final… y quizás incluso más allá, si Dios lo permite.

Hubo un silencio, roto enseguida por la respiración pesada del moribundo.

— ¿Me creeréis si os digo que eso me hace… muy feliz? Ahora… debo deciros por qué os he hecho venir. En primer lugar… para pediros que me perdonéis… un perdón a la medida de mis remordimientos, que son profundos. Después… querría que cuidarais de François… Va a ser almirante de Francia y tiene muchos enemigos a los que ese alto cargo no va a apaciguar, antes al contrario.

— ¿Cómo podré hacerlo? Surca los mares a cientos de leguas de mí, expuesto a todos los peligros del mar y de los hombres.

— Cuando la muerte se aproxima, sucede que el futuro entreabre algo el velo que lo oculta. Un gran amor posee un poder infinito… y sé que un día él necesitará el vuestro… ¿Me lo prometéis?

Abrumada por la emoción, Sylvie se dejó caer de rodillas junto al lecho.

— ¡Os lo juro, monseñor! Haré por él todo lo que esté en mi poder.

— ¿Me perdonáis?

— De todo corazón.

Entonces, entre los sollozos que la sacudían, sintió en su frente la mano de César, que trazaba con lentitud la señal de la Cruz.

— Que Dios os bendiga… como os bendigo yo. Si se digna oír al pecador que soy, rezaré por vosotros dos…

Al contrario de lo que se habría podido esperar, Luis XIV mostró un pesar auténtico por la muerte de aquel tío suyo tan contradictorio, a un tiempo bravo hasta la locura y calculador, libertino y sin embargo profundamente cristiano, con arrepentimientos espectaculares; y también generoso y compasivo con los humildes como el propio François; aquel tío al que el rey llamaba «mi primo». Además, era el último de los hijos de Enrique IV que retornaba al Padre. De modo que, para sorpresa general, ordenó que sus funerales fuesen los de un príncipe de sangre. Y en su propio hôtel de Vendôme, cuatro heraldos de armas velaron en las cuatro esquinas del catafalco que el primer gentilhombre de la Cámara roció regularmente de agua bendita. Dividida entre el orgullo y la pena, la duquesa rezaba al pie del ataúd. Sylvie fue a arrodillarse y musitar una plegaria acompañada por Perceval, pero también por Jeannette e incluso por Corentin, que había venido desde Fontsomme para saludar por última vez al príncipe del que ambos habían sido servidores. Sylvie tuvo ocasión entonces de saber que, en su castillo de Picardía, el joven Nabo recuperaba el gusto por la vida aprendiendo el arte de la agricultura y la jardinería: para Corentin era una ayuda no desdeñable, y siempre sonriente…

Después, ella, Jeannette y Perceval marcharon a Vendôme, donde se iban a celebrar los funerales. Sólo el hijo primogénito, Louis de Mercoeur, ahora duque de Vendôme, y sus dos hijos Louis-Joseph y Philippe, respectivamente de once y diez años de edad, estuvieron presentes en la ceremonia: la escuadra de Beaufort seguía guerreando en algún lugar de la costa africana.

Después de que César fuera inhumado con gran pompa en la tumba de la colegiata de Saint-Georges, Sylvie se despidió con profunda emoción de la mujer que había sido para ella como una segunda madre: Françoise de Vendôme quiso quedarse para siempre al lado del hombre al que había amado, que le había dado unos hijos tan hermosos y que, a despecho de su vida disipada, siempre había sentido por ella una tierna admiración. Iba a entrar en el convento del Calvario, donde, desde hacía ya algún tiempo, se había hecho construir un alojamiento particular; allí quería vivir, bajo un hábito religioso.

Finalmente, antes de emprender el viaje de vuelta a París, Sylvie quiso hacer una última peregrinación: subir sola a lo alto de aquella torre de Poitiers que con tanta frecuencia había mirado entre lágrimas de rabia, cuando sus piernecitas de cuatro años no le permitían la ascensión. Entonces se había jurado hacerlo algún día.

Ahora era fácil; y azotada por el viento áspero de noviembre, contempló largo rato la ciudad y el campo que se extendían a sus pies, consciente de que nunca volvería a aquel lugar. Nada tenía que hacer allí: era duquesa, igual en rango a François, y la torre había sido vencida para siempre… pero no era más feliz por ello. Hoy, junto al duque César enterraba su infancia, y mañana, con la reina madre, diría adiós a una adolescencia demasiado breve, que ahora lamentaba que no hubiera durado más tiempo. Porque también Ana de Austria se dirigía hacia una muerte que le parecía más y más deseable. En su gran lecho de seda y terciopelo azul bordados en oro, coronado en lo alto de cada columna por plumas azules, rosadas y blancas, soportaba un martirio cuyos dolores conseguía amortiguar cada vez menos el opio con que la atiborraban sus médicos. Tortura suprema para aquella mujer hermosa, cuidadosa de su persona y siempre delicada en sus gustos, el pecho gangrenado desprendía un olor penoso que sus mujeres se esforzaban en alejar agitando continuamente abanicos de piel impregnada con perfumes cálidos.

Aquel largo suplicio se prolongó hasta enero. Una mañana, levantó para mirarla una de sus bellas manos y murmuró:

— Mi mano está hinchada… Es hora de partir. -Era hora, en efecto. Entonces se desplegó el lento ceremonial que acompaña a los reyes hasta su hora final, y que empezaba por una larga y minuciosa confesión.

Aquella mañana, en el momento en que su carroza la dejaba a la puerta del Louvre, Madame de Fontsomme vio a la mariscala de Schomberg descender de un coche demasiado sucio de barro y nieve para no venir directamente del campo. Corrió hacia ella con una exclamación de alegría.

— ¿Cómo habéis llegado tan pronto, Marie? -le preguntó al tiempo que la abrazaba-. De madrugada he enviado un correo a Nanteuil para pediros que os apresurarais si queríais volver a ver viva a nuestra reina…

— Mademoiselle de Scudèry, que me escribe con frecuencia (y no a mí sola, por cierto; debe de escribir un volumen todos los días), me informó ayer de que Su Majestad iba a morir. Tiende a exagerar las cosas, pero esta vez había un tono de verdad en su carta que me hizo ponerme en marcha esta noche.

— ¡Me alegro tanto de veros, amiga mía! Por supuesto, os alojaréis en mi casa. Enviad allí el coche para que cuiden y hagan entrar en calor a los caballos; yo os llevaré luego en mi carroza.

Cogidas del brazo, cruzaron juntas el gran patio, que una gran nevada había blanqueado durante la noche, y al llegar ante el Grand Degrè vieron a un hombre ya de edad que subía despacio la escalinata apoyado en un bastón, y al que saludaban al adelantarle algunos de los que subían a los aposentos de la reina madre. La ex Marie de Hautefort le reconoció de inmediato y lo detuvo.

— ¿La Porte? ¡Pero qué placer inesperado! Me habían dicho que habíais jurado no volver a salir nunca de Saumur.

La alegría iluminó de súbito un rostro en que las arrugas revelaban la fatiga de muchos años de servicio, primero junto a Ana de Austria, de la que había sido jefe de protocolo y confidente, y después junto al joven Luis XIV, del que había cuidado como camarero real.

— ¡La señora maríscala de Schomberg! ¡Y la señora duquesa de Fontsomme! Soy muy feliz… Esperaba veros al venir aquí. No voy a pediros que me informéis de vuestra salud: ¡las dos permanecéis fieles al recuerdo que yo conservo!

— A pesar de todo, hemos envejecido un poco -dijo Sylvie-. Pero no es difícil adivinar la razón de vuestra venida: queréis verla una última vez.

— Sí. Cuando fui apartado de la corte por haberme atrevido a decir lo que pensaba del cardenal Mazarino, vendí, como probablemente sabéis, mi cargo de camarero real y me retiré a una pequeña propiedad que poseo junto al Loira. Allí me han llegado los rumores de la muerte inminente de la que sigue siendo mi querida ama. Y he querido por última vez rendirle el homenaje de mi devoción y fidelidad… Luego volveré a mi casa para no salir más de ella.

— Pues bien, vamos a saludarla juntos -dijo Madame de Schomberg emocionada-. Tan unidos como lo estuvimos en los tiempos en que no vivíamos más que para ella y su felicidad.

Naturalmente, había mucha gente en los aposentos, en los que por una vez se hablaba en voz baja. En el Grand Cabinet, el trío encontró a D'Artagnan.

— ¿Está aquí el rey? -le preguntó Sylvie.

— Aún no, pero no tardará. He venido por propia iniciativa, para rendir un último homenaje mientras aún es posible. ¿Queréis entrar conmigo? La reina está dentro, y Monsieur también. Madame acaba de tener una ligera indisposición.

En la gran estancia de muebles de plata y maderas preciosas, en la que se habían vertido perfumes con generosidad, Ana de Austria, cuyo confesor acababa de retirarse, reposaba casi serena entre la blancura de las sábanas de batista que habían cambiado al amanecer y sobre las que habían dispuesto saquitos fragantes. Su hijo Philippe estaba a su lado, apretando una de las manos de ella contra su corazón, el rostro anegado en lágrimas. Su nuera rezaba al otro lado del lecho.

Detrás del capitán de los mosqueteros, cuyos anchos hombros les abrían paso con facilidad, los tres visitantes llegaron hasta la balaustrada de plata que impedía el paso al espacio inmediato al lecho real. Allí, perfectamente conjuntados, los dos hombres se inclinaron al tiempo que las dos mujeres se inclinaban en profundas reverencias. La moribunda, que acababa de abrir los ojos, les vio. Una expresión de sorpresa feliz transfiguró su rostro, al ver reunidos los rostros de los testigos de sus años jóvenes y de sus amores. Les sonrió y esbozó el gesto de tenderles la mano como para atraerles hacia ella, al tiempo que se incorporaba un poco sobre la almohada, pero un suspiro doloroso siguió a la sonrisa. Los ojos se cerraron de nuevo y dejó caer suavemente su espalda y su mano.

Una voz anunció entonces: «¡El rey!», y el grupo se retiró. Los demás personajes presentes se dirigieron al Grand Cabinet: la reina madre, antes de recibir la comunión, deseaba conversar sin testigos con sus hijos, uno después del otro. La alcoba se vació. El rey se quedó solo con su madre… La conversación duró mucho rato, hasta el punto de despertar, si no inquietud, al menos curiosidad. El mariscal de Gramont, al que Sylvie no veía desde el asunto Fouquet y que parecía evitarla las más de las veces, se acercó a ella con un aire tan deliberado como si continuaran una conversación empezada el día anterior.

— Vos que estáis en los secretos de los dioses, duquesa, ¿sabéis quizá lo que la reina madre puede estar diciendo a su hijo durante tanto tiempo?

— Soy dama de la reina joven, señor mariscal, no de la reina madre. Por lo demás, no tenéis más que preguntarle al rey. Os habéis tomado tantos trabajos para ser uno de sus íntimos, que sin duda os lo debe.

Él la miró un tanto aturdido, y su gran nariz adquirió un tono púrpura.

— Me tratáis muy mal, señora. Esperaba que el tiempo…

— El tiempo no puede nada contra las amistades, señor mariscal. Proscrito, prisionero y todo lo que vos queráis, el señor Fouquet sigue siendo una persona querida para mí.

— ¿Y yo? ¿No era también vuestro amigo?

— De eso hace mucho tiempo, y me asombra que todavía os acordéis. Que yo sepa, no fui yo quien os rogó que os alejarais, sino más bien vuestra fiel consejera la Prudencia, y su primo el maestro del perfecto cortesano.

— ¡Vaya! ¿Quién podría creeros tan cruel? ¿Habéis olvidado tal vez…?

Sylvie tomó su abanico y lo agitó entre ambos como si le incomodara un olor desagradable.

— Puedo perdonar, pero nunca olvido; ni lo bueno ni lo malo. Deseabais hacer de mí vuestra querida, y tal vez ahora que la maríscala os ha dejado, planeáis casaros conmigo…

— Pero yo…

— ¡Dejémoslo así, os lo ruego! Permitid que os ofrezca mi sentido pésame y sigamos cada cual nuestro camino. ¡Tan divergentes como sea posible!

Sofocado por aquella filípica que llevó una sonrisa a los labios de Madame de Schomberg, el mariscal tal vez aún habría encontrado alguna réplica de no ser porque en ese instante el rey apareció en el umbral de la estancia. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas y su rostro parecía el de un fantasma, tal era su palidez. Se hizo un profundo silencio. Apoyado en su bastón con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos, dio dos pasos, se volvió como un autómata hacia Monsieur, que le miraba sin atreverse a hablar, pareció hacer un prodigioso esfuerzo sobre sí mismo y finalmente articuló:

— ¡Pasad a ver a nuestra madre… hermano! Ahora desea despedirse de vos.

Luego continuó su camino para volver a sus aposentos a la espera de que trajeran el viático a la moribunda.

Al hacerlo, y mientras avanzaba con lentitud entre la doble fila de reverencias y saludos de corte, su mirada se posó en el pequeño grupo formado por las dos mujeres y La Porte. Se detuvo delante de ellos, y sus ojos mostraron en ese momento una increíble dureza.

— ¿Señora maríscala de Schomberg? -dijo en tono altanero-. No se os ha visto mucho en los últimos tiempos. ¿Qué os ha impulsado a venir hoy?

Un relámpago de cólera cruzó por los ojos azules de quien en otro tiempo fue llamada la Aurora, y que seguía mereciendo el sobrenombre.

— El amor y la fidelidad que desde siempre profeso a Su Majestad la reina madre. Deseaba volver a verla…

— ¿Os había llamado ella?

— No, Sire.

— En tal caso, seréis ciertamente más feliz en vuestra bella mansión de Nanteuil-le-Haudouin…

Antes de que Marie, confusa, pudiese contestar algo, Luis XIV pasó a Sylvie.

— Tenemos que hablar con vos, señora duquesa de Fontsomme. Cuando la reina, nuestra augusta madre, haya recibido al Señor y sus consuelos, presentaos en nuestros aposentos. En cuanto a vos, Monsieur de La Porte, no es bueno a vuestra edad recorrer tan largo camino en pleno invierno. Tenéis prisa, supongo, por volver a Saumur…

— Sire…

— ¡He dicho Saumur!

Y se alejó, rígido como un autómata vestido de brocado, sin preocuparse más de los que acababa de aplastar bajo los altos tacones rojos que utilizaba para parecer más alto. Alrededor de ellos se elevó un murmullo, y todos se apartaron instintivamente de aquellas personas caídas en desgracia como si se tratara de enfermos contagiosos.

Desde su alta estatura, Marie de Schomberg miró a los cortesanos con una sonrisa de desprecio, y luego deslizó su brazo por el de Sylvie:

— ¡Vámonos, querida! No tenemos nada más que hacer aquí. ¡Venid también, La Porte!

— Id los dos a esperarme a mi casa, Marie -dijo Sylvie-. Tengo que quedarme, puesto que el rey me hace el honor de recibirme de inmediato. Tomad mi coche y enviádmelo de nuevo.

— No os dejaré sola en este palacio.

Una voz grave se dejó oír entonces:

— No estará sola -dijo D'Artagnan, que acababa de reaparecer y había presenciado la escena anterior-. Me quedo con la señora duquesa y la escoltaré ante el rey cuando llegue el momento.

Con una mirada llameante y el mostacho enhiesto de arrogancia, ofreció su puño a Sylvie para que ella colocara allí su mano, y juntos abandonaron el Grand Cabinet. Pero en las antecámaras vieron obstruido su camino: la reina María Teresa atravesaba los aposentos para recibir, a la puerta del palacio, el Santo Sacramento que traían de Saint-Germain-l'Auxerrois. Todo el Louvre quedó paralizado por el respeto y se mantuvo inmóvil mientras Dios permaneció en la cabecera de la moribunda. El rey había vuelto junto a su madre.

Esperaron largo tiempo.

Finalmente, al fondo de los aposentos resonó el eco frágil de la campanilla agitada ante la gran custodia de oro, escoltado por los taconazos de los guardias que presentaban armas. La procesión de la reina, entre letanías, cruzó a continuación las antecámaras, llegó al Grand Degrè y desapareció en sus profundidades. Luego, el rey regresó a sus aposentos. De nuevo D'Artagnan ofreció su mano.

— Venid, señora.

Ella opuso entonces alguna resistencia.

— Os lo ruego, amigo mío. No me cabe ninguna duda de que me espera la desgracia. ¡No os comprometáis viniendo conmigo! El rey podría no perdonároslo.

— Me conoce, señora, y sabe que mi fidelidad empieza por él, pero se extiende a quienes am… a mis amigos. Es más, si él no lo comprendiera así, sería yo el decepcionado.

La mirada que ella le dirigió estaba llena de admiración, pero también de gratitud. Dios mío, era bueno encontrar en aquel momento difícil a ese hombre todo corazón, valiente entre los valientes, que le ofrecía con tanta generosidad un refugio contra la tempestad que acababa de golpear a Marie y La Porte y que no dejaría de abatirse sobre ella si la causa era la que temía adivinar.

Al llegar a los aposentos del rey, D'Artagnan, sin dejar su mano, la confió al chambelán de servicio cuidando de precisar que se quedaría allí el tiempo que fuera necesario para llevarla él mismo a su coche o a los aposentos de la reina, según el resultado de la audiencia.

— Y no me digáis que actúe de otra manera -añadió volviéndose hacia ella-. Ignoro lo que desea de vos Su Majestad, pero si imagina que tiene algo que reprocharos, ¡se ha equivocado!

En el momento en que iban a introducir a Sylvie en el gabinete real, Colbert salía de él. Saludó con toda la cortesía deseable, pero a ella no le gustó el brillo sardónico de sus ojos negros, ni la sonrisa de satisfacción que disimulaba mal su bigote, y el corazón le dio un vuelco. Para que estuviera tan contento, a ella debían de esperarle muy malas noticias.

— ¡La señora duquesa de Fontsomme! -anunció el chambelán.

Luis XIV no se volvió. Estaba de pie delante del gran retrato de su padre pintado por Philippe de Champaigne, encuadrado por dos soportes monumentales provistos de varias velas gruesas cuyas llamas móviles parecían animar la efigie de Luis XIII; y lo examinaba con tanta atención como si lo viera por primera vez. Sólo el crepitar del fuego encendido en la chimenea de pórfido animaban un silencio que a Sylvie, desde el fondo de su reverencia y sin osar incorporarse, le pareció muy pronto insoportable. Pero le estaba prohibido hablar la primera… Las rodillas empezaban a hacerle daño cuando el rey se giró bruscamente y, con una mano a la espalda y la otra atormentando el encaje de su corbata de punto de Malinas, observó a la mujer prosternada delante de él.

— ¡Levantaos, señora!

La voz sonó seca, el tono duro. No la invitó a sentarse, pero pese a todo fue un alivio recuperar la posición vertical. Inspiró profundamente, aunque con discreción, y esperó a que él hablara. Lo que no se hizo esperar mucho.

Lentamente, Luis XIV fue a ocupar su sillón detrás de la gran mesa en la que reinaba un desorden impresionante en un hombre del que todo el mundo sabía que era un esclavo del trabajo. Y entonces atacó:

— Hemos resuelto, señora, apartaros del círculo de la reina, en el que, por lo visto, hicimos mal en incluiros… La compañía de una soberana joven debe ser ofrecida como prioridad a mujeres de una moralidad sin tacha.

Al oír aquella frase insultante, la sangre subió al rostro de la duquesa, en la que despertó de golpe la Sylvie de otros tiempos, espontánea y fácilmente irritable. Sin embargo, consiguió contenerse.

— ¿Puedo preguntar al rey qué encuentra de reprensible en mi… moralidad?

— En vida de vuestro esposo fuisteis la amante de mi primo Beaufort, y sin duda aún lo sois. Hemos sabido hace poco, con dolor, que para desembarazaros de él hicisteis matar a vuestro esposo en duelo por vuestro amante, a fin de que el infeliz no pudiera descubrir que estabais embarazada de otro…

— ¡Es falso! -Llevada por la indignación, gritó su protesta.

El entrecejo ya fruncido de Luis XIV se apretó aún más.

— No olvidéis delante de quién estáis y dejad de lado esas maneras de verdulera, nada impropias sin embargo de la concubina del llamado Rey de Les Halles.

De roja que estaba, Sylvie se puso muy pálida. Contempló a aquel joven coronado al que ella había querido y adornado con todas las cualidades, y en el que ahora descubría cada día una increíble ausencia de sentimientos. En ese momento le recordaba de una manera extraña a César de Vendôme, cuando con una violencia y una crueldad increíbles intentaba convencer a la niña que ella era aún, de que cometiera un crimen. ¡Bien se veía que corría por sus venas la sangre de Estrées, vengativa y despiadada! Sylvie no ignoraba quién podía haberle dado ese informe venenoso y sucio, pero de súbito decidió no defenderse.

— Quién diría que hubo un tiempo en que el rey decía amarme, y añadía que esperaba ver durar ese afecto, del que yo estaba tan orgullosa.

Se encogió de hombros, retrocedió dos pasos y realizó una reverencia profunda pero rápida; luego se giró decidida, para salir. El se lo impidió con un:

— ¡Deteneos! Os marcharéis cuando yo lo juzgue oportuno. Todavía no he terminado con vos.

Ella advirtió de pasada que él abandonaba el plural mayestático, pero no extrajo ninguna conclusión de aquello. Tal vez era una buena señal, porque Luis fue a sentarse en un sillón de respaldo alto cubierto por una tapicería preciosa, plantó los codos y apoyó su mejilla en el puño cerrado.

— ¡Sentaos en el taburete que veis ahí! ¿No sois duquesa? Tenéis derecho.

Sin obedecer, ella contestó con una ligera sonrisa de desdén:

— ¿El rey piensa que es preferible estar sentada para hacerse insultar? ¡Prefiero seguir de pie! Ese taburete se parece demasiado a la silla a la que tienen derecho los nobles cuando son juzgados.

— Estáis siendo juzgada, señora duquesa de Fontsomme, con la única diferencia de que yo soy el único juez. ¡Y os ordeno que os sentéis!

Para no exasperarle, ella lo hizo. Pensó sobre todo en sus hijos, cuyo futuro tenía que esforzarse en preservar.

— ¡Ahora, contadme! -ordenó él.

— ¿Contar qué, Sire?

— Vuestros amores con Monsieur de Beaufort. ¡Quiero saberlo todo! ¡Y no aleguéis no sé qué secreto! Puesto que la gente habla de ello, ya no hay secreto. Pero en primer lugar, una pregunta: ¿vuestro hijo es de él?

— Sí.

El resopló ligeramente y esbozó una media sonrisa que significaba «lo sabía». Sylvie continuó, con una dignidad que impresionó al joven autócrata.

— Es el fruto de un amor de infancia… y de una hora de abandono. ¡Una sola! A eso se reducen mis «locos» amores con François de Beaufort, al que después no he vuelto a ver durante diez años.

— ¡Contadme! -repitió él, en un tono algo más suave.

Y Sylvie contó…

El escuchó sin interrumpirla, y ella creyó ver suavizarse su expresión. Cuando acababa su relato, llamaron con discreción a la pequeña puerta que daba a la alcoba real y apareció Colbert, saludó y con el espinazo doblado fue a colocar un papel ante el rey antes de retirarse. Luis XIV le echó una ojeada, lo dejó y se irguió, recuperando de súbito toda su amenazadora impasibilidad.

— Admito -dijo- que habéis sido víctima de ciertas circunstancias que no me gusta recordar. En recuerdo de esas circunstancias… y del afecto que me unía a vos en otro tiempo, vuestros hijos no sufrirán las consecuencias de vuestra falta. Vuestro hijo conservará el nombre, el título y las prerrogativas que ostenta. En cuanto a vuestra hija, que lo es también del difunto duque, nada se opone a que haga una boda brillante… de lo que nos ocuparemos, por otra parte. En lo que a vos respecta, deseo que os alejéis de la corte y os instaléis en vuestras tierras de la Picardía. Me importa mucho que alrededor de la reina sólo haya mujeres de una virtud inatacable.

A pesar de la gravedad del momento, ella estuvo a punto de echarse a reír en sus narices.

— Desde luego nunca se alabará bastante la de la señora condesa de Soissons -no supo privarse de decir, y experimentó una alegría maligna al ver que él acusaba el golpe: las aletas de la nariz palidecieron y sus dedos soltaron la pluma de oca con que jugueteaban desde hacía unos minutos.

— No sabía que fuerais chismosa -gruñó.

— Yo tampoco, Sire, y lo siento, pero hay ocasiones en que determinadas comparaciones se imponen. Pido perdón al rey. ¿Puedo retirarme ya?

— ¡No, señora! -dijo impaciente-. No he terminado todavía con vos, porque podría, en rigor, olvidar todo lo que acabáis de contarme si no tuviera que reprocharos aún algo que considero un verdadero acto de rebelión.

— ¿Un acto de rebelión? ¿Yo?

— Sí. ¡Vos! En una circunstancia reciente y penosa, deposité en vos toda mi confianza, y creo que os di de ello una señal tangible al encargaros de cierta misión.

— No recuerdo haberme encargado de ninguna misión -respondió Sylvie, mirándolo a los ojos.

— He aquí una actitud que yo alabaría sin reserva sí, con una finalidad en la que entreveo sombras peligrosas, no hubierais sustraído a mi justicia a ese miserable esclavo negro.

— ¿Justicia, Sire? Ese infeliz, refugiado en una de las salas desiertas del viejo Louvre, escapó de milagro a unos matachines que querían asesinarle. Buscó refugio en mi casa…

— ¿Y por qué en vuestra casa?

— Quizá porque siempre le traté como a un ser humano, no como un juguete desprovisto de alma. Nunca ha estado cerrada mi puerta a quien pide socorro. Me educó Madame de Vendôme. De ella aprendí la caridad, y también de Monsieur Vincent…

Al oír el nombre del viejo sacerdote ya fallecido cuya aura de caridad le había impresionado en su infancia, Luis XIV dio un respingo y, como obediente a una orden superior, su voz se suavizó.

— Dios no quiera, señora, que yo reproche nunca a alguien el haberse mostrado compasivo, pero ese muchacho ha cometido un crimen de extraordinaria gravedad, y no debe seguir con vida para jactarse algún día.

— Sire, no es más que un niño aún…

— Un niño que comete el crimen de un hombre no lo es… Tiene que desaparecer, del mismo modo que tiene que desaparecer cualquier huella de lo que vos sabéis.

— ¡Sire! -exclamó Sylvie llena de angustia-. El rey no va a…

— ¿A eliminar a la pequeña? No soy un monstruo, señora, pero en el caso de que hayáis guardado algún recuerdo de vuestro viaje fuera de París, sabed tan sólo que ya no está en el lugar donde la dejasteis. Retiraos ahora, señora, y marchad tan pronto como os sea posible a vuestras tierras de Fontsomme. Muy bellas, por lo que me han contado…

— El rey me expulsa -dijo Sylvie con amargura-, del mismo modo que expulsa a Marie de Hautefort y Pierre de La Porte, que consagraron su vida, por amor y fidelidad, a su madre…

— No expulso a nadie. Sencillamente, en el comienzo de un nuevo reinado, pretendo barrer los vestigios del antiguo. ¡Idos ya, señora duquesa! Despediré por vos a la reina… ¡Una palabra aún! A menos que tenga de vos noticias que me desagraden, nadie tocará ni vuestros bienes ni a vuestra persona. ¡Pensad en vuestros hijos!

A pesar de la cólera y la indignación que hervían en su interior, su reverencia fue un modelo de gracia y orgullosa dignidad.

— No dudo de que el rey sabrá rodearse en adelante de servidores que contenten a su corazón… o mejor dicho a sus gustos.

— ¿Queréis insinuar que no tengo corazón? -rugió-. A petición de mi madre, voy a llamar de nuevo a los Navailles.

— El difunto cardenal de Richelieu pensaba que esa víscera no tenía ninguna función en el gobierno de un Estado. Vuestra Majestad tiene todas las cualidades para convertirse en un gran rey…

Furioso, Luis XIV olvidó la majestad que se imponía a sí mismo, corrió a la puerta y la abrió él mismo para hacer salir a la insolente; pero en el umbral encontró a D'Artagnan, y volcó en él su cólera.

— ¿Qué hacéis aquí? No os he llamado.

— En efecto, Sire. Pero he acompañado hasta aquí a la señora duquesa de Fontsomme, y estoy esperándola para llevarla a donde a ella le parezca bien.

— Es el rey quien decide adonde van sus servidores. ¿Y si os ordenáramos conducirla a la Bastilla?

— En tal caso tendría el honor de rogar al rey que diera a otro ese feo encargo y haría lo imposible para que no lo cumpliera -repuso el mosquetero sin perder la sangre fría-. La Bastilla no es lugar adecuado para una dama de esta calidad, y hasta ahora el rey no ha enviado nunca allí a un inocente…

— ¿Sabéis que eso es rebelión?

— No, Sire, simple cortesía, unida a lo que en otro tiempo era el deber de un caballero: proteger a los débiles de los malos caminos y de las fieras dañinas. Las calles de París no son seguras, y el Louvre está poblado por fieras siempre dispuestas a descuartizar la presa que se les entrega. ¡Añadiré además que me une a la duquesa una respetuosa amistad!

La mirada azul y la mirada negra, ambas relampagueantes por igual, se cruzaron como espadas. Fue el rey quien apartó la suya.

— ¡Maldito cabezota! ¡Haced lo que gustéis…! ¡Adiós, señora!

Como si hubiera sido un simple particular encolerizado, el rey se despidió con el portazo más democrático del mundo. De inmediato, el capitán de los mosqueteros ofreció a su compañera una amplia sonrisa y su brazo.

— ¿Me ofreceréis un vaso de vino caliente con canela? En estos tiempos desapacibles, es el mejor remedio que conozco contra las congelaciones del corazón.

— ¡Todo lo que queráis! Nunca daré suficientes gracias al Cielo por haberme provisto de un amigo así.

Y de ese modo, orgullosamente acompañada por D'Artagnan y saludada, gracias a él, por todos los soldados de guardia, Sylvie salió del Louvre casi exactamente veintinueve años después de haber entrado en él en la carroza de la duquesa de Vendôme. Esta vez, para no volver.

En el patio, el capitán pidió su caballo, subió a Sylvie a su coche y la escoltó por las calles nocturnas hasta su mansión. Al ver dos coches que esperaban, prefirió retirarse.

— Dejaremos el vino caliente para otra ocasión. Tenéis visitas y será mejor que yo regrese al Louvre.

— Me entristece pensar que no nos volveremos a ver -suspiró Sylvie.

— ¿Y por qué, si os place?

— Mañana marcho a Fontsomme, de donde no podré moverme, y no quiero colocaros en un compromiso ante el rey.

D'Artagnan esbozó una sonrisa feroz que hizo brillar sus dientes blancos.

— Ese pipiolo tendrá que aprender que, si quiere buenos servidores, ha de dejarles escoger libremente sus amistades. Iré a veros y a daros noticias. Y el placer será mío, porque… no puedo imaginar una existencia de la que vos estéis ausente para siempre.

Conmovida, ella le tendió una mano en la que él posó sus labios un largo momento; luego el mosquetero saltó al caballo con tanta ligereza como si tuviera veinte años, y partió sin darse la vuelta.

Junto a la chimenea de la biblioteca, Sylvie encontró a Marie de Schomberg, Perceval y La Porte, que esperaban bebiendo el vino con canela al que había renunciado D'Artagnan. Cuando apareció, los tres rostros se volvieron hacia ella.

— ¿Y bien? -dijo la maríscala.

— Exiliada en mis tierras. Como vos, y como vos -añadió dirigiéndose por turno a la antigua dama de compañía y al más fiel servidor de Ana de Austria.

Este se levantó y dio unos pasos por la estancia.

— Apostaría la cabeza a que tengo razón. El confesor de la reina madre ha debido de exigir de ella, para darle la absolución y antes de recibir el cuerpo de Cristo, que dijera la verdad a su hijo mayor.

— ¡Y yo digo que es imposible! -exclamó Marie-. Incluso en confesión, un secreto de Estado no es algo destinado a los oídos del primer cura que aparezca.

— Monseñor de Auch no es el primer cura que aparece, y aunque lo fuera, violar el secreto de confesión implica condenarse -intervino Perceval-. Dicho eso, el adulterio es un pecado mortal: la reina estaba obligada a descargar su conciencia. Pienso como La Porte: el rey lo sabe todo ahora. Y estáis en peligro… ¿No fuisteis cómplices de los amores de la reina con Beaufort?

— ¡Ella no nos habría entregado! -dijo Marie con vehemencia.

— Entregado no -contestó La Porte-, pero seguramente él exigió saber quién podía estar al corriente. Supongo que antes de dar nombres, ella hizo jurar al rey que no nos haría ningún daño. Si no, ya estaríamos en la Bastilla. El se contenta con alejarnos para siempre.

— La Porte tiene razón -aprobó Perceval-. La casualidad ha querido que los tres juntos hayáis sido los primeros en aparecer ante su vista cuando ha salido de la habitación después de saber que, aunque lleva la sangre de Enrique IV, no le sucede lo mismo con la de Luis XIII. Es una revelación terrible para un joven tan orgulloso, por más que su madre le haya asegurado que su hermano Philippe nunca sabría nada. El viejo zorro de Mazarino sabía lo que hacía cuando él y la reina favorecieron a cuál más los gustos femeninos del principito, para que nunca llegara a convertirse en un segundo Gaston d'Orleans. Luis es el rey, y pretende seguir siéndolo. Es bastante normal que aparte de su lado a unas personas que le recordarían continuamente la verdad.

— ¿Pensáis que Mazarino lo sabía? -preguntó Madame de Schomberg.

— Ella nunca le ocultó nada -dijo La Porte con amargura-. ¿No era su esposo secreto?

Sylvie dejó oír su voz:

— ¿Y Beaufort? ¿Qué va a ser de él?

El nombre hizo nacer un silencio en el que el espanto se mezclaba a la ansiedad. Todos sabían que Luis XIV nunca había querido al más turbulento de los Vendôme y no se atrevían a imaginar cuáles podían ser sus sentimientos, ahora que sabía… Fue de nuevo Perceval quien habló:

— El Rey Cristianísimo no puede cometer un parricidio que le condenaría. Pero tenéis razón, Sylvie, al pensar en él. Voy a marchar a Tolón y le esperaré allí: es preciso prevenirle de viva voz. Una simple carta, que puede caer en manos de cualquiera, sería demasiado peligrosa. Me reuniré con vos en Fontsomme… porque supongo que os iréis pronto.

— Mañana mismo. Esta casa y la de Conflans quedarán sumidas en el sueño hasta que mi hijo las despierte…

Al día siguiente, 26 de enero de 1666, moría Ana de Austria, unos minutos antes de las cinco de la madrugada, besando el crucifijo que había guardado toda su vida a la cabecera de su lecho. Tal como había pedido, fue revestida con el hábito de los Terciarios de San Francisco antes de que su cuerpo fuera llevado a la necrópolis real de Saint-Denis, donde se reunió con su esposo.

Todas las campanas de París doblaban por ella cuando tres coches, en los que viajaban respectivamente Madame de Schomberg, La Porte y Sylvie, salieron de la Rue Quincampoix. Perceval, por su parte, había optado valerosamente por la silla de posta, a pesar del penoso recuerdo que guardaba de ella.

Antes de dejar su mansión, Madame de Fontsomme había reunido al personal para ponerlo al corriente de la nueva situación y dejar en libertad a quien lo deseara. Pero no hubo la menor defección. Berquin y Javotte se quedarían en París con algunos criados para el mantenimiento de la casa. Todos los demás, incluido el nuevo cocinero, optaron por el castillo ducal.

— No hay ninguna razón para que la señora duquesa coma mal, con el pretexto de que en adelante vivirá en el campo -dijo Lamy-. Además, allí tendré tiempo para escribir el tratado sobre la caza menor de pelo y pluma que tengo en mente desde hace tiempo…

El único pesar de Sylvie al abandonar París era su bonita finca de Conflans, que siempre había sido su favorita y en la que se sentía más en su casa que en ningún otro lugar. Por lo demás, no estaba demasiado encariñada con su mansión parisina, y menos aún con una corte llena de trampas y ambiciones sórdidas, a pesar de la compasión afectuosa que le inspiraba la pobre reina, hundida en una pena auténtica y que iba a encontrarse muy sola, privada de un apoyo moral que nadie le iba a prestar.

Tenía razón al temer un aumento de los pesares y tal vez también del aislamiento de María Teresa: apenas había cerrado los ojos su madre cuando Luis XIV, con un cinismo asombroso, incluyó a su querida en el séquito de damas de su esposa: La Vallière dejó el Palais-Royal y el servicio de Madame para entrar en el de la reina. El rey podría verla así más a menudo.

Sylvie supo la novedad unas semanas después de su caída en desgracia, a través de una carta de Madame de Montespan, que con un valor digno de encomio le testimonió una amistad bastante inesperada y nacida sin duda del hecho de ser la madre de Marie, pero que cuadraba bien con el carácter orgulloso de Athénaïs, que tendía en cierto modo a considerar a los Borbones como un linaje menos antiguo, y por consiguiente menos respetable, que los Mortemart. «Sería un placer -escribió- enseñar a ciertos hombres y a sus concubinas el respeto que deben a las damas de calidad, y a una infanta en particular.»Aquella salida hizo sonreír a Sylvie, pero la historia la dejó desolada porque revelaba una faceta aún oculta del rey al que tanto había amado: el desprecio absoluto por todo lo que no fuera su propio placer, y una indiferencia total tanto por el sufrimiento de los demás como por el valor de la vida humana.

Tuvo una nueva prueba de ello al día siguiente de la llegada de la carta: Corentin, desolado e indignado a la vez, vino a anunciarle que el molinero de Fontsomme acababa de encontrar el cadáver de Nabo atrapado entre las hierbas heladas del canal del molino. No se había ahogado y llevaba aún al cuello la cuerda con que le habían colgado. El detalle más horrible era que habían marcado a hierro en su mejilla una flor de lis, como habrían hecho con un ladrón o un esclavo fugitivo.

— No le vi ayer -explicó Corentin-, pero no me preocupé demasiado. Desde que vino aquí le gustaba recorrer los campos y dar largos paseos por los bosques…

— ¿Con este tiempo glacial, y viniendo de un país cálido?

— Sí. Es extraño, ¿verdad? La blancura le fascinaba, y me parece que la nieve y la escarcha más que cualquier otra cosa. ¿Quién ha podido hacer una cosa así?

— ¡Piensa un poco, Corentin! La flor de lis es respuesta suficiente: el rey ha enviado a sus verdugos para llevar a cabo su venganza… Debo ver a nuestro cura para que organice los funerales, porque estaba bautizado.

— Tiene mucho trabajo de momento, porque todo el pueblo le presiona. Gritan no sé qué de una maldición y no quieren que acoja al muerto en la iglesia ni en el cementerio.

— ¡Voy allí!

Después de calzarse unas botas forradas y envolverse en una amplia capa, Sylvie, escoltada por Corentin y Jeannette, bajó a la aldea, donde, en la plaza de la iglesia, se había reunido mucha gente alrededor del cura, el abate Fortier, y de un pretil en el que, cubierto por un saco de grano, reposaba el joven negro. Su llegada produjo un respetuoso silencio: ella sabía que toda aquella gente la quería, pero temía un poco el miedo que veía en sus ojos. Por lo demás, no le dieron tiempo a tomar la palabra. El hombre con más autoridad de la aldea, un tal Langlois, se adelantó hacia ella, saludó y declaró:

— Señora duquesa, con todo respeto he de deciros en nombre de todos que no queremos a un negro entre nuestros muertos. No podrían descansar en paz.

— ¿Por qué? ¿A causa del color de su piel?

— Algo hay de eso… pero también por su fea muerte. Ha sido asesinado y no queremos que su alma en pena venga a atormentarnos.

— Sólo podría atormentar a su asesino, y me consta que no es ninguno de vosotros. Además, no olvidéis que Nabo era cristiano, bautizado en la capilla del castillo de Saint-Germain con el nombre de Vincent. Y que no ha cometido ningún crimen.

— Eso no lo sabemos, y tampoco vos, señora duquesa. Sobre todo porque nunca veis nada malo en ninguna parte…

— Puede ser, pero lo veo aquí, porque se niegan a un cristiano las oraciones y una sepultura cristiana.

— Es lo que intentaba explicarles, señora duquesa -suspiró el abate Fortier-, pero no atienden a razones.

— ¡No nos pidáis eso! -insistió Langlois, y todos a coro le secundaron.

Ella pensó un poco, y luego ordenó:

— En ese caso, llevadlo al castillo.

— ¿No iréis a hacer eso? -protestó Langlois-. ¿No lo enterraréis en la capilla, en medio de nuestros duques?

— No, sino en la islita que está en el centro del estanque. El abate Fortier vendrá mañana a consagrar una porción de tierra. Mientras tanto, que lo lleven a la habitación que ocupaba en las dependencias.

La obedecieron en silencio: el cadáver fue colocado en su lecho y alrededor encendieron velas y dispusieron un cuenco de agua bendita con una ramita de boj de la última Pascua florida, que únicamente utilizaron Sylvie y los suyos. Pero al día siguiente, cuando llegó el abate Fortier a bendecir la tumba que se había cavado sin demasiado esfuerzo en una tierra en la que el deshielo ya había empezado, el cuerpo de Nabo había desaparecido. Alguien se lo había llevado como por encantamiento de las dependencias del castillo, y sin dejar la menor huella. Como fue imposible encontrarlo, toda la aldea clamó de forma unánime que el Diablo había venido a buscarlo y que debían llevarse a cabo los ritos de purificación.

Aliviada a pesar de todo por ese desenlace, porque los aldeanos también habrían podido reclamar que se prendiera fuego a todo lo que había pertenecido al infeliz muchacho, y a su habitación antes que nada, Sylvie accedió a lo que pedían, pero hizo decir misas en su capilla privada y se esforzó en olvidar aquel penoso suceso que le parecía cargado de amenazas y que daba la medida del carácter vengativo del rey.

El futuro, que Sylvie siempre había deseado sencillo y claro, se cargaba de nubes sombrías, más opresivas si cabe en aquel gran castillo donde, a pesar de la presencia de la fiel Jeannette y de la numerosa servidumbre, Sylvie se sentía sola.

Aún le faltaba tocar el fondo del sentimiento de abandono que se apoderaba de ella en las horas negras de las noches en que, a pesar de las tisanas calmantes de Jeannette, se esforzaba en vano en conciliar el sueño. El segundo domingo de febrero, cuando salía de la misa mayor en la iglesia de la aldea -era muy raro que se la viera en la capilla del castillo después de la marcha del abate de Résigny- y emprendía a pie el camino de vuelta acompañada por Corentin, Jeannette y la mayor parte de sus criados, el grupo fue adelantado por una silla de posta que hizo latir con mayor fuerza su corazón. Apresuró el paso. ¡Por fin iba a tener noticias! ¡No podía ser más que Perceval de Raguenel!

— Me extrañaría -dijo Corentin, que había fruncido el entrecejo-. Si fuese el señor caballero, habría hecho parar el coche al llegar a vuestro lado.

— Entonces ¿quién puede ser?

Era Marie.

Una Marie que después de dejar caer las pieles con que se abrigaba, esperaba en pie junto a la chimenea del gran salón, en la que ardía un tronco de árbol, ofreciendo las manos desenguantadas a su calor. Ni siquiera se volvió cuando su madre entró en el salón, tan amplio que casi le devolvía su estatura de niña pequeña, y tampoco cuando ésta gritó, con una alegría que le costaba retener:

— ¡Mi pequeña Marie! Has vuelto…

Sólo cuando Sylvie estuvo a su lado, dispuesta ya a abrazarla, volvió hacia ella un rostro más frío que el mármol blanco de la chimenea.

— He venido a deciros adiós… ¡Y también que os odio! A partir de este día, no tenéis ninguna hija.

— ¡Marie! ¿Qué quieres decir?

— Quiero decir que habéis arruinado mi vida y que no os lo perdonaré nunca, ¿entendéis? ¡Nunca! -Un sollozo estranguló la última palabra.

A pesar de la cólera que sentía crecer en su interior ante tanta injusticia, Sylvie se esforzó por guardar la calma: las huellas de llanto que mostraba aquella preciosa cara la impulsaban más a abrir los brazos que a blandir el rayo. Sin duda, François la había rechazado y… Dios mío, ya era bastante bueno que no hubiera llevado a cabo su terrible amenaza y estuviera allí, bien viva…

— ¿Por qué no intentas contarme qué ha ocurrido? ¿Por qué has dejado, en pleno invierno, el castillo de Sollies, en el que tan a gusto estabas, para hacer un camino tan largo? ¡Y sola, además! ¿No has visto a Perceval?

Esta vez, Marie la miró de frente y cruzó los brazos como para impedirle el paso hacia su corazón.

— No, no lo he viste. Como tampoco he visto al hombre con el que quería casarme y que me había dado su palabra…

No retenía ya sus lágrimas, y Sylvie sintió que le invadía el espanto. A pesar de los lazos de sangre que le habían sido revelados, ¿habría Luis XIV hecho asesinar a Beaufort, de la misma manera que había mandado ejecutar al pobre Nabo?

— ¿Por qué no le has visto? ¿Qué… qué le ha pasado?

En medio de su llanto, Marie esbozó una sonrisa despectiva.

— ¡Tranquilizaos! Vuestro amante se encuentra bien. Al menos lo supongo, porque la flota aún estaba en el mar cuando yo me vine.

— ¿Mi amante? Monsieur de Beaufort no lo es.

— Puede que ya no lo sea, pero lo fue, ¡porque si no, no veo de qué manera habría podido convertirse en el padre de mi hermano!

Tranquilizada por un instante, Sylvie sintió de nuevo el espanto apoderarse de ella, y gritó:

— ¿Quién te ha dicho semejante cosa?

— Un amigo de Madame de Forbin, que también lo es mío. ¡Un gentilhombre que parece saberlo todo sobre vos, madre!

La última palabra fue casi escupida, con una repugnancia que acabó de trastornar a Sylvie. Un terrible esfuerzo de voluntad la mantuvo en pie, al borde del abismo que amenazaba con tragársela.

— Diría que escoges muy mal a tus amigos. ¿Puedo saber cómo se llama éste?

Si creía que Marie iba a lanzárselo al rostro, se equivocaba. La joven se quedó un instante sin voz, mirándola con asco.

— ¿Y ni siquiera lo negáis? ¿Lo único que os importa es saber quién me ha impedido cubrirme de vergüenza y ridículo?

— ¿Vergüenza por qué? ¿Por qué ridículo? Monsieur de Beaufort no es tu padre, que yo sepa.

— Si es el de mi hermano, a mis ojos da exactamente lo mismo. Al casarme con él yo me convertiría en la madrastra de Philippe, ¡y esa idea me horroriza! ¡No quiero comer las sobras de vuestro plato! Y el hecho de que hayáis podido llegar a aceptar simplemente la idea, me resulta insoportable. Tenía razón Monsieur de Saint-Rémy…

Sylvie tuvo un sobresalto.

— ¿Qué nombre has dicho? ¿Saint-Rémy? ¿He oído bien?

Marie pareció de repente confusa, y sobre todo descontenta de sí misma.

— Se me ha escapado, pero… habéis oído bien. Se diría que no le queréis mucho -añadió con una risita afectada.

— Si es el que imagino, se trata de un hombre que ha vuelto de las Islas hace pocos años.

— Es él. Y eso prueba que le conocéis tanto como él a vos.

Sylvie no contestó enseguida. El regreso inopinado de aquel enemigo jurado la abrumaba. No sabía por qué camino tortuoso se había introducido en la noble familia provenzal en que había encontrado refugio su hija, pero no estaba lejos de ver en ello el dedo del destino que anunciaba la ruina de su casa y de los suyos. Fue a sentarse en un sillón, o mejor dicho se dejó caer en él.

— Es a Monsieur de Beaufort a quien deberías haber hablado de él. Una noche, en el cementerio de Saint-Paul en París, estuvo a punto de matarlo en el momento en que se disponía a dejar morir a tu hermano pequeño para poder reivindicar el título de duque de Fontsomme, sobre el que pretende tener derechos. Ese demonio consiguió escapar y desaparecer gracias, supongo, a la protección de Colbert, que no nos perdona nuestra amistad con Nicolas Fouquet y los suyos.

— ¿Qué fábula me estáis contando?

— No es una fábula, por desgracia. Eres libre de creerlo o no, pero lamento infinito que no esté aquí Raguenel para contártelo.

— A propósito… ¿dónde está? Decíais hace un momento…

— Se ha marchado a Tolón a esperar a Beaufort, al que amenaza un grave peligro. Si te he entendido bien, eso ya no te preocupa. ¿Puedo preguntarte qué piensas hacer ahora? ¿Te quedas aquí?

— ¿Bromeáis o no os habéis fijado en el coche que me espera fuera? Solamente he venido a deciros lo que pensaba de vos y de vuestra conducta.

— Tienes razón. Es mejor que las cosas estén claras entre nosotras. Por cierto, en beneficio de la claridad, puedes instalarte en la Rue Quincampoix o en Conflans. Puedes estar segura de no encontrarme: el rey me ha exiliado aquí, y también ha exiliado a tu madrina en Nanteuil… y a algunos más.

Marie lo esperaba todo menos aquello. Abrió unos ojos inmensos.

— ¿Tú? ¿Exiliada? Pero ¿por qué?

— Eso no te importa. Ah, una pregunta más: ¿sabe tu hermano lo que te confió ese buen Saint-Rémy?

— Cómo iba a saberlo si todavía está en el mar con… ¿debo decir su padre?

Sylvie dejó reposar su cabeza contra el alto respaldo de terciopelo y cerró los ojos, infinitamente cansada.

— Puedes, pero por el amor de Dios y si te queda una pizca de amor por él, no digas nunca nada a Philippe, salvo que debe guardarse de acercarse por poco que sea a un monstruo llamado Saint-Rémy que se ha propuesto quitarle la vida.

— No diré nunca nada. Podéis dormir en paz con vuestro secreto.

Sylvie no la vio recoger sus pieles y salir por la puerta arrastrándolas. No la oyó marcharse. Sólo cuando la silla de posta avanzó por la gravilla del patio de honor, supo que ya no tenía hija.

Cuando Jeannette corrió hacia ella después de haber visto a Marie irse del castillo de sus padres sin una mirada para nadie, la duquesa había resbalado de la silla y estaba tendida en el suelo, sacudida por una violenta crisis de nervios que asustó a su camarera. La levantaron y la llevaron a su alcoba apenas consciente.

A la caída de la tarde, cuando llegó al castillo Perceval de Raguenel, agotado pero bastante satisfecho por haber cumplido su misión -los navíos de Beaufort habían entrado en el puerto una hora después de que Marie partiera de Solliès-, la encontró presa de un violento acceso de fiebre que le espantó. Sylvie deliraba, y el delirio era tal que el caballero dispuso que la enferma fuera atendida únicamente por Jeannette, Corentin o él mismo, con exclusión de cualquier otra persona. Se relevarían a su cabecera y se prohibiría cualquier visita hasta nueva orden. Incluida la del médico de Bohain, que estaba ausente cuando le habían avisado, y al que se sentía perfectamente capaz de sustituir.

En cuanto a Marie, se ocuparía de ella cuando su madre estuviese fuera de peligro…

10. La gran expedición

El tiempo y la enfermedad se cerraron sobre Sylvie más estrechamente aún que las paredes de su habitación. Sus nervios, tensados en exceso desde hacía demasiado tiempo, cedieron de golpe, y al mismo tiempo se le declaró una pulmonía a causa de salir con escaso abrigo al frío invernal. A pesar de los cuidados de Perceval de Raguenel, que además de su perfecto conocimiento de las plantas se había aficionado en otro tiempo a la medicina junto a su difunto amigo Théophraste Renaudot, su estado se agravó hasta el punto de hacer temer un desenlace fatal. Durante días y noches, Sylvie deliró bajo la vigilancia de Jeannette y Perceval, desolados y prácticamente impotentes. Estuvo tan grave que Perceval no se atrevía a alejarse para buscar a Marie, a la que hacía responsable en buena parte del estado de su madre. Sin embargo, era necesario que la muchacha supiera lo que había hecho. Sería demasiado triste, demasiado injusto, que Sylvie muriese sin haber vuelto a ver a ninguno de sus hijos.

En lo que respecta a Philippe, Perceval había escrito a Beaufort cuando comprendió que el peligro era cierto. Sin duda llegaría pronto. Además, había prevenido a Marie de Hautefort, pero a ésta, víctima de una caída de caballo, le era imposible desplazarse. Quedaba Marie. ¿Dónde encontrarla? ¿Había vuelto a su servicio junto a Madame, o se escondía?

— La mejor manera de saberlo es ir a ver a la señora marquesa de Montespan, que es su amiga -aconsejó Jeannette-. Vive en la Rue Taranne, en el faubourg Saint-Germain. Seguramente sabrá algo.

Era un buen consejo. Perceval envió de inmediato a Corentin con dos cartas, una destinada a la joven marquesa y la otra a la propia Marie, y esperó. Pero lo que vio aparecer treinta y seis horas más tarde, por la larga avenida de olmos por la que se entraba a Fontsomme, le dejó confuso. Esperaba a dos caballeros, o tal vez un coche de postas escoltado por Corentin a caballo. Sin embargo, lo que se recortó contra el fondo del paisaje fue una enorme carroza de viaje con los blasones reales, flanqueada por un pelotón de gendarmes de la compañía de Orleans. Con aspecto fatalista, Corentin trotaba junto a la portezuela del coche, que describió una graciosa curva antes de detenerse delante de la escalinata. De él salió una mujer alta, tan envuelta en pieles que parecía un oso tocado con un sombrero de plumas azules y blancas, seguida por un hombrecillo rubio y robusto. Perceval sabía ya de quién se trataba y se precipitó al encuentro de Mademoiselle, al tiempo que se preguntaba qué la había llevado allí. Ella se encargó de satisfacer su curiosidad de inmediato.

— ¡Me alegro de veros, Monsieur de Raguenel! Estaba ayer de visita en casa de Madame de Montespan cuando llegó vuestro intendente buscando a la joven Marie, y nos contó el triste estado de Madame de Fontsomme, perdida entre las nieves de las llanuras picardas sin ninguna posibilidad de una atención médica adecuada. De modo que os traigo a un hombre genial que he descubierto por la mayor de las casualidades y que alojo en mi casa… ¿Dónde está nuestra enferma?

Perceval se esforzaba en seguir a la vez aquella catarata de palabras y la marcha tumultuosa de la princesa a través del castillo, ante la mirada atónita de los criados. A la velocidad que llevaba, la imaginaba cayendo como el rayo en la alcoba de Sylvie. Se precipitó a interponerse y la detuvo.

— ¡Por favor, señora! Suplico a Vuestra Alteza que perdone mi audacia, pero es necesario que me preste un mínimo instante de atención.

— ¿De qué queréis que hablemos? Hay cosas más urgentes que hacer.

— Tal vez, pero es del rey de quien deseo hablaros. ¿Sabe Vuestra Alteza que Madame de Fontsomme está exiliada?

— ¡Por supuesto que lo sé! Supe esa… iniquidad en mi castillo de Eu, adonde había ido a supervisar reformas importantes. Volví a París de inmediato para saber algo más.

— Todo lo que puedo deciros es que Vuestra Alteza corre el riesgo de enojar gravemente a Su Majestad al venir aquí, y que…

— ¿Y que qué? -lo fulminó Mademoiselle, que aproximó su gran nariz al rostro de Raguenel y le miró al fondo de los ojos-. Hace mucho tiempo que mi primo me conoce; sabe que es muy difícil impedirme hacer lo que quiero. ¿Qué arriesgo? ¿Que me envíe una vez más a mis tierras? ¡Como guste! En Eu tengo muchas cosas que hacer, y en Saint-Fargeau he encargado la confección de unos tapices de gran tamaño, y tengo ganas de acercarme para ver cómo va el trabajo.

— ¡Oh! Sé que Vuestra Alteza no tiene miedo de nada…

— ¡Sí!

Tomó bruscamente el brazo de Perceval y lo llevó a un rincón, haciendo una señal a sus acompañantes para que se quedaran atrás.

— Sí -repitió en voz más baja-. Tengo mucho miedo de los reproches que podría hacerme mi primo Beaufort si dejara a la dama de sus pensamientos marcharse de este mundo cuando dispongo de los medios para salvarla. Quiero mucho a mi primo, caballero. Es un viejo camarada de armas, un cómplice, y cuando el rey le confió sus barcos, vino a decirme adiós al Luxembourg. Fue entonces cuando me confió su preocupación porque nuestra amiga no desconfiaba lo bastante de ese patán de Colbert y manifestaba quizá demasiada amistad por el pobre Fouquet. Le prometí hacer lo que pudiera para velar por ella, en la medida de mis medios y también con toda la discreción posible. Hoy cumplo mi promesa, pero incluso sin ella habría venido: me gusta mucho la pequeña duquesa. Vamos, ¿me lleváis a su habitación, sí o no?

Perceval se inclinó con un respeto lleno de emoción y luego precedió a la princesa hasta la galería a la que se abrían las habitaciones. El médico, reclamado con un gesto enérgico, se había unido a ellos. A la puerta de la alcoba, Mademoiselle se dio cuenta de que tenía mucho calor, se quitó las pieles de zorro que doblaban su volumen, las dejó en el suelo, lanzó su sombrero sobre las pieles y, aferrando al médico del brazo, lo arrastró al interior de la habitación.

— ¡Que nos dejen solos! -ordenó-. ¡Venid, maese Ragnard!

Perceval vio pasar con resignación al buen hombre, que llevaba el nombre de un temible jefe vikingo y al que Mademoiselle casi levantó del suelo al tirar de él para hacerle entrar. Jeannette estaba con Sylvie, y sin duda se bastaría para ejecutar las órdenes del médico. Por su parte, él fue a ocuparse del alojamiento del séquito civil y militar de la princesa. Como conocía el proverbial apetito de ésta, bajó a las cocinas para hacer algunas recomendaciones a Lamy, pero el cocinero ya estaba al corriente de la situación y en sus amplios dominios reinaba un zafarrancho de combate: los fogones zumbaban y Lamy distribuía órdenes en todas direcciones.

— Bendita sea esa buena princesa que viene a vernos en contra de la voluntad del propio rey -declaró a Perceval con entusiasmo-. ¡Es preciso que guarde de su estancia entre nosotros un recuerdo imborrable!

Raguenel estuvo a punto de objetar que el estado de la duquesa no era tal vez el más propicio para una comida de fiesta, pero el buen hombre estaba tan contento de trabajar para la prima del rey que habría sido una lástima aguarle su entusiasmo. Le dejó hacer y volvió a subir para esperar el diagnóstico del pequeño médico. Tardó mucho. Había transcurrido más de una hora cuando por fin apareció Mademoiselle, sola.

— ¿Y bien? -susurró Perceval, que se temía lo peor.

— Dice que si hacemos lo que él indique, hay esperanzas de salvarla…

— ¡Por supuesto que se hará lo que indique!

— Esperad a saber de qué se trata -dijo la princesa, medio en serio medio en broma-. Va a instalarse en su habitación y no quiere a su lado a nadie salvo a la «sirvienta», como él la llama, para la ropa de cama, el aseo y la comida. Y eso, sólo cuando él la reclame.

— ¿Eso quiere decir que no tenemos derecho a ver a Sylvie? Ese hombre está loco, ¿no?

— No, pero tiene sus métodos y se niega a que nadie se entrometa en ellos. ¡Si no aceptáis, se marcha mañana por la mañana conmigo!

— Pero ¿y si llegan sus hijos?

— Esperarán, y basta. A propósito, no sé si os lo ha dicho vuestro intendente, pero nadie sabe dónde se esconde la joven Marie.

— ¿Ni siquiera Madame de Montespan?

— ¡Ni siquiera! Y tampoco lo saben en el séquito de Madame, donde todo el mundo está convencido de que ha entrado en un convento. Volviendo a maese Ragnard, es un hombre que no habla, o habla justo lo necesario, al que le horrorizan las preguntas y que no contestará si se las hacéis. En mi casa vive solitario en una gran estancia en el desván, que tiene abarrotada de libros y objetos. Se hace subir allí las comidas, y no sale más que si le necesito o cuando cambio de residencia.

— ¿Y está satisfecha Vuestra Alteza?

— Absolutamente, por más que mi Ragnard se parece más al brujo normando que a un médico tradicional. Pero la buena salud que me envidia toda la corte debería haceros confiar.

— ¡Cierto! Sin embargo, Vuestra Alteza acaba de decir que se marcha mañana…

— Sí, pero os lo dejo. Cuando esté satisfecho de su obra, os lo hará saber y me lo mandaréis de vuelta. Debo decir además que no aceptará ningún pago… ¡Hummm! -añadió haciendo palpitar las aletas de la nariz-. ¡Huele espléndidamente! Enseñadme mi habitación para que me lave las manos, y vamos a la mesa. Me muero de hambre.

Dio pruebas de ello haciendo honor a la cocina de Lamy con un entusiasmo contagioso. De modo que Perceval, que no tenía apetito, se sorprendió a sí mismo secundándola de forma muy honorable. Ella se empeñó incluso en felicitar al joven cocinero en unos términos que hicieron temer a Perceval que iba a ofrecerle pasar a su servicio, pero Mademoiselle tenía un corazón demasiado bueno para reclamar un pago por la ayuda que dispensaba. Se marchó al día siguiente como había anunciado, y no ocultó su placer al encontrar en su coche una cesta llena de patés, tortas, pasteles y confituras que le ayudarían a soportar el largo camino de vuelta. Tendió por última vez la mano a Perceval y murmuró:

— Tenéis mi promesa, caballero, de que haré todo lo que pueda para reconciliar al rey con Sylvie. Sigue sintiendo por ella un gran afecto, y no comprendo qué ha podido pasar para que se haya producido un cambio tan grande.

— ¡Ahora no, señora! Suplico a Vuestra Alteza que no intente nada antes de… cierto tiempo. Las órdenes de exilio fueron dictadas en un momento de cólera del rey. Es mejor dejar que se apacigüe. Tanto más, por cuanto de momento sería difícil para mi pobre ahijada aparecer en la corte.

— ¡Sea! Esperaremos un poco… pero no mucho. Tampoco es bueno dejar que le olviden a uno.

Raguenel pensaba, por el contrario, que hacerse olvidar sería lo mejor para Sylvie y los antiguos conjurados del Val-de-Grâce, [28] pero tampoco quería contradecir a Mademoiselle. Se mordió la lengua, saludó por última vez y vio cómo la carroza escoltada por el grupo de jinetes se alejaba por la avenida a buena marcha.

Empezó entonces en el castillo un período extraño: Sylvie permanecía encerrada, sola con aquel médico desconocido sin que nadie pudiera saber a qué tratamiento la sometía; y a su alrededor estaba el castillo entero, cuya vida parecía concentrada en aquella habitación cerrada. Ni siquiera Jeannette podía decir lo que ocurría dentro. Seguida por un lacayo siempre cargado que esperaba fuera, llevaba agua y alimentos consistentes casi siempre en potajes de legumbres, leche y compotas; cambiaba las sábanas de la cama y la ropa de la enferma, cuya delgadez la asustaba, o tenía que procurarse cosas tan curiosas como hielo y sanguijuelas. Pero cada vez que entraba, el médico estaba de pie ante la ventana, vuelto de espaldas, con las manos apoyadas en la falleba; y no se movía salvo para ayudar a cambiar las sábanas, porque no permitía la entrada de ninguna otra criada. No hablaba, ni siquiera miraba a Jeannette, lo que tenía el don de molestarla. En cuanto a Sylvie, siempre la encontraba dormida.

— Seguramente le da alguna droga antes de que yo llegue -confió a Perceval y Corentin-. Pero se diría que mejora. Ya no está colorada, incluso se la ve algo pálida. Sólo que a veces parece sufrir en sueños. ¡Oh, qué prisa tengo por que nos la devuelva! -concluyó secándose los ojos con la punta de su delantal-. Además no es decente, un hombre que vive encerrado con ella día y noche.

— Si es el precio a pagar por su curación, tiene poca importancia -suspiró el caballero-. Una enferma grave no es una mujer para su médico, y el médico no es tampoco un hombre…

Esa confianza no le impedía pasar las noches en blanco delante de la puerta siempre cerrada, arrellanado en un sillón que instalaba allí cada tarde para espiar los ruidos, a veces extraños, que venían de la habitación: parecían rezos, o salmodias en una lengua desconocida. Aquello le hacía pensar que Jeannette, cuando decía que aquel Ragnard era un brujo, no se equivocaba mucho. Eso explicaba el cuidado con que Mademoiselle ocultaba a su médico: la temible Compañía del Santo Sacramento tenía orejas largas, e incluso una princesa debía andarse con cuidado.

Mientras tanto, a Perceval el tiempo se le hacía muy largo, sobre todo porque además le faltaban las noticias del mundo exterior. Seguía sin saberse qué había sido de Marie. Él mismo había hecho un rápido viaje de ida y vuelta a la Visitation de la Rue Saint-Antoine, con la esperanza de que ella hubiera regresado allí, pero nadie la había visto. Además -y eso era aún más inquietante-, no había recibido la menor respuesta de Tolón. Nadie había contestado a su última carta. Ni siquiera el abate de Résigny, aquel infatigable escribidor. ¿Se había desplazado la flota a otro puerto? ¿Cómo saberlo en aquel Fontsomme aislado a la vez por las nieves y el exilio de su ama?

Por fin, el invierno desapareció. Reaparecieron la tierra embarrada, los charcos y los primeros brotes de los árboles. Y luego, una mañana, cuando Perceval se llevaba a su cuarto el sillón en que había pasado la noche, se abrió la puerta de Sylvie y apareció maese Ragnard, vestido de pies a cabeza y llevando en la mano su equipaje. Miró al caballero con calma, y pronunció las primeras palabras que éste escuchaba de su boca:

— ¿Queréis hacer que me preparen un caballo, por favor?

— ¿Os marcháis?

— Sin duda. Mi obra ha terminado. La enferma ha entrado en convalecencia y ya no tengo nada que hacer aquí.

Se dirigía ya a la escalera, cuando dio media vuelta.

— Encontraréis en la mesa mis instrucciones sobre los cuidados convenientes en los días próximos. ¡Servidor, Monsieur! ¡Ah!, tened en cuenta que necesita una atención constante.

Loco de alegría, Perceval le acompañó a las caballerizas y buscó un medio cualquiera de mostrarle su agradecimiento y de saber algo más sobre la enfermedad de Sylvie; pero el otro se obstinó en un mutismo total y se contentó con saludarle levantando el sombrero una vez montado, antes de enfilar la gran avenida del castillo. Perceval no esperó a que se hubiera alejado y corrió a la alcoba de su ahijada, donde se le había anticipado una Jeannette entusiasmada. Sylvie estaba tendida en el lecho con los ojos abiertos de par en par, unos ojos claros que miraban en derredor. Se la veía aún débil, pero sus labios habían recuperado algo de color y le sonrió, tendiéndole los brazos.

— ¡Qué alegría veros de nuevo! Me parece que hace años que no os veía…

— A mí me ha parecido un siglo, querida. ¿Qué ha sido de ti durante todo este tiempo?

— No lo sé… Todo lo que recuerdo es haber sufrido con todo mi cuerpo, y en particular haber dormido… y soñado. Primero eran pesadillas horribles, pero luego los sueños se hicieron más agradables… Me parecía que volvía a Belle-Isle… y que era feliz…

— Ahora seré yo la que se ocupe de vos, y todo irá bien -declaró Jeannette con un aire desafiante que revelaba cuánto había soportado durante aquellos días. Empezó por hacer desaparecer las huellas del paso del médico, y luego colocó un catre para ella en la habitación misma de su ama.

Poco a poco, Sylvie volvió a hacer una vida normal y recuperó su anterior aspecto. Sin embargo, su humor había cambiado. Era como si en su interior se hubiera aflojado un resorte, y eso disminuyera hasta cierto punto el gusto por la vida que la caracterizaba desde su primera infancia. Durante los paseos que daba cada día del brazo de Perceval, a campo través, acabó por dar a entender la tristeza que le producía el silencio de los que llamaba «nuestros marinos», pero no hizo ninguna pregunta relativa a Marie. No porque hubiera expulsado a su hija de su corazón -era imposible, la quería demasiado-, sino porque se resistía a evocar su recuerdo e incluso su imagen, como rechaza la vista de un instrumento de tortura quien ha sufrido sus efectos.

Perceval lo comprendía, y en el fondo aquello le convenía porque no se atrevía a decirle que Marie había desaparecido. Y había algo más: una mañana que fue a Saint-Quentin con el joven Lamy, éste para reaprovisionar de ajos a la abadía y Perceval para devolver a su amigo el cirujano Meurisse un libro prestado, se enteró de una noticia poco tranquilizadora. Mientras bebía con Meurisse en el albergue de la Croix d'Or unas jarras de excelente cerveza, maese Lubin, el patrón, le entregó un par de guantes olvidados allí por Mademoiselle de Fontsomme. Mediante algunas hábiles preguntas hechas al buen hombre, Perceval supo que Marie había parado allí unas semanas atrás, había dejado en el lugar al amigo que viajaba con ella, y lo había recogido aquella misma tarde antes de reemprender, por la mañana, el camino de París. Un comportamiento extraño que no había dejado de plantear interrogantes a un hombre acostumbrado, sin embargo, a las manías de sus huéspedes. Conocía bien a Mademoiselle Marie y no comprendía qué podía estar haciendo en compañía de un hombre que habría podido ser su padre, pero el elevado rango de la joven no le permitía otra cosa que hacer conjeturas. Simple curiosidad de todos modos, porque las relaciones de los dos no parecían ir más allá de una simple amistad. Habían tomado habitaciones distintas, y Marie trataba a su acompañante con cierto despego… Al respecto, después de que Perceval insistiera en sus preguntas, el posadero dio una descripción tan minuciosa del viajero que a Perceval no le quedó la menor duda: el acompañante de Marie era Saint-Rémy, y eso era decididamente inquietante. ¿Por qué ese viaje juntos, y, sobre todo, qué lugar ocupaba aquel miserable, asesino y falsario en el ánimo de Marie? No podía haber cariño entre ellos: ¡cuando se ama a un Beaufort, no se vuelca el afecto decepcionado en un Saint-Rémy! Pero a pesar de todo, de vuelta en Fontsomme Perceval buscó con ahínco un pretexto válido para ir a París y dedicarse a una investigación minuciosa.

El correo vino en su ayuda.

Desde el momento en que maese Ragnard regresó al palacio del Luxembourg y la información de que Madame de Fontsomme estaba fuera de peligro circuló entre la sociedad parisina, en la que conservaba buen número de amigos, aquellos que no reglamentaban su vida en función del ceño del rey se apresuraron a escribirle: primero Mademoiselle, y luego Madame de Montespan, Madame de Navailles, D'Artagnan por más que no fuera hombre de pluma, y sobre todo la querida Madame de Motteville.

Como la muerte de Ana de Austria había disuelto su servicio, su fiel acompañante abandonó una corte en la que no tenía nada que hacer y se instaló en la Visitation de Chaillot, donde su hermana, Madeleine Bertaut, había sucedió en el cargo de superiora a sor Louise-Angélique, conocida en el siglo por el nombre de Louise de La Fayette. Por ella se supo la llegada de Marie a aquel convento, en el que no conocía a casi nadie.

«Me dio a entender que no deseaba profesar, sino concederse un tiempo de reflexión y aconsejarse con su conciencia y con Dios…»

Las últimas palabras tuvieron el don de irritar a Perceval. ¿Aconsejarse con Dios? Ya era hora, después de que aquella pequeña estúpida atravesara Francia entera en compañía de un maleante y colocara a su madre a dos pasos de la muerte. Sin embargo, se contuvo para no herir a Sylvie, que parecía muy tranquilizada.

— ¡Gracias a Dios, está en un lugar seguro! -suspiró mientras volvía a plegar la carta que acababa de leer en voz alta-. ¡Sólo nos queda rezar por que vuelva con nosotros algún día! Ahora únicamente me falta recibir pronto noticias de Philippe. ¡Un silencio tan largo es cruel!

El Cielo decidió sin duda mostrarse clemente, porque a la mañana siguiente llegó una carta del abate de Résigny. Estaba fechada en La Rochelle y llena de entusiasmo; en ella no había la menor alusión al drama del castillo familiar. Los barcos de Beaufort no habían hecho más que tocar tierra en Tolón para reavituallarse antes de pasar al Atlántico, donde les esperaban dos misiones. Primero, escoltar hasta Lisboa a la prometida del rey de Portugal, que no era otra que la turbulenta Marie-Jeanne-Elisabeth, sobrina de Beaufort; y después, o al mismo tiempo, oponerse a posibles ataques de Inglaterra a Holanda, aliada de Francia por tratado. Carlos II, el bienamado hermano de Madame, había hecho destruir los establecimientos comerciales holandeses de Guinea, y en América se había apoderado de Nueva Ámsterdam. [29] De modo que, después de largas negociaciones, Luis XIV se había decidido a apoyar a su aliada con las armas. Bajo el alto mando de Beaufort, sus dos marinos más ilustres, Abraham Duquesne y el caballero Paul, se hicieron cargo de las flotas, el uno de la de Poniente y el otro de la de Levante.

«La guerra nos espera -escribía el abate en un tono que se adivinaba puntuado por suspiros-. Será dura, porque Inglaterra posee muchos más navíos que nosotros, pero todos los locos que me rodean se alegran, empezando por nuestro joven héroe, que me encarga envíe mil cariñosos besos a la señora duquesa y a Mademoiselle Marie. Su salud es excelente… mucho mejor que la de vuestro servidor, a quien las olas verdes del Atlántico no sientan mejor que las últimas bendiciones dadas a los moribundos sobre el puente de un navío cubierto de sangre y acribillado de metralla… Quizá me dejen en Lisboa, o bien me enviarán a esperar a la flota en Brest, adonde irá a recalar este invierno.»

— El abate se hace viejo -comentó Perceval-. Se merece un poco de reposo, y más ahora que en realidad Philippe ya no le necesita…

— Hace tiempo que no le necesita, pero es tanto el afecto que les une que no me atrevo a pedirle que vuelva aquí. Y además, ¿quién nos escribiría?

Curiosamente, la guerra que se iniciaba de nuevo contra Inglaterra iba a influir en las dudas de Marie.

Para Madame había pasado la época feliz de los inicios de su matrimonio; las relaciones con su esposo se iban deteriorando a pesar de la presencia de dos hijos. Buena parte de culpa la tenían los amigos de Monsieur: unos porque la detestaban, como el caballero de Lorraine o Vardes, al que había hecho exiliar; y otros, como Guiche, porque la querían demasiado. Además, aunque en sus relaciones con el rey seguían primando la confianza e incluso el cariño, porque Luis XIV veía en ella la relación más segura con Inglaterra, unido a una consejera inteligente y sagaz, se había llegado a una situación de ruptura casi completa con María Teresa, que no ocultaba unos celos por lo menos tan fuertes como los que le inspiraba La Vallière. Finalmente, lo que ocurría en Londres inquietaba a la princesa, incluso la desolaba: la reina Enriqueta, su madre, había vuelto a Francia, huyendo de la terrible peste que se había extendido por la capital inglesa y matado a muchos de sus amigos; pero no era ninguna gran ayuda para su hija, ya que repartía su tiempo entre su castillo de Colombes y las aguas de Bourbon. Luego, a consecuencia de la epidemia y de los numerosos fuegos encendidos para destruir los cadáveres, Londres, un año después, se vio arrasado casi en su totalidad por el terrible incendio que destruyó todos los barrios antiguos y marcó un hito en la historia del país. Finalmente, el pequeño duque de Valois, que iba a cumplir dos años, cayó enfermo cuando se deterioraban las relaciones entre los dos hombres a los que ella más amaba en el mundo: su hermano Carlos II y su cuñado Luis XIV. Entonces, al saber que la joven Marie de Fontsomme, a la que siempre había querido con ternura, se había retirado al convento de Chaillot, le envió a Madame de La Fayette para pedirle que volviera a su lado. Y Marie emprendió de nuevo el camino del Palais-Royal y recuperó un lugar privilegiado junto a la princesa. Por orden de ésta, Madame de La Fayette escribió a la madre exiliada una carta en la que le daba cuenta de las novedades; pero Marie, por su parte, siguió guardando silencio… Sylvie, resignada, se contentó desde ese momento con aguardar acontecimientos.

El curso regular, y con frecuencia monótono, de los días, las semanas y los meses se deslizaba sobre Fontsomme y sus habitantes. Sylvie, que había vuelto a montar a caballo, se ocupaba bastante de sus campesinos. Ellos le devolvían su solicitud en forma de respeto y amistad, aunque le siguió siendo imposible aclarar el secreto de la desaparición del cuerpo de Nabo. Acabó por desistir: era un secreto de ellos y no quería forzar sus conciencias.

Al contrario que en sus primeros diez años de viudedad en Fontsomme, no mantenía ninguna relación con los propietarios de los castillos vecinos. Estos, tan obsequiosos antes, ya no se interesaban por una mujer que había incurrido en la cólera del rey. A ella no le importaba, y menos aún a Perceval, que se dedicaba con pasión a la botánica, la lectura, el arte de la jardinería y las encarnizadas partidas de ajedrez con el abate Fortier o con su amigo Meurisse, que venía a veces a pasar unos días. Además, mantenía una voluminosa correspondencia con amigos parisinos -a Sylvie no le gustaba mucho escribir, y era él quien se encargaba del correo de la casa-, gracias a los cuales los ecos del mundo seguían llegando a su retiro. Mademoiselle era la más asidua, y gracias a ella no ignoraban nada de cuanto sucedía en la corte. Supieron así que, a pesar de los hijos que seguía dando al rey, La Vallière iba eclipsándose poco a poco, empujada hacia la sombra de la desgracia por un astro ascendente de brillo irresistible: la arrebatadora Athénaïs de Montespan tenía a Luis XIV cautivo en sus redes. Cuando La Vallière, embarazada una vez más, recibió el título de duquesa, nadie dudó de que se trataba de un regalo de ruptura, porque hacía ya bastante tiempo que la más tímida de las favoritas había iniciado su calvario personal. La caída de Madame de Montespan en brazos del rey se produjo poco después de ese acontecimiento, y en esta ocasión fueron los chismes de la región los que llevaron la novedad a los habitantes de Fontsomme: en efecto, fue en La Fère, a tan sólo unas leguas de distancia, donde llevó Luis XIV a las damas para que admiraran su ejército y donde logró abatir una virtud que se decía inconquistable. La Vallière, que se había quedado voluntariamente en París, no pudo soportarlo. Subió a una carroza a pesar de su embarazo y del mal estado de los caminos para reunirse con un amante al que adoraba, pero no pudo sino constatar su desgracia: su antigua compañera entre las doncellas de honor de Madame la había suplantado… Unos meses después, dejó la corte para refugiarse en el convento de Chaillot. En cuanto a Madame de Montespan, nunca volvió a escribir a Fontsomme.

Sylvie se preguntó entonces si la amistad de la marquesa por su hija subsistiría ahora que la favorita podía dejar a sus espaldas los testigos de los tiempos difíciles. Empezando por su marido, con el que sin embargo se había casado por amor, y que ahora escandalizaba a la ciudad y a la corte con los excesos de su furor: dio una paliza a los Montausier, a los que acusaba de haber entregado a su mujer al rey; llevaba cuernos en su sombrero, y quería provocar a Luis XIV a un duelo. Lo único que consiguió fue ir a parar a la Bastilla. En la pluma de Mademoiselle, sus excentricidades eran de una comicidad irresistible, pero la princesa sabía señalar también el dolor auténtico que revelaban. Por desgracia, nunca decía nada referente a Marie, sólo entre líneas: así, comentó que después de la muerte de su hijo el pequeño duque de Valois, Madame, entregada a su dolor, se mantenía apartada de la corte; y Sylvie dedujo que lo mismo le ocurriría a Marie…

En realidad, lo que siempre esperaba encontrar en las cartas de Mademoiselle eran noticias de François, de quien ella seguía siendo fiel amiga. Apenas si se refería a él, salvo para deplorar el rápido deterioro de las relaciones del duque con Colbert a pesar de las batallas libradas -y ganadas-, y del enorme trabajo realizado para la reconstrucción de la flota -algo que el ministro deseaba-, a la que Beaufort consagraba todo el tiempo que estaba en tierra. Ya nunca se le veía en París, como tampoco a Philippe, pegado a él como una sombra.

Por fin, un atardecer de invierno…

Los criados empezaban a cerrar los postigos interiores y Corentin realizaba con sus perros la ronda habitual, mientras en las cocinas se cubrían los fuegos para la noche, cuando la gran avenida de los olmos se llenó con los ecos de una cabalgata: el alegre entrechocar de los cascos, el tintineo de las barbadas de los caballos, el chirrido de las ruedas de una carroza… En un instante, el castillo entero se movilizó. Se aprontaron linternas y antorchas, Corentin volvió a toda prisa, y Sylvie, que bordaba una casulla para el abate Fortier, y Perceval que tomaba un caldo de pintada junto a la chimenea de la biblioteca, corrieron a las ventanas. Llegaba una carroza de viaje precedida por tres jinetes y seguida por media docena de hombres armados.

— ¿Será Mademoiselle, que vuelve? -preguntó Raguenel.

Sylvie, con un grito ahogado, se recogió las faldas y corrió al gran vestíbulo. Antes incluso de que las luces iluminaran los rostros y de que los sombreros fueran lanzados alegremente al aire, su corazón había reconocido a los recién llegados: eran François y Philippe, acompañados por Pierre de Ganseville. Se oyó la voz recia de Beaufort, que reclamaba «una silla para trasladar al señor abate». En efecto, el ocupante de la carroza era el abate de Résigny, pero ¡qué cambiado! Se había quedado en tierra durante la última campaña, refugiado en un cómodo convento de Nantes a consecuencia de un pequeño accidente, y había engordado hasta el punto de doblar su volumen normal, lo que le había valido la dolorosa crisis de gota que padecía.

— Sus amadas monjas querían quedárselo -explicó Beaufort entre risas-, ¡pero el señor abate ha insistido en acompañarnos para hacer penitencia!

— Era necesario de todo punto que volviera -explicó el enfermo, transportado con prudencia por dos fuertes lacayos-. Necesito seguir un régimen más frugal y adelgazar.

— Me extrañará que lo consigáis aquí -exclamó Perceval con una carcajada-. ¡Tenemos seguramente al mejor cocinero de Francia! Muy pronto podréis juzgar por vos mismo.

Las cocinas, en efecto, habían despertado en cuanto se oyó el paso de los caballos, y Lamy había puesto manos a la obra.

— ¡Ésa es una buena noticia! -clamó Beaufort-. Nos morimos de hambre.

Sylvie no le oyó: lloraba de felicidad entre los brazos del hijo al que había temido no volver a ver nunca. No paraba de abrazarlo más que para contemplarle con admiración: ahora era un magnífico hombretón del que cualquier madre se habría sentido orgullosa. El duque comentó, entre nuevas risas:

— Me confiasteis a un muchacho y yo os devuelvo, me parece, un duque de Fontsomme hecho y derecho.

— ¿Me lo devolvéis? -suspiró Sylvie, incrédula.

— Es mi intención, pero…

— Pero yo no quiero, madre -puntualizó Philippe-. Allí donde vaya el señor mariscal, quiero ir también yo.

— Luego hablaremos de eso -le interrumpió éste-. Hace un frío atroz en este vestíbulo. ¡Vamos a calentarnos!

Después de llevar al abate de Résigny a su antigua habitación con todo el cuidado deseable, y de prometerle que se le serviría allí la cena, el resto de los viajeros se instaló ante una mesa preparada en un tiempo récord y servida ya con numerosos platos. Antes de sentarse, la duquesa volvió a la realidad y creyó oportuno prevenir:

— Tenéis que saber, monseñor, antes de sentaros a esta mesa, lo que me ha sucedido. He sido…

— ¿Exiliada? Lo sé. Me lo ha dicho Mademoiselle, muy indignada, y yo comparto su sentimiento. Ese pipiolo coronado empieza muy mal su reinado si castiga a sus súbditos más fieles, pero hablaremos más tarde de ese tema. Sólo diré que, para mí, ésa es una razón más para devolveros a Philippe. Es el jefe de la familia, y lo necesitaréis.

La alegría de Sylvie disminuyó considerablemente.

— En este caso os equivocáis, amigo mío. El rey me ha dado a entender con mucha claridad que su orden de exilio sólo me afecta a mí, y que se propone mantener en su favor a mis hijos, si le sirven bien.

— ¡Eso es! -dijo, triunfal, Philippe-. ¿Qué os decía, monseñor? Mi madre tiene un alma demasiado elevada para querer guardarme entre sus faldas cuando sabe hasta qué punto amo el servicio en el mar. En cambio, esperaba encontrar aquí a Marie. ¿Dónde está?

— Ha regresado a su servicio junto a Madame.

— ¿No está un poco loca? Después de caer como un nublado sobre Tolón exigiendo por así decirlo que el señor almirante se casara con ella, cosa que él tuvo la bondad increíble de aceptar, desapareció de golpe dejando tan sólo una carta por la que la muy tonta le devolvía su libertad. ¿Y ahora ha vuelto con Madame? La veis con frecuencia, supongo.

— Nunca -dijo Perceval, lanzándose en auxilio de Sylvie, cuyos ojos veía cuajarse de lágrimas-. Deja a tu madre, ya te explicaré, pero no te equivocas al pensar que tu hermana está un poco loca.

— ¡Pues bien, yo la haré entrar en razón! Ahora ése es mi papel, y tendrá que darme cuentas de su conducta. La verdad…

— Olvidadla por un instante, hijo mío -cortó Sylvie, que no quería que la conversación se centrara demasiado en un tema que prefería con mucho confiar a la diplomacia de su padrino-. Vos, monseñor, hablabais hace un instante de «una razón más» para separaros de Philippe. ¿Quiere eso decir que hay otras?

— Claro que hay otras -intervino el joven-. El señor almirante quiere irse a la cruzada y piensa que tiene pocas posibilidades de regresar vivo…

— ¿A la cruzada?

Beaufort dio un puñetazo en la mesa que hizo saltar la vajilla de plata dorada.

— ¿Y si me dejaras hablar a mí? -bramó-. Es asunto mío, y vas a dejar que yo mismo lo explique a tu madre y al caballero de Raguenel.

Apartó el plato y vació de golpe la copa, que el criado colocado a sus espaldas se apresuró a llenar de nuevo. El gesto atrajo hacia él la atención del duque.

— Me gustaría que estuviéramos solos en esta sala -dijo.

Un gesto de Perceval hizo salir a los criados. Beaufort, de codos sobre la mesa, volvió a tomar la palabra en un tono en el que vibraba la cólera:

— Mis relaciones con Colbert se han hecho detestables. Ese hombre me odia, y no sé por qué razón.

— Aquí la conocemos todos -dijo Perceval en tono serio-. Porque erais amigo de Fouquet y preparabais juntos grandes proyectos…

— Ha retomado esos proyectos por su propia cuenta, y yo no se lo reprocharía si no estuviera vaciando el cargo de almirante de Francia de toda su sustancia. Desde que el año pasado el rey le encargó de los asuntos relacionados con la marina del Levante y el Poniente, no hay nada que no dependa de él y no pase por sus manos. Así, está haciendo construir muchos navíos con el fin de dotar al reino de flotas capaces de enfrentarse a cualquier enemigo, pero yo no tengo derecho a construir ni uno solo. De hecho, no mando más que un puñado de barcos viejos. Si quiero uno nuevo, y marinos para su tripulación, tengo que pagármelo con mis propios bienes. Y el rey le da la razón…

Sylvie se sintió estremecer. La mirada que cruzó con Raguenel estaba llena de angustia. Adivinaba demasiado bien lo que se escondía detrás de esa especie de impotencia a la que Luis XIV y su ministro condenaban poco a poco a este hombre, ahora que el rey había descubierto el verdadero parentesco que les unía. El caballero y Sylvie sabían que el marino no lo soportaría mucho tiempo. Estaban apostando por que despertaran los viejos demonios de la Fronda e impulsaran a Beaufort a rebelarse. Le escuchó distraída mientras él acababa de vaciar el vaso desbordante de su amargura: continuamente le reprochaban sus mejores iniciativas, como el acuerdo que había alcanzado con el rey de Marruecos, gracias al cual se había asegurado la posibilidad de replegarse a una serie de puertos seguros tanto en el Mediterráneo como en el Atlántico.

— Me reprochan que me meto en lo que no me concierne, y Colbert se atreve a exigir que yo, príncipe francés, no me dirija a él más que por intermedio de un secretario. ¡Pretende que mis cartas son ilegibles! ¡Ha tardado mucho tiempo en darse cuenta!

Si aquel detalle no mostrara más que una voluntad deliberada de ofender al almirante, Sylvie tal vez habría sonreído. Con los años, la ortografía de François y los giros poco ortodoxos que utilizaba no habían mejorado. Pero le parecía cruel ver cómo aquel príncipe tan generoso y noble era humillado sistemáticamente por un ministro sin duda dotado de un gran talento, pero que utilizaba todos los medios a su alcance siempre que se trataba de molestarle o de disminuir sus méritos. Con un tono en el que se percibía su cansancio, François concluyó:

— Yo sabía ya que no había lugar para los dos en la armada, pero es él quien gana, porque el rey acaba de nombrarle secretario de Marina.

— ¿Vais a retiraros a vuestras tierras? -preguntó Perceval, incrédulo.

— Me conocéis lo bastante para saber que no. El papa Clemente IX llama a los soberanos de Europa a la cruzada para liberar la isla de Candía, posesión de Venecia, que el turco asedia desde hace más de veinte años. ¡Veinte años! Un sitio tan gigantesco, que lo han bautizado la «Gigantomaquia». Hay allí un hombre extraordinario, de nombre Francesco Morosini, capitán general de las tropas de la Serenísima República y de las de sus raros aliados, como el duque de Saboya, mi sobrino. Está conteniendo a los asaltantes con recursos asombrosos. Cuando los turcos intentan excavar minas bajo sus fortalezas, lanza sobre ellos gruesas bombonas de vidrio llenas de una mezcla sulfurosa que estalla y mata a trescientos hombres de golpe. Un soldado de ese valor merece ayuda, y el sultán, que ha puesto precio a su cabeza, lo sabe tan bien que ha enviado a Fazil Ahmed Kóprülü Pacha, su gran visir, a dirigir en persona el ataque contra Morosini. Así pues, he decidido que, como no me dejan hacer nada en Francia, voy a dedicarme a esa tarea. Estoy haciendo construir un gran navío digno del hermoso título de almirante que Colbert está a punto de reducir a la nada…

A su vez, Perceval se acodó en la mesa para mirar a Beaufort más de cerca. Sus párpados se estrecharon hasta reducir sus ojos a dos ranuras brillantes.

— ¡Un instante, monseñor! No tenéis derecho a partir así sin el permiso del rey. Ahora bien, éste mantiene bastante buenas relaciones con la Sublime Puerta, con el fin de equilibrar el poder de los Habsburgo. Es… por así decirlo, aliado del sultán otomano.

— Sin duda, pero también es el Rey Cristianísimo y no puede permitirse desoír el llamamiento del Papa.

— Dicho de otra manera, ¿está cogido entre dos fuegos? ¿Sabéis por casualidad cuál es la opinión de Colbert sobre ese tema?

Beaufort le dedicó una sonrisa en la que la ironía se mezclaba con la amargura.

— ¿Qué pensabais? -dijo con una insólita suavidad-. Está de acuerdo con el envío de una flota y un cuerpo expedicionario… e incluso con que sea yo mismo quien esté al mando.

— ¡Caramba!

— Pues sí. Confieso que esa repentina generosidad me ha dado que pensar. Ahora me parece haber comprendido: Colbert cree que es una ocasión excelente para librarse de mí. No sé aún cómo pretende hacerlo, pero intuyo que piensa hacerlo -añadió con cierta melancolía.

— ¿Y tenéis intención de dejarle hacer? -protestó Sylvie.

— No… No, claro que no. Podéis estar segura de que me cuidaré todo lo posible, porque el peligro estará en todas partes; por esa razón os devuelvo a Philippe.

— ¡Y por lo mismo, yo me niego a quedarme! -exclamó el joven-. ¿Habláis de peligro, monseñor, y me negáis el derecho a participar? ¡Adonde vos vayáis, iré yo!

— Eres el jefe de la familia y el último vástago de un gran nombre. Debes a tus antepasados el continuarlo. Además, tampoco me llevo a Ganseville…

Sonrió a su escudero, que enrojeció, y dedicó a Sylvie el final de su sonrisa.

— También él es el último de su nombre. ¡Y va a casarse!

— ¿Es verdad? ¡Oh, cuánto me alegro! -dijo Sylvie tendiendo una mano a aquel amigo de siempre-. ¡Vos que jurabais que moriríais soltero!

— Es verdad, señora duquesa. Y estaba convencido de que así sería hasta el día en que, en Brest, tuve el honor de ser presentado a la muchacha más hermosa que nunca he conocido. Su padre tuvo a bien aceptarme, de modo que voy a casarme con la señorita Enora de Kermorvan -añadió visiblemente emocionado-, pero no por ello siento menos vergüenza. ¡Faltar así a mis deberes con el príncipe!

— Debes fundar una familia… y podrás servir al lado de Abraham Duquesne, que es el marino más grande que conozco, y un buen amigo mío. De todas maneras -acabó Beaufort con un imprevisto tono alegre-, el mar nunca ha correspondido a tu amor por él. ¡Por lo menos tu estómago estará en su sitio!

— Todo eso está muy bien -replicó Philippe con cierta brusquedad-, pero yo no me caso y os seguiré, monseñor, lo queráis o no. Por otra parte, no será tanto el riesgo que corra. ¿No os lleváis con vos a vuestro sobrino, el caballero de Vendôme, que sólo tiene catorce años y al que queréis?

— No es el primogénito de los hijos de mi hermano, y está destinado a Malta. Si Dios lo quiere, algún día será gran prior de Francia. Ha llegado el momento de habituarlo al mar. En cuanto a ti…

— ¡Llevadlo! -suplicó Sylvie-. No quiero verle desgraciado, y como lo conozco, sé que os seguirá de una manera u otra. Prefiero saber que está a vuestro lado.

Philippe dejó su asiento para correr junto a su madre, la tomó en brazos, la estrechó contra sí y la besó con un cariño que hizo que sus ojos se humedecieran.

— ¡Entonces vendrás! -gruñó Beaufort, contemplando la escena-. Todavía no he descubierto la manera de resistirme a vosotros dos…

Feliz por haber conseguido lo que quería, Philippe se precipitó al cuarto de su preceptor para anunciarle la buena nueva. Mientras, Sylvie, cuyo corazón se había desgarrado al abogar por la causa de su hijo, sintió la necesidad de estar sola unos momentos. Con una vaga excusa, se levantó de la mesa. Sabía que los tres hombres se quedarían aún un rato en torno a las pipas y los licores para saborear uno de esos momentos de intimidad entre hombres que tanto les gusta compartir, y en los que no cabe la presencia de mujeres. Fue a coger una gran capa con capuchón forrada de pieles, y salió por una de las puertaventanas del gran salón que daban a una amplia escalinata por la que se bajaba a los jardines y, más lejos, hasta el estanque, que brillaba como si fuera de mercurio bajo la fría luna.

A paso lento cruzó los parterres enmarcados por matas siempre verdes de boj, y en los que la tierra florecería de nuevo muy pronto. La noche era casi templada gracias a una ligera brisa del sur levantada después de la llegada de los viajeros. Aquella brisa traía ya el olor de la primavera próxima, pero la paseante no disfrutó de ella tanto como solía. Adoraba la estación de los renuevos, de la eclosión progresiva de árboles y plantas; pero esta primavera iba a traerle una angustia continua, y se maldijo por haber intercedido un momento atrás por Philippe. Aquella guerra, aquella cruzada, como la llamaban, le daba un miedo horroroso porque había adivinado en François la necesidad de afirmar su valor mediante grandes acciones, tal vez incluso la búsqueda de una apoteosis sangrienta que inscribiera para siempre su nombre en el gran libro de oro de los héroes. ¿Cómo interpretar, si no, la reticencia que mostraba a llevarse consigo al hijo al que amaba? Pensar en aquel otro Philippe, el pequeño caballero de Vendôme, no la consoló: no era hijo suyo, el único que le quedaba porque Marie la rechazaba…

Tomó asiento en un banco de piedra bajo un sauce de delgadas ramas desnudas, para contemplar el agua en calma, y allí se quedó largo rato hasta que su fino oído percibió unos pasos que se aproximaban, unos pasos extraordinariamente ligeros, de cazador; los reconoció entre mil. No se volvió, dijo:

— Madame de Schomberg y Pierre de La Porte han sido exiliados al mismo tiempo que yo. ¿Sabéis lo que significa eso?

— Mademoiselle no me habló más que de vos, porque sabe que sólo vos me importáis…

— Es sorprendente. Sin embargo, el acontecimiento fue muy comentado. Pues bien, sabed que el rey no ignora ya las circunstancias… particulares que rodearon su nacimiento. Antes de recibir la comunión por última vez, la reina Ana se lo confesó todo. ¿Seguís queriendo marchar a la cruzada?

Hubo un silencio, turbado sólo por un suspiro, y luego por una respiración afanosa.

— Más que nunca… quizá para evitar a ese joven la tentación de hacerme asesinar.

— ¡Qué tontería! Nunca lo hará. A pesar de los excesos debidos a su juventud y a una sangre… demasiado exigente, conserva en el fondo un verdadero temor de Dios, y no se atraería terribles remordimientos para su vejez con la comisión del peor de los crímenes. Pero sin duda no ve ningún inconveniente en que los azares de una guerra lejana le libren para siempre de vuestra presencia. Sabe que Colbert os odia.

— Razonad con lógica. ¿Os parece que ha confiado un secreto así a un simple servidor, el que se pretende el rey más grande del mundo?

— Por supuesto que no, pero ese odio le conviene, y lo dejará obrar.

— Ante Dios, el crimen sería el mismo. Ahora comprendo mejor ciertas cosas. En estos días he tenido la sensación de que mi vista le resultaba penosa. ¡Ya antes no me quería mucho, y ahora debo de inspirarle horror!

— Ignoro cuáles son con exactitud sus sentimientos hacia vos, pero me resulta sospechosa la complacencia de Colbert hacia vuestra expedición. ¡No partáis, François, os lo ruego!

Conmovido por las lágrimas que se adivinaban en la voz de Sylvie, se colocó detrás de ella y apoyó con suavidad sus manos en los hombros temblorosos.

— Hace tanto tiempo que no me llamabais por mi nombre, Sylvie. ¿Lo pronunciáis para despojarme de mi valor?

— No… Es porque querría tanto… querría desesperadamente convenceros de que os quedéis.

— ¿A causa de Philippe? Os prometo que lo mantendré apartado del peligro en la medida de lo posible.

— Por él, claro está, ¡pero sobre todo por vos! Oh, François, tengo mucho miedo de lo que os espera allá lejos. Tengo miedo de no… no volveros a ver. Algo me dice que no sólo no os cuidaréis, sino que además iréis en busca de la muerte.

— Es verdad que lo he pensado. Esta guerra ha sido ordenada por Dios, y confieso que he pensado muchas veces aprovecharla para ir hacia El. ¡Morir en plena batalla, en plena gloria! ¡Qué final feliz para una vida fracasada!

— ¿Fracasada? ¡Oh, François! ¿Cómo podéis decir una cosa así? Cuando…

— ¡Silencio! Sé lo que valgo, Sylvie, y creo que estoy tan cansado de mí mismo como de los demás.

Con un movimiento vivo, se sentó a su lado en el banco y cogió sus manos para obligarla a mirarle de frente.

— Sólo hay un ser en el mundo que pueda darme deseos de continuar una existencia que molesta a tanta gente, y ese ser sois vos. Si regreso vivo, ¿prometéis casaros conmigo?

Ella tuvo un sobresalto, e intentó levantarse y escapar de él; pero la tenía bien sujeta.

— ¡Es imposible! ¡Sabéis muy bien que es imposible!

— ¿Por qué? ¿Porque maté…?

— No. Por Marie, que me ha rechazado igual que ha rechazado su amor por vos cuando ha sabido que sois el padre de Philippe.

— ¿Cómo lo ha sabido?

— Pero ¿no habéis recibido la carta de Perceval? Lo ha sabido por ese maldito Saint-Rémy, que había conseguido introducirse en el entorno de vuestro hermano Mercoeur y que conoció en casa de Madame de Forbin.

— ¿Ese miserable estaba allí? ¿En Provenza? ¿Y yo no le he visto nunca, no lo he sabido, no me lo he encontrado?

— Sin duda se ocultó de vos. O bien ha cambiado de aspecto. En cualquier caso, lo que ha sucedido es que Marie me ha arrojado su desprecio al rostro. Si me casara con vos, pondría fin a la débil esperanza que aún guardo de recuperarla algún día. Estoy convencida de que todavía os ama.

— Pero yo no la amo como ella desearía. No acepté sino porque ella amenazaba matarse delante de mí, y también porque vos me lo pedíais, pero mi intención era retrasar más y más la boda hasta que ella comprendiera… o que encontrara a otro hombre. Hace meses que rezo por ello.

— Tengo miedo de que se parezca a mí -dijo Sylvie con una sonrisa triste-. Y que incluso se me haya adelantado. Yo tenía cuatro años cuando nos encontramos, y ella sólo tenía dos. Os amará siempre.

— ¿Porque vos me amáis? ¡Qué dulce es escucharlo! Volviendo a nuestro matrimonio, se me han ocurrido algunas ideas cuando, en el viaje de Brest a La Rochelle, fondeamos en Belle-Isle… ¡Oh, Sylvie, amo ese lugar más que nunca! Es el único rincón en el mundo donde puedo ser realmente feliz.

— No me cuesta ningún trabajo creeros.

— Entonces, retenedme aún en este mundo. Aceptad casaros conmigo a mi regreso y, lo juro ante Dios, lo abandonaremos todo para ir allí a vivir juntos. ¡Desapareceremos! Y de ese modo nos olvidarán, puesto que nuestra presencia ya no estorbará a nadie.

— ¿De verdad? ¿Haríamos algo así?

En su necesidad de convencerla, François deslizó sus manos a lo largo de los brazos de su amada. Temía a cada segundo que ella le rechazara, pero Sylvie ya no sentía deseos de resistirse. ¡Hacía tanto tiempo! Dejó que él la estrechara contra su pecho.

— Palabra de gentilhombre que es lo que haremos -dijo con toda seriedad-. ¡Decid que os casaréis conmigo!

— Volved… y seré vuestra…

El apretó más su abrazo y permanecieron largo rato al borde del estanque, escuchando el ritmo acompasado de sus corazones y mirando el agua inmóvil, agitada únicamente de tanto en tanto por el vuelo de algún pájaro pescador. Fue sólo en el instante de volver al castillo cuando sus labios se juntaron.

Al amanecer, Beaufort regresó a París, donde quedaban aún «algunos detalles por solucionar», llevándose consigo a Ganseville, del que no se separaría hasta emprender el camino hacia el sur, y a Philippe, al que con gusto habría dejado con Sylvie unos días más. Pero el joven, desconfiado, estaba resuelto a no perderle de vista.

En cuanto a los de Fontsomme, pasaron mucho tiempo consolando al abate de Résigny, avergonzado por haberse dejado invadir por las grasas hasta el punto de quedar inutilizable, y tanto más desesperado por ello.

— ¡Vaya, si no hay más problema que ése, señor abate, os haremos adelgazar! Lamy no os servirá más que caldos, pan tostado y agua. Así estaréis en forma para la próxima campaña.

El enfermo miró a Perceval con ojos de niño castigado sin postre.

— ¡Sería una crueldad! El Señor y la buena comida es todo lo que me queda ahora que Philippe ha crecido demasiado para seguir necesitando un preceptor. Ya no me embarcaré…

— ¿Y eso os apena? No sabía que fuerais un furibundo marino.

— No…, es verdad que no lo soy, pero ¿quién os dará noticias ahora?

No era el único que lo pensaba. Sylvie veía con aprensión el silencio futuro, que le daría la sensación de que Philippe y François habían entrado en un mundo inaccesible…

Los «detalles» que Beaufort pretendía solucionar en París pertenecían a la categoría de suaves eufemismos, por la excelente razón de que ni el rey ni Colbert deseaban que la expedición a la que les forzaba el Papa fuera un éxito. No debía indisponerles por largo tiempo con el aliado turco. Empezaron por especificar que Beaufort habría de contentarse con mandar los «veleros», mientras que Vivonne dirigiría las galeras; después, nombraron jefe de la expedición al duque de Navailles que, aunque era hombre valeroso, nunca había dado pruebas de una inteligencia fulgurante; en su matrimonio, quien tomaba las decisiones era la duquesa Suzanne. Incluso se negaron a que participara el gran Turenne, para estar seguros de que el asunto no funcionaría. En cuanto a Vivonne, le rogaron que no empleara un celo excesivo, que se retrasara todo lo posible con sus galeras a lo largo de las costas de Italia, y que no se presentara en Candía más que cuando fuera absolutamente indispensable para no quedar en ridículo.

Una nueva injuria para Beaufort era que se le prohibía dejar su barco en ningún caso, y se le daba la orden de esperar con los brazos cruzados mientras se producía el asalto contra los turcos. Esta vez, el duque se enfadó y apeló al Papa, que envió de inmediato un correo a Luis XIV: la intención de Su Santidad era que los verdaderos jefes de la expedición fueran su primo, el príncipe Rospigliosi, y el duque de Beaufort: era importante que éste, cuya bravura era célebre, pudiera dirigir las tropas en la batalla. La reprimenda obligó a capitular al rey y a su ministro, pero dejaron muy claro que, aunque permitían la expedición, no pensaban participar en su financiación. Era condenar a Beaufort a la ruina porque, por supuesto, vendió todo lo que poseía para afrontar los enormes gastos iniciados con la construcción en Tolón del Monarque, la magnífica nave capitana. [30] Esta exigencia insensata, que habría hecho renunciar a otro jefe que no llevara en sus venas la sangre de Godofredo de Bouillon, revelaba para quienes le querían -el primero Duquesne, que se indignó- una segunda intención: Beaufort «no debía» regresar de Candía, y por tanto sus bienes no habían de serle de ninguna utilidad.

¿Fue consciente de ello? Rechazó las objeciones con un irritado encogimiento de hombros: ¿no iba a combatir por la fe cristiana como lo habría hecho de haber ingresado en la Orden de Malta? Todas aquellas contingencias miserables no le afectaban. Aceptó incluso que los italianos de Rospigliosi le negaran el título de alteza, porque su propio príncipe no tenía derecho a él.

«¡Me trae sin cuidado la alteza, y lo demás! Renuncio a todo, salvo a las ocasiones de adquirir gloria.»

Sin embargo el 2 de junio, antes de abandonar Marsella, escribió al rey una larga carta que finalizaba así:

«Creo que estamos todos contentos los unos de los otros, y que existe una unión y amistad completa aquí entre las gentes de mar y de tierra. Todo se hace de común acuerdo. Nos sentiríamos muy desgraciados de reinar un ambiente distinto. Eso, me parece, puede llenar de respeto y satisfacción a Vuestra Majestad, de quien solicito la gracia, si así le place, de considerarme como si fuera su misma persona. Me obligan a ello toda clase de razones, y muy en particular la que no osaré decir para no faltar al respeto que le debo. Le suplico que esté persuadido de ello, y de que soy, con la mayor sumisión, de Vuestra Majestad el muy humilde, muy obediente y muy fiel servidor.

El duque de Beaufort.»

Tal vez presa de un impreciso remordimiento, Luis XIV le envió una suma de dinero que Beaufort distribuyó de inmediato entre los pobres de Marsella.

El 4 de junio por la mañana, la flota partió del puerto de Lacydon, en Marsella, bajo un sol radiante que arrancaba destellos del oro y el azul de que estaba pintado el Monarque. El espléndido navío de ochenta cañones hinchaba sus velas nuevas y hacía restallar al viento matinal la seda escarlata de los cuatro grandes pabellones del almirante que lucían las armas de los Vendôme, sostenidas por las efigies de san Pedro y san Pablo, y la inmensa bandera azul y oro con los lises de Francia.

Acaparaba el sol, poblaba el mar por sí solo, y detrás de él los restantes trece navíos, pese a su hermosura, parecían desaparecer. De pie en el puente junto al caballero de La Fayette, que era su segundo en el mando y su amigo, [31] Beaufort no se volvió ni una sola vez a contemplar la tierra que dejaba a sus espaldas mientras tronaban los cañones del fuerte Saint-Jean. No le conmovían las aclamaciones de la muchedumbre que se agolpaba en la orilla. Miraba el Mediterráneo inmenso y azul abrirse bajo su espolón como una mujer seducida. El mar llenaba su mirada y sus sueños. Allá lejos, en una isla perdida de la Grecia antigua, le esperaba la gloria…

Mes y medio más tarde, se sabía con consternación el fracaso de la expedición y sobre todo la muerte de Beaufort, cuyo cuerpo no había sido encontrado. Su joven edecán, Philippe de Fontsomme, había corrido la misma suerte…

TERCERA PARTE

Una máscara de terciopelo

1670

11. Un verdadero amigo

Sylvie se despedía de Fontsomme.

Cogida del brazo de Perceval, daba un último paseo por el jardín antes de recorrer las estancias del castillo y decir adiós a sus servidores. Aquel mes de abril excepcionalmente templado y soleado había provocado un estallido de la naturaleza: las lilas perfumaban el aire, los manzanos y los cerezos se cubrían de una delicada blancura y cada brizna de hierba recién brotada parecía proclamar su alegría por haber surgido de las profundidades de la tierra y ver de nuevo la luz. El estanque, ondulado por una ligera brisa, resplandecía como un fuego de artificio, pero toda esa alegría no servía sino para hacer más trágicas por contraste las dos siluetas de luto riguroso que avanzaban. Perceval vio brillar una lágrima en la mejilla de su acompañante. Estrechó un poco la mano que descansaba sobre su brazo.

— Sería mejor acabar ya, querida. Te haces daño a ti misma…

— Puede ser, pero he pasado tantos años aquí que debo un saludo y mi gratitud a toda esta belleza. Por cruel que me resulte pensar que nunca pertenecerá a mi Philippe. ¡Amaba tanto Fontsomme! Lo más duro es decirse que no reposará aquí y que su sombra no resultará molesta para el que va a sucederle… Cómo íbamos a imaginar hace tan sólo diez meses que ese miserable Saint-Rémy conseguiría un día su objetivo y que Colbert, ya que no el rey, respaldaría su reclamación ante las cortes soberanas.

— Es más asombroso aún que Beaufort y Philippe hayan sido declarados oficialmente muertos con el único testimonio de ese hombre, del que nadie habría podido imaginar que había marchado con la flota como voluntario, con un nombre falso.

En efecto, en los primeros días de febrero Saint-Rémy había regresado de Constantinopla, donde, después de resultar herido y preso en Candía, había sido cuidado y devuelto por el propio sultán Mehmet IV, con una carta para el rey de Francia en la que aseguraba que el duque de Beaufort había sido capturado durante la batalla y decapitado. El tal Saint-Rémy había reconocido su cabeza entre otras de cabellos rubios que le habían sido mostradas. La noticia de esa muerte, que los franceses y sobre todo los parisinos se negaban a creer -corrían sobre el tema los rumores más extraños-, fue acogida por la corte tal como convenía: se decretó luto y se ofició una ceremonia en Notre-Dame en torno a un catafalco vacío. Todo ello agravó el dolor de Sylvie, porque desvaneció las esperanzas que aún conservaba de que su hijo y su amado, declarados oficialmente desaparecidos, estuvieran aún con vida en algún lugar: si Beaufort había encontrado la muerte, Philippe, que no se separaba de él, no podía haber escapado a la cimitarra del verdugo otomano. Sin embargo, aún había de descender un último escalón en el abismo de su pena: el título de duque de Fontsomme quedó vacante, y la Cancillería real, después de consultar con el Parlamento y a partir del examen del acta presentada, pretendía adjudicarlo al señor de Saint-Rémy, en reparación por el daño de que había sido víctima y como recompensa por los servicios prestados a la Corona.

El nuevo golpe asestado a la duquesa había provocado la indignación de D'Artagnan. Como sabía por ella desde hacía mucho tiempo quién era exactamente ese Saint-Rémy, de cuya presentación al rey fue además testigo, no pudo contenerse y expresó sus sentimientos a Luis XIV con la ruda franqueza que le caracterizaba.

— Ignoro, Sire, lo que Madame de Fontsomme ha hecho a Vuestra Majestad, pero tiene que haber sido muy grave para que el exilio y la muerte de su hijo no os parezcan suficiente castigo: ¿es necesario también dejarla en la miseria?

— ¿Por qué os entrometéis, D'Artagnan? -gritó el rey, enfurecido, lo que no pareció intimidar al mosquetero.

— Por lo que dirá la gente de bien. Cierto que es poco numerosa en este palacio. Los cortesanos os aplaudirán y se apresurarán a incluir entre sus visitas al nuevo duque. Pero yo sé muy bien lo que habría dicho la augusta madre de Vuestra Majestad.

— ¡Dejad descansar a mi madre! Al apelar a su memoria no estáis eligiendo el mejor abogado… -Se dio cuenta entonces de lo extraña que había de sonar su frase, y añadió-: La duquesa no va a ser despojada de sus bienes, como pensáis: conservará su pensión de viudedad y su finca de Conflans, que le pertenece por derecho propio. Lo cual hace menos riguroso su exilio, porque le permite residir cerca de París.

— El difunto mariscal de Fontsomme y su hijo se han visto muy mal recompensados por haber derramado su sangre. ¡Tener a ese miserable como sucesor, cuando Vuestra Majestad no ignora que intentó asesinar al joven Philippe!

— ¡Después se ha rehabilitado! Basta ya, capitán. Podéis estimaros contento con mi paciencia, vuestra insolencia va a valeros tan sólo un arresto de un mes. Así podréis calmar un poco esa cabeza demasiado caliente para mi gusto.

D'Artagnan no insistió. Conocía aquel tono tenso que presagiaba un estallido de cólera y temió no por sí mismo sino por Sylvie, que podía pagar los platos rotos. Antes de volver al cuartel para «arrestarse» a sí mismo, traspasó el mando a su teniente y se permitió una rápida visita al Palais-Royal. Allí no pudo ver a Marie, que había salido para rezar en las Carmelitas de la Rue du Bouloi, pero sí a Madame, que le reservó su mejor acogida.

— Diré a Marie que habéis venido. Siente una gran pena por la muerte de su hermano y os agradecerá vuestro gesto. Hay días en que la crueldad del rey resulta turbadora. ¡Sobre todo cuando sabemos que puede ser tan bueno!

Pero D'Artagnan no creía en absoluto en la bondad de Luis XIV. De vuelta por fin en su alojamiento, tomó la pluma y escribió a Sylvie una larga carta en la que dejó hablar a su corazón con el fin de que ella estuviera segura de poder contar siempre con su devoción…

Los dos paseantes volvían ya hacia el castillo, donde los servidores, ocupados en cargar en dos carretas el equipaje y algunos objetos personales, habían hecho una pausa para correr hacia una carroza de viaje que acababa de llegar, bajar el estribo y abrir la portezuela con exclamaciones de alegría ante la joven alta, rubia y delgada, vestida también de luto riguroso, que descendió de ella y a la que tan bien conocían.

— ¡Dios mío! -exclamó Sylvie-. ¡Es Marie!

Ésta apretaba las manos que aquellas personas sumidas en la tristeza tendían hacia ella como a una esperanza; luego alguien señaló los jardines y a quienes allí estaban. Ella se recogió las faldas y corrió hacia ellos. A tres pasos de distancia más o menos, se detuvo.

— ¡Madre! -dijo con una voz apagada por la emoción-. He venido a pediros perdón…

Iba a doblar las rodillas y dejarse caer en la arena del sendero, pero Sylvie impidió el gesto. Invadida por una alegría que ya no esperaba, abrió los brazos para acoger a su hija finalmente de vuelta… La palidez de Marie, el dolor pintado en su bonito rostro, reflejaban un dolor igual al suyo propio.

Largo rato permanecieron así, apretadas la una contra la otra, mezclando sus lágrimas y sus besos.

— Hace mucho que te he perdonado -murmuró por fin Sylvie-. Lo único que esperaba era volver a ver algún día a mi hija. ¡Oh Marie, no sabes la alegría que me das al volver con nosotros!

— Que nos das -precisó Perceval-. Por mi parte, estaba seguro de que no podrías negarte a venir a compartir con tu madre estas horas terribles. -Y abrazó a la joven, pero con una reticencia que no pasó inadvertida a Marie.

— ¿No me perdonáis? -dijo con tristeza.

— No voy a ser más intransigente que tu madre, pero me cuesta más que a ella, aunque sigo queriéndote lo mismo. Estuvo en trance de muerte y no sabíamos qué había sido de ti; y cuando por fin lo supimos, fue ella quien me prohibió ir a decirte, delante de Madame si era necesario, lo que pensaba de tu conducta. En el fondo, ella tenía razón y yo no habría hecho más que envenenar más las cosas. Ahora me siento feliz y vamos a olvidarlo todo juntos. ¿Sabes que nos marchamos de aquí dentro de una hora?

— He visto los preparativos, pero ¿por qué tan pronto? ¿Y para ir adonde?

— No queremos esperar que el nuevo duque nos eche -dijo Perceval con amargura-. Vamos a Conflans, porque es todo lo que la generosidad del rey deja a tu madre.

Y eso porque la finca le pertenece en propiedad, como los bienes que le donó, cuando era niña, la difunta señora duquesa de Vendôme, que Dios tenga en su gloria -añadió, al tiempo que se quitaba el sombrero con respeto.

Sylvie no pudo retener un sollozo. En efecto, la duquesa François e había muerto el mes de septiembre anterior en la vieja mansión del faubourg Saint-Honoré, al que había vuelto después de la partida de la gran expedición para recibir las noticias con más celeridad. Tenía setenta y siete años, pero no fue la edad sino el dolor lo que abatió su antigua vitalidad, como había también golpeado al hijo mayor, Louis de Mercoeur, cardenal-duque de Vendôme, abrumado por la desaparición de su hermano.

Y Sylvie había visto aumentado su dolor en la muerte de la que había sido para ella una segunda madre, por la orden de exilio que le impedía acudir a verla una última vez y rezar al pie de su lecho mortuorio.

Con ternura, Marie deslizó su brazo por el de su madre y se encaminó con ella, a pasos lentos, hacia la mansión.

— ¡Pobre duquesa! -murmuró-. Se diría que la desgracia se ceba con la casa de Vendôme.

— Sí -suspiró Perceval-. Sobrevivió a sus tres hijos, que es lo más cruel que puede ocurrirle a alguien. Dios quiera proteger a los dos muchachos sobre los que reposa en adelante la gloria de ese alto linaje: el joven duque Louis-Joseph, que sólo tiene dieciséis años, y el pequeño Philippe, que ha tenido la suerte de volver de Candía sano y salvo, pero inconsolable por no haber podido encontrar a su tío…

— Son muchos los inconsolables -murmuró Marie-. Lo más difícil es convencerse de que no le veremos más… que tendremos que vivir sin él.

— Le amas todavía -susurró Sylvie, posando su mano sobre la de su hija-. No habrías tenido que devolverle su palabra.

— ¡Oh, sí! Aun en el caso de que se hubiera llevado a cabo la boda, habría acabado por detestarme.

Para despejar la atmósfera, Perceval cambió de tema y preguntó:

— ¿Nuestra marcha trastorna tus planes, quizá? ¿Pensabas quedarte aquí unos días?

— No. He venido a toda prisa para hacer las paces con vosotros antes de cruzar el mar, porque nunca se sabe lo que un viaje puede reservarnos. Madame va a Inglaterra, el rey la envía a hablar con su hermano, el rey Carlos II, para restablecer la alianza entre los dos reinos. En cierto modo, como embajadora extraordinaria. Naturalmente, yo voy con ella. Oh, el viaje no durará mucho: Monsieur, rabioso desde que fue exiliado el caballero de Lorraine, no autoriza a su mujer a ir más allá de Dover, donde sólo nos quedaremos tres días.

— ¡Es a la vez estúpido y cruel! -observó Perceval-. Cuando el rey decide…

— Monsieur no siempre cede. Tiene unos celos enfermizos de los éxitos de una mujer, a la que detesta desde la muerte de su hijo. La vida no resulta divertida en sus castillos, ya sea el Palais-Royal, Saint-Cloud o Villers-Cotterêts. Ha habido que plegarse a sus prohibiciones. -Pero tengo aún otra cosa que deciros, una decisión que me he visto obligada a tomar y que, espero, me perdonaréis…

— ¿Otro perdón? -preguntó Sylvie, sorprendida.

— Sí… por adelantado. El perdón antes del pecado… El hombre que va a ocupar aquí vuestro lugar, ese Saint-Rémy… está enamorado de mí desde hace mucho tiempo, al parecer. Y he decidido casarme con él.

— ¿Cómo?

Fue una exclamación de incredulidad a dos voces. La duquesa palideció, mientras Raguenel se puso de un color rojo encendido.

— ¿Te has vuelto loca? -rugió.

— No. ¡Intentad comprenderlo! El rey desea ese matrimonio porque ve en él una manera de unir la rama perdida al tronco principal…

— ¡El rey! -espetó Perceval-. ¡Otra vez el rey…!

— ¡Siempre el rey! Piensa que tendremos descendencia. Si no acepto, hará que se case con otra. Por eso estoy decidida a aceptar, pero puedo aseguraros que nunca habrá hijos…

— ¡No, no lo hagas, te lo ruego! -imploró Sylvie-. Y no te fíes por el hecho de que ese hombre es mucho más viejo que tú. Si le niegas lo que el matrimonio le permite exigir, puede forzarte a dárselo. Ignoras todavía, afortunadamente, la violencia de la que es capaz un hombre que desea a una mujer -añadió con un estremecimiento de horror retrospectivo-. Deja heridas incurables.

Pero Marie no quiso oír más. Con un movimiento brusco, estrechó a su madre, le dio un largo beso en la mejilla, y luego la soltó y corrió hacia su coche.

— ¡Para eso haría falta que tuviera tiempo! -gritó contra el viento que empezaba a levantarse-. ¡No os atormentéis por mí! Tengo aún una amiga segura en Madame de Montespan, y Madame me quiere mucho. Ellas me ayudarán.

— ¡Dios mío! -gimió Sylvie, tapándose la cara con las manos-. ¿Pero qué quiere hacer, casarse con ese asesino, compartir su casa y su lecho? ¡Oh, es impensable!

Perceval se encogió de hombros y volvió a tomar su brazo.

— Nada es impensable en la corte de Luis XIV, pero confío en Marie. Tiene carácter y es inflexible en sus decisiones, lo sabes bien. Y si conserva la amistad de la bella Athénaïs, estará protegida. ¡Se dice que el rey está loco por ella!

Se interrumpió: el abate de Résigny, con su breviario en las manos como si aquel día fuera igual a todos los demás, bajaba la escalinata, y ni en sus ropas ni su actitud había ningún signo que indicara una partida inminente.

— ¿Adonde vais, señor abate? -preguntó con cierta brusquedad Raguenel-. No hay tiempo para ir a rezar al parque. ¿No os venís con nosotros?

El preceptor de Philippe, que no había reducido gran cosa de volumen desde su llegada, sonrió con tristeza.

— No, porque en estos últimos días he reflexionado mucho, y rezado también; y, con vuestro permiso, señora duquesa, voy a quedarme.

— ¿Cómo, nos abandonáis? ¿Queréis servir al nuevo amo? -lo fulminó Perceval, rojo de cólera-. ¡Las cosas ya no serán como antes, claro! Por ejemplo, Lamy, al que tanto apreciáis, se va a servir al palacio del Luxembourg. La señora duquesa se lo envía a Mademoiselle para agradecerle su amistad. De todas maneras, no puede mantener el mismo tren de vida. ¡Vais a adelgazar, amigo mío!

Las lágrimas asomaron a los ojos del buen abate.

— Sé todo eso, y me conocéis muy mal, caballero. Además, aunque Jeannette se va con su ama, ¿no es cierto que Corentin Bellec se queda en su puesto de intendente de la propiedad?

— ¡Desde luego! No se puede dejar el ducado al albur de cualquier suceso, sin vigilancia. El… nuevo amo -las palabras salían con tanto esfuerzo que parecía masticarlas- podría exigir cuentas. Es un hombre muy interesado, y si Corentin se queda no es por gusto…

— ¡Tampoco yo! Él va a cuidar de los bienes terrestres, ¡yo del alma de Fontsomme! He querido demasiado a mi joven duque para no intentarlo todo con el fin de que ese hombre comprenda que está cometiendo un crimen y que…

— ¡Es al rey a quien habría que hacer comprender eso!

Sylvie se interpuso entre los dos hombres, el que lloraba y el que tronaba.

— ¡Os lo ruego, padrino! No debéis tratar al abate de esta manera. Nos da una gran prueba de amistad, y no nos traiciona como parecéis creer. Sin embargo, rehúso esa prueba: ese Saint-Rémy es peligroso.

— Es posible, pero voy a quedarme igual. Ya veis, estoy dispuesto a ser vuestro espía aquí, y quizá Dios me conceda poder hacer un buen trabajo.

— ¿Por qué no, después de todo? ¿Ya habéis olvidado, querido padrino, lo que acaba de decirnos Marie?

— No… no he olvidado nada. ¡Perdonadme, señor abate! Últimamente tiendo a tomar a mal todo lo que me dicen. Me estoy convirtiendo en un viejo gruñón… ¡Gracias por vuestra abnegación! Habría tenido que darme cuenta de cuál era vuestra intención.

Acogió entre sus brazos al abate para darle un fuerte abrazo, y luego lo soltó con tanta brusquedad que el infeliz habría caído al suelo si Madame de Fontsomme no le hubiera sostenido. A su vez, ella se inclinó para posar un beso en su mejilla mofletuda.

— Puede que nos seáis todavía más útil de lo que creéis -le dijo-. ¡Hasta la vista, querido abate! Siempre tendréis un lugar en nuestra casa. ¡Ah, veo que vienen los aldeanos! Creo que ha llegado el momento de decirles adiós.

Mientras el patio de honor de Fontsomme era el teatro de una escena conmovedora que permitió a la duquesa y al caballero de Raguenel verificar la magnitud del afecto que sentían por ellos las gentes del lugar, Marie se dirigía a Saint-Quentin, donde había de integrarse en el nutrido cortejo partido de Saint-Germain para acompañar a Madame hasta Dunkerque. La joven se sentía aliviada e incluso feliz por haber puesto fin a una separación tan cruel para todos; y también llena de un valor extraído del cariño renovado que sentía por los suyos. Habían sufrido demasiado, y Marie consideraba que le tocaba a ella defenderles ahora que Philippe, su querido hermano menor, no iba a volver nunca. ¡Philippe, al que amaba tanto y que Fulgent de Saint-Rémy había querido matar! Tenía derecho a hacer pagar sus crímenes al hombre que la había engañado durante tanto tiempo. ¡Y eso sucedería en el momento mismo en que él creería alcanzar el triunfo!

Con un gesto maquinal, buscó el saquito de terciopelo colgado de su garganta y lo sostuvo un momento, acariciándolo con la yema del dedo con algo parecido a la ternura. Había en él algo que podía liberar a la familia de su pesadilla.

Aproximadamente dieciocho meses antes, cuando Marie luchaba contra la desesperación en que la habían sumido las revelaciones de Saint-Rémy y la renuncia a su sueño, Athénaïs, por entonces en lucha casi abierta con La Vallière, le había aconsejado que consultara a una adivina: «Dice cosas asombrosas y puede ayudaros a hacerlas realidad. Des Oeillets os llevará.»Fue así como un día, acompañada por la camarera de la bella marquesa, Marie se había encontrado en el fondo del jardín de una casita situada en la Rue Beauregard, en aquel faubourg de la Villeneuve-sur-Gravois crecido a principios de siglo en torno a la iglesia de Notre-Dame-de-Bonne-Nouvelle. Allí, en una especie de gabinete amueblado con una mesa, dos sillas y un tapiz, la había recibido una tal Catherine Monvoisin, llamada la Voisin, una mujer pelirroja bastante guapa de casi cuarenta años, vestida con un manto de terciopelo púrpura bordado de oro y una falda verde claro drapeada de «punto de Francia», que estuvo a punto de provocar su hilaridad más que su confianza. Sin embargo, lo que le dijo despertó su atención, porque acertó a describir bastante bien la situación en que se debatía la joven, al menos a grandes trazos. Luego Marie quedó algo confundida cuando la adivina le predijo un nuevo amor, un amor que vendría de lejos.

«Entonces olvidaréis -le dijo- esta pasión que tan contraria os es; antes sufriréis una prueba difícil. No sé todavía en qué consistirá, pero no olvidéis que para todo mal existe un remedio, y que yo entiendo mucho de remedios. Cuando llegue el momento, volveremos a vernos…»

Al salir de la casa de la vidente, Marie no estaba más que medio convencida. ¡Qué idea tan absurda, imaginar simplemente que ella podría dejar de amar a François, el único hombre que llevaba en su corazón desde su infancia! Sin embargo, cuando la terrible noticia, doblemente dolorosa para ella, se había difundido por la capital, y sobre todo cuando se había adjudicado el ducado de su hermano a Saint-Rémy -ese Saint-Rémy al que ella había permitido convertirse en un amigo y visitarla, pero al que ahora despreciaba de todo corazón-, Marie se había acordado de la Voisin. Había vuelto a verla, sola en esta ocasión, y la adivina le había entregado el saquito de polvo blanco que sostenía ahora en la palma de la mano.

«Nadie se extrañará de que un hombre ya maduro caiga enfermo, sobre todo si se casa con una muchacha demasiado joven para él… En pocos días todo quedará solucionado, y podréis volveros hacia un futuro distinto.»

¡Veneno! Era veneno lo que le había vendido la Voisin [32] y al principio a Marie le había horrorizado aquella solución; pero en las pesadillas que la afligían con frecuencia, le parecía oír aún la voz desesperada de su madre que le gritaba: «Ese hombre quería dejar morir a tu hermano menor de una manera horrible», y acabó por acostumbrarse a la idea de vengar de golpe todo el mal que había infligido a los suyos el hombre que se atrevía a amarla. Incluso su marcha a Candía con la flota, «a fin de cosechar una gloria suficiente para hacerme digno de vos», había acabado por arrojar una sombra siniestra. ¿Y si había sido él quien asestó el golpe mortal a Philippe? En el fragor de la batalla, debía de ser bastante fácil… Desde ese momento, un verdadero horror sustituyó a la simpatía, y luego amistad, nacida bajo los plátanos del castillo de Solliès. La determinación de convertirse en la mano vengadora que acabara con él llegó con toda naturalidad. Bastaba con tener el valor suficiente para llevar hasta el fin una tarea que le repugnaba, pero que era necesaria. Luego tendría todo el tiempo de vida que le quedara para expiar su pecado en un convento. Por lo menos, las personas a las que amaba podrían envejecer en paz…

Iba tan absorta en sus pensamientos que no se dio cuenta de que el tiempo había cambiado. Al llegar a Saint-Quentin, caía una verdadera tromba de agua y la antigua y orgullosa ciudad picarda, que tantas había tenido que sufrir durante las guerras con España, parecía ser objeto de una nueva invasión. Marie hubo de renunciar a llegar en el coche que le había prestado Mademoiselle hasta el magnífico Hôtel de Ville, el ayuntamiento en el que sabía que iban a pasar la noche el rey, la reina y las princesas. Dejó que el cochero se las arreglara como mejor pudiera y se lanzó por las calles adoquinadas entre una increíble aglomeración de caballos, coches, señores, damas y criados, todos más o menos mojados y embarrados. Dominando aquella confusión como si fuera una especie de faro, Lauzun, montado en un magnífico caballo lleno de brío que le daba al menos la ventaja de no tener que abrirse paso, repartía órdenes y se esforzaba en organizar el caos. Por otra parte, era su papel: pocos meses antes había sido nombrado capitán de la primera compañía de guardias de corps, y a él había confiado el rey el mando de la fabulosa escolta, compuesta por cerca de treinta mil personas, que se dirigía a Calais. Y lo cierto es que, poco a poco, volvió la calma y se restableció el orden, por más que aún no hubiesen acabado los apuros para Lauzun… De pronto, su mirada de águila distinguió a Marie, que trataba de llegar a la casa comunal; giró el caballo hacia ella, se colocó a su lado, se inclinó al tiempo que le tendía la mano y la levantó del suelo para instalarla en la grupa de su corcel.

— ¡Válgame Dios! ¿Qué hacéis aquí? Creía que Mademoiselle os había dado un coche para ir a Fontsomme.

— Vengo de allí, pero mi cochero no podía avanzar y he preferido apearme para no tener que esperar horas.

— Mademoiselle está en la escalinata del Hôtel de Ville. Os llevaré allí.

Allí, en efecto, se encontraba la princesa. Sin preocuparse de la lluvia, contemplaba con una sonrisa extasiada las evoluciones de Lauzun, del que no era un secreto para nadie que se había enamorado con locura en el curso del magnífico desfile en el que el rey había entregado al joven su bastón de mando. Todo el mundo se reía con disimulo de la princesa, pero algo menos desde que había empezado a correr un rumor inquietante: ella estaba empeñada en casarse y convertir así a aquel cachorro de la Gascuña en duque de Montpensier, primo del rey y dueño de la mayor fortuna del reino. Al ver que llevaba a una mujer a la grupa de su caballo, frunció el entrecejo, pero se tranquilizó al reconocer a Marie, a la que recibió con calor.

— ¡Ya estáis aquí, pequeña! ¿Ha ido todo bien? ¿Cómo sigue vuestra madre?

— Me temo que bastante mal, y ha faltado poco para que no la encontrara: estaba a punto de marchar. Debe de haber partido con el caballero de Raguenel, poco después que yo, para volver a su finca de Conflans.

— ¡Cómo! ¿Ya? Pero si el nuevo duque aún no ha sido investido…

— Desde el momento en que recibió la orden del rey, decidió marcharse. No quiere esperar a que la echen…

— ¡Es abominable! -dijo Lauzun, que se entretenía en dedicar miradas dulces a su princesa-. ¡Pobre encantadora duquesa, qué mal trago ver cómo ese vejestorio sucede a su hijo desaparecido! A propósito, me han dicho que el rey pretende que os caséis con él.

— Sí. De ese modo, por derogación especial, le sería transmitido el título por línea femenina.

— ¿Y vais a aceptar?

— No hay más remedio…

— ¡Ocupaos de vuestras cosas, Lauzun! -cortó Mademoiselle-. Os necesitan. Yo acompañaré a Marie a ver a Madame. ¡Nos veremos más tarde!

Cuando las dos mujeres llegaron al alojamiento asignado al duque y la duquesa de Orleans, la voz agria y furibunda de Monsieur resonaba hasta en las vigas del techo. Una vez más, el príncipe se dedicaba a su ocupación preferida desde el arresto de su amado favorito: hacer una escena a su mujer. El tema habría sido de una monotonía ridícula si Madame no sufriera tanto: «¡No iréis a Inglaterra a ver a vuestro hermano si el rey no me devuelve al caballero de Lorraine!» Siempre la misma cantinela…

Cuando Mademoiselle y su joven acompañante entraron en la estancia, Madame, pálida, con los rasgos tensos y los ojos cerrados, estaba tendida sobre una otomana y se esforzaba por no oír los aullidos de su esposo, que iba y venía por la habitación como un oso enjaulado, sin detenerse más que para amenazar con el puño a su mujer. Marie se precipitó hacia su ama, mientras Mademoiselle se esforzaba sin mucho éxito en calmar a Monsieur, que le dijo, furioso:

— La verdad, no sé por qué Madame está empeñada en cruzar la Mancha. ¡Miradla! Está medio muerta, y es seguro que no vivirá mucho. Además, me han predicho que me casaré varias veces…

— ¡Oh, primo! -protestó la princesa-. ¡Esas cosas no se dicen! ¡Os traerán mala suerte!

— ¡Es precisamente lo que deseo! -respondió Monsieur, feroz.

Aquello podía haber continuado durante buena parte de la noche, siguiendo la costumbre adoptada por el príncipe, de no haber aparecido de pronto el rey. Captó la escena de una ojeada, y desdeñando las reverencias con que lo saludaban, se dirigió a la otomana en la que Madame se esforzaba en incorporarse.

— No os mováis, hermana. He venido a rogaros silencio, hermano. ¡Sólo se os oye a vos!

— Con o sin vuestro permiso, gritaré, Sire, gritaré hasta que se me haga justicia. ¡Y aquí estoy en mi casa!

— Al pedir que se os haga justicia, ¿queréis decir que se os devuelva a un amigo un poco demasiado querido, y que os empuja a la rebelión? En ese caso, hermano, he venido a deciros lo siguiente: no sólo vais a dejar a Madame reunirse con el rey Carlos II en Dover, sino que permitiréis que se quede allí más de tres días, porque la misión que le he confiado es de tanta importancia que resulta imposible cumplirla en un lapso tan breve. Me parecen necesarios por lo menos quince días, e incluso… ¿diecisiete? ¿Qué pensáis?

— ¡Nunca! Si se me presiona, ni siquiera la dejaré partir.

— Muy bien. En ese caso escuchad: el caballero de Lorraine, preso hasta ahora en Lyon en la fortaleza de Pierre-Encize, acaba de ser transferido a Marsella, al castillo de If, que tiene un clima muy malsano. Además he ordenado que le quiten a su criado y que se le prohíba todo género de correspondencia…

El soplo del espanto apagó de golpe la cólera de Monsieur, que se echó a llorar.

— No habréis hecho tal cosa, Sire…

— ¡Y haré cosas peores si me forzáis a ello! Sabed, hermano, que no permitiré a nadie interponerse en mi política. Necesito que Francia e Inglaterra se aproximen. Por eso no me apiadaré de nadie, y menos de vos, que sois un príncipe francés. Y si el caballero de Lorraine me molesta demasiado…

— ¡No, Sire, hermano! Os lo suplico: no le hagáis sufrir más. Yo no… no puedo soportar la idea. ¡El castillo de If, Dios mío!

— Únicamente de vos depende que salga de allí, libre para viajar a Italia… y para seguir escribiéndoos cartas.

Bajo la mirada terrible de su hermano, Monsieur arrió su pabellón, aterrorizado ante la idea de no volver a ver nunca al hombre al que tanto amaba.

— Soy el humilde servidor de Vuestra Majestad -suspiró, y se inclinó antes de abandonar la sala como si le persiguiera el diablo.

Luis XIV le vio salir y esbozó una sonrisa indefinible, y luego volvió junto a su cuñada y le tomó la mano para llevársela a los labios.

— Ahora todo irá bien, hermana. ¡Animaos y no penséis más que en la alegría que os aguarda!… Ah, Mademoiselle de Fontsomme, ¿estáis aquí?

— A las órdenes de Vuestra Majestad -dijo la joven con una reverencia.

— ¡Eso nos complace! Naturalmente, seréis una de las cinco señoritas que acompañarán a Madame a Dover. A la vuelta, el señor de Saint-Rémy será presentado a la corte y anunciaremos vuestro compromiso. Solamente entonces será investido de sus nuevos títulos y nombres.

— Como el rey disponga.

— Me gusta vuestra obediencia. Bien es verdad que habéis sido bien educada… En recompensa, vuestra madre la duquesa viuda será autorizada a residir en París cuando así lo desee, en vuestra casa o en la del caballero de Raguenel.

El término de duquesa viuda aplicado a su madre le pareció cómico, tan mal sentaba a una mujer aún bella y cuya juventud parecía eterna. Pero no dejó de dar las gracias, al pensar que Sylvie sería sin duda feliz de volver a la Rue des Tournelles, aunque no a ningún otro lugar, y sobre todo no al hôtel de la Rue Quincampoix a partir del momento en que lo ocupara Saint-Rémy… y desde luego tampoco cuando hubiera fallecido en él… Aquel asunto sólo le concernía a ella, y Marie consideraba su propio futuro con una mezcla de sangre fría y resignación. No imaginaba que el viaje a Inglaterra iba a colocar, en el camino que con tanta firmeza se había trazado, algo que para ella era impensable…

Cuando el Mary-Rose, el navío inglés que había ido a Dunkerque en busca de Madame y su séquito, las depositó en el muelle engalanado de Dover donde las esperaba Carlos II en medio de una corte brillante, la mirada de Marie se cruzó con la de un gentilhombre que, desde su aparición, no se separó de ella.

Tiene veintiocho años y se llama Anthony, lord Selton; es pariente de Carlos II, muy rico, y la seducción misma. Tan moreno como rubio era Beaufort, pero con sus mismos ojos chispeantes, hay en su estela muchos corazones femeninos destrozados, de los que no se preocupa porque experimenta la misma sed de absoluto que los caballeros de antaño. Cuando ve a Marie, sabe que ha encontrado lo que buscaba desde siempre, y Marie, por su parte, siente conmoverse su corazón más que nunca: un verdadero flechazo deja a ambos jóvenes clavados, hasta el punto de despertar la curiosidad divertida de quienes les rodean, sobre todo de Madame, a quien haría feliz librar a Marie de un matrimonio odioso dejándola en Inglaterra. Y durante todo el tiempo que va a durar la estancia de la princesa en el espacio forzosamente reducido de Dover, un tanto abarrotado -Monsieur ha cedido en lo referente al tiempo de estancia pero se ha empeñado en el lugar, porque no quiere conceder a su mujer la gloria de un recibimiento fastuoso en Londres-, Anthony Selton y Marie de Fontsomme se verán sin más interrupción que las horas dedicadas al sueño.

Ante ese nuevo amor que la deslumbra hasta el punto de hacerle olvidar todo lo demás, Marie vive primero días mágicos en medio de fiestas, paseos en barca y almuerzos al aire libre muy del gusto de Carlos II -el tiempo, a finales de mayo y principios de junio, es magnífico-, pero, a medida que pasa el tiempo y las horas se deslizan, el recuerdo de quién es y de lo que le espera en Francia va adquiriendo mayor peso, y su alegría se apaga poco a poco, como la luz de una lámpara privada de aceite.

Al comprender que se había adentrado por un camino sin salida, intentó evitar al joven; pero era tarea difícil en el recinto del viejo castillo dominado por un enorme torreón construido por los Plantagenêt. Y una tarde en que ella había ido a rezar a la iglesia de Saint-Mary-in-Castro, que hacía las veces de capilla del castillo, él fue a su encuentro y allí mismo le pidió, con una solemnidad que reflejaba la seriedad de su propio compromiso, que fuera su mujer.

— Es imposible -respondió ella, mirándole con lágrimas en los ojos-. Estoy prometida y debo casarme cuando regresemos a Francia.

— Lo sé, y sé también que debéis casaros con un hombre casi anciano que no puede gustaros…

— Pero… ¿cómo lo habéis sabido?

— Por Madame, a quien he ido a pedir vuestra mano antes de hablaros a vos misma.

— ¿Y qué os ha dicho Madame?

— Que deseaba de todo corazón veros convertida en condesa de Selton, pero que no podía disponer de vuestra mano y que únicamente el rey de Francia…

— Por desgracia, es él quien impone este matrimonio. No puedo escapar de él.

— Sí. ¡Quedaos aquí! Madame os confiará a la reina Catalina, a la espera de que venga vuestra madre, la duquesa. Está exiliada, según me han dicho, de modo que puede marcharse de Francia, y en Inglaterra todos los míos la recibirán con alegría.

— También eso es imposible, y no lo ignoráis. Mi madre aceptaría con gusto que yo me casara con vos, porque nunca ha querido otra cosa que mi felicidad, pero el rey Luis podría convertir a Madame en el blanco de su indignación.

— ¡Vamos! Ella acaba de firmar con su hermano el tratado que quería Luis XIV, que nos indispone con Holanda y le deja las manos libres. Tiene que estarle agradecido.

— Sin duda, y sé que lo estará, porque siente hacia ella un afecto especial, pero a pesar de todo podría guardarle rencor y alejarse de ella, privándola así de un apoyo muy necesario. Monsieur es un esposo temible, que hace muy desgraciada a su mujer. ¿Sabéis que, desde el momento en que se habló de un viaje que él no deseaba, empezó a perseguirla con sus asiduidades para dejarla encinta e impedirle viajar?

Anthony no pudo dejar de reírse.

— ¿A pesar de que le gustan más los hombres? ¡Qué príncipe tan raro! Cuesta creer que descienda de Enrique IV como su real hermano y nuestro Carlos II, dos mujeriegos impenitentes. En cualquier caso, dejemos el tema. Veo que la única manera de conquistaros es ir yo mismo a pediros a vuestro rey. Así pues, os acompañaré a Francia con las personas que darán escolta de honor a la princesa.

— ¡No, os lo ruego, no lo hagáis! -exclamó Marie, dividida entre la inquietud y la alegría al saberse amada con tanta firmeza-. Se negará y vos saldréis perjudicado.

— Querida, podéis decirme todo lo que os parezca… salvo que no me amáis, porque sería falso. Habéis de saber que por mis venas corre sangre de normandos, bretones y escoceses, que son los pueblos más obstinados del mundo, ¡y os quiero! ¡Pongo a Dios por testigo!

Dicho lo cual, tomó su mano, que estaba helada, la besó largamente y luego dio media vuelta y salió rápidamente de la iglesia, dejando a Marie bastante desconcertada y sin saber muy bien dónde se encontraba. Al volver a su alojamiento, decidió confiarse a su ama.

No era un buen momento. Madame estaba cansada por tanta agitación, enferma, y acababa de negarse a entregar a su hermano la más joven de sus doncellas de honor, una preciosa bretona llamada Louise-Renée de Kéroualle, de la que él se había encaprichado.

— Querida, no puedo hacer nada por vos, porque no tengo poder para oponerme a la voluntad del rey Luis… y tampoco a la de Anthony Selton. El os ama para siempre: hay que dejarle actuar a su guisa.

— Pero podría costarle caro…

La princesa hizo el gesto de apartar con la mano aquel problema.

— Es lo bastante mayor para saber lo que hace. Los hombres tienen con frecuencia tendencia a utilizarnos. Cuando pelean por nosotras, dejemos que ellos se las arreglen.

Un poco más tarde, sin embargo, prometió a Marie hablar al rey Carlos para que retuviera a Anthony en Inglaterra tanto tiempo como fuera posible…

El joven se inclinó, obediente, y partió para llevar a cabo en Edimburgo la misión que se le había encomendado, A la vez tranquilizada y pesarosa, Marie no tuvo ni siquiera la dolorosa felicidad de verle por última vez. Así, la marcha de la princesa de su tierra natal fue tan triste como alegre había sido la llegada. Como si adivinara que no iba a volverla a ver, Carlos II se resistía a dejar partir a la que siempre llamaba cariñosamente «Minette». La acompañó hasta el barco, y por tres veces volvió para abrazarla.

Acodada en la borda del navío, Marie vio desvanecerse en la bruma azul de la mañana los blancos acantilados de Dover con ojos enturbiados por las lágrimas. Sin embargo, su pena era menor de lo que había temido, porque apretaba contra su pecho dos perritos «king Charles» que le había entregado un sirviente poco antes de embarcar, con una carta. O mejor dicho, un mensaje breve, pero que lo decía todo: «Nunca renunciaré a vos porque os amo más que a nada en el mundo.»Era muy dulce sentirse amada hasta ese punto, pero se sabía atada de forma irremediable por la voluntad de Luis XIV y por su propia decisión, porque era la única manera de apartar para siempre a Saint-Rémy del camino de su madre. A pesar de que Madame, compadecida de la pena silenciosa que advertía en su acompañante, tan parecida a la suya propia, le prometió de forma espontánea hablar al rey para convencerle de que no llevara a cabo lo que ella llamaba «una mala acción», con la confianza que le permitía una misión tan felizmente concluida.

«Mientras no estéis casada con ese hombre, tenéis que tener confianza, pequeña», le repetía, y Marie, poco a poco, se dejó ganar por esa convicción, por esas palabras de ánimo…

Desgraciadamente, dieciocho días más tarde, en el castillo de Saint-Cloud, la hermosa princesa que había sabido seducir a Luis XIV muere en medio de atroces dolores después de beber un vaso de agua de achicoria… Una muerte tan súbita y tan terrible que pone en todas las bocas la palabra «veneno». Se susurra incluso el nombre del culpable, el marqués de Effiat, pagado desde Roma para hacerlo por el caballero de Lorraine; y Luis XIV, espantado, ordena una autopsia inmediata en presencia de lord Montagu, embajador de Inglaterra. [33]

Unos días más tarde, en la basílica de Saint-Denis, sofocante bajo los cortinajes negros que la visten, envuelta a la vez en el luto severo ordenado por el rey en su propio dolor por haber perdido a la princesa a la que amaba, Marie escucha tronar la voz de bronce de aquel Bossuet que Enriqueta había revelado a la corte en ocasión de los recientes funerales de su madre. «Madame se muere… ¡Madame ha muerto…! Mientras vertía tantas lágrimas en este mismo lugar, ¿habríais creído que ella os reuniría tan pronto para llorarla…?»

No, nadie lo habría creído. Ni siquiera Monsieur, que por lo demás no asiste a la ceremonia; y Marie sabe muy bien que bajo ese catafalco dorado reposa la débil esperanza que aún conservaba de impedir a Saint-Rémy suceder a su hermano Philippe. Su propio destino está sellado, desde que, dos días antes, el rey se acercó a ella: «¡Os habéis quedado sin empleo, señorita! Pero desde hoy mismo vais a pasar a formar parte de las doncellas de la reina, y, después de la boda, de sus damas.» Tuvo que darle las gracias. Y ahora, Marie espera impaciente que todo termine, porque teme el momento en que habrá de encontrarse frente a Fulgent de Saint-Rémy.

De hecho, apenas había vuelto a verle después de la llegada de ambos a París. Durante la noche que siguió a su regreso de Fontsomme, y a lo largo del camino, se había repetido sin descanso las terribles palabras de su madre, con rabia pero sin ponerlas en duda: ese Fulgent tan delicado, tan afectuoso, que había acabado por convertirse en un amigo con el que ella creía contar, no perseguía otra cosa que el título y la fortuna de los suyos… hasta el punto de haber intentado asesinar a un niño, su hermano menor. Le había arrojado al rostro aquella acusación, casi al modo de una caldera herméticamente cerrada que acaba por hacer explosión, y al concluir el viaje añadió que esperaba no volver a verle en su vida. Él ni siquiera se había defendido; se contentó con decirle que su causa era justa, que pensaba hacer valer sus derechos, y que su firme decisión de ganar la partida entablada desde hacía tanto tiempo se debía a que estaba enamorado y sólo deseaba recuperar sus bienes para ponerlos a los pies de ella. Se rió en sus narices.

— ¿Y habéis creído que yo aceptaría? ¡Verdaderamente estáis loco…!

— Puede ser, pero no pararé hasta haceros mía, y para conseguirlo recurriré a todos los medios.

La última imagen que conservaba de él era una silueta negra recortada contra el sol poniente, de pie en el patio de las postas generales. Apoyado en un bastón, parecía Condenado a una inmovilidad eterna mientras ella entregaba su equipaje a dos mozos de cordel y abandonaba el lugar en dirección al refugio que había elegido, el convento de La Madeleine, en la Rue des Fontaines.

El castillo de Saint-Germain tenía una distribución muy cómoda para la vida íntima de Luis XIV. Sus aposentos lindaban con los de la reina y estaban situados justo encima de los de la duquesa de La Vallière y Madame de Montespan, entre las cuales no acababa de decidirse, a pesar de que su pasión por la deslumbrante Athénaïs crecía de día en día. No se decidía a alejar de él a una mujer que le había dado seis hijos -aunque sólo dos de ellos vivían- y de cuyo amor excesivamente devoto tenía continuas pruebas. En Saint-Germain podía vivir casi «en familia» con sus tres mujeres, y por eso acudía allí lo más posible.

Para Marie también era feliz esa distribución porque le permitía ver a su amiga Athénaïs con tanta frecuencia como deseara, ya que su nuevo servicio al lado de María Teresa no era precisamente absorbente. Y aquel día, al bajar a los aposentos de Madame de Montespan mientras aguardaba el momento de asistir a la sesión de juego de la reina, encontró allí a Lauzun, instalado como en su casa y charlando con la marquesa con el alegre desenfado propio de ambos, mientras Mademoiselle des Oeillets acababa de combinar perlas y diamantes en el tocado de su ama. Lauzun estaba arrellanado en un sillón, y se puso en pie de un brinco al ver entrar a la joven, de cuya mano se apoderó para besarla con un cariño que no era frecuente en él. Desde que ella rechazara su proposición de matrimonio, la amistad entre ambos no había sufrido ningún altibajo.

— ¡Qué aire tan triste tenéis, mi niña! -exclamó-. Gracias a Dios, no afecta a vuestra belleza, que me parece más arrebatadora que nunca. Precisamente hablábamos de vos…

— ¿De mí? No soy un tema interesante para nadie.

— ¿Qué os decía? -señaló la marquesa al tiempo que buscaba unos pendientes en un cofrecito repleto de joyas-. Nuestra pobre Marie sufre debido a un amor contrariado: a estas horas debería de estar celebrando sus bodas con el guapo lord Selton, y en cambio van a casarla con un vejestorio al que para colmo adjudican el título de su familia…

— Os lo ruego, Athénaïs -suspiró Marie-, hemos discutido ya este asunto y sabéis muy bien cómo están las cosas: «tengo» que casarme con el señor de Saint-Rémy, que esta misma noche lo será de Fontsomme. Si no, mi madre podría sufrir, aún más, las consecuencias.

— ¿Creéis que este matrimonio la hace feliz? -dijo Lauzun, repentinamente serio-. ¿Un yerno diez años mayor que ella y que no se sabe de dónde sale?

— Es verdad que preferiría a otro, pero Monsieur de Saint-Rémy está protegido por Monsieur Colbert, y ella ha enojado ya demasiado al rey. Además, su salud es frágil desde la enfermedad que estuvo a punto de llevársela de este mundo.

— ¿Un duque de Fontsomme sacado de la manga en la persona del hijo de un mercader de paños? -ironizó Lauzun-. Es el mundo al revés. ¿Y vos, marquesa? ¿Vos, a quien el rey idolatra, no habéis podido impedir esta mascarada?

— No, y no por falta de intentarlo, pero nuestro Sire siente al parecer por la duquesa un rencor bastante particular, por motivos que no consigo adivinar. Dicen sin embargo que en otra época le tenía verdadero afecto. Todo cambió en el momento de la muerte de la reina madre…

— Supongo que fue el deseo de barrer los vestigios de la antigua corte, que había conocido el reinado de Mazarino y la triste condición a la que se atrevió a relegarle a él, ¡al rey! Madame de Schomberg fue alejada al mismo tiempo. En el fondo es bastante normal, por no decir muy humano.

— ¡Precisamente! ¡No puede ser más humano! -saltó Athénaïs-. Pero ¿no debería estar a estas horas el capitán de los guardias de corps en la antecámara del rey? Se acerca la hora.

Lauzun giró sobre sus talones rojos y ofreció a su amiga -se decía incluso que en tiempos había sido su amante- una resplandeciente sonrisa.

— ¡Veo que me ponéis lindamente en la puerta! Acudo a la llamada del deber. ¡Hasta pronto, hermosas damas!

Y desapareció con un saludo cuya gracia habría envidiado un bailarín.

Sin dejar de contemplar en el espejo su brillante imagen, Madame de Montespan se levantó, hizo revolear su vestido de raso del mismo tono azul de sus ojos, y tomó a su amiga del brazo.

— Tenéis razón al querer obedecer al rey, Marie. Es lo prudente. Ya veremos, después, lo que conviene hacer para que vuestro suplicio no dure mucho tiempo.

Un momento más tarde, las dos se presentaron en el Grand Cabinet de la reina, donde estaban dispuestas las mesas de juego. Los admitidos a participar formaban una reunión vistosa porque, conocedores del gusto del rey por las piedras preciosas, hombres y mujeres competían en emitir destellos a la suave luz de los candelabros de innumerables velas. Vestida de terciopelo negro recamado de plata y realzado por toques del rojo claro que tanto le gustaba, y con enormes perlas y diamantes alternados para subrayar su profundo escote, más una gargantilla de perlas, la reina estaba a la vez imponente y magnífica. Pero en medio de todo aquel brillo, Marie vio muy pronto a Saint-Rémy, que, en pie junto a Colbert, miraba en todas direcciones: aquella tarde daba sus primeros pasos en la corte, y era evidente que se sentía impresionado. A pesar de su vestido de raso color malva con abundantes bordados en plata, le encontró espantoso. Lo cual era exagerado, porque a pesar de su edad aquel hombre seguía teniendo una silueta elegante y la peluca, al disimular una calvicie avanzada, le favorecía. Además, su rostro de rasgos irregulares no era feo, pero los ojos del corazón de la joven conservaban la imagen de Anthony Selton, y la comparación entre ambos resultaba odiosa.

Apareció el rey, deslumbrante como acostumbraba. Su pasión por las joyas se revelaba en la magnificencia casi oriental de sus ropajes, de las hebillas de sus zapatos, de su tahalí incrustado de diamantes y del puño de su espada. Brillaba como un sol, y cada vez le gustaba más que lo compararan con el astro diurno. Saludó a la redonda, dijo unas palabras a su hermano que, enfundado en un atuendo lila cosido con perlas, estaba visiblemente contento de lucir un color más favorecedor que el negro, y cruzó algunas frases con su prima. Mademoiselle también parecía transformada: admirablemente peinada, vestida con colores otoñales a tono con su piel fresca y sus magníficos cabellos algo rojos, era evidente que la princesa vivía las horas mágicas de los amores felices. Antes de ocupar su lugar en la mesa preparada para él, el rey se acercó a María Teresa para besar su mano, e hizo que Colbert le presentara a Saint-Rémy, antes de anunciar que, dada su filiación, quedaba autorizado a recibir el nombre y el título de duque de Fontsomme desde el día de su matrimonio con la última heredera. Marie hubo de adelantarse y poner su mano en la del hombre al que había jurado matar; e incluso ese contacto atenuado por los guantes le hizo estremecerse.

— Deseamos que ese matrimonio tenga lugar en cuanto sea posible -añadió el rey-. La reina y yo mismo asistiremos y firmaremos gustosos el contrato que permitirá perpetuarse a una noble familia… ¡Ahora, juguemos!

Mientras cada cual, según su rango, tomaba asiento en una de las mesas o se quedaba de pie mirando, Marie, con lágrimas en los ojos, retrocedió y se ocultó entre las doncellas de honor, como si quisiera desaparecer. Su mirada dolorida buscaba en vano el consuelo de otra que reflejara un poco de compasión, pero no había nadie. Incluso el capitán D'Artagnan, siempre tan cariñoso con ella, estaba ausente ese día. En cuanto a Athénaïs y Lauzun, el demonio del juego parecía haberse apoderado de ellos. Vio -y le apenó- a Lauzun sentado frente a Saint-Rémy en la mesa de sacanete en la que Monsieur hacía de banquero. Un gran honor para aquel hidalgüelo, pensó con rabia, pero que sería aún mayor, hasta permitirle acceder a la mesa del rey, si ella no ponía remedio.

Poco interesada en el juego, se colocó detrás del sillón de la reina, que por su parte era una adicta, y buscó apoyo en el vano de una ventana: iba a tener que estar de pie durante horas, sin otra cosa que escuchar que las breves palabras que intercambiaban los jugadores y el tintineo de las monedas de oro.

Durante una hora aproximadamente sufrió aquel suplicio, hasta que de pronto resonó un grito inaudito, impensable en presencia del rey.

— ¡Tramposo! ¡No sois más que un miserable tramposo!

El insulto resonó con claridad, cargado de desprecio y acompañado de inmediato por «¡Oh!» indignados. Lauzun se había puesto de pie de un salto e, inclinado sobre la mesa de juego, señalaba a un Saint-Rémy repentinamente pálido. Y la voz mordiente continuó:

— ¡Os he visto sacar esta carta de la manga! ¿Creéis que estáis aún en uno de esos garitos que soléis frecuentar? ¡Mirad, señores! Otra carta… ¡y una más!

Para concluir, abofeteó la cara del recién llegado que se ponía en pie despacio, con la muerte en el fondo de su mirada turbia, la mano tentando convulsivamente en busca del puño de la espada.

— ¡Mentís! -gritó-. ¡Si hay un tramposo aquí, no puede ser sino vos!

Las demás partidas se habían interrumpido. El propio rey abatió sus cartas, se puso en pie y se acercó.

— ¡Sire! -dijo Lauzun con su audacia habitual-. Vuestra Majestad debería elegir mejor a quiénes honra con sus bondades. Este hombre no tiene sitio aquí… ni por lo demás en ninguna sociedad decente.

— Sire -rogó Colbert, que acudía en socorro de su protegido-, tiene que haber un malentendido. Monsieur de Lauzun habrá visto mal…

De una manera absolutamente inesperada, Monsieur intervino:

— ¿Visto mal? ¡Tendría que haber sido ciego, como nosotros! Monsieur de Lauzun ha sacado cartas escondidas en la manga de este hombre, a la vista de todos. ¡Vaya idea, haberle puesto en mi mesa! ¡Si tanto lo estimáis, hermano, deberíais ponerlo en la vuestra!

— Sire -intentó defenderse Saint-Rémy-, soy víctima de un complot urdido por la que desde siempre es mi enemiga, por la duquesa de…

Una mano pesada cayó sobre su hombro, interrumpiéndole.

— ¡Pronunciad su nombre y juro que os estrangulo! -rugió D'Artagnan, que había entrado durante la partida y se había colocado detrás del sillón del rey-. ¡El atacar no es una buena manera de disculparse, y sobre todo a una noble dama que acaba de pasar por el dolor de perder a su hijo al servicio del rey!

— ¡Ya basta! -tronó Luis XIV.

Sus ojos fríos como el hielo se detuvieron sobre los dos adversarios, y luego sobre el capitán de los mosqueteros. Como todos los presentes, sabía que sólo había una conclusión posible para una disputa de esa clase. Por supuesto, habría podido arrestar al tramposo, pero no quiso hacerlo al ver la angustia retratada en el rostro habitualmente helado de Colbert. Si enviaba a su protegido a la prisión, sería su honor el que quedaría en entredicho, y el rey valoraba en mucho el talento de aquel servidor. Se volvió hacia D'Artagnan:

— Señor, cuidad de que este triste asunto se arregle como es debido entre gentileshombres, pero fuera de aquí. Recordad tan sólo que deseamos no saber nada de lo que vos dispongáis.

Mademoiselle, aterrorizada ante la idea del peligro que iba a correr su bien amado, intentó interponerse.

— ¡Sire, es imposible! El rey no puede…

Él le dedicó una sonrisa ligeramente burlona.

— ¿De qué habláis, prima? ¿Ha ocurrido alguna cosa que os perturbe? Por mi parte, no me acuerdo de nada… ¡Prosigamos el juego!

Y fue a recoger sus cartas mientras D'Artagnan se llevaba a Saint-Rémy y Lauzun. Este, con una amplia sonrisa, dedicó antes de abandonar la sala un guiño de ojos a Madame de Montespan, que dejó su lugar a Madame de Gesvres y fue a buscar a Marie para llevársela aparte.

— Pedid permiso para retiraros, amiga mía. Es la única conducta digna posible… porque estáis a punto de perder a vuestro prometido.

— ¿Creéis que Monsieur de Lauzun…?

— ¿Va a ensartarlo o a perforarlo de un tiro? No me cabe la menor duda: es una de las mejores espadas del reino y un tirador de élite. Vuestro Saint-Rémy no tiene la menor oportunidad aunque maneje bien la pistola, que será sin duda el arma elegida, porque el manejo de la espada ya no es propio de su edad. De todas maneras, es normal que dejéis la corte para refugiaros junto a vuestra madre. Todos admirarán el hecho de que deseéis ocultar… vuestra pena.

Marie se pasó una mano temblorosa por la frente.

— ¡No puedo creer lo que me ocurre, Athénaïs! Qué suerte que el querido Lauzun se haya dado cuenta de que hacía trampas…

Madame de Montespan se inclinó detrás de su abanico, que colocó como una pantalla delante de su boca.

— ¿Trampas? Nunca han existido más que en la fértil imaginación de Lauzun… y en la increíble habilidad de sus dedos. Sería capaz de sacar una carta de la mismísima nariz de Su Majestad. ¡Id deprisa, ahora! Iré a veros a casa de vuestra madre. ¡La pesadilla ha terminado!

— ¿Ha hecho eso? -susurró Marie, estupefacta.

— Por vos y por vuestra madre, sí. Tenéis en él a un verdadero amigo.

En efecto, una hora más tarde, en un claro del bosque de Saint-Germain, Lauzun mató a Saint-Rémy de un balazo entre los ojos, en presencia de D'Artagnan y dos de sus mosqueteros. Por la mañana, en la aurora rosa y oro que le pareció la más bella del mundo, Marie, liberada, salió de Saint-Germain en un coche de la corte. Sentía el corazón ligero, el alma en paz, y sobre todo imaginaba la alegría de su madre y también la de Perceval cuando les contara lo que Lauzun acababa de hacer por los tres. Le acometió la prisa, y se asomó a la portezuela.

— ¿No podéis ir más aprisa? Quiero llegar lo antes posible…

12. Lo que pasó en Candía

Después del regreso triunfal de Marie a la Rue des Tournelles, Sylvie acudía cada mañana a la capilla del convento de la Visitation Sainte-Marie para oír la misa del alba. Iba sola, y se negaba a que la acompañaran Marie o Jeannette.

— ¡Tengo demasiado que agradecer al Señor, por haberme devuelto a mi hija y haber abatido por fin a nuestro enemigo! Quiero que mis oraciones vayan a Dios sin acompañamiento.

— ¡Sin acompañamiento! -protestó Jeannette-. ¿Es que las monjas no son nadie?

— Es distinto. Sus oraciones llevarán las mías sin distraer la atención del Señor o de Nuestra Señora, y si vosotras queréis ir también a misa, hay otras…

Así pues, salió según su costumbre, con el libro de horas en la mano y envuelta, como una simple burguesa, en la gran capa negra con capuchón que le gustaba porque en su interior se sentía como en un refugio. Desde que abandonara Fontsomme, había renunciado también a los lujos ducales que sólo utilizaba para dar satisfacción a las gentes de la aldea: la carroza y sus lacayos de librea, el joven paje portando el almohadón de terciopelo rojo del reclinatorio, Jeannette con el misal. Todo eso no era adecuado en una madre cuya herida no cicatrizaría nunca, ni en una mujer que seguía siendo objeto de la cólera real. Sin embargo, aquella mañana se sentía casi feliz: la víspera, Marie había recibido una carta de Madame de Montespan para tranquilizarla sobre la suerte de Lauzun, que no dejaba de inquietarla. ¿Qué recibimiento reservaría Luis XIV, una vez concluido el asunto, al audaz que no había temido desencadenar un horrible escándalo en su presencia y obligarle a cerrar los ojos ante uno de esos duelos que reprobaba? Pero la bella marquesa no dejaba la menor duda al respecto: «El rey -escribía- ha reprendido a Monsieur de Lauzun por su loca temeridad y le ha dicho que merecería perder su cargo y volver a la Bastilla, pero finalmente le ha perdonado, y otra vez corren rumores de un matrimonio suyo con Mademoiselle. Nunca temí seriamente, querida amiga, que las cosas pudieran ir de otra manera: el rey quiere mucho al capitán de su guardia, porque le divierte su ingenio, y, ¡dicho sea en confianza!, no estoy lejos de pensar que no le desagrada del todo haberse librado de una cuestión a la que le había comprometido Colbert por no sé qué oscuro motivo y que sabía muy bien que disgustaba a todas las personas bien nacidas.»

Muy pocas personas, dado lo temprano de la hora, asistían a la misa en la pequeña capilla que se abría a la Rue Saint-Antoine por una corta escalinata. De todos modos Sylvie prefería quedarse en el fondo y sólo se adelantaba hacia el coro iluminado por algunos cirios en el momento de la comunión. De modo que se sintió algo incomodada, al volver del santo banquete, cuando vio a una mujer arrodillada junto al sitio en que había dejado su libro de horas, con la cara cubierta por un velo oscuro y oculta además entre sus manos. Fue a arrodillarse al lado de ella como si nada ocurriera, porque el mal genio no es de recibo cuando se viene de comulgar. Pero apenas se hubo aproximado a la vecina imprevista, hizo un ligero movimiento de rechazo: de la desconocida emanaba un perfume de ámbar que no había olvidado a pesar de los años transcurridos, por ir unido a uno de sus peores recuerdos. La impresión fue tan fuerte que tomó su libro e intentó cambiar de sitio; pero entonces sintió algo duro que le apretaba las costillas, y al mismo tiempo una voz, baja pero autoritaria, le intimó:

— ¡Quieta o te mato aquí mismo!

Ya no era posible dudar, y Sylvie exclamó:

— ¡Chémerault! ¡Otra vez vos!

— ¡La Bazinière, si no te importa! Se diría que no ha pasado el tiempo para ti. Yo, en cambio, lo he encontrado infinitamente largo.

El espeso velo con que se había envuelto la antigua doncella de honor disimulaba bien sus facciones, pero la voz no había cambiado. Tampoco el odio que traslucía, por lo demás.

— Os agradecería que no me tutearais -dijo Sylvie-. Me horrorizan esos modales populacheros.

— Mi lenguaje es el adecuado para una golfa como tú, ¡duquesa de opereta!

— Después de todo, no tiene importancia. ¿Qué queréis de mí?

— Llevarte a dar un paseo. Mi coche está delante de la puerta. ¡Tenemos tantas cosas que contarnos…!

Aunque expresadas en susurros, las palabras de las dos mujeres conservaban toda su carga de cólera, de un lado, y de tranquilo desdén por el otro.

— Decidme lo que tengáis que decirme, no me moveré. No os atreveréis a disparar en una iglesia.

— Voy a probarte que no tendría el menor inconveniente en hacerlo. Y te juro que vas a salir, porque he de hablarte del hombre al que hiciste asesinar en Saint-Germain hace quince días. De Fulgent de Saint-Rémy, ¡mi amante!

La sorpresa hizo que Sylvie, sobresaltada, estuviera a punto de gritar.

— ¿Vuestro amante? Pero ese hombre no tenía ni un céntimo, y vos siempre habéis sido una mujer cara…

— Consiguió ganar bastante, y yo le ayudé porque, ¿sabes?, le seguí a todas partes… salvo a Candía, por supuesto. Yo me había instalado en Marsella desde hacía varios años. Estábamos a punto de alcanzar nuestra meta, pero tú y tu hija lo echasteis todo a perder. Nunca seré duquesa de Fontsomme, como soñaba desde la época del Gran Cardenal.

— ¿Mi hija? Era ella la que tenía que casarse con ese miserable…

— Llámalo miserable si quieres, pero ella no habría sido su esposa mucho tiempo. Después, todo habría sido para mí… ¿Sales de una vez?

El canto de las religiosas había disimulado el ligero rumor de la discusión, pero la misa concluía ya. Se arrodillaron para recibir la bendición.

— ¡Disparad! -susurró Sylvie-. No voy a levantarme.

— ¿Tú crees?

La boca de la pistola se apartó de sus costillas y apuntó, debajo del velo, a una de las personas presentes.

— Si no vienes, mato primero a ésa…

El percutor dio un ligero chasquido. Sylvie comprendió que aquella mujer, probablemente medio loca, era capaz de todo para llevársela a donde pretendía, y se puso en pie.

— Os sigo.

— ¡Ni hablar! Vas a tomarme del brazo y saldremos tan contentas como las dos buenas amigas que somos.

Por más que aquel contacto la horrorizara, Sylvie dejó que Madame de La Bazinière la tomara del brazo, y de inmediato notó de nuevo la presión del arma en su costado.

— Una bala en el vientre hace mucho daño -susurró la mujer-, y se tarda mucho en morir. De modo que no hagas nada raro.

— ¿Y adónde vamos?

— Al lugar donde he decidido acabar contigo… de una manera tal que tendré todo el tiempo del mundo para disfrutar de tu muerte.

Salieron a la escalinata. Frente a los peldaños, en efecto, esperaba un coche. Sylvie comprendió que, si subía, estaría perdida, y decidió correr el riesgo. Por lo menos, allí tal vez alguien podría detener a la asesina. Reunió fuerzas, pidió mentalmente perdón a Dios, y dio un empujón a su acompañante con tanta fuerza que ésta tropezó y estuvo a punto de rodar por la escalera, pero consiguió sujetarse a la barandilla de hierro. Con un grito de rabia, sacó la pistola y disparó. Sylvie cayó con un grito de dolor.

No oyó el disparo, venido de la calle, que la vengó de inmediato.

Su desvanecimiento no duró mucho tiempo. Cuando abrió los ojos, despertada por el dolor y por una sensación de malestar agudo, se encontraba en brazos de un hombre barbudo que se la llevaba a la carrera. Un poco detrás, Perceval de Raguenel se esforzaba en seguirle. Ella murmuró:

— Dejadme en el suelo, monsieur, debería poder caminar…

— Ya llegamos. ¡No os mováis!

¡Aquella voz! Intentó ver mejor el rostro, cubierto por una abundante barba rubia y protegido por un gran sombrero negro.

— ¿Me diréis…?

— ¡Silencio! ¡No habléis!

Delante de ellos, se abrían las puertas del hôtel de Raguenel. El hombre que la llevaba en brazos subió a grandes zancadas la escalera, seguido de Jeannette, que gemía como un animal asustado. Dejó finalmente a Sylvie sobre su cama y se sentó en el borde, mientras Marie y Jeannette tomaban posesión del otro lado, hablando las dos al mismo tiempo. Sylvie no las oía, ni tenía conciencia de su dolor: en el hombre de barba poblada y largo cabello que le sostenía las manos y la miraba con tanta ternura, acababa de reconocer a Philippe.

— ¡Dios mío! ¿Eres realmente tú? ¿No sueño? ¿Estás… vivo?

— Diría que sí…

Ella no se desmayó, pero extendió los brazos para estrecharle contra ella. Permanecieron largo tiempo abrazados, llorando y riendo los dos, sin encontrar nada que decir, dominados por la emoción. Mientras tanto, Marie había pedido a Perceval que le contara lo sucedido delante de la capilla: habían ido en busca de la duquesa porque Philippe insistía en creerla en peligro, y fueron testigos de la escena, a la que puso fin un joven de aspecto agradable, aunque severo, que había abatido a la criminal de un disparo de pistola. De inmediato, las personas del coche habían subido a su ama y desaparecido sin dar ni pedir más explicaciones.

— ¿Quién era ese hombre? -preguntó Marie-. ¿Y cómo es que se encontraba tan oportunamente en ese lugar para disparar sobre esa loca?

— No es una loca, es la viuda del financiero La Bazinière, y la enemiga jurada de tu madre desde que las dos estaban juntas al servicio de la reina Ana. En cuanto al hombre de la pistola, es un antiguo agente de Fouquet que ha pasado al servicio de Monsieur de La Reynie, el magistrado para quien el rey ha creado el cargo de teniente de la policía. Vigilaba a la ex Mademoiselle de Chémerault desde hace algún tiempo porque ella frecuentaba los garitos y trataba con gentes de mal vivir… Ya hemos hablado bastante, hay que examinar esa herida.

— No parece que sea de mucha gravedad -sonrió Marie al contemplar la pareja formada por la madre y el hijo, que parecían sordos y ciegos a todo lo que les rodeaba.

— Ha perdido bastante sangre… ¡Vamos, Philippe, déjala! Marie y Jeannette la desvestirán, y luego yo la examinaré.

— Tenemos que enviar a buscar un médico -protestó Marie-. El de la reina, Monsieur D’Aquin…

— Desde luego que no. Si el caso va más allá de mis conocimientos, recurriremos a Mademoiselle.

— ¡Qué idea más absurda! Mademoiselle es sin duda…

— ¡Sé lo que digo! ¡Vamos, al trabajo! Tú, Philippe, tendrías que asearte un poco y dejar que te afeite Pierrot. Pareces un hombre de los bosques.

— ¡Quizá! Me lavaré con gusto, pero me niego a quitarme la barba. Acabo de decíroslo: aparte de las personas de esta casa, que sé guardarán silencio, nadie debe saber que estoy de vuelta.

Tal como esperaban Perceval y Marie, la herida de Sylvie era dolorosa pero en absoluto inquietante: la bala había pasado bajo el brazo derecho y rasgado el costado sin interesar las costillas. El caballero lavó con vino la larga herida, más parecida a una quemadura que a un corte, y la impregnó de aceite de corazoncillo antes de colocar un vendaje de gasa que envolvía el tórax de la paciente. Luego, para calmar la sobreexcitación causada por la aparición casi milagrosa de su hijo, le hizo beber casi por la fuerza una infusión de tila con miel y un poco de opio. Después fue a un cuartito vecino de su «librería» en el que había instalado un laboratorio bastante rudimentario pero suficiente para extraer el jugo de las plantas y componer jarabes, tisanas y ungüentos. En esta ocasión preparó un pote de cerato de Galeno con cera blanca, aceite de almendras y agua de rosas, que, alternado con el corazoncillo, iba, según él, a obrar maravillas. Finalmente bajó a la cocina para indicar a Nicole Hardouin, su impasible gobernanta, los alimentos más indicados para compensar la pérdida de sangre sufrida por Sylvie y restablecer sus fuerzas con rapidez.

De hecho, la alegría era sin duda el mejor remedio, porque, al despertarse la mañana siguiente, Sylvie se sintió casi bien. No del todo, por culpa de la angustia que había acompañado a su despertar: temía haber soñado aquella felicidad inesperada. Pero muy pronto se presentó su hijo, y ella pudo abrazarlo. No sin quejarse amablemente de aquella cara peluda que le daba la sensación de estar abrazando a un oso.

— No querrás seguir así mucho tiempo, ¿verdad? Tienes que ir a Saint-Germain, hacer saber a todos que estás vivo y recuperar tu puesto, tu rango… todo lo que querían arrebatarte.

— Lo sé. Mientras dormíais, el caballero y Marie me han informado de los acontecimientos de los últimos meses. Pero más vale que lo sepáis, mamá, es preciso que siga pasando por muerto. Incluso es posible que esta situación se convierta en definitiva si no quiero que se encarguen de matarme definitivamente…

— ¿Quieren matarte? ¿Pero por qué?

— A causa del que ha desaparecido conmigo, o mejor dicho yo con él, puesto que yo le seguía.

— ¡Y que sí está completamente muerto! -murmuró Sylvie con pena.

Philippe sonrió, y luego se inclinó sobre su madre para hablarle de más cerca.

— No. Está tan vivo como yo, aunque es mucho menos feliz; pero si el rey, Colbert o su compadre Louvois, que maquinaron la trampa diabólica en la que cayó, supieran que estoy en París, mi vida no valdría nada. Más tarde quizá pueda jugar a los aparecidos, pero hará falta tiempo…

— ¿Dices que no ha muerto? -susurró Sylvie, dividida entre la alegría y la inquietud suscitada por la actitud grave de su hijo-. ¿Dónde está entonces? ¿Todavía en Candía… o en Constantinopla? Han corrido rumores de que los turcos le tenían preso…

— Lo estuvo, como yo, pero ya no lo está. De los turcos, por lo menos. Os diré más tarde dónde se encuentra.

La campanilla del portal acababa de sonar, lo que era sorprendente. Las visitas escaseaban desde que la casa de la Rue des Tournelles alojaba a una réproba. Sólo se arriesgaban a visitarla los amigos «literarios» de Perceval, la entrañable Motteville y Mademoiselle, pero el hombre que se apeó de un sobrio coche de color verde oscuro no había venido nunca. Sin embargo Perceval, que miraba por una ventana, lo identificó, no sin una inquietud muy explicable:

— Es Monsieur de La Reynie, el teniente de la policía…

— ¿Qué viene a hacer? -preguntó Sylvie.

— Pronto lo sabremos. Yo lo recibiré. Tú, Philippe, harías bien en encerrarte en tu habitación.

El joven asintió con la cabeza y salió al mismo tiempo que Perceval y Marie. La curiosidad siempre despierta de la joven la impulsó a ir, también ella, a recibir a aquel importante personaje.

— Mi madre está en cama. Es normal que yo la sustituya -declaró en un tono tan tajante que Perceval no consideró oportuno oponerse.

Juntos entraron en el recibidor a la moda antigua en el que esperaba el teniente de la policía.

A sus cuarenta y cinco años, Nicolas de La Reynie era un hombre de alta estatura, ojos y cabello castaños, rostro agradable a pesar de una nariz prominente, y mentón hundido por un hoyuelo debajo de unos labios firmes y bien dibujados que sabían sonreír. Había nacido en Limoges, y pertenecía a esa gran burguesía de la magistratura que acaba siempre por fundirse con la nobleza. Rico, competente y culto, era también un hombre de gran inteligencia y dotado de un raro valor, la incorruptibilidad, que había hecho que con toda naturalidad el rey se fijara en él y le diera su confianza. No en vano: desde su nombramiento para el puesto creado para él, La Reynie había empezado a combatir la inseguridad dedicándose a la limpieza de las cortes de los milagros, al mismo tiempo que sentaba las bases de una policía digna de ese nombre y unificada bajo su mando.

Saludó como un hombre de mundo y se excusó por la hora quizás algo temprana de su visita.

— Me importaba -dijo- tener noticias de la señora duquesa de Fontsomme, que fue cobardemente atacada ayer al salir de misa. ¿Cómo está?

— Mucho mejor de lo que sería de temer. La bala sólo desgarró la carne y no afectó a ningún órgano. Cuando cicatrice la herida, estará totalmente restablecida.

— ¡Me hace muy feliz saberlo! Y creo que también al rey…

Perceval se puso rígido.

— ¿El rey? -dijo en tono seco-. ¡Eso sí es una novedad! No hace mucho tiempo, al rey le preocupaba muy poco lo que Madame de Fontsomme sufriera o dejara de sufrir.

— Es difícil -dijo La Reynie con una semisonrisa- penetrar en el fondo de su pensamiento. Se diría que oscila entre la severidad generada por un rencor cuyo origen ignoro y un cariño muy antiguo del que no puede desprenderse. En cualquier caso, si estoy aquí es por orden suya. Y repito que muy feliz por lo que acabo de oír.

— ¿Veis al rey todos los días? -preguntó Marie, a la que le gustaba muy poco quedarse callada.

— Casi todos. El rey trabaja mucho más de lo que la gente imagina. Está al corriente de todo lo que ocurre en el reino, sin duda, y muy especialmente en París.

— Sin embargo no lo ama, y desea, dicen, instalarse en ese nuevo Versalles que está edificando con enormes gastos.

— No he dicho que sea por amor. Más bien por desconfianza. Creo que nunca olvidará la Fronda… Bien, me retiro ya -añadió el visitante, y se puso en pie.

— Un instante aún, por favor -repuso Perceval-. ¿Podemos saber qué ha sido de la agresora? ¿Ha muerto?

— Aún no, pero poco le falta. Desgrez, el oficial que le disparó, y que es el mejor de mis colaboradores, sabía quién era ella y ha preferido, dado su estado, dejarla morir en su casa sin divulgar su nombre. Es una simple muestra de respeto por una familia respetable en muchos aspectos. Madame de La Bazinière sucumbirá a una breve enfermedad… Por supuesto, he dado mi aprobación. También el rey.

La Reynie se dirigía ya a la puerta, y sus dos huéspedes se disponían a acompañarlo, cuando se detuvo de repente.

— ¡Ah, se me olvidaba…! ¿Quién es el joven que ayer parecía tan emocionado y que trajo aquí en brazos a Madame de Fontsomme?

Con un aplomo que confundió a Raguenel, Marie dio de inmediato una respuesta, en tono tranquilo.

— Gilles de Pérussac, un amigo de la infancia de mi hermano. Se veían a menudo cuando Gilíes estaba en el Vermandois en casa de su abuela Madame de Montgobert. Nos quiere mucho, y al enterarse de… la desaparición de mi hermano Philippe, vino ayer a visitarnos; tenía poco tiempo, pero quiso ver a mi madre.

El teniente observó a la hermosa joven, tan orgullosa en sus ropas de luto que hacían destacar su cabello rubio, y no pudo evitar sonreírle, pero aún preguntó:

— ¿Se ha marchado ya?

— Ya lo he dicho: estaba de paso, camino de Brest para reunirse con Monsieur Duquesne, bajo cuyo mando sirve.

— ¡ Ah, es un marino! Eso explica su aspecto un tanto desaliñado.

Cuando La Reynie se hubo marchado, Perceval, inquieto desde el comienzo de la entrevista, felicitó a Marie por su sangre fría.

— ¡Has estado magnífica, qué aplomo! ¿Pero no has ido demasiado lejos? Ese hombre cuenta con los medios necesarios para informarse de todo lo que ocurre en Francia, y si busca en Brest…

— ¿O en la escuadra de Duquesne? Encontrará en ella a Pérussac. Como es realmente un amigo de la infancia y su prima es una de las doncellas de honor de la reina, podía afirmarlo sin miedo.

— ¡Bravo! Pero, por si acaso le entran dudas a Monsieur de La Reynie, será preferible que tu hermano siga escondido aquí o encuentre un rincón tranquilo en provincias.

— Desde luego, pero antes de tomar una decisión conviene que escuchemos su historia.

Sin embargo, esperaron hasta la noche para estar seguros de que nadie les molestaría. Después de la cena, que tomó en su habitación, y mientras Jeannette le rehacía la cama, Sylvie pidió a su fiel camarera que se retirara luego de ayudarla a acostarse. Era la primera vez que la excluía así del círculo familiar, y Jeannette reaccionó con una mirada de sorpresa. Entonces ella le explicó:

— Estamos tan próximas la una a la otra, desde siempre, que nunca te he ocultado nada. Has compartido mi vida entera. Pero no debes saber lo que dentro de poco se dirá aquí. No por desconfianza hacia ti, sino por el deseo muy fundado de tenerte al margen de un asunto demasiado grave para no resultar peligroso. Se trata de algo que no puede ser sino un secreto de Estado, y vale más apartar a las personas queridas que no tienen una relación directa con él. Y yo te quiero mucho…

Con lágrimas en los ojos, Jeannette fue a arrodillarse junto al sillón de su ama y apoyó en sus rodillas una cabeza en la que los cabellos blancos empezaban a menudear.

— No tenéis que darme ninguna explicación, y haré lo que deseáis. Los secretos del reino no me importan más que por el daño que pueden haceros, y desde la niñez habéis sufrido ya demasiado por culpa de ellos. Prometedme tan sólo que no nos dejaréis de lado, a mi Corentin y a mí, si vos, o los niños, o los tres, volvéis a encontraros en peligro.

— Te lo prometo -afirmó Sylvie, e incorporó a Jeannette para abrazarla-. Seguiremos juntas mientras Dios quiera…

Tranquilizada, Jeannette acabó de preparar la cama, instaló en ella a Sylvie, puso un par de troncos más en el hogar de la chimenea y salió sin apagar las velas como hacía cada noche, dejando sólo encendida una lamparilla. Un momento más tarde, el caballero de Raguenel, Philippe y Marie se sentaban alrededor del gran lecho cubierto por una colcha de seda amarilla con el reverso blanco, y aproximaban sus sillas todo lo posible para que el narrador no tuviera que levantar la voz.

— Listos -dijo Perceval al tiempo que encendía su pipa-. Creo que ahora estamos preparados para escucharte, muchacho. Espero que no te moleste el humo del tabaco. A tu madre no le afecta…

— Yo también fumo -repuso el joven con una sonrisa-. Y además Marie ha colocado allí, en el escritorio de concha, una bandeja con copas y vino de España. No nos falta nada.

Se inclinó hacia delante, colocó los codos en sus piernas separadas, apoyó la cara entre las manos y pareció recogerse en el silencio que se hizo.

— De no haber vivido lo que os voy a relatar, creo que me costaría creerlo si alguien me lo contara. Incluso ahora, a veces me pregunto si no ha sido una pesadilla, hasta tal punto trastorna la idea que yo tenía de la grandeza de los reyes y la nobleza de los hombres. De algunos, por lo menos…

— Puedes estar seguro -gruñó Perceval- de que ninguno de nosotros pondrá en duda tu palabra.

— Lo creo… Cuando partimos de Marsella, estaba realmente convencido de ir a la cruzada como habían hecho antes mis antepasados. ¡íbamos a combatir al infiel! Éramos soldados de Dios, y así lo proclamaba el estandarte de Cristo en la Cruz que Su Santidad el Papa había hecho llegar al señor almirante unas semanas antes. Él mismo, por lo demás, después de tantas afrentas recibidas de las gentes del rey, no pretendía ser sino el «capitán general de los ejércitos navales de la Iglesia», y tenía una fe profunda en su misión. Los vientos favorables que nos llevaron en quince días a la vista de la isla de Candía, le confirmaron en su certidumbre, y sintió aún mayor ardor por combatir en favor de una causa santa cuando estuvimos delante de la capital de la isla, llamada también Candía. [34] Lo que descubrimos entonces fue algo a la vez enormemente bello y profundamente triste. Casi un decorado del fin del mundo…

»Era temprano por la mañana, y los primeros rayos del sol iluminaban oblicuamente una cresta montañosa de un gris rojizo y mesetas cubiertas por una hierba áspera y aromática, con raros bosquecillos de robles verdes y olivos silvestres. A sus pies, extendiéndose hasta el mar de un azul casi violeta, el puerto protegido por un dique en el que se alzaba la torre de un antiguo faro, y una ciudad de murallas orgullosas, de bastiones en cuyos muros aparecía labrado el león de San Marcos, pero agujereados por el cañón, agrietados, medio derruidos en algunos puntos. Una ciudad de rojos palacios venecianos y casas blancas, algunas de ellas hundidas, y en cuyos alrededores eran visibles las galerías de minas reventadas por el arma extraña que utilizaba Morosini, esas botellas de cristal cuadradas y con cuatro mechas, que al romperse difundían un humo infecto y mortífero. En todas partes se veían huellas de incendios, en todas partes estigmas de muerte, y sobre todo ello, intacta, afirmando una feroz voluntad de resistir, la bandera roja y oro de Venecia ondeaba a la brisa ligera de la mañana. Los turcos sólo eran visibles por los fuegos de vivac en las posiciones elevadas que ocupaban. Pero aquel cuadro se animó muy pronto, cuando el sol, al ascender, hizo flamear los oros del Monarque y los restantes barcos. Una sonora aclamación les saludó desde el puerto en que la gente empezaba a reunirse…

»-Somos los primeros -constató Beaufort, que observaba la isla con un anteojo-. No es normal. Vivonne, que salió de Marsella antes que nosotros con las galeras, más rápidas, tendría que estar aquí, y también ese Rospigliosi que me niega el título de alteza. ¡Él viene de Civitavecchia! Es como para sospechar…

»Con todo, hacía falta más para desanimar al almirante. Embarcó en una chalupa con Monsieur de Navailles, Monsieur Colbert de Maulévrier, [35] su sobrino y yo, a fin de parlamentar con Francesco Morosini, el capitán general de Venecia. Éste vino al muelle acompañado por Monsieur de Saint-André-Montbrun, capitán francés al servicio de la Serenísima, para recibirnos después de vernos obligados a pasar la bocana, cerrada por el dique del faro, bajo el fuego turco. Por fortuna, aquella gente tiraba muy mal…

»No ocultaré la fuerte impresión que me causó Morosini, verdadera encarnación de los más altos valores de Venecia. Era un hombre de cincuenta y dos años, alto y flaco, que dentro de su coraza abollada parecía recto e inflexible como la hoja de una espada. Su rostro enérgico, de tez requemada por el sol, mostraba bajo un cabello en que aparecían mechones blancos unos rasgos delicados, boca sensible bajo un bigote sedoso y una perilla, y sobre todo profundos ojos negros, orgullosos y dominadores bajo un entrecejo arrogante que la impaciencia hacía estremecer. Sin embargo ese hombre, ese marino, ese soldado, ese estratega, hacía gala de una paciencia infinita que era una de las facetas de su genio… [36]

Entre él y nuestro almirante hubo desde el principio un acuerdo absoluto: eran dos hombres hechos para entenderse. Por desgracia, no era el caso de Monsieur de Navailles, a quien correspondía el mando de las operaciones terrestres con precedencia a monseñor…

Philippe se detuvo para sonreír a su madre, cuya mirada apasionada no se separaba de él.

— Estaré desolado, madre, si os causo pena porque Madame de Navailles es, lo sé, amiga vuestra desde hace muchos años, pero es incuestionable que su esposo es un imbécil que en este asunto, por una estúpida vanidad, fue la causa de la catástrofe.

— No te atormentes por eso. Siempre he sabido que, en esa pareja, ella era con mucho la más inteligente. ¡Si al menos, después de exiliarlos, el rey no hubiera llamado más que a ella…! Pero continúa, te lo ruego…

— A vuestras órdenes. Así pues, Navailles empezó por rechazar la oferta de Morosini, que le proponía, como vanguardia de la ofensiva inminente, a soldados veteranos de aquella guerra que conocían perfectamente el terreno. Se negó también a hablar con Monsieur de Saint-André-Montbrun, con quien monseñor, indignado, se reunió de inmediato en el bastión San Salvatore, donde pasó toda la noche trazando planes con Morosini y el capitán francés. Los tres coincidieron en que era preciso esperar a Vivonne, Rospigliosi y las tropas embarcadas en las galeras, a las que se añadirían tres mil alemanes reclutados por Venecia. Todo ello proporcionaría una poderosa masa de maniobra, necesaria para atacar al enemigo por tierra y por mar, apoderarnos de sus cañones y trincheras y hacernos fuertes en ellas.

»Por desgracia, cuando regresamos a bordo, Monsieur de Navailles había tomado por sí solo una decisión funesta: atacar a los turcos por tierra sin esperar a las tropas restantes. Lo peor es que no consideró útil avisar de sus planes al almirante, y que incluso tuvo la audacia, cuando éste fue informado, de aconsejarle "no poner el pie en tierra, porque ya bastante reputación había adquirido de exponerse al peligro en lugares donde no se le necesitaba". ¿Imagináis el efecto de esa declaración?

— ¡Señor! -masculló Perceval-. ¡Colbert y Louvois tienen que estar locos de atar para haber confiado un mando tan importante a ese cretino!

— Querido caballero, no perdáis de vista que la idea de esos ministros, y por lo demás también la del rey, erala de no indisponerse con la Sublime Puerta, por lo que aquella hermosa expedición estaba destinada al fracaso desde el comienzo. ¡Pensad que se denegó el mando al mariscal de Turena!

— Al que Beaufort se habría sometido sin discusión. ¡Continúa, muchacho! Por más que adivino que la continuación fue poco gloriosa…

— Para las armas de Francia, sin duda, pero sabed que para monseñor lo fue en grado sumo. En efecto, como el ataque iba a tener lugar la mañana siguiente, manifestó su intención de ser el primero, siguiendo el ejemplo de su abuelo Enrique IV. Entonces los oficiales de los navíos se reunieron con él para intentar impedírselo, repitiendo que no debía plegarse a una decisión tan insensata, y que si Monsieur de Navailles quería perder Candía o vencer a los turcos él solo era algo que únicamente le importaba a él, pero que se necesitaba una mayor preparación para que el ataque tuviera éxito. Les dio la razón pero no quiso escucharles más tiempo. Era preciso, dijo, que él estuviera a la cabeza de la primera oleada de asaltantes para dar ánimo a una tropa que no se encontraba en las mejores condiciones: muchos se habían mareado durante la travesía y aún sufrían los efectos. Razón de más, clamaron a coro La Fayette, Kéroualle y Maulévrier, para darles tiempo a reponerse. Pero Navailles se obstinaba, y Navailles tuvo la última palabra… No respondía de sus decisiones sino ante el rey.

«Mientras tanto, claro está, los turcos no estaban inactivos. Desde la aparición de la flota habían observado mucho y disparado un poco contra la chalupa del almirante, pero sobre todo habían reagrupado en las colinas a su caballería ligera. Fazil Ahmed Kóprülü Pachá, el gran visir del sultán que había venido en persona a dirigir el sitio de Candía, era un hombre precavido, tan prudente y sagaz como Navailles imprudente y ciego. Muy pronto nos íbamos a dar cuenta de ello…

»Monseñor pasó su última noche a bordo rezando en su elegante cámara tapizada de seda del color de la aurora. Había comprendido lo que significaban los obstáculos puestos a sus designios y la increíble terquedad de Navailles: en Francia no sentían el menor deseo de verle volver aureolado por una victoria. Por el contrario, el anuncio de su muerte a manos del turco encantaría a más de uno… Hacia las tres de la madrugada le vimos aparecer, sin coraza, protegido sólo por un justillo de piel de búfalo sobre el que colgaba una cruz de cobre, negro como su sombrero y sus plumas. Para proteger a los que amaba, el caballero de Vendôme y yo mismo, quiso que nos quedáramos a bordo, pero nosotros nos negamos en redondo. Entonces ordenó a Vendôme que combatiera separado de él, y lo dejó confiado a la protección, no hay otro modo de expresarlo, de dos oficiales. Yo me negué a que hiciera lo mismo conmigo, y le dije que le seguiría allá donde fuera, como había hecho durante años. Me dijo entonces que el peligro sería muy grande, que debía pensar en vos, madre, y en el nombre que llevo…

— ¿Qué le contestaste? -preguntó Sylvie.

— Que me habíais confiado a él de niño para que no le abandonara nunca, que no ignorabais los peligros que eso comportaba, y que precisamente el nombre de mis padres me obligaba a honrarlo de alguna manera, aunque fuera en la muerte. En una palabra, que vos comprenderíais…

— Sí -dijo la duquesa con tristeza-, es lo que dicen los hombres. Pero a veces las mujeres, y sobre todo las madres, piensan de manera distinta.

— ¡No digáis eso! -protestó Philippe-. Pensad que si yo no me hubiera obstinado, que si no le hubiera seguido contra todo y contra todos, ahora no sabríamos que sigue con vida.

— Tienes razón, y soy una ingrata para con Dios. ¡Dinos qué pasó después, hijo mío!

— La noche era clara, templada, llena de estrellas. Una de esas bellas noches de Oriente que nos son desconocidas y que permiten olvidar el peso abrumador del sol. ¡Un instante de magia antes de la pesadilla! Una vez en tierra, avanzamos despacio por precaución, y descubrimos que para pasar, en orden de batalla, de la posición elegida por Navailles a la línea de ataque propiamente dicha, era necesario bajar desde una contraescarpa hasta el fondo de un barranco, y subir la otra ladera por un sendero de cabras en el que los fusileros turcos podrían dispararnos a placer. Monseñor nos hizo tendernos en el suelo para esperar el día, porque entonces el sol nos favorecería al deslumbrar a nuestros enemigos. Pero Navailles cometió una estupidez más, ¡casi habría que llamarla un crimen! De súbito oímos el redoble de tambores que llamaban a la carga, alertando al enemigo: teníamos que atacar en el momento en que la noche era más oscura, inmediatamente antes del alba… y sobrevino el drama. Los turcos nos cayeron encima desde todas partes, y provocaron un auténtico pánico en las filas de unos soldados con las piernas aún inseguras. Se produjo una desbandada general que monseñor no pudo contener. En algún lugar hubo una explosión en la noche, y entonces creyó que por ese lado los turcos luchaban con las fuerzas de Morosini y que sería posible atraparlos por la espalda. Pero estaba herido en una pierna y no podía correr. En ese momento encontré un caballo, salido no sé de dónde. Montó y yo salté a su grupa.

»- ¡Vamos, muchachos! -gritó-. ¡Ánimo, seguidme! ¡San Luis, San Luis!

»Espada en mano nos precipitamos sobre el grueso de las tropas otomanas, sin ver nada. Unos minutos más tarde, después de una defensa vigorosa pero inútil, él y yo fuimos apresados. Cuando nos vimos desarmados en medio de un bosque de amenazadoras cimitarras de las que arrancaban destellos los primeros rayos del sol, nos consideramos muertos e imaginamos nuestras cabezas ensartadas en la punta de unas picas; pero el gran visir había prometido quince piastras por prisionero, y setenta por los jefes. Así pues, nos ataron con cuerdas y nos llevaron hasta el campo, situado bastante lejos de la ciudad y desde el que descubrimos al fin las galeras turcas, ocultas en unas caletas profundas. Para mí, que estaba indemne, fue penoso; y para monseñor, cuya herida sangraba sin parar, un calvario que soportó sin una queja. Encontró incluso fuerzas suficientes para levantarse y mantenerse erguido cuando nos arrojaron al interior de la tienda de un hombre grueso vestido de seda, sentado en unos almohadones junto a los cuales estaba en pie una especie de secretario provisto de un rollo de papel, una pluma de ave y un tintero sujeto a su cinturón. Era un renegado cristiano llamado Zani, y hacía las veces de intérprete. Gritó a monseñor:

»- ¿Por qué te presentas con tanta arrogancia? No estás vestido como ése, con una túnica bordada y una hermosa coraza…

»-Un príncipe se distingue por otras cosas, no por su vestido.

»- ¿Un príncipe? No había más que uno entre los que nos han atacado.

»- ¡Soy yo! François de Borbón-Vendôme, duque de Beaufort, almirante de Francia.

»- ¿Y el que está tendido a tus pies?

»-Es mi edecán y mi hijo… espiritual. Se llama Philippe de Fontsomme.

»Cuando el secretario tradujo sus palabras, el hombre del turbante abrió de par en par unos ojos espantados. Era evidente que la importancia de su presa le excedía. Dijo algunas palabras precipitadas, y el renegado explicó:

»-Es posible que mientas, pero mi amo prefiere que sea alguien con más autoridad que él quien decida sobre tu suerte. Tendrás el honor de ser conducido ante Su Alteza el gran visir, que sabrá si dices o no la verdad.

»-Mientras tanto -dije yo-, deberíais cuidar su herida, porque de lo contrario el señor almirante podría no llegar a tener ese "honor"…

»Una patada en las costillas me demostró la poca importancia que daban a mi persona, y a partir de ese momento nos separaron a pesar de nuestras protestas. Dos guardias se llevaron a monseñor, sosteniéndolo con algún miramiento. En cuanto a mí, me arrastraron como a un paquete hasta una tienda de campaña en la que soporté todo el calor del día sin una gota de agua y sin alimento. Oía, algo apagados por la distancia, gritos horribles, súplicas y también disparos, el cañón, la batalla en una palabra. Y luego una especie de silencio, el más pesado que nunca haya experimentado… el de las grandes catástrofes. Cuando se decidieron a traerme un poco de agua y comida, el aspecto satisfecho de mi guardián me reveló con claridad que habíamos sido vencidos. Lloré, pero lo peor fue no poder tener noticias de monseñor porque no hablaba la lengua de aquellas gentes. Probé con el griego, que conocía bastante bien gracias a mi querido abate de Résigny, sin resultado. Sólo me sacaron de la tienda para encadenarme en el interior de una cueva cerrada con una empalizada, y confieso que me alegré: por lo menos estaba al resguardo del terrible calor diurno. Estuve allí quince días, hasta que una noche vino a verme Zani, el intérprete. Aunque me resultaba odioso, me alegró sin embargo poder hablar con alguien. Me dijo que iba a viajar desde la isla hasta Constantinopla esa misma noche, y que me tendrían preso hasta que se supiera si mi familia estaba dispuesta a pagar un rescate suficiente para mantener mi cabeza sobre mis hombros…

— ¡Pero no recibimos ninguna petición de rescate! -exclamó su madre-. Todo lo que supimos es que habías desaparecido con el duque de Beaufort, y después se os declaró muertos.

— Hablaré enseguida de esa historia del rescate -dijo Philippe con una sonrisa de desdén-, porque resulta verdaderamente increíble. Pero volvamos a mi marcha de la isla de Candía, que se produjo en efecto una hora después, en una galera en la que me encerraron en el cuartito donde guardaban las balas de los cañones colocados en el castillo de proa. Estaba encadenado, pero era un rincón bastante limpio en el que incluso me dieron un cubo para mis necesidades naturales. Para mi sorpresa, Zani viajó conmigo y durante el viaje, que duró algo más de ocho días, vino a menudo a verme y me hizo continuas preguntas sobre quién era yo, sobre mi familia, mi vida en Europa, el rey, y por supuesto monseñor, ¡sobre todo monseñor! Pero cuando le pedía que me diera noticias suyas, repetía siempre la misma frase: “Tu almirante es el prisionero de Su Alteza el gran visir Fazil Ahmed Kóprülü Pacha, que Alá (¡sea tres veces bendito su nombre!) quiera conservarnos." Nunca cambiaba una sola palabra y acabé por cansarme de tantas bendiciones. En el fondo, me bastaba saber que seguía con vida.

»Lo confieso, la vista de Constantinopla, adonde llegamos una tarde cuando el sol se ponía, me maravilló. La ciudad se asienta sobre tres estrechos marinos, pero yo vi únicamente uno al desembarcar de mi galera: el Bósforo, entre la orilla asiática y la larga punta de Estambul, coronada por grandes cúpulas doradas, cúpulas más pequeñas de color azul o verde, y altos minaretes blancos, en medio de una infinidad de jardines que se prolongaban hasta el palacio y los jardines del sultán, junto al agua azul. Los últimos rayos del día bañaban todo aquello en un esplendor de oro y púrpura, subrayado por los grandes cipreses negros que se recortaban un poco por todas partes contra el cielo y acentuaban la belleza de los edificios. Pero no tuve oportunidad de penetrar en lo que, de lejos, parecía una imagen del paraíso. La galera atracó bajo los muros de una poderosa fortaleza situada en el extremo de la gigantesca muralla que protege la parte de Estambul situada junto al mar. Zani me informó con evidente placer: aquello era Yedi-Kulé, el castillo de las Siete Torres, cuya siniestra reputación había dado desde hacía muchos años la vuelta al Mediterráneo. Las cabezas cortadas visibles en las almenas mostraban con creces que esa reputación no era exagerada. Se decía que un sultán había sido asesinado allí por sus jenízaros, cincuenta años atrás. Además, el olor era insoportable porque en las inmediaciones de aquel infierno, junto a uno de los mataderos, estaban los talleres de los curtidores, de fabricación de cola fuerte o de conejo, y de cuerdas de tripa. Al principio creí que me sería imposible vivir en medio de aquella pestilencia, pero acabé por acostumbrarme. Por otra parte, tuve la suerte de que la celda en que me arrojaron tuviera una estrecha abertura, enrejada pero que daba al mar.

»Allí estuve encerrado meses y meses, helado durante el invierno y sofocado en verano, sin ver nada ni oír otra cosa que la llamada de los muecines y los gritos de las gaviotas o los Condenados. Los gritos de los empalados eran atroces, intolerables. Lo peor era carecer de noticias. A veces llegaba a olvidar quién era, porque las imágenes del pasado me resultaban particularmente dolorosas. Además, la inquietud por la suerte de monseñor me corroía interiormente. ¿Por qué me dejaban allí, atormentándome, sin más presencia que la del carcelero que me traía cada día lo justo para no morirme de hambre?

»Había acabado por convencerme de que pasaría el resto de mi vida en aquella tumba cuando, una tarde, vinieron a buscarme los soldados. Pensé que había llegado mi última hora y me apresuré a recitar una oración, pero en el patio del castillo me vendaron los ojos y me hicieron subir a una litera cerrada por unas cortinillas de cuero. No vi nada durante el trayecto. El olor innoble al que estaba habituado dejó paso a aromas más agradables, y luego a otros que me parecieron divinos cuando me hicieron bajar. Debía de encontrarme en un jardín porque tenía la impresión de hallarme rodeado de flores. Después mis pies descalzos tocaron un suelo liso y resbaladizo hasta el momento en que, en una atmósfera húmeda y cálida, me quitaron por fin la venda. Comprendí que estaba en lo que los turcos llamaban hammam, un lugar reservado a los baños. Dos esclavos negros me despojaron de los harapos infames que me cubrían, me sumergieron en una tina llena de agua caliente y me lavaron como a un caballo, con mucho jabón y un cepillo de cerda dura. Los dos baños sucesivos, caliente y frío, y el masaje con aceite aromático me parecieron el colmo de la delicia, y volví a encontrarme casi tan en forma como antes de mi larga cautividad. Después me vistieron con una camisa y un largo hábito azul ceñido con un cinturón, me calzaron unas babuchas rojas y, después de haberme servido una comida de carne asada y arroz, de nuevo me vendaron los ojos para confiarme a un personaje del que no vi, por debajo de la venda, más que los bajos de un vestido blanco y los pies calzados con babuchas amarillas.

»Sin dirigirme la palabra, me condujo a través de lo que me pareció una infinidad de pasillos y jardines. Me encontré al fin sobre una alfombra de un hermoso color rojo oscuro entrecruzado con hilos de oro, al borde de la cual me hicieron descalzarme. Avancé aún unos pasos, y me quitaron la venda: estaba ante un hombre ricamente vestido y con un gran turbante blanco envuelto en torno a un cono de fieltro rojo y adornado con plumas de garza. Supuse que se trataba de un alto personaje, y así lo confirmaba su sable, con la vaina y la empuñadura adornados con rubíes, colocado delante de él en una mesita baja.

»Estaba sentado, con las piernas cruzadas, en una especie de banqueta cubierta de brocado rojo y sobre la que había algunos almohadones, colocada sobre un estrado tapizado de seda. El estrado ocupaba el fondo de una sala recubierta con ladrillos de colores brillantes bajo unos ventanales con vidrieras a través de las cuales penetraba la música de una fuente. El hombre que me acompañaba me arrojó de bruces contra el suelo. Ese trato me indignó. Quise incorporarme de inmediato, y para mi sorpresa no me empujó de nuevo al suelo. Vi entonces que el alto personaje le despedía con un movimiento de la cabeza, antes de dirigirse a mí:

»-Me han dicho que hablas el griego -me dijo en esa lengua.

»-El de Demóstenes, que ya no está en uso, pero que me permite hacerme entender.

»-En efecto… Pero nos expresaremos en la lengua de tu país -añadió en un francés un tanto balbuciente pero muy comprensible, que me llenó de alegría-. Sabe en primer lugar ante quién compareces hoy: me llamo Fazil Ahmed Kóprülü Pacha y he sucedido a mi padre, el gran Mehmet Kóprülü, en el cargo de gran visir de la Sublime Puerta. Yo vencí en Candía a las fuerzas de tu país. Hoy la bandera del Profeta flota sobre toda la isla, pero Morosini ha recibido al rendirse honores de guerra, en homenaje a su valor, y le he dejado marchar a Venecia con los suyos.

»-Francesco Morosini merece toda mi admiración y me alegro por él, pero no me interesa. Suplico a Vuestra Excelencia que me informe de la suerte que ha corrido monseñor el duque de Beaufort, nuestro almirante…

»- ¡Ven aquí! -le ordenó, y señaló un asiento a su lado.

»Sin dar ningún signo de sorpresa ante aquella invitación, le obedecí. Así pude verle mejor. Era un hombre joven, de tez clara, rasgos enérgicos y ojos grises y dominantes. Un largo mostacho negro colgaba a cada lado de su boca firme y bien dibujada. Como supe más tarde, no era turco sino albanés, y bajo el gobierno de su padre primero y después el suyo, el Estado otomano, debilitado por unos sultanes incapaces, cuando no indignos (el actual, Mehmet IV, era conocido como el Cazador, porque pasaba en esta ocupación todo el tiempo que no dedicaba a su harén), había recuperado fuerza y estabilidad.

»-Quiero que me hables de él -dijo-. ¿Has dicho que eres su hijo?

»- ¡Espiritual, señor! Mi madre y él se criaron juntos. Para mí es como un tío muy querido.

»- ¿Le quieres?

»-Es decir poco. Le admiro y daría mi vida por él sin vacilar.

»- ¡Explica! ¡Cuéntame!

»Hablé, con un entusiasmo creciente a medida que, al reseguir su vida, la descubría de nuevo. Fazil Ahmed Kóprülü Pachá me escuchó con una intensa atención, y sólo me interrumpió para dar unas palmadas que hicieron aparecer de inmediato a un servidor con un servicio de café en una bandeja. Confieso que bebí con un placer vivísimo, y proseguí después mi relato, que él interrumpió ahora con algunas preguntas. Ésta fue la última:

»-Si lo he entendido bien, tu rey no le aprecia, a pesar de ser un buen servidor.

»- ¡Y su primo hermano!

»Por primera vez, le vi sonreír.

»-Los lazos de familia no cuentan cuando se ocupa un trono. Aquí, menos aún que en otros lugares. Tenemos la que llamamos "ley del fratricidio", que permite a un soberano, al alcanzar el poder, eliminar a los hermanos que eventualmente podrían molestarle. Pero tú, por ese hombre al que veneras, ¿estarías dispuesto a… contradecir, es decir, a oponerte a la voluntad de tu rey?

»-Si se tratara de su vida, sin dudarlo, incluso aunque eso me costara la mía propia.

»-Es lo que yo pensaba. ¡Escucha entonces!

»Supe entonces lo impensable. Desde antes de nuestra partida de Marsella, la Sublime Puerta había recibido en secreto, de parte del rey de Francia, seguridades de que el reino no deseaba, al autorizar la expedición, enturbiar las buenas relaciones, en particular comerciales, mantenidas hasta entonces. No se iba a hacer otra cosa que complacer al Papa, y se confiaría el mando a jefes enfrentados entre sí, que por ese motivo serían poco peligrosos: uno de ellos tenía poco criterio, y el otro era valeroso pero de una forma alocada. Se insinuaba además que en caso de que el segundo, que naturalmente era el duque de Beaufort, no muriera en combate, sería deseable que fuera capturado con toda discreción, a fin de permitir que circulara el rumor de su muerte.

»-Es lo que ocurrió -añadió Fazil Ahmed Kóprülü Pachá-. A bordo de la nave capitana había un hombre que nos informaba de las intenciones de tu jefe, a través de un pescador que iba diariamente a ofrecer pescado y a cuyos movimientos no se prestaba atención, sobre todo de noche. Supimos el lugar contra el que dirigiría el ataque, y aunque durante la batalla se produjo una gran confusión, la explosión que provocamos en medio de nuestras propias líneas produjo el efecto que esperábamos: el almirante creyó que se abría una brecha delante de él, y cayó en la trampa. No habíamos previsto que tú cayeras también junto a él, pero yo había dado órdenes severas de que se respetara su vida, y tú te beneficiaste de ello. Por lo demás, muy pronto comprendimos que eras muy importante para él.

»- ¡Quién le traicionó tan bellacamente?

»El gran visir negó con la cabeza y sonrió levemente.

»-Eso no te lo diré. La amistad de los pueblos es algo de difícil manejo, y es posible que algún día volvamos a necesitar sus servicios. Fue él quien llevó a Francia la confirmación de la muerte del almirante… y de la tuya.

»- ¿Me diréis lo que pasó después?

»-Hicimos llegar un mensaje al ministro francés para informarle de que el primo del rey estaba en nuestro poder y que también te teníamos preso a ti, y por supuesto reclamamos un rescate. El mensaje fue transmitido por un emisario discreto y la respuesta nos llegó a través del mismo canal, sin pasar, claro está, por el nuevo embajador que nos han enviado: un tal señor de Nointel, que necesita que le enseñen buenas maneras…

»- ¿Y cuál fue la respuesta?

»-Curiosa. El rey aceptó pagar la mitad del rescate solicitado, un precio suficiente para un muerto. La suma había de sernos entregada por dos hombres que llegarían en un barco a fin de llevarse al prisionero a un destino conocido únicamente por ellos. La entrega debía tener lugar de noche y en las condiciones que se indicarían. En cuanto a ti, era muy preferible que te diéramos muerte.

»- ¿Por qué no lo habéis hecho? ¿O eso significa que no voy a salir vivo de aquí?

»-Las baldosas de este palacio no absorben la sangre. Y si te he dejado con vida al recibo de la carta es porque tu almirante se había convertido en un amigo. Durante todo el tiempo transcurrido (¡un año y medio!), desde que en Candía lo trajeron a mi tienda, he aprendido a conocerlo y no estoy lejos de compartir tus sentimientos hacia él…

»- ¿Dónde está? ¿En la prisión de las Siete Torres?

»-No. Nunca fue allí. Lo mantuve en mi palacio primero, y luego en una residencia bien oculta. Debo decir que siempre insistió en que te llevara con él, pero me negué. Mantenerte en Yedi-Kulé, lejos de él, era la mejor manera de asegurarme de que no intentaría fugarse.

»- ¿No os bastaba su palabra de príncipe francés?

»-Yo no soy un latino como tú, y a mi juicio la prudencia es una virtud indispensable para quien desee conservar el poder. Y yo soy el gran visir de este país. Es decir, el blanco de muchas ambiciones.

»-Entonces ¿por qué me habéis sacado de mi calabozo esta tarde?

»-Porque había llegado el momento de conocerte, y porque las personas que vienen a buscarlo han llegado…

»- ¡Ah!

»Aquellas breves palabras despertaron la angustia que me había acompañado durante tanto tiempo. Le pregunté si iba a entregarles al almirante. Dijo que sí: el sultán lo quería así.

»- ¡Entonces dejadme marchar con él!

»-Los hombres de tu rey te creen muerto. Pero puedo proponerte un medio, si no para salvarlo, sí al menos para saber lo que le aguarda. Ya ves, me inquieta la idea de que lo llevan a un destino tal vez peor que la muerte, y me avergüenzo al verme obligado a entregar a un amigo. Así pues, escúchame bien: el barco francés (un "mercante" lento pero bien armado) saldrá del puerto mañana por la noche. Tú, antes de que amanezca, embarcarás en una falúa cuyo patrón y tripulación son hombres de mi confianza. Stavros ha recibido ya la orden de estar dispuesto a seguir al francés allí a donde vaya. Sin duda a Marsella…

»- ¿Seguirá a un barco por mar en un trayecto tan largo sin perderlo de vista ni correr el riesgo de confundirse?

»-Stavros lo ha hecho ya. Su embarcación es muy veloz, y él, el mejor marino que conozco. Además, al salir de los estrechos, el francés enarbolará el pabellón rojo de mis barcos para que lo respeten los que vosotros llamáis berberiscos. Por tanto, será fácil distinguirlo y no será atacado. Pero una vez llegado a su destino, te corresponderá a ti continuar la persecución. Te daré oro francés tomado del rescate, y vestidos adecuados para un marino griego.

»Me invadió una gran alegría. Me avergonzaba, es cierto, de mis compatriotas, pero sentía un agradecimiento inmenso hacia aquel enemigo de corazón tan noble. Rechazó con un gesto mi gratitud y, cuando le pedí el favor de ver a mi príncipe, aunque fuera sólo un instante, se negó:

»-Demasiado peligroso. No debe saber nada de mis planes. En cuanto a ti, será mejor que olvides que me has visto nunca.

»Una hora más tarde, tocado con un bonete rojo y vestido con una zamarra de piel de cabra, fui conducido al puerto por uno de los servidores mudos del visir, y confiado sin una palabra al patrón de la falúa Thyra, un griego tan ancho como alto, provisto de un perfil de medalla, una risa estentórea y músculos temibles bajo su capa de grasa. Bajo su inalterable buen humor, aquel hombre ocultaba una agudeza y una penetración notables. Pude confirmar enseguida lo que había dicho de él Fazil Ahmed Kóprülü Pachá: era muy buen marino, y pasé a formar parte sin dificultad de una tripulación de cuatro hombres que le eran enteramente leales.

»A1 salir el sol, vi mejor nuestra posición en medio de otros barcos, cuyas proas estaban colocadas en perpendicular al muelle, igual que las de los barcos del otro lado: la amplitud del Cuerno de Oro, el puerto de Constantinopla, lo permitía. Un solo barco estaba anclado en paralelo a tierra, en el entrante formado por la desembocadura de un pequeño río: era una urca como las que construyen los holandeses, pero de escaso tonelaje y con una tripulación reducida. Su aspecto pacífico, de barriga redondeada, era el de un honrado mercader.

»-Sin embargo tiene cuatro cañones -comentó Stavros, y añadió con una carcajada-: Le hacen falta para proteger los fardos de alfombras y pieles venidas de Rusia que va a transportar mañana. Pero no se hará a la vela hasta las dos de la madrugada. Nosotros saldremos inmediatamente después.

»- ¿Y vamos a seguirles durante toda la travesía? ¡Es imposible! Irán más aprisa que nosotros.

»-Somos nosotros los que podríamos ir más aprisa que ellos. Si no te encontraras encima, verías que esta falúa está construida para la carrera, como una galera; sus mástiles pueden llevar más trapo del usual, y si falta el viento se transforma realmente en una galera: ¡avanza a remo! Cosa que no puede hacer ese torpón. ¡Verás qué músculos se te ponen! -añadió, dándome una palmada en la espalda.

»- ¿Y qué se supone que vais a hacer en Marsella?

»- ¡Comerciar, como todo el mundo! En principio, viajo por cuenta de los hermanos Barthélemy y Giulio Greasque de Marsella, que tienen sucursal aquí. Ahí dentro hay café, canela, pimienta y opopónaco. ¡Si nos vamos a pique, oleremos bien!

»Y soltó su característica risotada inmensa. Al caer la noche, nos instalamos en el puente para observar a la Vaillante. Aproximadamente a medianoche, cuando el frío se había hecho más vivo, Stavros me tendió un anteojo sin decir nada: una chalupa se deslizaba sobre las aguas tranquilas en dirección a la urca. La visibilidad era bastante clara: la luz de la luna, que dibujaba en el cielo el creciente del Islam, destacaba en negro las siluetas de los hombres embarcados en ella. Uno se quitó el sombrero y sacudió los cabellos al viento con un gesto que yo conocía muy bien. De inmediato le obligaron a cubrirse otra vez, pero tuve tiempo de advertir el color claro de la cabellera. Unos momentos más tarde, la Vaillante se apartó de su fondeadero e inició su descenso hacia el mar. Enseguida iniciamos la maniobra de desatracar…

»No os abrumaré con los detalles del viaje -continuó Philippe después de mirar de reojo a su madre, que le pareció muy pálida pero lo tranquilizó con una sonrisa-. Todo fue a pedir de boca, gracias a la habilidad de Stavros y las cualidades náuticas de su barco. Además, el francés desempeñaba su papel de mercante, no se apresuraba y hacía las escalas obligatorias, en las que en ocasiones le precedíamos nosotros. Por Tenedos, Tinos, Citerea y Zante llegamos al estrecho de Sicilia y luego al de Cerdeña sin malos encuentros, y sobre todo sin haber perdido de vista nuestra presa. Finalmente, un atardecer, vimos a la puesta del sol las orillas del Lacydon. [37] Stavros, después de observar que la urca no se aproximaba al muelle, dirigió su barco -íbamos a remo desde la bocana del puerto- hacia un lugar próximo al nuevo ayuntamiento en construcción. De ese modo nos situamos en un puesto de vigilancia parecido al del muelle de Phanar, en el Cuerno de Oro. Eso nos permitió ver, apenas hubimos atracado, a un hombre de negro bajar a la chalupa y hacerse conducir al otro lado del puerto, a un lugar situado entre el arsenal de las galeras, aún sin terminar, y las torres de la abadía de Saint-Víctor.

»-Va a prevenir a alguien -comentó Stavros, que me tenía simpatía y quería ayudarme tanto como le fuera posible-. Probablemente el misterioso viajero no va a quedarse ahí mucho tiempo. Ahora te toca a ti seguir detrás de él…

»Como había residido algún tiempo en la ciudad antes de la marcha a Candía, la conocía bien y sabía dónde había de dirigirme para encontrar los medios de proseguir mi viaje: ropas occidentales, algo de equipaje y sobre todo un caballo. Mientras paseaba por las calles bulliciosas que bajan de la iglesia de Saint-Laurent, en las que aparecen mezcladas casi todas las razas del perímetro del Mediterráneo, me sentía lleno de ardor, pero también de inquietud: ¿conseguiría yo solo seguir inadvertido la pista de monseñor? Y entonces el Cielo me proporcionó un golpe de suerte inesperado: ¡me tropecé con Pierre de Ganseville!

— ¿Ganseville? -exclamó un coro de tres voces-. ¿Qué estaba haciendo allí?

— Buscaba un barco para ir a Candía. A primera vista me costó reconocerlo, tanto le había cambiado la desgracia. Podría decirse que cayó de golpe desde lo alto del Cielo a los tormentos del Infierno; en efecto, su joven esposa, de la que estaba apasionadamente enamorado, murió al dar a luz un hijo, que al cabo de una semana siguió a su madre a la tumba. ¡Imaginad lo que ha sufrido!

— ¡Pobre, pobre muchacho! -murmuró Sylvie conmovida-. ¿Y dices que fue un golpe de suerte para ti?

— ¡Y grande! Desde el fondo de la desgracia que os he contado, le había venido una idea fija: buscar las huellas de Beaufort, de cuya muerte se negaba a convencerse. Y se reprochaba haberle abandonado por una felicidad demasiado breve y que ahora le parecía egoísta. Nos encontramos con la alegría que podéis imaginar, después de que también a él le costara reconocerme por mi poblada barba. Cuando le conté por qué estaba en Marsella, le vi revivir, transformarse a ojos vista, y aunque el alegre compañero de otros tiempos había desaparecido para siempre, el hombre que me tendió la mano disponía de nuevo de toda su energía. La perspectiva de salvar a nuestro jefe le entusiasmaba, y trazamos un plan: nos alojaríamos en un albergue próximo a la abadía de Saint-Víctor, al que acudían los fieles que iban a rezar en aquel lugar santo sin sospechar la mala reputación que habían adquirido los monjes desde hacía unos años. Tenía la ventaja de que desde sus ventanas era posible vigilar la Vaillante, que se encontraba a poca distancia. Luego Ganseville me esperó, cuidando del caballo que yo acababa de comprar, mientras iba a despedirme de Stavros y a cambiar mis vestidos griegos por los que me había procurado. Contento por las monedas de oro que le ofrecí en prueba de mi agradecimiento, el buen hombre me prometió no zarpar de nuevo mientras la urca siguiera en el puerto, por si acaso dejaba Marsella sin haber desembarcado a su pasajero.

»-Si ocurre eso -dijo-, tú te darás cuenta y no tendrás más que volver al galope para que continuemos la persecución. Cuando me confían una misión, la cumplo siempre hasta el final.

»¡Gracias a Dios, existen personas de esa calidad! Sin embargo, pasaron varios días sin que ocurriera nada. Día y noche, Ganseville y yo nos turnábamos en la ventana de nuestro cuarto, y la inquietud empezaba a apoderarse de nosotros cuando por fin, una noche, unos jinetes que rodeaban un pequeño coche cerrado tomaron posiciones en la placita desierta situada junto al mar, cerca de nuestro alojamiento. De inmediato, la urca arrió una chalupa y la escena que habíamos presenciado en Constantinopla se repitió en sentido contrario.

»E1 corazón nos latía con fuerza, os lo aseguro, cuando fuimos en silencio a los establos donde nuestros caballos permanecían ensillados toda la noche. Poco después, el coche y su escolta se ponían en marcha a trote lento.

»Empezó entonces para nosotros la parte más ardua de la persecución, porque muy pronto comprendimos que cualquier intento de liberarlo era imposible. Sólo éramos dos, y habría sido necesaria por lo menos una compañía de soldados. La escolta era ya numerosa, pero en las cercanías de Aix vinieron a engrosarla jinetes de la gendarmería, que rodearon la carroza sin ocultar ya que conducía a un prisionero de Estado. Sin embargo, continuamos a pesar de que el camino se hizo más difícil a medida que nos fuimos internando en las montañas; aunque allí también podíamos ocultarnos con más facilidad. La marcha se volvió mucho más lenta, pero acabamos por llegar al final de aquel calvario…

— ¿Dónde está el duque? -preguntó Perceval en un tono seco que ocultaba su emoción.

— En Pignerol, una fortaleza en la frontera de Saboya.

— Lo sabemos -suspiró Sylvie-. Allí está encerrado el pobre Fouquet… ¿Qué hicisteis entonces?

— Descansamos un poco en la aldea vecina e intentamos reflexionar, pero no encontramos ninguna solución. Ganseville me aconsejó entonces que viniera a tranquilizaros sobre mi suerte. Él decidió quedarse allí para estar lo más cerca posible de su príncipe. Pero yo voy a volver. Quizá nos sonría la suerte un día y encontremos un medio…

— A lo largo del camino -le interrumpió Perceval-, ¿habéis podido siquiera verle?

— Ganseville sobornó al criado de un albergue que tenía que llevarle vino y comida, y consiguió atisbar por un momento. Hay que aclarar que entre Marsella y Pignerol no le dejaron bajar ni una sola vez de su prisión rodante. Cuando Pierre volvió a mi lado, cayó en mis brazos llorando. No sólo monseñor está secuestrado de una manera inhumana, sino que además su rostro está oculto detrás de una máscara… Una máscara de terciopelo negro.

13. Una fortaleza en los Alpes

Aquella noche, mucho después de que todos se hubieran retirado, Sylvie seguía con los ojos abiertos de par en par, reflexionando sobre lo que acababa de oír y reuniendo fragmentos de recuerdos antiguos o más recientes como si fueran las piezas de un solitario. El silencio de la casa, que la envolvía como un refugio lleno de serenidad, favorecía ese ejercicio, porque nunca había sentido tal clarividencia. Todo se ajustaba siguiendo una lógica implacable, desde las noches del Val-de-Grâce [38] hasta la reciente aventura de Philippe, tan incomprensible para quien no conociera el pesado secreto que gravitaba sobre la casa de Borbón. El Rey Cristianísimo podía esperar de los azares de la guerra la liberación de un lazo de parentesco que se había convertido para él en una pesadilla, pero la ley de Dios le prohibía, so pena de condenación eterna, ordenar de manera directa o indirecta la muerte de su padre. Incluso un «accidente» durante el viaje sería una mancha infamante: ¡no es posible hacer trampas con el Todopoderoso! La única solución era hacerlo pasar por muerto, apoderarse de su persona y encerrarlo en un lugar tan secreto, tan apartado del mundo que a nadie se le ocurriría buscarlo allí. ¡Todo se explicaba, incluso la máscara! No había un rostro más conocido, más popular en Francia, que el del duque de Beaufort, príncipe de Martigues, Rey de Les Halles, almirante de Francia… Y eligió Pignerol, el torreón del fin del mundo donde languidecía Fouquet, al que Luis XIV consideraba su peor enemigo. ¡Qué elección tan reveladora de los sentimientos profundos de aquel joven! Encerraba allí a quienes habían incurrido en su odio.

Ahora bien, en aquella prisión en medio de las nieves, ante la que cualquier otra mujer en su situación se habría abandonado a la desesperación, Sylvie, en cambio, veía una oportunidad excepcional. Disponía de un triunfo y decidió jugarlo. Cuando hubo cantado el primer gallo del pueblo de Charonne, seguido de inmediato por el de los monjes de Saint-Antoine, Sylvie se palpó el costado aún dolorido, se sentó en la cama y luego se puso en pie con mucho cuidado. Era más fácil de lo que había pensado. A pesar de la noche en blanco, no tenía fiebre y se sentía casi bien. Lo suficiente, en cualquier caso, para ir hasta el escritorio florentino de concha, marfil y plata, regalo de la duquesa de Vendôme con ocasión de su boda, y que la acompañaba siempre en sus distintas residencias. Al abrirlo, dejó al descubierto una serie de cajoncitos que encuadraban un hueco central en el que había colocada una estatuilla de la Virgen, de marfil. Se santiguó, apartó la estatuilla y apretó el resorte de un cajón secreto. Había llegado el momento de utilizar cierto papel que guardaba allí desde hacía diez años sin imaginar que un día habría de serle útil. Lo releyó despacio y luego, después de encender un candelabro en su lamparilla de aceite, fue a llamar con sigilo a la puerta de su padrino, que le abrió enseguida.

Perceval llevaba puesto un camisón, pero el humo que llenaba la habitación revelaba que tampoco él había dormido. La visita de Sylvie no le sorprendió. Su mirada fue del rostro de ella, aún pálido pero resuelto, al documento que mostraba en la mano. Luego sonrió.

— Me preguntaba si pensarías en ello -dijo, apartándose para dejarla entrar.

Al amanecer del día siguiente, Philippe partió para Pignerol con instrucciones precisas.

— Me reuniré contigo dentro de dos meses, aproximadamente -le había dicho su madre.

Perceval la corrigió de inmediato.

— ¡«Nos» reuniremos! No pensarás, querida, que voy a dejarte rodar por los caminos sola en pleno invierno. Puede que esté viejo, pero aún soy capaz de aguantar de pie.

— Preferiría que os quedarais con Marie, ya que Corentin sigue montando la guardia en Fontsomme, donde, a Dios gracias, el rey no ha nombrado aún titular.

— Marie se pasa la vida esperando cartas de Inglaterra. Las esperará igual de bien en casa de su madrina, que se siente un poco sola en Nanteuil-le-Haudouin. ¡Yo te acompaño!

Los dos estaban tan decididos que la interesada, cuando la informaron de sus planes, no puso ninguna objeción. Sabía que su madre iba a correr una aventura peligrosa y no quiso ser para ella un estorbo de ninguna clase. Además, quería mucho a Madame de Schomberg. En ningún sitio mejor que junto a la ex Marie de Hautefort, con su carácter templado, podía esperar el regreso de sus queridos aventureros y el resultado de su empresa. Cuando la angustia se comparte, resulta menos agobiante.

Durante el mes siguiente, Sylvie se cuidó lo mejor que pudo, puso en orden sus asuntos en previsión de que le ocurriera alguna desgracia, y escribió algunas cartas, entre ellas una al rey y otra a sus hijos. Las confió a Corentin, que Perceval había mandado a buscar. Finalmente todo estuvo dispuesto, y el sábado 14 de noviembre, de madrugada, los dos viajeros, después de despedirse de Jeannette, a la que Sylvie se había negado a llevar consigo, dejaron la Rue des Tournelles para emprender un camino que había de durar tres largas semanas.

En los confines del reino y en el flanco italiano de los Alpes, la gigantesca ciudadela de Pignerol dominaba la pequeña aldea triste y la entrada del valle del Chisone, y parecía lo que era exactamente: el entrecejo fruncido de Francia dirigido hacia el ducado de Saboya-Piamonte, cuya capital era entonces Turín. Por el tratado de Cherasco, en 1631, Richelieu había obtenido aquella plaza fuerte colgada del flanco del reino, una atalaya de vigilancia desde la que se controlaba la carretera de Turín; y la había fortificado como correspondía a su importancia estratégica.

A medida que se aproximaban, los viajeros descubrían con un estremecimiento de temor el perfil roto de los formidables bastiones de piedra rojiza. En medio de ellos se alzaba el «castillo», construido en el mismo estilo de la Bastilla: un rectángulo almenado, reforzado en las esquinas por gruesas torres circulares y dominado por el torreón propiamente dicho, esbelto en comparación con el resto de las construcciones pero tan alto que parecía un dedo amenazador dirigido contra el cielo. La primera impresión era siniestra: ¡al lado de aquella prisión del fin del mundo, Vincennes o la Bastilla parecían risueñas residencias campestres! Las placas de nieve adheridas a las rocas, las nubes bajas de un feo gris amarillento que anunciaba nuevas nevadas, y el frío reinante, aumentaban la impresión de desolación. Bajo el montón de pieles con que Perceval la había abrigado, Sylvie se estremeció. Su pensamiento se dividió entre el hombre al que amaba y que habían traído desde tan lejos para sepultarlo en este lugar de desesperación, y el encantador y delicado Fouquet, sin duda el ser más refinado del mundo, acurrucado allí, tan cerca y tan lejos al mismo tiempo. La impresión fue tan fuerte que hizo vacilar la convicción que la sostenía desde su partida: ¿era verdaderamente posible sacar a un ser humano de aquella trampa de piedra?

— No es el momento de acobardarse -dijo Perceval, que había seguido sin dificultad la dirección de su pensamiento-. Cada día tiene su afán, y algo me dice que se nos presenta un primer problema…

Los dos caballos enganchados al carruaje acababan de subir la rampa que llevaba a la entrada de la pequeña ciudad montañesa, encerrada entre unas murallas recientes. Se adentraron por las callejuelas estrechas y oscuras, parecidas a grietas abiertas entre las altas casas de techumbres rojas, y desembocaron en una plaza ocupada en su mayor parte por una bella iglesia ojival flanqueada por un campanile: el Duomo. Frente a él se abría el albergue cuidadosamente descrito por Philippe, donde habían acordado reunirse con él y con Pierre de Ganseville… Y Sylvie advirtió de inmediato el problema anunciado por Raguenel: delante del albergue vio caballos negros, mantas de silla de color rojo, túnicas azules con cruces flordelisadas bordadas en blanco y oro.

— ¡Mosqueteros! -susurró aterrada.

— Me había parecido ver uno en una calle transversal -suspiró Perceval-, pero esperaba haberme equivocado.

— ¿Qué querrá decir eso? ¿No estará el rey aquí?

— ¡Seguro que no! Apostaría que han venido a acompañar a algún preso ilustre. Acuérdate de que fueron ellos quienes trajeron a Fouquet.

— ¿No vendrán a buscar a otro para llevárselo a un lugar distinto? -murmuró Sylvie con un hilo de voz-. Dios mío, ¿qué vamos a hacer?

Con un movimiento instintivo, se asomó para ordenar a Grégoire que diera media vuelta. Perceval se lo impidió.

— Sería el medio más seguro de atraer la atención sobre nosotros, y no hay ninguna razón para asustarse. Recuerda que somos honrados viajeros, peregrinos y nada más. Cae la noche, hace frío y vamos a hacer un alto en el camino.

En efecto, los soldados, que habían desmontado, se apartaban con toda naturalidad para dejar paso al coche, ante los gritos imperiosos de Grégoire: «¡Paso, señores mosqueteros! ¡Paso!»

— ¡Misericordia! -gimió Sylvie-. ¡Se cree todavía en Saint-Germain o en Fontainebleau!

Y así lo parecía. No sólo obedecieron los interpelados, sino que uno de ellos, al ver en la ventanilla una silueta femenina, llevó su galantería hasta el extremo de abrir la portezuela y presentar su mano enguantada. Fue preciso aceptar, darle las gracias con una sonrisa y dejarse conducir hasta la puerta, en la que el posadero acababa de aparecer y saludaba con el respeto al que invita una cómoda carroza de viaje, incluso cubierta de barro. Fue entonces cuando Sylvie vio confirmados sus vagos temores y sintió desplomarse el cielo sobre su cabeza: detrás del hombre del delantal blanco apareció D'Artagnan en persona, bloqueando la entrada. Imposible escapar. Por lo demás, ya la había reconocido y su rostro se iluminó: empujó al posadero para precipitarse hacia ella:

— ¡Mi bella duquesa! -exclamó, utilizando en su alegría el apelativo del que se servía cuando pensaba en ella, si no la llamaba entonces sencillamente Sylvie-. ¡Qué maravilla veros aparecer en este rincón perdido! Entrad, venid aprisa a calentaros. ¡Estáis helada…!

Había tomado su mano y le quitó el guante para besar sus dedos y retenerlos después en su mano. ¿Cómo decirle que su aparición helaba a Sylvie más aún que la temperatura exterior? Arrastrada por él, se encontró delante de una gran chimenea en la que se asaban un cordero entero y cuatro pollos.

— ¡Por piedad! -murmuró cuando él abría ya la boca para llamar al posadero-. Olvidad a la duquesa y acordaos de que estoy exiliada. Viajo con un nombre falso.

— ¡Dios, qué animal soy! ¡Pero me siento tan feliz! Perdonad el trompeteo de mi facundia gascona… Pero a propósito, ¿adónde os dirigís con este tiempo?

Perceval se encargó de la respuesta:

— A Turín.

— ¿Huís de Francia?

— No. Somos simples peregrinos que vamos a rezar ante el Santísimo Sudario de Nuestro Señor. Mi ahijada espera aún obtener el regreso de su hijo, porque se resiste a aceptar su muerte. Pero ¿y vos? ¿A qué feliz casualidad debemos este encuentro?

Antes de contestar, D'Artagnan acomodó a Sylvie junto al fuego y reclamó vino caliente para los viajeros; por fin dijo con un encogimiento de hombros:

— Otra de esas malditas comisiones que detesto: acabo de hacer entrega al señor de Saint-Mars de un nuevo recluso. Es uno de vuestros amigos.

— ¿Quién?

— El joven Lauzun… No -se apresuró a añadir ante el brusco sobresalto de Sylvie, que estuvo a punto de volcar su vaso-, no es por haber despachado al triste caballerete con el que querían obligar a vuestra hija a casarse, pero de todos modos ha sido por una historia de matrimonio. En los últimos tiempos no se hablaba en la corte de otra cosa que de su próxima boda con Mademoiselle.

— En efecto, ha dado mucho que hablar según Madame de Motteville, a la que el asunto divertía mucho, aunque también la escandalizaba un tanto.

— Otros se han escandalizado aún más, y entre ellos la reina y Madame de Montespan, que por una vez han estado de acuerdo. El caso es que la antevíspera de la boda, cuando todo estaba dispuesto para la entrada triunfal del «señor duque de Montpensier» en el palacio del Luxembourg, el rey, que había dado su palabra, la retiró. Mademoiselle estaba desesperada, y Lauzun, siempre tan quisquilloso, se tomó muy a mal el naufragio de sus sueños. Tuvo una escena violenta con el rey, después de la cual rompió su espada y poco menos que la arrojó a la cara de Su Majestad. Fue arrestado al instante. Ahora está ahí dentro -añadió indicando con un gesto la dirección de la fortaleza-, un poco arrepentido, supongo, ¡pero me temo que tiene para bastante tiempo! Y yo, por mucho que me pese, tendré que volver allí para cenar con Saint-Mars mientras mis hombres banquetean aquí con los oficiales de Monsieur de Rissan. [39]

— ¡Pobre Lauzun! -suspiró Sylvie con una amargura que no intentó disimular-. Sin embargo, tendría que saber que es malsano discutir con el rey, sobre todo cuando éste no tiene la razón. ¡Palabra de rey no se retira!

— Bien lo habéis experimentado, mi pobre amiga. Pero sabed que no descansaré hasta que vuestra orden de exilio, tan incomprensible, sea retirada. ¡Deseo tanto volver a veros en la corte!

— No tengo el menor deseo de volver. ¡Por piedad, dejadme vivir en la oscuridad! Es posible, por otra parte, que la desee aún más completa y busque el refugio final de un convento.

— ¡Oh, no! ¡Vos no! Os moriríais de aburrimiento. Y además, sois demasiado joven…

— ¿Demasiado joven cuando me acerco ya a la cincuentena? ¡Siempre tan galante, amigo mío!

— ¿Por qué no llamarme adulador? Pero soy todo lo que queráis menos eso. Si digo que sois joven, es porque lo pienso. ¡Miraos en un espejo!

Dos hombres entraron en la sala: Philippe y Pierre de Ganseville. Una ojeada les bastó para apreciar la situación, de modo que se dirigieron a una mesa un poco alejada sin parecer interesados en lo que pasaba.

— Volviendo a Lauzun -dijo Perceval, que acababa de tener una idea-, ¿no sería posible hacerle una visita para consolarlo? Madame de Raguenel y yo -en el pasaporte que había obtenido, había hecho constar a Sylvie como su sobrina- le debemos tanto… No está incomunicado, ¿verdad?

— No lo creo. Me parece incluso que le tratan bastante bien… Hablaré enseguida con Saint-Mars, pero con una condición.

— ¿Cuál?

— Que una vez allí, no pidáis el mismo favor para Monsieur Fouquet. Sé cuánto le queríais, pero él sí está incomunicado.

— Os doy mi palabra -dijo Sylvie-. ¡Sería tan gentil por vuestra parte conseguirnos ese favor! Marie, que se casará muy pronto con su enamorado, le debe su felicidad…

— Haré lo que pueda.

Tomó la mano de Sylvie, la besó bastante más tiempo del exigido por la cortesía, y se retiró con la promesa de volver por la mañana, bien para escoltar a sus amigos hasta los dominios de Saint-Mars, o bien para despedirles en su viaje a Turín antes de tomar él mismo el camino de París. Ellos le siguieron con la mirada y le vieron decir algunas palabras a su brigadier antes de abandonar la sala.

— ¡Mañana por la mañana, querida, estarás indispuesta! -murmuró Perceval-. Tu enamorado no tendrá el placer de llevarte a la casa del gobernador, ni tampoco de escoltarte un trecho en dirección a Turín.

— ¿Y si decide esperar mi curación?

— Sería de temer si estuviera solo, pero es un soldado; es muy estricto con la disciplina, y no puede por su conveniencia personal inmovilizar aquí a cuarenta mosqueteros. Vamos a pedir habitaciones y a hacer que nos suban la cena.

Acompañados por la esposa del posadero subieron la escalera empinada que conducía al piso superior, cuidando de no intercambiar miradas con los dos hombres que bebían vino en la mesa del rincón. Al pasar cerca de ellos, el caballero de Raguenel preguntó negligentemente a la posadera qué habitaciones les destinaba.

— La primera y la segunda a mano derecha -respondió la mujer.

Philippe sonrió para sus adentros. Algo más tarde, después de la marcha de los comensales a sus acantonamientos en la ciudadela, fue a llamar a la puerta más próxima a la escalera, la de Perceval.

— Hace dos días que estamos con el alma en vilo -cuchicheó-. ¿Imagináis lo que hemos pensado al ver llegar a los mosqueteros, y más aún al ver esta noche a D'Artagnan hablando con mi madre?

— ¡Tranquilízate! Hasta ahora todo va bien.

En pocas palabras, contó la conversación con el capitán y añadió que había que considerar afortunado aquel encuentro, porque iba a permitirles conseguir una visita a Saint-Mars sin tener que pedirla directamente. Philippe hizo una mueca.

— Precisamente esa entrevista es lo que me atormenta. ¿Tenéis idea del peligro que vais a correr?

— Quien no se arriesga no consigue nada, y tu madre está decidida a servirse del arma que posee. Acuérdate de lo que te contamos en París: hace diez años, en Saint-Jean-de-Luz, evitó que un mosquetero llamado Saint-Mars fuese ahorcado por ladrón. En agradecimiento él le escribió una carta en la que le hacía entrega de su vida y su honor en caso de que ella los necesitara. Ahora ella va a pedirle que pague aquella deuda.

— Un hombre cambia en diez años. Puede que el carcelero no estime suficiente esa deuda como contrapartida por la entrega de un prisionero de tanta importancia. Desde que está aquí, Ganseville ha considerado más prudente no alojarse en el albergue. Ha alquilado una casita en el pueblo, entre el antiguo palacio de los príncipes de Acaya y la iglesia de Saint-Maurice, que está en la parte alta. [40] Se ha hecho pasar por un descendiente de Villehardouin que desea escribir la historia del antiguo principado y busca documentos…

Las cejas de Perceval se alzaron hasta la mitad de la frente.

— ¿Cómo diablos se le ha ocurrido esa idea?

— Muy sencillo: desciende de Villehardouin por parte de madre. Se acordó cuando nos enseñaron el palacio. La idea de utilizar esa circunstancia se le ocurrió luego. Su presencia continua en el albergue habría podido atraer la atención, a la larga. En su casa está más libre y la gente le mira con más simpatía, lo que no le impide bajar al albergue todos los días a beber una jarra de vino, y a veces comer. Desde hace varias semanas corre el rumor de que hay un preso tan importante que le obligan a llevar máscara. No puede quitársela bajo pena de muerte, no tiene derecho a hablar más que con el gobernador, y es éste en persona quien le lleva la comida y todo lo que necesita; pero sí tiene derecho a la ropa blanca más fina, a las viandas más exquisitas…

— ¿Alguien ha hecho alguna suposición sobre su nombre y su persona?

— Todavía no, pero la gente se hace preguntas, lejos de los oídos de los soldados. Ésa es la situación, querido «padrino». Eso no nos ha impedido seguir adelante con los preparativos que decidimos en París: en casa de Ganseville tenemos caballos, y he comprado una barca que nos espera en el puerto de Mentón.

— ¿Por qué lo has hecho si piensas que es trabajo perdido?

— Nunca he dicho eso. He dicho que Saint-Mars puede preferir morir antes que soltar a ese prisionero, cuya desaparición no podría explicar. Sin embargo, hay una solución que la máscara hace posible: Ganseville está dispuesto a ocupar su lugar…

— ¿Ocupar su lugar?

— Si alguien puede hacerlo, es precisamente él. Tienen la misma edad, la misma estatura, casi el mismo color de cabello y los ojos azules; y como sólo puede acercarse a él el gobernador del castillo… Creo que es nuestra mejor oportunidad de llevar a buen fin el proyecto de mi madre.

La idea era tan generosa como genial. Perceval la admiró sin reservas, pero muy pronto su entusiasmo se esfumó.

— Tú que conoces tan bien a Beaufort, ¿cómo puedes creer que lo aceptará?

— Habrá que convencerle. Pierre está seguro de lograrlo. Y además, mi madre estará allí. A propósito, es indispensable que Ganseville la acompañe en vuestro lugar.

— ¿Quieres que la deje ir sola a esa trampa?

Philippe puso sus dos manos en los hombros de su viejo amigo, cuya súbita tristeza le conmovía.

— No estará sola, y Ganseville se haría matar por defenderla. Además, ¡perdonadme!, es más joven que vos… y mucho más experimentado con las armas.

— Imposible decir con más gracia que soy un viejo inútil -gruñó, al tiempo que sacudía los hombros para soltarse de aquel abrazo consolador-. Pero en el fondo tienes razón… A propósito, ¿tú dónde te alojas?

— Aquí, por supuesto, pero no de manera estable. Me muevo bastante por la región y la gente cree que he conocido aquí a Ganseville… Ahora intentad dormir. Yo voy a hacer lo mismo.

A la mañana siguiente, como habían acordado, Sylvie estaba enferma. Acurrucada en su cama bajo un montón de mantas y edredones, tosía sin parar cuando D'Artagnan se presentó en el albergue.

— La pobre señora ha cogido frío, seguro -le dijo la posadera, que se disponía a subir un cuenco de leche caliente-. Su señor tío está con ella.

El pliegue de preocupación entre las cejas del capitán se ahondó un poco más.

— Os sigo. Es preciso que hable al menos con él.

Perceval salió de la habitación, dejando a su pretendida sobrina en manos de la buena mujer, y llevó a D'Artagnan a su propio cuarto.

— No es razonable -le confió-. No cuida lo bastante de sí misma: este viaje, cuando se nos echa encima el frío, era una locura, pero no ha querido escucharme. Desde que estuvo tan enferma evito contrariarla…

— Si esperáis convencerla de que dé media vuelta, estáis muy equivocado. O la conozco muy mal o, si ha decidido ir a rezar delante del Santo Sudario, irá.

— ¡Oh, no lo dudo…! Y cambiando de tema, ¿podremos ver a Monsieur de Lauzun?

— Sí. Venía a deciros que Saint-Mars os recibiría esta noche hacia las nueve. No os oculto que no ha sido fácil. Nunca he conocido a un hombre más pusilánime ni más inquieto. Da la impresión de estar sentado encima de un barril de pólvora. No sé a qué puede deberse. Es decididamente ridículo. Sea como fuere lo he conseguido, pero he tenido que desvelar el incógnito de la duquesa. Ha admitido que le debía algo…

— ¿Algo? -dijo en tono desdeñoso Raguenel-. Es valorar en muy poco su honor y su vida.

— Es lo que le he dicho, pero qué queréis, ya no es mosquetero. Sólo un carcelero. Y un carcelero muy bien pagado: eso hace que un hombre cambie… Bueno, voy a anunciarle la indisposición de la duquesa y a decirle que la visita queda aplazada. De todas maneras, me quedaré aquí hasta que hayáis visto a Lauzun.

De repente, Perceval sintió tanto calor como Sylvie en su cama.

— Pero ¿vuestras órdenes, vuestros hombres…?

— Cahuzac, mi brigadier, se pondrá en camino con ellos. Yo les alcanzaré más tarde.

Era lo último que deseaba Perceval, y poco faltó para que empezara a gritar «¡Socorro!». Sin embargo, se dominó lo suficiente para reaccionar de la forma más conveniente. Su rostro se transformó en un poema de serenidad y caridad cristiana, mientras colocaba una mano afectuosa en el hombro del mosquetero.

— No, amigo mío. No podemos aceptar que por nuestra culpa os metáis en un mal paso. Ya habéis hecho mucho al obtener de Saint-Mars que nos permita abrazar al querido Lauzun. Mi ahijada no querrá que hagáis más…

— Haría mucho más por Madame de Fontsomme. Me disgusta dejarla abandonada y enferma en medio de estas montañas hostiles.

— ¿No confiáis en mí? -repuso Perceval con aire ofendido-. Tengo conocimientos de medicina, y puedo aseguraros que pronto estará repuesta. La peregrinación hará el resto, y luego nos volveremos prudentemente a París.

— ¡No veáis una ofensa en mis palabras, caballero! Sé muy bien que cuidáis de ella como un padre. Pues bien, vendré enseguida a despedirme de ella… ¡Ah, no olvidemos esto! El salvoconducto para entrar en el castillo; sin él, ni siquiera cruzaríais el recinto exterior. Voy a prevenir a Saint-Mars y vuelvo…

El susto había sido tan grande que Perceval tuvo que sentarse antes de ir a informar a Sylvie. Ella le animó.

— ¡Ese querido amigo! -añadió con un suspiro enternecido-. Nos asustó cuando le vimos aquí, pero hay que reconocer que nos ha ayudado mucho sin saberlo. Su salvoconducto no tiene precio. Bien valía un rato de angustia, y habéis sabido encontrar las palabras justas.

Su agradecimiento, y también la profunda amistad que le profesaba, hicieron que Sylvie se comportara de una forma encantadora con el capitán, cuando vino a saludarla antes de partir. Le prometió que rezaría por él en Turín, pero no dejó de sentir un inmenso alivio cuando oyó el ruido de los caballos alejarse por el camino de la montaña, y finalmente extinguirse. El tiempo frío, pero sin exageración, se había aclarado durante la noche. Podía suponerse que los mosqueteros no encontrarían obstáculos en su viaje… Ahora sólo faltaba esperar con paciencia en la habitación del albergue los tres días que se habían fijado como término para su enfermedad ficticia.

A primera hora de la tarde del cuarto, Sylvie y Perceval salieron ostensiblemente de Pignerol camino de Turín. Al cabo de un cuarto de legua, dejaron la carretera y siguieron un camino que cruzaba entre dos colinas hasta llegar a una granja en ruinas, descubierta tiempo atrás por Philippe y cuyo acceso había mostrado a Grégoire durante la «enfermedad» de su madre. Allí se encontraban Ganseville y Philippe, y allí esperaron la noche y la hora de ir a ver a Saint-Mars, al que durante la mañana Sylvie había hecho llegar una nota con su cochero, anunciándole su visita para la misma noche.

Sin duda, nunca se vació tan despacio el reloj de arena del tiempo. Las cinco personas reunidas estaban a la vez impacientes porque empezara la aventura, y conscientes de los peligros que comportaba. Todo iba a depender de la reacción de Saint-Mars. Si consideraba que su deuda con Sylvie quedaba pagada con una simple entrevista con un preso anodino, podía temerse cualquier cosa de él cuando supiera la finalidad real de la visita; y el caballero de Raguenel se esforzaba en ocultar el miedo creciente que le embargaba. Un miedo más agudo por el hecho de que él no iba a estar presente: sólo Pierre de Ganseville, representando su personaje, acompañaría a Madame de Fontsomme. Él y Philippe tendrían que esperar en aquellas ruinas el regreso del coche. ¡Si regresaba! Y no podía dar rienda suelta a su angustia porque sabía muy bien que sus compañeros estaban sintiendo lo mismo.

Dos de ellos, sin embargo, experimentaban optimismo: Sylvie primero, galvanizada por la idea de rescatar a aquel que nunca había dejado de amar. Y luego Pierre de Ganseville. Del hombre hundido en la desesperación y acosado por las ideas de suicidio que Philippe había encontrado en el Lacydon, no quedaba nada. La proximidad de la acción, la excitación ante el que probablemente iba a ser su último combate, le habían restituido no un coraje que formaba parte de su naturaleza, sino una vitalidad renovada. Hacía un momento, Sylvie le había abrazado espontáneamente, sin decir nada pero con lágrimas en los ojos, al encontrarse con él por primera vez, y él recuperó para ella su sonrisa de otra época.

— ¡No hay que llorar, señora duquesa! Nada puede hacerme más feliz que lo que vamos a hacer, si Dios quiere; y he rezado tanto que tengo plena confianza en Él.

— ¿Creéis sinceramente que monseñor aceptará dejaros en su lugar si conseguimos llegar hasta él?

— Tendrá que hacerlo, porque la vida de reclusión que me espera es la que yo habría elegido aunque él no existiese. Habría llorado a mi querida esposa en el más severo de los monasterios, a la espera de la hora de reunirme con ella. En la prisión de Pignerol sé que seré feliz, porque le sabré libre en la isla a la que queréis llevarle. También allí estará cautivo, pero en una celda más cómoda, y a la vista del mar…

No había nada que añadir.

Llegó por fin la noche y, con ella, el momento de ponerse en camino. Mientras Ganseville verificaba una vez más las armas que llevaba -dos pistolas y una daga además de su espada, todo ello escondido bajo su gran capa negra-, Sylvie abrazó a su hijo y a su padrino, rígidos por la no confesada angustia, obligándose a saludar su separación con un «hasta la vista» y no con un «adiós». Luego subió despacio al coche, y Ganseville la siguió.

Hicieron el camino en silencio. El tiempo seguía frío y seco, y la oscuridad no era total. La vista se acostumbraba con facilidad. De vez en cuando, Sylvie volvía la cabeza hacia su acompañante, que permanecía inmóvil. Únicamente un ligero movimiento de su boca revelaba que estaba rezando. Ella no quiso distraerle. A medida que se aproximaban, su corazón latía con más fuerza y sus manos cubiertas por los guantes se enfriaban.

Cuando, después de superar la rampa de acceso, se detuvieron en el primer puesto de guardia, ella no pudo evitar buscar la mano de su acompañante y estrecharla, mientras Grégoire presentaba el salvoconducto, que el oficial de servicio examinó a la luz de una linterna. Ganseville volvió la cabeza para mirarla y le sonrió con un aire tan animoso que ella se sintió mejor.

El soldado devolvió el documento, saludó y retrocedió. Grégoire arreó a los caballos. Hubo dos paradas más, y por fin entraron en el corazón del castillo, en el patio dominado por la vertiginosa silueta del torreón, muy por encima de las otras tres torres del recinto. Allí, un guardia tomó a su cargo a los visitantes y les acompañó a los aposentos del gobernador, que ocupaban un amplio espacio entre la capilla del castillo y la gran torre Sudeste. [41]

A Sylvie le habían producido una mala impresión las toscas construcciones medievales, pero vio con sorpresa que unas auténticas ventanas se abrían al valle y que las estancias contenían muebles hermosos dispuestos con un gusto que revelaba la presencia de una mano femenina. Recordó entonces que Saint-Mars estaba casado y que su esposa, hermana de la querida de Louvois, tenía fama de ser muy bella — ¡y también muy tonta!-, aunque no era Maitena Etcheverry, por la que tantas locuras había hecho en otra época el ex mosquetero. El guía dejó a los recién llegados en una habitación bastante pequeña y abarrotada de armarios y libros, en torno a una mesa de trabajo cargada de papeles. Frente a ella había dos sillas. Sylvie se sentó en una y Ganseville permaneció de pie. La espera fue corta. Se abrió una puerta, y entró Saint-Mars.

Había cambiado de manera notable en diez años. Más grueso -un caballero no se transforma impunemente en funcionario sedentario-, su rostro bien afeitado se había ensanchado; la peluca no permitía ver si su cabello blanqueaba, y los ojos grises, que Sylvie había visto cuajados de lágrimas, estaban ahora secos y duros como las piedras de la fortaleza. Sin embargo, dedicó a su visitante un recibimiento cortés, sonriente e incluso caluroso en la medida de lo posible, y se contentó con un saludo protocolario al falso Perceval. A Sylvie le dio la sensación de que le alegraba liquidar a un precio tan bajo su antigua deuda.

— ¡Quién habría dicho que nos veríamos de nuevo algún día, señora duquesa, en este lugar tan triste y después de tantos años!

¡-Diez exactamente. ¡No es tanto tiempo! Pero me alegra comprobar que no habéis olvidado nuestras… buenas relaciones de otra época.

— ¿Cómo podría hacerlo, cuando os debo tanto?

— ¡Oh, de manera muy sencilla! Vos…

— ¡Lo sé! Voy a dar órdenes para que hagan venir aquí a Monsieur de Lauzun, vuestro amigo. Es obvio que no puedo concederos una entrevista muy larga, como comprenderéis.

Visiblemente deseoso de acabar, se precipitaba ya hacia la puerta por la que había entrado, pero Ganseville le detuvo.

— Poco a poco, señor. ¡No tanta prisa! Madame de Fontsomme no os ha dicho aún lo que desea.

— Pero D'Artagnan me ha dicho…

— Monsieur D'Artagnan no estaba al tanto del problema. Es cierto que queremos mucho a Monsieur de Lauzun…

— Pero a quien queremos es al preso de la máscara de terciopelo. ¡No verle un instante, sino llevárnoslo! -dijo Sylvie.

Como si le hubiera picado una serpiente, Saint-Mars se volvió hacia ella. Sylvie se había puesto en pie y acababa de desplegar la carta escrita diez años atrás.

— Yo… no sé de qué estáis hablando.

— ¡Oh, sí que lo sabéis! Se trata del hombre, o debo decir el príncipe, que os han traído de Constantinopla y que debéis guardar incomunicado. Y también se trata de esta carta en la que me escribisteis que vuestra vida y vuestro honor me pertenecen, y que puedo venir a exigíroslos cuando me plazca…

— ¿Y eso es lo que estáis haciendo? ¡Pero hay un error! Aquí no tenemos a ningún príncipe. Cierto, confieso que hay un preso incomunicado, del que me ocupo personalmente y al que nadie ve; se trata de un tal Eustache Dauger e ignoro la razón por la que fue Condenado. Sólo sé que fue arrestado en Dunkerque y traído aquí hace dos años…

En ese momento llamaron a la puerta y entró un carcelero, visiblemente incómodo.

— ¿Qué es lo que quieres, tú? -ladró Saint-Mars.

— Es… es el criado de Monsieur Fouquet… el tal Dauger. Está enfermo y no encontramos al médico. Ha debido de sentarle mal algo que ha comido. Se está retorciendo por el suelo. ¿Qué hago?

— ¡Y yo qué sé! ¡Dale un emético e intenta encontrar al médico! ¡Sal de una vez!

El hombre desapareció como una rata asustada. Ganseville se acercó al gobernador, con una sonrisa amenazadora en los labios.

— Dauger, ¿eh? ¿Criado de Monsieur Fouquet? ¿Y traído aquí hace dos años? No nos interesa. El que queremos está en vuestra casa desde hace cuatro meses aproximadamente. ¿Necesitáis que os diga cómo se llama?

— ¡No, si queréis vivir…! Sea, hay aquí un prisionero excepcional, y nadie, ¿entendéis?, nadie debe saber de quién se trata. Hay orden de darle muerte si se quita la máscara o intenta comunicarse con cualquier persona que no sea yo mismo.

Atento de nuevo al deber despiadado que le habían impuesto, Saint-Mars había recuperado su aplomo. Se había asustado mucho, pero el miedo se disipaba bajo el efecto de la cólera.

— ¿Y vos -añadió-, vos venís aquí a reclamármelo a cambio de ese papel que no interesa a nadie más que a mí? Os escribí, señora, que mi vida os pertenecía. Pero desde que tengo aquí a ese prisionero, nadie puede reclamarlo salvo el rey. Y puesto que estáis enterados ambos de ese temible secreto, tendré que aplicaros mi consigna: no saldréis de aquí. ¡Vivos, por lo menos!

Iba a tirar del cordón de una campanilla, pero Ganseville se adelantó y le retorció el brazo con tanta fuerza que le hizo gemir de dolor. Al mismo tiempo, sacó una daga de su cinturón y apoyó la punta contra su vientre.

— ¡Despacio, buen hombre! Ahora sabemos lo que vale vuestra palabra, pero vos aún no lo sabéis todo: tenemos compañeros que también conocen vuestro secreto. Si no salimos de aquí, la noticia se extenderá por toda Francia. Sobre todo por París, que no olvida a su Rey de Les Halles…

— No os creo. Intentáis engañarme…

— ¿De verdad? ¿Olvidáis que a diez leguas de aquí, en Turín, reina la duquesa Marie-Jeanne-Baptiste, hija de su hermana la duquesa de Nemours, y que quiere mucho a su tío?

— No quiero oír más…

— ¡Vaya que sí! Cierto que nosotros moriremos, pero el secreto divulgado os matará también a vos, y el rey tendrá que enfrentarse a una nueva Fronda.

— Moriré de todas maneras. ¿Qué creéis que sucedería si os entregara al preso? -dijo, e intentó de nuevo alcanzar la campanilla, sin conseguirlo. Ganseville le dirigió una sonrisa feroz.

— Voy a deciros lo que pasaría: ¡nada en absoluto!

— ¡Vamos! ¿Me veis escribiendo a Monsieur de Louvois para anunciarle que su preso se ha fugado? Hemos tomado toda clase de medidas para evitar esa desgracia. El preso está bien tratado, si eso puede tranquilizaros, pero únicamente yo puedo visitarle. Yo, que soy a la vez su carcelero y su criado.

— ¿Quién habla de una fuga? No dejaremos vacío vuestro calabozo. Si devolvéis al duque a Madame aquí presente, otro ocupará su lugar.

— ¿Y quién? ¿Vos, quizá?

— ¡Yo, precisamente! ¡Miradme bien, Saint-Mars! Tengo su misma estatura, cabello rubio como el suyo, ojos azules, y lo sé todo de él porque desde la infancia he vivido a su lado y he sido su escudero. Conozco sus costumbres, su modo de vida, casi incluso su manera de pensar. He venido aquí para ocupar su lugar.

— ¿Qué decís? ¿Vais a condenaros a cadena perpetua? Porque ésa es la suerte que le espera. ¡Ningún hombre tiene tanta abnegación!

— Yo sí. Porque él es la única persona querida que me queda. Porque lo he perdido todo. -Había disminuido su presión, y Saint-Mars lo aprovechó para soltarse y volver a su mesa de trabajo, palpándose el brazo.

— ¡Admitámoslo! -suspiró-. Admitamos que hago lo que me pedís. ¿Qué ocurriría? Voy a decíroslo: en cuanto se viera fuera, sublevaría a sus partidarios y se convertiría en jefe de una bandería. ¡Habéis cometido un error, hace un instante, al recordar la Fronda!

Sylvie intervino entonces.

— Juro por mi vida y por mi salvación eterna que no sucederá nada de eso. Me lo llevaré al fin del mundo, a un lugar que únicamente conocemos él y yo. Nunca más será a nadie, y su vida seguirá tan oculta como en vuestra prisión, con la diferencia de que sus guardianes serán el cielo, el mar… y el amor que siento por él.

Los ojos grises del gobernador iban sin cesar de la una al otro, ambas personas vestidas de negro como estatuas fúnebres: la mujer transfigurada por su amor, y en su imaginación lejos ya de la fortaleza; y el hombre, sombríamente decidido, que sólo había devuelto la daga a su vaina para empuñar una pistola. Saint-Mars se sentía cogido en una trampa, pero no acababa de resignarse.

— ¡No! -gimió-. ¡No, no puedo! ¡Marchaos! Olvidaré que os he visto.

— Pero nosotros no -dijo Sylvie con dulzura-. Si me voy sin él, será exactamente igual que si nos matáis: Francia entera sabrá que está vivo y que lo tienen prisionero. La sublevaremos.

— No lo conseguiréis. La Fronda acabó hace mucho tiempo…

— Desde luego, pero son incontables las personas que quieren al duque y se niegan a creer en su muerte. Y su rostro lo conoce todo el reino, desde las costas de la Provenza hasta las fronteras del Norte. Ha combatido en todas partes, y en todas partes ha dejado huella de su paso. Es almirante de Francia, es el duque de…

Saint-Mars se precipitó hacia ella para colocar una mano sobre su boca e impedir que pronunciara el temido nombre. Sylvie apartó esa mano con suavidad, y terminó con más suavidad todavía:

— ¿Es ésa la razón por la que debe llevar una máscara para siempre? Pues bien, habrá otro rostro debajo de la máscara, y nadie sabrá nunca nada. Salvo vos y yo…

— ¿Y si viene Monsieur de Louvois a hacer una inspección?

— Muy sencillo -intervino Ganseville-. Cuando el preso llegó aquí, estaba enmascarado…

— En efecto.

— ¿Y nunca le habéis visto el rostro?

— Nunca. Me lo entregaron así, y ya entonces me habían dado órdenes terminantes: nunca he de ver su rostro.

— En ese caso no tenéis ningún medio de saber si, durante el largo viaje desde Constantinopla, no le sustituyó otra persona. Habéis tomado lo que os trajeron, y eso es todo. En cuanto a Louvois, ¿qué queréis que venga a hacer a vuestro castillo de las nieves? Una inspección sería indigna de su grandeza. Y lo mismo digo de Colbert… La gente se haría preguntas.

— Podrían venir a ver a Fouquet. O a Lauzun… vuestro amigo -añadió con amargura dirigiéndose a Sylvie.

— Es de verdad mi amigo -dijo ella con una sonrisa triste-, y también lo fue Fouquet. ¿Me diréis siquiera si se encuentra bien, después de tanto tiempo?

— No diré que su salud es excelente, porque nunca ha sido buena, pero está tranquilo y da muestras de una gran resignación, basada en su fe cristiana. Está… enteramente sometido a la voluntad de Dios. Cosa que no le ocurre a Monsieur de Lauzun.

— De todas maneras, nadie vendrá a «inspeccionar» a quien sea -se impacientó Ganseville-. El rey prefiere no acordarse del antiguo superintendente de las Finanzas hasta el día en que le anuncien su muerte. En cuanto a Lauzun, está cumpliendo una penitencia, y se guardarán mucho de dejarle pensar que aún sienten interés por él. Bien, ¿qué decidís? ¡El tiempo apremia!

Hubo un silencio. Hundido en su sillón, Saint-Mars sopesaba todos los elementos del problema. Le dejaron reflexionar un momento. El corazón de Sylvie latía con tanta fuerza que le parecía estar a punto de ahogarse. Finalmente, Saint-Mars se levantó y se dirigió a Ganseville:

— Envolveos en vuestra capa, calaos el sombrero hasta los ojos… y venid conmigo. Vos, señora, esperaréis fuera.

Los dos hombres iban ya a salir cuando Sylvie se acercó al fiel amigo al que nunca iba a volver a ver, y alzándose sobre la punta de los pies, le besó.

— ¡Dios os guarde y os bendiga por la generosidad de vuestro corazón!

— ¡Que Él os guarde a los dos, y seré feliz! -respondió él al devolverle el beso.

Luego siguió al que iba a convertirse en su carcelero y era ya su cómplice…

Mucho rato después, en su coche, al que le había escoltado un guardián para que esperara en él a su acompañante, Sylvie, con el corazón desbocado y los ojos abiertos de par en par, fijos en la puerta encuadrada entre dos teas, vio salir a Saint-Mars acompañado por un hombre embozado tan parecido a Ganseville que sintió un nudo en la garganta. Sin una palabra, el gobernador le hizo subir, saludó a Madame de Fontsomme, cerró la portezuela e hizo señal al cochero de que partiese; luego se reunió con dos oficiales que acababan de salir de un edificio vecino.

Paralizada por la angustia, Sylvie apenas se atrevía a respirar. En el interior del coche reinaba la oscuridad, y su acompañante era apenas una sombra un poco más espesa, pero no quería correr el riesgo de romper el silencio mientras se encontraran todavía dentro del recinto de la fortaleza. Sin embargo, la esperanza regresaba poco a poco: Ganseville no habría tenido ningún motivo para callar con tanta obstinación.

El paso a través de los puestos de guardia se hizo con más rapidez que a la ida. Como habían controlado el coche al entrar, los centinelas no tenían motivo para no dejarle salir. Finalmente, se alzó la última barrera entre la prisión y la libertad. Grégoire lanzó los caballos al galope. La sombra negra se animó, apartó los pliegues de la capa, alzó el ala del sombrero. Luego se dejó oír una voz sorda, ¡tan distinta del vozarrón de otros tiempos!

— Si no hubieseis venido, nunca habría aceptado que ocupara mi lugar -dijo Beaufort-. No es justo que otro pague por mí los pecados que he cometido.

— No habéis cometido otro delito que incurrir en el odio de un rey al que sólo deseabais servir hasta la muerte…

— Si es así, ¿por qué no ha hecho que me maten?

— Confió en los azares de la guerra. Como Dios le negó esa solución, nunca intentará atentar contra vuestra vida: sería condenarse. Pero habéis sido declarado oficialmente muerto. Le importaba apoderarse de vuestra persona y hacerla desaparecer del mundo de los vivos sin mataros.

Hablaba de forma maquinal, íntimamente decepcionada por aquella actitud lejana y abatida. Había temido que no aceptara con facilidad que Ganseville ocupara su lugar, pero esperaba al menos una efusión, un poco de alegría al volverla a ver. Los sufrimientos a manos de los turcos, luego a lo largo del viaje interminable y finalmente en Pignerol, parecían haber hecho desaparecer la fuerza, el valor, la increíble vitalidad que le caracterizaba. De pronto se sintió terriblemente cansada. Y el silencio se instaló de nuevo entre ellos…

El coche avanzaba ahora en medio de los campos y la noche. Sylvie oyó de repente:

— ¿Adonde me lleváis?

— Muy cerca de aquí, a una granja en ruinas. Allí os esperan Philippe y el caballero de Raguenel.

Entonces ocurrió lo que ella ya no esperaba: él reaccionó con una especie de violencia.

— ¿Philippe? ¿Queréis decir… vuestro hijo?

— ¡Nuestro hijo! -le corrigió ella con sequedad-. ¿Cómo creéis que hemos podido seguir vuestras huellas hasta aquí? Os siguió desde el Bósforo hasta Marsella a bordo de una falúa griega que le proporcionó el gran visir, y luego de Marsella a Pignerol, en esta ocasión con la ayuda de Ganseville, al que encontró por casualidad en el puerto cuando intentaba embarcarse para Candía con el fin de encontrar al menos vuestros restos, o bien perecer. ¿No os dijo nada el gran visir la noche de vuestra partida?

— ¿Fazil Ahmed Kóprülü Pacha? No… y no por no haberle suplicado que os devolviera a Philippe, pero siempre me decía que prefería conservarlo a su lado, y que por otra parte no tenía nada que temer allí. Lo único que hizo, antes de entregarme a los que venían a buscarme, fue pedirme perdón. Le disgustaba hacerlo con un hombre al que consideraba un amigo, pero la política lo exigía así. No podía obrar de otra manera.

— Pero como estaba inquieto, hizo seguir vuestra pista a quien sabía que haría lo imposible por vos. Llegados aquí, vuestro escudero se quedó en la región para observar los movimientos de la fortaleza, mientras Philippe (al que yo creía muerto también) galopaba hasta París para prevenirnos. Fue él quien nos trajo aquí, y ya conocéis el resto. De todas maneras, tendréis todo el tiempo para intercambiar recuerdos a lo largo del viaje que vais a hacer juntos. En las ruinas os esperan caballos, y en el puerto de Mentón una tartana…

— ¿Para ir adonde?

— ¡Oh, donde os plazca! -dijo ella con un suspiro exasperado-. Parece que nuestros planes no acaban de gustaros, o que los rechazáis de plano. Así pues, decidid vos mismo.

Ahora le había entrado prisa de que todo aquello terminara, prisa por volver a encontrarse sola con Perceval en este coche, mientras él galopaba hacia la libertad. Había esperado tanto este instante que lo había embellecido con la luz tierna del amor. ¿Qué quedaba del amor, después de tanto tiempo? Era una pregunta que ahora lamentaba no haberse planteado antes.

— Pero… ¿venís vos conmigo?

— No -dijo ella desviando la mirada-, no sería prudente. Mientras vos os dirigís a Mentón con Philippe, Perceval y yo seguiremos nuestro viaje a Turín, adonde se supone que nos dirigimos en peregrinación. Tengo que ir para dar gracias a Dios por habernos permitido tener éxito en nuestro plan de evasión.

De súbito, él se precipitó a la portezuela y gritó:

— ¡Para, cochero!

— ¿Estáis loco? ¿Qué queréis hacer? -dijo ella abalanzándose sobre él-. No podemos perder tiempo…

— Yo tengo todo el tiempo del mundo, y quiero saber. ¿Qué planes habéis preparado para mí? Vamos, hablad o vuelvo a constituirme prisionero…

— ¡Qué gran idea! ¿Y qué será entonces de Ganseville? Ya que tanto os interesa, esto es lo que habíamos previsto: haceros cruzar el mar hasta las cercanías de Narbona, donde no tendréis dificultad en encontrar caballos; después, siguiendo los valles de los ríos, llegar a un puerto del Atlántico, y finalmente…

— ¿Finalmente? ¡Hablad, diablos! ¡Hay que arrancaros las palabras!

— Finalmente, Belle-Isle, donde he conservado mi casa junto al mar…

La imagen debió de impresionarle, porque se calmó de inmediato. Su voz cambió, para reflejar por primera vez alegría cuando murmuró:

— ¡Belle-Isle! Desde siempre sueño con ella… -Y luego, recuperando otra vez su mal humor-. Pero ¿qué haré allí sin vos? Ganseville me ha dicho que me esperabais, que ibais a llevarme…

— ¿Fue lo que os hizo decidiros?

— Sí… -Pero como nunca había sabido mentir, añadió en un tono más bajo-: Y también el temor de que se matara si yo no aceptaba. ¡Nunca nadie ha tenido un corazón tan generoso…!

— Ni más desesperado. ¿Lo mirasteis, siquiera? La muerte de su joven esposa ha estado a punto de volverle loco. Lo único que le ha ayudado es la idea de que aún podía hacer algo por vos… Así pues, ¿qué hacemos?

Como no contestaba, Sylvie dio a Grégoire la orden de ponerse de reiniciar la marcha. Beaufort se había acurrucado en su rincón; ella le oyó resoplar y comprendió que estaba llorando.

— ¿Tanto añoráis vuestra prisión? -preguntó ella, lastimera.

— Aún no lo sé… Me ofrecéis vivir en Belle-Isle y yo no esperaba tanto, pero Ganseville me había insinuado que me acompañaríais y que por fin disfrutaríamos de la felicidad que hemos perseguido toda nuestra vida sin alcanzarla nunca… Si es para vivir solo, ¿qué paraíso conservará su encanto?

— ¿Eso significa que todavía me amáis?

— Nunca os he permitido que lo pongáis en duda -aseguró él con malicia masculina, inconsciente sin duda pero tan flagrante que Sylvie no pudo contener una carcajada.

— Pero si no hacéis más que gruñir desde que habéis subido a este coche. Por un momento he llegado a creer que estabais enfadado conmigo.

— ¡Estoy enfadado! ¿No podéis comprender el dolor y la vergüenza que siento al condenar a un hombre al que quiero más que a un hermano a un destino tan cruel? Hace un momento, me he encontrado a vuestro lado aturdido, aniquilado por lo que me sucedía. No pensaba más que en la puerta que se había cerrado tras él, en el chirrido siniestro de los cerrojos… en la máscara que lleva en mi lugar. La alegría de veros había quedado en un segundo plano, pero si además he de renunciar a vos…

Sylvie extendió la mano y encontró un puño crispado, que acarició con sus dedos.

— He dicho que no os acompañaba; nunca he dicho que no me reuniría con vos. ¿No había jurado ser vuestra si regresabais con vida?

Un instante después estaba entre sus brazos, y sentía en la mejilla el roce de un rostro húmedo y barbudo cuyos labios buscaban los suyos.

— ¡Juradlo otra vez! -exigió entre dos besos tan ardientes que, a pesar de la felicidad que sentía, Sylvie apartó la cabeza con un esfuerzo de voluntad.

— Llegamos. ¡No olvidéis que Philippe aún no sabe lo que somos el uno para el otro! No quisiera que una revelación inesperada…

La carroza se adentró por un camino de tierra dando unos tumbos que le cortaron la palabra.

— No habéis jurado.

— ¿De verdad hace falta?

Fue ella entonces quien le abrazó para darle un último beso, antes de apartarse con la conciencia cruel de que sin duda pasarían meses antes de que los dos conociesen de nuevo aquella felicidad. Él debió de pensar lo mismo, porque suspiró:

— ¿Llegará por fin el día en que no tengamos que separarnos más?

— Ese día está próximo, no lo dudéis, amor mío -afirmó ella, animada de súbito por una nueva convicción-. Muy pronto estaremos juntos en un lugar donde el mundo nos olvidará…

Unos momentos más tarde, dos jinetes salían de la granja en ruinas y tomaban el camino que, por Saluzzo y Cuneo, iba a conducirles a Mentón y al libre mar. Luego llegó el turno del coche que llevaba a Sylvie y Perceval a Turín, donde los pobres iban a recibir una generosa limosna. Sylvie tenía muchas cosas que agradecer al Señor…

14. Los amantes del fin del mundo

Las bodas de Marie de Fontsomme con Anthony Selton se celebraron en la capilla del castillo de Saint-Germain en los primeros días de abril de 1672, en presencia del rey, la reina, toda la corte y el duque de Buckingham, venido en representación del rey Carlos II y para combatir al lado de Francia en la guerra de Holanda, que iba a comenzar. Unas bodas muy brillantes que de alguna manera simbolizaban el tratado de Dover, última obra de la encantadora Madame, duquesa de Orleans, tan pronto y tan cruelmente desaparecida. Flotaba sin embargo una atmósfera de extrañeza en la capilla llena de flores y luz en la que Marie, deslumbrante en su vestido de raso blanco deshilado de plata y bordado con perlas, fue llevada al altar por su hermano el joven duque de Fontsomme, milagrosamente escapado de las prisiones otomanas y cuyas aventuras apasionaron a los salones desde su regreso. Unas aventuras cuidadosamente elaboradas y pergeñadas en la «librería» del caballero de Raguenel, cuya vasta cultura (e imaginación) resultó de gran ayuda durante los interrogatorios sufridos por el joven en los gabinetes ministeriales. Todo fue para bien, y el rey le devolvió sin la menor dificultad — ¿tal vez incluso con una especie de alivio?- los títulos y propiedades que habían quedado sin dueño después del asunto de Saint-Rémy.

La felicidad de los novios y el fasto del decorado real fueron la parte positiva del acontecimiento. La negativa, la ausencia de la duquesa de Fontsomme, a la que el rey se negó a permitir reaparecer en su presencia, y que a la misma hora rezaba por la felicidad de su hija entre las monjas del convento de La Madeleine, tan entrañable para su amiga la mariscala de Schomberg, que acudió discretamente a acompañarla. También en el lado negativo había que incluir el mal aspecto de la reina, de luto por su última hija, una pequeña Marie-Thérèse de cinco años, muerta un mes antes, y que sin la menor alegría se encontraba embarazada una vez más. Y las lágrimas de Mademoiselle, inconsolable por la situación en que se encontraba su bienamado. Lágrimas hubo también, brillantes de cólera, en el rostro de Buckingham cuando su vista se posó en la princesa alemana, gorda y un tanto vulgar, desposada el otoño anterior por el duque de Orléans: ahora la llamaban Madame y el joven duque sentía aquello como una bofetada, incapaz de olvidar a la que había llevado el mismo título con tanta gracia. Y también, finalmente, pesaba en el ambiente la inminencia de los preparativos para la guerra. El rey marcharía a reunirse con Turena y Condé, ya en campaña, y si bien todos los que debían seguirle se alegraban de la perspectiva de cubrirse de gloria, las mujeres no dejaban de preguntarse cuántos volverían, y en qué estado. Una sola de ellas exultaba de resplandeciente orgullo: la marquesa de Montespan, ahora dueña absoluta de la voluntad del rey. Dos meses después iría a dar a luz con discreción en su finca del Génitoy, cerca de Lagny. Por el momento, su suntuoso vestido no disimulaba en absoluto el hijo que esperaba. Estas bodas -o por lo menos la pompa de que estaban revestidas- eran obra suya. Para su sorpresa, no había conseguido que el rey permitiera la presencia de Madame de Fontsomme, pero se comportaba como la hermana mayor de la novia, y se cuidó de que a nadie le pasara inadvertido. En la recepción nocturna que se celebró después -el matrimonio fue bendecido a medianoche, según la costumbre-, colocó de forma ostensible a la joven pareja bajo su protección, lo que valió a Marie una conversación con Luis XIV.

— Nos dejáis para ir a Inglaterra, lady Selton -dijo el monarca-, y eso nos entristece. Mi hermano Carlos gana lo que nosotros perdemos, y sólo podemos envidiarle. ¿Tenéis intención de saludar a la duquesa, vuestra madre, antes de vuestra marcha?

— Sí, Sire. Mañana mismo.

— Corre un rumor relativo a ella: dicen que ha renunciado al mundo y que, para que su alejamiento sea aún mayor, ha elegido para recluirse un convento perdido en la Bretaña.

— Las Benedictinas de Locmaria, Sire, antes bajo la generosa protección de la difunta señora duquesa de Vendôme.

— La duquesa protegía muchos conventos. ¿Por qué ése, y por qué tan lejos?

— ¿Quiere el rey decir: tan lejos de la corte? Es una de las razones, Sire. Las otras son que allí estará más cerca de mi hermano, que mandará como segundo de a bordo, por un favor de Vuestra Majestad, el Terrible de Monsieur Duquesne. Y también, en cierto modo, estará más cerca de mí, porque yo cruzaré el mar cerca de donde se encuentra ella. Pero lo que desea sobre todo es que el mundo… y el rey la olviden -añadió la joven con una súbita audacia.

Luis XIV no se molestó. Reaccionó con una sonrisa un punto melancólica.

— ¿Cómo pedirle cuentas por ello? -suspiró-. La vida no la ha tratado bien, y tampoco a nos, pero el reino obliga y aísla. Decidle sin embargo… que pese a todo lo que pueda pensar, a veces nos ocurre que encontramos en nuestros palacios la sombra de un niño pequeño cargado con una guitarra demasiado grande para él, un niño que la quería mucho…

Extendió su mano cargada de diamantes para que Marie la besara, saludó con gracia a su esposo y fue a reunirse con Madame de Montespan, que le observaba con discreción detrás de su abanico.

— Una historia que termina -le dijo ella, señalando a la joven pareja, que en aquel momento recibía los parabienes de Monsieur. -Sonrió y luego indicó con su frágil abanico de nácar y oro a Philippe, que charlaba con Buckingham y D'Artagnan-. Y otra que comienza. Ese joven Fontsomme es de los que engendran dinastías si Dios les da vida para ello.

— Me gustaría que fuera así. No sé por qué razón, pero ese joven marino me inspira un cariño extraño como si viese en él a un… hermano menor. ¿No encontráis que se me parece?

Athénaïs dejó escapar su risa inimitable, que tanto contribuía a sus dotes de seducción, y dijo en tono más bajo:

— Nadie se os parece, Sire… ¡Dios sea alabado!

Los dos reían aún cuando salieron juntos a la galería, y en el rey se percibía una nota de alivio… Sentiría un verdadero placer al proteger la carrera de Philippe.

Tres días después, Sylvie marchó de París para no volver nunca. Sólo la acompañaba Perceval: él sabía a dónde se dirigía en realidad, y sería en adelante el único lazo de unión que ella conservaría con el mundo exterior. También a él debía comunicar el carcelero de Pignerol cualquier noticia relativa a su prisionero. Marie y su esposo habían partido la víspera para Inglaterra, mientras que Philippe había viajado a Brest.

Lo más duro fue despedirse de todos los fieles compañeros de su vida pasada, sobre todo de Jeannette, a la que quería como una hermana; pero el secreto que compartía con su hijo, con Perceval y naturalmente con Ganseville, no debía difundirse más, por mucha que fuera su confianza en una fidelidad más allá de toda medida. De ahí la decisión de retirarse en apariencia a un convento perdido en el fondo de la Bretaña cuya superiora, en recuerdo de Madame de Vendôme, había aceptado ser de algún modo su cómplice. ¡Imposible llevar allí a nadie!

— Pero ¿no querréis conocer a vuestros nietos? -sollozaba Jeannette.

— Tú los conocerás, y los querrás por mí. Además, Jeannette, aunque quisiera que te enclaustraras conmigo, no tendría derecho a hacerlo. Tienes un marido, nuestro querido Corentin. Te debes a él como él se debe al ducado que administra. Entre los dos, ayudaréis a los Fontsomme a continuar.

— Lo sé, sé todo eso y mi Corentin y yo estamos orgullosos de vuestra confianza y la de los niños, pero no volver a veros…

— ¡Vamos! Me has acostumbrado a verte más valerosa. Yo también debo serlo. Pero tengo que irme, lo siento en todo mi ser. Allá lejos, junto al mar que tanto amaba François, creo que encontraré la paz.

— ¿La vida en un convento no será muy dura? Vuestra salud ya no es tan buena. Estáis más frágil después de aquella gran enfermedad…

— ¡Puedes quedar tranquila, estaré bien cuidada! Y además, será lo que Dios quiera.

Más fácil, a pesar de sus temores, fue la despedida de la ex Marie de Hautefort. Esta alzó sorprendida las cejas por encima de sus ojos azules, siempre tan bellos. Luego, después de examinar por un momento a su amiga inclinando la cabeza a uno y otro lado, sonrió con el mismo aire travieso de otras épocas.

— ¿Vos, en un convento bretón…? ¿A quién queréis engañar, querida? A mí no, en todo caso.

— ¿Por qué no?

— Porque no es propio de vos. Siempre habéis detestado los conventos… ¿O tengo que creer en una conversión obtenida a través de la gracia del Santísimo Sudario de Nuestro Señor?

— ¿Veríais en ello algún inconveniente? En serio, Marie, ¿adónde creéis que voy, si no?

— No lo sé con exactitud, pero os imagino dirigiendo vuestros pasos hacia… ¿las islas griegas? Igual que yo, no creéis en la muerte de Beaufort, y queréis ver por vos misma si es posible averiguar algo más, in situ. Es lo que yo haría en vuestro lugar.

Sylvie no pudo evitar echarse a reír, y abrazó con un profundo cariño a la que compartía con ella el más letal de los secretos de Estado.

— ¡Estáis loca, Marie! Pero precisamente por eso os quiero tanto…

— ¡También yo! -suspiró la maríscala-. Os voy a echar de menos, pero espero que si encontráis algo me informéis. Sería una gran alegría para mí saber que el hijo indigno no ha conseguido borrar a su padre del número de los vivos…

Cuando Sylvie abandonó Nanteuil, adonde había ido para esa última entrevista, su mano agitaba alegremente un pañuelo. Una vez volvió a posarse el polvo levantado por la carroza, la que en otro tiempo fue llamada la Aurora estalló en sollozos y corrió a encerrarse en su oratorio, del que no salió en todo el día…

D'Artagnan fue el último. En el instante en que los viajeros iban a subir al coche, apareció como una tromba en la Rue des Tournelles, saltó de su caballo sin preocuparse por espantar a los del tiro, corrió hacia Sylvie, la tomó entre sus brazos y plantó en sus labios el beso más dulce y más tierno que ella había recibido nunca.

— ¡Hace años que tenía ganas! -explicó, sin entretenerse en excusas que por otra parte nadie le pidió-. Es mi despedida particular, porque no os volveré a ver. Al menos en este mundo, donde no voy a quedarme ya mucho tiempo, ¡gracias a Dios!

— ¿Cómo podéis decir una cosa así? Estáis más joven que nunca, y aseguraría que seguiréis siempre así. ¿También vos marcháis? -añadió, al ver el equipo de campaña del oficial.

— Sí. Los mosqueteros se van de Saint-Germain con el rey a primera hora de la tarde. Algo me dice que podréis rezar por mí en vuestro convento, porque no he de volver [42] ¡Oh, no os pongáis triste! Morir en la guerra es la suerte que desea todo soldado, y mi alma podrá ir a haceros compañía cuando lo desee…

Le dio la mano para ayudarla a subir al coche y saludó a Perceval, ya instalado en él. Cerró la portezuela. La última imagen, después de la de Jeannette sollozando entre los brazos de Corentin y Nicole en los de Pierrot, fue una silueta delgada y marcial de pie en medio de la Rue des Tournelles, saludando profundamente, con las plumas rojas del sombrero barriendo el polvo, al coche que se alejaba, como si rindiera homenaje a la reina en persona…

— Dejas a tus espaldas mucha tristeza, querida -murmuró Perceval, que por su parte apenas podía retener las lágrimas-. ¿Estás segura de no lamentarlo algún día?

— Lo lamentaré todos los días, querido padrino, pero ¡comprended que voy a vivir por fin el sueño de toda mi vida!

— Nadie ha deseado tu felicidad tanto como yo. Espero que estará en proporción a ese sueño…

Aún pensaba en ello unos días más tarde, en el pequeño muelle del puerto de Piriac, mientras veía alejarse, en una mañana luminosa de sol y mar azul, el barco con una vela roja que llevaba a Sylvie hasta su amor. Con menos dolor del que habría creído, porque estaba libre del menor sentimiento egoísta y porque él era el único, con Philippe, que tendría el privilegio de penetrar en el círculo mágico en el que François y Sylvie iban a encerrarse. No antes de un año, en cualquier caso, y allí residía el gran problema: ¿cuánto tiempo concedería Dios aún a un hombre nacido con el siglo, por más que en verdad no sintiera todavía el peso de los años?

«¡Al menos, mientras pueda serle útil en algo!», pidió mentalmente, con la mirada fija en la manchita roja que oscilaba en la cresta de las olas.

Luego, sin volverse esta vez, se dirigió al bosquecillo de pinos al resguardo del cual esperaba Grégoire con el coche. Al levantar la vista hacia el viejo cochero instalado en el pescante, vio que miraba el horizonte y que por sus mejillas resbalaban gruesas lágrimas. Le conmovió el dolor mudo del viejo servidor de los Fontsomme, solterón empedernido y con fama de taciturno y huraño porque no pronunciaba más de tres palabras al día, pero cuya fidelidad acababa de recompensar Sylvie al permitirle conocer su destino real. En lugar de sentarse en el interior del coche, el caballero de Raguenel trepó hasta el pescante al lado de Grégoire, le dio una palmada en el hombro y le sonrió con ojos brillantes de complicidad.

— Ahora llévame al convento de Locmaria. Tengo que hablar con la madre superiora, y tomar algunas disposiciones…

Grégoire le devolvió la sonrisa, con timidez primero y luego con calor. Entre los dos ancianos se había creado un nuevo vínculo, uno de esos vínculos que ayudan a vivir. Asintió con un vigoroso movimiento de la cabeza, e hizo retroceder a los caballos para tomar la gran carretera de Vannes…

Mientras, sentada con la espalda apoyada contra el mástil, Sylvie veía aproximarse los acantilados de granito rosa de Belle-Isle, las caletas tapizadas por una vegetación de un verde oscuro salpicado por el oro claro de la ginesta, las landas de color malva y las escasas casas blancas. Alzándose hasta una gran altura sobre el mar, la isla parecía una ciudadela que encerrara un jardín cuyas frondas sobresalían por encima de las murallas. Mientras respiraba con grandes bocanadas, como si fuera una poción mágica, el viento cargado del olor a algas y sal, la viajera pensaba que Avalon, la isla feliz de las leyendas nórdicas, debía de parecerse a aquello…

Después de tanto tiempo, volvía con la esperanza de reencontrar el corazón de sus veinte años, como si lo hubiera dejado oculto en el hueco de una roca antes de irse a interpretar a otro personaje en los combates que se había visto obligada a librar. ¿Le esperaba en el umbral de la casa la pequeña Sylvie de otra época, que corría descalza por la arena y pescaba cangrejos en los charcos dejados por la marea al retirarse?

Era delicioso creer que sí. Sin embargo una inquietud, vaga al principio, se fue precisando a medida que se aproximaba: ¿qué François encontraría allí? ¿El hombre abatido y lleno de remordimientos al que había sacado de Pignerol casi por la fuerza, o bien otro que no imaginaba muy bien cómo podía ser, después de varios meses de soledad oceánica? En cualquier caso, el antiguo Beaufort vibrante de audacia, de vitalidad y alegría, había desaparecido para siempre. Quien iba a encontrar era «oficialmente» cierto barón de Areines forzado al exilio por su amistad con Fouchet y que había encontrado refugio en la casa adquirida años atrás por Mademoiselle de Valeines. Un refugio realmente seguro. Una vez aplastado su enemigo, el rey se preocupaba muy poco de la isla con la que, años atrás, Colbert se entretenía en alimentar sus pesadillas. No mantenía allí ninguna guarnición, e incluso había devuelto su propiedad a la valerosa Madeleine Fouquet, cuya lucha incesante para preservar el recuerdo de su esposo y recuperar sus bienes acabó por forzar su admiración. Los habitantes de Belle-Isle podían ahora explayarse a su gusto en su añoranza por el antiguo amo.

A medida que las rocas se interponían entre el horizonte y el barco, Sylvie sentía que su nerviosismo aumentaba. ¿Resistiría lo que la esperaba allí el amor que desbordaba su corazón?

El barco pasó por delante del puerto de Le Palais y siguió su camino. Cuando dobló la punta detrás de la cual se resguardaban el puerto del Socorro y la caleta dominada en un extremo por su casa, y en el otro por el molino de Tanguy Dru, donde Sylvie había pedido que la desembarcaran, vio de inmediato a un hombre que reparaba una barca varada en la arena y sujeta por gruesas cuñas de madera. Salvo por la falta de casco y de armas, parecía un vikingo, con su barba y sus largos cabellos grises. Iba vestido tan sólo con un calzón a rayas, ceñido desde las rodillas hasta la cintura, y exhibía unos músculos sólidos cubiertos por una piel curtida por el sol, digna de un salvaje de América.

Cuando el patrón de la Gaud le llamó a voces para que ayudara a desembarcar a su pasajera, se incorporó para observar a los que venían, protegiéndose los ojos del resol con una mano. Sylvie supo entonces que el François de antaño nunca había dejado de existir… a menos que la isla le hubiera devuelto a la vida. Una sonrisa iluminó como un relámpago su barba cuando entró en el agua transparente para aproximar el barco… Con el corazón desbocado, Sylvie pensó que estaba más hermoso que nunca, y que muchos jóvenes gentileshombres envidiarían a aquel hombre de cincuenta y seis años su cuerpo de marino duramente entrenado. Su voz, la de otros tiempos, gritó al patrón, al que parecía conocer:

— Gracias por traerme por fin a mi esposa. Empezaba a preguntarme si vendría algún día.

— Si se ha retrasado sin motivo, tiene que pedir perdón -dijo en tono grave el bretón-. La mujer debe seguir a su esposo allá donde vaya. Así está escrito.

Con una breve risa, François tomó a Sylvie en sus brazos para llevarla a la playa, mientras dos marineros descargaban una pequeña maleta de cuero y un gran saco, que depositaron en la arena antes de volver a embarcar. La pareja dio las gracias y esperó a que el barco tomara de nuevo el viento. Sólo entonces, François se inclinó, tomó en brazos a Sylvie, remontó a la carrera, sin decir palabra, la playa y el sendero que acababa en unos rudimentarios peldaños, llegó a la casa, irrumpió en ella como un viento de tormenta y cerró la puerta a su espalda de un puntapié. Entonces dejó a Sylvie en el suelo y se apartó dos pasos para mirarla, con un aire repentinamente severo.

— ¡Ya estás en tu casa! -declaró-. ¡Cuánto has tardado en venir!

Ni siquiera la había besado. A Sylvie, molesta, le llegó en ese momento el aroma de una sopa de pescado. Una rápida ojeada circular le mostró que el antiguo priorato estaba rigurosamente limpio, que ardía el fuego en la vieja chimenea y que un ramo de ginesta ocupaba un jarrón de cobre. Todo ello sugería una mano de mujer, y picó su amor propio.

— Sabíais que necesitaría varios meses para poner en orden mis asuntos, pero veo que el tiempo no se os ha hecho muy largo. No estáis solo aquí, ¡se nota enseguida!

Él se echó a reír, y la aprisionó entre sus brazos en un abrazo tan fuerte que a ella le faltó la respiración.

— Tienes razón: no he estado nunca solo porque siempre me has acompañado.

— Y tú limpiabas, cocinabas…

— Más tarde resolveremos ese misterio… ¿De modo que piensas que escondo a una mujer en alguna parte, y que ha corrido a ocultarse al verte llegar?

— ¡Por… por qué no! ¡Soltadme! ¡Me a… hogáis!

— Ésa es mi intención. Voy a ahogarte a fuerza de besos…, a hacerte morir de amor…

Aflojó un poco su abrazo para dejarla respirar, y se apoderó de su boca, que violentó con un ardor ávido contra el que Sylvie se esforzó en luchar, furiosa al sentirse juguete de aquella voluntad torrencial, que muy pronto le despertó sensaciones olvidadas. Se vio impotente contra aquella pasión desatada que derritió su cólera y anuló sus fuerzas. Se abandonó entonces, atenta solamente al deseo que la invadía.

Cuando sintió que su resistencia cedía, François empezó a desvestirla con gestos suaves pero rápidos, y a apoderarse de aquello que liberaba sin interrumpir su beso. Y bruscamente, cuando ella no conservaba más que sus medias de seda blanca sujetas con cintas azules, la apartó de sí y la sostuvo al extremo de sus brazos para contemplarla. Un rayo de sol que entraba por la pequeña ventana la envolvió entera en su calor luminoso, y ella cerró los ojos deslumbrada e intentó con un gesto instintivo ocultar sus senos con las manos cruzadas. Él las apartó con suavidad.

— ¡Qué bella eres! -susurró-. Tu cuerpo es tan puro como el de una niña pequeña. No has cambiado en absoluto. ¿Cómo lo has conseguido?

Entonces ella abrió los ojos de par en par y le sonrió con malicia.

— Lo he cuidado… Quizá porque, sin atreverme a confesarlo, siempre he esperado entregártelo un día…

— Pues bien, dámelo, mi amor… Ese día que tanto he esperado ha llegado…

Mucho tiempo después, cuando los dos devoraban con un apetito de adolescentes la sopa de pescado, consumida hasta convertirse en una especie de caldo espeso, que había dejado al fuego la mujer del molinero, encargada también de la limpieza de la casa, François paró un momento de comer para contemplar a Sylvie a través de sus párpados entrecerrados. El ocaso difundía una tenue luz rosácea que acariciaba su piel y sus cabellos esparcidos sobre los hombros.

— ¿Sabes que acabamos de cometer un pecado, amor mío, y que vamos a seguir cometiéndolos?

Ella le miró horrorizada. Lo que acababan de vivir era tan bello, tan intenso, que calificarlo con la noción humillante del pecado le pareció un insulto.

— ¿Es así como lo ves? -dijo con un reproche triste en su voz.

Él se echó a reír, se levantó de la silla y fue a tomar a Sylvie por los hombros, la obligó a incorporarse y la estrechó contra su pecho.

— Por supuesto que no, pero sabes muy bien que siempre he sido un bromista. Lo cual no impide que nuestras almas estén en peligro si no hacemos nada -dijo, medio en serio medio en broma-. ¡Vístete pronto! Tenemos que salir…

— ¿A estas horas? ¿Adónde vamos a ir?

— A dar un paseo. Hace tan buena noche. -Como dos niños, salieron y cruzaron la landa cogidos de la mano. En lugar de seguir el litoral como esperaba Sylvie, volvieron la espalda al mar y se dirigieron a la pequeña iglesia que ella conocía bien por haberla frecuentado en la época en que huía del verdugo de Richelieu.

— ¿Qué pretendes hacer? -preguntó sin disminuir el paso-. ¿Llevarme a confesar en plena noche?

— ¿Por qué no? Dios nunca duerme, ¿sabes?

A ella le pareció extraña la idea, pero no quiso contrariarle. En el fondo le gustaba volver a ver aquel pequeño santuario cuyo campanario bajo seguía resistiendo los vientos de las tempestades. Se elevaba junto a las ruinas de un antiguo castillo y a las escasas viviendas de una aldea. François fue directamente a la más próxima, por otra parte la única en la que aún se veía luz: una vela que iluminaba a un hombre ya anciano, un sacerdote sentado a la mesa delante de una cena modesta. Después de dar tres golpes en la puerta, François entró, arrastrando a Sylvie detrás de él. El sacerdote levantó la vista y, al reconocer a su visitante, sonrió y fue a recibirle.

— ¡Ah! -dijo-. ¡Ella ha llegado! Entonces será esta noche…

— Si no es mucha molestia, señor rector. Sabéis desde hace mucho tiempo la prisa que tengo.

— En ese caso, venid conmigo -dijo tras estrechar la mano de Sylvie con un gesto cálido y reconfortante.

A pesar de la extraña emoción que se había apoderado de ella, Sylvie quiso hablar, pero François colocó un dedo sobre su boca.

— ¡Silencio! De momento no debes hablar.

Siguieron al anciano hasta la iglesia. El abrió la puerta cerrada simplemente con un pasador, les hizo entrar y luego volvió a cerrar utilizando en esta ocasión una pesada llave. Los tres se encontraron en una oscuridad apenas quebrada por una lamparilla de aceite colocada ante el tabernáculo.

— No os mováis. Voy a encender los cirios.

Encendió los dos del altar, e hizo seña a sus visitantes de que se aproximaran, después de colocarse al cuello la estola ritual.

— Debo ahora oíros en confesión, madame. Luego escucharé… a vuestro compañero.

Al comprender que aquella historia de la confesión, anunciada en tono de broma poco antes, iba en serio, Sylvie preguntó:

— Pero… ¿porqué?

— Porque no puedo casaros si no estáis en paz con el Señor, hija mía. Espero que no pondréis ningún impedimento.

— ¿Casarnos? Pero, François…

— ¡Silencio! No es conmigo con quien tienes que hablar. Vamos, corazón mío… No olvides que el secreto es inviolable para un sacerdote. Y a éste lo conozco bien.

Después de la confesión más incoherente de toda su vida, Sylvie se encontró delante del altar al lado de François, que la miraba sonriente.

— ¿Vamos a hacerlo de verdad? -susurró ella-. Sabes bien que es imposible. El barón d'Areines no existe…

— ¿Quién habla del barón d'Areines? Tienes que saber que prometí a tu hijo casarme contigo durante nuestro largo viaje hasta aquí.

— ¿Lo sabe?-dijo ella espantada.

— No. Sabe únicamente que amo a su madre desde hace mucho tiempo. Sabe también que nunca se avergonzará de nuestra extraña situación.

El sacerdote volvía con una pequeña bandeja en la que reposaban dos modestos anillos de plata. Hizo arrodillarse a los contrayentes ante él y juntó sus manos mientras invocaba al Señor con los ojos alzados al cielo. Luego llegó el momento del compromiso y Sylvie, con una especie de terror sagrado, le oyó pronunciar lo que ya no creía posible escuchar.

— François de Borbón-Vendôme, duque de Beaufort, príncipe de Martigues, almirante de Francia, ¿aceptáis por esposa a la muy alta y noble dama Sylvie de Valaines de l’Isle, duquesa viuda de Fontsomme, y juráis amarla, guardarla en vuestro hogar, defenderla y protegerla durante el tiempo que Dios quiera concederos sobre la tierra?

— … ¡Y más allá! -añadió François antes de pronunciar con voz firme-: ¡Lo juro!

Como en un sueño, Sylvie se oyó pronunciar el mismo juramento con una voz entrecortada por la emoción. El sacerdote bendijo los anillos antes de dárselos, cubrió sus manos unidas con el extremo de su estola, y pronunció finalmente las palabras que les unían ante Dios y ante los hombres. Entonces, François se inclinó profundamente ante la que se había convertido en su mujer.

— Soy el humilde servidor de Vuestra Alteza Real -dijo en tono grave-. ¡Y también el más feliz de los hombres!

Apoyados el uno en la otra, el duque y la duquesa de Beaufort salieron de la iglesia y la noche tibia les envolvió con su esplendor estrellado, que les brindó, mientras volvían a paso lento a través de la landa solitaria, una corte más brillante y majestuosa de lo que jamás sería la de Saint-Germain, la de Fontainebleau o incluso la de ese Versalles aún inacabado cuya magnificencia iba a asombrar al mundo. Belle-Isle les ofreció los aromas nocturnos del pino, la ginesta y la menta silvestre, mientras la gran voz del océano cantaba, mejor que el órgano, la gloria de Dios y la unión de dos seres que se habían buscado durante tanto tiempo…

Olvidados del mundo y forzados a una eterna clandestinidad, François y Sylvie iban a vivir su amor con intensidad, modestamente mezclados con una población humilde de pescadores y campesinos que nunca intentarían penetrar un misterio que, no obstante, intuían de manera confusa. Esas gentes los quisieron sobre todo cuando en 1674 llegó la prueba de un mortífero desembarco holandés dirigido por el almirante Tromp, cuyos navíos, como en otro tiempo los de los normandos, aparecieron una mañana delante de la playa de Grandes Sables. Aquellos hombres pasaron por la isla como un viento de desgracia, saqueando e incendiando sin que la antigua ciudadela de los Gondi -casi desprovista de guarnición-, que Fouquet tanto se había empeñado en reforzar, pudiera hacer gran cosa para defenderse. François y Sylvie, cuya casa del fondo de la caleta no sufrió daños, se multiplicaron para apoyar, consolar y aliviar a los afectados por aquel azote, y después para ayudarles a reparar los destrozos. Desde entonces Belle-Isle, herida, les acogió sin reservas y su amor se vio exaltado por ello.

Ese amor tan bien escondido iba a durar quince años…

Epílogo

Sylvie murió el 22 de junio de 1687. O más bien dejó de existir, porque la muerte se la llevó dulcemente sin que ningún síntoma hubiera hecho presagiar su llegada. Ocurrió al finalizar un hermoso día. Sentada junto a François en el banco de piedra adosado a su casa, contemplaban el mar incendiado por la más gloriosa de las puestas de sol, cuando su cabeza se posó en el hombro de su esposo como solía hacer con frecuencia, y exhaló un suspiro de dicha… que fue el último.

La enterraron bajo los brezos, a la sombra de una cruz de granito plantada junto a la iglesia en la que se había casado. Abrumado por el dolor, François guardó desde entonces un silencio que apenas turbó la llegada de una carta como las que en ocasiones venían del continente. Después de leerla, preparó un pequeño equipaje, subió a su barca con la marea de la tarde, como si fuera a pescar, y llegó a tierra firme, donde abandonó la embarcación. Belle-Isle no volvió a verle…

La carta era de Philippe de Fontsomme, ahora casado y padre de dos hijos varones. Cuando el caballero de Raguenel falleció, tres años atrás, en su casa de la Rue des Tournelles, a la vuelta de su última visita a los exiliados -viajaba a la Bretaña aproximadamente una vez cada dos años-, Philippe había hecho saber a Saint-Mars que tomaba el relevo en la comunicación que habían establecido. Supieron así que después de la muerte de Fouquet, ocurrida en 1680, y de la vuelta de Lauzun al favor del rey, un año después, el carcelero y su preso se habían trasladado de Pignerol a otro castillo-prisión. Esta vez, el mensaje de Philippe anunciaba que Saint-Mars acababa de ser nombrado gobernador de la isla Sainte-Marguerite, una de las islas de Lérins, situadas en el Mediterráneo frente a un pequeño pueblo de pescadores llamado Cannes. El prisionero enmascarado le había seguido en una silla cerrada, cubierta por una lona encerada y acompañada por una fuerte escolta.

François conocía bien aquellas islas, que formaban una línea fortificada a lo largo de la costa de Provenza. Sabía que en Saint-Honorat, la más pequeña y más alejada, subsistía un puñado de monjes testarudos, que a lo largo de los siglos habían resistido los golpes de distintos enemigos venidos del mar, de los que les protegía mejor o peor una serie de escollos y viejas fortificaciones.

Algunas semanas después de la marcha de Belle-Isle, el abad de Saint-Honorat subió a una barca conducida a remo por uno de sus monjes, cuyo capuchón no dejaba ver otra cosa de su fisonomía que la barba gris, y llegó a Sainte-Marguerite para pedir al gobernador una entrevista mediante una carta que llevó un centinela. El día era magnífico, y el Mediterráneo, de un azul tan intenso que hacía palidecer el cielo, pero el sol de verano brillaba en las bayonetas de los guardias y relucía en las enormes bocas de los cañones de los adarves de la fortaleza. Nunca un prisionero había estado mejor guardado.

Sin embargo, cuando los dos religiosos salieron de la isla-prisión, un observador escrupuloso habría notado que la barba del monje remero era tal vez un poco menos blanca y no tan espesa. Aquella noche, el señor de Saint-Mars durmió mejor que en todos los años anteriores: el rostro oculto detrás de la máscara volvía a ser el que le había sido destinado. Pierre de Ganseville, feliz de respirar el mismo aire que su príncipe, ya no salió de Saint-Honorat.

Vivía aún cuando, en 1698, Saint-Mars recibió la recompensa de sus largos y leales servicios: se convirtió en gobernador de la Bastilla, la reina de las prisiones de Estado, la que más ingresos reportaba. Pero aunque había acumulado una enorme fortuna, el eterno carcelero del hombre de la máscara apenas la disfrutaba. Ni siquiera conocía las tierras borgoñonas de su propiedad, y únicamente pasó una noche en su castillo de Palteau con ocasión de su viaje a París, adonde, por supuesto, se llevó consigo al prisionero al que estaba unido como un forzado a su cadena. Quienes vieron entonces al misterioso cautivo admiraron su gran estatura, la elegancia de su porte bajo su atuendo de terciopelo negro, y la barba blanca, larga y sedosa que parecía brotar de la máscara.

Cinco años después, el lunes 19 de noviembre de 1703, el hombre al que habían desposeído incluso de su rostro murió en la Bastilla. Al día siguiente llevaron su cuerpo al cementerio de Saint-Paul, como era costumbre con quienes fallecían en la vieja prisión. Eran las cuatro de la tarde, y en el registro de los jesuitas que cuidaban del camposanto quedó escrito un nombre, porque algo había que escribir. Y ese nombre fue Marchiali. [43]

Pocas noches después, unos desconocidos fueron a abrir su tumba, pero sólo encontraron un cuerpo sin cabeza: había sido cortada y sustituida por una gran piedra, redonda como una bala de cañón…

Saint-Mandé, julio de 1998

Fin

NOTAS

[1] Mármol azul con venas blancas, procedente de Italia.

[2] En los duelos según las normas", era costumbre que los testigos también se enfrentaran, pero ese día Nemours y Beaufort combatían a pistola.

[3] Más conocido por el nombre de Lauzun, que llevaría más adelante.

[4] Cuerpo de élite que llevaba como arma un hacha terminada en una punta curvada. Quienes lo integraban estaban al lado del rey en combate, y en las grandes ceremonias marchaban delante de él, de dos en fondo.

[5] Estos «balleneros» iban a formar una de las principales estirpes de corsarios vascos.

[6] María Teresa era nieta de Enrique IV por su madre Isabel, esposa de Felipe IV de España, y Mademoiselle lo era asimismo por su padre, Gaston d'Orléans, hermano de Luis XIII.

[7] Los dos eran bearneses, e incluso estaban lejanamente emparentados.

[8] El curioso nombre se debía a que este tipo de prenda permitía disimular los embarazos.

[9] Madame de Navailles era prima de la futura Madame de Maintenon, conocida por su actividad en el tema de la educación de las jóvenes. Ambas vivieron juntas varios años durante su infancia.

[10]No hay que confundirla con la segunda esposa de Monsieur. Ana de Gonzaga de Nevers era hermana de aquella María de Gonzaga que hizo perder la cabeza -en todos los sentidos del término- al joven Cinq-Mars antes de convertirse en reina de Polonia. También a causa del título, Ana se había casado con el elector palatino de Baviera, del que había enviudado.

[11] Ese lugar tomó el nombre de plaza del Trono, y luego, bajo la Revolución, de plaza del Trono Derribado. Hoy es la Place de la Nation.

[12] Venid, oh reina triunfante, / y perded sin pena el bello título de Infanta / entre los brazos del más bello de los reyes.

[13] Véase el volumen I, La Alcoba de la Reina.

[14] Marguerie de Lorraine, segunda esposa de su padre el difunto Gaston d'Orléans.

[15] Los comediantes del rey eran los de la compañía del hôtel de Bourgogne.

[16] Philippe Erlanger, Louis XIV.

[17] El té había llegado a Francia en 1648, y tenía ya sus adeptos.

[18] Diecinueve navíos, de los cuales únicamente once estaban en condiciones de navegar, más una decena de galeras, era todo lo que poseía entonces Francia (J. P. Desprats, Les Bâtards d'Henri IV).

[19] Así se llamaba a los carpinteros de marina.

[20] El actual Quai Malaquais.

[21] Acostumbrada a la penumbra de los palacios españoles, donde las personas reales recibían una especie de culto, María Teresa no se acostumbraba a las continuas corrientes de aire de la vida en los aposentos franceses, que cualquiera podía atravesar cuando le apetecía.

[22] Se trata de la autora de La princesa de Clèves, que fue amiga y confidente de Madame.

[23] Artefacto en cuyo interior se colocaba un pequeño brasero para calentar la cama.

[24] Después del arresto de Fouquet, Vatel consideró prudente instalarse en Inglaterra.

[25] Después de la marcha de la reina Enriqueta de Inglaterra, que se había instalado en él, Monsieur y Madame tomaron posesión del antiguo Palais-Cardinal.

[26] La Rue Taranne quedó absorbida por el bulevar Saint-Germain. La casa que ocupaban los Montespan estaba situada aproximadamente en el lugar en que se alza en nuestros días la brasserie Lipp.

[27] Dreux d'Aubray hizo encarcelar a su yerno en la Bastilla en 1663. Madame de Brinvilliers, que había aprovechado sus frecuentes visitas al Hospicio para experimentar con los enfermos algunos venenos que le proporcionó un boticario real, se vengó de su padre envenenándole en 1666, y más tarde (1670) se deshizo por el mismo procedimiento de sus dos hermanos. Sus crímenes fueron finalmente descubiertos; huyó de París, pero fue detenida en Lieja y decapitada en París el 16 de julio de 1676.

[28] Véase el volumen I, La Alcoba de la Reina.

[29] Que, de golpe, se convirtió en Nueva York.

[30] Sólo otros dos navíos igualaban su esplendor en el siglo XVII: el Soleil-Royal y la famosa galera Reale.

[31] Era el hermano de sor Louise-Angélique, la amiga de Luis XIII, y el cuñado de Marie-Madeleine, la amiga de Madame y autora de La princesa de Cleves.

[32] La Voisin sería años más tarde una pieza clave del llamado «proceso de los venenos», en el que se vieron implicadas personas de la más alta aristocracia después del escándalo que produjeron los asesinatos de la marquesa de Brinvilliers, a los que se ha aludido anteriormente. Luis XIV detuvo las investigaciones cuando éstas salpicaron a la propia Madame de Montespan, pero Catherine Monvoisin, principal suministradora de arsénico a sus clientes aristocráticos, fue condenada por brujería y murió en la hoguera en 1680. (N. del T.)

[33] Por supuesto, una autopsia con los medios y los conocimientos de la época.

[34] En la actualidad la ciudad se llama Heraklion, y la isla de Candía es Creta.

[35] El Conde de Maulévrier era hermano menor del ministro, catorce años más joven que él; y, curiosamente, amigo de Beaufort, al que admiraba.

[36] Francesco Morosini, 1619-1694, fue el último de los grandes dogos de Venecia. Reconquistó a los turcos Patrás, Lepanto, Corinto, Atenas y Esparta. Después de haber escrito una de las más bellas páginas de la historia de la Serenísima, murió en Nauplia, donde la flota había establecido sus cuarteles de invierno.

[37] Nombre de un arroyo que en época griega fluía desde Longchamp, aproximadamente por el emplazamiento actual de la Canebière.

[38] Véase el volumen I, La Alcoba de la Reina.

[39] En Pignerol, Saint-Mars era gobernador únicamente del castillo propiamente dicho, donde estaba instalada la prisión. La ciudadela y la plaza fuerte quedaban bajo el mando de un teniente del rey, en aquel momento Monsieur de Rissan.

[40] El principado de Acaya o de Morea, conquistado en el siglo XIII por Guillaume de Champlitte y Geoffroy de Villehardouin, formaba parte del Imperio Latino de Oriente.

[41] Fouquet y Lauzun estaban encerrados en esa torre. El gobernador militar, Monsieur de Rissan, ocupaba la torre Sur, y la tercera estaba reservada a los presos de menor importancia.

[42] Murió en el sitio de Maastricht un año más tarde, con el rango de mariscal de Francia.

[43] Algunos investigadores han visto en ese nombre surgido de la nada un anagrama: hic amiral, «ese (famoso) almirante».

Sobre la Autora y su obra

Escritora francesa, Juliette Benzoni es una reconocida autora de novela histórica y romántica. Varias de sus obras han sido adaptadas para la televisión.

Antes de dedicarse por completo a la literatura, Benzoni trabajó como periodista para medios como Histoire pour tous o France soir, entre otros medios.

De entre su obra habría que destacar la serie de libros sobre Las joyas de la corona y también los dedicados a Secreto de estado.

Todos los libros y obras, en castellano, de Juliette Benzoni

El rubí de Juana la Loca… 2005

El ópalo de Sissí… 2005

La alcoba de la reina… 2005

La estrella azul… 2005

La rosa de York 2005

El prisionero enmascarado… 2004

El rey de Les Halles… 2004

Largo camino para un amor… 1977

El tiempo de amar… 1977

Catherine… 1976

Jasón de los cuatro mares… 1972

El deconocido de Toscana… 1972

Una pasión turbulenta… 1971

La estrella de Napoleón… 1971

Un nuevo amor… 1971

La esposa vendida… 1970

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